EL COMPROMISO HISTORIOGRÁFICO. DE MODESTO LAFUENTE A CÁNOVAS
El carácter abiertamente partidista de la historiografía española del siglo XIX imposibilitaba su conversión en esa «argamasa» cultural, en expresión de Roberto López-Vela, que necesitaba el emergente orden políticosocial para «aunar a sus diversos componentes dentro de unas mismas señas de identidad». En esa reinvención de los pilares sobre los que asentar el nuevo orden —que sustituyesen a la monarquía, la religión, los clanes familiares o la identidad local o gremial— la historia tenía que desempeñar un papel esencial. Los historiadores de cada uno de los nacientes Estados europeos «descubrieron», en el momento oportuno —sigue López-Vela—, que allí había habido «unos habitantes que desde los tiempos más antiguos habían tenido una conciencia más o menos clara de su identidad y un gran amor a su independencia como colectivo». Se construyó, así, un basamento cultural común a partir de una «memoria colectiva» que, según concluye este autor, «desde los tiempos más remotos hasta su actualidad, daba sentido a la existencia independiente de esa realidad que era el Estado nacional que se estaba abriendo camino». Pero en el caso español la beligerancia política dificultaba su conversión en un elemento de cohesión social[494].
A este problema se añadía, en España, la circunstancia de que, al llegar la cuarta o la quinta década del siglo XIX, seguía sin existir un relato histórico de enfoque moderno y elaboración reciente que pudiese aspirar a cumplir aquella función. La intelectualidad del momento estaba demasiado dominada por preocupaciones políticas, o no tenía la creatividad cultural necesaria, para acometer esta tarea. Por lo que se seguía manejando, cada vez con más apéndices, la historia del padre Mariana, que contaba para entonces con casi dos siglos y medio de antigüedad y que en su versión original terminaba con la muerte de Fernando el Católico, o sea más de tres siglos antes. Era casi tan extraordinario que aquella historia se hubiera escrito tan pronto como que hubiera sido imposible sustituirla en tanto tiempo. Tan tarde como en 1848, como hemos visto, todavía escribió Eduardo Chao una continuación más de la obra de Mariana.
Quienes intentaban suplir esta carencia y elaboraban historias de España desde la nueva perspectiva nacional dominante en Europa eran extranjeros como Dunham, Romey, Lembke o Prescott. Pero el hecho mismo de ser extranjeros les inhabilitaba para firmar el producto que el mercado políticocultural demandaba. Por lo que su trabajo sirvió para poco, salvo para espolear a los españoles a escribir. Alberto Lista expresó el sentir general de manera inequívoca cuando dijo que «lo único que nos quedaba que ver es que se estudiase la historia de España, no en Mariana, ni en ninguno de nuestros historiadores, sino en una obra escrita en París»[495]. Y el propio Modesto Lafuente reconocería, según dice López-Vela, que una de las razones que le movieron a elaborar una historia de España «fueron los comentarios de los historiadores extranjeros sobre la falta de algún historiador nacional»[496]. Se refería a Charles Romey, que había denunciado el vacío historiográfico en la España moderna, donde seguía siendo preciso recurrir a Mariana, Masdeu o Flórez: «L’Espagne n’a point cependant d’histoire nationale; le génie historique ne s’est point reveillé encore chez ce grand et malhereux peuple»[497]. Contra esta imagen reaccionó toda la generación que entró en la vida pública tras la muerte de Fernando VII. Y nadie supo hacerlo con tanto éxito como el propio Lafuente.
MODESTO LAFUENTE, EL CONCILIADOR
El palentino Modesto Lafuente y Zamalloa nació en 1806 y murió en 1866. Inició sus estudios como seminarista en Astorga y León, llegando a recibir la tonsura, aunque no las órdenes. A mediados de la década siguiente, en plena ofensiva carlista y con el clero indeciso ante la crisis política, colgó los hábitos y se inclinó por la opción isabelina, al principio a favor del Estatuto Real y más tarde llegando a colaborar, en algún escalón inferior, con la administración de Mendizábal. Aprovechando la nueva legislación liberal sobre la imprenta, en 1837 lanzó un órgano periodístico de carácter satírico, titulado Fray Gerundio, que alcanzó gran éxito. A través de este ficticio fraile exclaustrado, cuyo nombre evocaba el personaje creado un siglo antes por el padre Isla, Lafuente expresaba críticas políticas que deleitaban a los progresistas —su público, en principio—, pero también a los moderados e incluso a más de un absolutista. Como ha observado Pérez Garzón, Lafuente siempre fue proclive a un compromiso, «lo suficientemente impreciso como para no provocar el rechazo de nadie». En 1844 desapareció su periódico, contrajo matrimonio con la hija de su editor y se estableció en Madrid. A esas alturas «había alcanzado una posición económica desahogada, gracias a su pluma», dice Pérez Garzón, que puntualiza que, al casarse, su capital ascendía nada menos que a un millón y medio de reales. Fue, pues, un ejemplo de intelectual moderno, con público propio y cierta independencia. Ante las cortapisas puestas por los moderados a la libre expresión, evolucionó desde la sátira política hacia la literatura costumbrista, publicando un Teatro social del siglo XIX[498].
De ahí pasó a la historia. Se metió algún tiempo en el archivo de Simancas y en 1850 lanzó al mercado el primer volumen de su Historia general de España, al que seguirían otros veintinueve hasta 1867. Su éxito fue inmediato y en pocos años se convirtió en académico de la Historia y más tarde de Morales y Políticas. También ocupó cargos, como el de director de la recién fundada Escuela Superior de Diplomática, un importante paso hacia la profesionalización del oficio de historiador en España. Políticamente, fue moderando sus posiciones y se integró en la Unión Liberal de O’Donnell, con quien logró en 1854 un acta de diputado que mantendría hasta su muerte. Al ocurrir esta, en 1866, no había aparecido aún el trigésimo y último volumen de su Historia, que sería póstumo; pero se vendía ya una edición «económica» de la obra, en solo quince volúmenes[499].
