LAS INDIAS EN LA POLÉMICA DEL XVIII
EL «BUEN SALVAJE» Y LA AMÉRICA ESPAÑOLA
Tras el letargo del siglo XVII, la historiografía indiana resurgió en la segunda mitad del XVIII, al calor de la polémica sobre los méritos o, por el contrario, la inhumanidad de los españoles en la conquista y administración de aquellos territorios.
Tampoco fueron, de todos modos, los cronistas mayores de Indias quienes escribieron una historia general de América en el siglo ilustrado. El último de ellos, el literato y botánico fray Martín Sarmiento, se limitó a cesar en el cargo al ser nombrado abad de Ripoll, lo que permitió a la Real Academia de la Historia asumir sus funciones en 1755[368]. Además del peso de la tradición historiográfica oficial, que llevaba más de ciento cincuenta años sin producir una nueva historia indiana o sin actualizar la de Herrera, todo indica que hasta entonces los gobiernos borbónicos, a diferencia de los del siglo XVI, no habían tenido la necesidad de promover la realización de una historia de América. En realidad, la historia de las Indias había quedado sobre todo en manos del clero americano, más interesado en justificar su presencia y privilegios en América que en favorecer la imagen civil de la monarquía. También había aparecido, en la segunda mitad del XVII, una literatura patriótica indiana, elaborada por criollos, que cultivó una historia regional y local en la que ensalzaba con orgullo la antigüedad de sus patrias, su rica naturaleza, las raíces y costumbres americanas, el esplendor de las urbes indianas o la aportación de los súbditos americanos a la grandeza y progresos de la monarquía católica; no era sino una manifestación más de la tendencia dominante en los territorios peninsulares de fundamentar los derechos corporativos en la antigüedad. De esto último fue buen ejemplo la Bibliotheca Mexicana (1755), del obispo electo Juan José de Eguiara y Eguren, de la que se publicó únicamente un primer tomo en latín, pues con esta especie de diccionario biográfico, dedicado al «rey católico de las Españas y del Nuevo Mundo» y precedido por veinte prólogos eruditos, el catedrático mexicano trataba de demostrar la capacidad de los americanos de su «patria» para el cultivo de las labores intelectuales y su aportación a la cultura hispana, hasta el punto de incluir entre los suyos a Cristóbal Colón, que, aunque de patria genovesa, «por el descubrimiento del Nuevo Mundo, que inició desde la Isla Española, por derecho debe llamarse mexicano, como ninguno»[369].
Al iniciarse el siglo de las Luces la América española era una realidad política y social que nadie podía obviar. Las polémicas de la época de la conquista parecían cosa del pasado y aquella lejana época había pasado a formar parte de las glorias de España. Los historiadores religiosos del siglo XVII, con Solís a la cabeza, o intelectuales eclesiásticos de la primera mitad del XVIII, como Feijoo («Las glorias de España», Teatro crítico universal, 1730), habían construido una visión heroica y poco problemática de la historia americana, centrada en la tradicional labor evangelizadora, que estaba muy alejada de las inquietudes de los funcionarios civiles, como Campillo, Campomanes o Bernardo Ward. En sus informes reservados, estos reformistas ilustrados no aparecían preocupados por la historia, sino por los problemas del presente: la eficacia del gobierno, el atraso económico, la falta de recursos, los privilegios del clero, la incultura de las masas indígenas, los gastos de defensa y la rivalidad con las otras potencias coloniales. El informe secreto de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, oficiales de la armada que habían realizado una misión de información por la costa sudamericana del Pacífico, escrito en 1748 y publicado tras la independencia de las colonias con el título de Noticias secretas de América (Londres, 1826), rebosaba pesimismo sobre la organización y viabilidad de los territorios americanos y, entre las causas de la escasa prosperidad observada, señalaba, en lugar destacado, la explotación de los indígenas y los abusos del clero y los corregidores. En definitiva, la historia de América no era algo prioritario en España, por lo que bastaba con reeditar a los cronistas clásicos para satisfacer las demandas del público ilustrado. La única obra general reseñable de la primera mitad del siglo XVIII debida a un español fue la de Andrés González de Barcia: Historiadores primitivos de las Indias Occidentales, una colección de fuentes publicada en tres volúmenes (Madrid, 1749)[370].
