EL MITO NACIONAL LIBERAL
Según hemos visto, el relato histórico más aceptado a finales del XVIII había comenzado a arrojar sombras sobre la era de los Habsburgo. Y no se debía solo a la necesidad de legitimar la nueva dinastía borbónica. El círculo de los novatores valencianos agrupado en torno al deán Martí, cuyas simpatías políticas eran austracistas, se mostraba también crítico con Felipe II. Juan Francisco Masdeu —que hubiera tenido razones, como catalán y como jesuita, para simpatizar poco con los Borbones— no se recataba en decir que la era imperial de los Habsburgo había llevado a España a un «estado funesto» en el que las manufacturas y el comercio se habían desvanecido. Y un enemigo declarado de los Borbones, como el conde Juan Amor de Soria, escribió un manuscrito titulado Enfermedad chrónica y peligrosa de los Reynos de España y de Indias, fechado en Viena en 1741, en el que no faltaban condenas contra los Austrias, en especial contra la violación de los fueros aragoneses por Felipe II y las guerras de Felipe IV contra Portugal y Cataluña. Para Amor de Soria, de la supresión de las Cortes por parte del rey Prudente «nacieron las injusticias, los atropellamientos, el abatimiento de nuestras armas, el deshonor de las gentes, la absoluta imposición de tributos, el desorden en los premios y en los castigos y la más vil servidumbre». Pero el antecedente remoto de la decadencia era la derrota de Villalar, desde la cual «los Reynos se han arruinado y prostituido su libertad, sus leyes y su conservación»; entonces se sacrificó la libertad del pueblo, nació el odio entre grandes y ciudades y la Corona se convirtió en un bien patrimonial, lo que acabó llevando al funesto testamento de Carlos II. Amor de Soria no era crítico, pues, con la dinastía austriaca, sino con el absolutismo en general; y el remedio para superar la enfermedad y postración de los reinos de España era «el restablecimiento de las cortes generales en su autoridad y libertad antiguas», con una cámara de «señores» y otra de «comunes», con lo que el sistema político se ajustaría al ideal de «régimen mixto»[391].
El acceso de los Borbones al trono facilitó, lógicamente, los ataques contra la casa real precedente. Culpar a la política de los Habsburgo de la decadencia de la monarquía —o, como se decía cada vez con más frecuencia, del reino o la nación— se convirtió en moneda corriente. Si Masdeu había dicho que el estado de España en 1700 era «funesto», Iriarte sustituía este adjetivo por el de «abatido» o «lastimoso», y Ortiz y Sanz lo llamó directamente «deplorable». Aparte de la debilidad de carácter de los últimos Habsburgo, sin embargo, nadie señalaba con precisión las causas de tal desastre. Campomanes apuntó una: el postergamiento de los intereses «nacionales» en favor de los dinásticos. Jovellanos, otra: la falta de respeto de los Austrias hacia la «constitución heredada» de los españoles. Y Juan Pablo Forner, en su Discurso sobre el modo de escribir…, exigía un mejor «conocimiento político» de aquella época para «la enmienda de lo que aún padecemos hoy de resultas de aquella grandeza mal manejada»; una reflexión sobre «cómo crecimos y cómo caímos tan precipitadamente» explicaría por qué pasó el país de la opulencia a la miseria, cómo se depreció su moneda, quedaron deshabitados sus pueblos y hundidos su marina y su comercio[392].
Se fue aceptando así, de manera gradual, la teoría del austracismo —para ser precisos, del antiaustracismo—, expuesta de manera plena por José Cadalso en la tercera de sus Cartas marruecas. Tras calificar a los Reyes Católicos de «príncipes que serán inmortales entre cuantos sepan lo que es gobierno», enumeraba a continuación los errores de la casa de Austria, origen de la decadencia nacional: Carlos I «gastó los tesoros, talentos y sangre de los españoles por las continuas guerras que, así en Alemania como en Italia, tuvo que sostener»; Felipe II siguió el mismo rumbo que su padre, pero fue «menos afortunado», porque «no pudo hallar los mismos sucesos aun a costa de ejércitos, armas y caudales», con lo que «murió dejando a su pueblo extenuado con las guerras, afeminado con el oro y la plata de América, disminuido con la población de un mundo nuevo, disgustado con tantas desgracias y deseoso de descanso». La causa de la decadencia no era, por tanto, la debilidad de carácter de los tres Austrias menores, sino el programa establecido por los dos mayores, celebrados antaño como el momento culminante de la historia española; el curso descendente, con todo, se había agravado si se añadía que, tras ellos, el cetro había pasado a las manos de «tres príncipes menos activos para manejar tan grande monarquía». A la muerte de Carlos II, España era, según la imagen de Cadalso, «el esqueleto de un gigante»; «largas guerras, lejanas conquistas, urgencias de los primeros reyes austríacos, desidia de los últimos, […] continua extracción de hombres para las Américas y otras causas ha[bía]n detenido [...] el aumento del floreciente estado en que dejaron esta monarquía los reyes don Fernando y su esposa doña Isabel». Felipe V, al llegar en 1700, se había encontrado con un país «sin ejército, marina, comercio, rentas ni agricultura»[393].
Esta idea sería relanzada de manera mucho más mordaz, en 1805, por Manuel José Quintana en una composición poética de gran impacto político que tituló «El Panteón de El Escorial». Viajaba en ella el autor imaginariamente a un Escorial que comenzaba por declarar «padrón sobre la tierra / de la infamia del arte y de los hombres». Penetraba en el recinto, en donde, «bajo eterno silencio y mármol frío, / la muerte a nuestros príncipes esconde». Invocaba a los sepulcros y, entre alaridos lastimeros y violentas ráfagas de aire que amenazaban con apagar su antorcha, aparecía el ánima en pena de Carlos V, que confesaba:
Yo los desastres / de España comencé y el triste llanto
cuando, expirando en Villalar Padilla, / morir vio en él su libertad Castilla.
Tú [Felipe II] los seguiste, y con su fiel Lanuza, / cayó Aragón gimiendo…
El poema daba cabida a la imagen del Felipe II parricida elaborada por la «leyenda negra», pues entre los cadáveres se levantaba un joven «augusto y bello» que, «en lívido cuello, / el nudo atroz que le arrancó la vida / aún mostraba la huella sanguinosa». El Prudente se defendía, recordando que, en su época, «al nombre hispano, / a su esplendor y bélica fortuna, / tembló el Francés, se estremeció el Britano / y le oyó con terror la Media Luna». Pero ni este argumento podían usar sus descendientes. Pues también desfilaban, para completar la secuencia familiar, Felipe III (con un triste «yo nací para orar»), Felipe IV («embebecido entre festines») y Carlos II («yo, inútil…»). La conclusión era desoladora: «¡Oh, Dios! ¿Y esto era rey a tanto imperio?»[394].
