LOS MITOS PARTICULARISTAS, BASTIÓN FRENTE AL ABSOLUTISMO
EL MITO DE LA LIBERTAD ORIGINARIA: ARAGÓN Y CATALUÑA
El anticuarismo corporativo de la época barroca fomentó, desde luego, las leyendas y fantasías sobre esa historia de España cuyo nacimiento y evolución intentamos rastrear aquí. Pero incrementó también el celo particularista en los antiguos reinos, por mucho que las riendas supremas de la Corona estuvieran empuñadas por una sola mano. Aunque en esa porfía se utilizó abundantemente, entre otros, el término «nación», sería, sin embargo, engañoso interpretar ese fenómeno como un sentimiento precursor de los nacionalismos contemporáneos, si estos se entienden como conciencia de identidad colectiva de la que se derivan derechos para el autogobierno. No obstante, la inercia cultural hizo que cuando, unos siglos más tarde, le llegara a la nación el momento de buscar su propia legitimidad, la estrategia seguida fuera la de las corporaciones barrocas: inventarse antigüedad; para lo que le fueron de indudable utilidad los mitos históricos elaborados en la época precedente. Con todo, los protagonistas políticos de los siglos XVI al XVIII no eran pueblos ni naciones, sino las élites privilegiadas de los reinos; y lo que buscaban, al exagerar o inventar antigüedades, era, como cualquier corporación de la época, blindar sus franquicias y exenciones.
Esta operación fue relativamente inocua, e incluso se pudo interpretar como una rivalidad un tanto infantil por posiciones cercanas al poder, a veces meramente honoríficas, durante la época de los Reyes Católicos y Carlos V. El talante humanista impuso ciertas dosis de racionalidad, es decir, de aceptación de las leyendas heredadas o recién inventadas casi como un mero ornato ante cuya ingenuidad fantasiosa un intelectual podía sonreír con escepticismo benévolo. Pero las tensiones desatadas entre monarcas y cortes castellanas fueron auténticas, como acabó demostrando el violento estallido de la guerra de las Comunidades, tras el cual el reino más poblado y más rico de la monarquía perdió toda capacidad institucional para resistirse a la voluntad regia; dada su brevedad, el estallido comunero no pudo producir ningún escrito histórico. Pero el ejemplo castellano, así como las crecientes exigencias de armas y hombres que tan desesperadamente presentaba la hacienda regia para abastecer a unos ejércitos extendidos por territorios cada vez más incontrolables, dotó de tonos agrios y tintes dramáticos las pugnas historiográficas alrededor de pasados más antiguos y mejor documentados. Dados los efectos devastadores que la falta de protección foral contra la avidez del fisco real estaba demostrando en el caso castellano, no era extraño que las élites de los demás reinos se aferraran, cual clavo ardiendo, a unas franquicias o libertades que se suponían seculares. La invención de antigüedades se disparó, pues, de forma paralela al celo particularista. Lo cual podía alcanzar consecuencias muy graves si se conectaba con un ambiente internacional donde se extendían las nuevas teorías antiabsolutistas y las diversas versiones del mito de la libertad originaria de los pueblos —antes mencionadas en relación con Hotman y Buchanan—, que servirían de fundamento para la primera gran revolución europea, la inglesa de mediados del siglo XVII, en la que un monarca perdió, por primera vez, la cabeza en un cadalso.
En el caso español, el espacio de máxima litigiosidad fue el ocupado por las obras relacionadas con el reino de Aragón. El auge que conocieron las historias particulares, dentro de aquel anticuarismo barroco que era fuente de privilegios corporativos, se cargó allí, en los últimos decenios del siglo XVI, de una tensión mucho más alta que en momentos anteriores. El tópico heredado, sin consecuencias prácticas inmediatas, seguía siendo que en el Aragón medieval los reyes habían sido electivos y que se sometían a un pacto con una asamblea representativa de sus vasallos más notables. La compilación de los fueros encargada por las Cortes aragonesas en 1552 repetía el mito de los fueros de Sobrarbe, constatando que «en Aragón hubo primero leyes que Reyes». Eran unos fueros o libertades muy borrosos, cuyo mantenimiento se suponía que corría a cargo del justicia mayor, una figura más bien simbólica, de competencias mal definidas. Pero el mito llegaba hasta el extremo de asegurar que, desde Íñigo Arista, los reyes medievales habían jurado su cargo ante unas Cortes que les hacían reconocer que «Nos, que valemos tanto como Vos, y todos juntos más que Vos, os hacemos Rey si nos gobernáis bien; si no, no». Ralph E. Giesey dedicó hace ya varias décadas un largo estudio al surgimiento de este mito, que el propio Mariana repetiría y en el que se apoyaría también François Hotman, el más influyente de los monarcómacos franceses[177].
Un ejemplo de estos cronistas del XVI que insertaban el reino de Aragón sin dificultades en una historia general de España fue Pedro Antonio Beuter, eclesiástico y profesor de la Universidad de Valencia que en 1546 publicó una Crónica general de toda España; en realidad, una traducción al castellano de una previa historia suya del reino de Valencia hasta la conquista de esta ciudad por Jaime I. Le siguió Francisco o Francesc Tarafa, canónigo archivero de Barcelona que, en 1553, publicó en Amberes De Origine ac Rebus Gestis Regum Hispaniae Liber, reeditada en Barcelona nueve años después, en una versión castellana hecha por Alonso de Santa Cruz; era sobre todo un catálogo biográfico de los reyes españoles, desde los legendarios hasta Carlos V, centrado en Castilla durante los siglos medievales. Ambos hicieron coexistir las fábulas habituales para la época hispánica primitiva y las catalanas para los orígenes de los condados medievales. Por último, habría que mencionar el punto de vista valenciano, expuesto por Rafael Martín de Viciana, notario que dedicó media vida a su Crónica de Valencia, en la que describió la ciudad desde su fundación y conquista, incluyendo la genealogía de las principales familias y enumerando a sus reyes, desde Jaime I hasta Felipe II. También dedicó páginas a las casas de Navarra, Aragón, Cataluña, Castilla, Portugal, Francia y Austria, pero el interés principal de su obra residió sobre todo en su detallado relato de la revuelta de las germanías, en la que participó y murió su padre[178].
El historiador aragonés de mayor entidad a lo largo del siglo fue, sin duda, Jerónimo de Zurita y Castro, zaragozano nacido en 1512, hijo de un médico real y a quien, en 1566, después de trabajar en el Santo Oficio, Felipe II nombró secretario de su consejo y cámara. En 1548, las cortes de Aragón hicieron de él primer cronista oficial del reino. Como tal, escribió durante treinta años una obra capital, los Anales de la corona de Aragón, cuyo primer volumen apareció impreso en 1562 y el último, poco antes de su muerte, acaecida en 1580. Ante las dificultades de conocer los orígenes de una «nación» —España, en este caso—, optó por historiar solo desde la llegada de los musulmanes hasta el final del reinado de Fernando V. Junto a la historia política, dio noticias sobre los ricoshombres, la institución del justicia, la heráldica, los concilios, monasterios y otros asuntos aragoneses. Para su trabajo utilizó las viejas crónicas, pero también exploró los archivos ibéricos e italianos. Fue, en conjunto, un historiador mucho más cuidadoso y digno de confianza que cualquier otro de su época, aunque con frecuencia su exposición fuera árida. Y no redujo su historia a temas de la corona de Aragón, sino que incluyó los de otros reinos peninsulares, en especial Navarra y, desde luego, Portugal; el suyo fue un relato sobre todo político, en el que destacan casamientos, guerras y alianzas. Pero todo dentro de una perspectiva global hispana[179].
