IDENTIDAD Y EMULACIÓN
LOS JESUITAS EXPULSOS
El ejemplo quizá más significativo y, sobre todo, más sorprendente de la fuerza de la sensibilidad patriótica o prenacional en la época fue la reacción de los jesuitas expulsados por Carlos III al buscar refugio en los territorios italianos. De lo dicho unas páginas antes sobre los compendios pedagógicos se puede deducir el casi completo dominio de los jesuitas en materia cultural y educativa; lo cual explica, en buena medida, la reacción de la segunda mitad del XVIII contra ellos, que de ningún modo se derivó únicamente de impulsos anticlericales de raíz masónica, sino que tuvo sólidos respaldos dentro de la Iglesia. La compañía no solo fue expulsada de las grandes potencias católicas, como Austria, Francia, Portugal o España, sino que el propio Vaticano, que acogió a sus miembros en sus territorios, la acabó disolviendo.
Lo curioso del caso español fue la forma en que al llegar los emigrados a Italia reaccionaron ante las obras recién publicadas de otros dos jesuitas, Girolamo Tiraboschi y Saverio Bettinelli, en las que, básicamente, se atribuía la decadencia cultural italiana tras el Renacimiento a la «barbarie» española. Tiraboschi, sobre todo, acusaba a la «nación española» de haber impuesto, en la época en que fue «señora» de Italia, el cattivo gusto del Barroco, invención española que todavía dominaba. La polémica era estética, en principio, y se enmarañaba alrededor de largas disquisiciones sobre si ya Lucano y Séneca habían corrompido el «buen gusto» de la Roma de Virgilio, para seguir con la poesía provenzal, los normandos, el emperador Federico I y la influencia de los aragoneses sobre Sicilia. Todo parecía muy teórico, pero lo que estaba en juego era el prestigio colectivo y los autores italianos no solo intentaban resarcirse de los largos siglos de dominación militar española, sino que buscaban, sobre todo, un enemigo exterior sobre el que proyectar las culpas del final del esplendor renacentista.
De manera rápida y casi simultánea, varios de los jesuitas a los que el gobierno de Carlos III había obligado a emigrar salieron al paso de sus compañeros de orden en defensa de la cultura española con unos largos trabajos que son quizá los mejores libros del siglo sobre historia de España. No puede dejar de sorprender ese sentimiento de pundonor patriótico en unos clérigos que acababan de ser maltratados por ese país con una orden de expulsión y a los que vinculaba, además, por encima de su fidelidad al rey de España, un voto de obediencia al poder papal. Los más belicosos —o de «nacionalismo exacerbado», como escribe Miguel Batllori en sus minuciosos trabajos sobre este tema[317]— fueron, además, dos jesuitas catalanes (Lampillas y Masdeu), lo que parece revelar que las diatribas historiográficas del siglo anterior entre catalanes y castellanos habían perdido importancia. Todos ellos, por último, compartían el interés por los estudios árabes, sin duda porque, como dice García Hernán, «querían exaltar la cultura española como forjadora de Europa»[318].
El primero en saltar a escena fue Francisco Xavier Lampillas o Llampillas (1731-1781), con seis volúmenes publicados en Génova en 1778-1781 con el título Saggio storico-apologetico della letteratura spagnuola, contro le pregiudicate opinioni di alcuni moderni scrittori italiani. La obra completa sería traducida al español por la ilustrada Josefa Amar y Borbón y publicada por ella misma en Zaragoza en 1782-1784. Lampillas negaba una y otra vez que la influencia de las letras españolas hubiera explicado la decadencia de la cultura imperial romana y, menos aún, la del mundo latino en los últimos siglos. Para lo cual ofrecía una exaltada apología del esplendor aragonés en la época provenzal, los pensadores arábigo-españoles, los escritores y músicos del Renacimiento, la escolástica del XVI y la literatura castellana de lo que luego se llamaría Siglo de Oro. La obra provocó las críticas de Tiraboschi, pero, tras una intervención conciliadora de Juan Andrés, el apasionado Lampillas reaccionó con una réplica aún más agresiva[319]. A la polémica se sumaron otros varios autores, como el también jesuita y catalán Andrés Febrés y el cordobés Juan de Osuna.
Siguió a Lampillas Juan Francisco Masdeu (1744-1817), cuya Historia crítica de España y de la cultura española se publicó en italiano entre 1781 y 1788; eran solo cuatro tomos, pero se extendieron hasta veinte en la traducción española, que vio la luz en Madrid entre 1783 y 1805; otros cinco más quedaron manuscritos a la muerte del autor. El título completo del primer volumen editado en español era explícito sobre la finalidad de la obra: Discurso histórico-filosófico sobre el clima de España, el genio y el ingenio de los españoles para la industria y la literatura, su carácter político y moral. Dirigido a los literatos italianos, [que] desconocen o desprecian las cosas de España. Como dice Diego Catalán, el principal objetivo de Masdeu era destruir el «vano razonar de quienes proclamaban que España era, por naturaleza, incapaz de participar en la cultura europea»[320]. Leamos al propio Masdeu: «Los Holandeses, los Ingleses, los Franceses, los Italianos y los Alemanes creyeron tener un derecho de llamar en sus escritos a la España nación por carácter perezosa, ociosa y negligente; nación de hombres descuidados en el cultivo de las tierras, sin aplicación a las artes, sin genio para el comercio y simples administradores de negociantes extranjeros. Esto se lee desde aquellos tiempos en los libros, esto se copia en todos los diarios, esto resuena por las bocas aun del vulgo»[321]. El jesuita catalán —nacido en Palermo por accidente— planteaba el tema de manera racionalista: no hay naciones con limitaciones intelectivas innatas; lo que influye en la formación de la «complexión nacional» es el aire, el agua y la tierra; y la complexión nacional determina la continuidad histórica del país, incluso si vienen pueblos nuevos, que acaban adaptándose a esa identidad originaria. Para vencer las prevenciones extranjeras, Masdeu renovaba el Laus Hispaniae en su «Discurso preliminar», en el que detalla las delicias de la península y la bondad de su clima, lo que produce una excelente «complexión natural»: «hombres amantísimos de la industria, hombres de sumo ingenio para las ciencias y para las bellas letras, hombres de carácter excelente para la sociedad»[322]. Prueba de ello era que sus épocas cumbre habían sido la romana y la árabe; no la imperial de los Habsburgo, por cierto; por el contrario, durante el siglo XVII hubo un «estado funesto» en que a España le fueron arrebatadas las manufacturas y el comercio, pero esa situación se estaba remediando bajo los Borbones, porque la «cultura» de una nación depende también del buen gobierno[323].