Realizaban así los ilustrados una maniobra, típica de los nacionalismos, de proyección hacia el exterior del origen de los males propios, liberando al ente nacional de toda responsabilidad por sus infortunios pasados. La responsabilidad por las desgracias colectivas recaía sobre un elemento «extranjero», en este caso una dinastía germano-flamenca. Aquella interferencia foránea torció el curso «natural» de España hacia la libertad. Les faltaban muy pocos pasos para completar el mito: uno de ellos, el elemento martirial y de expulsión del paraíso, localizado en la ejecución de los dirigentes comuneros en 1521. Pero el propio Quintana ya se refería en su poema sobre El Escorial a Padilla y a Lanuza. Y en fecha tan temprana como 1797 había compuesto una «Oda a Padilla», que fue prohibida por la Inquisición y solo pudo ser publicada durante la guerra napoleónica. En ese poema cargaba con gran violencia contra Carlos I e interpelaba al dirigente comunero en estos términos: «Tú el único ya fuiste / que osó arrostrar con generoso pecho / al huracán deshecho / del despotismo en nuestra playa triste». El propio Padilla se presentaba a sí mismo como modelo para quienes luchaban por la libertad en los tiempos que corrían: «Yo dí a la tierra el admirable ejemplo / de la virtud con la opresión luchando»[395].
En la misma línea, Jovellanos se refirió a la causa castellana, vencida «por la intriga y la fuerza», pero no por la «razón», pues la avalaba el derecho de «supremacía» de la nación; el americano Mejía Lequerica cantó al «divino Padilla, ápice sumo del saber y de la libertad y de la virtud»; Canga Argüelles, al «inmortal Padilla», «adalid de los derechos de la nación», que al lanzar su «grito de la libertad» reclamó, en nombre del pueblo soberano, sus «derechos sacrosantos»; y Martínez Marina, a la «desgraciada» y «gloriosa» batalla de Villalar, sostenida por «el patriotismo y el amor a la libertad»[396].
Puesto que la actualidad inmediata, a partir del momento en que se planteó la necesidad de oponer un proyecto de reformas a las adelantadas por José I en Bayona, giró en torno a la reunión de una representación nacional, el interés de quienes se oponían a José Bonaparte se centró en las cortes medievales, consideradas el bastión de las libertades colectivas frente al despotismo de los reyes. Era una forma de justificar no solo la convocatoria de una asamblea representativa de la «nación» en 1810, sino también los radicales cambios institucionales y legislativos que se planteaban ante aquella asamblea. Se estableció así como verdad inconcusa que un sistema de limitación y control de los poderes y defensa de las libertades ciudadanas no era ninguna novedad en España, sino que respondía a unas formas de convivencia que habían existido en la historia del país en los momentos en que este no había estado sometido a una dominación extranjera; es decir, era justamente lo que se adecuaba al carácter y al genio nacional español. Porque hay que insistir en que aquella situación de libertad no había sido un episodio pasajero ni sepultado en la noche de los tiempos. Los españoles, en realidad, siempre que no habían visto usurpados sus derechos colectivos por una tiranía foránea, se habían organizado de esa manera. La historia demostraba que eran un pueblo libre «por naturaleza».
Aquel historicismo liberal puesto al servicio de un programa de reformas políticas radicales se enfrentaba, como no podía ser de otro modo, con muchas contradicciones. Una de ellas fue la geográfica. La Constitución de 1812 identificaba a la nación española con la monarquía imperial, que incluía los territorios americanos, considerados provincias del reino y poblados por españoles, iguales, en teoría, a los peninsulares. Sin embargo, al buscar tradiciones liberales, todas las pruebas acumuladas se referían al pasado peninsular. En la época medieval, por otra parte, la península había estado siempre dividida en reinos independientes, lo que tampoco era compatible con una única tradición política. Una dificultad, esta última, que se convirtió en ventaja, ya que se aceptaron como válidos ejemplos de cualquiera de los antiguos reinos, siempre que sirvieran a la causa liberal. A la fragmentación medieval se oponía además el ejemplo godo, que reforzaba la idea de la milenaria unidad nacional y probaba el común origen español de todos los reinos cristianos posteriores. Es más, se daba por sentado que las leyes visigodas habían inspirado las de estos reinos, cuyas cortes, por ejemplo, eran mera prolongación de los concilios toledanos.
De esta manera, los liberales exaltaron por igual leyes godas, como el Fuero Juzgo, algún pacto preconstitucional legendario, como el «fuero de Sobrarbe», instituciones como las Cortes o diputaciones catalanas o el justicia mayor aragonés y leyes, costumbres o fábulas procedentes de Navarra, Valencia, Asturias o Vizcaya. En realidad, si se exceptúa el episodio comunero, Castilla era la región a la que menos referencia se hacía inicialmente. Un catalán como Antonio de Capmany tenía incluso mal concepto del pasado castellano. Y un aragonés como Isidoro de Antillón, al anotar la Carta de Pérez Villamil que reconocía el poder histórico del rey para dictar leyes, apostillaba que «esto se entiende en Castilla», porque «jamás en Aragón se desprendieron las cortes del poder legislativo». El mismo Antillón no consideraba a «las antiguas cortes españolas y menos las de Castilla» una «verdadera y libre representación nacional», mientras que ensalzaba las libertades del antiguo reino de Aragón, donde el justicia recordaba al monarca «los límites de su poder» y velaba por los «derechos del pueblo»; todo ello, naturalmente, hasta que Felipe II pisoteó los fueros y ejecutó al justicia Lanuza[397].
MARTÍNEZ MARINA
A quien tocó defender las libertades históricas castellanas y completar así el mito de la España medieval liberal fue al historiador del derecho Francisco Martínez Marina, clérigo asturiano y académico de la historia. Este presentó, excepcionalmente, la historia constitucional castellana como la tradicional de España y trazó desde ella la evolución de la nación como sujeto soberano. Marina se había aproximado a las leyes fundamentales godo-castellanas, del Fuero Juzgo a las Partidas, en su Ensayo histórico-crítico sobre la antigua legislación... de los reynos de León y Castilla, texto impreso en 1808, aunque escrito antes. Presentaba allí las leyes del siglo VII como el «primer cuerpo legislativo» español, pues los godos, tras triunfar sobre los romanos y ocupar «toda» la península, pusieron los cimientos de una monarquía «que se perpetuó felizmente» hasta el XIX. Por esa razón, dedicaba aquel Ensayo a recopilar leyes medievales útiles para un nuevo código, ensalzando el Fuero Juzgo y criticando las Partidas. Pero algo de lo que allí decía sería inaceptable para los liberales del periodo bélico: que en la Edad Media española era el monarca quien detentaba «la facultad de hacer nuevas leyes […] y aun renovar las antiguas». Incluso Jovellanos rechazó expresamente esta idea en su Memoria en defensa de la Junta Central, en la que atribuía la potestad histórica de legislar no solo al rey, sino «también a nuestras cortes»[398].
