LAS CRÓNICAS DE INDIAS
LAS HISTORIAS GENERALES: DEL PROMETEDOR SIGLO XVI AL EXIGUO XVII
Las primeras noticias escritas sobre América llegaron en las cartas dirigidas por Cristóbal Colón a los Reyes Católicos. A estas siguieron más cartas, de relación y autobiográficas, de otros descubridores y conquistadores, como las de Américo Vespucio o Hernán Cortés, cuya publicación comenzó, respectivamente, en 1503 y 1522. Como relación de viaje, tuvo especial interés la de Antonio Pigafetta, veneciano que acompañó a Fernando de Magallanes y dio cuenta en su lengua vernácula de la primera vuelta al mundo en 1522. Hacia ese mismo año el humanista Fernán Pérez de Oliva redactó la primera historia de Colón, si bien la más conocida acabó siendo la del propio hijo del descubridor, Hernando, que escribió en castellano la biografía de su padre, al que había acompañado en su último viaje a América, utilizando para ello los desaparecidos diarios de navegación del almirante; al morir, en 1539, su manuscrito quedó inédito, pero antes de perderse fue vertido al italiano y publicado en Venecia en 1571[212].
La primera crónica general de las Indias se debió al lombardo Pedro Mártir de Anglería, de quien hemos hablado ya. Fue el primer historiador que llamó «Nuevo Mundo» a las tierras descubiertas al otro lado del Atlántico. Sin llegar a cruzar el océano, escribió su De Orbe Novo... Decades, basándose principalmente en las fuentes orales recopiladas en sus conversaciones con los navegantes, descubridores y conquistadores americanos. La primera Década del Nuevo Mundo se publicó en Sevilla, en 1511, las dos siguientes en Alcalá de Henares, en 1516, y la cuarta en Basilea, en 1521. En 1530, cuatro años después de su muerte, la obra completa, formada por ocho décadas, fue impresa en Alcalá por Antonio de Lebrija. Escritas en latín, sus Décadas fueron traducidas a varias lenguas a lo largo del XVI, aunque en español no aparecieron hasta 1892[213]. Como señala Francisco Esteve Barba, al que seguimos en esta parte, la obra recoge relatos sobre los descubridores y fundadores españoles, pero también informaciones geográficas, descripciones sobre la rica y exótica naturaleza indiana (mineral, vegetal y animal) y noticias curiosas y sorprendentes referidas a las creencias, costumbres y usos de los pobladores nativos. Bartolomé de Las Casas acusó a Anglería de ser poco crítico con las fuentes orales recogidas, pues refería «con verdad lo que le decían en Castilla y no lo que él por sus ojos veía»; por eso lo que refería «a favor de los españoles con perjuicio de los indios, ningún crédito se le debe dar, porque todo lo más es falsedad y mentira». De igual opinión era Gonzalo Fernández de Oviedo, que se maravillaba de que hubiera autores que, sin conocer las Indias, osasen escribir con «elegantes estilos» sobre cosas que no habían visto, aunque quedasen sus relatos «tan desviados de la verdad como el cielo de la tierra». En realidad, Anglería había previsto estas críticas cuando señalaba que «me veo en la precisión de referir las cosas, aunque la mayor parte no parezcan verosímiles… Tómelo como quieran, ya los que interpretan con buen corazón los escritos ajenos, ya los que van buscando ocasiones de hacer burla». Por ello, porque se lo había oído a un testigo que «afirma[ba] que es historia y no fábula», recogía noticias como la existencia de la fuente de la eterna juventud o la de las amazonas; «yo doy lo que me dan», se excusaba. En su dedicatoria al príncipe Carlos, con ocasión de la publicación de sus tres primeras Décadas, Anglería informaba de su intencionalidad política, que no era otra que dejar constancia del súbito engrandecimiento de la monarquía católica: «Cuanto desde el principio del mundo se ha hecho y escrito es poca cosa, a mi ver, si lo comparamos con estos nuevos territorios, estos nuevos mares, esas diversas naciones, y lenguas, esas minas, esos viveros de perlas, aparte de otras ventajas que para ti, ¡oh Rey potentísimo!, adquirieron tus abuelos». De la «grandeza de todas esas cosas» daban fe sus Décadas, por lo que pedía al nuevo monarca que se apresurase a venir a España: «Ven, pues. ¡Ven Rey a quien Dios tiene destinado el más alto poderío que jamás oyeron los hombres; ven y no tardes! Preparado tenemos para ti, exceptuando algo, el círculo equinoccial desconocido hasta estos tiempos, y la zona hirviente y, en opinión de los antiguos, tostada por los ardores del Sol, pobladísima de gente, amena, fértil, riquísima, e islas mil coronadas de oro y perlas, y en uno solo que reputamos continente ofrecerte hemos tres Europas. Ven a abrazar un nuevo mundo y no quieras atormentarnos más con haber de seguir deseándote. De aquí, de aquí, tierno y clarísimo Rey, se sacarán medios para que te obedezca a ti todo el orbe». A su muerte, Carlos V ordenó recoger los documentos y papeles de Anglería para que se entregaran a su cronista de Castilla, Antonio de Guevara; pero este no llegó a utilizarlos[214].
Muy otro fue el caso de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés (1478-1557), que vivió más de veinte años en Centroamérica y el Caribe. Allí desempeñó los cargos de escribano de minas y del crimen, juzgado y oficio «del hierro de los esclavos e indios» y veedor de las fundiciones en Castilla del Oro, gobernador en Cartagena de Indias y alcaide del fuerte y regidor perpetuo en la ciudad de Santo Domingo. Autor de una novela de caballerías (Don Claribalte, 1519) y de un elogioso estudio genealógico sobre la nobleza española (Quincuagenas, 1555), entre otros escritos, fue nombrado cronista de Indias en 1532. A partir de su experiencia personal, las noticias oídas y la documentación recabada, escribió una extensa Historia general y natural de las Indias, islas y tierra firme del mar océano, compuesta de cincuenta libros divididos en tres partes. La primera fue publicada en Sevilla en 1535, con una edición revisada en Salamanca en 1547, y de la segunda únicamente se publicó el primer libro en Valladolid el año de su muerte, 1557. El resto del manuscrito quedó inédito hasta que la Real Academia de la Historia lo publicó entero, en cuatro volúmenes, en 1851-1855[215]. Siguiendo un criterio básicamente geográfico, la primera parte trata del descubrimiento y las Islas; la segunda, de la conquista de México; y la tercera, del Perú. En conjunto, la obra da noticia de los hechos acaecidos entre 1492 y 1549, con frecuencia muy apegada a las vivencias personales del autor y perdiéndose en detalles y curiosidades locales. Proporciona amplia información sobre la geografía, los minerales, las plantas y los animales de las tierras descubiertas, así como los usos y costumbres de sus pobladores. Sus contenidos de historia natural y etnográficos los había ya adelantado en un Sumario, de 1526, dedicado a Carlos I, que despertó gran interés entre los naturalistas y fue traducido a varios idiomas. También la primera parte de su Historia fue pronto traducida al francés y el italiano, debiéndose este renovado interés quizá más a la información que aportaba sobre la naturaleza y los indígenas americanos que a la propiamente referida a los hechos de los españoles en el Nuevo Mundo. Inspirándose en Plinio, su Historia ordena los reinos de la naturaleza y sus subdivisiones referidas a las especies vegetales y animales. También fueron muy apreciados por los científicos sus contenidos sobre las costumbres indígenas, apoyados igualmente en la observación directa. En cuanto a la objetividad de los hechos que narra, Oviedo era de la opinión de que «las historias no son de apreciar ni tener en mucho, si con la verdad no son acompañadas», por lo que prefería apoyarse en lo que había visto u oído de fuentes directas, consignando a menudo sus dudas ante los datos contradictorios.