Esta situación, en la que la historia ultramarina no representaba ninguna preocupación para los gobernantes, cambió en la segunda mitad del siglo XVIII, al reaparecer en Europa la polémica americanista, y se incrementó en los años 1770, coincidiendo con el levantamiento de las colonias inglesas de Norteamérica. Los orígenes de esta renovada polémica se remontan a las obras «filosóficas» de Pauw y Raynal.
El pensamiento utópico ilustrado, especialmente el de Rousseau, lanzó la idea del «buen salvaje»: los hombres en «estado natural», no deformados por la civilización y la religión, eran superiores en virtudes, felicidad y sabiduría a los europeos, los cuales, movidos por su egoísmo y crueldad, habían emprendido desde el siglo XV la empresa de ir a descubrirlos para luego exterminarlos. El hombre salvaje era el ser originario y puro mientras que el «civil» era el degenerado y corrupto. Como respuesta a esta idea, que cuestionaba la superior civilización europea, Cornelius de Pauw publicó Recherches philosophiques sur les américains (Berlín, 1768-1769), obra inspirada en el naturalista francés conde de Buffon. Según este último, los cronistas de Indias habían exagerado el grado de civilización de los pueblos precolombinos, pues la inferioridad de los indios americanos quedaba demostrada por la facilidad con que fueron sometidos por un puñado de hombres; una interpretación de la superioridad cultural europea que restaba, de paso, importancia y gloria a los conquistadores españoles. El abate Pauw ridiculizaba, por su parte, el mito del «buen salvaje» tomando como caso demostrativo el de los indígenas americanos, para él «una especie degenerada del género humano», cobarde, débil, imberbe, afeminada e ignorante, por lo que, basándose en los textos lascasianos, afirmaba que la conquista y la evangelización de los indios había sido una empresa absurda y cruel, propia no de héroes, sino de bandidos crueles y fanáticos religiosos como los españoles. Hernán Cortés, la figura más encumbrada por los cronistas indianos, era para él el más despreciable de todos, por lo que la sangre que habían derramado en América esos desalmados, concluía, «todavía exig[ía] venganza». Desde el lado utópico, Pauw fue inmediatamente rebatido por el bibliotecario Antoine-Joseph Pernety, un exbenedictino fundador de la logia Illuminati, que había viajado a las islas Malvinas como capellán y naturalista y que escribió para la ocasión una Dissertation sur l’Amérique et les américains (Berlín, 1769), lo que provocó la réplica del primero (Défense des recherches…, Berlín, 1770) y una contrarréplica suya (Examen des recherches… et de la défense de cet ouvrage, Berlín, 1771). La polémica, aunque protagonizada por dos extranjeros, un holandés y un francés al servicio del rey de Prusia, tuvo una proyección europea y puso de nuevo sobre la mesa la polémica historia de la conquista de América por los españoles[371].
En pleno debate Pauw-Pernety, Guillaume-Thomas -Raynal publicó su magna Histoire philosophique et politique des établisements et du commerse des européens dans les deux Indes (Ámsterdam, 1770, seis volúmenes). La obra del abate Raynal tuvo una gran repercusión, ya que criticaba los vigentes sistemas coloniales, desde presupuestos morales y políticos, y proponía mejorarlos y humanizarlos mediante la abolición de la esclavitud de los negros y del trabajo forzado indígena. Aunque su objeto era ayudar a perfeccionar el régimen económico colonial para incrementar el comercio ultramarino, no por ello dejaba de denunciar la opresión y crueldad sufridas por los pueblos nativos a manos de los colonizadores europeos. Como señala Manfred Tietz, en las ediciones revisadas de 1774 y 1780 esta denuncia cobró más fuerza con las anotaciones que incluyó el enciclopedista Diderot. Todo ello explica que la obra fuese prohibida por el Gobierno francés en 1773 y condenada a ser quemada públicamente en 1781. Pero el trabajo de Raynal era también una historia general del colonialismo europeo, en la que los inhumanos crímenes cometidos se explicaban en función del grado de ignorancia y fanatismo de los pueblos conquistadores. Por ello se prestaba especial atención a la expansión de las monarquías española y portuguesa, pues habían sido las primeras en emprender una acción colonizadora tras el descubrimiento de América y habían utilizado los métodos más execrables para dominar y explotar a los indígenas. «Las depredaciones de los españoles en toda América han informado al mundo sobre los excesos del fanatismo», sentenciaba el historiador francés. Respecto al periodo colonial, el atraso económico, social y cultural de las ricas y extensas posesiones americanas se debía al arcaísmo de la dominación española. De esta manera Raynal y Diderot incidían en presentar la conquista y colonización de América como una página negra de la historia de España, una nación que ya en el siglo XVI había sido tachada por sus enemigos de «tiránica» y «cruel» y que ahora recibía también los timbres de «fanática» e «ignorante» de manos de los filósofos ilustrados europeos (lo que se sumaba a las sátiras de Montesquieu y otros, a las que nos hemos referido ya en este libro)[372].