De no tenerla, sin embargo, fue de lo que le acusaron. Un tal Lorenzo Padilla, pariente del autor de la Crónica de Felipe I y De las antigüedades de España a quien mencionamos unas páginas más atrás, probablemente dolido por no haber sido nombrado cronista del reino, denunció el libro. El Consejo de Castilla encargó de la censura del mismo al cosmógrafo Alonso de Santa Cruz, otro excluido del cargo, y este atacó con verdadera furia a Zurita por su «parcialidad por Aragón contra Castilla»; en los Anales sobraban, según el censor, muchas páginas, pues se daba importancia desmedida a algunos episodios aragoneses, como la expedición de los catalanes a Grecia, «haciendo de una hormiga un elefante»; quitado todo esto, «quedaría bien pequeña su Historia», pues, «en lo que toca a las cosas de Castilla», Zurita escribía, en cambio, «muy como aragonés». Estas críticas encontraron el apoyo de nada menos que García de Loaysa, arzobispo de Toledo. Pero fueron rebatidas por un segundo censor, Juan Páez de Castro, cronista de Castilla desde 1555, y también por Ambrosio de Morales, que negó la parcialidad de Zurita al decir que daba a conocer «cosas favorables a Castilla y contrarias a Aragón que no existían en las crónicas castellanas» y que incluso cargaba las tintas «más en las faltas de los aragoneses que en las de los castellanos, por lo que algunos de aquellos le tachaban de demasiado afecto a Castilla». Robert Tate interpreta este debate sobre los Anales de Zurita como un signo del emergente «sentimiento de patria» en «las partes constituyentes del reino de España». Más adecuada a la mentalidad de la época parece la forma en que lo presenta Baltasar Cuart, para quien la polémica expresó la tensión existente entre «una visión castellanista de la historia de España y una visión más amplia que incluyese las aportaciones de la corona de Aragón». Una tensión que existía entre los mismos historiadores castellanos, como demuestra la defensa que de Zurita hicieron Páez de Castro o Morales. No hay duda de que a Zurita le inspiraban sentimientos de aragonesismo ofendido, pero no pretendía hacer una historia de Aragón al margen de la de España, sino rectificar una visión de la «nación» global demasiado dominada por el castellanismo. Era una pugna por apropiarse del sujeto «España», no bien definido aún en aquella época[180].
El sucesor de Zurita como cronista de Aragón, a partir de 1581, fue Jerónimo de Blancas, entre cuyas obras destacan sus Aragonensium Rerum Commentarii..., las Coronaciones de los sereníssimos reyes de Aragón y el Modo de proceder en Cortes de Aragón. Con él volvió a descender drásticamente la calidad de la crónica. Si Zurita se había encontrado incómodo al tratar de las épocas primitivas, por verse desprovisto de documentos fiables, Blancas, por el contrario, era tan creativo literariamente que, como dice Sánchez Alonso, «se hallaba a placer en el terreno de la ficción» y se prestó a completar «el artilugio de los reyes y fueros de Sobrarbe, que desde Tomich y Vagad venían forjando los aragonesistas, para que el origen de Aragón tuviese así una ilustre antigüedad propia, independiente de Navarra». Para ello falsificó una supuesta crónica de san Pedro de Taberna, monasterio ribagorzano, y varios textos legales de Sobrarbe en latín, con el fin de demostrar que en aquellos fueros radicaba el origen del justicia de Aragón[181].
Pero, en aquellas conflictivas últimas décadas del siglo XVI, cuando en Aragón se desataron las pugnas foralistas en torno al caso Antonio Pérez, incluso las fantasías de Blancas podían ser litigiosas. Aquellos fueros de Sobrarbe, que su desenvoltura le había llevado a poner por escrito y en latín, se condensaban en seis preceptos o privilegios, uno de los cuales rezaba que no era lícito al rey dictar leyes sino atendiendo al consejo de sus súbditos y otro que, si llegara a ocurrir que el monarca oprimiera los fueros y libertades del reino, este era libre para ofrecerse a otro soberano. Esto lo escribía en 1588; dos años después llegó a su clímax la tensión en torno a Antonio Pérez y, en 1591, fue ejecutado Lanuza, justicia mayor del reino. En medio de aquellos hechos murió Blancas, al que sucedió Juan Costa y Beltrán, que continuó escribiendo sus anales aragoneses en tono fuerista. Lo mismo hizo el siguiente cronista, Jerónimo Martel, que acabó siendo destituido en 1608. Tanto su obra como la de su antecesor Costa fueron destruidas solemnemente en Madrid al año siguiente. Felipe III nombró entonces a Lupercio Leonardo de Argensola, célebre poeta que había apoyado al anterior monarca durante las alteraciones aragonesas de 1590-1591 y había dictaminado contra los anales de Martel. Aunque se declaró no «cronista del reino sino del rey», Lupercio intentó adoptar una visión equilibrada de aquellos sucesos; y aceptó la referencia inicial a los aragoneses como titulares de los fueros de Sobrarbe, según los cuales se habían dotado de un rey «con ciertas condiciones y leyes» vigiladas por un magistrado que era el justicia mayor. A su muerte, en 1613, fue designado para el cargo su hermano Bartolomé, que continuó con rigor los Anales de Aragón de Zurita desde 1516 hasta 1520, pero escribió, sobre todo, unas Alteraciones populares de Zaragoza en 1591, de las que, junto con su hermano, había sido testigo. Los Anales de Argensola fueron continuados por Juan F. Andrés de Uztarroz, que cubrió de 1521 a 1538[182].
También continuó los Anales de Zurita Vicencio Blasco de Lanuza (1563-1635), canónigo en Zaragoza, en unas Historias eclesiásticas y seculares de Aragón que cubrían de 1492 a 1618. Juan Briz Martínez, rector de Zaragoza y abad del monasterio de San Juan de la Peña, fue el autor de una Historia de la fundación y antigüedades de ese reino, en la que incluía a los reyes de Sobrarbe, Aragón y Navarra hasta la unión con Cataluña. Como era habitual en aquella literatura, exageró e inventó datos para justificar las leyendas sobre los reyes y fueros de Sobrarbe. Francisco Diago, dominico valenciano asentado en Barcelona y cronista de Aragón nombrado por Felipe III, publicó en 1603 una Historia de los victoriosísimos antiguos condes de Barcelona, que comenzaba con «Hércules el Egipciano», fundador de Barcelona el año 1678 a.C., refutando así a quienes atribuían este hecho a Amílcar Barca; también son obra suya unos Anales del reyno de Valencia, desde los tiempos primitivos, pasando por Túbal y Hércules, hasta llegar a Jaime I. Jerónimo o Jeroni Pujades (1568-1635), catedrático de Barcelona y juez de Ampurias, fue el autor de una Coronica universal del principat de Cathalunya que tiene datos de interés sobre la época medieval, pero que para el periodo anterior recoge las falsedades de Beroso, el flamenco Lucio Dextro y otros. Gaspar Escolano (1560-1619), por último, párroco de Valencia, fue cronista de las Cortes, pagado por la Generalitat, desde 1604; firmó una importante Historia de Valencia, de la que llegó a publicar el primer libro, que alcanzaba hasta la expulsión de los moriscos; fue uno de los pocos que se atrevieron a rechazar las invenciones de Annio[183].