En su Historia, Oviedo justifica el dominio español de las Indias en los hechos consumados que han llevado a «la bandera de España» a ser «celebrada por la más victoriosa, acatada por la más gloriosa, temida por la más poderosa y amada por la más digna de ser querida en el universo». El rey Carlos reunía un «poderío» que jamás príncipe cristiano alguno había tenido, al sumar a sus estados europeos y africanos los de la «mitad del mundo que comprenden sus Indias». Con sus riquezas y el valor de sus gentes, «la monarquía universal de nuestro César», seguía diciendo, acabaría por adquirir en breve tiempo los territorios que le faltaban para colmarla en su plenitud, pues «no faltará reino, ni secta, ni género de falsa creencia, que no sea humillada y puesta debajo de su yugo y obediencia». Como señala Esteve Barba, «ante esta glorificación de la fuerza incontrastable, ¿qué valen los indios idólatras y viciosos? ¿Cómo tener en cuenta sus derechos? ¿Para qué pensar en ninguna clase de justificación del dominio?». Ya en 1519, durante un viaje a la península tras su primera estancia en América, Oviedo tuvo un primer encontronazo con el padre Las Casas, que le acusó de ser «participe de las crueles tiranías que en [...] Castilla del Oro se han hecho»; calificándole más tarde, en un escrito inédito, de «robador y matador de indios» y «autor de inmensas mentiras». A diferencia del fraile dominico, el veedor asturiano consideraba que los indios americanos eran seres imperfectos e incapaces de abrazar voluntariamente el cristianismo y de convivir armoniosamente con los españoles. A juicio de Oviedo, los indios eran «naturalmente vagos y viciosos, melancólicos, cobardes, y en general gentes embusteras y holgazanas»; «hay muchos sodomitas, e muchos que comen carne humana, e idólatras, e sacrifican hombres, e son muy viciosos» y, además de «libidinosos», eran «gente cruda e de ninguna piedad», lo que les asimilaba a «bestias despiadadas». Aunque justificaba la encomienda a partir de estos prejuicios, en su Historia abundaban también las descripciones asépticas sobre la cultura y la organización social de las comunidades indígenas[216].
Como señala Leandro Tormo Sanz, entre las creencias más fantasiosas de Oviedo se encontraba la de que hubo una evangelización precolombina en tiempos de los apóstoles y que los «indios destas partes lo tenían olvidado» por haber cambiado la verdadera fe por la idolatría, lo que le permitía comprender la desaparición de los aborígenes antillanos, no solo como efecto «de las viruelas», sino como castigo divino a sus «vicios e delitos e idolatrías», así como los excesos de los conquistadores «matadores de indios». Muy similar es su hipótesis de que las Indias Occidentales habían sido pobladas por el antiguo rey español Hespero, lo que convertía la conquista americana en una recuperación que no precisaba de más títulos de legitimidad. Su visión providencialista le llevaba a justificar como un premio divino el descubrimiento de América por Colón, un fiel católico que buscaba «el acrescentamiento de su república cristiana», y el que hubiese «Dios cuidado de dar estas Indias» a los Reyes Católicos, que tomaron posesión de las nuevas tierras «movidos a buscar ánimas que se salvasen, más que tesoros y nuevos estados»; obedeciendo la conquista a «la voluntad divina», no había necesidad de buscar títulos jurídicos en las bulas alejandrinas, cuya validez no reconocían las potencias europeas rivales[217].
También vivió largo tiempo en el Nuevo Mundo el dominico sevillano Bartolomé de Las Casas (1474-1566), nieto de judíos conversos y cuyo padre había acompañado a Colón en su segundo viaje a América. Tras llegar a Santo Domingo en 1502 como cura doctrinero, se vio fuertemente impresionado por el sermón que pronunciara el dominico Antonio de Montesinos, en 1511, lo que le llevó a abandonar su encomienda para convertirse en el ariete de la lucha contra la opresión que sufrían los amerindios a manos de los conquistadores españoles. Regresado a la península, presentó al cardenal Jiménez de Cisneros, en 1516, unas Ynstrucciones, o memorial de agravios sufridos por los indios, que fueron bien recibidas por el regente, que le nombró «procurador y protector universal de todos los indios» y tomó medidas encaminadas a corregir los abusos de los encomenderos, mandando con este fin una comisión de frailes jerónimos a La Española. Tales iniciativas se mostrarían pronto insuficientes para remediar el sufrimiento indígena, por lo que, en 1517, Las Casas elevó una nueva Memoria de remedios a las autoridades en la que condenaba la esclavitud de los nativos americanos y abogaba por la abolición de las encomiendas de indios y su sustitución por comunidades mixtas de españoles y amerindios; paradójicamente, propuso la introducción de esclavos negros para sustituir el trabajo indígena, idea de la que se retractaría más tarde. Con la vuelta de Juan Rodríguez de Fonseca al gobierno de las Indias en 1518, el clérigo vio fracasado su plan, por lo que en sus nuevos Remedios para la tierra firme de 1519 retiró su exigencia de restitución obligatoria de los indios encomendados a la plena libertad. De vuelta a Santo Domingo, ingresó en la orden de los dominicos y se dedicó a fundamentar mejor su postura a favor de los indígenas. Trasladado a México, viajó a partir de 1534 por Centroamérica, fundando una misión en Tuzulutlán (Guatemala) en la que logró hacer realidad su ideal de conversión de los indios por medios pacíficos. En 1540 regresó a la corte con el objeto de influir en las disposiciones reales que afectaban a los nativos americanos. Durante aquella estancia en la península redactó su Brevíssima relación de la destruyción de las Indias, que dedicó al príncipe Felipe y envió al emperador en 1542, logrando en parte inspirar las leyes nuevas de Indias de ese año. Con el nuevo sistema, se prohibía la creación de nuevas encomiendas y la herencia de las existentes, que debían desaparecer a la muerte del titular, declarando en cambio a los indios súbditos libres, bajo la protección directa de la Corona. Nombrado obispo de Chiapas en 1543, Las Casas ejerció allí su mitra con energía en defensa de los indios, llegando a negar los sacramentos a los españoles que los tiranizaban.
Estas conquistas legales favorables a los indígenas se vinieron parcialmente abajo en 1545-1546, cuando las resistencias de los conquistadores obligaron al monarca a restablecer las encomiendas hereditarias. Al conocer el revés legal, Las Casas cruzó de nuevo el Atlántico y en Salamanca se enriqueció con las ideas de los doctores de su universidad, llegando a convencer al monarca para que convocase una junta de teólogos y juristas para que dictaminara acerca de su tesis referida a que el papa Alejandro VI había confiado al monarca español únicamente la misión de predicar el evangelio en América de forma pacífica. A esta junta, reunida en Valladolid en los años 1550 y 1551, Las Casas presentó un extenso volumen de alegaciones escrito en latín, que fue replicado por el humanista cordobés Juan Ginés de Sepúlveda, a la sazón defensor de la licitud de la conquista de las Indias a partir de la donación papal que autorizaba la guerra contra los pueblos indígenas y la incorporación de sus tierras a los dominios del rey castellano, siempre que estos desoyesen el requerimiento verbal, o ultimátum estipulado en las leyes de Burgos (1512), y se negasen a ser cristianizados. La asamblea, aunque inclinada en favor de Las Casas, no llegó a fallar formalmente sobre la disputa. El dominico fijó entonces su residencia en su ciudad natal, donde publicó la Brevíssima y seis tratados jurídico-políticos sin la preceptiva autorización real, por lo que acabaron siendo prohibidos. Poco después, se trasladó al convento de su orden en Madrid, donde falleció. Años más tarde, las ordenanzas de 1573, precedidas por las instrucciones de 1556 e influidas por las ideas renovadas de los defensores de la donación pontificia (Gregorio López, Juan de Ovando), se harían eco de los principios defendidos por Las Casas y, con el fin de no «hacer fuerza ni agravio a los indios», sustituirían el término «conquista» por «descubrimientos», así como «requerimiento» por «invitación» al vasallaje[218]. No pasó de ser un gesto, dado el avanzado estado de la empresa colonizadora. Para entonces, sin embargo, se había iniciado la decadencia de las encomiendas hereditarias en las áreas centrales de América, que acabarían pasando al control de la Corona, recibiendo el encomendero un pago periódico de la Hacienda Real como compensación, con lo que vino a cumplirse en parte una de las reivindicaciones más anheladas por el dominico.
