CAPÍTULO X

«NOVATORES» E ILUSTRADOS

 

 

 

LA «CRÍTICA DE LAS HISTORIAS FABULOSAS»

 

Bajo el sonoro título de La crisis de la conciencia europea (1680-1715), publicó Paul Hazard en 1935 un ensayo, pronto convertido en clásico, en el que defendía la tesis de que los más destacados intelectuales de Francia, Alemania y Gran Bretaña pasaron, en los años que rodearon a 1700, de las credulidades del Barroco a la racionalidad precursora de la Ilustración[248]. Es difícil generalizar en estos términos y poner fechas a procesos que son por fuerza largos y con pocos puntos de inflexión probadamente decisivos. Hace mucho menos tiempo, Anthony Grafton ha demostrado de un modo convincente que la evolución, en el terreno historiográfico, era muy anterior, pues ya desde el siglo XV había comenzado a cuestionarse el modelo dominante en la Edad Media, que hacía de la historia un arte en esencia literario, destinado a agradar y a destilar enseñanzas morales —una rama de la oratoria, en definitiva—, y había empezado a desarrollarse un nuevo tipo de ars historica que aspiraba a conocer el pasado con pretensiones de veracidad e incluso de explicación causal de los fenómenos. Un importante hito en ese camino fue, según esta tesis, Jean Bodin, con su Methodus ad Facilem Historiarum Conditionem. En todo caso, el propio Grafton reconoce que las batallas sobre la historia adquirieron, alrededor de 1700, una viveza y agresividad comparables nada menos que a las de las décadas centrales del siglo XX[249].

En el caso español es difícil negar que, aunque hacia 1700 el aislamiento había producido ya un retraso intelectual muy serio respecto del resto de Europa, en los últimos decenios del siglo XVII se inició una radical ruptura —conectada, al menos en parte, con la nueva escuela crítica de los benedictinos de Saint-Maur, inspirada por Jean Mabillon— con los artificiosos escritos hasta entonces en boga. El fenómeno es hoy bien conocido gracias a los estudios de José A. Maravall, Giovanni Stiffoni, Antonio Mestre y los más recientes de Eva Botella Ordinas[250]. Durante el propio reinado de Carlos II surgió un grupo que fue conocido con el nombre de «novatores» —término despectivo que les adjudicó su enemigo, el obispo de Jaén Francisco Palanco—, cuyo centro se situó primero en Sevilla y más tarde en Valencia, caracterizado por una actitud fuertemente combativa contra toda exhibición grandilocuente de antepasados imaginarios. Así, el momento de más visible decadencia política en la monarquía hispánica coincidió también con el inicio de un esfuerzo por la superación y el rigor historiográfico.

Como cualquier otro fenómeno cultural, los novatores no nacieron de la nada. Lingüistas admirables y bibliófilos apasionados habían existido dentro del complejo mundo barroco. Uno de ellos fue Tomás Tamayo de Vargas (1589-1641), cronista de Castilla y de Indias, traductor de Horacio, Marcial o Torcuato Tasso y comentarista de Garcilaso —y a quien vimos entrar en escena como defensor de Juan de Mariana frente a Pedro Mantuano—; Tamayo dejó un monumental manuscrito titulado Junta de libros, la maior que España ha visto hasta el año 1624[251]. Gran bibliófilo fue también Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), obispo de la Nueva España, melómano, autor de notables obras ascéticas y defensor de un pactismo y una autonomía de los reinos estrictamente opuestos al centralismo de Olivares, pero, en cualquier caso, entusiasta de la educación y la cultura en general, y coleccionista de una biblioteca que alcanzó los cinco mil volúmenes.

Entre los otros varios nombres de lingüistas y bibliófilos sobresalientes que merecerían ser recordados, es digno de mención alguien de orientación política opuesta al anterior: José Pellicer de Ossau (1602-1679), uno de los colaboradores del conde-duque, que manejaba, aparte del italiano y el francés, el latín, el griego clásico y el hebreo. Autor prolífico y vanidoso —blanco, como tal, de las burlas de Quevedo—, Pellicer acumuló los cargos de cronista real de Castilla y de Aragón y, desde 1640, «cronista mayor del rey». Aunque ha sido mencionado aquí ya como fabricante de alguno de los cronicones apócrifos más célebres de la época, también es cierto que se negó a creer en los reyes fabulosos inventados por Annio de Viterbo, e incluso en otros anteriores, como Túbal, padre de los españoles. Entre sus obras de interés figuran su documentado folleto político de 1635 Defensa de España contra las calumnias de Francia y sus Avisos históricos, especie de crónica periodística de los años 1639-1644, que cubrió el crucial periodo de las sublevaciones catalana y portuguesa[252].

La verdadera ruptura de los novatores llegó, con todo, unas décadas más tarde, y la encarnó por antonomasia el canónigo sevillano Nicolás Antonio (1617-1684), formidable erudito que vivió en Roma durante un cuarto de siglo. Allí aprovechó el trabajo de Tamayo de Vargas y acabó reuniendo una biblioteca de códices y libros impresos de treinta mil volúmenes que le sirvió para elaborar un índice de todos los escritores «españoles» desde los tiempos de Octavio Augusto hasta su época. Lo tituló Bibliotheca Hispana y lo dividió en dos partes, la Nova y la Vetus, publicadas, respectivamente, en 1672 y 1696 (póstumamente la segunda). Dejó también manuscrita una Defensa de la historia de España contra el padre Higuera, que Gregorio Mayans daría a la imprenta en 1742 con el muy adecuado título de Censura de historias fabulosas[253]. Aunque bastantes páginas de su Bibliotheca Hispana se habían dedicado ya a denunciar a los autores de escritos apócrifos, fue sobre todo en esta segunda obra donde Nicolás Antonio se centró en el tema, a partir de las supuestas crónicas pergeñadas el siglo anterior por el jesuita Román de la Higuera. Su empeño por derribar leyendas le llevó a cuestionar la predicación del apóstol Santiago en España o la fundación de la orden carmelita por el profeta Elías, lo que acabó creándole problemas personales y políticos, incluida, desde luego, la acusación de ser enemigo de las glorias nacionales. A esto contestó, con lógica impecable, que creía servir mejor al orgullo de su país limpiando su historia de falsedades que inventándolas; de ahí el título de su escrito Defensa de la historia de España. En realidad, toda su obra enalteció la cultura española y se dirigió a reforzar esta identidad frente a sus posibles rivales externos o internos. En esto no se distinguió de quienes pugnaron por la depuración historiográfica a lo largo del nuevo siglo, inspirados por un evidente deseo de reforzar un españolismo basado en la primacía castellana. Pero lo que interesa ahora es subrayar que, a la larga, y desde el punto de vista del rigor historiográfico, Nicolás Antonio ganó la batalla. Su exigencia de seriedad conectó con la conciencia de decadencia que se extendía por las élites españolas. Como ha escrito Antonio Mestre, la suya fue «la cabeza más lúcida» de los novatores; para Emilio Mitre, en el terreno de la crítica documental, «la erudición del siglo XVIII se apoyaría en Nicolás Antonio»; según Caro Baroja, él fue quien «pulverizó» los cronicones apócrifos[254].