Lo más interesante de la reacción catalana ante las tensiones aragonesas de 1590 fue la reelaboración del ciclo legendario medieval, con significativos matices nuevos. Sobre ello ha escrito un libro cuidadoso Jesús Villanueva, a quien seguiremos en estos párrafos. El rosellonés Francesc Comte escribió en 1586 un tratado en forma dialogada titulado Il-lustracions dels comtats del Rosselló, Cerdanya i Conflent, en el que se remontaba a los tiempos de Túbal y aceptaba toda la serie mitológica inventada por Annio de Viterbo, pero se apartaba de la versión tradicional sobre Cataluña al negar toda relevancia a los carolingios en la reconquista de las tierras dominadas por los musulmanes; tal tarea habría sido llevada a cabo, según Comte, por los catos, pueblo germánico instalado en los Campos Cataláunicos cuyo príncipe era Otger Cataló. Dos años más tarde, Francisco Calça, titular de una cátedra en la Universidad de Barcelona, retomaría esta versión en su De Catalonia, una historia en latín precedida por una dedicatoria a los diputados del principado en la que explicaba lo insoportable que era la carencia de elogios y el desconocimiento que sufría Cataluña, «quae prima Hispaniae, neque ea minima portio est». Según Calça, el pueblo que liberó Barcelona se llamaba los «catalaunos», en referencia a los «Campos» de los que procedían; y no solo se habían enfrentado a los musulmanes, sino que habían reprimido también una revuelta goda en Aisó el año 827, imponiéndose así a los antiguos «hispani»; en ello se distanciaba Calça de Comte, para quien aquellos germanos liberadores eran «nobles godos». Como Jesús Villanueva explica, no era solo una historia de autoliberación frente a españoles y franceses, sino además una gesta colectiva, popular, de una etnia específica de la que descendían los catalanes del momento; se desplazaba así del protagonismo a la dinastía condal, sustituida ahora por una institución, depositaria de la herencia de aquel pueblo originario: las Cortes, compuestas por los diputados a los que Calça dedicaba su obra. Matices importantes que distinguían el caso catalán de otros hispánicos[184].
La cuestión de la ascendencia goda de los catalanes continuó durante mucho tiempo envuelta en brumas y disputas. El goticismo había sido lanzado por Joan Margarit, como vimos, en el siglo XV. Pere Miquel Carbonell contribuyó a reforzarlo asegurando que Wifredo el Velloso, o «Guifrè d’Arrià», era «natural del ducat de Bavaria, en Alemanya, de casa molt generosa». Lo cual conectaba con una tradición previa que vinculaba la etimología del término «Cataluña» con «Gotholandia» o «Gothoalandia» (de godos y alanos). Pedro A. Beuter había llamado a Wifredo el Velloso «excelentísimo godo» y, para Roig i Jalpí, procedía nada menos que «del linaje real» de los godos. Pero no era eso lo que más importaba. En los años en que estaban subiendo las tensiones alrededor de los fueros aragoneses, lo más relevante en un libro de historia, desde el punto de vista político, era que subrayase la «autoliberación» colectiva de los catalanes y su libre elección de soberano a partir de ese acto inicial. Se trataba, por tanto, de aplicar a Cataluña el mito de la libertad originaria y de la sumisión posterior condicionada a un monarca, con arreglo a un pacto que seguía obligando a sus herederos[185].
Desde los años 1550 se hablaba de un documento firmado por Carlos el Calvo, conservado en el archivo de la catedral de Barcelona, en el que los «godos o españoles» que vivían en la ciudad condal, «para evitar el crudelísimo yugo de la raza de los sarracenos», se sometían al emperador según su «libre y pronta voluntad». El mencionado Francesc Tarafa, canónigo y archivero de la catedral, «descubrió» este privilegio y Zurita lo mencionó en su historia. Pero cuando adquirió verdadera importancia fue a finales de los años 1580, en plena crisis aragonesa. Calça, en su De Catalonia, escribía que «Cataluña nunca ha sido conquistada por reyes extranjeros», pues los godos «se entrega[ro]n por propia voluntad a Carlomagno» para que «los proteja y gobierne»; pero, al hacerlo, habían concertado un «pacto» del que se derivaba el poder posterior de los condes o reyes, «quienes conviene que no quieran aspirar a nada más». El mito de la libertad originaria y de la autoentrega condicionada a sus monarcas quedaba así completo[186].
Francisco Diago, discípulo de Calça, en su citada Historia de los condes de Barcelona, transcribió y tradujo el privilegio del 844, para él una «gloria» de los barceloneses. Para Diago, Wifredo el Velloso era «godo de nación»; y, si bien aceptaba la conquista de Barcelona por Carlomagno en 801, añadía que lo había hecho con el concurso de «muchísimos godos y españoles», que previamente, además, se habían rebelado el año 781, insurrección en la que habría muerto el obispo Vives. Era una idea muy de la época, pues la compilación foral aragonesa de 1551 también había explicado que los nativos habían reconquistado Sobrarbe «con sus propias fuerzas, sin ayuda de príncipe alguno». En la década siguiente, Joan A. García de Queralbs, en una Historia de Sant Oleguer, repetía que «Cataluña nunca ha sido conquistada»[187].
Las tensiones resurgieron cuando llegó al poder Olivares y empezó a exigir más hombres y dinero para la guerra de los Treinta Años, la gran catástrofe europea en la que culminaron las disputas religiosas iniciadas por la rebelión luterana y que habría de marcar también el final de la supremacía de los Habsburgo españoles. El conde-duque defendía un proyecto centralizador de la monarquía, bien sintetizado en su conocida recomendación al joven Felipe IV de que dejase de ser rey de Castilla, Aragón, etcétera, y se convirtiera en auténtico «rey de España»; lo que significaba someter a todos sus reinos a una legislación homogénea, similar a la castellana. Frente a esta pretensión, los diputados catalanes insistieron en recordar sus fueros y privilegios. Felipe Vinyes, jurista muy conectado con la nobleza catalana, que viajó a Madrid como enviado del Consejo del Ciento para pedir al rey que fuera a las Cortes catalanas a jurar los fueros, escribió en 1622 un Memorial en el que hacía referencia a las «leyes originarias» de Cataluña, de las que decía llevar una copia. Según Vinyes, «el Principado de Cataluña fue erigido con convención y pacto de haberse de gobernar por leyes paccionadas», porque, «después de haber ocupado los moros a España […], los catalanes que quedaron en las montañas, voluntariamente y con condiciones de quedar libres y ser gobernados conforme a sus leyes [que eran las góticas], se sujetaron al emperador Carlo Magno». Los «catalanes», según repetiría Vinyes en otro escrito de 1626, no fueron, pues, «conquistados por Carlomagno, ni por fuerza de las armas, sino elegídolo y llamádolo por su voluntad, como consta por todas las historias». En estos privilegios o primeros «pactos» carolingios, llamados ahora «leyes fundamentales» (o «constitución» catalana), se fijaban los deberes militares de «godos e hispanos» respecto de los condes francos, sus exenciones fiscales y la vigencia de sus propias normas judiciales[188].