Bartolomé de Las Casas fue autor de una importante y polémica obra americanista, en la que aportó valiosas informaciones sobre la colonización, aunque su objetividad fuese cuestionada a menudo por su marcada intencionalidad política. La difusión por Europa de su Brevíssima relación, especialmente a través de las ediciones ilustradas por el protestante belga Theodor de Bry, se convirtió en pieza fundamental de la propaganda antiespañola que sirvió para construir la llamada leyenda negra. La obra, escrita en 1542 y revisada cuatro años más tarde, se publicó por primera vez en Sevilla en 1552, y apareció traducida al latín y a las principales lenguas europeas entre 1575 y 1625[219]. Las Casas suplicaba, en el prólogo, al príncipe de las Españas que no permitiese llevar a cabo las «conquistas» —«que los tiranos inventaron»— «contra aquellas indianas gentes, pacíficas, humildes y mansas que a nadie ofenden», pues «son iniquas, tiránicas y por toda ley natural, divina y humana, condenadas, detestadas e malditas». «La deformidad de la injusticia que a aquellas gentes inocentes se haze, destruyéndolas y despedaçándolas sin aver causa ni razón justa para ello, sino por sola la cudicia e ambición de los que hazer tan nefarias obras pretenden», debían llevar a don Felipe a persuadir a su padre el rey para que erradicase de América esas «detestables empresas». Adelantando la idea del «buen salvaje», consideraba que los indios eran «limpios e desocupados e vivos entendimientos, muy capaces e dóciles para toda buena doctrina; aptísimos para recibir nuestra sancta Fe Católica e ser dotados de virtuosas costumbres»; así dotados por Dios, «en estas ovejas mansas [...] entraron los españoles [...] como lobos e tigres y leones cruelíssimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de quarenta años a esta parte, hasta hoy, e hoy en este día lo hazen, sino despedaçarlas, matallas, angustiallas, afligillas, atormentallas y destruillas por las estrañas y nuevas e varias e nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas maneras de crueldad». De estas despiadadas crueldades llevadas a cabo por los conquistadores daba cumplida cuenta su Brevíssima relación al relatar con detalle el depredador pillaje que sufrían las comunidades indígenas y el sufrimiento que ocasionaba la institución de la encomienda[220].
En este y otros escritos, Las Casas sostuvo que los españoles no tenían ningún derecho de conquista y que su presencia en América, avalada por las bulas papales de 1493, tenía como único fin la evangelización pacífica de los indígenas. El descubrimiento de las nuevas tierras y el paganismo de los indios no justificaban su conquista y sometimiento a la esclavitud. Los españoles podían establecerse pacíficamente en el Nuevo Mundo si eran aceptados por los indios, de cuya voluntad dependía también el que se convirtieran en súbditos de la Corona. Las Casas defendía así, para el caso de los amerindios, que los pueblos infieles no eran inferiores en derechos a los europeos y que el deber de cristianizarlos debía cumplirse solamente por medios persuasivos, sin uso de la fuerza. Como indica Esteve Barba, Oviedo había exaltado la «misión histórica» e imperial de España en América sin atender a las doctrinas teológicas y jurídicas que pudieran legitimar la conquista, mientras que Las Casas utilizó esas doctrinas para negar los títulos de conquista y justificar solo una evangelización misionera. Su postura contrastaba con la de Francisco de Vitoria, que coincidía con Las Casas en reconocer los derechos de los pueblos indígenas y negar el título de conquista de los Reyes Católicos (justificado por la donación pontificia y la lucha contra la idolatría, cuando el papa no era señor del mundo temporal ni la potestad eclesiástica daba potestad civil), pero que expuso nada menos que ocho posibles títulos por los cuales podía ser considerada una «guerra justa» la conquista española del Nuevo Mundo. En el caso de los indios infieles, eran títulos legítimos «seguros», para Vitoria, según apunta Francisco Morales Padrón, «los obstáculos a la predicación», «el impedimento al comercio», «la alianza con los indígenas», «el ir a defender indios cristianos» y «la voluntaria elección por los indios del rey español como soberano suyo»[221].
Las Casas también escribió una Apologética historia sumaria, entre los años 1527 y 1559, y una Historia general de las Indias, escrita prácticamente desde su llegada a América hasta poco antes de su muerte. Ambas se mantuvieron inéditas durante varios siglos[222]. En la primera, que no llegó a la imprenta hasta 1875, ensalzaba a los indios, víctimas de la crueldad de conquistadores y encomenderos, y estudiaba su carácter, costumbres y religión. La segunda, desordenada e incompleta, está formada por tres libros en los que narra los hechos ocurridos entre 1492 y 1520, como son la fundación de las primeras colonias, la exploración de la costa norteamericana, el descubrimiento de las Floridas y del Pacífico, la conquista de México y el hallazgo del estrecho de Magallanes. Entre las razones que le llevaron a emprender esta obra menciona las de salvar el honor de los reyes de Castilla y dar a conocer las virtudes y los pecados de los españoles, así como sus hazañas admirables en América; pero, fiel a su idea central, tampoco pierde la ocasión para criticar la crueldad de los conquistadores y para exaltar las bondades de los pueblos dominados.
Aunque estuviese lejos de las intenciones del autor, que en ningún caso negó el derecho castellano a la conquista para favorecer a las potencias enemigas, la Brevíssima relación fue utilizada en el extranjero para condenar moralmente la conquista en América y subrayar la «tiranía» de la monarquía española. No es de extrañar, pues, la inquina que Menéndez Pelayo profesaba al padre Las Casas, o la del propio Menéndez Pidal, que llegó a escribir que «nació a la luz de la fama matando la fama de su patria»[223].
