MARIANA Y EL BARROCO
JUAN DE MARIANA
La respuesta a aquel repentino interés europeo por la personalidad colectiva de los españoles, representada por su historia, en especial tras la exitosa obra de Mayerne Turquet, llegó en buena medida de la mano del jesuita Juan de Mariana. Su obra comenzó a publicarse el año 1592 en Toledo bajo el título Historiae de Rebus Hispaniae, y abarcó veinte libros al principio y treinta más tarde; a partir de 1601 aparecería en castellano, como Historia general de España, traducida por el propio autor en versión muy libre. Con Mariana dio la historiografía española un salto abismal respecto de sus antecesores Ocampo y Morales[147].
Juan de Mariana (1536-1624), hijo natural de un arcediano de Talavera, estudió en Alcalá, bajo Francisco de Borja, y luego en Roma, donde fue llamado por Laínez, segundo general de la Compañía de Jesús. Entre sus veinticinco y cuarenta años fue profesor en diversos colegios de la orden en la propia ciudad papal —donde hizo gran amistad con el también jesuita, y futuro cardenal, Roberto Belarmino—, Sicilia y París, y a su regreso a España se lanzó a escribir su gran proyecto histórico. Un proyecto germinado, sin duda, en sus años de contacto con la cultura italiana, con la que se había desatado una rivalidad imposible de ignorar entre quienes se sentían «españoles». Mariana trabajó impulsado por su interés personal, pues nunca fue cronista oficial. Pero tampoco era un hombre ajeno a los círculos de poder, ya que, aparte de protegido de Laínez y amigo de Belarmino, lo fue también de García de Loaysa, cardenal de Toledo, y dedicó su obra a Felipe II, con la idea de que sirviese para la formación del príncipe heredero; una vez convertido este en Felipe III, financiaría la traducción al castellano y sería el destinatario de la nueva dedicatoria. Mariana escribió al estilo de los grandes retóricos e historiadores latinos, especialmente Tito Livio, cuya obra conocía bien: con claridad, amenidad y elegancia. Y culminó así una Historia de España que se convertiría en un clásico y dominaría el panorama durante nada menos que dos siglos y medio, hasta que publicara la suya Modesto Lafuente a mediados del XIX. Fernando Wulff la ha llamado «la obra más trascendente de la historiografía española». Merece, sin duda, que le dediquemos una atención especial[148].
Al modo de tantos historiadores anteriores, el trabajo se inicia con una descripción geográfica de España que es un Laus Hispaniae: la alegría del cielo, la fertilidad del suelo, la ligereza de los caballos. Sigue con sus divisiones antiguas (las provincias romanas, los reinos medievales, siempre incluyendo a Portugal) y el carácter de sus habitantes (constantes en la religión, fuertes y sufridores en las guerras y «muy amigos de la justicia»). Comienza el relato con los reyes primitivos, para continuar con la Reconquista en los diferentes reinos, hasta terminar con la muerte de Fernando el Católico en 1516. Ya quedó dicho que Mariana no quiso entrar en sucesos más modernos para «no lastimar a algunos si se decía la verdad, ni faltar al deber si la disimulaba»[149].
El jesuita era un intelectual de considerable seriedad y se propuso hacer un trabajo riguroso, abandonando, en la medida de lo posible, el terreno fabuloso que tanta tinta había hecho correr entre sus predecesores: «en todo el discurso se tuvo gran cuenta con la verdad, que es la primera ley de la historia», escribe; «yo estoy determinado de mirar más aína lo que es justo que se ponga por escrito, y lo que va conforme a las leyes de la historia, que lo que haya de agradar a nuestra gente»[150]. Sin embargo, y ante la imposibilidad de manejar fuentes directas y fiables, especialmente sobre las épocas más remotas, se vio obligado a recurrir a Ocampo para el periodo primitivo, si bien pudo ya partir de Morales para la Edad Media y de Garibay, Zurita y otros para los tiempos recientes. De ahí que, aunque se resistiera a aceptar la verosimilitud de algunas fábulas mitológicas, acabara incluyendo muchas otras.
Partió, como no podía ser menos, de la cronología bíblica y consignó que Túbal, hijo de Jafet, fue el «primer hombre que vino a España», el fundador de «la gente española y su valeroso imperio», aunque reconoció que no se sabía con certeza dónde se estableció al llegar —tema nada banal, como veremos—. Tras él, recitó la lista de reyes habitual desde Annio (los Geriones, Hispalo, Hespero, Argantonio…) e hizo desfilar por la península a Osiris, Jasón, Hércules, Ulises o Dionisio de Siracusa (uno de cuyos compañeros fue Luso, fundador de Lusitania). Admitió, en resumen, muchas ficciones, especialmente las más aceptadas y mejor urdidas; pero declaró su escepticismo ante las del «nuevo Beroso» y otras semejantes porque se referían a «fundaciones de ciudades mal concertadas, progenies de reyes nunca oídas, nombres mal forjados». Por otra parte, en todas las fases históricas no documentadas reconoció que lo que escribía sonaba a «tragedias y fábulas», y que, aunque otras crónicas de España contaran «muchas cosas deste jaez, no como fingidas, sino como verdaderas», «todas estas opiniones son inciertas, ni hay para qué aproballas ni desechallas»; «el lector por sí mismo las podrá quilatar y dar el crédito que merece cada cual»[151].