El mito de la autoliberación y la autoentrega condicionada no hizo sino crecer a la par que las tensiones políticas de los años 1630. En él insistieron Esteve de Corbera, Francisco de Moncada, Jerónimo Pujades y otros varios. Para Corbera, Otger Cataló habría sido un gobernador del sur del reino franco que acudió en auxilio de los resistentes indígenas, a petición de estos, y los «Nueve Barones» liberaron Cataluña y se autoentregaron a Pipino y a Carlomagno. Para Pujades, Otger y los «Nueve Barones» fundaron monasterios y rigieron el territorio durante un largo periodo, hasta que en 801 llamaron a Carlomagno, que conquistó Barcelona con ellos y otros caballeros godos; el principado, pues, «no fue conquistado, sino admitido bajo la protección, defensa y amparo real de aquellos príncipes cristianísimos»[189].
En 1640-1641, por fin, justamente con el estallido de la revuelta armada contra la «tiranía maquiavélica» del conde-duque, llegó la gran manifestación del mitologema catalán. La expusieron Gaspar Sala Berart, popular predicador agustino, en su Proclamación Católica, y Francisco Martí y Viladamor, en su Noticia universal de Cataluña. Ambos coincidían en subrayar la similitud entre la situación del siglo VIII, en que los «moros» no habían logrado apoderarse de Cataluña, y la del XVII, en que tampoco iban a poder hacerlo los virreyes de los Habsburgo. A partir de la teoría escolástica del origen popular del poder, los dos insistían en que el titular de la «libertad natural», del derecho soberano, era el pueblo catalán. Sala, capellán de Pau Clarís y clérigo que pronunció el sermón fúnebre de este en 1641, se refería a la antigüedad de los catalanes, a la pureza de su fe cristiana, a los «Nueve Barones» como «antiguos héroes catalanes» y a los pactos establecidos con los carolingios; sustituía la palabra «francos», de las crónicas medievales, por «catalanes», y alteraba sin el menor reparo la fecha de los privilegios para que todo cuadrara; al final, un grupo de patriotas catalanes habría liberado Barcelona en 801 y llamado a Carlomagno para someterse a su protección bajo determinadas condiciones (entre ellas, el reconocimiento de una «hidalguía universal», que ya había reivindicado Esteve de Corbera diez años antes). En cuanto a Martí Viladamor, también unificaba las leyendas medievales alrededor de una sola fecha, en este caso el 785, en que una asamblea de «próceres y magnates» catalanes, tras llamar a Carlomagno para que les ayudara a conquistar Gerona, lo habría elegido como rey; él mismo afirmaba haber visto y leído los documentos probatorios de estos hechos; que los castellanos negaran unas «libertades originarias» tan bien fundamentadas como las catalanas, añadía Martí, solo podía deberse a su «furia maligna»[190].
En resumen, en la década crucial de 1640 las tradiciones historiográficas catalanistas podían reducirse a tres: la dinástica (centrada en la leyenda de Wifredo el Velloso), la aristocrática (Otger y los «Nueve Barones») y la más étnica o popular (cuyo eje eran las instituciones representativas del principado, como defensoras del «pacto» originario)[191]. A ellas deberían añadirse otras dos, coetáneas, aunque de origen externo. La primera, la de los publicistas al servicio del rey de Francia —que durante un breve periodo creyó que podría añadir Cataluña a sus territorios—, como Jacques Cassan, Louis Mesplède o Pierre Caseneuve, que insistían en el carácter irreversible de los derechos soberanos adquiridos por Francia sobre Cataluña a partir del momento en que Carlomagno y sus sucesores arrebataron aquel territorio a los musulmanes. La segunda, la españolista, que acabaría triunfando, fue elaborada por el círculo erudito del que se había rodeado Olivares, en el que destacaba Francisco de Rioja (autor de Aristarco o Censura de la proclamación católica de los catalanes, 1641), pero en el que figuraban también filólogos y humanistas como José Pellicer de Ossau (Idea del principado de Cataluña, 1642), cronista de Castilla que acabaría siendo nombrado también de Aragón. Todos ellos denunciaron los documentos aportados por Salas y Martí como burdas imposturas, defendiendo en cambio la continuidad histórica de la monarquía española y su unidad a partir de los Reyes Católicos[192].
El final de la sublevación de 1640 y de la transitoria adhesión del principado a Francia es bien conocido. Acaso lo sea menos el silenciamiento —durante un par de siglos— de la polémica historiográfica, a partir del momento en que concluyó aquella guerra. Aunque todavía habría de tener una expresión retardada en Feliu de la Peña, que en 1683 lanzó el canto de cisne de la tradición barroca con su Fénix de Cataluña, obra en la que partía de un goticismo racial y aceptaba la autoliberación frente a los musulmanes, aunque no se refería ya al pactismo. Significativamente, este autor, activo aún durante la guerra de Sucesión, publicaría en 1709 unos Anales de Cataluña… desde 1788 a.C. hasta el presente en los que no solamente se pronunciaba en favor del archiduque Carlos de Habsburgo, sino que se declaraba antiabsolutista. Pero aquella guerra ya no se vería acompañada de polémicas entre historiadores comparables a las suscitadas entre los primeros años 1620 y los últimos 1640[193].
Añadamos, para terminar, que los cronistas de Aragón seguirían existiendo hasta comienzos del siglo XVIII, cuando el cargo habría de desaparecer junto con los fueros. Entre sus nombres, pueden resaltarse a Juan Francisco Andrés de Uztarroz (1647-1653), Francisco Diego de Sayas (1654-1669), Juan José Porter y Casanate (1669-1677) y Diego José Dormer (1677-1703), en una sucesión no siempre clara. Siguió también habiendo en la segunda mitad del XVII cronistas navarros designados por las cortes del reino, que sostuvieron un importante debate sobre el reino y fuero de Sobrarbe. Entre ellos merece ser recordado José de Moret (1615-1687), jesuita pamplonés, autor de unas Investigaciones históricas de las antigüedades del reyno de Navarra, de 1665, y unos Anales, de 1684, donde se pronunció contra el «tinglado sobrarbiense». Con él polemizó fray Domingo la Ripa (1622-1696), tanto en su Defensa histórica por la antigüedad del reyno de Sobrarbe como en su Corona real del Pirineo, establecida y disputada. Refutó igualmente el mito de Sobrarbe Pedro Abarca (1619-1693) en Los reyes de Aragón en anales históricos y en Disputa histórica de los reynados de Pamplona y los Pretendidos reyes de Sobrarbe. Fray Francisco de Sota, cronista de Carlos II, compuso, en cambio, una Chronica de los príncipes de Asturias y Cantabria, en la que sostenía que procedían de «la primera nobleza soberana que hubo en el mundo después del diluvio universal»; en sentido similar escribió sobre las leyes y fueros navarros Antonio Chavier, para quien en aquel reino había habido y seguía habiendo «antes leyes que reyes» (Fueros del reyno de Navarra, 1686)[194].