Masdeu se confesaba desde el principio inspirado por el «amor nacional» y decía que el suyo era un «libro de glorias de nuestra nación» (lo cual «basta para que lo miren con náusea y reojo» los «literatos de Italia»)[324]. Pero glorias ya no eran antigüedades inventadas. Por el contrario, dedicaba bastantes páginas a erradicar del pasado a la «España fabulosa», empezando por Hércules y culpando a los griegos de haber «contaminado» la historia antigua del país con su mitología[325]. A continuación arremetía contra el Beroso imaginario de Annio de Viterbo, cuya obra analizaba con cuidado, insistiendo en que habían sido españoles como Juan Luis Vives quienes más reiteradamente le habían negado credibilidad. Tampoco aceptaba Masdeu las historias relacionadas con la sequía que se suponía habría afectado a toda la península tras el diluvio, contradiciendo así a Ocampo, Garibay y tantos otros. En todo ello seguía a Ferreras, cuya obra consideraba, como dijimos, a la altura de la de Mariana. Era también muy crítico con las leyendas medievales y negaba la leyenda de Rodrigo y la Cava y la existencia de personajes como Bernardo del Carpio, los infantes de Lara e incluso dudaba sobre El Cid; en cuanto a leyendas catalanas, negaba la presencia de Carlomagno en Cataluña; solo transigía con algunas tradiciones piadosas, como la presencia de Santiago o la aparición de la Virgen en el Pilar, en línea semejante a Feijoo o Flórez. En conjunto, a Masdeu le interesaban más las leyes, instituciones y costumbres populares que las batallas, que quedaban en su historia relegadas a un segundo plano. No dejaba de recordar que en Numancia se probó «el valor español cotejado con el romano», pero era en los terrenos pacíficos donde él quería defender a los españoles, cuyo «genio» consideraba muy apto para la industria y la literatura[326]. En palabras de García Hernán, Masdeu consideraba a España «madre de naciones», siguiendo a Isidoro de Sevilla, y veía en la «Iglesia nacional española» la clave de la historia de España[327]. Nada de ello evitó que, en 1826, su obra pasara al índice romano de libros prohibidos, lo que indica la complejidad de las batallas eclesiásticas internas en el periodo.
Un tercer jesuita expulso que, aunque de forma menos polémica, dedicó considerable esfuerzo a defender la cultura española fue el alicantino Juan Andrés y Morell (1740-1817), autor de una obra en siete volúmenes titulada Dell’origine, progressi e stato attuale d’ogni letteratura y publicada en Parma en 1782-1799. El padre Juan Andrés era un personaje de familia noble, vinculado al círculo de Mayans, y, al llegar a Italia, se estableció en Mantua, como preceptor de los hijos del marqués de Bianchi; su reputación fue tal que su casa recibió las visitas de Goethe y de un par de Papas. En tiempos napoleónicos, fue nombrado prefecto de la Real Biblioteca de Nápoles y, al ser restablecida en este reino la Compañía de Jesús, acabaría siendo rector de su Seminario de Nobles. Con este bagaje y este prestigio, se comprende que la defensa que Juan Andrés hacía de la cultura española no estuviera orientada por un nacionalismo de vía estrecha. Como dice García Hernán, a Juan Andrés no le gustaba ser «demasiado patriótico» al escribir sobre historia; por el contrario, se dejaba guiar por «el punto de vista histórico universal de la cultura progresiva del género humano»; pese a ello, y en palabras del padre Batllori, «su espíritu se abre con simpatía prerromántica hacia la edad media española —los árabes, la literatura catalano-provenzal, Alfonso el Sabio y los cronistas castellanos principalmente—, tal vez más por motivos patrióticos y culturalistas que estéticos»[328]. El tipo de historia que escribe Juan Andrés da gran importancia a las fuentes literarias y los datos culturales en general —en especial los religiosos—, intentando combinarlos con los político-militares, al igual que intenta conjugar la elegancia de estilo con el respeto por los datos documentales rigurosos. Partiendo de la cultura grecolatina, base de la europea, la suya es una especie de filosofía de la historia de honda inspiración teológica. Su obra alcanzó un enorme éxito, como prueban las trece ediciones completas y cinco resumidas que vieron la luz en italiano y la traducción al castellano publicada por Sancha en diez volúmenes entre 1784 y 1806[329]. Pese a su calidad de jesuita expulso, su libro fue adoptado como texto oficial tanto por el Real Colegio de San Isidro de Madrid como por la Universidad de Valencia, primeras instituciones españolas que establecieron un curso de literatura universal.
Todavía hubo un cuarto jesuita que publicó otro largo estudio en Italia: el conquense Lorenzo Hervás y Panduro, que también alcanzó reconocimiento europeo y murió siendo bibliotecario del palacio pontificio del Quirinal. Su obra más importante fue la enciclopédica Idea dell’universo, en veintidós volúmenes (1778-1792), con importantes incursiones en la astronomía, la antropología y la filología comparada. Cuando se tradujo al castellano, su trabajo fue reformulado y dividido en partes, la primera de las cuales, en siete volúmenes, era una Historia de la vida del hombre (y las otras tres: Viaje estático al mundo planetario, El hombre físico y Catálogo de las lenguas). En la parte histórica, Hervás pretendía ofrecer un método para organizar la comprensión del pasado humano en los diversos continentes. Distinguía para ello entre la historia remota, necesariamente basada en leyendas o tradiciones de tipo mitológico o supersticioso, y la moderna, apoyada en datos «verdaderos», es decir, verificables documentalmente. Era lógico, según Hervás, que el «fanatismo a favor o en contra de una nación» hubiese contaminado la primera de estas fases, pero solo «el espíritu de temor, ambición, interés o adulación» de los historiadores explicaba que se extendiese a la segunda; eliminado ese fanatismo, el mérito de las obras históricas se medía por «la calidad de los documentos que se citan»[330].
Consecuente con este planteamiento, Hervás no se enzarzó en defensas patrióticas. Lo que le angustió durante sus cuatro últimos lustros de vida fue la revolución, y uno de los hijos demoniacos de esta era precisamente la idea de nación, la representación política unitaria de las sociedades, a las que él, anclado en el Antiguo Régimen, seguía viendo en términos fragmentados y corporativos. Su preocupación era defender los derechos de la Iglesia, y estos ya no se veían atacados por el jansenismo regalista, sino por el Estado nacional. Como botón de muestra de las disputas eclesiásticas internas en el periodo, la obra de Hervás terminaría siendo prohibida en España por la Inquisición, dirigida por el obispo ilustrado Félix Amat, tras un dictamen desfavorable redactado por el no menos ilustrado canónigo Joaquín Lorenzo Villanueva, futuro diputado liberal en Cádiz. En este caso, el patriotismo, que puede llamarse ya nacionalismo moderno —por su defensa de la nación como nuevo portador colectivo de la soberanía—, correspondió a estos clérigos y no al jesuita[331].
HACIA UNA HISTORIA «LITERARIA» O «INTERNA»
Pedro y Rafael Rodríguez Mohedano fueron dos hermanos —de sangre y de orden— cordobeses y franciscanos, autores de una Historia literaria de España, publicada en 1766-1791. Ni fueron jesuitas ni se vieron, por tanto, obligados a abandonar los territorios de la monarquía, pero podrían haber sido incluidos en el apartado anterior, porque su obra estaba animada por la misma intención reivindicativa. Ellos mismos confesaron haber pensado en titularla Desagravio de la literatura española, pues su objetivo era demostrar «la sublimidad y proporción de talento de los españoles para todas las ciencias». Aunque esta Historia apenas llegó a cumplir una mínima parte de lo que se proponía, dejó un prólogo en el que los autores aclararon lo que entendían por «historia literaria», que contraponían a la «historia civil» —como llamaban a la política y militar—: la primera era «la historia del espíritu humano, parte la más noble de nuestro ser y la que nos distingue de los brutos»; mientras que «las acciones civiles y externas son como efectos y resultas de la ilustración de los espíritus». «Nuestros entendimientos son», añadían, «como una palestra o hermoso teatro donde se representan sus acciones y se ejercitan sus fuerzas en más noble lid»; «será, pues, ignorar la perfección de la historia contar solo los sucesos sin informar de las causas»; quienes hagan tal cosa pueden ser «muy cuidadosos de explicar el exterior y la superficie», pero olvidarán «la raíz y principio de las grandes acciones»[332].