A partir de la ocupación francesa, la visión de Martínez Marina evolucionó y sus trabajos históricos buscaron aportar argumentos que legitimasen las propuestas liberales. Desde octubre de 1808 circuló un escrito suyo en el que solicitaba la inmediata convocatoria de las Cortes Generales, para que la representación nacional adoptase la forma de gobierno más conveniente para el país en circunstancias tan críticas. Publicado en 1810, con el título de Carta sobre la antigua costumbre de convocar las Cortes de Castilla para resolver los negocios graves del reino, fue reseñado por Blanco White en su periódico londinense El Español. Marina desarrolló las ideas allí recogidas en su obra capital, que empezó a escribir entonces y publicaría en 1813: la Teoría de las Cortes, en la que se incluía, como prólogo, su Discurso sobre el origen de la monarquía, importante aportación a la visión histórica liberal que había publicado de forma independiente ese mismo año[399].
El inicio de la historia española se veía tan idealizado por Martínez Marina como por el contundente primer verso del padre Isla («Libre España, feliz e independiente…»): los «españoles» —que existían ya en época prerromana— aparecían desde el primer momento venerando «su amada libertad», pues se enfrentaban contra toda sujeción foránea y adoptaban de forma natural, en el terreno interno, un sistema de gobierno no opresivo. La «santa insurrección» frente a los romanos, que duró «doscientos años», acabó siendo aplastada por el «insidioso y falaz» invasor, debido sobre todo a la división interna de los nativos, por lo que al final España «sujetó el cuello al yugo del vencedor»[400]. Fue aquella una etapa de esclavitud, que Marina dibuja con trazos muy duros, fáciles de proyectar sobre la presencia de los ejércitos napoleónicos en su momento. Sorprende, como mínimo —según observó José Antonio Escudero—, que un eclesiástico e historiador del derecho no valorara ni la introducción del cristianismo ni la del derecho romano[401].
Este largo sufrimiento cesó con los visigodos, creadores de «la monarquía española». Lo «más notable de la constitución del reino visigodo», o «ley fundamental del gobierno español», era para Marina que, «deseando la nación oponer al despotismo una barrera incontrastable, y sofocar hasta las primeras semillas de la tiranía», limitó la autoridad real mediante «las grandes juntas nacionales», en referencia a los concilios de Toledo. Gracias a ellos, «nuestros padres recobraron la independencia y la amada libertad» y establecieron «nuevas leyes, nuevas instituciones, nueva jurisprudencia, nuevas costumbres, nueva forma de gobierno, nueva Constitución»[402]. Tanta novedad, sin embargo, encubría la restauración de algo permanente, esencial, innato, perteneciente a la forma de ser y convivir del «genio español»: el imperio de la libertad, y la consiguiente felicidad, en España.
«Por segunda vez» peligró esta situación con la invasión musulmana. Pero el orden gótico sobrevivió en Asturias, y se emprendió la lucha para restaurarlo frente al dominio sarraceno. Y los diversos reinos cristianos del norte peninsular restablecieron aquellas instituciones que representaban al «pueblo», o a «la nación misma», sobre todo a partir del siglo XII, en que entraron en esas cortes estamentales los representantes de las ciudades. Este hecho fue toda una «revolución política» que «preparó la regeneración de la monarquía». En aquellas asambleas, los representantes de la nación legislaban, establecían las leyes de sucesión al trono y tomaban juramento al nuevo rey, que prometía guardar las leyes del reino y los derechos del pueblo. En las cortes medievales el pueblo —o «la nación»— «hacía o proponía la ley» y el monarca «la sancionaba». Era un poder compartido, pero con unos reyes maniatados, ya que, por sí solos, no podían «revocar las leyes nacionales», careciendo de «valor y efecto» los decretos reales contrarios a ellas. Un segundo poder, el subventivo, residía en exclusiva en las Cortes, aunque podían delegarlo en el monarca. Al rey correspondían, eso sí, los poderes ejecutivo y judicial. Si bien, al retener las Cortes las potestades de hacer las leyes y de aprobar los impuestos, su control sobre el gobierno nombrado por el rey garantizaba que este no degeneraría en despotismo[403].
Cuando un rey se saltaba el pacto histórico y abusaba de su poder, traspasando «los límites prescriptos por la nación», violaba las «leyes fundamentales», «la constitución del Estado, los derechos del pueblo y las libertades nacionales». Al pueblo le asistía entonces el derecho de resistencia: la nación recobraba «su libertad e independencia», reasumía su «soberana autoridad» y podía destronar al tirano. Aunque, en este punto, Martínez Marina coincidía con su amigo Jovellanos, que derivaba la resistencia contra la tiranía de la «supremacía» de la nación, el historiador era más pesimista sobre la monarquía, pues detectaba en los reyes una «natural tendencia al despotismo», una propensión «a gobernar arbitrariamente» y a hollar la «ley fundamental del Estado», «expresión de la voluntad general de la nación»[404].
En los últimos siglos medievales, pues, castellanos y leoneses habían sido plenamente libres. Gracias, en especial, a las cortes, que frenaban «el despotismo aristocrático y sacerdotal», pero también a los fueros o legislaciones particulares de cada reino o localidad y a las instituciones municipales de gobierno con participación popular, como los cabildos abiertos. La propia monarquía pasó a ser hereditaria por entonces, pero esto se hizo con el «consentimiento del pueblo», el cual se reservó «tácita o expresamente» el poder de «hacer en estos actos como en otros asuntos lo que le pareciese más ventajoso al Estado»[405].
Aquel clima de libertad explicaba el renacimiento cultural iniciado en la Castilla del siglo XIII y culminado con los Reyes Católicos, que coronaron la Reconquista y pusieron las bases de la unión política, elevando así a «la monarquía española al punto de su mayor esplendor». Pero la mala fortuna quiso que la real pareja no pudiera transmitir el trono a un hijo varón, razón por la que, en el siglo XVI, pasó a manos de los Habsburgo. «Los príncipes de la nueva dinastía austriaca, acostumbrados al despotismo y gobierno arbitrario, e ignorando las leyes y costumbres de estos reinos, atropellaron lo más sagrado de nuestra constitución». Carlos I fue, para Marina, nada menos que «hombre suscitado por Dios para azote y castigo de la humanidad»; y Felipe II «tal vez excedió a su padre en orgullo y despotismo». El absolutismo se prolongó y hasta «llegó a su colmo» con los Borbones —añadido novedoso, que demostraba cómo estaban cambiando los tiempos—, con lo que se «consumó nuestra ruina»; la nación, así, «se convirtió en patrimonio del príncipe, dejó de ser nación». Esos largos trescientos años de abandono de la tradición y de ignominioso sometimiento habían terminado, por fin, con la «santa revolución» de 1808. Recobró entonces España su «antigua independencia y libertad», y la nueva Constitución de 1812 garantizaba su futuro, con lo que se estaba entrando en una nueva y definitiva fase de «regeneración» de España[406].