OTRA RESISTENCIA LOCAL FRENTE AL ABSOLUTISMO: VASCONIA
En el caso español, la mayor habilidad en el campo de la defensa de los privilegios correspondió —como han estudiado con detalle Juan Aranzadi o Jon Juaristi— a los «vizcaínos», que lanzaron con éxito toda una batería de mitos anclados en la más oscura antigüedad para acabar asegurándose lo que todos ansiaban en la época: mayores honores y mejores derechos[195].
Los primeros relatos que avalaban esta antigüedad fueron relativamente recientes, pues apenas superaba el último siglo medieval. Aparte de un par de crónicas, muy probablemente apócrifas, todo se inició por un tratado genealógico, el Livro dos Linaghens, escrito hacia 1340 por Pedro Alfonso, conde de Barcelos, hijo natural del rey portugués don Dinis refugiado en la corte castellana; se consignaba en él una versión adaptada de la leyenda francesa de Melusina: don Diego López de Haro, señor de Vizcaya, habría encontrado en el bosque, durante una cacería, a una mujer de gran belleza, pese a tener una pata de cabra, y se casó con ella, aceptando su condición de no volver a santiguarse nunca más; años después, al romper él de manera involuntaria esta promesa, la dama Pata-de-Cabra desapareció, llevándose a la hija que habían tenido.
A esta fábula se añadió, ya en la segunda mitad del siglo XV, la influyente obra del noble banderizo Lope García de Salazar Bienandanzas e fortunas, especie de historia universal que narraba desde Adán hasta las guerras de los bandos; en esta se hacía referencia a una batalla de Arrigorriaga, ocurrida cinco o seis siglos antes, tras la que los vizcaínos, acaudillados por un tal Jaun Zuría —príncipe escocés de nacimiento mágico—, habían aceptado como protector al rey de León pero pactando en Guernica unos privilegios para sus «fijosdalgo». Por el momento, no había más. Hacia finales de ese mismo siglo, según Juaristi, tras propalarse rumores sobre la filiación judía de los vizcaínos (bis-caín, dos veces Caín), se produjo una fuerte reacción que dio lugar a la expulsión de los judíos de Vizcaya (en 1486) y a la puesta en práctica de estatutos de limpieza de sangre, más tempranos que en el resto de la península. Fue un importante paso hacia la reivindicación de la ancestral condición de hidalgos y de «cristianos viejos» de los vascongados, lo que apoyaba sus demandas de exenciones fiscales y reserva de puestos relevantes —frente a los descendientes de familias conversas[196].
Sobre ese esquema inicial se fue tejiendo el mito. En 1526, en el Fuero nuevo se proclamó ya la hidalguía universal de los vascos. Esa nobleza seguía, sin embargo, anclada en la ascendencia goda, como en el resto de la península. Así lo proclamó también Arce y Otálora, en su Summa Nobilitatis Hispanicae (1559). Pero, a medida que se entraba en los últimos decenios del XVI, y al calor de la polémica sobre los fueros aragoneses en torno a Antonio Pérez y Lanuza, el relato histórico se fue reforzando y elaborando con más detalle. Especial impacto tuvo la obra del bachiller Juan Martínez de Zaldibia, autor de una Recopilación de las ordenanzas de la provincia de Guipúzcoa y, sobre todo, de una Suma de las cosas cantábricas y guipuzcoanas, publicada en Milán en 1564. En apoyo de la tesis de la hidalguía universal, Zaldibia añadió un dato destinado a perdurar: el lugar de desembarco de Túbal, el nieto de Noé que, según la leyenda establecida, había llegado a la península al mando de los iberos, habría sido Vasconia; hermanado con otro personaje del mismo nombre al que la Biblia hace mención como experto en forja, se suponía que había enseñado a su pueblo la metalurgia, aparte del monoteísmo y las leyes morales. Sus sucesores habrían permanecido en aquellas tierras, aislados, independientes y constantemente fieles a la misma lengua y a las mismas costumbres: «siempre apartados de herejías, con judíos, moros ni otros infieles nunca mezclados», «sola esta nación entre todas las provincias y reinos del mundo conserva sus leyes habidas en la ley de naturaleza antes que Nino, rey de Babilonia, adulterase la áurea edad y corrompiese el mundo con la idolatría»[197].
La tesis de que los vascos eran los auténticos herederos o descendientes directos del patriarca Túbal fue corroborada por Esteban de Garibay, el autor del Compendio historial mencionado aquí más de una vez. Como «montañés» que era, Garibay no podía dejar de optar por Cantabria como morada inicial de Túbal en Hispania; a partir de una invención nueva —la «sequía universal» que siguió al diluvio, que les obligó a buscar refugio en los «aires septentrionales lluviosos»—, aseguró que los tubalinos residieron de forma permanente en las montañas cántabras; en ellas enseñó el nieto de Noé a los de su linaje la metalurgia y «la ley de la naturaleza», dándoles «orden de bien vivir». En esas tierras tuvieron también su corte su hijo Ibero y los demás reyes inventados por Annio de Viterbo; en ellas fundó Pelayo la monarquía hispánica; y de ellas procedía la verdadera nobleza española, toda de sangre tubalino-gótica y libre de contaminación judeoconversa; pero allí, sobre todo, se seguía hablando la lengua de Túbal, «llamada ahora Bascongada». El tema de la lengua entró así en el debate que se venía desarrollando desde la baja Edad Media en toda Europa sobre el origen y la primacía de los pueblos. Garibay incluía la lengua vasca entre las 72 originarias, surgidas del caos babélico, y sostenía que era la primitiva de los españoles. El «cantabrismo», como escribe Fernández Albaladejo, se convirtió así en la base del «fundamentalismo español»; las montañas cántabras habían sido «la semilla viva de España», el meollo del linaje patrio. Un cantabrismo que, en el caso de Garibay, estaba en las antípodas de cualquier embrión identitario de signo antiespañol. Por el contrario, y como vio Caro Baroja, el recurso a la historia era típico de aquel sector de burócratas vascongados que sirvieron a Felipe II y sustituyeron a los dirigentes banderizos del siglo anterior[198].