Sobre la orientación ideológica de los Mohedano, a caballo entre la defensa de la tradición y la de las innovaciones ilustradas, es explícita su dedicatoria a Carlos III: Dios «produjo hombres y espíritus, para tener la gloria de mandar a racionales», de donde se deduce que «tanto mayor gloria es dominar en una nación cuanto es más racional y sabia»; en consecuencia, «no puede dejar de ser muy glorioso a V. M. que conozcan todos la sabiduría de la nación española»; «también es gloria para V. M. dominar a una nación que sobre ser ilustre por su fe, riqueza y fertilidad, no lo es menos por su sabiduría»[333]. En cuanto a sus contenidos, pese a que no pasaron de Lucano, pudieron desechar la existencia de Túbal, Hércules, Tarsis y los demás reyes de fábula, como «vanidad mitológica de los griegos»[334]. Y en el propio prólogo dejaron clara su admiración por el mundo andalusí, en el que, en opinión de estos franciscanos cordobeses, musulmanes y judíos españoles desarrollaron la cultura más elevada de la Europa del momento; lo mismo declararon en relación con la poesía catalana, refinada expresión de la civilización provenzal, y con los avances en materia de navegación y comercio a partir de la llegada a América.
Lo que interesa ahora de la Historia de los Mohedano es su calificativo de «literaria». Aunque no siempre tan explícita, la referencia a la «literatura» es un rasgo común a la mayor parte de los autores citados en los apartados anteriores. Este término, en el siglo XVIII, no se refería solo a las «bellas letras», a la creación artística de ficción destinada a expresar sensaciones y emociones, sino que abarcaba terrenos mucho más amplios: todas las artes y ciencias, incluidos el derecho, la filosofía, las matemáticas, la medicina, la música, la astronomía, la agricultura, el comercio, la navegación o las artes figurativas. Como ha escrito Joaquín Álvarez Barrientos, la «literatura» englobaba «todos aquellos conocimientos que tenían expresión escrita», incluidos el arte, las matemáticas, la música, la botánica, la física y las costumbres. De forma más lapidaria, Batllori precisó que, en el siglo XVIII, «la palabra literatura equivalía al sentido moderno del vocablo cultura»; lo que añadiría a los saberes citados las instituciones dedicadas a su creación y transmisión: bibliotecas, academias, museos, escuelas y universidades[335]. Hacer historia sobre esta amplia parcela de la actividad humana era precisamente una de las novedades de la época.
Aunque los Mohedano habían contrapuesto su historia «literaria» a la «civil», en la terminología del momento ambas tendían a confluir, enfrentadas de manera conjunta a la historia política y militar hasta entonces dominante: historia «literaria» o «civil» era lo que querían hacer Masdeu —quien la llamaba «historia interna»—, Lampillas, Campomanes, Jovellanos o Capmany. Era lo que Voltaire había pedido en su Ensayo sobre las costumbres: historia del arte, de la legislación, de la economía, del comercio, más que de las glorias militares y los altibajos políticos, relegados a un segundo plano. A Voltaire parafraseaba Jovellanos cuando escribió que «la nación carece de una historia»; se refería, aclaraba, a una historia «civil» —que para él era, al revés que para los Mohedano, lo mismo que «literaria»— que explicara «el origen, progresos y alteraciones de nuestra constitución, nuestra jerarquía política y civil, nuestras costumbres, nuestras glorias y nuestras miserias»[336]. Era el tipo de historia que deseaba hacer cualquier ilustrado: todos querían, como escribió Maravall, historiar «la sociedad», frente a «el reino» o «la monarquía», protagonistas de la narración barroca[337].
Juan Pablo Forner, intelectual complejo y contradictorio, escribió en 1788 (aunque no se publicara hasta el siglo XIX) un Discurso sobre el modo de escribir y mejorar la historia de España, en el que defendía la necesidad de renovar la historia «de la nación», ampliando el campo de los hechos políticos y militares a los «de la religión, de la legislación, de la economía interior, de la navegación, del comercio, de las ciencias y las artes». Esto debía incluir, desde luego, «la vida, genio y costumbres de los que más se señalaron con gloria y fama», pero, incluso desde esta perspectiva de los «grandes hombres», «las proezas y hazañas de los héroes y guerreros están ya bastantemente ensalzadas en millares de tomos» y lo que ahora debe explicarse es «la vida política y […] los progresos […] de las clases que forman el cuerpo de los Estados». Forner desconfiaba de la capacidad de la Real Academia para escribir esa historia de España, pues «rara vez se ha visto obra grande de muchos ingenios». Pero lo más interesante era el objetivo final del trabajo, que dejaba traslucir entre líneas: «¿Dónde tiene España —insistía— una historia que retrate al vivo el estado político de sus reinos en sus diversas épocas?, ¿en cuál de ellas se puede aprender la constitución nacional, las varias alteraciones que esta ha padecido, la serie de sus progresos y las distintas formas que han ido tomando los institutos públicos con la concurrencia de causas y motivos, casuales o estudiados, que los han alterado o modificado?»[338]. De lo que se trataba, en definitiva, era de buscar la «constitución interna», o histórica, del país. La misma preocupación que dominaba a Jovellanos y, en cuanto se desencadenara la crisis de 1808, a casi todos.
El primero de los terrenos sobre el que deberían versar estas historias «literarias» era lo que hoy llamaríamos propiamente literatura, es decir, creación de ficción. En efecto, el siglo XVIII es el del surgimiento de la literatura desplegada ya en un marco nacional. Porque literatura, en ese sentido restringido del término, existía por supuesto desde mucho antes de la era ilustrada, pero los literatos, por difícil que sea creerlo para mentes que hayan sufrido el vendaval nacionalista posterior, no se clasificaban según criterios nacionales. Los poetas pertenecían al Parnaso o a la República de las Letras, donde Erasmo convivía con Luis Vives o Tomás Moro, Calderón con Shakespeare o Racine y Garcilaso con Camões o Ronsard; su «nación», lugar de nacimiento que determinaba la lengua en que se habían expresado, era secundaria. Solo a mediados del siglo XVIII surgieron historias de la creación literaria que empezaron a adjetivarla como «francesa», «inglesa» o «italiana». Eran los embriones de lo que en los dos siglos siguientes serían los modelos canónicos de las historias de la literatura y del arte o de la cultura en general. En esta nueva era, Vives acompañaría necesariamente a Nebrija y a los Valdés, como Garcilaso estaba destinado a compartir capítulo con Boscán o Calderón a formar trío con Tirso y Lope[339].
El XVIII fue el siglo del neoclasicismo en toda Europa y, en el caso español, es juicio común que se trató de una época de escasa altura literaria, en que la rigidez académica dominó sobre el genio creador. Aun dando por buena esa valoración, es interesante anotar la paradoja de que fuera entonces cuando surgió la literatura «nacional». Porque, como corriente estética, el neoclasicismo se declaró enemigo de los retorcimientos barrocos, típicos de la etapa anterior, que había sido precisamente la de mayor creatividad literaria y artística en la monarquía hispánica, hasta el punto de que sería más tarde llamada el Siglo de Oro de la literatura «española». Nada más natural, por ello, que la hostilidad con que fue recibido ese retorno ilustrado al clasicismo por parte de los sectores artísticos e intelectuales más tradicionales, quienes lo tildaron, en palabras de François Lopez, de «fenómeno servilmente extranjerizante». He aquí, por tanto, la paradoja: que fueron esos «extranjerizantes», que condenaban el gran momento barroco español, los que comenzaron tanto a escribir literatura nacional como a elaborar el concepto mismo de literatura nacional. Con un desgarramiento, eso sí, que reflejaba el existente en el proyecto político. Porque, así como la única receta que se les ocurría para combatir la pérdida de influencia internacional experimentada durante los últimos Habsburgo consistía en imitar a la Francia de Luis XIV, lo que significaba reformar muchas de las instituciones, prácticas y creencias heredadas, en literatura creían necesario rendir tributo a los modelos clásicos y arrojar por la borda a Góngora y Calderón. Aunque para volver —según proponía Mayans— a Vives, Nebrija o Cervantes[340].