La visión histórica de Martínez Marina se inscribía en una lucha o tensión permanente entre el «despotismo» y la «libertad», la cual, proyectada sobre el caso español, significaba la alternancia entre fases de «afirmación de la propia identidad» y de pérdida de la misma, en función de que los españoles gozasen o no de «libertad e independencia». En pleno debate constitucional de 1812, esta reinterpretación histórica aportaba un sustancial apoyo al proyecto liberal, porque la «tradición nacional» adquiría una sorprendente coherencia entre la época prerromana, la monarquía goda, los reinos medievales cristianos y el momento que se vivía de autogobierno y lucha contra los franceses. Los liberales pudieron así presentar su plan de limitación constitucional del poder real como un retorno al orden constitucional tradicional en España, vulnerado solo de manera excepcional por unos monarcas absolutos extranjeros. Y se hizo posible que Argüelles, al presentar aquella Constitución revolucionaria, se atreviera a decir su célebre «nada ofrece la comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española»[407].
Con el regreso de Fernando VII, como sabemos, aquel proyecto de reforma política quedó truncado, la Constitución, abolida y los liberales, proscritos. Martínez Marina se vio acusado entonces de «jacobino, demócrata francés y revolucionario» y sus obras fueron denunciadas ante la Inquisición. Como respuesta escribió en 1818 una Defensa contra las censuras dadas por el Tribunal de la Inquisición, no publicada hasta 1861, en la que rechazaba aquellos cargos y justificaba la soberanía popular y la limitación del poder del monarca por las Cortes a partir de la doctrina escolástica, en línea similar a la defendida por el canónigo y diputado Joaquín Lorenzo Villanueva en Las angélicas fuentes o El tomista en las Cortes[408].
Pero no todas las críticas a Martínez Marina le llegaron del lado absolutista. Por el contrario, destacaron entre ellas las del afrancesado e historiador del derecho Juan Sempere y Guarinos, que en 1815 publicó, desde el exilio, una Histoire des Cortes d’Espagne, a la que al iniciarse el trienio añadió unas Memorias para la historia de las constituciones españolas. En esta última, sobre todo, desmontaba el mito goticista, por considerar que «las falsas ideas sobre las costumbres e instituciones antiguas, lejos de conducir para mejorar las actuales, pueden inducir a grandes errores y desaciertos»[409]. Para Sempere no existía ninguna constitución histórica y las cortes medievales nunca habían representado al pueblo, por lo que la carta gaditana no podía legitimarse a partir de la historia. Por el contrario, era toda una novedad en la historia jurídica española y su única legitimidad debía buscarse en la racionalidad política y la voluntad colectiva. En cuanto a la obra de Martínez Marina, la veía plagada de «tergiversaciones» y «contradicciones». Como ejemplo de esto último, Sempere observaba que, en los siglos XII y XIII, cuando las cortes eran poderosas, los reinos se vieron desgarrados por enfrentamientos civiles, mientras que el esplendor de España en el siglo XVI se había debido al fuerte poder del monarca y a la debilidad de las cortes.
EL HISTORICISMO LIBERAL
Lo que sorprende ante este planteamiento de los que se empezaban a llamar «liberales» es que anclaran en la historia la legitimidad de sus reivindicaciones, en vez de apoyarse en la argumentación racional, que parece más propia de una exigencia de cambios revolucionarios. Porque si algo caracterizaba al progresismo ilustrado y liberal es que rechazaba la antigüedad como título de legitimidad. Como explicaba, con buena lógica, Isidoro de Antillón, en Quatro verdades útiles a la nación (1810), debe ser «la razón y no los ejemplos sacados de los viejos pergaminos» lo que lleve a los españoles al «templo de la libertad». En una idea semejante se había apoyado alguien tan influido por la situación francesa como Francisco de Cabarrús, que en sus radicales Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública exigía «regenerar la nación» y «borrar las equivocaciones de veinte siglos»[410].
Pero Antillón y Cabarrús eran la excepción. La mayoría de los pensadores políticos de la última generación ilustrada y primera liberal se refugiaron, en el caso español, en el mito histórico de la nación libre. No otra cosa habían hecho, por cierto, los «monarcómacos» franceses del siglo XVI y los revolucionarios ingleses del XVII[411]. En un momento de rebelión contra Bonaparte, esta estrategia resultaba muy útil para evitar toda posible acusación de afrancesamiento. Querían así distanciarse de los revolucionarios franceses del XVIII, enemigos declarados de la historia en nombre de la razón y que construyeron su proyecto político a partir de la ficción del «contrato social» rousseauniano. Con lo que los liberales, para fundamentar el derecho de los españoles a dotarse de una Constitución sin intervención del rey, optaron por «inventar la tradición», reinterpretando los datos históricos para deducir de ellos la existencia de unas instituciones y costumbres «españolas» que coincidían, significativamente, con las reformas que ellos proponían. Pocas veces ha sido tan manifiesta la instrumentalización de las interpretaciones históricas al servicio de un proyecto político. Pero recurrir a la historia fue una mala opción para quienes defendían aquel plan de «regeneración patria». Porque a quien mejor servían, en definitiva, tales invocaciones era a sus enemigos absolutistas. De hecho, también ellos se remontarían a la historia para justificar sus posiciones políticas, como prueban las referencias del Manifiesto de los persas a las cortes tradicionales, uno de los componentes esenciales —decían— de la monarquía absoluta y paternal cuya restauración reclamaban. Los únicos que evitaron el historicismo fueron, en definitiva, los afrancesados[412].
EXILIOS POLÍTICOS Y VIAJEROS ROMÁNTICOS. EL CAMBIO DE IMAGEN EXTERIOR
«Con la restauración absolutista de 1814 —escribió Vicente Lloréns en su memorable Liberales y románticos— se produjo en la España literaria un vacío casi total». No usaba el adjetivo «literaria» en su sentido actual, sino en el dieciochesco, pues los nombres que a continuación enumeraba abarcan todos los ramos de la creación cultural, incluida desde luego la historia. La situación de 1814 se repitió en 1823, aunque esta vez el restablecimiento del absolutismo se vio venir y los liberales, escarmentados, pudieron escapar a tiempo. En la lista de expatriados figuraron jefes militares, aristócratas, literatos, economistas, periodistas, eclesiásticos, comerciantes, banqueros, científicos y, por supuesto, políticos. El resultado fue, para Lloréns, que, durante las dos décadas de reinado de Fernando VII, salvados los treinta meses del trienio, «las pocas obras de valor que llegaron a publicarse vieron la luz en países extranjeros»[413].