EL IMPACTO DE ROBERTSON
Dos obras más, de muy distinta naturaleza, se añadieron a esta lista en 1777. La primera se debía al literato y enciclopedista francés Jean-François Marmontel, que se movía en los parámetros rousseaunianos y publicó una de sus novelas de mayor éxito, Les Incas, ou la destruction de l’empire du Pérou, en la que hacía una áspera crítica de la conquista española y una incondicional defensa de los desamparados indígenas americanos[373]. La segunda obra, más cercana a las tesis de Buffon y de mayor trascendencia historiográfica, fue la History of America de William Robertson, pastor protestante y rector de la Universidad de Edimburgo. Aunque había algunas historias de América hechas por extranjeros, como la general de A. Touron (1768) o la referida a Hispanoamérica de J. Campbell (1741)[374], ninguna era comparable en rigor y popularidad a la de Robertson, que fue traducida en su siglo a más de cinco lenguas europeas. Robertson, autor de una célebre historia del reinado de Carlos V, había consultado prácticamente todos los libros publicados y una gran cantidad de documentos y manuscritos que no estaban al alcance de otros investigadores, y había sometido al método crítico todas estas fuentes para escribir una historia de América original y de concepción moderna, que no llegaría a ser superada en varias décadas. Aunque Roberton había trabajado sobre toda América, únicamente publicó en 1777 los ocho primeros libros de su Historia, dedicados a la América hispana, y la parte dedicada a las colonias inglesas de Norteamérica no apareció hasta 1796. La obra estudiaba los progresos de la navegación, la época de Colón y de los descubrimientos, las islas, las conquistas de Cortés y Pizarro y las grandes culturas indígenas y dedicaba un último libro a estudiar la colonización y sus efectos. Prestaba la mayor atención a la conquista de México y del Perú, para él «el acontecimiento más brillante y del mayor interés de la historia de la América». Robertson defendía la llegada del hombre a América por el estrecho de Bering y profundizaba en el estudio de las civilizaciones indígenas, pero lo hacía influido por las tesis de Buffon y Pauw. Los aztecas e incas eran «civilizados» en comparación con los demás pueblos americanos, pero no lo eran «cotejados con los pueblos del antiguo continente»; los aborígenes americanos estaban aún en la «infancia de la vida civil» y los europeos en la madurez, en un estado superior del desarrollo humano. El escaso progreso de la América española en comparación con el de las posesiones ultramarinas de otras naciones se debía, para él, al deficiente gobierno de las colonias: la mala regulación del comercio, el peso de la Iglesia, los privilegios de los peninsulares, el desarrollo del latifundismo, los excesivos tributos indígenas y otras deficiencias que no habían sido corregidas por las reformas emprendidas en el siglo XVIII[375].
Si Gómara o Solís habían elevado a Cortés al altar de las glorias patrias, ahora los críticos extranjeros, con Pauw a la cabeza, lo colocaban entre la escoria de la humanidad. Frente a estas graves acusaciones, las instituciones oficiales y los intelectuales españoles se vieron en la necesidad de reaccionar para ocuparse nuevamente de la conquista y la historia de las Indias. La respuesta de Cadalso en sus Cartas marruecas era irónica e inteligente: «los pueblos que tanto vocean la crueldad de los españoles en América, son precisamente los mismos que» trafican con esclavos negros en las costas africanas para llevarlos «desnudos, hambrientos y sedientos», y a las mujeres con «un fruto de miseria dentro», a «millares de leguas», para allí venderlos como «jumentos» y, una vez enriquecidos, acabar por llevarse el dinero «a sus humanísimos países, y con el producto de esta venta imprim[ir] libros llenos de elegantes invectivas, retóricos insultos y elocuentes injurias contra Hernán Cortés por lo que hizo»[376].