La importancia de la obra de Modesto Lafuente fue tal que a partir de ella se formó, en opinión de José María Jover, la «conciencia histórica» de varias generaciones de españoles; fue «la historia nacional por antonomasia», coincide Pérez Garzón; y para López-Vela, «alcanzó una influencia que sobrepasó su propio siglo». Y no porque su investigación aportase sustanciales novedades ni porque modernizase la metodología de acuerdo con el positivismo en boga, sino porque «construyó un discurso bien argumentado, con coherencia interpretativa y claridad en el estilo» (Pérez Garzón), porque supo conciliar interpretaciones hasta entonces en disputa y porque, intuyendo lo que el momento requería, dio mayor relevancia a los tiempos recientes que a los antiguos y descartó, en relación con estos últimos, viejas querellas sobre leyendas desprestigiadas desde el XVIII pero repetidas aún rutinariamente por muchos[500]. Hasta bien entrado el siglo xx, la Historia de Lafuente no tendría rival en popularidad y difusión. Sobre el relato de Lafuente se construyeron los manuales escolares, los programas de oposiciones a funcionarios, los cuadros de pintura histórica.
Su división cronológica en cuatro «edades» —Antigua, Media, Moderna y Contemporánea— se mantiene incluso hoy, en pleno siglo XXI, en que la historia académica española sigue llamando «contemporáneo» a Fernando VII, como hizo Lafuente —con razón, porque había vivido su reinado—. En esto de las edades, como en todo, nuestro autor era muy español, porque situaba el paso de la Antigüedad a la Edad Media a comienzos del siglo VIII, con la invasión de la península por los árabes, y no en el siglo V, con la caída del Imperio romano de Occidente, como hacía el resto de Europa. La modernidad se iniciaba el año 1492, en que los Reyes Católicos lograron la rendición de Granada, expulsaron a los judíos y Colón llegó a América, frente al 1453 de la toma de Constantinopla por los turcos, referencia internacional. Y el primer año de la contemporaneidad no era el 1789 revolucionario francés, sino el 1808 del levantamiento español contra las tropas napoleónicas.
La presentación de su trabajo revela esquemas mentales bastante tradicionales. No invoca como maestros a Hume, Gibbon, Voltaire, Hegel ni Guizot, los grandes renovadores del último siglo. En su defensa inicial de la importancia de la historia como acervo de experiencias de milenios que destila lecciones para el presente, se remite rutinariamente a la magister vitae de Cicerón; y justifica su creencia «en la dirección y el orden providencial» que rige los acontecimientos apelando a la autoridad de Bossuet y Vico. Este providencialismo no es, para él, incompatible con su también declarada fe en «la progresiva tendencia de la humanidad hacia su perfeccionamiento», un fin hacia el que «el género humano va marchando […] destinado por el que le dio el primer impulso y le conduce en su carrera». Y el cuadro se aclara y se completa al describir su visión de este mismo género humano como un «compuesto admirable de pueblos y de naciones diferentes». Los sujetos de la historia son, por tanto, los pueblos o naciones, que tienen un «destino providencial» y que inexorablemente avanzan, bajo la dirección divina, en el sentido del progreso. Lo cual tampoco obstaculiza un amplio campo de libertad para los individuos; en realidad, la intervención providencial «se concreta —según López-Vela— a través de importantes acontecimientos o de la acción de reyes o grandes individuos»[501]. Mas ello, de nuevo, no significa que la historia deba limitarse a consignar sucesos, sin reflexionar sobre su sentido. Por el contrario, se requiere una historia «filosófica», según la expresión del momento; lo narrado debe conducir a explicar el «espíritu» de cada época y, en conjunto, «la esencia de la nación». Lo que nos hace volver a su reveladora división cronológica: como indican las fechas elegidas para finalizar y comenzar cada «edad», la «perfección del progreso», o «ley de la historia», significaba, en el caso español, un peldaño en la «construcción de la nación».
Esta nación española que protagoniza su relato está presente desde el primer momento. Porque ya en la noche de los tiempos, con la fusión de celtas e iberos, surgió, según Lafuente, «una nación bajo el nombre de celtíberos» con «características innatas» que «los españoles» han «heredado» y mantenido constantes a lo largo de su historia: la religiosidad, el «amor a la independencia», un «desprecio a la vida» que hace de ellos invencibles guerreros, una «sobriedad» que conduce a la «tendencia al aislamiento» y al «desapego del trabajo», y una indisciplina que conlleva «falta de unidad»[502]. Algunos de estos rasgos son obviamente negativos para la integración comunitaria, y Lafuente añade además que la fusión de celtas e iberos chocó con la accidentada orografía del país, que lo dividió en varios espacios raciales; ni siquiera el núcleo identitario inicial estaba completo, pues le faltaban ingredientes esenciales que se añadirían más tarde. Pero la fuerza de aquellos rasgos primarios los convirtió en soporte inconmovible de la unidad «nacional». Con los celtíberos, «España» inició su recorrido histórico.
La geografía, otro dato más antiguo aún que la fusión racial originaria, demostraba también, para Lafuente, que España había sido creada por la Providencia para gozar de una identidad propia: «si alguna comarca o porción del globo parece hecha o designada por el grande Autor de la naturaleza para ser habitada por un pueblo reunido en cuerpo de nación, esta comarca, este país, es España»[503]. La península, cerrada por mares y montañas, situada entre Europa y África y dotada de una fertilidad y abundancia de riquezas naturales inigualable, es un «suelo privilegiado, en que parecen concentrarse todos los climas y todas las temperaturas»; «si algún estado o imperio pudiera subsistir con sus propios y naturales recursos convenientemente explotados, este estado o imperio sería la España»[504]. No era extraño que aquella tierra hubiera sido codiciada por tantos pueblos. Y de ahí su destino histórico, que era la sucesión de invasiones y luchas para liberarse de los invasores, de pérdidas y recuperaciones de la propia identidad.
Ejemplares fueron ya las primeras resistencias a los cartagineses y romanos: luchas desiguales, llenas de gestas inigualables, como Sagunto («primer ejemplo de aquella fiereza indomables que tantas veces habrá de distinguir al pueblo español»; «la ciudad más heroica del mundo» de la que «salió una voz que avisó a las generaciones futuras de cuánto era capaz el heroísmo español»), Numancia («horrible y glorioso remate de aquel pueblo de héroes»; «ciudad indómita», única capaz de «exceder en heroísmo y gloria a Sagunto») o las guerras de Viriato («el magnánimo guerrero español», «ese tipo de guerreros sin escuela de que tan fecundo ha sido siempre el suelo español»). De especial significación fue este último, el «pastor lusitano» —pero Portugal es España, para el iberista Lafuente— que inició la saga de caudillos o generales salidos del pueblo, protagonistas de proezas que asombran al mundo pero que acaban en derrotas porque los españoles permanecen divididos, incapaces de «agruparse en derredor de la bandera de tan intrépido jefe». El «individualismo» español convirtió, pues, estas gestas en un sacrificio inútil, que no sirvió para evitar la «esclavización» de la península por los romanos[505].