Mariana tenía sus razones para incluir algunas leyendas. Que fuera un humanista guiado, sobre todo, por su apego a la verdad no significaba en modo alguno que su intención fuera aséptica. Su misma dedicatoria al rey exhibía una identificación personal con las glorias patrias, no exenta de un tono vindicativo: «me convidó a tomar la pluma el deseo que conocí los años en que peregriné fuera de España, en las naciones estrañas, de entender las cosas de la nuestra: los principios y medios por donde se encaminó a la grandeza que hoy tiene»[152]. Mariana pensaba en los extranjeros, más que en los españoles, cuando escribía su obra —y por eso lo hacía en latín—, con la finalidad evidente de reivindicar el pasado de un «linaje» o «nación» —son los términos que usa—, llegado a tanto poderío que era mirado con malquerencia por los demás. Usaba la historia, por tanto, como semillero de orgullo colectivo. Y su intención era exhibir una genealogía de españoles ilustres, una crónica de hechos de armas gloriosos de los antepasados familiares, que probara la alta calidad de la sangre de sus descendientes del momento. «No me atreveré a reprobar lo que graves autores testificaron y dijeron», se disculpa —y esta falta de atrevimiento es su diferencia con los críticos de las «historias fabulosas» que vendrán un siglo más tarde—; «concedido es a todos y por todos —sigue la disculpa— consagrar los orígenes y principios de su gente, y hacellos muy más ilustres de lo que son, mezclando cosas falsas con las verdaderas» y «si a alguna gente se puede permitir esta libertad, la Española por su nobleza puede tanto como otras usar dello por la grandeza y antigüedad de sus cosas»[153]. Por eso da cabida a mucho en lo que no cree, haciendo suyo el adagio clásico «plura transcribo quam credo». Su indulgencia con la historia fabulosa primitiva era la manera de convertir al español en uno de los «linajes», «gentes» o «naciones» originarios del mundo, de insuperable antigüedad. Mayor, sobre todo, que la de los romanos, por los que tanto respeto —y rivalidad— sentían Mariana y otros intelectuales educados en Italia.
Que Mariana escribiera la historia de un ente colectivo no quiere decir que los reyes no fueran —fundidos con los reinos— los protagonistas de su obra. Es cierto que el eje que articula la sucesión real es «España», pero este es un término equívoco, que a veces no pasa de ser una mera referencia geográfica («el principio de esta historia se toma desde la población de España», «los años que peregriné fuera de España», «todas la partes de España»), aunque en otras claramente posea un contenido racial o grupal, o se refiera a un poder político, o a ambas cosas unidas («la grandeza de España conservará esta obra»), en relación con lo cual Mariana expresa un orgullo innegable[154]. Las razones para este orgullo son, además, complicadas, pues en su descripción del carácter colectivo de los españoles no puede evitar destacar sus proezas bélicas, en lo que se le escapa, sin embargo, un punto de disgusto. Considera a Numancia «temblor que fue y espanto del pueblo romano, gloria y honra de España»; y Viriato, «de nación lusitano», fue «libertador se puede decir casi de España». Pero describe a los primitivos habitantes del país como «más fieras que hombres», fieles y excelentes guerreros, sin duda, pero «aborrecedores del estudio de las ciencias». No es orgullo lo que late en estas últimas líneas. Ni cuando admite que el hecho de que nadie hubiera escrito una verdadera historia de España antes que él era vergonzoso para «nuestra nación»[155].
Al igual que Garibay, Mariana concibe «España» en términos amplios y complejos. Le repugna la idea de ser el cronista de un reino: «con algunos de nuestros cronistas, ni en la traza ni en el lenguage no deseo que me compare nadie»; «no nos contentamos con relatar los hechos de un reino solo —proclama en otro lugar— sino los de todas las partes de España». Reconoce, desde luego, que Castilla «sobrepuja todas las demás provincias de España», pero Aragón tiene la peculiaridad más interesante: haber mantenido «leyes y fueros [...] los más a propósito de conservar la libertad contra el demasiado poder de los reyes». Como observa Baltasar Cuart, si Garibay procedió por yuxtaposición de reinos, Mariana lo hace por «coordinación». Castilla es el «hilo conductor», pero el historiador mezcla e intercala constantemente episodios de Aragón, Navarra, Granada e incluso Nápoles y Francia, hasta que con los Reyes Católicos los hilos se anudan en un único cordaje. Incluso entonces, donde culmina y termina su historia, sigue anotando Mariana que, aunque la lengua mayoritaria sea el castellano, Portugal, Valencia y Cataluña conservan sus propias lenguas, todas ellas, como el castellano, «latín corrupto»; «solo los vizcaínos conservan hasta hoy su lenguaje grosero y bárbaro», que pudo ser el de los primeros españoles[156].