Esos países estaban viviendo en aquel momento una revolución filosófica y estética que recibía el nombre de «romanticismo», una nueva visión del mundo que, en términos políticos e históricos, afirmaba la existencia de un espíritu del pueblo, especie de alma colectiva que inspiraba las gestas históricas y las creaciones culturales de cada país. El género humano se dividía en grupos o colectividades, con rasgos físicos y psicológicos comunes, que se llamaban pueblos o naciones y eran los titulares del derecho político fundamental. Su importancia era tal que toda la cultura debía ser reformulada para adecuarla a ellos. En el terreno historiográfico, esto obligaba a escribir historias estrictamente nacionales, un fenómeno que venía del siglo XVIII, pero que ahora se generalizaba y se extendía a los productos destinados al gran público.
El romanticismo y la nacionalización de la cultura fueron los dos fenómenos principales que hubo de asimilar la «España literaria» al llegar al exilio. El primero les dejó perplejos, pues solo llevaban en sus alforjas una formación clásica; el segundo, en cambio, fue más fácil de aceptar, aunque chocaba con el cosmopolitismo ilustrado, pues llevaba gestándose durante bastante tiempo. Pero hubo una tercera novedad que, además, les afectaba de lleno y que, sin duda, tampoco esperaban: el cambio de valoración de España, cuya imagen ahora se veía bajo una luz favorable, aunque por razones bien distintas a las que hubieran imaginado. Repentinamente, sobre todo en el terreno literario, los grandes creadores o historiadores sentían un enorme interés por la cultura española, elevada por algunos a modelo de la auténtica creación artística. Le ocurrió al suizo Simonde de Sismondi, que en su De la littérature du midi de l’Europe comparaba las literaturas italiana, española, portuguesa o provenzal, producto todas ellas del «carácter nacional». Al alemán Friedrich Bouterwek, autor de una Geschichte der Poesie und Beredsamkeit, historia de las literaturas europeas cuyo tercer volumen se dedicaba a España. Y a los hermanos Schlegel, que habían exaltado a Calderón, paradigma para ellos del espíritu romántico; idea que el cónsul germano en Cádiz, Juan Nicolás Böhl de Faber, trató, sin éxito, de introducir en España[414].
«Romanticismo» venía de «roman», «novela» en francés, pero también de «romance», del romancero español. Ya en 1782-1784, la Bibliothèque des Romans había publicado una versión del romancero medieval castellano en la que el adaptador anónimo se había lanzado a criticar las reglas del clasicismo porque deformaban lo «natural», que era precisamente lo expresado en los romances. Y, en 1806, el Dictionnaire portatif de géographie universelle, de Boiste, definía a los españoles como «orgueilleux, loyaux et humains, paresseux et sobres, patiens et spirituels, très-galans […] la langue espagnole, dialecte du latin mêlé de l’arabe, est sonore, majestueuse et sublime […]»[415]. Era una descripción muy distante de los sarcasmos y desprecios de un Montesquieu, dominador del escenario cultural francés solamente medio siglo antes.
Pero un cambio de valoración no significaba, exactamente, un cambio de imagen. En lo esencial, la vieja visión de España permanecía: si los ilustrados presentaban a España como epítome de decadencia e inadaptación al mundo moderno, no otra cosa veían en ella Victor Hugo, lord Byron o Mérimée. Quienes habían cambiado eran ellos, los intelectuales europeos, cuya sensibilidad y forma de valorar el entorno era diametralmente opuesta a la dominante un par de generaciones antes. Porque lo que hacía esbozar una mueca de disgusto a un ilustrado modélico era justamente lo que fascinaba a su nieto romántico. Para ambos, España vivía una situación de atraso o decadencia. El ilustrado lo constataba y movía la cabeza con desaprobación. Qué suerte tiene ese país, pensaba en cambio el romántico, por no estar «destruido» todavía por la civilización; qué «naturales» son sus costumbres; cuánta «autenticidad» hay en este predominio de la pasión sobre los modales civilizados; de qué forma tan «sincera» y directa conviven los toreros con la muerte o son ejecutados los condenados a garrote vil; qué «libre» es la vida de los bandoleros y cuánta «emoción» se siente al recorrer estos caminos amenazados por ellos…
Aunque el cambio de valoración de lo español se había iniciado antes de 1808, la guerra napoleónica vino a confirmar de manera espectacular el estereotipo de la España heroica, salvaje, aferrada a sus tradiciones. La obstinada resistencia popular frente a un ejército ocupante de abrumadora superioridad impresionó a los europeos. Unos europeos que, en gran número y por primera vez en siglos, pisaron tierras españolas. Porque no llegaron solo franceses. Entre el medio millón de alistados en las tropas imperiales había decenas de miles de polacos, italianos y alemanes, por no mencionar los mamelucos egipcios. En el lado opuesto, entre los mandados por Wellington, se contaban también decenas de miles de ingleses y portugueses. Lo primero que apareció en el mercado literario europeo fueron, pues, centenares de memorias u obras autobiográficas de estos veteranos de guerra, que exageraban, por supuesto, los peligros que habían vivido, lo escarpado de aquellas montañas, la ferocidad de sus habitantes.
La guerra cambió también la imagen española gracias a la salida de obras de arte, en parte debido al saqueo de los diversos ejércitos, pero en parte también, como en el caso de Wellington, como regalos hechos por las Cortes gaditanas o por Fernando VII en agradecimiento a su ayuda militar. Y Apsley House, donde Wellington albergaría su formidable colección, iba a convertirse en las décadas siguientes en la mansión londinense de moda, junto con la de lord Holland, un incondicional de la cultura española. Las élites europeas descubrieron allí, en las soirées más selectas de la capital del mundo, a Velázquez, Murillo, Ribera, Zurbarán o Goya. Y se sintieron impresionadas. Como se sintieron los pocos viajeros que recorrieron el recién abierto museo del Prado. En resumen, a la vez que en España vivía, bajo Fernando VII, un momento cultural inane, en Europa se registraba, en palabras de E. Allison Peers, un «Spanish revival»[416].
Desde el punto de vista de la historia, la llamada «guerra peninsular» o «guerra de España» se convirtió rápidamente en objeto de interés. En Inglaterra, país de gran tradición historiográfica militar, entre 1816 y 1828, aparecieron, como mínimo cuatro relatos de aquel conflicto, firmados por Hewson Clarke, Robert Southey —el poeta de los lagos—, el marqués de Londonderry y, sobre todo, William F. P. Napier. España, en sus páginas, no pasaba de ser, como dice Lloréns, «el teatro de las hazañas de Wellington». Los exiliados españoles, que al llegar allí creían haber sido ellos los protagonistas de aquella gesta, se sintieron menospreciados. Y Canga Argüelles, ayudado por otros exiliados en Londres, se lanzó a rectificar aquella versión con unas Observaciones sobre la Historia de la guerra de España publicadas en Londres en 1829, cuyo subtítulo era Defensa del honor de la nación española contra las injustas acusaciones que le hace la rivalidad extranjera. Afán rectificador similar al que, en el terreno político, inspiró el Examen histórico de la reforma constitucional, del que fue autor Agustín de Argüelles, dolido por el hecho de que los británicos —precisamente ellos, los padres del sistema parlamentario— adoptasen aires tan despectivos hacia la obra de las Cortes gaditanas. Lo publicó en Londres, en 1835, el mismo año en que el conde de Toreno, ya en Madrid, sacaba a la luz su Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, escrita también en el exilio[417].