Bajo aquel imperio nació y llegó a España el cristianismo, hecho de la máxima trascendencia para Lafuente: «una revolución social, la mayor que han presenciado los siglos», el sistema de gobierno «más aceptable, más noble, más liberal, el que daba al hombre derechos que no había gozado nunca, […] el que abolía la esclavitud y proclamaba la libertad, la igualdad, la emancipación del pensamiento; […] el que prescribía, en fin, dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Esta presentación del cristianismo es inequívocamente liberal, y hasta incluye cierta separación de la Iglesia y el Estado. Pero lo importante no es esto, sino la incorporación del cristianismo a la esencia nacional como ingrediente permanente. Quizá por esa razón, Lafuente no duda en aceptar la presencia del apóstol Santiago en la península, defendida con un desplante nacionalista: «niegan los extranjeros la venida del apóstol Santiago a España. […] ¿Podremos dejar de respetar las tradiciones solo porque las nieguen los extranjeros?». Tras esta visita, a la que añade —siguiendo a Flórez— la de san Pablo, se difundió el cristianismo por la península de forma rápida, casi repentina. La abundancia de mártires o «campeones de la fe» demostró que los españoles seguían dispuestos a sacrificarse por una causa sagrada, como habían hecho en Sagunto y Numancia por su libertad y sus hogares. Aquel compromiso hispano con el cristianismo, sellado con sangre, integró sus principios morales en la idiosincrasia patria[506].
Llegó el Imperio romano a su fin, por designio providencial, y asolaron el país suevos, vándalos y alanos. Pero tales «bárbaros» no estaban «destinados a heredar esta rica y fértil provincia»; «ni España lo merece, ni Dios lo permite». Los visigodos, un pueblo «menos indigno que ellos de ocupar este suelo privilegiado», les expulsaron de la península; y, ellos sí, «fundaron en España una nación». Esta rotunda afirmación debería hacer reflexionar al lector. Para Lafuente, «españoles» existían antes de la llegada de los romanos y de la predicación del cristianismo; más aún: la fuerza de la cultura española se había impuesto en cierto modo a la romana y desde luego a la goda, como demostró la conversión de este último pueblo al catolicismo; incluso otros se habían «españolizado» antes, pues de los saguntinos nos dice que eran colonos griegos que, después de varios siglos en suelo español, «por españoles los contamos ya». ¿Por qué retrasar la fecha fundacional de la nación hasta después de la llegada de los godos? Pero el historiador tiene su lógica: la esencia existía desde el origen, aunque algún rasgo irrenunciable, como el cristianismo, se le añadiera con Roma; una auténtica «monarquía española», sin embargo, solo se estableció bajo los godos. Es decir, con ellos surgieron las instituciones. Ellos establecieron el «culto del Estado», «el mismo que hoy subsiste», ellos fueron «los que dieron a los pueblos leyes que aún se veneran, los que celebraron asambleas religiosas que se admirarán y se respetarán siempre, los que legaron a los reyes de España su título más glorioso y de quienes la más alta nobleza española se envanece de hacer derivar su genealogía, y cuya sangre corre acaso todavía por las venas de los actuales españoles». Además de la monarquía y la unidad religiosa, los visigodos lograron la unidad territorial de España y establecieron su unidad legal con el Fuero Juzgo. Tras los concilios, interpretados por Lafuente —en la tradición liberal— como un parlamento embrionario, en el último siglo visigodo quedó definido el esquema institucional «español». El «Imperio godohispano» fue, así, «uno en la religión, como lo había de ser en las leyes, ante Dios y ante los hombres»; con él estableció España «las bases esenciales de su constitución»[507]. A diferencia de historiadores más tradicionales, centrados en las hazañas militares o en la identificación con el catolicismo, el liberal Lafuente, preocupado por la inestabilidad política del XIX, da prioridad a lo jurídico-institucional, a la creación de un «Estado».
Pero el católico Lafuente también advierte, como liberal, una deriva peligrosa hacia el fanatismo desde la propia conversión de Recaredo, de la que el país debería cuidarse en el futuro. El maridaje entre obispos y monarcas llevó a una confusión de poderes: al ser electivos, los reyes tenían una debilidad innata y necesitaban que la Iglesia les apoyase declarando pecaminoso el regicidio o la rebelión violenta contra su autoridad; ellos, por su parte, como escribe López-Vela, «poco a poco fueron entrometiéndose en más cuestiones disciplinares de la Iglesia y nombrando obispos». Fue una relación de intromisión mutua, pero no igualitaria, ya que «el poder real ganaba por un lado y perdía por otro» mientras que «el poder episcopal ganaba siempre en influjo y adquiría una preponderancia progresiva». Al producirse el acuerdo entre los dos poderes, aumentó además la intolerancia católica y se inició la persecución de los judíos. La identificación de catolicismo y fanatismo inició así su larga historia[508].
Con el siguiente pueblo invasor, los árabes, tenían los españoles esenciales diferencias culturales, sobre todo religiosas, que impidieron su asimilación. En palabras de López-Vela, para Lafuente los godos se habían «españolizado»; los romanos, en cierto modo, también; pero los árabes nunca dejaron de ser un «pueblo extranjero»[509]. La Reconquista medieval se convirtió, por eso, en el proceso clave, una lucha de ocho siglos no solo por la recuperación del territorio contra sus «invasores» sino por la afirmación de la identidad española. Tan importante es aquel conflicto que su mismo nombre, la Reconquista, ha quedado incorporado a la historia académica española tras su uso por Lafuente. Como tantas otras ideas o expresiones que él lanzó, no era invención suya, aunque tuviera un origen reciente. Pero él comprendió su potencial y lo consagró. Vale la pena dedicarle unos párrafos.