De la década de 1580, años de intensa actividad inventora de fuentes supuestamente medievales, y, sobre todo, a medida que se aproximaba a su clímax el caso de Antonio Pérez y Lanuza, procede la Crónica de Ibargüen Cachopin, «centón inagotable de fábulas y patrañas», según Andrés E. de Mañaricúa, que añadió a Túbal y los demás reyes legendarios el dato de que quien había dictado los fueros vascos había sido Noé en persona, en una ocasión en que viajó a las montañas cántabras para visitar a su nieto. De aquel momento es también la obra Antigüedades de Vizcaya, del clérigo Martín de Coscojales, que proporcionó otro de los datos que pasarían a integrarse en la leyenda: la fusión de las guerras de los cántabros contra los romanos con la idea de constante independencia y aislamiento de los vascoiberos; con esa fiera resistencia se asociaría la permanencia del vascuence. Como prueba de la propagación de las ideas de estos historiadores, Juan de Aranzadi reproduce unas quintillas atribuidas a fray Miguel de Alonsotegui, también de alrededor de 1580:
Aquella lengua primera, / traída en la confusión,
es ahora la postrera / que ha quedado siempre entera
en Vizcaya sin infición. / Es la lengua Bascongada,
según que claro lo vemos, / ni por guerra trastocada,
antes aquí conservada / en tantos siglos tenemos[199].
Todo ello acabaría llevando a la obra de Andrés de Poza De la antigua lengua, poblaciones y comarcas de las Españas, de 1587, ejemplarmente estudiada por Juaristi, en la que los «vizcaínos» se apropiaban ya totalmente del patrimonio cultural —en especial, la lengua— cántabro. Poza se presentaba como «jurisconsulto cántabro» y había estudiado en Lovaina y Salamanca. Personalidad poliédrica, había sido también soldado en Flandes y publicado importantes obras sobre náutica, aparte de otras sobre su especialidad, que era la lingüística; Juaristi sostiene que hay indicios de que podría provenir de familia de cristianos nuevos que se ganaron el reconocimiento de su ascendencia vizcaína en recompensa por los servicios prestados a la Corona en la administración flamenca. En 1588, Juan García Saavedra, fiscal de la Chancillería de Valladolid, publicó De Hispaniorum Nobilitate et Exemptione, en la que cuestionaba la validez en tierras castellanas de la hidalguía universal vasca. Poza le replicó, en De Nobilitate in Proprietate. Ad Pragmaticas de Toro et Tordesillas, defendiendo la universalidad y superioridad de la nobleza «originaria», o condición hidalga vasca, por ser «convicción general» que los vizcaínos descendían del patriarca Túbal y porque en Vizcaya jamás hubo «encomiendas, feudos ni vasallajes, antes todos sus hijos pertenecieron siempre a la innata libertad de las edades de oro»; además de ello, la lengua vasca era una de las «originarias» de la humanidad, infundida directamente por Dios en los primeros seguidores de Túbal, semejante e incluso superior al hebreo para expresar los misterios filosóficos y teológicos. Aunque fueran seminales para el nacionalismo posterior, no eran estas megalomanías las que más importaban en ese momento. Lo eran los argumentos sobre los privilegios, especialmente fiscales; en su defensa escribió también en 1593 Juan Gutiérrez, canónigo de Ciudad Rodrigo, sus Fueros vascos. Fundamentos de Derecho, apoyándose igualmente en la procedencia tubálica de los pueblos cántabros y en el pacto concertado tras la batalla de Arrigorriaga. Merece la pena anotar que la tesis de la hidalguía universal se impuso sobre las objeciones del fiscal de Valladolid y el monarca ordenó que se suprimieran de la obra de Juan García las frases impugnadas por Poza[200].
Según Fernández Albaladejo, que ha analizado con brillantez este debate, había sido una pugna interna entre distintas interpretaciones alrededor de la «verdadera identidad española»: para unos, esta radicaba en los godos, «unos conquistadores que se hicieron padres»; para otros, venía de los «montañeses» o tubálicos, únicos españoles auténticos gracias a su aislamiento en la siempre independiente cordillera cántabra. Esta polémica se mezclaba con la de la antigüedad de las lenguas y con la exaltación de los españoles como «pueblo israelítico» o elegido. En este debate intervino Sebastián de Covarrubias, cuyo Tesoro de la lengua castellana o española, de 1611, se atuvo al ideal goticista. En cuanto a la idea de Pueblo Elegido, fue defendida por el benedictino fray Juan de Salazar, que estableció paralelos, en su Política española (1619), entre la cautividad de los israelíes en Egipto y la de los españoles bajo «los moros árabes», así como entre las hazañas de Moisés y las de Pelayo o entre las de Sansón y las de El Cid. Algo semejante hizo fray Benito de Peñalosa, en El libro de las cinco excelencias del español (1629), donde defendía la existencia de una identidad española esencial pese a su extensión y dominio del mundo entero; una identidad que se habría preservado únicamente en los descendientes puros de Túbal, los que conservaban la «sangre antigua»: vascos, navarros, cántabros, asturianos, castellanos viejos y «algunos aragoneses y catalanes, los más encumbrados sobre los Pirineos»; con lo que el españolista Peñalosa acababa apoyando el particularismo cántabro. Como anota Albaladejo, la polémica se prolongó hasta el comienzo del siglo XVIII, cuando todavía un Peralta Barnuevo seguía defendiendo el goticismo y, en el partido opuesto, el tubalino o tubálico, destacaría Manuel de Larramendi[201].
En efecto, la polémica sobre los orígenes góticos o tubálico-cántabros de la identidad española se prolongó a lo largo de todo el XVII y penetró en el XVIII. En favor de la excepcionalidad cántabra o vasca escribieron Baltasar de Echave, el jesuita Gabriel de Henao y Lope Martínez de Isasti, entre otros. Este último aprovecharía, además, las referencias a una supuesta batalla de Beotíbar, donde sesenta mil navarros y franceses habrían sido derrotados por ochocientos castellanos y guipuzcoanos, para fundirla con la leyenda de Roncesvalles. Lupián Zapata, uno de los insignes falsificadores a quienes hemos mencionado en el capítulo anterior, se inventaría también una Crónica de Vizcaya, que situó a comienzos del siglo XV y atribuyó al humanista flamenco Vaseo, en la que daba fe de la existencia de un pacto de autoentrega condicionada al rey de Castilla. En resumen, antes de comenzar el siglo ilustrado, la leyenda estaba completa: no hacía falta remontarse ya a la batalla de Arrigorriaga ni a la dama Pata-de-Cabra; la limpieza de sangre, la fidelidad al cristianismo, la invencibilidad, el arraigo inmemorial en una misma casa solar, la pervivencia de la lengua originaria e incluso la mitificación de los fueros como ley divino-natural avalaban las exenciones asociadas a la «hidalguía universal». Una tesis que acabó siendo aceptada en la época sin provocar una respuesta especialmente agria. A partir, desde luego, no de una afirmación anti-española, como ocurriría con el nacionalismo aranista, sino del más puro españolismo, pues estos mitos vascos bebían de los mitos españoles, aunque fuera para defender que eran «españoles de primera clase», como ha escrito Javier Fernández Sebastián[202].