El segundo gran nombre entre quienes se alzaron contra las mistificaciones históricas fue Gaspar Ibáñez de Segovia (1628-1708), conde de Tendilla y —por su enlace con una descendiente de los poderosos Mendoza— marqués de Mondéjar. Como anota Fernando Wulff, lo que define a Mondéjar es la descripción del personaje que ofrece la enciclopedia Espasa: «a pesar de haber vivido en la opulencia, fue hombre muy aficionado al estudio»[255]. En efecto, conocedor de lenguas vivas, como el italiano y el francés, y también de clásicas y orientales, este alto aristócrata mantuvo una tertulia de novatores y formó una gran biblioteca, considerada en su momento solo inferior a la de El Escorial (y requisada más tarde por Felipe V, con lo que acabaría pasando a la Biblioteca Nacional). Escribió obras, entre las que destacan la Noticia y juicio de los más importantes historiadores de España y las Advertencias a la Historia del padre Juan de Mariana —en las que critica, aunque con respeto, la excesiva indulgencia del jesuita para con las fábulas del periodo prehistórico o su escaso interés por la España musulmana—, así como sus inéditos Primeros orígenes de España[256]. La mayor notoriedad le llegó, posiblemente, por negar validez a los célebres «Plomos del Sacromonte», ya mencionados aquí, que en apariencia probaban tanto el dogma de la Inmaculada Concepción como la presencia del apóstol Santiago en España —esta última, la «piedra angular» de la tradición católica española, en expresión de Ticknor[257]—. También se atrevió a denunciar la falsedad del Cronicón de Hauberto, de Lupián de Zapata, que remontaba a los reyes de España a Adán y Eva, documento que Mondéjar creía «monstruoso» y «vergonzosa burla de nuestra nación». Las Obras chronologicas de Ibáñez de Segovia acabarían siendo publicadas por Gregorio Mayans[258].

Con el giro del siglo XVII al XVIII, el centro de los novatores pasó de Sevilla a Valencia. Su iniciador fue Manuel Martí (1663-1737), helenista y arqueólogo que también vivió bastantes años en Roma, donde hizo imprimir la Bibliotheca Hispana Vetus de Nicolás Antonio. A su regreso a España, se ordenó sacerdote y fue nombrado deán de Alicante. En su combate contra los mitos heredados, Martí volvió a cargar contra la predicación de Santiago el Mayor en España. Pero su principal tarea fue la formación de un círculo historiográfico racionalizador del relato y crítico con las fuentes, que mantuvo en buena medida a través de su correspondencia, publicada poco antes de su muerte bajo el título de Epistolarum Libri Duodecim...[259] A su grupo perteneció el trinitario José Manuel Miñana (1671-1730), autor de una historia de la guerra de Sucesión en Valencia (De bello rustico valentino) y continuador, en latín, de la obra de Mariana. En esa extensión, a Miñana le tocó enjuiciar el reinado de Felipe II, con cuya política disentía el círculo de Martí —en especial, Mayans—, tanto por su prohibición de importar libros y realizar estudios en el extranjero como por su transgresión de los fueros aragoneses; pero Miñana tuvo buen cuidado en no criticar al rey Prudente[260].

El discípulo más importante de Martí fue el ya mencionado Gregorio Mayans y Síscar (1699-1781), sobre quien poseemos exhaustiva información gracias a la perseverancia y esmero de Antonio Mestre[261]. Hijo de un partidario del archiduque Carlos de Habsburgo, y por tanto perteneciente a los derrotados en la guerra de Sucesión, Mayans estudió derecho, pero también lenguas clásicas, y acabó especializándose en los grandes humanistas españoles del XVI: Nebrija, Arias Montano, fray Luis de León, El Brocense, Vives, Cervantes. Fue el primer biógrafo del autor del Quijote y el primer recopilador y editor de la Obra completa de Juan Luis Vives. Su empeño constante fue recuperar la claridad y racionalidad de esta tradición humanística frente a las exageraciones barrocas; muy significativo al respecto es el título de su libro Oración en la que se exhorta a seguir la verdadera idea de la elocuencia española. Pero Mayans era no solo honesto y combativo, sino también de carácter inflexible. Un ejemplo fue su relación con el agustino Enrique Flórez, a quien ayudó a iniciar la composición de su monumental España sagrada. Pero Flórez decepcionó a Mayans cuando, en su tercer volumen, optó por admitir no solo la propagación del cristianismo en España por Santiago y la aparición de la Virgen en Zaragoza, sino también el apostolado de san Pablo; aun reconociendo que tales hechos no se apoyaban en pruebas documentales, los aceptaba como «tradiciones piadosas». Mayans rompió entonces con él, porque, como escribe Mestre, no podía consentir que se separasen «la metodología histórica y la religión»; los criterios que distinguían lo verdadero y lo falso no podían alterarse al estudiar «tradiciones que tocan la piedad o el culto»; «hay que aceptar la historia como es» y «no constituye amor a la religión o a la patria el interés por defender tradiciones sin fundamento histórico»[262]. Algo semejante le ocurrió con Feijoo, con quien compartía muchos planteamientos, pero que no estaba dispuesto a llegar tan lejos como él.

Tampoco tuvo éxito Mayans en sus propuestas prácticas: en 1737, siendo relativamente joven, envió y dedicó a Patiño un plan de renovación académica —cuyo eje era la historia— al que el ministro ni siquiera contestó. Con las Reales Academias Española y de la Historia se enemistó por censurar la España primitiva del académico Huerta y Vega —basada en un falso cronicón— como «fábula indecorosa y opuesta a las verdaderas glorias de España»[263]. Ensenada, ya en tiempos de Fernando VI, intentó recuperarle y sacarle de su retiro en la valenciana villa de Oliva y, bajo el reinado siguiente, tras la expulsión de los jesuitas, se le encargó un plan educativo que tampoco acabaría siendo puesto en práctica. En resumen, Mayans, pese a que compartía muchos de los planteamientos del reformismo borbónico —como el control regio sobre la Iglesia, en cuyo apoyo escribió una Apología por el real patronato de Su Majestad—, nunca terminó de gozar del favor de la corte. Su influencia se ejerció a través de las ediciones que logró hacer de sus antecesores críticos, como Nicolás Antonio o Mondéjar, y de su muy nutrida correspondencia con humanistas e ilustrados de España y Europa.

Las acusaciones contra Mayans al final se redujeron a que creaba una imagen negativa de la cultura española ante los extranjeros. Según denunciaba uno de los editores del oficialista Diario de los literatos de España, parecía complacerse en señalar las deficiencias culturales del país y en censurar instituciones y personajes de relieve. El confesor del rey —que decidía sobre estas cuestiones— le descartó como candidato para la dirección de la Real Biblioteca «por haber dado ocasión a algún extranjero para que se explicase poco favorable a las cosas de España»[264]. Y su edición de la Censura de historias fabulosas de Nicolás Antonio fue criticada por el cardenal Molina por «haber estampado frases ofensivas a la nación […] con bastante desaprobación de los prudentes y amantes de su patria, pues aun cuando fuese cierta la ignorancia que Vm. supone en una nación tan gloriosa, y en que tuvo su cuna, debiera, si no honrarla y celebrarla, a lo menos no injuriarla, para evitar […] la desprecien las naciones extranjeras, en donde no nos consta que haya tantos gigantes sabios y eruditos como Vm. se figura». Fue una crítica que dolió especialmente a Mayans. De él, que había editado, y celebrado, a Nebrija, Vives, Mariana y Cervantes, solo «ignorantes o maledicientes» podían pensar que carecía de «amor a la patria»[265]; como escribió a Asensio Sales, futuro obispo de Barcelona, «una de las máximas más perniciosas que tienen casi todos los hombres de letras que se juzgan afectos a las cosas de España, es no hablar de ellas sino alabándolas, sin reparar en si las alabanzas son justas o injustas»; al nuncio del Papa en Madrid, que le había pedido explicaciones sobre sus críticas al padre Flórez, le respondió que, «aunque soy amantísimo de las glorias de España, desestimo las falsas»; Flórez, seguía, «se ha dedicado a pervertir la historia de España, y lo conseguirá, porque hay muy pocos que saben de ella» y, además, en asuntos como la predicación de Santiago en España, prima «la credulidad vulgar»; y, para el vulgo, Flórez es el «defensor de la nación y los que conocemos la verdad, los enemigos de ella»[266].