Sobre la ortodoxia religiosa del clérigo Mariana no hay la menor duda. Su Historia general de España está en parte inspirada en una Historia eclesiástica que él mismo escribió en su juventud. El catolicismo es el don más preciado y la columna vertebral de España. Cuando la monarquía se adhirió a la verdadera fe, con Recaredo, se logró la fusión espiritual, como si los miembros «se hubiesen unido entre sí y como hermanado en un cuerpo, y juntado en un aprisco y una majada, que es la Iglesia». Pero no puede evitar plantearse de seguido cómo pudo ser que la Providencia permitiera que aquella monarquía, que tanto se acercaba a la perfección, se derrumbara ante «la canalla» musulmana. Lo resuelve con una salida retórica: «para que después de tal castigo, de las cenizas y la sepultura de aquella gente naciese y se levantase una nueva y santa España, de mayores fuerzas y señorío que antes era» y «amparo y columna de la religión católica». Como Fernando Wulff ha observado, no hay optimismo en estas líneas, sino preocupación ante la debilidad de los reinos, preocupación que proyecta sobre la monarquía de Felipe II que le está tocando vivir. Porque Juan de Mariana no fue solo un historiador, sino un filósofo político y un constitucionalista. Su propuesta básica era que el poder absoluto debía ser moderado por otras instituciones, pues por sí mismo tendía al extravío tiránico. Con esto no se alejaba de la posición general de la escolástica española del XVI, pero Mariana era el más audaz de todos ellos, llegando incluso a aplicar su teoría al poder del general de la misma Compañía de Jesús de la que formaba parte (lo que le provocó una sanción del ocupante del cargo en el momento, Claudio Aquaviva). Su Historia general conecta así con su tratado De rege et Regis Institutionis…: «el poder real, si es legítimo […] ha de ser limitado desde el principio por leyes y estatutos, a fin de que no se exceda en perjuicio de sus súbditos y degenere en tiranía». El caso visigodo le sirve de ejemplo: un mal rey, como Witiza, cruel, sensual, tan osado como para enfrentarse con la Iglesia y con el propio papa —ejemplo, pues, de «tirano»—, provocó la degeneración moral de todo el pueblo, al que hundió en los vicios, el lujo y el «afeminamiento», causas inmediatas del hundimiento de aquella monarquía[157].
El pesimismo de Mariana acaba volcándose de manera explícita sobre la España en la que vive, que de nuevo está cayendo, según él, en la corrupción, las comodidades, los juegos, lujos y espectáculos impúdicos a los que llevan el poder y la riqueza. La derrota de la llamada Armada Invencible ante las costas inglesas y otros desastres militares recientes son, para él, claras llamadas de atención sobre la irritación divina ante los españoles. Unos españoles que se encuentran, por otra parte, rodeados de enemigos: herejes, moros, turcos e incluso católicos como los franceses y los venecianos, y que de ningún modo pueden bajar la guardia y abandonarse a la «molicie» que perdió a los visigodos. Angustia, y no triunfalismo, es lo que se respira en estas palabras. Y advertencias, no dirigidas ya a los extranjeros, sino al rey español y a sus asesores o círculos de opinión influyentes. Mariana, en la más grande de las creaciones historiográficas de la época imperial, preludia así ya el pesimismo barroco del XVII.
EL IMPACTO DE MARIANA. POLÉMICAS E INTENTOS DE EMULACIÓN
Aquella precoz Historia general de España de Juan de Mariana sería un jalón decisivo en la construcción de la identidad y del sentimiento patriótico. Fue reeditada nada menos que treinta y ocho veces hasta los años 1850, con sucesivos añadidos a medida que pasaban las décadas, y traducida al inglés en 1699 y al francés en 1725. La obra de Mariana fue, en resumen, la referencia fundamental para la historia patria durante los doscientos cincuenta años siguientes a su aparición; pocos libros pueden aspirar a tanto. Entre sus antecesores, solo la Crónica de España, de Diego de Valera, había alcanzado la veintena de ediciones, mientras que el Compendio de Garibay fue reeditado una única vez, en el siglo XVII, y las Crónicas de Ocampo y Morales otra en el XVIII; cuando lo fueron más tarde, era ya como curiosidades bibliográficas[158].
En vida de Mariana, el mayor éxito de su trabajo se produjo en el extranjero, donde el jesuita conoció en vida hasta siete reediciones de su versión latina. En España, en cambio, las primeras reacciones fueron negativas. Y lo fueron de manera muy significativa, tanto por su agresividad como por su pobreza intelectual y las fuentes de donde emanaron. Aunque muchos de los arbitristas compartieran su actitud crítica hacia las políticas del momento, los historiadores no lo hicieron y, desde luego, se sintieron muy dolidos por el despego de Mariana, aunque fuera limitado, hacia las historias fabulosas. «Florián de Ocampo escribió elegantemente cinco libros de las cosas memorables de España desde Túbal […] y antes que escribiese Juan de Mariana hay también de estos tiempos muchas particulares y graves historias», sentenció el cronista Antonio de Herrera y Tordesillas, en su Discurso y tratado de la historia e historiadores españoles[159].