Un servicio semejante al de los escritos de Las Casas cumplieron pasajes de otras crónicas de la época. Montaigne, por ejemplo, utilizó los escritos de López de Gómara para criticar la conquista. Pero la obra crítica más difundida fue la Historia del Mondo Nuovo de Girolamo Benzoni, súbdito milanés nacido hacia 1519 que viajó por América entre 1541 y 1556. Allí vivió toda clase de aventuras mientras se dedicaba —sin gran provecho, según parece— al comercio de la plata y otros negocios. A su regreso a Europa escribió el relato del viaje, que dedicó al papa Pío IV y dio a la imprenta en Venecia en 1565. La segunda edición italiana de su obra, ilustrada y con un prólogo suyo sobre las islas Canarias, se convirtió en un gran éxito editorial en 1572. Poco después su Historia fue traducida a las principales lenguas europeas, empezando por el latín (1578) y siguiendo por el francés y el alemán (1579), conociendo numerosas reediciones en los siglos XVI y XVII. Dividida en tres partes, la Historia aportaba la crónica de su viaje enriquecida con las noticias históricas de los lugares por donde pasó. En síntesis, para Benzoni la conquista de la América española había sido llevada a cabo por hombres codiciosos, crueles y sanguinarios, que se habían enriquecido a costa de saquear y exterminar a la población indígena. Aparecida en plena controversia sobre el tratamiento dado a los indios, su tesis reforzaba los argumentos de las potencias enemigas de la monarquía hispánica, sin detectarse a cambio la intención lascasiana de convencer al monarca para que reparase los atropellos denunciados. Su parcialidad cuestiona la veracidad de los hechos narrados como testigo y sus duras críticas a los españoles están basadas muchas veces en meros relatos oídos sobre la conquista y la colonización[224].
El eclesiástico Francisco López de Gómara (1511-1562/1566) no estuvo en América, pero utilizó fuentes abundantes y de gran calidad para escribir su Historia general de las Indias, que publicó en Zaragoza en 1552, dándola revisada nuevamente a la imprenta dos años después en esta ciudad y en Amberes. Autor de una inédita biografía de Carlos V, mencionada en su momento, dedicó también al emperador su Historia por considerar el descubrimiento de las Indias «la mayor cosa después de la creación del mundo sacando la encarnación y muerte del que lo crió». La primera parte de la obra es una síntesis histórica del continente americano que llega hasta el descubrimiento de la Nueva España; rica en noticias geográficas y descripciones etnográficas, proporciona una primera visión de conjunto de los diferentes territorios, especialmente los sudamericanos. Su último capítulo contiene un célebre «loor de españoles»: «Tanta tierra como dicho tengo han descubierto, andado y convertido nuestros españoles en sesenta años de conquista. Nunca jamás rey ni gente anduvo y sujetó tanto en tan breve tiempo como la nuestra. Ni ha hecho ni merecido lo que ella, así en armas y navegación como en la predicación del santo Evangelio y conversión de idólatras. Por lo cual son españoles digníssimos de alabança en todas partes del mundo». La superior cultura española allí llevada, continuaba diciendo, compensaba con creces las riquezas traídas: «Buena loa y gloria es de nuestros reyes y hombres de España que hayan hecho a los indios tomar y tener un Dios, […] Y quitándoles la idolatría, los sacrificios de hombres, el comer carne humana, la sodomía y otros grandes y malos pecados, […] Hanles también quitado la muchedumbre de mujeres, […] Hanles mostrado letras, que sin ellas son los hombres como animales. Y el uso del hierro, […] Asimismo les han mostrado muchas buenas costumbres, artes y policía para mejor pasar la vida. Lo cual todo, y aun cada cosa por sí vale, sin duda ninguna, mucho más que la pluma, ni las perlas, ni la plata, ni el oro que les han tomado». Seguidamente, parece hacer una concesión a Las Casas cuando dice que «el mal que hay en ello es haber hecho trabajar demasiadamente a los indios en las minas, en la pesquería de perlas y en las cargas. Oso decir sobre esto que todos cuantos han hecho morir indios así, que han sido muchos, y casi todos, han acabado mal. […] Dios ha castigado sus gravísimos pecados por aquella vía». Pero lo cierto es que Gómara admiraba las gestas de los conquistadores y termina su escrito remitiéndose a la justificación de la conquista por Sepúlveda. La segunda parte de su Historia, publicada con paginación diferente a la primera en 1552, se circunscribe a la conquista de México, por lo que la obra acabaría conociéndose como Historia de las Indias y conquista de México. Capellán de Hernán Cortés a su regreso a España, Gómara exalta de manera desmedida la figura del conquistador extremeño hasta convertirlo en el más grande y glorioso de los héroes de la epopeya americana y en el único protagonista de su relato mexicano, donde apenas da noticia de sus acompañantes. Próximo al género biográfico, se trata de un escrito sesgado y apologético de Cortés que acabó prohibido por una real cédula en 1556; lo cual no impidió su traducción y difusión por Europa[225].
La Historia de Gómara fue contestada por uno de los hombres de Cortés, el capitán extremeño Bernal Díaz del Castillo (1492/1496-1581/1584), autor de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Esta relación histórica fue escrita en 1568 y no llegó a ser publicada hasta mucho después, en 1632. Aunque abarca más de treinta años (1518-1550), la mayor parte de la crónica se dedica a narrar los hechos de armas ocurridos hasta 1521. Lo más característico de la obra es que recoge su propio testimonio sobre la conquista de México, por lo que da fe de la autenticidad de los hechos que relata, a la vez que denuncia su tergiversación por autores que han escrito de oídas y sin conocimiento directo de los mismos. Llega incluso a cuestionar el milagro de la aparición de los apóstoles Santiago o san Pedro en la batalla de Centla, narrado por Gómara, aunque reconoce que pudiera llevar razón «y yo, como pecador, no fuese digno de verlos». Díaz del Castillo incorpora precisión al relato y rinde homenaje a sus compañeros y a los caudillos del pueblo vencido, pero lo hace sin menoscabar la figura de su jefe, el conquistador Cortés, al que colma de honra como gloria de las armas españolas, sin ocultar por ello sus defectos y errores[226].
El jesuita José de Acosta (1539-1600) vivió quince años en el Perú y dos en Nueva España antes de regresar a Europa. Fue autor de varios libros de evangelización y de un afamado catecismo trilingüe (en castellano, quechua y aymará), pero aquí nos interesa por su Historia natural y moral de las Indias Occidentales, que fue publicada en Sevilla en 1590 y vertida a las principales lenguas europeas entre los años 1596 y 1605. La obra se compone de siete libros: los dos primeros son una traducción de su libro De Natura Novi Orbis, los dos siguientes están también dedicados a la naturaleza indiana (metales, plantas y animales) y los tres últimos, a la «historia moral», que se centra en los indígenas y sus costumbres. Acosta rechaza «escribir lo que los españoles hicieron en aquellas partes» del mundo por haber «hartos libros escritos» sobre este tema. Para él existe mucha literatura sobre los «hechos y sucesos de los españoles» que han descubierto, conquistado y poblado América, y nada en cambio sobre «los hechos e historia de los mismos indios antiguos y naturales habitadores del nuevo orbe», que son los que pueden dar medida de lo nuevo y extraño de aquellas tierras. La calidad de la parte dedicada a las ciencias naturales le valió ser llamado el Plinio de América. Sin conocer el estrecho de Bering, considera que en algún lugar el Nuevo Mundo se junta con el Viejo y que por allí llegaron los primeros pobladores de América, «hombres salvajes y cazadores que no gente de república», «no hace muchos millares de años». De esta manera, desecha la hipótesis de la existencia histórica de la Atlántida para explicar las primeras migraciones a América, de origen mediterráneo, y la sustituye por la de la llegada de pueblos asiáticos por el noroeste. La parte dedicada a los nativos estudia las costumbres e historia de los pueblos indígenas de las dos regiones más pobladas del continente, Perú y México, valiéndose sobre todo de los respectivos escritos de Juan Polo Ondegardo y de Juan de Tovar. En el quinto libro estudia las creencias y religiones indígenas, en el sexto, el gobierno, las leyes y las costumbres, con referencias al pasado incaico, y el séptimo y último se consagra a la historia de México. Acosta considera que algunos ritos y costumbres indígenas no pueden ser tachados de «inhumanos o diabólicos», por ser semejantes a los de los antiguos griegos y romanos. Y aboga por que los indios sean gobernados de acuerdo con sus fueros, leyes y costumbres en todo aquello que no contradiga la fe y moral cristianas[227].