El exjesuita catalán Juan Nuix y Perpiñá escribió en italiano unas Reflexiones imparciales sobre la humanidad de los españoles en las Indias contra los pretendidos filósofos y políticos, publicadas en Venecia en 1780 y traducidas poco después al español en dos versiones diferentes (Madrid, 1782; Cervera, 1783), en las que discutía los aspectos históricos de las obras de Raynal y Robertson para poner a salvo el carácter humanitario y generoso de los españoles que llevaron a cabo la conquista y evangelización de América. España había sido «el Reyno más firme en el catolicismo», «la más humana de todas las naciones», y de ahí provenía que fuera tildada de «bárbara» por los impíos filósofos europeos, pues «todos los anticatólicos» eran «antiespañoles»[377]. El duque de Almodóvar del Río, por su parte, trató de contrarrestar los efectos negativos de la Historia de Raynal haciendo una traducción adaptada de su obra, sobre la que pesaba la prohibición de circular en toda la monarquía española, pero salvando, e incluso potenciando con adiciones suyas, sus efectos positivos, que se circunscribían a la descripción de los sistemas económicos de las colonias europeas que pudieran ilustrar a los gobernantes españoles. Con el seudónimo de Eduardo Malo de Luque, Almodóvar publicó su Historia política de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas (Madrid, 1784-1790, cinco volúmenes), en la que suprimió y cambió las partes más polémicas del texto del abate Raynal, ofensivas para los españoles y la religión católica, lo que le permitió superar la previa censura de la Academia de la Historia, de la que era miembro. No obstante, su traducción terminó siendo parcial, pues, ante los obstáculos que presentaba el abordar y expurgar la parte histórica referida a la América hispana, que era donde aparecían las críticas más duras a España, acabó por prescindir de ella, siendo así que la única referencia que aparecía a las posesiones españolas era sobre las islas Filipinas. El inicio de la Revolución francesa en 1789 acabaría por decidirle a interrumpir la traducción de la obra del abate galo[378].
La Real Academia de la Historia creyó poder compensar su pasividad en el desempeño de su función de cronista mayor de las Indias con el proyecto de traducir la Historia de Robertson, pues su moderado tono antiespañol hacía viable adaptarla, con un mínimo de rectificaciones y adiciones, a las exigencias de una historia oficial. De realizarse tal idea, los académicos podrían preciarse de haber cumplido con su obligación de elaborar una historia para «perpetuar la memoria de las acciones ilustres de los españoles» en América o, al menos, de acallar a los críticos europeos con la publicación de una historia de un autor extranjero. Robertson hacía en su obra un elogio al director de la institución, Campomanes, que acogió con gusto la idea y nombró al historiador escocés académico «correspondiente» de la misma. El académico Ramón de Guevara Vasconcelos se encargó de hacer una traducción anotada al castellano, que fue discutida y aprobada por la corporación tras suprimir algunos pasajes «demasiado fuertes» sobre política y religión y añadir otros nuevos, ampliándola, además, con notas referidas al estado actual de la población, administración y comercio. Pero, en 1778, cuando todo parecía dispuesto para la publicación de la Historia de Robertson, el ministro de Indias, José de Gálvez, que la creía ofensiva para el honor y los fastos de la nación, prohibió la circulación de la obra del escocés, le vetó la investigación en los archivos españoles y suspendió el proyecto editorial de la academia, más inoportuno aún en un momento de inminente declaración de guerra a Inglaterra. La obra de Robertson, en suma, no llegaría a ser publicada en español hasta el triunfo del liberalismo, medio siglo después[379].