DIGRESIÓN SOBRE LA RECONQUISTA
La idea de restaurar o recuperar el reino visigodo destruido por los musulmanes procedía del discurso historicopolítico goticista lanzado a finales del siglo IX por los cronistas de Alfonso III. Pero llamar «la Reconquista», como si fuera una empresa única, a todo aquel conjunto de guerras contra los musulmanes, e incluso bautizar con ese nombre al largo periodo histórico comprendido entre la batalla de Covadonga y la rendición de Granada, fue algo que solo se hizo en la era que Lafuente llamaba «Contemporánea». El término clásico, utilizado en el medievo y repetido por Ocampo, Morales o Mariana, había sido «restauración». Y las ciudades o territorios, en las guerras medievales, se ganaban, tomaban o conquistaban; no se reconquistaban, como ha observado M. Ríos Saloma, que ha investigado este tema[510]. Al llegar la revolución historiográfica de novatores e ilustrados, Mondéjar, Ferreras o Masdeu desmontaron varias de las leyendas relacionadas con la llegada de los musulmanes. Pero no cambiaron la terminología: Masdeu daba a Pelayo el título de «Restaurador —con mayúscula— de la libertad de los españoles». A finales del siglo XVIII, Ortiz y Sanz, en su Compendio cronológico, hablaba de «la recuperación de España», aunque también de «reconquistar la patria de mano del enemigo». Este mismo autor, sin embargo, cuando escribía sobre Alfonso I se refería a sus «rápidas y dilatadas conquistas». En la reedición de 1841, según anota Ríos Saloma, se alteró la frase y se escribió «reconquistas»[511], lo que puede atribuirse a que en esos cuarenta años había ocurrido la guerra napoleónica y en ella se había hablado mucho de «reconquistar» el territorio. Pero en 1806, antes de comenzar esta guerra, un tal Ascargorta, del que carecemos de datos, publicó —anónimamente— un Compendio de la historia de España, uno de cuyos capítulos se titula en el índice «Pelayo. Principios de la reconquista», y en él se lee que «los españoles, refugiados en las cavernas espantosas de los montes de Asturias» estaban resueltos «al heroico empeño de reconquistar su patria»[512].
Todavía en 1837 A. Gómez Ranera se refería a «la lucha de más de setecientos años que acabó con los musulmanes», aunque añadía que desde la cueva de Auseva «los cristianos» empezaron «la reconquista de España». Alberto Lista, Saturnino Gómez o Eugenio de Tapia, que escriben entre 1838 y 1840, no mencionan el sustantivo «reconquista», sino, por ejemplo, «el glorioso alzamiento de Pelayo» o «la fundación del reino de Asturias por Pelayo» para «romper las cadenas de su oprimida patria»[513]. Se apoyan, en cambio, en esa idea Fermín G. Morón en 1841 («un puñado de valientes […] se lanzaron […] tras el grandioso proyecto de reconquistar el país» y, al cabo del tiempo, «la reconquista del país fue […] un hecho consumado») y José R. Angulo en 1844 (los españoles refugiados en los montes «reconquistaron pueblos en que vivir»). Pero omiten el verbo Terradillos, Antonio Alix o Joaquín Rodríguez entre 1845 y 1850; y omite el sustantivo Juan Cortada, que llama a la empresa bélica en su conjunto la «guerra contra los moros […] durante ocho siglos»[514]. Durante toda la primera mitad del XIX, por tanto, «la restauración de España» se mantenía, alternada con otros términos; entre ellos, «la reconquista», que iba ganando terreno.
Fue entonces, en 1850, cuando irrumpió Modesto Lafuente. Y habló, desde su Discurso preliminar, de «los orígenes de la reconquista» o de «España antes y después de la reconquista», es decir, que era a la vez una empresa bélica y un periodo histórico. A lo largo de los sucesivos volúmenes el sustantivo —con minúscula— le sirve para referirse, por igual, a un conjunto o serie de guerras presentado como unitario por alejadas que estén entre sí (con lapsos pacíficos a veces de cien o doscientos años) y al periodo histórico (de «ocho siglos», número redondo) en que aquellos hechos se desarrollaron. En el primer sentido, el término aparece docenas de veces: «la reconquista avanza de los extremos al centro», «marchaba la obra de la reconquista» o «no progresaba como debía la reconquista»; y algunas menos en el segundo: «en el primer siglo de la reconquista», «en los siglos de la reconquista». En ocasiones retornaba, desde luego, al clásico «restauración» o decía que Covadonga fue el «principio de la independencia española». Pero su opción general era clara y en algún momento es explícita: la guerra contra el islam fue «ese esfuerzo gigantesco al que damos el nombre de reconquista»[515]. No presume de ser el creador de la etiqueta, sino que la cree aceptada por los historiadores; lo cual puede parecer un rasgo de modestia, pero también sería propio de alguien que considera «objetivo» lo que describe.
Tras el éxito de Lafuente, la nueva denominación se impuso, aunque durante algunos años duraron los titubeos y las variantes. A finales de la década de 1850, Castellanos de Losada o Carmelo Tárrega utilizan el vocablo en el sentido de Lafuente, y lo repiten Sánchez Casado o Fernando de Castro hacia 1870; Moreno Espinosa, en 1871, se refiere a «la santa empresa de la Reconquista», con mayúscula ya[516]. No usó la expresión, en cambio, a principios de la década de 1860, Manuel Ibo Alfaro, que menciona «la notable guerra de siete siglos»; y Antonio Cavanilles empieza diciendo que Pelayo alzó «el grito de independencia» y dio «noble y glorioso origen a la monarquía española», pero también incluye «reconquista» en ocasiones; en cuanto a Miguel de Cervilla, titula su capítulo «Restauración», pero en el texto se refiere infinidad de veces a la «obra de la reconquista»[517]. Estas vacilaciones eran ya excepcionales. En las últimas décadas del siglo XIX, ningún historiador dudaba de que aquellos siglos, y aquellas guerras, fueron los de «la Reconquista». Un nombre propio, escrito ya con mayúscula.