Los liberales que salieron en 1814 y, sobre todo, los que llegaron a Londres en 1823 se encontraron, pues, con una recepción favorable, tanto por haber sido aliados frente a Napoleón como por provenir de un país que ahora se consideraba fascinante. Pero, a la vez, no veían reconocidos sus méritos. Y, además, sentían que la atracción ejercida por España se basaba en descripciones superficiales, novelescas o incluso inventadas, que presentaban a su patria como un país medieval, de aventuras, peligros y pasiones inverosímiles. Bien es verdad que también ellos habían idealizado la Edad Media española y habían dicho que en aquella época dorada se había desplegado en toda su plenitud la auténtica forma de ser nacional. Pero lo habían hecho por motivos políticos, porque suponían que era el periodo en el que habían existido unas instituciones libres cuyo restablecimiento exigían. La suya había sido una interpretación racional, progresista, del mundo medieval, entendido como preludio de lo que habría de ser la modernidad liberal. Los románticos europeos, en cambio, cuando se extasiaban ante los romances, los libros de caballerías o El Cid Campeador, se referían a su primitivismo, a su sensibilidad sin civilizar, a su heroísmo, a su apasionamiento, a su magnificencia nobiliaria. Los exiliados se sentían incómodos.
Un aspecto muy revelador del giro estético del momento fue la moda de la España musulmana. Para los románticos, España encarnaba, por definición, un exotismo «oriental», el más cercano y más excitante para un europeo, como explicó Edward Said[418]. El atractivo del pasado árabe peninsular no era, desde luego, nuevo. Léon-François Hoffmann recuerda que la Zaïde, histoire espagnole, de Madame de La Fayette, había alcanzado, a finales del XVIII, siete ediciones; que el propio Voltaire había escrito Zulime, tragedia hispano-mora. Pero el romanticismo llegó cuando Chateaubriand lanzó Les Aventures du dernier Abencerage, en 1807. Y esta asociación de España con lo oriental se vio reforzada de manera perdurable nada menos que por las dos grandes figuras del romanticismo europeo: lord Byron y Hugo[419].
No es casualidad que desde el punto de vista del conocimiento académico se iniciara en aquellas primeras décadas del XIX el arabismo moderno, alrededor de José Antonio Conde, de quien hablaremos. Entre los literatos emigrados, también se dejaría sentir la moda. En el Londres de 1826 aparecieron dos volúmenes de Cuadros de la historia de los árabes, firmados por José Joaquín de Mora, el mismo que, veinte años antes y junto con Alcalá Galiano, había rechazado tajantemente la interpretación romántica del Siglo de Oro que defendía Böhl de Faber. Ahora, Galiano y él, empujados por el ambiente, se declaraban románticos. El conocimiento de la historia árabe era esencial para entender España, defendía Mora, por la profunda huella que dejó en «nuestro idioma, nuestra literatura y nuestros hábitos civiles y domésticos»; pero era, sobre todo, una historia atractiva «por el colorido poético de que están revestidas todas sus partes, […] las costumbres orientales transportadas a la mansión de los bárbaros del norte; […] el arrojo de sus caudillos, […] la exaltación de los sentimientos; […] la fuerza de las pasiones»[420] El romanticismo forzó el gusto por el orientalismo, incluso entre literatos que no se sentían en principio inclinados a ello. Tal fue el caso de Martínez de la Rosa, que, tras intentar en vano estrenar varias piezas teatrales en París, acabó cediendo a las presiones de los empresarios y escribiendo su Aben Humeya, ou La révolte des Maures sous Philippe II, con la que triunfó. Como triunfó el duque de Rivas con El moro expósito, en 1834, prologado por Alcalá Galiano[421].
Entre la década de 1820 y la de 1860 se desarrollarían los viajes de los románticos —gran tema, en el que aquí no podemos detenernos—. Desde Longfellow y Washington Irving hasta Mérimée o Alexandre Dumas, la Alhambra granadina sería uno de los focos de mayor atracción para todos. Como lo serían las corridas de toros o las ejecuciones por garrote vil. Un país primitivo, en muchos sentidos brutal, pero sincero y «auténtico», y con un fondo de elegante nobleza.
LAS HISTORIAS DE ESPAÑA PUBLICADAS EN EL EXTRANJERO
Estas referencias a los viajeros deben bastar para comprender el fondo sobre el que se desarrollan los libros de historia que, justamente en la cuarta década del siglo XIX, comienzan a aparecer en las librerías de las capitales europeas. Recuérdese que en España, en aquel momento, seguía sin escribirse una historia general completa, ya que ninguna de las del XVIII había pasado de la Edad Media y los estudiosos se manejaban aún con la de Mariana, complementada cada vez con más apéndices. El mercado europeo vivía, sin embargo, la moda de las historias nacionales. Y una de las naciones de cuya existencia nadie dudaba, pero sobre la que querían saber más, era España. Entre 1830 y 1840 aparecieron, pues, una decena de historias de España: las de Friedrich W. Lembke, Bernhard F. Guttenstein o Carl von Rotteck en Alemania; las de Samuel A. Dunham o M. M. Busk en Inglaterra; las de Eugène Rosseeuw Saint-Hilaire, Charles Romey o Amédée Paquin en Francia; y las muy influyentes de William H. Prescott y George Ticknor —esta ya en la década siguiente— en Estados Unidos. En ellas se observa la generalización del nuevo estereotipo romántico sobre España, pueblo al que se sigue describiendo como dominado por la arrogancia, la pereza, el ocio, el fanatismo y la corrupción del clero, como había establecido la leyenda negra; pero dotado, eso sí, de honestidad, valor, dignidad y generosidad.
Quizá no sea casual que la primera de estas historias fuera una alemana, la Geschichte von Spanien (1831), de Friedrich Wilhelm Lembke, que formaba parte de una colección de historias «de los Estados Europeos». Su autor era un arabista, que colaboraba con la Real Academia de la Historia para descifrar las inscripciones arábigas, tarea en la que había sucedido a José Antonio Conde. Él mismo confiesa en el prólogo que fue la lengua árabe la que le hizo comprender todos los aspectos de estas sorprendentes y maravillosas tierras y añade a su Historia, como apéndice, documentos en árabe. La muerte no le permitió completar su tarea, y el contenido del libro, en realidad, se redujo a unas páginas introductorias sobre el final del Imperio romano en España, un amplio apartado sobre los visigodos y largos capítulos sobre el mundo musulmán regido por Córdoba. Otros periodos fueron cubiertos más tarde con partes escritas por Heinrich Schäfer y Friedrich W. Schirrmacher[422].