PORTUGAL, MESIANISMO E HISTORIA
Muy distinto al particularismo vasco fue el portugués, más cercano al catalano-aragonés, aunque con sus peculiaridades. En Portugal, como vimos, durante la baja Edad Media la afirmación identitaria se había planteado en oposición a Castilla —pero no a «España», de la que el reino portugués, nacido bajo el impulso y la protección de la casa de Borgoña, se sentía parte indiscutible—. Las posiciones se radicalizaron, sin embargo, en la coyuntura política de 1578, al quedar vacante el trono por la muerte del joven rey don Sebastián y aspirar a él Felipe II; y al decir «posiciones» no nos referimos solo a las políticas, sino a las que aquí sobre todo interesan: las históricas, las versiones del pasado. El dominico Fernando o Fernão de Oliveira (c. 1507-1582), humanista conocido por haber publicado la primera gramática de la lengua portuguesa y un par de tratados de náutica, en los años de la crisis sebastianista se pronunció en favor del prior de Crato y contra Felipe II. Para ello escribió una primera Historia de Portugal, que quedaría inédita, en la que recogía la tradición mitológica sobre los orígenes de Portugal, una entidad independiente por designio divino que habría gozado de una edad de oro pretérita que ahora exigía ser restaurada. Oliveira mantenía la tradicional referencia a Túbal, como conexión de «Espanha» con el relato bíblico, pero aportaba un importante elemento mítico nuevo: el llamado «milagro de Ourique», según el cual, en la noche anterior a la batalla por la que don Afonso Henriques arrebató esta ciudad a los musulmanes en 1139, se le habría aparecido en sueños Jesucristo en persona, mostrándole las cinco llagas y la cruz y asegurándole la victoria pese a la inferioridad numérica de sus tropas. Don Afonso Henriques triunfó, en efecto, sobre los cinco reyes moros que se le oponían —a los que se refieren los cinco lunares o manchas rojas que aparecen en el escudo portugués; aunque también podrían representar las cinco llagas de Cristo— y se coronó rey de Portugal.
Tal leyenda se había originado, según parece, en el siglo XV, entre los monjes del monasterio de Alcobaça. Su modelo, obviamente, era el sueño de Constantino en la noche anterior a su victoria sobre Majencio en el puente Milvio, cuando Jesucristo se le había aparecido y, mostrándole la cruz, le había dicho: «In hoc signo vinces». Incluso la iconografía repitió —según ha estudiado con detalle Luís Filipe Silvério Lima— el modelo constantiniano. La protección divina sobre Portugal se elevaba, en todo caso, al mismo nivel que la disfrutada por los emperadores cristianos. Pero Oliveira y otros historiadores portugueses no se conformaron con la aparición divina previa a la batalla y le añadieron un documento pontificio según el cual el Papa había concedido a Afonso Henriques el título de rey de Portugal a cambio de su subordinación vasallática a Roma. Tal documento se presentaba con valor jurídico de «constituição» portuguesa, por cuanto «ao principal lhe deu ser e constituiu por autoridade divina, como antigamente os profetas e sacerdotes faziam quando ungiam os reis, e agora fazem quando ungem os imperadores; […] o essencial é que o poder dos reis venha de Cristo por meio dos sumos pontífices, seus vigários». La independencia de Portugal era, en suma, fruto de una decisión divina. Es interesante anotar, con todo, que la milagrosa aparición de Ourique se produjo el día 25 de julio; lo que indica que el relato se mantenía dentro del marco de la mitología santiaguista o hispana global[203].
Esta construcción intelectual no pareció ser de gran utilidad política de manera inmediata, ya que la superioridad militar de Felipe II decidió, como es bien sabido, el resultado de la crisis de 1580 y este monarca añadió la corona portuguesa a sus anteriores posesiones y títulos. También sabemos que la reclamación independentista se mantuvo en Portugal en las décadas siguientes a partir de un modelo mesiánico-providencial no apoyado en fábulas históricas, sino en mitos proféticos. Fue el llamado «sebastianismo político», que difundió hasta cuatro veces, entre 1584 y 1603, el rumor de que el joven rey portugués no había muerto en la batalla de Alcazarquivir, sino que estaba vivo y reclamaba su corona desde algún refugio oculto. Entre los autores que destacaron en aquella línea figuran el jesuita António Vieira, de familia conversa, autor de una História do futuro, y fray Sebastião de Paiva, con un Tratado da quinta monarquia. Por fascinantes que sean, no podemos entrar aquí en estas profecías mesiánicas. En cualquier caso, también fueron reprimidas con eficacia por las fuerzas armadas de Felipe II y Felipe III[204].
Las tensiones resurgieron, sin embargo, en los años 1620 y 1630 —a la vez que en Cataluña—, cuando Felipe IV se enfrentó con las exorbitantes exigencias de hombres y armas que le planteaba la guerra de los Treinta Años. El valido Olivares acentuó entonces las presiones sobre los reinos peninsulares con el fin de aumentar los recursos de la monarquía católica. Como en Cataluña, los que en Portugal se oponían a las pretensiones centralizadoras recurrieron a argumentos jurídicos, a la búsqueda de alianzas externas —en Francia o Inglaterra, sobre todo— y, en último extremo, a la sublevación armada. Pero recurrieron también, en ambos casos, al culto al pasado, al fomento del orgullo identitario a partir del mantenimiento de una tradición histórica en parte inventada. En el caso portugués, incluso los historiadores que aceptaban la legitimidad de la absorción felipista escribían sobre los orígenes remotos de Portugal, su continuidad en el pasado y sus peculiaridades locales. Como dice Joaquim Veríssimo Serrão, que ha estudiado como nadie este tema —y a quien seguimos en estos párrafos—, lo que escribían no era historia, sino «sermonarios de intención histórica»; de intención política con apariencia histórica, podríamos quizá matizar; lo que, en todo caso, se trataba de subrayar era que Portugal tenía un pasado propio e independiente dentro de esa Hispania o Hespanha a la que reconocía pertenecer[205].
Esta escuela historiográfica, que mantuvo el culto a la identidad portuguesa durante los sesenta años de integración en la monarquía de los Habsburgo españoles y los veintiocho años bélicos siguientes, siguió sobre todo ligada a los monjes cistercienses de Alcobaça. Desde finales del siglo XVI hasta comienzos del XVIII, cinco frailes, Bernardo de Brito, António y Francisco Brandão, Rafael de Jesús y Manuel dos Santos, compusieron las ocho partes de la magna Monarchia lusytana, que recorría la historia portuguesa desde los orígenes fabulosos de Túbal e Ibero hasta finales de la Edad Media. Como escribe Serrão, de esta manera incluso los dos primeros, fieles al felipismo, no dejaban de realizar una «lenta infiltración, más sentimental que propiamente ideológica», favorable al mantenimiento de una identidad propia[206].