LAFUENTE ANTE LOS TEMAS CONFLICTIVOS
Modesto Lafuente se vio obligado a lidiar con muchas cuestiones históricas que dividían a sus contemporáneos en escuelas irreconciliables. Una de ellas, por ejemplo, la compatibilización entre su visión inequívocamente unitaria del mundo medieval español y la pluralidad de reinos cristianos existente en el periodo. La resolvió dedicando la mayor parte de sus páginas al núcleo astur-leonés-castellano, pero concediendo amplio espacio —la mitad, aproximadamente— al reino de Aragón, el mundo musulmán, Navarra y Portugal, por este orden. Comparado con Mariana, que había vivido en persona la compleja realidad de la monarquía hispánica, Lafuente es más unitario y castellanocéntrico, aunque no llegó a los extremos de algunos autores del siglo siguiente. A eso añade, sin embargo, su constante interés por los enrevesados procesos de unión y separación de reinos, con abierta toma de posición a favor de los primeros porque conducen a la «unidad nacional» felizmente culminada por los Reyes Católicos. Basten dos ejemplos: Sancho de Navarra hizo una «distribución de reinos» entre sus hijos que fue causa de «tantas discordias», pues «una vez rota la obra laboriosa de la unidad», fue «difícil poner freno a la ambición […] que muy pronto se desarrolló entre los hermanos herederos»; pese a haber sufrido en persona las «consecuencias fatales» de esta «funesta» partición, su hijo Fernando incurrió «en el propio error de su padre, rompiendo la unidad apenas establecida…» La misión histórica de la monarquía era la unificación y estos repartos en el lecho de muerte la desviaban de ella[518].
Otro tema polémico era la valoración de la presencia judía en la España medieval. Lafuente se deja guiar en este punto por su amigo José Amador de los Ríos, otro católico liberal como él, y lo plantea desde el punto de vista de la construcción del ente nacional por la monarquía[519]. Los reyes, atrapados entre los dos fuegos de los nobles, guiados siempre por intereses egoístas y fraccionales, y el pueblo, dominado por una emocionalidad que lo hacía fácil presa de predicadores fanáticos, «se veían en la precisión de» intervenir con medidas políticamente necesarias, aunque dañinas para la industria y las finanzas. Una de ellas fue la expulsión de los judíos, grave pérdida para el país pero obligada dentro del programa de construcción nacional que tenían Fernando e Isabel. No fue, pues, el «fanatismo» lo que les guió, ni tampoco el designio de apoderarse de las riquezas de los hebreos, denunciado por Adolfo de Castro. Lo que pretendieron fue resolver el problema de la animosidad popular contra los judíos y, sobre todo, construir la unidad política española, «lo cual no podía hacerse sin asegurar antes como vínculo general de las provincias la unidad religiosa»[520]. Se trató de una «dura y cruel medida» tomada contra los «desgraciados hebreos», que sufrieron «miserias, penalidades y desastres»; pero no simpatizaba mucho con las víctimas, que, si bien eran una «clase» o grupo humano sobresaliente «por su destreza y por su inteligencia para el ejercicio de las artes, de la industria y del comercio», solo reportaron beneficios al país «impulsados por el móvil de la ganancia y la usura». Lo grave, para Lafuente, no es el atentado que pudo suponer aquella medida contra las libertades ciudadanas o contra la ley cristiana de la caridad, sino que fue «perjudicial para los materiales intereses de España», un «golpe mortal que obstruyó en España estas fuentes de la riqueza pública para que fuesen a fecundar otros climas». Lafuente es liberal y católico, pero es sobre todo nacionalista español. Si en algo erraron los reyes fue en que «contemporizaron con el espíritu del pueblo», inspirado por un «exagerado espíritu religioso» y por «antipatías seculares y odios envejecidos». Y aun este fallo debe atribuirse al «político» Fernando, pues no cabe atribuir tan dura medida a Isabel, animada siempre de «la más recta intención y el buen deseo»[521].
Para pronunciarse sobre la Inquisición, la gran bête noir de la historiografía liberal, Lafuente se apoya directamente en Amador. La Corona estableció este tribunal para «constituir y fortificar la doble unidad de la monarquía española», decía este último, porque había peligros de herejía nada imaginarios y la unidad política de España no podía consentir las disensiones y luchas internas de carácter religioso. Fue un tratamiento duro, pero terminó con los endémicos tumultos contra judíos y conversos y «salvó a España de las espantosas guerras de religión que ardieron más tarde en Alemania, Francia, Inglaterra y los Países Bajos». Aquel tribunal fue «desvirtuado» más tarde, explicaba Amador de los Ríos, por fanáticos y ambiciosos que se «excedieron» en sus funciones y cometieron «desmanes»; con lo que el Santo Oficio llegó a estar «sobre la cabeza del soberano» y se convirtió en «terrible embarazo a la marcha filosófica del espíritu humano»; dominada por el «elemento teocrático», la nación fue «presa de todas las calamidades». Se conectaba así la creación de la Inquisición con la decadencia cultural de España. Pero que el tribunal cometiera tropelías se debía al abuso de quienes ocuparon los cargos, no al error de los monarcas al instaurar el tribunal; y lo grave, además, no era tanto que dificultara el progreso intelectual del país como que obstaculizara el desarrollo del Estado. Amador insiste en que la Inquisición se convirtió en «perjudicial a los intereses del Estado» y debería haber desaparecido cuando «cesaron las circunstancias que le habían dado vida»[522]. Con lo que exime de responsabilidad, como observa López-Vela, a Fernando e Isabel por haber establecido el Santo Oficio, «traspasando el error a sus sucesores por no haberlo abolido cuando perdió su coyuntural efecto positivo»[523].
La llegada de la dinastía Habsburgo planteaba, como sabemos, problemas no menos difíciles de salvar para un historiador liberal. Lafuente se aparta levemente del antiaustracismo heredado, pues condena a aquellos monarcas, como dice Pérez Garzón, no tanto por destruir las libertades patrias como por «salirse del ámbito geopolítico natural de España». El acceso al trono de aquella dinastía extranjera fue negativo porque involucró a la «nación» fraguada por los Reyes Católicos en guerras dinásticas que despoblaron y arruinaron sus reinos y municipios. Lafuente distingue con cuidado los litigios por el dominio de Italia o por reparar viejos agravios del ducado de Borgoña, que condena, de otras empresas bélicas, como las dirigidas a conquistar América o a repeler la amenaza turca, que sí respondían a intereses españoles. También las guerras con los luteranos merecían la aprobación del historiador, porque se libraban en defensa de la fe. Lafuente no sentía la menor simpatía por Lutero, en quien no veía un precursor del liberalismo sino el origen de todas las rebeldías y alteraciones modernas, punto en el que, como observa López-Vela, Lafuente se aleja de Guizot y se acerca al pensamiento contrarrevolucionario dominante en el mundo católico de la primera mitad del XIX[524].