LOS CRONISTAS OFICIALES
El origen del cargo de la historia oficial de las Indias se encuentra en la visita que Juan de Ovando hizo al Consejo de Indias por orden de Felipe II en 1569 y que puso de manifiesto, tras dos años de inspección, el desbarajuste legislativo existente. Se dictaron entonces (1571) unas ordenanzas reales que expresaban el interés regio por conocer las rutas, la geografía y la naturaleza, así como las costumbres nativas y cualquier otro asunto que incumbiese a sus dominios en las Indias. Se creaba también el cargo de «cronista mayor de las Indias» con el cometido de «tener siempre hecha descripción […] cierta de todas las cosas del Estado de las Indias, así de la tierra como de la mar, naturales y morales, perpetuas y temporales, eclesiásticas y seglares, pasadas y presentes […] sobre que puede caer gobernación y disposición de ley»[228]. Era un impulso a algo ya existente, pues desde los días del descubrimiento los monarcas se habían interesado por conocer la descripción geográfica de sus nuevos dominios y lo que sucedía en ellos, empezando por el modo en que se llevaba a cabo la conquista, con el fin de poder gobernarlos y conocer los efectos de su legislación. El cronista de Castilla fray Antonio de Guevara había recibido el encargo de continuar los trabajos indianos de Anglería y Fernández de Oviedo ejerció como cronista de Indias. Pero desde 1571 existió formalmente, junto al cosmógrafo mayor, un funcionario incorporado al Consejo de Indias con la tarea de hacer la historia del Nuevo Mundo.
Al fallecer el cosmógrafo Alonso de Santa Cruz en 1572, se dispuso que su función se uniera a la nueva de cronista mayor y fue designado para ambos cargos Juan López de Velasco, colaborador del visitador Ovando. Este hizo acopio de documentos, pero no llegó a escribir una historia, sino una rica y variada Geografía y descripción universal de las Indias, que quedó manuscrita. Pocos progresos tuvo la historia oficial hasta que, en 1596, fuera nombrado cronista mayor de las Indias Antonio de Herrera y Tordesillas (1549-1625), cargo al que uniría dos años más tarde el de cronista de Castilla. Sin llegar a viajar a América, Herrera se mostró muy activo en el cumplimiento de su cometido, encontrando toda clase de facilidades para poder reunir personal auxiliar y hacer una recopilación exhaustiva de documentos y libros manuscritos e impresos. Con todas las fuentes disponibles en su época, escribió durante diecinueve años la primera gran historia general de las Indias bajo el título de Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar océano, obra conocida también con el sobrenombre de Décadas, en referencia a la forma en que divide sus ochenta libros (en ocho décadas o grupos de diez libros).
Aunque en la Historia de Herrera la narración de los hechos aparece frecuentemente entrecortada para ajustarse a la estructura decimal de la obra, la misma fue elogiada por los críticos de su época y de otras posteriores. En el siglo XVIII, el cronista Juan Bautista Muñoz celebró el orden cronológico y geográfico de la obra, su veracidad y claridad expositiva, así como su valor histórico, «porque ya no existen muchos de los documentos, relaciones y libros de que él se aprovechó». Las Décadas aparecieron publicadas en Madrid en 1601 y 1615 y fueron traducidas al francés (1660) y al inglés (1725)[229]. Herrera aporta una descripción de las Indias Occidentales y una narración cronológica que abarca desde el descubrimiento en 1492 hasta el final de las guerras civiles del Perú en 1554, un tiempo no vivido por el autor, y, en contraposición a la historia de José de Acosta, trata únicamente de los hechos de los «castellanos» (o españoles), sin atender a los pueblos indios y sus culturas, tan ajenas a la forma de vida e intenciones de sus personajes. Da preferencia a las fuentes primarias sobre las secundarias y, al mencionar a estas últimas, precisa que deja sin utilizar «muchas cosas que los referidos autores han dicho por no poderse verificar con escrituras auténticas». Entre los materiales utilizados los hay que proceden de Hernando Colón, Las Casas, Cieza de León, Cervantes de Salazar, López de Velasco y otros muchos autores. Algunos de sus juicios críticos le llevaron a enfrentarse a fray Juan de Torquemada, del que dijo, en respuesta a los dicterios que le había lanzado en Monarquía indiana, no saber «juzgar cuál es más en este autor, la ambición o el descuido en guardar las reglas de la Historia». El tratamiento dado en la obra a Pedrarias Dávila hizo que el nieto de este, conde de Puñonrostro, utilizase sus influencias en la corte y el Consejo de Indias para que la obra no fuese publicada sin rectificación, pero en sus alegaciones Herrera convenció al consejo de que su punto de vista se ajustaba a la verdad y su escrito pudo ir a la imprenta sin alteraciones[230].
De las otras obras históricas de Antonio de Herrera, aporta noticias sobre las Indias su Historia general del mundo del tiempo de don Felipe II, desde el año 1554 hasta el de 1598 (Madrid, 1601-1612), que da principio en el año que acaba su Historia indiana y se refiere a varios episodios americanos y, en el Pacífico, a Legazpi y las Filipinas[231]. Por otra parte, en 1601 también publicó en Madrid una Descripción de las Indias Occidentales, de carácter geográfico, como introducción y complemento a sus Décadas, que se editaron conjuntamente y alcanzaron una rápida y gran difusión en Europa. Sus traducciones al latín, francés y neerlandés aparecieron en 1622; al alemán, al año siguiente; y al inglés, en 1625.
Los cronistas mayores de Indias que sucedieron a Herrera desde 1625 a 1686 no continuaron su Historia general americana. Luis Tribaldos de Toledo fue autor de escasa producción y solo dejó escrita una historia de la conquista de Chile (Vista general de las continuadas guerras, difícil conquista del gran reino, provincia de Chile), de 1635, no publicada hasta 1864; Tomás Tamayo de Vargas, tan prolífico en otros campos, apenas escribió sobre las Indias; Gil González Dávila se dedicó a la historia eclesiástica indiana, por considerarla descuidada el rey Felipe IV; el reputado jurista Antonio de León Pinedo escribió varias obras sobre América, como El paraíso del Nuevo Mundo (c. 1640), donde cultivaba el mito americano a través de la descripción de la naturaleza, pero ninguna de carácter histórico; y Antonio de Solís y Rivadeneyra, que fue secretario del monarca y cronista mayor desde 1661, durante el cuarto de siglo que ocupó el cargo no se encontró con fuerzas para proseguir la Historia herreriana, aunque escribió, en su lugar, una exitosa historia de México. Fue Pedro Fernández del Pulgar (1621-1697), canónigo de Palencia, que ocupó el cargo de cronista de Indias a la muerte de su antecesor en 1686, el que prosiguió, según Benito Sánchez Alonso sin mucho brillo, la Historia de Herrera, escribiendo tres nuevas Décadas, que cubrían los episodios de 1555 a 1584; pero las dos mil ochocientas páginas manuscritas de su Historia general de las Indias Occidentales quedaron inéditas a su muerte. Igual sucedió con sus otros escritos sobre las Indias, como Throfheos gloriosos de los Reyes Cathólicos de España conseguidos en la justa conquista de América e Historia del origen de la América o Indias Occidentales, fechados hacia 1695. En Throfheos, obra que solamente vería la luz a mediados del siglo xx, defiende los justos títulos de conquista de los reyes de España y niega las imputaciones hechas a los conquistadores por extranjeros y españoles como Las Casas. En su Historia del origen de la América da por ciertas las expediciones precolombinas de cartagineses e iberos, así como la predicación antigua del cristianismo en las Indias Occidentales. Menor aportación hicieron sus sucesores. Félix Lucio de Espinosa y Malo sumó a sus cargos de cronista mayor de Aragón y de Castilla el de las Indias, pero falleció antes de poder ocupar este último. El sucesor efectivo de Fernández del Pulgar desde 1698, Luis de Salazar y Castro, cronista de Castilla, hizo gran acopio de documentos indianos, pero no llegó a utilizarlos para escribir una obra histórica[232].