Pero quien realmente se ofendió con Mariana fue la nobleza, que entendió que aquel gran lienzo histórico giraba demasiado en torno a los reyes y no reconocía adecuadamente los méritos de las grandes familias. De entre las respuestas críticas, destacó por su carácter vitriólico la de los duques de Frías. En la primera mitad del XVI había vivido un Pedro Fernández de Velasco, segundo duque de Frías y conde de Haro, autor de una historia particular y poco original sobre el reino leonéscastellano, conocida como Abreviación de los reyes de León y de Castilla; abarcaba en ella desde Pelayo hasta Enrique III, siguiendo de cerca la Crónica de Alfonso el Sabio, pero era notable el detalle e interés con que reseñaba la historia de las familias de abolengo. Cuando, cincuenta años más tarde, vio la luz la Historia general de Mariana, su nieto y sucesor en el título, Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla y León —y autor de dos discursos sobre la venida del apóstol Santiago a España que habían sido censurados precisamente por Mariana—, vio la ocasión de resarcirse y encargó una réplica a su secretario, fray Pedro Mantuano. Este cumplió la encomienda escudriñando los volúmenes del jesuita con lupa crítica y publicando en Milán, 1611, unas Advertencias a la Historia de Juan de Mariana, en las que, página a página, detectaba errores sin cuento, guiado siempre por una idea central: que no valoraba adecuadamente las glorias de las casas nobles, y en especial la de sus patronos; Mariana, hay que advertirlo, se había atrevido a escribir que no había «testimonio alguno o instrumento bastante» sobre las concesiones regias a los Fernández de Velasco, que incluían el cobro de los diezmos en sus territorios[160].
Pero no fueron solo los Frías. La marquesa de Camarasa, hermana del conde de Olivares, se sintió ofendida, según datos de García Hernán, por lo que decía la Historia sobre su casa. Este mismo autor consigna quejas del linaje de los Cobos, que incluso impidieron la difusión del libro en Amberes, e igualmente de la familia Borja, por los comentarios sobre sus antepasados. El citado Herrera y Tordesillas le reprochaba que, en general, «no se mostrara más favorable a los famosos hechos de la nobleza castellana». Y Antonio Hurtado de Mendoza, en su Tratado de los títulos y grandes de España, llegó a decir que la Historia de Mariana estaba escrita con «ruin intención y mal afecto a lo real y a lo noble y a la nación española», debido a que el autor había «nacido escondidamente y de padre francés»; se refería así, con la peor de las intenciones, al hecho de que Mariana era hijo ilegítimo. El litigio subió de tono y entre la alta nobleza se acabó desatando una verdadera tormenta contra la Compañía de Jesús, que obligó a intervenir al propio Aquaviva, quien amonestó a Mariana una vez más para que no «hable ni se meta» en «materia de gobierno». El Condestable —duque de Frías— incluso propuso al Consejo de Estado que la autorización para escribir sobre historia solo se concediera a los cronistas reales. La aristocracia castellana puso así algo más que unas chinitas en el camino de la primera gran Historia general de España, la máxima expresión de la historiografía etnopatriótica o prenacional. Y menos mal que Mariana había tomado la precaución de no pasar de 1516.
La vida del jesuita se complicó más aún cuando publicó sus Siete tratados, entre los que figuraba uno sobre la alteración de la moneda, muy crítico con las medidas tomadas por el gobierno de Lerma, lo que provocó la irritación del omnipotente valido. Un fiscal de la Inquisición toledana le denunció entonces por despreciar la autoridad real y la pontificia, ya que acusaba a los procuradores en Cortes de ser «viles, livianos y morales», por votar propuestas contrarias a las comprometidas con sus representados. Se vio, pues, Mariana procesado por la Inquisición en 1609, a sus setenta y tres años de edad, y llevado a un convento franciscano de Madrid. En su defensa alegó que su Historia había llenado un vacío que los cronistas reales habían sido incapaces de cubrir, dejando traslucir de nuevo su incurable desprecio hacia estos funcionarios. Aprovechando su caída, algunos cronistas de poca monta —el dominico Luis de Urreta y un tal padre Ribera— le acusaron de pedante y lleno de errores, y el confesor real fray Luis de Aliaga sugirió a Felipe III que, cuando Mariana terminara su encierro conventual, fuera procesado seriamente por la Inquisición porque su obra contenía ideas contrarias a la potestad regia. Pero en defensa del jesuita salieron Tomás Tamayo de Vargas, que publicó una obra en respuesta a la de Mantuano en 1616; el militar y embajador Bernardino de Mendoza, que en su Método para escribir la historia se refirió a él como el mejor historiador habido en España hasta el momento; y Francisco de Quevedo, que en su España defendida llegó a escribir: «¿quién de todas las naciones en lengua propia y latina osa competir el nombre a Juan de Mariana?»[161].
No todas las respuestas críticas a la obra de Mariana vinieron de la nobleza. Tampoco ocurrieron solo en España ni se limitaron a su obra histórica. Un autor tan respetable como Saavedra Fajardo pensaba que Mariana había «perdido en Francia el amor de su patria» y que era un «cabezuelo, que por acreditarse de verdadero y desapasionado con las demás naciones, no perdona a la suya y la condena en lo dudoso». Y en 1610, tras el asesinato de Enrique IV por el ultracatólico François Ravaillac, el tratado De Rege ac Regis Institutione fue condenado por el parlamento de París y quemado solemnemente, considerando que la defensa del tiranicidio por Mariana había inspirado al regicida. El general de la Compañía, que seguía siendo Aquaviva, prohibió entonces defender las doctrinas políticas del jesuita español[162].