Aun sin ser crítico tan inexorable como Mayans, se distinguió también por sus escasas concesiones a la tradición el leonés Juan de Ferreras (1652-1735), discípulo de Mondéjar y autor de una Synopsis histórica-chronologica de España, cuyos dieciséis volúmenes se publicaron entre 1700 y 1727. Pero Ferreras, párroco de Madrid y confesor del cardenal Portocarrero, se diferenció de Mayans por su intención, muy propia del momento posterior a la llegada de los Borbones, de escribir una historia unitaria de España, asumiendo, como dice García Hernán, que su objeto de estudio era «el pasado común de los españoles»; según este autor, Ferreras consideraba esencial que, al instaurarse una nueva dinastía, se tomase conciencia de que, por encima de la casa reinante, estaba «la nación», la «unión general de todos», apoyados en la «religión», único lazo realmente común a los diversos súbditos y reinos de la monarquía católica[267]. Como hombre del XVIII, Ferreras descartó el cronicón de Dextro y las fantasías que Annio de Viterbo había atribuido a Beroso, así como las otras fuentes apócrifas utilizadas por Ocampo o publicadas por Argáiz. Aceptó a Túbal como el «más probable» primer poblador del país, pero juzgaba «pueril» querer entrar en más detalles, según dice Sánchez Alonso. Rechazó la presencia de Santiago en España —con la consiguiente aparición de la Virgen en Zaragoza— o su intervención en la batalla de Clavijo, así como la milagrosa fundación del monasterio de San Millán, y redujo la importancia de la figura de El Cid. A algún error de bulto le llevó este afán demoledor, como atribuir a Américo Vespucio el descubrimiento de América[268].

Como puede imaginarse, sus audacias costaron a Ferreras muy duros ataques. Por ejemplo, los de Diego Martínez de Cisneros, abad de Arlanza, autor de un Anti-Ferreras, y Francisco de Berganza, en su Ferreras, convencido[269]. Pero quien se ensañó con él fue sobre todo el cronista de Castilla Luis de Salazar y Castro, que le acusó —anónimamente— de querer destruir las tradiciones históricas de España y escribió que su libro era «indigno de andar entre las manos de los buenos españoles»[270]. De lo injusto de este ataque dan idea las propias páginas iniciales de Ferreras, que una y otra vez evocan su intención y orgullo patrióticos: quiere estudiar, dice, «las cosas de nuestra nación» o «nuestra historia»; agradece a san Isidoro, Sampiro y otros historiadores que le han precedido su trabajo, pues gracias a ellos «vive, se conserva y florece la historia de nuestra España». Incluso cuando se niega a aceptar los mitos legendarios no atribuye su invención a los españoles, sino a los griegos, cuyo objetivo era «dilatar sus glorias en todas las naciones»[271]. No carecía, pues, de patriotismo Ferreras, sino todo lo contrario, pero hizo suyas las exigencias críticas propias de su época. Así lo entendió el jesuita Masdeu, de quien nos ocuparemos más adelante, que elogió su obra, declarando que no desmerecía de la de Mariana.

 

 

LA HISTORIA PROTEGIDA POR LOS GOBIERNOS ILUSTRADOS. LA REAL ACADEMIA

 

La principal característica de la historia que se defendía como auténtica o moderna era, como hemos visto, la crítica documental, es decir, la autenticidad de las fuentes; había que descartar, ante todo, en expresión de Feijoo, lo legendario y «maravilloso». Pero esa novedad se quedaría corta muy pronto. Había que ofrecer, además, una explicación razonada de los fenómenos históricos. Lo que significaba, entre otras cosas, que era preciso ampliar el contenido de los estudios sobre el pasado, extenderse a campos o materias que no fueran los estrictamente político-militares que habían dominado en los relatos anteriores. Como veremos, sería lo que Jovellanos denominaría «historia civil» y otros, «historia literaria» (la economía, el derecho, las costumbres, la evolución mental), que explicaba precisamente los hechos cotidianos, ajenos a los espectaculares que se desarrollaban en las cimas del poder, pero que, en definitiva, eran los que decidían, en palabras de Forner, «la prosperidad o infelicidad de las sociedades civiles [o de las] naciones»[272]. Y este último término, naciones, era el tercer gran rasgo de la historia ilustrada, que no se hacía explícito, sino que tendía a darse por supuesto: los sujetos o protagonistas del relato iban siendo cada vez más las naciones, en detrimento de los grandes héroes, los monarcas y las dinastías. Había incluso otra característica, de la que enseguida aportaremos ejemplos: la nueva historia debía ponerse al servicio del programa político de progreso, a la vez que nacionalizador, que inspiraba a los gobiernos ilustrados. La institución que, con mayor o menor éxito, aunó en principio todos estos rasgos fue la Real Academia de la Historia.

Una de las iniciativas de los novatores había sido la creación de tertulias o reuniones de intelectuales interesados por el saber moderno, al revés que las anquilosadas universidades del momento. Uno de aquellos círculos privados, que se reunía en casa del abogado Julián de Hermosilla, pasó en 1735 a institucionalizarse, a propuesta del literato Agustín de Montiano, con el nombre de «Academia Universal», con la genérica finalidad de estudiar «las Ciencias, las Artes y las Bellas Letras». Pero Montiano especificó también un objetivo particular: elaborar un Diccionario histórico-crítico universal de España para «desterrar las ficciones de las fábulas» y fijar «la más exacta cronología» de los acontecimientos; es decir, eliminar los falsos cronicones y sentar las bases que permitieran escribir una historia de España sobre datos sólidos, avalados por los nuevos criterios críticos. Uno de los veintiséis temas que debía incluir aquel diccionario era el «origen de España», lo cual se comprendía que sería problemático, pues las fuentes para las épocas remotas estaban, en palabras de Eva Velasco, «plagadas de fábulas e invenciones, lo que dificultaba la fundamentación crítica del proyecto»[273].

En 1736, gracias a las gestiones del confesor real padre Clarke, la Academia Universal se trasladó a la Biblioteca Real. Tres de los asistentes se encargaron de la publicación del Diario de los Literatos de España (1737-1742), revista trimestral dedicada a la crítica de los libros publicados en el país, para así «informar la opinión y refutar lo que ciertamente concebimos como error»[274]. Este Diario tuvo gran calidad e influencia, aunque también se lanzaron desde él las acusaciones antes mencionadas contra la falta de patriotismo de Mayans. Por fin, en abril de 1738, y siguiendo el modelo instaurado por su abuelo el Rey Sol, Felipe V aceptó patrocinar la institución, convirtiéndola en Real Academia de la Historia, con Montiano como director. Dejaba así de ser una tertulia privada y se convertía en una corporación amparada por el poder público, con los privilegios consiguientes para sus miembros. Su primer estatuto establecía como objetivo prioritario «purificar y limpiar [la historia] de nuestra España de las fábulas que la deslucen e ilustrarla de las noticias que le parezcan más provechosas»[275]. Durante los veintiséis años en que Montiano se mantuvo a su cabeza, hizo lo que pudo por impulsar sus proyectos originarios, en especial el Diccionario histórico de España.