HISTORIADORES NO OFICIALES
De esta manera, salvando a Fernández del Pulgar, el siglo XVII transcurrió sin que ningún cronista oficial llegase a poner al día la Historia de Herrera. Entre los no oficiales, tampoco hubo ninguno capaz de escribir una historia general de las Indias que rivalizara con aquella. La obra general más importante de la centuria fue la Historia del Nuevo Mundo (1653), del jesuita Bernabé Cobo (1582-1659), que vivió la mayor parte de su vida en América, pero quedó manuscrita e ignorada hasta que su primera parte fue localizada y publicada en cuatro volúmenes a finales del siglo XIX. Las otras dos partes de la Historia de Cobo, dedicadas al descubrimiento de las Antillas y del Perú y al de Nueva España y las Filipinas, se han perdido, a excepción del desglose que el autor hizo de los tres libros dedicados a la Fundación de Lima. Lo que se conoce de la obra trata de la naturaleza y características de América, pero también de la historia indígena, donde destacan las páginas dedicadas a los indios preincaicos e incaicos del Perú. Por esa razón, Esteve Barba incluye a Cobo entre los historiadores de este virreinato, si bien aquí seguimos el criterio de Sánchez Alonso, que lo clasifica como historiador general de las Indias. Cobo estaba en las antípodas de Las Casas, y los capítulos dedicados a la población indígena muestran su menosprecio por los indios, a los que considera ignorantes y bárbaros, así como por las culturas precolombinas, que no admiten parangón con «la cultura, virtud y eficacia de nuestra sagrada religión», tan poderosa para hacer de ellos «hombres humanos que vivan según razón y virtud». Sobre los primeros pobladores de las Indias Occidentales, rechaza la hipótesis de la previa emigración de los judíos y otros pueblos civilizados. Basándose en el parecido físico de los amerindios con los chinos, defiende la llegada por Norteamérica de una oleada de pueblos asiáticos, que fue luego extendiéndose por el continente. Además de sus descripciones botánicas, son muy relevantes las referidas al Imperio incaico, en especial la organización de Cuzco como centro divisor de las cuatro partes del Tahuantinsuyo[233].
Dentro de la perspectiva de las historias generales cabe mencionar algunas obras de temática particular. Las colecciones biográficas sobre los protagonistas de la gesta del descubrimiento y conquista de las Indias fueron iniciadas por Fernando Pizarro y Orellana en sus Varones ilustres del Nuevo Mundo (Madrid, 1639), que comprenden las de Colón, Ojeda, Cortés, los Pizarro, Almagro y García de Paredes. El jesuita Claude Clément, de origen borgoñés y catedrático de los Reales Estudios de Madrid, realizó una primera Tabla chronologica de los descubrimientos, conquistas, fundaciones… de las Indias Occidentales, desde 1492 hasta 1642, publicada en Zaragoza en 1676 y continuada hasta 1689 por Vicente José Miguel, que la sacó a la luz ese mismo año en Valencia. Entre los historiadores eclesiásticos cabe mencionar a Jerónimo de Mendieta y su Historia eclesiástica indiana (1596), sobre Nueva España; al criollo agustino fray Antonio de la Calancha, que en su Crónica moralizada (Barcelona, 1638) dio cuenta de las fundaciones conventuales de Sudamérica, y defendió que santo Tomás había sido el apóstol de las Indias, por identificarlo con varias divinidades andinas; y al cronista González Dávila, que hizo la primera historia completa de la Iglesia en América bajo el título de Teatro eclesiástico de la primitiva Iglesia de las Indias Occidentales (Madrid, 1649-1655)[234].
Entre las obras destinadas a combatir la propaganda antiespañola y defender los derechos del monarca católico frente a las impugnaciones extranjeras, destaca una de contenido histórico-jurídico de Juan de Solórzano Pereira. En su primera impresión la tituló Disputationes de Indiarum Iure, Sive, de iusta Indiarum Occidentalum Inquisitione, Acquisitione et Retentione (Madrid, 1629-1639), pero más tarde la refundió y tradujo al castellano con el título de Política indiana (Madrid, 1647). Defiende allí Solórzano la labor civilizadora española en las Indias, que considera, en palabras de Sánchez Alonso, como «una generosa prolongación de España, en nada parecida a las colonias de explotación que otros pueblos crearon». Anota los vaticinios sagrados que «parecen anunciar siglos antes que se había de sembrar en este Nuevo Mundo por medio de los españoles la semilla de la fe y a la vez del imperio». Considera que Dios reservó a la Corona española el descubrimiento de América y la civilización de sus habitantes, sin dudar de su derecho a ocupar unas tierras habitadas por seres «tan bárbaros, incultos, y agrestes que apenas merecían el nombre de hombres, y necesitaban de quien, tomando su gobierno, amparo, y enseñanza, a su cargo, los reduxese a vida humana, civil, sociable, y política, para que con esto se hiciesen capaces de poder recibir la Fe y Religión Christiana». Aunque dé por superados los juicios de Las Casas, no deja de condenar los abusos cometidos so pretexto de convertir a los indios, abogando en este sentido, como Acosta, por que se les respeten su libertad y sus jefes naturales. Frente a los enemigos que acusaban a España de haber conquistado las Indias con la finalidad de apropiarse de sus riquezas, trata de demostrar documentalmente que a sus monarcas solo les movió su afán por cristianizar a los habitantes de esas tierras[235].
Entre las primeras historias virreinales o regionales destacan, para Nueva España, además de las ya citadas de López de Gómara y de Díaz del Castillo, la de Juan Ginés de Sepúlveda, De Rebus Hispanorum Gestis ad Novum Orbem Mexicumque, escrita hacia 1570 y no publicada hasta el siglo XVIII, que es complementaria de su crónica carolina y abarca desde el descubrimiento hasta la conquista de México en 1521; y la Crónica de la Nueva España, de Francisco Cervantes de Salazar, escrita hacia 1560 y no publicada hasta 1914, en la que hace gala de su providencialismo al decir que Dios tenía determinado el alumbramiento del Nuevo Mundo en vida «de los católicos César y Filipo». En el siglo XVII, Juan de Torquemada escribió Los veynte y un libros rituales y monarchia indiana, con el origen y guerras de los indios..., más conocida por Monarquía indiana, que fue impresa en Sevilla en 1615 y resulta muy deudora de Mendieta y otros autores; partiendo de la creación del mundo, narra en ella la conquista americana para ceñirse luego a la historia novohispana, aportando una visión positiva de los conquistadores y de la labor evangelizadora[236]. Finalizando ya el siglo, el cronista y sacerdote Antonio de Solís compuso una Historia de la conquista de México que fue impresa en Madrid en 1684, con muchas reediciones en el siglo siguiente y traduccciones al francés, italiano, inglés, danés y alemán entre 1691 y 1750. En sus cinco libros, el dramaturgo Solís imita a los clásicos al poner en boca de sus personajes discursos que le permiten ir tejiendo de modo novelado la historia que narra: tras resaltar el cambio de rumbo que se produce en España y sus Indias después de la llegada de Carlos V, la idea de una gran empresa imperial toma forma con la hazaña de Hernán Cortés y su heroica conquista de México (1517-1521). El éxito alcanzado por la Historia de Solís propició que fuese continuada en el siglo XVIII por Ignacio de Salazar y Olarte, que la prolongó hasta la muerte de Cortés e hizo que se imprimiera en Córdoba (1743), así como por el carmelita Tomás de San Rafael, cuyo manuscrito quedó inédito hasta el XX[237]. Fernández del Pulgar, por último, antes citado como cronista de Indias y autor también de una Historia de la Florida, escribió hacia 1695 una Historia verdadera de la conquista de Nueva España, que quedó inédita.