Solo con un leve retraso respecto de otras grandes monarquías europeas, en el XVIII aparecieron, pues, las primeras historias de la literatura española. Sus precedentes habían sido los llamados elogios de la lengua castellana, o española, que iban desde Nebrija hasta Covarrubias, cuyos ecos aún resonaban en la obra de Mayans, al comenzar la centuria del 1700, y en la de Capmany, al finalizar la misma. Pero estos ilustrados iban a iniciar la transición desde ese modelo hacia lo que acabaría siendo la «historia de la literatura española». La diferencia consistía en que los Elogios defendían la importancia y grandeza de la literatura española, comparada con la italiana o francesa, remitiéndose a unos criterios universales, más o menos razonables, que juzgaban la antigüedad de los monumentos o la sonoridad de la lengua, mientras que las nuevas historias nacionales no se ocupaban tanto de jerarquizar como de definir la naturaleza de la creación literaria española —y, con ella, la de «lo español» en su conjunto—, de destacar sus rasgos propios, originales, incomparables, con los de otras culturas. En los términos propuestos por José A. Valero, los primeros pertenecerían a un nacionalismo, o patriotismo, «de emulación» y las segundas, a uno «particularista» o «casticista»[341].
En 1737, el mismo año en que publicaba su Vida de Cervantes, Gregorio Mayans daba a la imprenta unos Orígenes de la lengua española, obra en dos volúmenes. El primero se componía de un ensayo de ese mismo título seguido de una «Oración que exhorta a seguir la verdadera idea de la elocuencia española», ambos del propio Mayans. El segundo reproducía una serie de obras de otros autores, todas de difícil acceso o no impresas hasta entonces, entre las que sobresalía el Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés. Casi medio siglo más tarde, en 1786, Antonio de Capmany y de Montpalau, exmilitar, intelectual y secretario de la Academia de la Historia, sacó a la luz el primero de los cinco volúmenes de su Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, que recogía desde el Poema de Mio Cid y las Siete partidas hasta los escritos del padre Nieremberg[342]. Y entre estas dos fechas, como sabemos, habían visto la luz las obras de los jesuitas expulsos Lampillas, Juan Andrés o Masdeu, la segunda de ellas adoptada como texto en la cátedra de Historia Literaria creada en 1785. Reaparecen aquí, al hablar de la literatura, estos jesuitas, mencionados antes entre los historiadores, porque sus libros se titulaban historias de la literatura española, o algún equivalente. Eran, por tanto, historias de la cultura, en general, pero a la vez iban construyendo el concepto de «literatura española»; al igual que querían hacer Mayans o Capmany.
Tarea previa indispensable para esta construcción era la fijación del repertorio o lista bibliográfica de autores o clásicos «españoles». Y el siglo ilustrado, al igual que se destacó en la publicación de fuentes históricas depuradas, lo hizo en la exhumación de textos literarios que pasaron a ser clásicos de la cultura nacional. Maravall recordó la labor de edición de autores antiguos: «Azara [publicó] a Garcilaso; Mayans, a Vives, al Brocense, a Nicolás Antonio; [Eugenio de] Llaguno, crónicas medievales...»[343]. Pero, para reforzar la idea de literatura nacional, eran más eficaces las colecciones que los autores sueltos, por grandes que estos fuesen. Y colecciones fueron los nueve tomos del Parnaso Español, de Juan José López Sedano; los siete editados por el jesuita expulso Faustino Arévalo con el título de Sancti Isidori Hispalenses Opera Omnia; la Colección de poetas castellanos de Ramón Fernández y Pedro Estala; o la Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, del académico y bibliotecario real Tomás Antonio Sánchez, que incluía el Poema de Mio Cid, Berceo, el Arcipreste de Hita y su Libro de buen amor, muchas de ellas obras imposibles de encontrar por entonces. Como explicaba el librero y editor Antonio de Sancha, era preciso formar «una escogida serie de los mejores autores de nuestra nación»[344].
Quizá por la amplitud del concepto de «literatura», esta conectó en el siglo XVIII con la historia como no volvería a hacerlo en épocas posteriores, de mayor especialización. Los mejores literatos ilustrados, como Meléndez Valdés, Moratín o Jovellanos, dedicaron varias de sus obras a la exaltación de los grandes hechos históricos «españoles». El género preferido para esta finalidad, sin duda por ser el de máximo impacto sobre la opinión, fue el teatro. No menos de un centenar de dramas sobre temas de historia de España se estrenaron en la segunda mitad del siglo, con frecuencia firmados por los más renombrados autores del momento: la tragedia, en palabras de Guillermo Carnero, «se orientó hacia los temas de historia nacional [...] desde la Numancia destruida de Ignacio López de Ayala a Doña María Pacheco de Ignacio García Malo, pasando por el Ataúlfo de Montiano, la Florinda de Rosa María Gálvez y otros temas medievales, como el Guzmán el Bueno de Nicolás Moratín, el Don Sancho García de Cadalso o los Pelayos de Jovellanos y Quintana»[345]. Casi todas estas obras fueron representadas hacia el final del siglo; no ya en su segunda mitad, sino en su último tercio, e incluso alguna después de 1800. Con lo que, más que del XVIII habría que hablar de la segunda parte del reinado de Carlos III y todo el de Carlos IV. Esos parecen ser los años en los que el sentimiento nacional se plasmó en el teatro histórico. Fue al final de ese periodo cuando brilló Moratín, que con tanta frecuencia utilizaría la expresión «literatura nacional».
Los literatos eran, además, conscientes de que extender entre el pueblo la conciencia patriótica constituía una de sus obligaciones político-pedagógicas. En una de sus Cartas marruecas, Cadalso anunciaba su deseo de escribir una Historia heroica de España, o relación de los héroes patrios, con objeto de que se les erigiesen estatuas cuya contemplación educara a las nuevas generaciones; y en Los eruditos a la violeta recomendaba a los jóvenes estudiosos que, en lugar de malgastar su tiempo con lecturas intimistas, lo dedicaran a conocer a los grandes historiadores españoles, desde Mariana hasta Ferreras. El futuro afrancesado Meléndez Valdés proyectó en algún momento dejar de escribir pastorales sobre las delicias de la naturaleza para concentrar sus energías literarias en cantar los «hechos ilustres» de los «héroes españoles», desde Sagunto hasta las guerras de Felipe V. Algo muy semejante pretendía también Jovellanos, cuando aconsejaba a un joven poeta de la escuela de Salamanca, que no era otro que Meléndez Valdés, «arrojar a un lado el caramillo pastoril» y aplicar a sus labios la trompa
para entonar ilustres hechos españoles, [...] los triunfos de Pelayo y su renombre,
las hazañas, las lides, las victorias / que al imperio de lados casi inmenso
y al Evangelio Santo un nuevo mundo / más pingüe y opulento sujetaron[346].