Al morir Montiano, en 1764, pasó a dirigir la institución Pedro Rodríguez de Campomanes, político, economista e intelectual asturiano que ocupó diversos altos cargos, en especial el de fiscal del Consejo de Castilla. Campomanes fue director de la RAH durante veintisiete años, hasta 1791, y volvió a serlo entre 1798 y 1801, con lo que puede decirse que la corporación estuvo en sus manos y las de Montiano a lo largo de todo el siglo. Bajo Campomanes, la academia se embarcó en muchos y muy diversos proyectos, con frecuencia alejados de sus fines iniciales. Destaquemos algunos de ellos, siguiendo las investigaciones que sobre el tema han hecho Eva Velasco y María Teresa Nava[276].

El primero se basó en la idea, originariamente de Manuel Juan de la Parra, pero hecha suya por Campomanes, de reorientar el Diccionario histórico hacia un Diccionario geográfico-histórico de España, que debería acabar incluyendo los nombres de todas las poblaciones —hasta el más ínfimo caserío o aldea—, su número de habitantes e historia, así como todos los accidentes geográficos, instituciones, centros de estudio, ferias y mercados o instalaciones industriales. El siglo XVIII no llegaría a ver publicado ningún volumen de esta obra y el XIX solo los dedicados a Navarra, Vasconia y La Rioja. Un segundo proyecto fue la traducción de la historia de América de William Robertson, cuestión ante la que la academia se dividió entre el respeto que Campomanes sentía por la obra de Robertson y la inquina que le profesaba el ministro de Indias José de Gálvez, que consiguió paralizar la publicación, como veremos en el capítulo dedicado a los cronistas americanos. Otra idea más, propuesta por José de la Concepción en 1768, fue la composición de una Biblioteca Cronológica de la historia de España, que tampoco llegó a materializarse. Más fructífero fue el plan de coleccionar las inscripciones y monedas antiguas y modernas, posteriormente ampliado con un índice cronológico de privilegios, bulas y diplomas, antecedentes de la futura Colección diplomática española, que seguía el modelo Mabillon. Se pensó asimismo en establecer una lista de falsos cronicones (1773) y unas Memorias literarias de España (1786), que tampoco lograron el objetivo previsto, aunque lo que sí consiguió la academia fue reunir un archivo y una biblioteca formidables, que a finales de siglo alcanzaba casi las diez mil piezas, entre impresos y manuscritos.

La institución, en resumen, multiplicó sus actividades bajo la dirección de Campomanes. Pero también las reorientó, pues asumió como corporación las funciones del antiguo cronista real y como tal consideró que debía «ajustar la historia a los intereses políticos de la nación y derechos de la Corona»[277]. En su calidad de cronista oficial, la academia realizó múltiples informes para el Consejo de Castilla sobre aspectos históricos de cualquier decisión política, controló las ediciones de crónicas y se encargó de la supervisión de toda publicación histórica, lo que en la práctica acabó por convertirla en el nuevo órgano censor de libros. No era censura en el sentido de freno político a la libertad de expresión, sino en el de mecanismo, típicamente ilustrado, de no consentir más que productos sólidos, basados en criterios rigurosos, que fueran útiles para hacer avanzar el conocimiento y el prestigio intelectual del país. En cualquier caso, entre 1769 y 1792, los académicos censuraron más de ochocientas obras, no siempre de historia. Lo cual redujo necesariamente sus horas disponibles para la labor investigadora.

Entre los académicos que legaron una producción propia destaca el malagueño Luis José Velázquez de Velasco, marqués de Valdeflores, que publicó en 1759 unos innovadores Anales de la nación española, en los que distinguía tres fases: el «tiempo desconocido», el «tiempo fabuloso» y el «tiempo histórico»; este último solo comenzaba con las primeras colonias fenicias, en el siglo IX a.C.[278] Frente a los eternos debates especulativos sobre personajes o reinados remotos, su preocupación principal era buscar fuentes dignas de confianza, como las inscripciones y monedas, los tratados diplomáticos, los monumentos de pintura, escultura y arquitectura y «los instrumentos, muebles y utensilios de la vida civil». Trataba, en definitiva, de determinar «los límites entre la verdad y la mentira»[279]. Para ello pidió y obtuvo una subvención regia que le permitió realizar un recorrido por los distintos archivos locales; producto del mismo fue su Colección de documentos contemporáneos de la historia de España, que incluía unas trece mil fuentes originarias en latín y castellano[280]. Valdeflores fue también el autor de unos Orígenes de la poesía castellana, embrión de las futuras historias de la literatura española. De menor interés fue la España primitiva, de Francisco Javier Huerta y Vega, ya mencionado por la opinión negativa que sobre él expresó Mayans[281].

En definitiva, según concluye Eva Velasco, al terminar el siglo XVIII, la academia podía presentar pocas contribuciones directas a la historiografía sobre España[282]. Campomanes la había orientado hacia proyectos dispersos, más ligados a sus intereses políticos como fiscal del Consejo de Castilla que a la actividad investigadora. El tiempo de sus miembros se había dedicado, sobre todo, a la censura de libros y a la depuración de documentos; lo primero no debería haber correspondido a una institución académica, aunque lo segundo era una contribución trascendental, en especial si se partía de la fe —tan típicamente ilustrada— en el documento fehaciente como base de una historia de carácter científico. Lo que ya no se decía, pero se asumía como premisa implícita, era que la base documental así depurada debía ponerse al servicio de una narración de tipo político, centrada en el poder público y las gestas militares, con un sujeto constante que era la nación española, cuyo momento de realización plena había sido la Edad Media. Sobre ello volveremos. Al servicio de esa historia unitaria de la colectividad política, la academia esquivó los temas que habían revelado ser espinosos en la etapa anterior, como la polémica sobre la presencia de Santiago en España o sobre la veracidad de los «Plomos del Sacromonte»; con lo que rehuyó las polémicas historiográficas más genuinas.

Línea no muy distinta a la de esta institución —en el sentido de, como escribe Pedro Ruiz Torres, «cuestionar algunas tradiciones, pero no otras»[283]— siguieron tanto el benedictino Benito Jerónimo Feijoo como el agustino Enrique Flórez. Ambos eran partidarios, como los novatores, de una historia más depurada de fantasías; pero a la vez creían inevitable que hiciera concesiones a la tradición, para que resultara más aceptable para los círculos gubernamentales y la opinión general. La propuesta historiográfica de Feijoo, expresada en varios de sus Discursos y Cartas, está muy en consonancia con su actitud filosófico-política, ya que era enemigo de las supersticiones y los ingenuos milagros en que creía la mayoría de la población de la monarquía e insistía, en cambio, en que la búsqueda de la verdad había de apoyarse en la razón y la experiencia, lo que no le impidió mostrar, a la vez, gran respeto hacia las leyendas piadosas y defender la tradición filosófica escolástica y neoestoica española. En historia, esto significaba tener sentido crítico frente a los mitos heredados, pero no destruirlos de manera sistemática, ya que, como el propio Mariana había admitido, el fortalecimiento del orgullo patriótico requeriría a veces hacer la vista gorda ante algunas falsedades; en privado, eso sí, el intelectual podía mantener sus reservas ante ellas; lo que llevaba, como sintetiza Mestre, a una postura «racional y rigurosa en su actitud personal; complaciente y conservadora respecto a la masa social»[284]. En resumen, fue típico de él dejar de lado su actitud crítica cuando podía enfrentarle al poder, como ha dicho este mismo autor de José Sáenz de Aguirre, otro benedictino que introdujo la nueva escuela crítica de Mabillon y sus hermanos de Saint-Maur[285].