Sobre el virreinato del Perú, debe mencionarse la obra de Francisco de Xerez Verdadera relación de la conquista del Perú y provincia del Cuzco (Sevilla, 1534), donde da cuenta de la conquista del Imperio inca. La de Pedro de Cieza de León, Chrónica del Perú, se centra en el periodo incaico, con abundantes referencias a la etapa anterior, y llega hasta las guerras civiles entre los seguidores de Pizarro y de Almagro; dividida en cuatro partes, la primera se publicó en Sevilla en 1553 y las demás, incompletas, en el siglo XIX. Una Historia del descubrimiento y conquista del Perú, de Agustín de Zárate, fue publicada por orden de Felipe II en Amberes en 1555. Y otra Historia del Perú, de Diego Fernández, El Palentino, sobre las guerras civiles, se publicó en Sevilla (1571), pero la edición fue secuestrada. En el siglo XVII cabe destacar la del Inca Garcilaso de la Vega, Historia general del Perú, o segunda parte de sus Comentarios Reales, impresa en Córdoba en 1616 y traducida al inglés —junto a la primera parte— en 1688; cubre desde el descubrimiento y conquista de las tierras incaicas hasta las guerras civiles entre los conquistadores españoles y celebra, según Sánchez Alonso, la grandeza hispana cuando el autor da «a conocer al mundo su nación, tan orgullosa de sus antiguos incas como de sus presentes reyes españoles»[238].
Para el resto de Sudamérica habría que referirse, entre otros muchos, al franciscano Pedro de Aguado, autor de una Recopilación historial, primera obra sobre el descubrimiento y la conquista de Nueva Granada, rica en noticias sobre los indios y no publicada hasta el siglo xx, y de otra Historia de Venezuela, escrita en 1581, que cubre desde el descubrimiento hasta la muerte del rebelde Lope de Aguirre en 1561. La mejor muestra de la épica renacentista americana se debió al poeta Alonso de Ercilla y Zúñiga (1533-1594), que participó en la conquista de Chile y escribió la célebre Araucana. Las tres partes de su obra vieron sucesivamente la luz en Madrid en los años 1569, 1578 y 1589. Sus cantos narran la derrota de los araucanos y, a diferencia del Orlando furioso de Ariosto, el protagonista es aquí un héroe colectivo, el pueblo araucano, encarnado en caudillos como Lautaro, Caupolicán y Colo-Colo. El éxito de la Araucana hizo que fuese continuada, tras la muerte del autor, por Diego de Santisteban Osorio, al que se deben dos nuevas partes publicadas en Salamanca en 1597[239]. También fue imitada, por ejemplo, por el sacerdote y poeta Juan Castellanos, que escribió unas Elegías de varones ilustres de Indias divididas en cuatro partes, de las cuales la primera fue publicada en Madrid en 1589 y el resto, en el siglo XIX; los cantos de la primera parte narran los hechos de Colón, la crónica de las islas y los primeros pasos de los españoles en tierra firme; la segunda se dedica a los sucesos de Venezuela y las dos últimas constituyen una historia del Nuevo Reino de Granada; la obra, con algo más de ciento trece mil versos, es quizá la narración poética más extensa de la lengua castellana.
Ya en el siglo XVII, el franciscano Pedro Simón escribió unas Noticias historiales de las conquistas de tierra firme, cuya primera parte se publicó en Cuenca en 1627 y las dos últimas, en el siglo XIX, en las que narra las expediciones españolas y la formación de la sociedad neogranadina, al tiempo que defiende la idea de que hubo en el continente un pueblo antediluviano y otro posterior, debido a las incursiones hebreas y cartaginesas, siendo para él reconocible en los indios la idiosincrasia de los descendientes de la tribu de Isacar. El bogotano José Oviedo y Baños fue autor de una Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, publicada en 1628, y su paisano, Juan Rodríguez Freile, de la Conquista y descubrimiento del nuevo reino de Granada…, relación novelada conocida con el nombre de El carnero, escrita hacia 1636 y no publicada hasta el siglo XIX, en la que da cuenta de la vida colonial capitalina desde la conquista hasta sus días. A esta nueva mirada criolla pertenece también la Histórica relación de Chile (1646) del jesuita Alonso de Ovalle, fuente imprescindible para conocer la sociedad santiaguesa de su época. El obispo Lucas Fernández de Piedrahita, nieto de conquistador y biznieto de una princesa incaica, escribió una Historia general de las conquistas del Nuevo Reyno de Granada, que vio la luz en Amberes en 1688 y cubre desde 1470, inicio del reinado indígena de Saguamanchica, hasta 1563[240].
LA CUESTIÓN INDÍGENA
Las primeras crónicas aportaron abundante información sobre la vida indígena y el pasado precolombino, pero fue desde mediados del siglo XVI cuando se desarrolló ampliamente una literatura histórica y antropológico-lingüística centrada en el mundo indígena. Los misioneros quisieron conocer en profundidad a los indios para facilitar su labor de convertirlos al catolicismo, lo cual les llevó a estudiar sus lenguas, antiguas creencias paganas, costumbres, tradiciones e historia. La proliferación de esta literatura, escrita a veces en lengua vernácula, fue considerada peligrosa y una cédula de 1577 firmada por Felipe II prohibió en Nueva España escribir sobre «cosas que toquen a supersticiones y manera de vivir que estos indios tenían, en ninguna lengua»[241]. De ahí que muchas de las historias centradas en los indígenas americanos y la historia precolombina no llegaran a publicarse en su tiempo, sino en los siglos XIX y xx, tras la independencia. Entre ellas se encuentran las escritas por tres franciscanos: Toribio de Benavente, o Motolinia, autor de catecismos y contrario a Las Casas en la controversia sobre los indígenas, que estudia las costumbres y creencias de estos en su Historia de los indios de Nueva España (1541); el citado Mendieta, que en su Historia eclesiástica trata extensamente del pasado y presente de los indios; y Bernardino de Sahagún, autor de una Historia general de las cosas de Nueva España, obra bilingüe, modélica en su género, acabada hacia 1585; los nueve primeros libros de esta obra tratan de la religión, las creencias, la astrología, la organización política y la cultura indígenas, mientras que los dos siguientes forman un diccionario de la lengua náhuatl y el último relata la conquista de México desde el punto de vista azteca. Tampoco vieron la luz la obra, escrita por el jesuita Juan de Tovar, Historia del origen de los indios de esta Nueva España (1587), hecha por orden del virrey Martín Enríquez, al que iba dirigida la real cédula de 1577, la Historia del Reino de los Incas, del navegante y explorador Pedro Sarmiento de Gamboa (autor de Viajes al Estrecho de Magallanes), que trata del periodo preincaico e incaico, y la Crónica Mexicana, del noble indígena Hernando de Alva Tezozómoc, que relata la historia de los aztecas de Tenochtitlan (México) y las guerras indias desde el siglo XIV hasta la llegada de Cortés y que se escribió en 1598. A estas obras se podría sumar, entre otras, la Relación de las cosas del Yucatán (c. 1560), del obispo Diego de Landa, que realizó la primera tabla interpretativa de los jeroglíficos mayas para facilitar su labor inquisitorial[242].