Pasemos de lo que hoy llamamos literatura a la historia del derecho y las instituciones, otro de los campos privilegiados de lo que para el XVIII era «literatura», y que más tarde sería cultura, nacional. En 1780, Jovellanos tituló su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia Sobre la necesidad de unir al estudio de la legislación el de nuestra historia; por «historia», obviamente, se refería a la político-militar tradicional. Quince años más tarde, cuando publicó su Informe sobre la ley agraria, incluyó en él muy importantes observaciones históricas sobre leyes e instituciones anteriores al XVIII. No solo historia del derecho, sino también económica en general, pretendía hacer Jovellanos, pues quería rastrear los orígenes de «los estorbos políticos, o derivados de la legislación», de «los estorbos morales, o derivados de la opinión», y de «los estorbos físicos, o derivados de la naturaleza», que impedían el desarrollo de la agricultura española. A la larga, no sería esta cuestión la que más le interesara, pues lo que pretendería sería, a través del estudio de la evolución histórica de la legislación, «buscar una luz más cierta y clara» para el estudio de la «historia nacional», encontrar la «arquitectura social y política de la nación», la «constitución histórica» o «antigua» del país, es decir, «nuestra constitución» política o conjunto de «leyes fundamentales», para poder planear las necesarias reformas políticas con sentido de continuidad[347]. Sabemos también cuál fue el trágico destino personal de Jovellanos, censurado primero por la Inquisición —precisamente por su Informe sobre la ley agraria—, víctima más tarde de la dura reacción de Floridablanca tras la Revolución francesa, recluido a continuación por Godoy en el castillo de Bellver durante ocho años y desbordado, en los años finales de su vida, por el radicalismo gaditano.
Bastante antes de que Jovellanos exigiera formalmente esta reorientación de las investigaciones históricas hacia el terreno del derecho, el jesuita Andrés Marcos Burriel se había dedicado a reunir el mayor cúmulo posible de documentación jurídica para fundamentar las reivindicaciones regalistas con vistas al concordato de 1753. Protegido por el también jesuita Francisco de Rávago, confesor real, y a través de él por Carvajal y Ensenada, Burriel presentó diversos proyectos de recopilación de textos, sobre todo medievales, que sirvieran para el estudio de un pasado que él concebía ya en términos nacionales y para el que preveía como sede central el colegio imperial, regentado por la compañía. No obstante, todos estos proyectos quedaron en nada, como sabemos, al concertarse el concordato —y dejar, por tanto, de tener interés político la defensa del real patronato—, perder Ensenada el favor regio y caer Rávago como confesor de Fernando VI. También la Academia de la Historia acogió diversos proyectos transitorios de recopilación de textos jurídicos y Forner, en su Discurso sobre el modo de escribir…, hizo suya la exigencia de una historia del derecho español. En los años de Carlos III y Carlos IV abundaron las ediciones de textos clásicos de la legislación castellana, como el Fuero Juzgo, el Fuero Viejo, el Fuero Real, las Partidas o el Ordenamiento de Alcalá, a cargo muchos de ellos de Ignacio Jordán de Asso y Miguel de Manuel. Estos dos autores publicaron, además, en 1771, unas Instituciones del derecho civil de Castilla, con importantes referencias a las normas forales aragonesas, que alcanzó siete ediciones antes de 1808 y fue texto oficial en varias universidades de la época.
Un paso importante en este impulso hacia la construcción de la historia del derecho español, cuyo origen se sitúa precisamente en estos años anteriores a la guerra napoleónica, fue el dado por Juan Sempere y Guarinos, autor de unas Observaciones sobre el origen, establecimiento y preeminencias de las chancillerías de Valladolid y Granada, publicadas en 1796, unos Apuntamientos para la historia de la jurisprudencia española, de 1804, y una Historia de los vínculos y mayorazgos, del año siguiente. Especial importancia tuvo su Biblioteca Española Económico-Política, proyecto de colecciones de leyes sobre política económica comenzado a editar a partir de 1801, aunque presentado años atrás a Floridablanca; de los cuatro volúmenes entonces aparecidos partiría su Historia del derecho español, publicada por fin en 1822-1823. A la obra de Sempere y Guarinos, sobre la que volveremos, deben sumarse los veintiocho volúmenes de leyes, ordenadas por conceptos jurídicos, publicados por Antonio J. Pérez y López bajo el título Teatro de la legislación universal de España e Indias, entre 1791 y 1798. Y, aunque no llegaran a pasar a la imprenta, fueron conocidas y ejercieron influencia las Memorias históricas de la legislación española, desde los primeros tiempos hasta hoy, que dejó manuscritas Rafael de Floranes, otro notable recolector de libros y manuscritos medievales sobre temas jurídicos e históricos.
Inserta en toda esta oleada de interés por la historia jurídica, o jurídico-política, española, surgiría, al acercarse la fecha de 1808, la obra de Francisco Martínez Marina, relacionada sobre todo con las instituciones representativas. Aunque sus aportaciones historiográficas no supusieron una ruptura radical con lo hasta entonces elaborado, este autor fue quien tuvo la audacia de sistematizar el planteamiento mítico característico del primer liberalismo español, por lo que le dedicaremos atención especial en un capítulo posterior; pero conviene dejar mencionado su nombre desde este momento.
El giro historiográfico representado por la aparición de aquella historia «literaria» o «civil» significaba, en resumen, la ampliación de la narración, hasta entonces centrada en acontecimientos políticos y militares, a campos culturales —como la literatura—, institucionales —como el derecho— y sociales en general. Pero significaba también intentar buscar causas para los acontecimientos, desechar lo «maravilloso», como exigía Feijoo, y no solo en el sentido de no aceptar datos no documentados de modo verosímil, de acuerdo con la exigencia de los novatores, sino en el de explicar de manera razonable la sucesión de los hechos pretéritos.
A estos dos fines se dirigía, en principio, la historia ilustrada. Pero había más. El sujeto del nuevo tipo de relato no era ya el monarca, o la dinastía, sino ese colectivo al que los más moderados llamaban reino y los más radicales país o nación. Forner, en su Discurso sobre el modo de escribir…, decía de forma explícita que el conocimiento del pasado de España debía servirnos para mejorar su presente y futuro. Porque ese conocimiento debía llevarnos, como vimos, nada menos que al de su «constitución interna», o histórica. En definitiva, pues, se trataba de poner el conocimiento histórico al servicio de una finalidad política: estudiar lo ocurrido a nuestros antepasados para conocer nuestra «manera de ser» y aprender de nuestros errores, guiando así a los gobernantes actuales hacia los remedios necesarios para solucionar nuestros males; nuestros, siempre; los de los componentes de ese reino o nación que era ahora el nuevo sujeto del relato histórico y que empezaba a querer serlo de la vida política.