Feijoo fue, desde luego, un escritor francamente protegido por el poder público —Fernando VI llegó a prohibir que se contradijeran sus opiniones—, como lo fue el agustino Enrique Flórez, que recibió subvención gubernamental para poder terminar su España sagrada. Rasgo común a ambos fue también la simpatía por el centralismo borbónico, frente a un Mayans fiel a su tradición familiar austracista. Feijoo expresó de forma general su disgusto con la «pasión nacional», pero se refería sobre todo al amor a las «patrias particulares», «esta peste que llaman paisanismo», que divide los ánimos y es «un incentivo de guerras civiles y de revueltas contra el soberano». En un sentido global, en cambio, el benedictino defendía el «amor a la patria, […] a quien sacrifican su aliento las armas heroicas, a quien debemos estimar sobre nuestros particulares intereses»; por «patria», en este segundo sentido, había que entender el «cuerpo de estado donde, debajo de un gobierno civil, estamos unidos con la coyunda de unas mismas leyes. Así, España es el objeto propio del amor del español»[286]. Un nuevo concepto de patria, pues, distinto al de la monarquía de los Habsburgo y coincidente con la emergente idea de Estado-nación.

El padre Flórez, que vivió entre 1702 y 1773, legó una ingente tarea que le convirtió en el fundador de la historia eclesiástica española, aplicando a este campo la investigación archivística y el criticismo documental, siempre sin romper radicalmente con las tradiciones heredadas. Flórez escribió múltiples trabajos «menores», en términos comparativos, pero siempre muy consistentes: una Teología escolástica en seis volúmenes; una colección numismática, en tres; o una Memoria de las reynas catholicas, en tres. Con todo, su gran obra fue la titulada España sagrada. Teatro geográfico-histórico de la Iglesia de España, que se publicó en veintinueve volúmenes entre 1747 y 1775. En ella consignaba las sucesivas divisiones territoriales eclesiásticas, las inscripciones, los conventos e iglesias, los nombres de los obispos y abades, las monedas y medallas, las ruinas existentes y las semejanzas o diferencias entre ellas. Investigaciones enciclopédicas similares le habían precedido en Francia o Italia, como la Gallia christiana, de Denis de Sainte-Marthe (trece volúmenes, 1715-1728), y la Italia Sacra, de Ferdinando Ughelli (diez volúmenes, 1717-1722); Flórez, si no fue original, tuvo el mérito de poner la historia eclesiástica española a la altura de la de aquellos países. Una vez muerto, sus compañeros de orden se empeñaron en completar su trabajo: Manuel Risco añadió trece volúmenes más a la España sagrada, y Antolín Merino y José de la Canal, otros cuatro; tras la desamortización, que interrumpió la publicación, la Real Academia se haría cargo de la misma y, de manera mucho más espaciada, otros diez volúmenes se le añadirían hasta 1961, llegando a un total de cincuenta y seis, sin contar los índices[287].

De orientación no muy lejana a la de Feijoo o Flórez fue la Historia civil de España, de Nicolás de Jesús Belando, franciscano alicantino, que tras unas páginas iniciales sobre los Reyes Católicos saltaba al primer tercio del siglo XVIII. Lo que interesaba a Belando era sobre todo defender la legitimidad de Felipe V y su política reformista, con lo que ponía también su historia a la par de la reorientación política del momento[288]. Lo mismo se siguió haciendo en tiempos de Fernando VI, cuyo confesor, el padre Rávago, protegido de Ensenada, sentía gran interés por la historia. Idea de Rávago fue la reedición de la Bibliotheca Hispana, de Nicolás Antonio, que acabaría realizándose en tiempos de Carlos III bajo la dirección de Pérez Bayer. Lo fue igualmente la publicación de la Bibliotheca Arabico-Hispana Escurialensis, llevada a cabo a partir de 1760 bajo la dirección del arabista Miguel Casiri, traído expresamente de Roma. Y una tercera, a la que mayor tiempo y desvelos dedicó Rávago, fue la comisión de archivos, que puso bajo la dirección del joven jesuita Andrés Marcos Burriel. Pero, al morir Carvajal y caer en desgracia Ensenada, Rávago dejó de ser el confesor de Fernando VI; y los jesuitas y colegiales perdieron el favor regio, que pasó a los manteístas. Burriel se vio obligado a presentar los papeles de la comisión de archivos, que fueron incorporados a la Real Biblioteca, más tarde Nacional.

 

 

LOS COMPENDIOS ESCOLARES

 

Las décadas centrales del XVIII fueron también el momento en que comenzó a escribirse la historia con la idea de que pudiera ser utilizada en la enseñanza. Aunque el tema de los manuales escolares nos resulta bien conocido por los trabajos de Carolyn Boyd, nos referiremos brevemente a su contenido porque representaron la plasmación del canon historiográfico que el siglo ilustrado había ido perfilando[289].

Todo fue empresa de los jesuitas, la gran orden educadora del momento. En 1738, el padre Miguel Soler tradujo, de forma muy libre, el Abrégé de l’histoire d’Espagne par demandes et par réponses, resumen de estilo catequético de la obra de Mariana hecho por el jesuita Claude Buffier, previamente traducido por Manuel Juan de la Parra[290]. Fue Soler también quien vertió al castellano otra obra de Buffier la Práctica de la memoria artificial, que sería utilizada por José Francisco de Isla para adaptar el Abrégé de l’histoire d’Espagne de Jean-Baptiste Philipoteau Duchesne —un jesuita más, como Isla—, publicado en 1741. Un último jesuita, Antonio Espinosa, tradujo esta obra en 1749, bajo el título Compendio de historia de España; pero la edición de éxito fue la lanzada cinco años después, en Amberes, por el padre Isla. El Compendio de Isla, con notas «del traductor» que, en realidad, rehacían la obra e incorporaban datos muy diferentes provenientes de la Histoire des révolutions d’Espagne, de Pierre-Joseph d’Orléans (1734), fue reeditado durante siglo y medio[291]. Su comienzo marca su estilo:

 

Libre España, feliz e independiente / se abrió al cartaginés incautamente.

Viéronse estos traidores / fingirse amigos para ser señores […]

Roma envidiosa, con mayor codicia / hace razón de Estado la avaricia […]

Echar de España intenta al de Cartago / y antes se sintió el golpe que el amago […]

Y a los ojos de Aníbal, en un punto, / ciudad, pueblo y ceniza fue Sagunto.