La disputa sobre la obra filosófico-política de Mariana fue, pues, intensa, porque sus tesis eran innovadoras y desafiantes. Pero las críticas a su obra histórica fueron, en conjunto, mezquinas, pues versaban sobre pequeñeces: el origen de tal o cual derecho, el de usar este título o portar aquella casulla, que Mariana había olvidado reseñar o puesto en cuestión. La historia servía sobre todo para cimentar derechos y se consideraba insultante dudar de antecedentes inventados. En particular entre la nobleza nadie pensaba en términos que hoy se consideran «pre-nacionales». Se anunciaba lo que vendría en las décadas siguientes.
El avance que registra el campo de las historias generales de España a lo largo del resto del siglo XVII es escaso. La obra de Mariana sustituyó a las crónicas generales, cuyo primer modelo habían lanzado Jiménez de Rada y Alfonso el Sabio, y nadie fue capaz de superarla durante los doscientos años siguientes. En su vejez, en 1612 y 1621, el propio Mariana alargó su Historia con apéndices breves y lo mismo hicieron sus continuadores, como Alonso Sánchez, que añadió un sumario con los acontecimientos de 1621 a 1633; el agustino Hernando Camargo y Salcedo, que continuó ese apéndice hasta 1649; Basilio Varen de Soto, que lo extendió a los años 1650-1669; o Félix de Lucio Espinosa y Malo, personaje que reunió los tres títulos de cronista oficial (de Aragón, de Castilla y de las Indias) y que prolongó la ampliación sumarial hasta 1677. Todos estos añadidos desaparecerían de las ediciones de la Historia de Mariana cuando, ya en el siglo XVIII, el padre Medrano, dominico, compusiera una continuación bien organizada de la misma que cubría desde su final original, en 1516, hasta 1700. Esa misma tarea, pero en latín, sería llevada a cabo por el trinitario valenciano José Manuel de Miñana en 1733[163].
Entre los cronistas que, después que Mariana, aspiraron a escribir una historia general, o no circunscrita a uno solo de los reinos peninsulares, se pueden mencionar varios nombres, aunque todos a gran distancia del jesuita. En primer lugar, Antonio de Herrera y Tordesillas, cronista de Indias y de Castilla, como vimos, y autor de una Historia general del mundo; Herrera rebajó los méritos de Mariana en su Discurso y tratado de la historia e historiadores españoles, diciendo que no era el único historiador que podía ser leído con provecho. También Gregorio López Madera, jurista y miembro del Consejo de Castilla, se propuso exaltar a España frente al menosprecio de los extranjeros en su Excelencias de la monarchia y reyno de España (1597); tras analizar los aspectos en los que esta monarquía descollaba sobre otras (su religiosidad, su fuerza militar, su antigüedad, su riqueza, la nobleza de sus reyes), concluía que España podía rivalizar con ventaja con Roma; entre otras cosas, rechazaba como absurdo que el castellano se derivara del latín, «ya que es tan antiguo como él y siempre se habló aquí; su gran semejanza es fortuita». Manuel Correa de Montenegro, por último, publicó en 1592 la Historia de los reyes, señorías y emperadores de España […] desde el diluvio universal hasta nuestros tiempos; ante el escaso éxito de esta obra, en 1620 dio a la luz una Historia brevísima de España, mero listado de reyes (fabulosos y reales) desde Adán hasta Felipe III[164].
El benedictino fray Prudencio de Sandoval, obispo de Tuy y luego de Pamplona, autor de una biografía de Carlos V, fue igualmente cronista oficial de Castilla; como tal, recibió de Felipe III el encargo de continuar y terminar la Crónica general de Ocampo, Morales y Garibay, como si no existiese la obra de Mariana; el resultado fue su Historia de los reyes de Castilla y de León [desde] don Fernando I [hasta] don Alonso VII, publicada en 1615, donde, al revés que el jesuita, dedicaba gran atención a la genealogía de las familias nobles. Pedro Salazar de Mendoza, canónigo de Toledo, amigo y protector del Greco y descendiente del célebre cardenal Mendoza, fue el autor de una Monarquía de España en la que, siguiendo lo mandado por Felipe II para Portugal, justificaba, desde un punto de vista histórico y jurídico, el derecho de los reyes españoles a todos los territorios que hubieran dominado en algún momento histórico; la obra no habría de verse impresa hasta el siglo XVIII. Tampoco pasó de manuscrito la Historia general de la corona de Castilla, que el marqués de Auñón terminó en 1620. Dos años después aparecieron los Anales cronológicos del mundo, de Martín Carrillo, rector de Zaragoza y abad de Montearagón, en los que utilizaba a Beroso y otros varios autores apócrifos para hilvanar fantasías sobre la historia antigua, atreviéndose incluso a conectar a la casa de Austria con Hércules; más útiles eran los datos que ofrecía sobre los diversos pontífices y monarcas europeos cercanos a su época, con especial preferencia por lo relacionado con España. Otra crónica de este estilo fue De Rebus Hispaniae Anacephalaeosis, de Alfonso Sánchez, que llegó hasta 1633. Cuatro años más tarde, Luis López publicó en Zaragoza unas Tablas chronológicas universales de España. En 1643, el jesuita Jerónimo de Cepeda añadió una Resumpta historial de España desde el diluvio hasta el año 1642. José Antonio de la Serna, catedrático de Salamanca y funcionario de la monarquía en diversos cargos de relevancia, escribió a finales del XVII una Historia breve de los cincuenta reyes de Asturias, León, Castilla… que partía de Túbal y Abidis y llegaba a Felipe II, que quedaría sin publicarse. Iniciado ya el XVIII, Manuel Juan de la Parra publicaría un Compendio de la historia general de España, traducción del Abrégé de Buffier, que cubría hasta 1704[165].