Lafuente es especialmente crítico con Felipe II, personaje en cuya descripción acusa el fuerte impacto de la «leyenda negra». Aun reconociendo sus «muchas grandes dotes» como político, confiesa que como persona «no nos e[s] posible amarle», pues era de carácter «despótico», de «insensible dureza», «falto de ideas elevadas», con «un corazón cerrado a la compasión y a la piedad humana», «receloso, suspicaz y profundamente disimulado» y «muy rara vez» se detecta en él «un sentimiento tierno y afectuoso»; para colmo, era «muy aficionado a los rigores y a los procedimientos inquisitoriales» y se escudaba en la defensa del catolicismo para enmascarar intereses personales, lo que revelaba hipocresía. Su política interior reflejó su personalidad y el pueblo fanatizado se identificó con ella. En el caso de Antonio Pérez, envió un ejército a Aragón y, tras someter el reino, abolió los fueros, «inapreciable conquista de un pueblo valeroso y libre que había asombrado al mundo» y que cayeron «despedazados por la vengativa e implacable mano del despotismo». Como se ve, la opinión del historiador sobre el «rey Prudente» tiene poco de buena. Lo único que alega, y con pasión, es que no tolerará que los «escritores extranjeros retrat[en] con tan negros colores a Felipe II y ponder[en] su fanatismo, su tiranía y sus maldades», porque en aquella misma época existieron en Inglaterra el «desenfrenado déspota» Enrique VIII, la «sombría y sanguinaria» María Tudor o la «licenciosa» Isabel I; y en Francia Francisco I, «que encendió como Felipe las hogueras de la Inquisición», o Enrique II, que firmó «terribles edictos contra los protestantes». Por tanto, «no hay justicia de parte de los escritores que le pintan como el solo monstruo coronado que entonces existiera en la tierra». Solo una comparación con otros déspotas salva el orgullo nacional al juzgar a Felipe II[525].
Al terminar los reinados de los dos Austrias mayores, la decadencia «de la nación» había quedado sentenciada. Para lidiar con los menores, el historiador se limita a referir sus rasgos de carácter: solamente en el caso de Felipe III —que se dejó arrastrar por la pendiente del valimiento, la beatería y la corrupción— critica un error político, cual fue la expulsión de los moriscos, la medida económica «más calamitosa para España que pudo imaginarse», ya que eran trabajadores agrícolas muy cualificados que dejaron yermos y despoblados, al marcharse, reinos enteros. El rey, así, «sacrificó a la idea religiosa la prosperidad del reino»[526].
Los Austrias, en resumen, malgastaron los recursos del país para construir su grandeza dinástica sobre una política exterior claramente antinacional, guiada por «el loco empeño de conservar países apartados»[527]. Hay que subrayar la coherencia del historiador con su planteamiento general: si la esencia de la historia española consistía en defenderse una y otra vez, con todo derecho y heroísmo inigualable, contra repetidas oleadas invasoras, no había justificación posible para que los españoles invadieran territorio ajeno. Cualquier expansión imperial era, en principio, contraria a la «forma de ser» española, a su austeridad, a la satisfacción que les producía ser dueños de un territorio inigualablemente fértil y hermoso. Ello explica también el reducido lugar que la Historia general dedica a la conquista y administración del imperio americano, lo que le impide entender la complejidad de la monarquía hispánica. Pero la política de los Habsburgo produjo efectos internos más graves aún: al privar a los españoles de sus libertades y ponerles al servicio de una causa religiosa, hicieron aflorar en ellos lo peor que llevan dentro: su fanatismo, su intolerancia, su tendencia al aislamiento. La Inquisición, una vez libre del freno que le impuso el fuerte carácter de Felipe II, campó por sus respetos. Los súbditos asumieron como propios los principios y valores de la monarquía y del Santo Oficio, identificaron catolicismo con fanatismo y la nación, incapaz de sumarse al progreso europeo, se estancó intelectual y moralmente.
Para bien de esa misma nación, la llegada de los Borbones al trono español cambió la política de la monarquía. Sus ideas y modos de gobernar podían muy bien haber sido censurados por Lafuente como extranjeros, pero el modelo político de Luis XIV era sinónimo de prosperidad y, sobre todo, de Estado fuerte, que era lo que el país requería, según el historiador. Se aparta aquí, por tanto, de la visión crítica que de Felipe V tenían la historiografía catalana o la republicana federal. Por el contrario, valora positivamente la supresión de los fueros aragoneses como un paso más hacia la «unificación jurídica» de España. Al desprenderse, además, de los territorios europeos, los gobernantes ilustrados pudieron concentrarse en lo que de verdad interesaba a la nación: mejorar la administración pública y explotar adecuadamente sus colonias. Se invirtió así la tendencia decadente de España y se inició la senda de la recuperación[528].
Entre los monarcas borbónicos sobresalió Carlos III, equiparado por Lafuente a Isabel la Católica, modelo ideal de monarca, de quien alaba sus reformas de la indumentaria y la moral popular, la arquitectura de la capital y, sobre todo, la administración del Estado, que afirmó su autoridad frente a otros poderes sociales o religiosos. Incluso en su política regalista encuentra el historiador católico aciertos: porque recortó el margen de acción de la Inquisición, emancipó en lo que pudo a la autoridad real de la tutela romana y hasta se planteó la desamortización de tierras de la Iglesia; pero califica de «errónea» la expulsión de los jesuitas y tampoco le gusta la política exterior carolina, innecesariamente belicosa. En cuanto al reinado de Carlos IV, nuestro historiador se distancia de la animosidad que había inspirado hasta el momento cualquier referencia a Godoy y a la real pareja por parte de los historiadores liberales. Condena al valido en términos morales pero defiende, en conjunto, su política interior, valorando en especial su desamortización eclesiástica, precedente de la que «había de desarrollarse en nuestros días», y los límites que impuso a la acción del Santo Oficio[529].
Mas este último reinado apenas le interesa sino como preámbulo del momento culminante, que es la «guerra de la Independencia» —otro marbete de laboriosa creación, que Lafuente incorporó y consagró—, periodo de seis años que absorbe más de una décima parte del total de las páginas de la Historia general. Porque el levantamiento español contra la invasión napoleónica coronaba y ratificaba la interpretación que inspiraba los miles de páginas anteriores, ya que demostraba la vigencia de la «ley inexorable» de la historia patria, como escribe con precisión López-Vela interpretando el pensamiento de Lafuente: que cuando la nación está en grave peligro, y las élites abandonan su defensa, es el pueblo, la savia del país, el que asume el protagonismo. Fue «la nación» la que, «herida en su altivez y ultrajada en su dignidad», dio «aquel grito de independencia que al principio pudo parecer temeridad insensata y después llenó de asombro y espanto al mundo», contrarrestando así la conducta «degradada y sufridora de afrentas y humillaciones» de sus reyes y magnates, embarcados en la «política suicida» de llamar a Napoleón como árbitro del conflicto dinástico. Al elegir juntas «sin distinción de clases», el pueblo español hizo una «revolución», pero no «social» o subversiva, como la francesa, sino «nacional»; y repitió a continuación en Zaragoza y Gerona lo que antes había hecho en Numancia o Covadonga. En cuanto a heroísmo, ningún acontecimiento de la historia moderna podía ser comparado con el sitio de Zaragoza, dice Lafuente invocando la autoridad de Thiers, y de la antigua solo cabría recordar algo similar en Numancia, Sagunto o Jerusalén[530].