 

Conquistada España por los romanos, Isla daba un salto de cinco siglos y se trasladaba al siguiente momento bélico, cuando «al año cuatrocientos, el alano, / el godo, el suevo, el vándalo inhumano, / de las cobardes manos que la tratan / la España a viva fuerza se arrebatan». Dedicaba Isla a cada uno de los reyes godos un pareado, hasta que, «entregado Rodrigo a su apetito, / triste víctima fue de su delito; / cuando Julián, vengando su deshonra / sacrificó a su rey, su patria y honra». Llegaron los musulmanes; pero «desde un rincón de Asturias don Pelayo / hizo a España volver de su desmayo». Pasaba el historiador por los siglos medievales, con unas líneas sobre cada reinado digno de recuerdo y reprobación explícita de las guerras entre «los príncipes cristianos» («mal empleadas contra sí las manos / en guerras se hacen menos / y deshacen en paz los sarracenos»); hasta que «Fernando e Isabel, con lazos fieles, / de toda España arrojan los infieles».

Una docena de versos merecía en el Compendio «Carlos Quinto, Primero acá en España, / Emperador invicto de Alemania»; y la mitad su hijo don Felipe, que, «siendo en la tierra tan dichoso / contrario tuvo al mar por envidioso». La premura aumentaba al recorrer a los demás Habsburgo, hasta llegar a Carlos II, «el que a la Francia odió con tal constancia», y «dejó en muerte sus reinos a la Francia». Y daba paso a «Felipe de Borbón, el Animoso, / y el Quinto de este nombre, hace dichoso / el cetro soberano / que empuña su real piadosa mano»[292].

El padre Isla dejó su sumario en ese punto, donde terminaba el texto de Duchesne, y no lo tocó más hasta su muerte, acaecida en 1781. Pero el éxito de su obra fue tal que vio una docena de reediciones en el XVIII y otras tantas o más en el XIX. Y sus editores se atrevieron a prolongarla hasta 1808. Los sucesores de Felipe V se vieron descritos de esta forma:

 

Fernando aumenta, Sexto de este nombre, / por distinto camino su renombre.

Pues da a la España, en guerras quebrantada, / la paz a que no estaba acostumbrada.

Cesa el bélico estruendo, y ya las artes / levantan la cabeza en todas partes.

Fue fruto de esta paz una academia, / que instituyó Fernando, do se premia

El noble estudio de la Arquitectura, / de Pintura, Grabado y Escultura.

Siguió Carlos Tercero, / que en piedad religiosa fue el primero.

Es dichosa la España en su reinado: / fue por él el comercio asegurado...

Con las artes y bellos edificios / al reino dispensó mil beneficios[...][293]

El cuarto Carlos, más desafortunado, / no acierta a proseguir lo comenzado;

Y, en extremo bondadoso y complaciente, / déjase que lo arrastre la corriente;

En Aranjuez abdica / y a su sosiego el cetro sacrifica[294].

 

Se resumían así en unos cientos de versos más de dos milenios de historia de España. Otros compendios aparecieron también en aquellos años, escritos en prosa y con menor impacto que la obra de Isla. Por ejemplo, las Lecciones instructivas sobre la historia y la geografía que redactó el literato, célebre como fabulista, Tomás de Iriarte, en la década de 1780 (publicadas en 1794, muerto ya su autor); se componían de tres partes («Historia sagrada», «Imperios antiguos» e «Historia de España»), de las que solo afecta a nuestro tema la tercera[295]. Otra obra relativamente menor fue el Compendio cronológico de la historia de España, firmado por José Ortiz y Sanz, que salió de la imprenta en 1795; pese al título, se componía de siete volúmenes que totalizaban más de mil páginas[296].

El hecho de estar versificado dio al Compendio del padre Isla una gran ventaja sobre estos dos últimos. La forma rimada se había utilizado, en los siglos anteriores, en algunas crónicas de hechos contemporáneos, como en La Carolea, de Jerónimo Sempere (1560), o el Carlo famoso, de Luis Zapata (1566), por no mencionar, en el campo indiano, La Araucana, de Ercilla[297]. Pero donde el verso había dado lugar a todo un género era en los catecismos, convertidos por la Iglesia contrarreformista en el instrumento preferido para adoctrinar memorizando. Como analiza Carolyn Boyd, la memorización era la espina dorsal del aprendizaje en la época. Lo que debía hacer el alumno —en el caso de Isla, el príncipe heredero, destinatario original de la obra— era aprenderse aquellas estrofas; y el profesor, cerciorarse de que lo sabía de corrido y hacerle discurrir sobre su significado, a partir de la explicación que el autor proporcionaba en las páginas de prosa que seguían a lo versificado; pero esto último era menos importante[298].

 

 

EL NUEVO CANON HISTORIOGRÁFICO

 

Tanto los compendios escolares de Isla, Iriarte u Ortiz y Sanz como la historia producida en el entorno de la Real Academia o la que se desprende de las obra de Feijoo o Flórez comparten algunos rasgos básicos, que resumen el giro historiográfico del XVIII en su versión más oficial. Es indiscutible que la crítica de los novatores ha surtido efecto y que ha pasado a mejor vida la alocada invención de antigüedades que caracterizó a la era anterior. Ha perdido prioridad asimismo la preocupación por la elaboración estilística, tan típica de las historias barrocas. Pero tampoco domina la imitación de un modelo clásico, universal, sobre el paradigma francés, como parecería propio de una historia racional ilustrada. Por el contrario, se ha impuesto como eje de la narración un sujeto que no es precisamente universal: la nación. «España» es, sin la menor duda, la protagonista de la historia, y se busca sin disimulo la identificación del discípulo con ella. Al igual que la Real Academia había declarado como objetivo limpiar de fábulas la historia de «nuestra» España, Iriarte habla siempre de «ellos» y «los nuestros» al referirse a las guerras de los últimos tres siglos.

Y el relato sobre la nación, aunque no se dirija ya principalmente a demostrar una antigüedad que entronque con el origen de los tiempos, como prueba de nobleza o de procedencia directa de la creación divina, tampoco renuncia a remontar la historia de su protagonista a los tiempos más remotos posibles. Los historiadores más serios dejan, pues, de mencionar a los reyes fantasiosos del de Viterbo, e incluso relegan un tanto a Túbal. Ortiz y Sanz declara abiertamente su intención de «desterrar» a los reyes legendarios y, sobre la visita de Nabucodonosor, se limita a decir: «créalo quien no tenga qué creer». Como resume este historiador, hay que «confesar sin rebozo que ignoramos cuanto pasó en España desde su población hasta que vinieron a ella las colonias fenicias, unos 800 años antes del nacimiento de J. C.»[299]. El propio Isla, pese a que en sus comentarios en prosa se niegue a considerar a Túbal una mera «fábula», dedica su verso inicial a la llegada de los cartagineses. Pero tanto estos dos historiadores como Iriarte subrayan la obstinada resistencia contra las invasiones, planteada ya en términos abiertamente «patrióticos» o prenacionales. Ortiz y Sanz, refiriéndose a los saguntinos, dice que «prefirieron el morir […] que sobrevivir al destrozo de su patria»[300]. Una vez terminada la conquista romana, la historia se traslada, sin transición, al nuevo momento bélico de los visigodos; lo que no eran guerras y reyes no interesaba. Isla no se digna otorgar ni un solo verso a los cinco siglos de dominio romano; e Iriarte, que les dedica cuatro líneas, escribe, al pasar, sin concederle importancia, que en esa época «España» descansó de las guerras y tomó de los romanos «la religión, las leyes, las costumbres y el idioma»[301].