Podría incluirse también entre quienes escribieron historias generales en ese difícil siglo XVII a Diego de Saavedra Fajardo, diplomático que vivió entre 1584 y 1648, pues en su Corona gothica, castellana y austriaca, publicada dos años antes de su muerte, planteó un esbozo de historia de España en las tres fases de desarrollo en que, según él, se dividía: el periodo visigodo, la Reconquista y la era de los Habsburgo. No llegó a pasar de la primera época y, en todo caso, el indudable interés de sus escritos es mayor desde el punto de vista de la filosofía política y moral que desde el histórico. Treinta años más tarde, aquella Corona gótica de Saavedra sería continuada hasta Enrique II por Alonso Núñez de Castro. Otro filósofo político, el navarro-aragonés Juan de Palafox y Mendoza, obispo y virrey de la Nueva España, discurrió también sobre la decadencia de la monarquía católica de su época en su Juicio interior y secreto de la monarquía para mí solo (1640); según Palafox, la plenitud de esta monarquía se habría alcanzado entre los Reyes Católicos y la anexión de Portugal por Felipe II, pero había «declinado» a partir de ahí, pese a la buena voluntad de los dos monarcas siguientes. Por último, Rodrigo Méndez Silva, portugués que vivió entre 1607 y 1670, cronista real y ministro del Consejo de Castilla, elaboró una especie de diccionario de las ciudades peninsulares y una cronología regia desde los tiempos legendarios bajo los títulos de Cathalogo real genealógico de España (1637) y Población general de España (1645)[166].
El mayor esfuerzo del siglo por publicar una historia oficial de la monarquía católica en su conjunto se realizó en tiempos del conde-duque de Olivares. Para ello, el valido contó con el apoyo del jesuítico Colegio Imperial, cuya cátedra de Historia cronológica desempeñaba Juan Eusebio de Nieremberg, a quien sucedió Claude Clément, o Claudio Clemente, autor de unas Tablas chronológicas de la historia de España, que ofrecían la novedad de centrarse en los descubrimientos y conquistas en América y las Filipinas[167]. Aparte de los jesuitas, en su afán por que se escribiera una historia al servicio de su proyecto centralizador, el conde-duque se valió también de sus bibliotecarios particulares, como Francisco de Rioja. Gozaron igualmente de la protección de Olivares algunas de las publicaciones antes citadas, como los Anales de Martín Carrillo o la Anacephalaeosis de Alfonso Sánchez. El valido pensó incluso en crear el cargo de «historiador de España», dependiente del Consejo de Estado, y acabar con los cronistas de los reinos. Pero Felipe IV no apoyó este proyecto.
Entre los cronistas de los reinados del XVII, apenas deben ser recordados más que Gil González Dávila sobre Felipe III, Gonzalo de Céspedes y Meneses sobre Felipe IV y Matías de Novoa sobre ambos; sobre el reinado del Hechizado escribió una obra sin título Juan Alfonso Guerra y Sandoval, que también fue cronista del primer Borbón. Son, en general, manuscritos que quedaron sin convertirse en letra impresa[168].
ANTICUARISMO, ERUDICIÓN E IMPOSTURA EN LA ERA BARROCA
Esta pobreza del periodo en cuanto a historias generales no significa, en absoluto, que el ambiente cultural descuidara o desdeñara la escritura de la historia. La propia reacción ante la obra de Mariana demostró lo vivos que estaban los recelos y obsesiones sobre los tiempos antiguos[169]. Lo estaban, pero no por las razones adecuadas; es decir, se hablaba sin parar de historia, pero no porque hubiera verdadero interés por conocer lo ocurrido en el pasado. El objetivo de tantas páginas sobre unos tiempos pretéritos reales o inventados era dotar de antigüedad a los derechos y privilegios familiares o corporativos, anclando en ella su legitimidad jurídica y ganando así primacía sobre el vecino. Los autores no adoptaban la actitud del científico que intenta entender una parcela del mundo hasta entonces desconocida, sino la del político o abogado de parte que acumula argumentos favorables a una tesis decidida de antemano[170]. Con lo que, contra los sabios consejos de Luis Vives, la tendencia a exagerar o falsear los datos y aceptar leyendas, especialmente sobre las épocas más remotas, no hizo sino aumentar en el mundo ibérico en los doscientos años siguientes a la vida del gran humanista. Lo que nadie puede negar, sin embargo, es que se trataba de obras de estilo muy sofisticado: alardes de ingenio carentes de anclaje documental serio pero de espléndida composición literaria.