Cinco años después, Bernhard F. Guttenstein lanzó en Mannheim un resumen histórico sobre «el pueblo español» (Geschichte des Spanischen Volkes), que centraba su interés en la etapa goda, para la que reconocía haber tomado como fuente principal la Historia Gothorum de Isidoro de Sevilla. Guttenstein utilizaba un tono poético —por ejemplo, en las sentidas páginas que dedicaba a la idealizada batalla de Guadalete— y confesaba repetidamente la fascinación que le producían los monumentos y personajes históricos españoles. Siguiendo a Ferreras, incluía leyendas, ya que le parecía que por medio de ellas se podía conocer mejor la religiosidad española. Reseñaba a distintos historiadores que le habían precedido, observando que todos describían a los españoles como un pueblo noble y capaz al que esperaba un futuro mejor que el difícil momento que le había tocado vivir, de conflictos sucesorios y de guerra carlista[423].
Esta actualidad política sería el objeto principal de interés para Carl von Rotteck, autor en 1839 de Spanien und Portugal. Geographische, statistische und historische schilderung. De los cinco libros de que se componía esta obra, el primero era una descripción geográfica y geopolítica; los dos siguientes, un resumen histórico desde la antigüedad hasta el siglo XVIII; y los dos últimos versaban sobre las repercusiones de la Revolución francesa en la península, el conflicto napoleónico, el reinado de Fernando VII y los problemas sucesorios del momento[424].
Mayor impacto que estas obras alemanas tuvo la que publicó en Londres Samuel Astley Dunham en 1832-1833: una History of Spain and Portugal, en cinco volúmenes, que pudieron leer y comentar los exiliados que aún quedaban en Somers Town. Era, en palabras del propio autor, «the first [attempt] that has been made in our language —to compose [...] a general history of the Spanish and Portuguese peninsula». Dunham era un especialista en historias nacionales —o «generales», como se decía entonces—, pues había compuesto las de otros varios países europeos. No podían esperarse de él novedades, ni investigación de primera mano; sus datos venían de Morales, Mariana, Ferreras o Masdeu. Pero lo significativo era su visión global de los españoles. Desde el comienzo advierte que mucho antes de la llegada de los romanos ya había en la península Ibérica «tribus orgullosas e independientes […] de carácter favorable para cualquier cosa menos para la tranquilidad social». Resistieron en Numancia ante los romanos hasta morir, «monumento a la sublimidad terrible», «hecho único en los anales del mundo» que prueba que, «cuando se le provoca al máximo, el hombre puede alzarse a la altura de un demonio». Le fascinaba la España musulmana, a la que dedica varios centenares de páginas. Admira la habilidad política de Fernando el Católico, «el fundador de la monarquía española», así como su severidad con los nobles rebeldes, pero añade que él y su esposa, «desgraciadamente, eran igualmente severos con los que disentían de la fe establecida». En conjunto, dibuja a los españoles como un pueblo orgulloso, caballeresco, con gran sentido del honor y al que repugna cualquier toque de «sordidez»[425].
En 1833 se publicó una segunda History of Spain and Portugal, firmada por un desconocido M. M. Busk. El editor era Baldwin and Cradock, pero patrocinaba la edición una «Society for the Diffusion of Useful Knowledge». Alguna intención pedagógica tenía, pues recomienda en el prólogo que se reflexione, a partir de su historia, sobre los efectos destructivos, paralizantes o «brutalizadores» del «fanatismo intolerante», así como de la tiranía de un «yugo extranjero o un gobierno despótico»; subraya la coincidencia entre los momentos en que triunfa la libertad y las épocas de prosperidad, tema sobre el cual «pocas historias pueden ofrecer lecciones de mayor valor que la de España y Portugal». Pese a ello, el planteamiento romántico emerge desde la primera línea cuando se describe la historia ibérica como mucho más interesante que la de la mayoría de los demás países debido al «lofty and daring character of the people», demostrado ya frente a los cartagineses y romanos, en los siete siglos de pugnas con los árabes —cuyo atractivo «no podría ser superado por ninguna obra de ficción»— y ratificado recientemente por su levantamiento contra el moderno déspota del continente europeo. El relato salta de Sagunto a Viriato y Numancia, siempre en tono heroico y protagonizado por un pueblo dispuesto a morir. Las épocas de paz, como la romana, se liquidan, en cambio, en diez líneas. Tanto la era visigoda como los siglos medievales se explican a partir de historias personales, amoríos, discrepancias religiosas y ciclos de degeneración o regeneración moral del país. Muestra respeto hacia los Reyes Católicos, como Dunham, aunque tampoco deja de señalar que introdujeron la Inquisición y expulsaron a los judíos. De Felipe II dice poco bueno: personaje ambicioso y fanático, sin dotes para la guerra o la política, tenía «gloomy and suspicious disposition» en relación con su hijo, aunque también este era «ungovernable in his passions, intemperate in his ambition, and dissolute in his habits» y había entrado en contacto con rebeldes holandeses; el príncipe acabó encerrado por el padre, pero no está claro que fuera ejecutado. Como no podría ser menos, el autor se muestra entusiasta ante la derrota de la Armada o la actuación de Wellington frente a Napoleón[426].
En Francia, la década de 1830 fue el gran momento de la nueva historia «filosófica», alrededor de nombres como Guizot, Thiers o Thierry, caracterizada por el positivismo en el uso de las fuentes, pero también por la interpretación de la evolución histórica hacia el progreso, gracias a las luchas por la libertad. A esa escuela pertenecía Eugène Rosseeuw Saint-Hilaire, que acabaría siendo catedrático de Historia Antigua en la Sorbona. Su Histoire d’Espagne, depuis l’invasion des Goths jusqu’au commencement du XIXme siècle comenzó a aparecer en 1837. Sumaría cinco volúmenes en otros tantos años y no llegaría, pese a su subtítulo, sino hasta la guerra granadina del final del reinado de Alfonso X (1283). Una nueva versión, iniciada en 1844 y no concluida hasta 1879, alcanzaría los catorce volúmenes y terminaría en el reinado de Fernando VII[427].
Algo más tardía, pero más importante, fue la Histoire d’Espagne de Charles Romey, cuyos nueve tomos vieron la luz entre 1839 y 1850. Fue la primera historia de España en francés y también la más leída de las que se publicaron. Romey era —según los datos que de él da Mariano Esteban de Vega— hijo de diplomático y había vivido en España. Literato de intereses muy diversos, se movió en los ambientes políticos de la izquierda liberal, cercanos al republicanismo. En relación con España, escribió sobre Cervantes y sobre los autos de fe que reprimieron los brotes protestantes del XVI. Pertenecía también a la escuela historiográfica de Guizot y Thierry, aunque iba más allá de una mera fe en el progreso y creía en el compromiso declarado del historiador, su «simpatía por los oprimidos, [y] odio a los opresores»[428].