La pésima opinión de Lafuente sobre Fernando VII evita que su comparación entre las personalidades del Deseado y el Intruso se vea lastrada por el patriotismo. José Bonaparte no fue el borrachín corrupto de la imagen popular, sino un monarca ilustrado que procuró hacer reformas y ganarse a los españoles. Fernando de Borbón, en cambio, fue un cobarde e intrigante que cedió la corona al emperador al iniciarse el conflicto y se entregó durante el resto de la contienda a su causa. Tampoco se identifica el historiador con la obra de las Cortes de Cádiz. Liberal desengañado como es cuando escribe estos últimos volúmenes, retrata a los doceañistas como ideólogos ingenuos que hicieron una tarea en muchos sentidos «grandiosa», pero poco prudente, porque no lo es «romper súbitamente y de lleno con las tradiciones de un pueblo». Su obra no era ni podía justificarse como una restauración de antiguas leyes y libertades. No convocaron las Cortes por brazos, a la manera tradicional, y redactaron una Constitución demasiado democrática, llena de restricciones para el poder real, con lo que, «queriendo hacer una monarquía templada, hicieron una república con formas de monarquía». El pueblo al que aquellos liberales proclamaron soberano se arrojó pronto en los brazos del rey, demostrando que en la cultura de las clases bajas seguían vivos peligrosos restos del fanatismo tradicional. Aquel pueblo capaz de los mayores sacrificios en defensa de la patria era también idólatra y ciego en su forma de entender la religión y el poder. Menos mal que —termina Lafuente— a la muerte de aquel monarca había subido al trono su hija Isabel, tan opuesta en todo a él y tan comparable, en cambio, a su antepasada la católica reina del mismo nombre[531].
EL IMPACTO DE LAFUENTE
Remataba así nuestro historiador una historia del pasado nacional que era, sobre todo, eso, nacional; y de un nacionalismo descrito acertadamente por José María Jover como «retrospectivo y autocomplaciente», porque mantenía a los ciudadanos alimentados a base de recuerdos de glorias añejas, siempre alrededor de un eje, que era la obstinada afirmación de la propia identidad frente a invasiones foráneas; con lo que ponía ante sus ojos un objetivo político, la independencia, ya conseguido[532]. Cualquier otra meta pendiente —completar la revolución liberal, crear un imperio, lograr la unión con Portugal, reclamar territorios irredentos como Gibraltar— hubiera sido mucho más difícil, si no imposible, dadas las circunstancias del momento. Modesto Lafuente tenía sesenta años al morir y había vivido en un país azotado por constante inestabilidad. Había conocido como niño la guerra napoleónica y la revolución gaditana y como adolescente el Trienio, con los atroces periodos de represión absolutista que siguieron a ambos; de joven vivió la guerra carlista y nuevas fases de agitación liberal, con desamortizaciones y matanzas de frailes; de haber llegado a septuagenario, le hubiera tocado vivir la Septembrina, el destronamiento de su idolatrada Isabel, la instalación de un Saboya, la proclamación de la República y la restauración borbónica; todo ello a la vez que se producía un patente descenso de categoría de España como potencia internacional, a partir de la pérdida de la casi totalidad del imperio americano, justo a la vez que sus vecinos europeos se encaramaban al dominio del mundo. En medio de esa serie de fracasos políticos y tragedias colectivas, un historiador era capaz de escribir treinta volúmenes en términos positivos y tranquilizadores sobre las hazañas legendarias de sus antepasados. No hablaba a los españoles de su realidad inmediata sino de las glorias y las virtudes de una patria idealizada, que además —les aseguraba— seguían vivas porque acababan de ser repetidas en la guerra contra Napoleón. Nadie supo tranquilizar conciencias y reparar la autoestima con tanta eficacia, exaltando las hazañas pretéritas de los españoles sin renegar por eso de las libertades modernas.
Del éxito de la obra ya hemos hablado. Se sucedieron las reediciones, hasta el tercer decenio del siglo siguiente, y se repitieron también las ediciones «económicas» o abreviadas, incluyendo una Breve historia de España, en un solo volumen, en los años veinte. En 1877-1882 se publicó una edición de lujo, revisada y ampliada desde la muerte de Fernando VII por Juan Valera, Andrés Borrego y Antonio Pirala. Y en 1887-1890 volvió a aparecer otra continuación de la obra que llegaba hasta la muerte de Alfonso XII. La Historia general de Lafuente se ponía así al nivel de la de Mariana, como producto de valor perenne que solo precisaba apéndices que lo actualizaran[533].
Lo cual no quiere decir que satisficiera a todos. La Unión Liberal, centro del espectro político, saludó la obra con entusiasmo; aplaudían sobre todo la construcción de la identidad española, por parte del historiador, alrededor de la monarquía y un catolicismo no ultramontano. Incluso sectores cercanos al absolutismo carlista la alabaron también, como «la más útil a nuestra juventud», como decía La Esperanza, citada por Pérez Garzón, si bien consideraron algunos pasajes censurables por hallarse escrita «en sentido liberal» y acabaron creando su propia versión de la historia patria, como sabemos. También los progresistas leyeron la obra con gusto, identificados sobre todo con sus expresiones de patriotismo combinadas con condenas de la opresión y el fanatismo. Pero en los medios más radicales no gustaron sus prevenciones contra los estallidos revolucionarios ni su propuesta política subyacente, basada en la búsqueda del término medio. La crítica más dura contra la Historia general salió de la pluma de Tomás Bertrán Soler, demócrata y luego republicano que tenía cuentas personales pendientes con Lafuente. En 1858 publicó unas Cuchilladas a la capilla de fray Gerundio en las que le acusaba, según cita Pérez Garzón, de que «en todas las líneas de su historia resaltan las máximas que le inculcaron en el noviciado». No aceptaba que el cristianismo fuera la clave de la unidad española, ni tampoco su providencialismo, al que oponía una historia volteriana, basada en la razón. Denunciaba la hipocresía de Lafuente al proclamar su fe en el progreso cuando, en su actuación como diputado, votaba en contra de cualquier avance de la participación política popular. Tampoco le agradaba aquella visión unitaria de España, que «refund[ía] en Castilla todas las glorias de España», cuando la fuerza del país debería derivarse de la «confederación» de identidades diversas[534].