JUAN BAUTISTA MUÑOZ
Dadas las circunstancias, el rey Carlos III encomendó en 1779 al catedrático valenciano Juan Bautista Muñoz Ferrandis (1745-1799), a la sazón cosmógrafo mayor del Consejo de Indias, la tarea de elaborar una historia de América que pudiese rivalizar con la de Robertson y replicar a los críticos extranjeros. Muñoz reconocía el mérito de la Historia del escocés, pero también sus errores antiespañoles, en parte influidos por la «vehemencia» del cronista Las Casas. La designación de Muñoz fue mal recibida por la Real Academia de la Historia por ser ella la que ostentaba el cargo perpetuo de cronista mayor y no pertenecer el ilustrado valenciano a la corporación. En contrapartida a la oposición académica, Muñoz contó con el firme apoyo de Floridablanca, que le dio las máximas facilidades para que pudiese viajar y reunir todos los documentos y manuscritos necesarios —incluidos los de la academia— para colmar con éxito su cometido; lo cual obligó a la solución de compromiso de hacer al valenciano «académico de número» de la misma en 1788 para que pudiese consultarlos. En 1791, tras más de diez años de trabajo, Muñoz concluyó los dos primeros tomos de la obra, que el Consejo de Indias remitió con celeridad a la academia para su censura. Al enjuiciar el manuscrito, los académicos se dividieron: mientras un grupo, encabezado por Campomanes y José Guevara Vasconcelos (defensores de Robertson), puso toda clase de trabas a la revisión y censura, otro grupo optó por denunciar el caso a Floridablanca, lo que acabaría llevando a la elección de un nuevo director de la academia. Esta aprobó en reñida votación secreta una censura favorable para la publicación de la obra, pero el ministro Antonio Porlier decidió cortar en seco la polémica con Muñoz al relevar a la academia de su labor censora y devolver el manuscrito al Consejo de Indias, que, tras hacer algunas indicaciones al autor, decidió su impresión en 1792[380].
La Historia del Nuevo Mundo, de Muñoz, vio la luz en 1793 y fue traducida al alemán dos años más tarde y al inglés en 1797. Pero el segundo tomo, aunque estaba redactado, no llegó a imprimirse. En ello influyó la caída de Floridablanca, que perdió la secretaría de Estado en 1792, y las críticas recibidas. Entre estas se encuentra la Carta crítica sobre la Historia de América…de Muñoz escrita en Roma por el exjesuita argentino Francisco Iturri e impresa en Madrid (1798), quizá a expensas de Campomanes, donde descalificaba a Muñoz por su falta de patriotismo: «toda la novedad de su historia se reduce a traducir servilmente a Robertson y al mentiroso Pauw». Muñoz le respondió con desprecio en un opúsculo (Satisfacción..., Valencia, 1798) que fue contestado por una Carta segunda..., en la que se reprochaba al historiador valenciano su visión lascasiana sobre la conquista americana, que le llevaba a interpretar que «los pueblos y monarcas que respetaron la bula eran unos fanáticos, supersticiosos e ignorantes; que la religión fue plantada en América a fuerza de armas». Muñoz murió poco después, por lo que dejó inédita la continuación de su obra[381].
El tomo publicado tan solo llegaba hasta el año 1500, por lo que puede decirse que Muñoz no cumplió con el objetivo de hacer una historia crítica que pudiese superar los contenidos de las historias extranjeras, especialmente la de Robertson. La Historia de Muñoz estaba sólidamente documentada, más que ninguna otra hasta ese momento, pero se quedaba en el descubrimiento colombino sin entrar en el más polémico periodo de la conquista, ni en el posterior de la colonización. No obstante, su prólogo contenía algunas observaciones críticas sobre la conquista y el papel del clero que traslucían el regalismo del autor, aunque no por ello dejaba de estar más cerca de la visión patriótica tradicional que de una historia más distanciada como la de Robertson. Muñoz trataba de defender el nombre de España de las críticas extranjeras, elogiaba las leyes de Indias y denunciaba los abusos realizados en nombre de la religión, pero sin cuestionar el fin evangelizador de la conquista, que había permitido a los españoles extender la civilización cristiana y europea a América. En la línea del cronista Herrera, solamente relataba los hechos de los españoles, especialmente «el espectáculo más grande que se ha visto en las edades pasadas», que era el descubrimiento de Colón, e ignoraba por completo el mundo indígena. Para él los pueblos indios precolombinos eran «bárbaros», sepultados en la «ignorancia, y en una indolencia y pereza asombrosa»; divididos en pequeñas naciones, «cada una tenía su pobre lengua, sus costumbres y usos, sus vanos dioses y supersticiones»; ni tan siquiera los aztecas o los incas, con «lenguas más generales», habían llegado a adquirir «ideas abstractas y universales», es decir, la «verdadera civilidad», por estar «privados […] de toda comunicación y noticia de gentes ilustradas»[382]. Muñoz, en definitiva, reproducía el eurocentrismo de Robertson, aunque sin pararse como este a estudiar los grandes imperios americanos, con el único fin de ensalzar la obra unificadora y civilizadora de España.