El siglo XVII fue algo más permisivo en cuanto a la publicación de crónicas en que predominaban noticias sobre los indígenas. Algún texto de gran interés siguió sin ver la luz pública, como la Nueva coronica y buen gobierno del cacique peruano Felipe Huamán Poma de Ayala, acabada hacia 1615 y dedicada a Felipe II, que trata de los tiempos remotos del Perú, de la historia antigua e incaica y de los primeros episodios de la conquista, en los que reprueba los excesos sufridos por los indios a manos de los españoles; es una obra rica en detalles sobre la cultura y las prácticas indígenas y, excepcionalmente para esta parte de América, está ilustrada con dibujos del propio autor alusivos a los temas que narra. Pero fueron más numerosas las obras que sí llegaron a publicarse. El criollo dominico fray Gregorio García, por ejemplo, fue autor de Origen de los indios del Nuevo Mundo (Valencia, 1607), donde considera que llegaron a América en oleadas de diferentes pueblos (antiguos españoles de la época de Túbal o Hespero, griegos, judíos, chinos, etcétera), así como de una Historia eclesiástica y seglar de la Yndia Oriental y Occidental, y predicación del Santo Evangelio en ella por los apóstoles (Baeza, 1626), en la que indaga sobre la presunta evangelización precolombina del continente americano, rechazando el argumento de que las Indias estuviesen pobladas por pueblos ignorados por los apóstoles de Jesucristo. Y Juan de Palafox y Mendoza escribió hacia 1650 Virtudes del indio, libro dedicado a Felipe IV e impreso clandestinamente, por lo que no alcanzaría difusión hasta su publicación en la siguiente centuria; en él denunciaba las penalidades sufridas por los indígenas, a los que consideraba buenos cristianos (como demostraba el hecho de que no hubiera herejías en América) y fieles súbditos del rey de España[243].
Párrafo aparte merecen el Inca Garcilaso y el oidor Rocha. En cuanto al primero, hijo de una princesa inca y de un conquistador y capitán de la nobleza extremeña, publicó la Primera parte de los Comentarios Reales en Lisboa en 1609; fue traducida al francés en 1633. En ella cubre desde los orígenes remotos del pueblo peruano hasta la llegada de los españoles y trata con gran amplitud la historia del Imperio inca, exaltando la acción civilizadora de los linajes adoradores del Sol en los atrasados pueblos del Tahuantinsuyo, precursora aquella de la definitiva empresa religiosa y cultural a la que estaban destinados los valerosos españoles; con lo que el autor cuzqueño acaba sintiéndose orgulloso de sus dos ascendencias. Los Comentarios Reales fueron la fuente habitual para conocer el pasado inca, por lo que, encontrándose frecuentemente en las bibliotecas de los nobles indios de la región, acabaron siendo prohibidos tras la gran revuelta indígena del cacique Túpac Amaru II en 1780-1781[244]. También el oidor Diego Andrés Rocha dio a la imprenta su Tratado único y singular del origen de los indios occidentales del Pirú, México, Santa Fe y Chile (Lima, 1681), en el que considera que los españoles de los tiempos de Túbal, como pueblo más occidental de Europa y utilizando como puente la desaparecida Atlántida, habían sido los más probables pobladores del Nuevo Mundo; reconoce en los nombres indígenas de los pueblos americanos el de los antiguos pueblos de Iberia, encontrando también similitudes entre las costumbres de los aborígenes americanos y las de los antiguos españoles; y, además del origen español de los amerindios, cree también probable otra invasión por parte de los descendientes de las tribus de Israel. Como señala José Alcina Franch, Rocha trata de reforzar en ambos casos los derechos de España sobre América, pues incluso al admitir el origen hebreo de los indios «más tímidos» está considerando que Fernando el Católico era rey de Jerusalén. La tesis del origen ibero de los indios (de «los más valerosos») era la que mejor expresaba su patriotismo y más se dirigía contra los enemigos de la monarquía católica: «Grande ha sido la misericordia de Dios con la nación española, aun en tiempo en que eran idólatras, porque miraba en ellos que habían de llegar a ser los más puros cristianos de la Iglesia. [...] Oh, profundidad de la sabiduría y ciencia del Altísimo, que después de tantos siglos ordenó que estas islas fueran reunidas por Colón a la Corona de España, a la cual [...] le pertenecieron con justo título y buen derecho, pues tantos años antes fueron suyas y pobladas por los primeros reyes de España»[245].
Si de las Indias Occidentales pasamos a las Orientales, las primeras historias sobre Filipinas fueron las de Antonio de Morga, Sucesos de las islas Philipinas (México, 1609); Rodrigo de Aganduru Moriz, Historia general de las islas... Philipinas (c. 1626); Pedro Fernández del Pulgar, Descripción de las Filipinas y de las Molucas… desde su descubrimiento hasta el tiempo presente (c. 1695), que no llegó a publicarse; y Gaspar de San Agustín, Conquistas de las Islas Philipinas (Madrid, 1698), que cubre hasta 1615[246].
Los horrores de la conquista relatados por el padre Las Casas tuvieron un recordatorio al finalizar la siguiente centuria en el relato del misionero peruano fray Francisco Romero, de la orden de San Agustín. Durante su breve estancia en Europa publicó en Milán, en 1693, su Llanto sagrado de la América Meridional, que busca alivio en los reales ojos de nuestro católico y siempre gran monarca señor don Carlos segundo rey de las Españas y emperador de las Indias, en el que relata su viaje de Quito a Cuba, antes de salir rumbo a Sevilla. Denunciaba allí los problemas que encontraba la evangelización de los indígenas por los abusos cometidos por los corregidores y los encomenderos, o, referido a los indios sujetos a la mita laboral, por las inhumanas condiciones que sufrían en el trabajo de las minas y los obrajes. Su relato aporta detalles sobre prácticas censurables y sobre una matanza de indios «apóstatas» e indefensos en un templo en que fueron reunidos con engaño, no para evangelizarlos, sino para esclavizarlos: «Pasaron (aquí la mayor pena) a hacer Campidolio, o coliseo el templo, ensangrentándolo crudelísimamente con la inocente sangre de aquellos miserables. Y los que mejor libraron quedaron condenados a una penosa esclavitud, [...] a otros dieron garrote, [...] a otros ahorcaron. [...] Algunos indios ganaron el monte y dieron noticia del sacrílego engaño de los españoles a otros infieles». Para el agustino, el problema no eran las disposiciones regias, sino los malos funcionarios americanos que las incumplían, por lo que, mirando por sus intereses misioneros e influido quizá por el modelo de las reducciones de indios, sugería que en América fuesen «cabeza de lo secular los que lo son de lo eclesiástico». Dado que este polémico memorial de agravios, debido a un súbdito criollo americano, solo aportaba ideas subversivas y munición para los enemigos de la ya declinante monarquía española, el libro fue prohibido y retirado de la circulación, aunque algunos ejemplares se libraron de la destrucción[247].
En conjunto, la historia de las Indias fue considerada como una parte de la historia de España —y por eso se incluye en este libro—, como cualquiera de los otros antiguos reinos, pero recibió menor atención y, tras el brillante comienzo del siglo XVI, se hundió en el letargo en el XVII.