En lo que hay coincidencia es en subrayar el periodo visigodo como momento estelar. Porque con ellos nace «España», la España ideal o esencializada, monárquica, católica, viril (la «virilidad» de los godos era un rasgo indiscutible, frente al «afeminamiento» romano), de guerreros invencibles y, sobre todo, unida y políticamente independiente. De todos estos rasgos, el más discutible era, desde luego, el religioso. Porque, al llegar a la península los godos eran, como otros pueblos germánicos, cristianos, pero arrianos. Y la «conversión de Recaredo» (o «conversión de España») al catolicismo ocurrió casi dos siglos después de la «entrada» de Ataúlfo, cuando ya no quedaba mucho más de uno de dominio godo. Pero la cronología no importa tanto en estas versiones mitificadas. Ortiz y Sanz es el único autor que, muy preocupado por la identidad «católica» de España, anota que «en sus principios padeció bastante nuestra Iglesia de España por el furor del arrianismo que profesaban los godos». E incluso incurre en la curiosa contradicción —para una historia nacional— de ponerse del lado de los francos, católicos tras Clodoveo, o de los bizantinos de Justiniano, en sus guerras contra los «herejes» visigodos[302].

Pero el caso de Ortiz y Sanz es raro y preludia una versión nacional-católica, que hará suya siguiendo literalmente a este historiador Menéndez Pelayo, y cuyo rasgo característico es que pone a la Iglesia por delante de la nación. La localización de los orígenes históricos de la identidad española en los visigodos era antigua y el siglo XVIII se limitó a construir sobre ella, sin discutirla. Como sabemos, desde el ciclo cronístico de Alfonso III, a finales del siglo IX, se había vinculado a don Pelayo y los monarcas astures con la sangre real goda y se había hecho de la restauración de aquel reino la justificación de las guerras que se llevaban a cabo contra los musulmanes. Jiménez de Rada, en la primera Crónica general de España, había escrito aquel poderoso lamento sobre la caída de la monarquía goda, a la que llama «pérdida de España». Y no solo había recurrido al mito godo el astur-leonés-castellano, sino que lo hicieron también otros reinos cristianos peninsulares. En el siglo XV, repitieron el planteamiento los historiadores judeoconversos y volvieron a él aragoneses como Margarit o Vagad o intelectuales cercanos a los Reyes Católicos como Nebrija, para quien Fernando e Isabel restablecían aquella idealizada «unidad» católica y monárquica de la era visigoda. En el XVI y XVII, insistieron sobre el tema historiadores como Morales o literatos como Cervantes (los futuros reyes de España, «católicos serán llamados todos, / sucesión digna de los fuertes godos»)[303].

Y esto es lo que reitera y consagra el siglo XVIII. Campomanes dirigió, como sabemos, el foco de interés de la Real Academia hacia la época goda, modelo para él de política regalista. Jovellanos, en su discurso Sobre la necesidad de unir al estudio de la legislación el de nuestra historia, había basado la historia de la constitución española en la tradición goda, recogida en el Fuero Juzgo (al que hará referencia, en el Discurso preliminar a la Constitución de 1812, Argüelles)[304]. Juan Pablo Forner, en su Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la historia de España, sobre el que habrá más cosas que decir, propuso explícitamente que se abandonaran las polémicas sobre la rivalidad con los romanos en épocas antiguas para centrarse en el estudio de la España goda y feudal, verdadero pilar de la identidad nacional[305].

Pero el momento más revelador llegó al plantearse la decoración del nuevo palacio real. Tras sufrir un devastador incendio el viejo alcázar de los Austrias en 1734, se iniciaron cuatro años después las obras de construcción de un nuevo edificio, mucho más grandioso. Su proyecto decorativo inicial fue obra del padre J. Fèvre, jesuita francés confesor de Felipe V, y del escultor italiano Juan Domingo Olivieri. El proyecto no gustó al rey, por versar sobre virtudes generales bélicas y morales, sin referencias específicas a la historia de España, y se pidió un informe a fray Martín Sarmiento, polígrafo asturiano amigo de Feijoo. A la muerte del primer Borbón, y tras la caída de Fèvre, la influencia de Sarmiento aumentó. El palacio debía ser, según él, como un «libro en piedra», con una decoración pedagógica, comprensible por todos. Debía ser «español, o lo más español posible», mostrando la «continuidad histórica nacional» con alegorías referentes a las provincias y reinos que componían la monarquía, incluidas las Américas, y representaciones de los santos, filósofos, capitanes y reyes españoles. La monarquía tenía que vincularse a las «cosas de España», entre las cuales se decidió enterrar una significativa muestra en la base del edificio: el Fuero Juzgo, las Partidas, la Historia de España de Mariana, las crónicas de Indias de Herrera y del Inca Garcilaso, la Bibliotheca de Nicolás Antonio y el Diccionario de autoridades de la RAE.

Lo más importante del programa decorativo de Sarmiento fueron las esculturas de los «reyes de España», que en principio debían coronar la balaustrada del nuevo palacio. Decidir cuáles eran los «reyes españoles» era un punto crucial para la definición de la identidad, pues delimitaba lo español en el espacio y el tiempo. Sarmiento basó su lista en una larga continuidad histórica que partía de los mitológicos Túbal, Argantonio, Gárgoris y Habidis para seguir por los emperadores romanos nacidos en la Bética —llamados habitualmente «españoles»— y los de los distintos reinos medievales. Pero, en 1760, sentado ya Carlos III en el trono, esta lista fue depurada. Y fueron retirados los personajes mitológicos y relegados al interior del palacio los emperadores romanos. La historia nacional, se decidió, comenzaba con los visigodos. Por razones estéticas, y también arquitectónicas, las estatuas de los monarcas se situaron en la plaza de Oriente. Y el primero de ellos no fue don Pelayo, sino Ataúlfo, un caudillo errante que apenas penetró en el territorio peninsular. Los visigodos habían sido, no había duda, los primeros reyes «españoles»[306].

Esta veneración por los visigodos como creadores de la identidad nacional era, debe observarse, una idea contradictoria en sí misma y no solo en un sentido, sino en dos: por un lado, porque el ilustrado arquetípico se caracterizaba por un entusiasmo por el progreso que suponía desprecio y reprobación hacia todo lo que representaba la Edad Media. El mundo medieval se veía condenado desde el punto de vista político, intelectual, ético e incluso estético, como sinónimo de violencia, incultura y barbarie, frente al grecorromano, asociado a la idea de civilización, equilibrio y dominio de los cánones estéticos clásicos. En el caso español, sin embargo, encontramos una «esquizofrenia interpretativa» —en términos de J. M. Nieto Soria—, pues se condena, por un lado, el medievo como época de barbarie y anarquía feudal, mientras que, por otro, se localiza en los visigodos el momento de la configuración de la identidad nacional[307].

El segundo aspecto contradictorio de esta idealización de la monarquía visigoda consistía en que siempre, desde aquellas mismas crónicas medievales que habían comenzado a dibujar una identidad «española», se había insistido en un rasgo fundamental de la misma: la «resistencia frente a las sucesivas invasiones». Porque la feracidad de la tierra, su riqueza minera, el buen carácter de sus naturales, capítulo inicial de toda historia canónica, provocaban inevitablemente la envidia de los vecinos, lo cual originaba intentos de invasión. Frente a estos, los españoles habían mostrado una belicosidad indomable, arraigada en su celo por defender su territorio y sus tradiciones. Pero —y ahí estaba la excepción— no todas las oleadas invasoras habían sido iguales. Una de ellas, la visigoda, de alguna forma misteriosa, se había incorporado a la esencia nacional. Los libros de historia ni siquiera utilizan el verbo «invadir» cuando se refieren a los godos; los godos entran, vienen, llegan —«pasan el Pirineo», dice Ortiz y Sanz[308]—. Y lo hacen, además, enviados por Dios para castigar la «corrupción» de aquellos malvados romanos que, ellos sí, habían invadido y oprimido a los españoles.