Un interesante personaje, Manuel de Faria e Sousa, que llegó a ser secretario de Estado y embajador en Roma de la monarquía católica, destacó en los años que precedieron y siguieron al crucial 1640 con una serie de obras —Epítome de las historias portuguesas, África portuguesa, Asia portuguesa— que renovaron y realzaron la historiografía lusitana de tipo providencialista. El primero de los libros citados, retitulado a partir de su tercera edición Historia del reyno de Portugal, entroncó, como era habitual, a Iberia con la familia de Noé, aunque mezclada con personajes de la mitología egipcia, como Osiris, y grecolatina, como Hércules o Ulises; este último habría sido el fundador de Lisboa y habría tenido, además, una relación amorosa con una portuguesa, hija de Gárgoris, que habría dado lugar a un descendiente, Scalabis, a quien llama el «Rómulo español». De aquellos reyes procedieron los godos, el último de los cuales, don Rodrigo, opresor de la Iglesia, fue castigado por la providencia divina con la invasión musulmana. Pero los cristianos se rebelaron, dirigidos por el apóstol Santiago, y entre los combatientes contra los musulmanes destacó el heroico don Afonso Henriques. Al amanecer del día de la batalla de Ourique, cuando este príncipe se hallaba leyendo la historia de Gedeón, vio ante él a Jesucristo, cargado con la cruz, que le profetizó la victoria contra sus enemigos, por numerosos que fueran, y le exhortó personalmente a que, cuando se lo ofrecieran, no rehusase cambiar su título de conde por el de rey de Portugal. La batalla subsiguiente le fue, en efecto, favorable y, a continuación, fue coronado como primer monarca portugués, cargo en el que se consolidó gracias a la bula papal[207].
Faria e Sousa no era un historiador caracterizado por el detallismo documentalista, sino un gran escritor orientado hacia la retórica y la divulgación. Una pincelada muy propia de su estilo es la línea inicial de su Asia portuguesa: «No cabian ya los coraçones Portugueses en la estrecheza de su Reyno». Más revelador, tanto de su escritura como de su intención patriótica, es el comienzo de su Epítome, redactado en español en los años en que su autor vivía en Madrid:
El pueblo lusitano, desde que tuvo este nombre hasta la juventud del Rey Don Sebastián (distancia de más de tres mil años), obró tanto en la paz y en la guerra, que… [sus hechos] son casi innumerables, pareciendo no de una sola mano, mas de muchas varias; penetrando con tantos trabajos y peligros que, para darle un nombre eterno y glorioso, parecen que compitieron la Virtud y la Fortuna. Temerario intento, querer reducir tanta grandeza a la cortedad deste papel. […] Pequeñas acciones heroicas, hazañas memorables de una gente que en sus principios fue terror del mayor Imperio y después constituyó el suyo en los remates del mundo con pública admiración de los mortales. Veranse cosas no menudas, antes todas capaces y llenas para la Historia: ilustrarse una nación con sus armas y hacer ilustres otras con seguirlas; guerras prolongadas y sangrientas, intestinas y remotas. […] Será, pues, si no el estilo, digna de alabanza la materia. Más de mil y quinientos años era antes del nacimiento de Cristo cuando empezó el nombre de Lusitania; bien que ya sin él habían sus habitadores dignamente conseguido muchos aplausos de la Fama…[208]
Cerramos así el tema portugués en este libro, pues la independencia lograda en 1668 desvinculó aquella monarquía de la española.
EL INICIO DEL GALLEGUISMO
Entre el Renacimiento y el Barroco en Galicia hubo, como en todas partes, una búsqueda incesante de antepasados remotos, relacionados en este caso con la nobleza, que se suponía era el origen de la del resto de España, y la Iglesia, primogénita también de España por haber sido evangelizada la zona por un apóstol, convertido luego en patrono del reino y de toda la monarquía. Para defender estas tesis, los autores de la época «no repararon en medios», en palabras de Xosé R. Barreiro: «utilización parcial y sectaria de las fuentes, candoroso empleo de la etimología, ejercicio incontrolado de la imaginación para rellenar los vacíos históricos, sobrevaloración de los acontecimientos para extraer de ellos una sustancia heroica atribuida al pueblo gallego, acumulación acrítica de datos e incluso el recurso a falsos cronicones»[209].
Entre estos autores del Antiguo Régimen, estudiados por Xosé R. Barreiro o José C. Bermejo Barrera[210], pueden ser recordados: Juan Álvarez Sotelo, autor de una historia sobre la Predicación y viaje de Santiago a España y de una Historia general del reino de Galicia, cuyo manuscrito abarca desde la llegada de los suevos hasta la invasión árabe; Bartolomé Sagrario de Molina, cuya Descripción del reyno de Galizia, del siglo XVI, fue reeditada en los siguientes; los hermanos Juan y Pedro Fernández de Boán, que en una obra del mismo título que la anterior incluyeron un inventado cronicón de don Servando, supuesto obispo de Orense, aceptado luego por Pellicer de Ossau; el dominico Hernando de Ojea, un gallego que vivió la mayor parte de su vida en Nueva España y escribió la historia de su orden en aquel virreinato, pero también otra Descripción del reyno de Galizia, de 1603; fray Prudencio de Sandoval, benedictino, obispo de Tui y luego de Pamplona, biógrafo de Carlos V y continuador de Ocampo y Morales, que en relación con Galicia escribió historias de la ciudad de Tui, de los reyes de Castilla y León, de los obispos gallegos o de la orden benedictina; Francisco de Trillo y Figueroa, autor de una Apología de Galicia durante el reinado de Felipe IV. Fray Felipe de la Gándara, cronista de los reinos de Galicia y León, que escribió en 1662 una obra sobre todo genealógica bajo el título de Armas i triunfos. Hechos heroicos de los hijos de Galicia; entrado el XVIII, Francisco J. Huerta y Vega, en cuyos Anales del reino de Galicia (1733-1736) aparece ya reflejado un sentimiento de opresión o injusto tratamiento por la corona de Castilla; y un importante jesuita, Pascasio de Seguín, en cuya obra, Galicia, reyno de Christo Sacramentado, describe una situación histórica que era lo opuesto a la conocida en el mundo moderno, pues en el pasado Galicia habría gozado de superioridad sobre el resto de la península. El libro de Seguín fue publicado en México en 1750 y continuado en 1847 por Bernardo Antonio Lluch y Santiago Aenlle bajo el título Historia general de Galicia[211].
La conclusión, a partir de la comparación de las diversas causas autonomistas, es que en todas ellas desempeñó un papel destacado el culto a un pasado histórico descrito, como no podría ser menos en la época, de forma mitificada. En los relatos históricos se fundamentaron los debates sobre los títulos jurídicos que avalaban la legitimidad de los contendientes. Pero no debemos sobrevalorar la incidencia del campo que aquí estudiamos, pues en la resolución de estos enfrentamientos la fuerza militar y los apoyos internacionales pesaron más que la historia y el derecho. En 1640, y en el caso portugués, fueron cruciales los apoyos francés e inglés, que no habían existido en 1580, como lo fue la debilidad militar de Felipe IV y Carlos II, comparada con la de Felipe II; en el catalán, donde el resultado fue el opuesto al portugués, no se debió a la carencia de un pasado mítico —tan elaborado como el portugués o más—, sino a la menor implicación inglesa y a las dificultades surgidas en la alianza con la Francia de Richelieu y Mazarino, menos dispuesta aún que los Habsburgo españoles a respetar los fueros catalanes. En cualquier caso, el final del siglo XVII coincidió con el de la era barroca y con el comienzo de la mentalidad ilustrada; con la extinción de la dinastía de los Habsburgo, reemplazada por la de Borbón; y con la aceptación de la nueva configuración de la identidad española desvinculada ya de la portuguesa. Se sentaban así las nuevas bases sobre las que se construiría el relato histórico.