A pesar del trabajo de Muñoz, el panorama historiográfico español del siglo XVIII acabó casi como empezó, sin una historia general de la América hispana moderna y actualizada que pudiese reemplazar la escrita por Herrera doscientos años antes. No obstante, Muñoz logró algo importante para los futuros historiadores, pues propuso al rey trasladar los fondos indianos de Simancas y de otros lugares a Sevilla para fundar allí un Archivo General de Indias; Carlos III aceptó la idea y el archivo fue inaugurado en 1785. En el terreno de las historias generales especializadas, la segunda mitad del siglo XVIII fue también poco prolífica. Entre las obras impresas, cabe mencionar el Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales (Madrid, 1786-1789, cinco volúmenes), del coronel quiteño Antonio de Alcedo, autor también de una Memoria sobre el mejor medio de continuación de las Décadas… de Herrera; y las Memorias históricas sobre la legislación y gobierno del comercio de los españoles con sus colonias en las Indias Occidentales de Rafael Antúnez Acevedo, impresas en Madrid en 1797, pobres en reflexiones histórico-críticas. Y, para las posesiones del océano Índico, el monumental trabajo de fray Juan de la Concepción Historia general de Philipinas, de catorce volúmenes, publicado en Manila en 1788-1792[383].
LOS JESUITAS AMERICANOS
Según Antonello Gerbi, los exjesuitas indianos desterrados en Italia entraron en la polémica americanista para defender a sus patrias y a la monarquía católica de las descalificaciones vertidas por los historiadores extranjeros acerca de la inferioridad de las culturas indígenas y de los escasos progresos de la América española, lo cual les llevó a ensalzar sus raíces americanas y el papel de la extinguida Compañía de Jesús en el Nuevo Mundo[384].
Francisco Javier Clavijero exaltó su patria mexicana, su naturaleza y sus pobladores, pero lo hizo llevando a cabo una defensa casi apologética del indio americano, y no de los españoles (criollos y peninsulares), en su muy difundida Storia antica del Messico (Cesena, 1780-1781, cuatro volúmenes)[385]. Antecedida por un libro de historia natural, la primera parte de la obra cubre desde los primeros pobladores hasta la conquista del Imperio azteca por los españoles y la segunda contiene nueve «disertaciones sobre la tierra, los animales y los habitantes», destinadas a rebatir las ideas equivocadas que los filósofos europeos habían difundido sobre América y, muy especialmente, a defender al indígena de los ofensivos ataques de Pauw. Para el jesuita mexicano, las comparaciones entre el Viejo y el Nuevo Mundo eran «odiosas» y absurdas; el atraso cultural de los indios respecto a los europeos se debía a la falta de educación, a la «vida miserable y servil» que llevaban, pues «las almas de los mexicanos en nada [eran] inferiores a las de los europeos». Aunque las civilizaciones precolombinas fuesen «muy inferiores en cultura a la mayor parte de las naciones europeas», se trataba a todas luces de pueblos cultos, con lengua, religión, leyes y organización estatal y económica; no eran bárbaros e incluso su religión era «menos irracional que la de las más cultas naciones de la antigua Europa», apreciación que coincide con la del cronista Acosta. Tras estudiar la historia indígena o antigua de su patria, Clavijero entraba a narrar la conquista de México, en la que —como señala Karl Kohut— trataba de ser objetivo, además de equidistante entre Solís y Las Casas, al abordar la actuación de Cortés. No obstante, sus simpatías estaban con los vencidos cuando afirmaba, por ejemplo, que, tras la ejecución de Cuauhtémoc, «los mexicanos […] quedaron, a pesar de las cristianas y prudentes leyes de los Monarcas Católicos, abandonados a la miseria, la opresión y al desprecio, no solamente de los españoles, sino aun de los más viles esclavos africanos y de sus infames descendientes, vengando Dios en la miserable posteridad de aquellas naciones la crueldad, la injusticia y la superstición de sus mayores. Funesto ejemplo de la Justicia Divina y de la inestabilidad de los reinos de la tierra». A pesar de su indignación contenida y de la dura crítica al régimen de castas, y dejando de lado sus prejuicios racistas, la obra consideraba a los monarcas españoles como los legítimos herederos de los reyes mexicanos. Clavijero afirmaba ser hijo «de padres españoles», de padre peninsular y madre americana, no tener «ninguna afinidad o consanguinidad con los indios», y que defendía a estos (y no a los «criollos» como él) porque ellos eran los «más injuriados y más indefensos», es decir, los más perjudicados y míseros, los más ignorantes y abandonados por las autoridades, los que ocupaban el último peldaño en el régimen de castas creado por los españoles. Aunque la Historia de Clavijero no superó, por motivos que no están claros, la censura en España, fue rápidamente traducida al inglés y al alemán, con una primera versión española publicada en Londres en 1826[386].