Empezaba a querer serlo, en efecto. La importancia de este giro reside en que es un síntoma, en el terreno historiográfico, de lo que estaba ocurriendo en el de la filosofía política, y un preludio de las revoluciones antiabsolutistas que estaban a punto de comenzar: el monarca empezaba a dejar de ser el vínculo político primordial, como la religión el nexo espiritual por excelencia o los estamentos la articulación social básica. Un espacio público nuevo estaba naciendo, adjetivado como «social» o «civil»; y quien dominaba ese espacio no era ya el monarca, sino la colectividad, el conjunto de los ciudadanos. La historia avanzaba hacia una secularización, aunque de ningún modo habría que tomar este término en sentido radical, pues la nación retendría, durante todo el tiempo en que reinó de manera indiscutible, abundantes rasgos sacrales. El mundo de la fe era, de momento, el límite más obvio con el que se enfrentaba todo el nuevo sentido crítico ante el documento, pues a nadie —dentro de una Ilustración cristiana, como la española— se le ocurría cuestionar el relato bíblico. Incluso la nación, el nuevo sujeto sagrado que se esbozaba, seguiría inserta, al principio, dentro de un marco providencialista. Que el racionalismo ilustrado tenía límites era innegable. Pero ello no debe hacernos menospreciar sus avances sobre el periodo anterior.
EL ESCASO LUGAR DE LAS HISTORIAS DE LOS REINOS PARTICULARES
No deberíamos abandonar el siglo XVIII sin hacer referencia a las historias de los antiguos reinos peninsulares, que tan importante lugar habían ocupado en la era de los Habsburgo, cuando se forcejeaba sobre privilegios locales. Como puede imaginarse, el nuevo enfoque ilustrado de la historia, ligado a un proyecto político centralizador, no supuso la revitalización de los particularismos históricos. La tendencia de la época apuntaba, por el contrario, hacia la reducción de estos últimos. Una contribución proveniente de un historiador relevante del momento fue, por ejemplo, el informe de la ciudad de Toledo al Consejo de Castilla, redactado por Burriel en 1758, en el que se pedía la uniformización de pesas y medidas, así como la «unidad de religión, de lengua, de costumbres y de gobierno», para que España se constituyera así en «un cuerpo de nación estable y firme»[348]. Burriel, ya mencionado aquí más de una vez, era un historiador del derecho que buscaba en los códigos medievales la identidad del «derecho patrio» frente al derecho romano, lo que revela a plena luz la doble cara, tan propia de todo nacionalismo, del españolismo de la época: homogeneizador frente a los particularismos internos y particularizador frente a los internacionalismos (el derecho romano, en este caso).
Tendencia de la época fue también la desaparición del cargo de cronista de los diferentes reinos, algo que ocurrió en Aragón conjuntamente con la de los fueros. Los propios catalanistas del XIX dieron por sentado que con los Borbones habían desaparecido estas historias locales o regionales, junto con el austracismo. La apertura a los catalano-aragoneses del comercio con las Indias y su protección frente a otras potencias europeas, tan beneficiosas para el primer despegue industrial catalán, habría hecho que el XVIII no fuera un siglo de protestas identitarias. Pero investigaciones recientes, como las de Ernest Lluch, tan devoto de la causa austracista, han demostrado que la conciencia de un pasado autónomo no había desaparecido[349]. Los datos por él aportados siguen siendo ocasionales y minoritarios, mas no debe olvidarse que, en 1760, casi a la vez que Burriel pedía la uniformización de lenguas, legislaciones y monedas, los procuradores en cortes de las ciudades de Zaragoza, Barcelona, Valencia y Palma solicitaron conjuntamente al rey la restauración de los antiguos fueros de la corona de Aragón, pues lo que garantizaba el buen gobierno no era la uniformidad de las normas, según ellos, sino su adecuación a «los diferentes climas de las provincias y genios de sus naturales»[350].
En el caso catalán, según dejamos dicho, el canto del cisne de la tradición historiográfica barroca estuvo representado por el Fénix de Cataluña, de Feliu de la Peña (1683), un autor que, en 1709, en plena guerra de Sucesión, dio a la imprenta unos Anales de Cataluña, desde la «primera población de España» hasta el año de su publicación, prohibidos tras la derrota de los austracistas[351]. Aquella guerra, en conjunto, no se vio acompañada por polémicas historiográficas comparables a las del siglo anterior. En realidad, el fin del anticuarismo barroco en Cataluña puede situarse en 1652, más que en 1713, y Feliu de la Peña fue la excepción.
En todo caso, ya en sus tiempos estaba entrando en el principado la renovación metodológica, en parte por influencia de la espuela valenciana animada por Manuel Martí y en parte por el archivismo francés de Mabillon y sus discípulos. Entre los nombres que deben destacarse en este periodo de transición —dejando de lado a los jesuitas expulsos, muchos de ellos catalanes, pero que en general no escribieron sobre Cataluña— figura el de Pere Serra i Postius (1671-1748), austracista también, empeñado sobre todo en demostrar las cualidades excepcionales del catolicismo catalán, y sobre cuyo valor como crítico documental polemizan hoy los historiadores. También fue importante el erudito Jaume Caresmar (1717-1791), canónigo y fundador de la escuela de archiveros del monasterio premostratense de Bellpuig de les Avellanes en 1742, que proporcionó a Enrique Flórez muchos de los datos que consignó en su España sagrada sobre las diócesis de Vic y Barcelona; pese a lo moderado de su criticismo documental, el hecho de que pusiera en cuestión parte de la tradición piadosa relacionada con la popular santa Eulalia, basada en un texto apócrifo del XVII, le convirtió en blanco de las invectivas del cabildo de Barcelona y objeto de poesías satíricas como la que recoge Javier Antón Pelayo:
un blanquillo con Valona, / sujeto de poco seso,
está deteniendo el rezo / de Eulalia, nuestra patrona.
Con motivo Barcelona / dirá de este gran jumento:
que se vuelva a su convento / pues que todo esto dimana
de ser él una avellana / que no tiene nada dentro.[352]
Un tercer nombre que debe mencionarse es el de Francesc Dorca (1736-1806), profesor de la Universidad de Cervera y más tarde canónigo de Gerona, que se interesó especialmente por una historia eclesiástica de Cataluña menos indulgente con tradiciones desprovistas de fundamento. Como observa Antón Pelayo, es muy significativo del momento que se vivía el hecho de que Dorca, crítico con el mito del viaje de Carlomagno a Cataluña, reivindicara, sin embargo, con calor a don Pelayo. Pero más importante que Dorca o cualquiera de los hasta ahora citados fue Josep de Mora y de Catà, marqués de Llió (1694-1762), presidente de la Academia de Buenas Letras de Barcelona, fundada en 1729 y sucesora de la de los Desconfiados, existente a principios de siglo. Esta academia, que logró el amparo real en 1752, tomó como objetivos principales la redacción de una historia de Cataluña y la de un diccionario de la lengua catalana, proyectos que no llegaron a culminar a lo largo del siglo[353]. El marqués de Llió, autor de unas Observaciones sobre los principios elementales de la historia que en 1756 se incluirían en el primer volumen de las Memorias de la academia, fue el principal impulsor de la preocupación historiográfica en aquella institución.
Un historiador de extraordinario interés y de gran impacto fuera de Cataluña fue Antonio de Capmany y Montpalau, mencionado ya aquí por su Teatro histórico-crítico de la elocuencia española. Aunque su importancia desborda ampliamente las historias de los reinos particulares, también retomó la del principado, con una edición, precedida por extenso estudio preliminar, del Libro del Consulado del Mar (1791) y unas Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona (1779, y Suplemento de 1792)[354]. Pero Capmany estaba muy alejado de las preocupaciones barrocas. Por el contrario, era un ilustrado en la línea de Voltaire, Gibbon o Robertson, capaz de combinar, como dice Mariano Esteban, «la síntesis interpretativa con los más rigurosos métodos críticos y racionalistas de la historia erudita»; en términos similares valora su obra Fernando Sánchez Marcos, para quien Capmany integraba «rigor documental, análisis filosófico (interpretación razonada y globalizadora) y una nueva temática “civil” (el desarrollo del comercio y de las artes de la paz, más que los trofeos del furor guerrero)». En 1807, y bajo el título Cuestiones críticas sobre varios puntos de historia económica, política y militar, Capmany publicó también seis ensayos en los que se planteó el tema de la decadencia de la monarquía española[355]. A lo largo de toda su obra, unió al gusto historicista por el pasado la defensa del progreso y la preocupación política por el presente; para ello propuso un avance basado en la tradición económica e institucional catalana, frente al centralismo a la francesa.