Un tema que atrajo considerable interés entre el siglo XVI y el XVIII, debido a los debates iniciados por la disensión luterana, fue la historia eclesiástica. Protestantes y católicos buscaron en el pasado cristiano armas y argumentos a favor de sus causas, lo que, como puede imaginarse, tampoco se tradujo en un avance del conocimiento histórico. Entre los protestantes, los argumentos supuestamente históricos tuvieron al menos alguna utilidad política, pues tendieron a centrarse en la idealización de una era pretérita, medieval o incluso inmemorial, en la que los reyes habían estado sometidos a límites «constitucionales», denunciando así el carácter innovador —y por tanto ilegítimo— de las monarquías absolutas. Así lo hicieron los hugonotes franceses, como François Hotman en su Francogallia, o los presbiterianos escoceses, como George Buchanan en su De Jure Regni Apud Scotos, con quienes nos volveremos a encontrar al tratar de los mitos aragoneses. Por parte católica, el imponente poder de la Iglesia sobre la sociedad española hizo que se desataran rivalidades internas, con lo que proliferaron las historias centradas en una orden religiosa, un obispado, un monasterio o un santo local. Incluso en relación con la historia indiana, las órdenes religiosas pugnaron por realzar los servicios prestados por cada una de ellas a la evangelización de América por medio de libros de historia. Entre estas historias eclesiásticas podrían destacarse la obra de Pedro de Ribadeneira Flos Sanctorum o libro de las vidas de los santos, y la Historia de la orden de la Merced de Tirso de Molina[171].
Fue precisamente en el terreno de la historia religiosa donde se produjo la floración más espectacular de falsificaciones cronísticas. Desde la Edad Media se venía desarrollando una rivalidad entre Toledo y Santiago sobre la primacía entre las diócesis españolas, a la que también aspiraban Sevilla —por haber sido la corte goda en tiempos de Amalarico—, Tarragona —donde se suponía que había desembarcado Santiago— y Zaragoza —por el Pilar—. Como el llamado «voto de Santiago», prestación en especie que gravaba toda la agricultura peninsular, suponía inmensas rentas para el arzobispado gallego, eran muchos, especialmente toledanos, los interesados en negar la venida del apóstol a España. García de Loaysa, cardenal de Toledo y ayo del futuro Felipe III, publicó en los años 1580 una Colección de concilios en la que incluyó un documento de Jiménez de Rada —en su día, obispo de Toledo también— en el que argumentaba contra la estancia de Santiago el Mayor en España. Tras leer este texto, los cardenales Roberto Belarmino y César Baronio influyeron sobre el papa para que eliminara del Breviario la referencia a la predicación de este apóstol en la península. El escándalo subsiguiente hizo intervenir al propio Felipe II, que ordenó a su embajador Sessa defender el caso ante el pontífice. Pero, entre tanto, en España, los consternados partidarios del apóstol optaron por inventarse pruebas.
El más sensacional de estos «descubrimientos» se produjo en Granada, ciudad que, hay que recordarlo, era por entonces escenario del conflicto morisco y con un cabildo especialmente necesitado de legitimidad. Ya en 1588, cuando se derribaba la vieja torre Turpiana para edificar la nueva catedral de Diego de Siloé, se había descubierto una caja de plomo con reliquias y un pergamino que contenía una supuesta profecía de san Juan Evangelista en la cual se anunciaba la venida de Mahoma en el siglo VII y la de Lutero en el XVI, tras lo cual vendría el Anticristo y el juicio final. Aunque el texto era una burda falsificación, suscitó entusiasmo popular y fiebre apocalíptica. Pero el gran hallazgo se produjo en 1595, cuando, al excavar en el Sacromonte para construir unos cimientos, se encontraron varias planchas de plomo enrolladas, entre huesos y cenizas, con inscripciones en árabe y latín. Versaban sobre los orígenes de la iglesia granadina, bajo Nerón, y contenían datos sobre la vida de Cristo, sobre Santiago y un discípulo suyo llamado Tesifón, martirizado en Granada —cuyos restos eran precisamente aquellos huesos y cenizas—; a ello se añadían pruebas favorables a la doctrina de la Inmaculada Concepción, otro caballo de batalla del catolicismo español. Los «Plomos del Sacromonte», como fueron llamados, suscitaron de inmediato enorme entusiasmo popular. Muchos declararon haber visto luces y espíritus en la zona. El arzobispo de Granada, Pedro Vaca de Castro y Quiñones, se encontró en una posición difícil, pues la opinión de los orientalistas más reputados negaba autenticidad a los plomos. Los hallazgos fueron llevados a Madrid y finalmente a Roma, donde, tras ser sometidos a nuevos análisis e informes, se acabó dictaminando, cuarenta años más tarde, que eran «puras ficciones humanas». Pero entre tanto tres reyes españoles sucesivos, Felipe II, Felipe III y Felipe IV, se habían comprometido bajo juramento solemne en favor de la autenticidad de aquellos «monumentos históricos»[172].