El reino visigodo, en fin, acabó desvaneciéndose tras la derrota en Guadalete ante las tropas de Tarik y Muza. Esta fue una catástrofe de dimensiones inmensas, siempre vinculada a causas demasiado pequeñas: según el relato dominante, los últimos monarcas godos se dejaron influir por la depravación romana y cayeron en la «molicie», razón por la que fueron castigados y purificados por la ira divina con la invasión musulmana. Pero rápidamente se tranquilizaba al lector. No había tanto demérito en ello. ¿Acaso no había sido castigado también repetidas veces el pueblo israelita, el Elegido de Jehová? Lo importante era que, casi a la mañana siguiente de la derrota, comenzó una gigantesca empresa, que duraría casi ocho siglos, de recuperación o «restauración de España»; estas son las expresiones preferidas, aunque a veces se utilizan otras como «la guerra contra los moros» o similares. Lo que a finales del XVIII no se ha consagrado aún es el término «Reconquista», aunque la idea esté presente; Ortiz y Sanz llega incluso a decir que los reyes cristianos pensaban «no solo en defenderse sino también en reconquistar la patria de manos del enemigo»[309]. Esta larga y penosa lucha contra unos invasores que eran, además, infieles, se articula alrededor de un eje, el astur-leonés-castellano, aunque haya autores, como Isla, que no dejan por completo de lado a Aragón y Navarra (Iriarte, en cambio, apenas los menciona de pasada). En Ortiz y Sanz domina el planteamiento religioso, de reinos cristianos contra moros, mahometanos o sarracenos. El carácter religioso de la lucha se acepta, en cualquier caso, por todos, y tampoco Isla ni Iriarte dudan de la protección divina en Covadonga ni de la aparición de Santiago en Clavijo y otras batallas.

Al terminar aquella epopeya, con la rendición de Granada ante los Reyes Católicos, llegaba el segundo momento estelar, o de plenitud de la identidad española, porque se recomponía al fin la unidad visigoda. Todos los historiadores mencionados evitan cualquier crítica a medidas tales como la expulsión de judíos o musulmanes o a la creación de la Inquisición por parte de los idolatrados Fernando e Isabel. Para Iriarte, en los piadosos corazones de estos monarcas predominó «el deseo de la pureza de la religión [sobre] la utilidad temporal de las riquezas que podían multiplicarse en España con la agricultura, industria y comercio de los moros, judíos o judaizantes»[310]. Ortiz y Sanz es mucho más belicoso: «arrancado de nuestra península el imperio mahometano, quedaba todavía la secta judaica, peste acaso más perniciosa y sin duda más peligrosa y extendida», pero los Reyes Católicos, «cuyo mayor afán era desarraigar de sus reinos toda planta y raíz infecta y contraria a la fe de Jesucristo», decretaron su expulsión; «este año fue el más feliz que nunca tuvo España»[311]. En la obra de Isla, Fernando e Isabel merecen nada menos que una veintena de versos, los cuales, comparados con los seis adjudicados a Felipe II, son un buen indicio de la importancia que el siglo ilustrado quería restar al momento de esplendor de los Habsburgo.

Tampoco quiere ello decir que en estos historiadores hubiera aún «antiaustracismo», en el sentido de culpar a la dinastía de los Habsburgo de la decadencia nacional. Hay, naturalmente, rivalidad dinástica; aquella casa real, no debe olvidarse, estuvo en guerra constante con los monarcas franceses, mientras que en el XVIII, por el contrario, reinaban los Borbones y el «Pacto de Familia» guiaba las alianzas bélicas. Pero Iriarte apoya explícitamente a Felipe II tanto en el envío de tropas a Aragón y ejecución de Lanuza como en su guerra con los moriscos, «gente inquieta» y «tenazmente adictos a los usos y costumbres de sus mayores»[312]. Y Ortiz y Sanz elogia el indiscutible celo religioso de este monarca, al que reconoce «defectos», pero no los que «historiadores y diccionaristas franceses le acumulan». Lo que sí se reconocía era que al Prudente siguieron otros tres ocupantes del trono que no supieron estar a la altura que exigía el cargo: Felipe III fue «más devoto y buen cristiano que político y estadista»; su hijo fue humano y piadoso, pero, «dándose a las diversiones en que lo tuvo embelesado su ministro Olivares», «no supo ser un rey cual España necesitaba entonces»; y Carlos II fue pío y bondadoso, pero «ignorante en las artes de paz y guerra, de poco espíritu y resolución», todo según la descripción de Ortiz y Sanz. En resumen, el estado en el que los Habsburgo dejaron el reino era, para este historiador, «deplorable»[313].

En 1700 se produjo el advenimiento de Felipe V y ello abrió una nueva era (de «revolución», dice Iriarte)[314]; profusión de versos dedica Isla al iniciador de la dinastía borbónica: catorce para su primer reinado y otros tantos tras la muerte de su hijo Luis I. ¿Es mero halago al monarca reinante? Es probable, pero lo interesante es el argumento que se utiliza para el halago: el primer Borbón, tras el periodo relativamente ensombrecido de la casa de Austria, ha restablecido la forma de ser esencial o ideal española, la de los Reyes Católicos, que a su vez reencarnó la de los visigodos. Campomanes es explícito en su conexión de la monarquía borbónica con la visigoda, que expresó a la perfección la identidad española. Lo que significaba, entre otras muchas cosas, que tenían todo el derecho a independizarse del papado con una política regalista, continuadora, según este autor, del gran momento visigodo; como escribe García Hernán, la historia le ofrecía así a Campomanes «los mejores argumentos para defender la estructura “monárquico española” de la Iglesia española»[315]. De manera semejante le servía para justificar otras políticas ilustradas en la línea del absolutismo reformista.

Lo que domina, pues, es una reivindicación de lo propio, y lo propio es «la nación», entendida como un colectivo popular, más que como una monarquía o una dinastía, que alcanzó su expresión plena en una época histórica idealizada. Tan central es la nación en este relato histórico que incluso se defendió el uso de una cronología distinta a la de la «era cristiana», a partir de la «era hispánica», iniciada treinta y nueve años antes, con la pacificación de la península por Augusto[316]. De esa manera, «España» se situaba dentro de un marco temporal propio y profano, que competía con el bíblico, universal y sagrado, hasta entonces vigente. Y, al coincidir esta construcción ideal de la identidad colectiva con el marco territorial y humano que domina la monarquía, se esboza ya un rasgo que será propio de los nacionalismos en su época cenital: la identificación entre la estructura de poder y la cultura política (en este caso, la historia asumida por la colectividad). Le falta aún, para ser nacionalismo pleno, que ese sujeto colectivo —la nación— sustituya al monarca como portador legítimo de la soberanía. Pero esa reclamación está a la vuelta de la esquina. Para entonces, ese planteamiento desembocará en el nacionalismo romántico y lo que ha sido común a reformistas ilustrados y a tradicionalistas será también común a liberales y a absolutistas.