La figura de Capmany ha sido muy estudiada, por su extraordinario interés y complejidad. Fernández de la Cigoña y Cantero Núñez han destacado, en relación con su nueva visión de la singularidad histórica catalana, la novedad que suponía un enfoque prioritariamente económico, al que tan brillante futuro esperaba. Capmany insiste, en sus Cuestiones críticas…, en desmontar el tópico de la prosperidad industrial y comercial castellana de comienzos del XVI. En cambio, destaca la importancia del comercio medieval en Cataluña, «base de su opulencia y poder». Lo hace en el Libro del Consulado del Mar, que no era una empresa individual, además, sino un encargo de la Junta de Comercio de Cataluña, para el que contó con corresponsales y colaboradores, como José Ferriol y el mencionado Jaime Caresmar, fundador de la escuela de Bellpuig de les Avellanes, así como con la documentación reunida previamente por Antonio Juglá. Este desarrollo industrial y comercial, añade Capmany, no hubiera sido posible sin el régimen de libertades civiles y políticas establecido a partir del siglo XII, con los privilegios obtenidos por las ciudades bajo Raimundo IV. Se poblaron así estas de «hombres activos y ciudadanos laboriosos, cuya esencial ocupación debía ser el comercio, las artes y la navegación», algo que hubiera sido imposible bajo las «máximas mezquinas y tiránicas» de los «primitivos Condes». Las «costumbres laboriosas» pasaron así a formar parte del «carácter nacional» catalán; «las costumbres populares en Cataluña han estado siempre fundadas sobre el trabajo y la economía doméstica». Esta situación se vio contrariada por los descubrimientos del siglo XVI, el auge de la piratería berberisca y los nuevos intereses políticos de la monarquía española, todo lo cual reorientó el comercio hacia el Atlántico[356]. Pero no importa el giro del XVI. La esencia ha quedado fijada en el esplendor de los dos siglos anteriores, trasladado ahora a esa expresión («carácter nacional») y a ese «siempre» que acompaña a la explicación sobre los orígenes del comercio bajomedieval y la consiguiente laboriosidad catalana.
Pero Capmany es también un férreo defensor del españolismo. Podría decirse incluso que es el más temprano exponente de una concepción comunitaria y étnica de la nación española, muy propia del romanticismo, despectiva hacia las élites y sin ningún lugar para el individualismo: solo en el pueblo, escribe, se halla el «carácter original» de un país, «porque solo en él la razón y las costumbres son constantes, uniformes y comunes». Es más, pues, un romántico que un ilustrado. Y tiene especial interés la naturalidad con que armoniza su marcada conciencia catalana con un fuerte sentimiento nacionalista español, mostrado en especial durante el conflicto napoleónico, en su Centinela contra franceses. Si Cataluña es, para él, un entramado institucional a la vez que un carácter colectivo marcado por sus aptitudes industriales y comerciales, España será una nación basada en lengua, costumbres y religión (lo que hace que judíos, italianos o flamencos puedan ser «vasallos de España», pero no «españoles», así como los americanos podrán «negarnos la obediencia», pero no por eso dejarán de ser «nuestros hermanos por sangre, por costumbres, por lengua y por religión»)[357]. Estos rasgos culturales deben ser defendidos no solo frente a la invasión militar napoleónica, sino frente al «afrancesamiento» dominante en el siglo ilustrado.
Donde los mitos resistieron los embates del criticismo de novatores e ilustrados con singular fuerza, igual que la vieja estructura institucional y las exenciones y privilegios sobrevivieron al afán centralizador y homogeneizador de los gobiernos borbónicos, fue en lo que hasta entonces había sido Vizcaya y estaba pasando a llamarse Provincias Vascongadas (o Bascongadas, en la grafía de la época). Allí, precisamente como defensa frente a posibles reformas de Nueva Planta, el siglo XVIII vio culminar la construcción mítica vascoiberista, que ya se había iniciado en la etapa anterior. «La ligera expurgación de elementos fantásticos que tiene lugar en la historiografía vasca del XVIII —escribe Fernández Sebastián— no pasa de un superficial rechazo de las patrañas más insostenibles y de algunos extremos de la literaria falsaria más desacreditada, pero lo fundamental de estas construcciones sigue en pie»[358].
El principal defensor de los fueros vascos, apoyados en las leyendas históricas relacionadas con Túbal, fue el jesuita Manuel de Larramendi (1690-1766), filólogo, historiador y confesor de Mariana de Neoburgo, viuda de Carlos II. Larramendi fue el autor de la primera gramática de la lengua vasca, algo que se consideraba por entonces poco menos que imposible, a lo que añadió, entre otras obras, De la antigüedad y universalidad del Bascuenze en España (1728), Discurso histórico sobre la antigua famosa Cantabria (1736) y Sobre los fueros de Guipúzcoa (1756-1758). Desde una perspectiva abiertamente antiilustrada, o incluso prerromántica, su obra despliega el mito vasco en su plenitud, tras las elaboraciones de los dos siglos anteriores: los «cántabros» fueron los primitivos pobladores de España, desde su llegada con Túbal; este primer habitante trajo también el monoteísmo, que arraigó en aquel pueblo y facilitó su temprana conversión al cristianismo; sus descendientes se mantuvieron siempre en aquellas montañas y nunca fueron dominados por ningún otro pueblo, incluidos romanos y visigodos; su lengua, el vascuence, era la hablada por los iberos o españoles antiguos. Toda una leyenda histórica que el jesuita ponía al servicio de la reivindicación foralista: por ser una «nación privilegiada y del más noble origen», «nación aparte, nación de por sí, nación exenta e independiente de las demás», los vascos se habían ganado el derecho a un tratamiento legal específico[359]. Por mucho que repitiera el término «nación», no hay en Larramendi precedentes del nacionalismo aranista, según dijimos, pues exalta la identidad vasca por ser la más genuina y auténticamente española; en palabras de J. I. Tellechea, lejos de contraponer a vascos y españoles, Larramendi «hace de los primeros lo más genuino y auténtico de España, el paradigma del casticismo más auténtico y literal»[360].
Larramendi fue realmente un personaje excepcional en su época, y en cierto modo ajeno a ella, como el foralismo residual vasco lo era en relación con las tendencias políticas ilustradas. Como ha escrito Fernández Sebastián, Larramendi fue «un superviviente del Barroco en el siglo de las Luces» y también, en cierto modo, un «prerromántico»; «es a la vez un combatiente de retaguardia y de vanguardia, un puente tendido por encima de novatores e ilustrados para poner en comunicación las dos orillas del siglo de las Luces», concluye este autor[361]. Eso explica quizá que se alzara frente a él no un defensor del castellanismo ni de la uniformización borbónica, sino otro foralista, a quien conocemos, el valenciano Gregorio Mayans y Siscar. Como filólogo serio y crítico de leyendas heredadas, Mayans no podía tolerar que se repitieran tesis no documentadas, o simples supercherías históricas, como la consideración del vascuence como lengua primitiva de toda España o como lengua babélica conservada pura a lo largo de los milenios.