El éxito de los «plomos» animó, quizás, al jesuita toledano Jerónimo Román de la Higuera (c. 1550-1611), que estaba escribiendo una historia eclesiástica de España, a hacer circular manuscritas, y finalmente dar a la imprenta, tres crónicas que decía haber descubierto de los siglos V, VII y X. Atribuía la primera de ellas a un personaje real, un cristiano llamado Dextro, o Flavio Marco Déxtero, hijo de san Paciano, obispo de Barcelona, y autor de un Chronicon Omnimodae Historiae; en el documento compuesto por Higuera se encontraba la relación completa de todos los reyes de España, junto con datos sobre el cristianismo primitivo en la península. La segunda se suponía obra de Marco Máximo, personaje igualmente real, obispo de Zaragoza en tiempos de los godos, a quien se refiere san Isidoro como autor de un Compendio de historia de los godos; el texto de Higuera le hacía narrar la venida de Santiago y la conversión de Leovigildo, conocido defensor del arrianismo. El firmante de la tercera crónica era un inventado sacerdote del siglo X, Eutrando, también llamado Luitprando o Elipando, diácono toledano que llegó a obispo de Cremona, y proporcionaba múltiples datos sobre Mahoma, Witiza, don Rodrigo, Carlomagno, Roldán y diversos santos y pontífices; el texto contenía una ampliación a cargo de un supuesto mozárabe del siglo siguiente, Julián Pérez, que habría conocido al Cid y acompañado a Alfonso VII en la conquista de Almería. Varios expertos a quienes Román de la Higuera se atrevió a someter estas crónicas dictaminaron que eran falsas. Pero el jesuita, no contento con este fraude, anunció más tarde haber descubierto otro códice, atribuido a un tal Alon, o Aulus Halo, poeta de tiempos de Alfonso VI, y una carta en latín que decía haber hallado en un vaso de cobre, en una excavación, en la que se hacía referencia a un san Tirso toledano; la presión popular quiso hacer a este último santo patrón de la ciudad[173].
El ciclo de cronicones apócrifos volvió a abrirse a mediados del siglo XVII, y esta vez corrió a cargo del clérigo ibicenco Antonio de Nobis, alias de Antonio de Lupián Zapata. Entre otras varias fabricaciones, este presentó un Cronicón de Hauberto, otro Cronicón de Walabonso Merio y un Martirologio de Gregorio Bético. En el primero de ellos, Hauberto o Huberto, supuesto benedictino de Saint Denis llegado a España con Carlomagno, explicaba la creación del mundo, las visitas de Noé, Osiris, Hércules u Homero a España, la descendencia de los reyes españoles directamente de Adán y Eva y el surgimiento de las distintas órdenes e iglesias españolas, con especial predilección por los benedictinos y defendiendo la primacía de Tarragona sobre todas las demás diócesis peninsulares. En el segundo, Walabonsio Merio, otro monje del siglo X, acreditaba la historia de los siete infantes de Lara y la aparición de san Millán en la batalla de Santisteban de Gormaz[174].
Otros historiadores de la época, en otros sentidos más serios, siguieron este camino. Entre las contribuciones al género, destacan las de Tamayo Salazar, con un Martirologio hispano, en el que aportaba múltiples datos sobre santos de diversas diócesis españolas. La de Joan Gaspar Roig i Jalpí, con su Llibre dels feits d’armes de Catalunya, supuesta crónica del siglo anterior atribuida a Bernat Boades, o con su Cronicon de Liberato, un monje de Valclara que daba fe del desembarco de Santiago en Tarragona y la primacía episcopal de esta ciudad. O la de José Pellicer de Ossau, autor de un Cronicón de don Servando, obispo de Orense, supuesto confesor de don Rodrigo y, más tarde, de don Pelayo, y otro cronicón que atribuyó a Pedro Cesaraugustano, en el que narraba detalladamente los 2.777 años del mundo antes de Cristo, con nombres de reyes y reinas de los distintos países detallados año a año. En medio de anacronismos y contradicciones, estos escritos aportaban revelaciones sensacionales sobre la historia primitiva, especialmente eclesiástica, de España, con nuevos santos para iglesias desprovistas de ellos y ficciones que halagaban el patrioterismo, la credulidad popular y las glorias locales, por lo que fueron acogidos con entusiasmo por el público y muchos historiadores. Como veremos, la denuncia de estos falsos cronicones sería el gran caballo de batalla de los novatores de finales del XVII y comienzos del XVIII. En el siglo XIX sufrirían la revisión crítica, muy detallada, de José Godoy y Alcántara; y en el xx Julio Caro Baroja les dedicaría su obra Las falsificaciones de la historia (en relación con la de España)[175].
El propio Godoy Alcántara resumió el ambiente que permitió la floración de estos documentos apócrifos cuando dijo que en la era barroca española dominaba la sensación de que «era lícito falsear la historia cuando el honor o el interés de la patria lo exigían». Pero no era solo la patria, al menos entendida en sentido amplio. La búsqueda de legitimidad para privilegios afectó a familias, ciudades, gremios, linajes, órdenes religiosas, universidades, cabildos catedralicios... En una sociedad como la española de la época, organizada a partir del principio corporativo, en la que los derechos y deberes de cada cual dependían de los privilegios o leyes particulares del grupo, institución o collegium al que perteneciera, era inevitable que, desde el punto de vista del conocimiento histórico, el mal se extendiera a cualquier relato producido en el periodo. Todos creían tener derecho a inflar sus historias. En la «cerrada sociedad española de la época», según la definió José Antonio Maravall, «las formas de vida alucinantes que fueron asumidas y difundidas por los grupos dirigentes» no permitían producir elaboraciones en profundidad sobre el pasado, sino solo «la exaltación grandilocuente de lo imaginario en lo referido a España o a cada localidad española»[176].