Lo que menos gustó a los españoles en esta obra fueron sus duras críticas a las credulidades de Mariana y a la incapacidad de los historiadores españoles para sustituir esta historia anticuada. Pero lo que importa ahora era la nueva imagen romántica. Y, en efecto, Romey partía de que ya en la antigua Celtiberia «respiraban hombres orgullosos y atrevidos, un poco bandidos, pero llenos de sentimiento» (coeur). Se defendieron en Sagunto frente a los cartagineses con obstinación, «como leones», hasta que, «privados de todo y no pudiendo esperar ya ningún socorro de los romanos, resolvieron de común acuerdo morir antes que rendirse»; «así cayó Sagunto; primer ejemplo de esta intrepidez a la que ningún peligro desconcierta, de este indomable orgullo que más tarde caracterizaría más de una vez al pueblo español». Similar fue el destino de Numancia, única ciudad de España «que conservó intacta hasta el final la independencia nacional», por lo que su recuerdo «hace aún latir el corazón de los españoles con justo orgullo»[429]. Este tipo de planteamiento nacionalista es el que marcará, desde entonces hasta un siglo y pico más tarde, el enfoque de las historias europeas.
La aportación estadounidense a la historiografía española llegó algo más tarde, aunque lograría un impacto más duradero. Vino de la mano de William H. Prescott (1796-1859), un bostoniano rico y culto, protestante unitario. Richard Kagan, que ha estudiado su obra e influencia, lo describe como perteneciente a aquella primera generación de americanos que se sintió con suficiente fuerza como para cortar su dependencia respecto de los maestros del otro lado del Atlántico e investigar e interpretar el pasado europeo por sí mismos[430]. Prescott nunca visitó España, pero, allá por 1826, muy interesado por su historia, decidió escribir un libro sobre los Reyes Católicos. Fue su Historia del reinado de Fernando e Isabel, que vería la luz once años más tarde. A esta obra añadiría en 1843 y 1847 otras dos sobre la conquista española de México y Perú, y terminó coronando su trayectoria historiográfica en 1855 con una biografía de Felipe II[431].
Prescott quería hacer historia «romántica», pero a la vez, según declaró él mismo, «útil»: de ahí la elección de España, cuyo pasado consideraba «entretenido» debido a las guerras con los moros, los descubrimientos o el esplendor decadente; pero también útil, porque permitía reflexionar sobre las causas de la pérdida de poder político y económico, sobre todo comparadas con la prosperidad estadounidense. Como había hecho Robertson en su History of America setenta años antes, Prescott se apoyó en la imagen de leyenda negra propia del mundo protestante, a la que añadió las críticas arbitristas y los datos de Las Casas sobre atrocidades en el Nuevo Mundo. En su explicación de la decadencia española mantuvo los tópicos heredados sobre el atraso intelectual, la beatería, la incapacidad de invertir de manera productiva y el despilfarro del dinero americano en monasterios y guerras religiosas. Los españoles eran, en suma, «católicos intolerantes», gente indolente gobernada por una monarquía despótica; lo contrario que los estadounidenses, animados por un espíritu libre que producía dinamismo, racionalidad y prosperidad. De ahí la ejemplaridad del caso español, su «excepcionalidad», paralela a la estadounidense, pero en sentido inverso, pues representaban la decadencia frente al progreso, lo viejo frente a lo nuevo. Estos rasgos españoles, de todos modos, no eran, para Prescott, eternos o inherentes a una forma de ser, pues la España medieval había sido enérgica, trabajadora y creativa. Solo había dejado de serlo cien años después, al terminar el reinado de Felipe II[432].
Aunque era mayor que Prescott, su amigo George Ticknor (1791-1871) le sobrevivió y se convirtió en el primer profesor de lenguas modernas de Harvard. Viajó a España brevemente, en mayo de 1818, y volvió para una visita más larga en 1835-1838. Reunió una gran biblioteca que acabaría donando a Harvard y se convertiría en la base de la sección de historia española en la Widener Library. En su primera visita trabó amistad con José Antonio Conde, aunque sus lazos más fuertes y duraderos fueron los establecidos con Pascual de Gayangos, el segundo y verdadero iniciador del arabismo moderno. La obra de Ticknor se basa más que la de Prescott en la investigación directa, pero, al trabajar sobre literatura, incurre con mayor facilidad en los tópicos: considera a España un país desierto, sin cultura ni refinamiento, pero en el que vive gente «graceful», «picturesque»; coincide con Prescott en que los españoles medievales fueron entusiastas, creativos y vigorosos, aunque cayeran en la decadencia más tarde. Su gran obra fue la History of Spanish Literature, de 1849, que marcó el género y obligó a elaboraciones propias, como la de Amador de los Ríos. Ticknor introdujo en el mundo angloparlante la expresión «Siglo de Oro»; pero, aunque destaca la creatividad literaria de la época, también aclara que para sus contemporáneos fue una época más de hierro que de oro[433].
El impacto más inmediato de todas estas historias en los españoles que pudieron enterarse de su existencia fue la traducción que Alcalá Galiano realizó de Dunham en 1844-1846, a la que añadió amplias notas propias y apéndices escritos por Donoso Cortés y Martínez de la Rosa. Alcalá Galiano, político y literato, sentía gran interés por la historia, como prueban sus Apuntes del levantamiento de 1820, La revolución de España de 1808, su Discurso sobre la antigua Constitución política de Castilla o sus Memorias y sus Recuerdos de un anciano. Como traductor, además del libro de Dunham, volcó al español la Historia del consulado y el Imperio, de Adolphe Thiers. En cuanto a Martínez de la Rosa, también literato y político, hizo suya la interpretación histórica de Martínez Marina, intentando buscar los orígenes del sistema representativo en la era medieval. Se dejó influir por la nueva escuela historiográfica francesa, como prueba su artículo, de 1839, «¿Cuál es el método o sistema preferible para escribir la historia?». Por encargo de la RAH escribió también un «Discurso» sobre los Austrias, que acabó convirtiendo en su Bosquejo histórico de la política de España desde los tiempos de los Reyes Católicos hasta nuestros días (1857), un recorrido por la política exterior española. Fue autor también de El espíritu del siglo, magna historia de la Europa del XIX que toma como eje el caso francés[434].
En definitiva, la respuesta española a este interés europeo por la historia peninsular fue escasa y lenta, expresión de la débil potencia intelectual del país en el momento. Hasta Modesto Lafuente, entre 1850 y 1866, no habría un intento realmente serio por superar aquellas historias aparecidas en el extranjero. Pero, para entonces, su trabajo no se veía influido ya solo por las publicaciones internacionales, sino también, y sobre todo, por las convulsiones políticas internas.