Otros intelectuales más ligados que Mayans a los gobiernos borbónicos insistieron, a medida que avanzó el siglo, en su ataque a aquellas leyendas. Especialmente en tiempos de Godoy, cuando se planteó seriamente la posibilidad de acabar con los fueros vascos. Antes de decretar la abolición foral que planeaba, el valido prefirió cargarse de razones —lo cual sin duda dice mucho, como observa Fernández Sebastián, de la creciente importancia de la opinión en la época—. En 1802 llegaron los primeros volúmenes del Diccionario geográfico-histórico de España de la Real Academia de la Historia, que trataban precisamente del reino de Navarra, señorío de Vizcaya y provincias de Álava y Guizpúzcoa. Aunque su objetivo esencial era la descripción geográfica, este diccionario incluía la historia civil y eclesiástica, el origen y sucesos pretéritos de todas «las ciudades y pueblos de algún nombre y que han sido famosos en la historia», para «sacarlos de la oscuridad en que se hallan». Los autores de aquellos volúmenes fueron el sacerdote Joaquín Traggia (1748-1802), el futuro afrancesado Vicente González Arnao (1776-1845), el numismático y archivero Manuel Abella y el futuro gran historiador del momento gaditano Francisco Martínez Marina. El primero ponía en duda la antigüedad del vascuence, el segundo mantenía la sujeción plurisecular de Vizcaya a Castilla y todos eran, en suma, contrarios a la fundamentación histórica de los fueros[362].
Los volúmenes del Diccionario desmentían de forma tan directa los mitos históricos heredados en el mundo vasco que no podían quedar sin respuesta. En 1803, Pablo Pedro de Astarloa publicaría su Apología de la lengua bascongada, completada en 1804 con unas Reflexiones filosóficas… Como abierta réplica a Traggia, Astarloa defendía no solo que el vascuence era la primera lengua de España, sino la primera de la humanidad, la más perfecta y antigua del mundo. En apoyo de la tesis vasco-iberista añadiría, en 1800-1805, Lorenzo Hervás un Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas, donde mantenía que Vasconia conservaba aún los nombres iberos. Y un año después intervendría en el debate Juan Bautista Erro y Aspiroz, con su Alfabeto de la lengua primitiva de España, obra que defendía las mismas posiciones, pero en términos aún más fantasiosos[363].
En apoyo de la posición opuesta alzó su voz, entre 1806 y 1808, José Antonio Llorente, con sus Noticias históricas de las tres provincias vascongadas, obra en cinco volúmenes sobre la que este clérigo riojano, célebre más tarde por sus denuncias de los procedimientos inquisitoriales, trabajaba desde mediados de la década de 1790; se la había ofrecido a Godoy por entonces, pero el momento, tan cercano a la guerra de la Convención, no pareció el adecuado; en 1804, tras el motín de la «Zamacolada», contra un intento de extensión del servicio militar en Vizcaya y de reducción de los privilegios del puerto de Bilbao, el valido cambió de opinión y la obra sobre el origen de los fueros vascos fue finalmente publicada para sacar del «error en el que viven sus naturales». Llorente se remitía a Miguel de Manuel, bibliotecario de los Reales Estudios de San Isidro, para afirmar que «documentos incontrastables» demostraban que «el señorío de Vizcaya nunca fue independiente, sino sujeto y parte integrante de las coronas de Castilla o de Navarra» y que «es un tejido de fábulas todo cuanto se dice del conde don Zuría y sus inmediatos sucesores en el señorío independiente de Vizcaya»[364].
La guerra de 1808-1814 cortó este debate, que más que historiográfico era en realidad sobre los fueros. Durante aquella guerra, la actitud dominante en lo que hoy se llama País Vasco fue antifrancesa, como lo fue en Cataluña, y el número de «afrancesados» o colaboracionistas del gobierno de José Bonaparte fue reducido en ambos casos. Nada de lo que se debatía por entonces tenía aún relación con futuras actitudes nacionalistas. Pero la historia del siglo XIX habría de ser larga y conflictiva, con especial incidencia de las guerras carlistas, y estas actitudes habrían de evolucionar mucho, como veremos.
Apenas hay otras historias particulares a lo largo del XVIII. En relación con Galicia, Justo Beramendi escribe que «a etnicidade galega amosárase politicamente inerte» en los siglos XVI-XVII; no parece injusto extender la afirmación al XVIII[365]. De Canarias, en cambio, es interesante mencionar la figura de José de Viera y Clavijo, literato y botánico ilustrado que escribió unas Noticias de la historia general de las islas Canarias, publicadas entre 1772 y 1783[366]. Según Demetrio Castro, se distanciaba en ellas de algunos mitos relatados en las crónicas de la conquista de Canarias de los siglos anteriores (fray Alonso de Espinosa, Antonio de Viana, Juan Núñez de la Peña o fray Juan de Abreu Galindo), como la descomunal estatura de los aborígenes o la milagrosa aparición de la virgen de la Candelaria. Mantenía, en cambio, una cierta idealización del «buen salvaje», que en la primera mitad del XVII había exaltado como nadie Antonio de Viana en sus versificadas Antigüedades de las islas Afortunadas, donde sostenía que los guanches
Tenían, por la mayor parte, / magnánimo valor, altivo espíritu, […]
Agudo entendimiento, gran memoria, / trato muy noble, honesto y agradable
Y fueron con exceso apasionados / del amor y provecho de su patria. […]
[Los mayores enseñaban a los jóvenes] a tener caridad, a guardar bienes,
A sustentar honor, a ser bien quistos, / a defender, amar y honrar su patria,
Y a venerar, servir y tener reyes.
Este último aspecto era el que más interesaba a Viera, que concluía que aquellos aborígenes tan excelentemente dotados habrían concertado «pactos sociales» que elevaron a ciertos «hombres extraordinarios» a la condición de «caudillos o reyezuelos», cuyas principales funciones eran protectoras y arbitrales. A partir de ahí, aceptaba la tradicional «genealogía real» de los reyezuelos o cabecillas de los cantones isleños, de quienes eran sucesores los monarcas españoles de su época[367].
Pero se aproximaban no solo las revoluciones antiabsolutistas, sino también el romanticismo. Y antropólogos o filósofos políticos como Humboldt o Herder iban a recrearse en la idea de que los «vascos» —término de nuevo cuño, a partir del francés «basques», que entró con el giro del siglo— eran un ejemplo de pueblo puro, en cuya lengua trasmitían un modo de pensar específico, ligado a su libertad e independencia milenarias. No era ya la defensa del particularismo privilegiado del Antiguo Régimen, en la que el sujeto político básico era la monarquía, entendida como conjunto de reinos, señoríos y corporaciones. El racionalismo ilustrado había alzado frente a él, en el siglo XVIII, la defensa del reino, como cuerpo homogéneo y relativamente igualitario bajo un monarca absoluto. La ilustración radical y el liberalismo revolucionario habían propuesto, en un tercer momento, a la nación, sujeto soberano mucho más igualitario y basado en la voluntad de sus ciudadanos. Y ahora, en la reacción del XIX, aparecería el pueblo, organismo vivo, de rasgos culturales esenciales y permanentes derivados de la historia y ajenos a la voluntad de sus componentes. Sería el comienzo de otra etapa.