Algo semejante hizo el jesuita chileno Juan Ignacio Molina en su Compendio de la historia geográfica, natural y civil del reyno de Chile publicado en italiano (Bolonia, 1782-1787, dos volúmenes) y traducido al español, al alemán y al inglés. La obra abarca desde la ocupación araucana del siglo XVI hasta 1775 y se explaya en el relato de las guerras de conquista, resaltando la pertinaz resistencia indígena; en el prefacio, Molina defiende su imparcialidad a la vez que critica a Raynal. O el padre Juan de Velasco, en su Historia del reino de Quito en la América Meridional (1789), que es también una historia natural, antigua y moderna. Esta Historia contó con el apoyo del ministro Porlier y la academia en su censura autorizó su publicación con cambios que afectaban sobre todo a la historia natural, pues pasó por alto los elogios a los jesuitas hechos en la historia moderna; respecto a la parte antigua (años 1000 a 1550), vio con buenos ojos que se mostrasen los grandes avances logrados por los antiguos quiteños en astrología, política, legislación, artes y ciencia militar, que demostraban la falsedad de las «mil calumnias» que sobre esos países habían propagado los filósofos extranjeros. Pero, a pesar de ello, la dejadez del ministro y la enfermedad del autor, fallecido en 1792, impidieron finalmente la publicación de la obra en España[387].
En definitiva, como señala Víctor Peralta Ruiz, los jesuitas criollos desterrados defendieron la identidad de los «reinos» americanos como partes integradas en la monarquía española, equipararon «la idea de patria con la “naturalización” del americano» y vindicaron «la obra material e intelectual de la Compañía», a través de unas historias hechas con escasas fuentes documentales y con el fin de «proyectar una identidad americana basada en la mitificación del pasado precolombino»[388].
La Historia de Clavijero fue criticada por el exjesuita mallorquín Ramón Diosdado Caballero, que se ocultó bajo el seudónimo del abate Filiberto de Parri Palma, en sus Observaciones americanas (1785), donde consideraba que la glorificación del pasado indígena implicaba un menosprecio al papel civilizador de los españoles en América, el cual destaca frente al patriotismo criollo y las ideas lascasianas del mexicano[389]. Aunque el escrito de Diosdado no superó la censura de la academia para su publicación, años después acabaría escribiendo otro para reivindicar el buen nombre de España y de su conquistador Cortés (L’eroismo di Ferdinando Cortese confermato contro le censure nemiche, Roma, 1806). En esta línea patriótica tradicional se encuentra también México conquistada, poema heroyco, de Juan de Escoiquiz, larguísima composición épica, en tres volúmenes (Madrid, 1798), que canta con detalle la epopeya de Cortés y las piadosas virtudes del héroe español[390].
El siglo XVIII se cerró con dos sensibilidades patrióticas, una oficial propeninsular y otra americana, más minoritaria y plural, desarrollada sobre todo en Nueva España, virreinato que ya entonces tenía la ciudad más poblada del Imperio español. Si se tiene en cuenta que la Historia general de las Indias de Herrera es coetánea de la Historia general de España del padre Mariana, y que empezó a publicarse en 1601, a la vez que aparecía la versión castellana de la de Mariana, se entenderá el centenario error de los monarcas y sus cronistas de Indias de no disponer, en 1800, de una historia de la América española actualizada y admisible para las élites intelectuales hispánicas «de ambos hemisferios».