Pero la izquierda jacobina también hacía suyas ideas centrales de Lafuente, como la permanencia del carácter español, su disolvente individualismo o su pasión irreductible por la independencia de España frente a todo yugo extranjero. Si nos preguntáramos, en resumen, cuál de los bandos enfrentados en 1936 poseía más ejemplares, o los leía y enseñaba con más convicción, de la Historia general de Lafuente, la respuesta no sería sencilla: para los republicanos no dejaba de ser la obra de referencia, aunque la tildasen de demasiado católica y monárquica; y los franquistas, que la creían en exceso anticlerical y malévolamente crítica con Felipe II o con la Inquisición, tampoco dejaban de compartir buena parte de sus tesis.
HACIA LA PROFESIONALIZACIÓN DE LA HISTORIA
«Renovación» o «revolución» historiográfica es una expresión que vale para fenómenos muy diversos y distantes en el tiempo. A mediados del siglo XIX se vivía aún bajo el impacto de la «historia filosófica», o idealista, cuyas bases habían sido sentadas por el siglo anterior y que pretendía explicar el pasado en términos profanos, como un progresivo dominio del mundo por la razón humana. Las aportaciones de Voltaire, Adam Smith, Turgot o Hume quedaron resumidas en las propuesta de Kant: se trataba de hacer una filosofía de la historia que, al contemplar en bloque el pasado humano, descubriera su sentido, que para él se hallaba en torno a un despliegue incesante, aunque sinuoso, de la razón y la libertad. Iniciado ya el XIX, el objetivo de la historia sería, para Hegel, describir la evolución del «espíritu», lo que significaba que el historiador debía captar el «principio» o «idea» dominante en cada época.
Pero al mediar el siglo el saber sobre el pasado no podía sustraerse a las modas del momento y renunciar a ser una ciencia empírica, guiada por la «objetividad». Fue el gran momento de los Guizot, Thierry o Thiers, faros que iluminaron la historiografía francesa y buena parte de la europea en las décadas anteriores a la sacudida revolucionaria de 1848. Todos ellos aceptaban la exigencia de una documentación contrastable —«positiva», según el término de la época— y estaban decididos a superar el localismo, el anticuarismo y la preferente atención prestada por la historiografía tradicional a la política. Lo esencial era recurrir al método comparativo y hallar las leyes que regían el desarrollo de la «civilización» localizando la «idea» o «principio» que dominaba y explicaba cada momento histórico. Eso convertiría a la historia en una «ciencia», decía el británico Henry Th. Buckle, y haría posible explicar los acontecimientos humanos por medio de leyes «tan fijas y constantes —as fixed and regular— como las que rigen el mundo físico»[535].
La nueva perspectiva excluía, en principio, todo particularismo nacionalista. A él parecía oponerse el concepto de «civilización», quizá el más repetido de la época. Pero la referencia a la civilización, como ha visto Javier Fernández Sebastián, podía entenderse en varios sentidos: por ejemplo, como una sucesión de épocas que sigue un rumbo providencial, siempre favorable al «progreso» (sentido «dinámico / proyectivo»); o como un estadio superior alcanzado gracias a ese mismo progreso (sentido «estático / empírico»). Desde esta segunda perspectiva, la civilización sería la fase última de la historia, el momento en que se había superado, por fin, la barbarie y se había logrado, según el célebre resumen de Stuart Mill, el bienestar material, la elevación cultural, la suavización de costumbres, la disminución de supersticiones, guerras y violencias, la limitación del poder basado en la fuerza y una creciente cooperación internacional. Pero había una tercera manera de entender la «civilización», que reducía sus pretensiones de universalidad: igual que cada época, cada pueblo tenía también su «idea» o principio dominante, que inspiraba sus hazañas históricas, sus instituciones políticas o sus creaciones artísticas, todo lo cual constituía el grano de arena que aquel pueblo aportaba al «progreso humano» o desarrollo del «espíritu universal». Cada comunidad humana era, en definitiva, una «civilización», como ha observado Fernández Sebastián, es decir, se hallaba inspirada por una «idea» o principio unitario que le confería una irreductible peculiaridad, dentro del contexto plural y armónico de la «civilización humana». Por mucho que presumiese de universalismo y que se refiriera al «progreso de la civilización», los protagonistas de la historia, sus unidades básicas, eran para un historiador del siglo XIX las naciones; y esto valía tanto para Guizot o Thierry como para Buckle o Macaulay, o algo más tarde para Mommsen en Alemania. Al final, como han observado Pasamar y Peiró, el nacionalismo ocupaba el vacío dejado por el providencialismo[536].
El impacto de la revolución historiográfica se dejó sentir en España con fuerza, aunque con retraso y no sin resistencias, pues Balmes o Donoso Cortés desplegaron sus mejores esfuerzos por defender el providencialismo tradicional frente a la nueva historia, en la que veían un peligroso avance secularizador. Pero tenían la batalla perdida. Españoles hubo, como F. G. Morón, E. de Tapia, A. Gil y Zárate o J. Cortada, que imitaron abiertamente a los franceses, e incluso titularon sus libros «historia de la civilización española»[537]. Era poco más que una moda y «civilización» equivalía en la práctica a «nación»; pero anunciaba un esfuerzo por reducir el providencialismo y por desplazar a la política del centro del relato en favor de lo que se llamaba historia «literaria» o «interna»: instituciones, ideas, costumbres, economía, hábitos culturales.
Parecía lógico pensar que, como había ocurrido en el momento ilustrado, la renovación historiográfica vendría de la mano de la Real Academia Española. Pero el paso del tiempo y los avatares políticos habían causado mucho daño a la institución. Entre 1808-1814 se produjeron las primeras depuraciones, de josefinos o patriotas, según el curso de la guerra. Al terminar esta, Fernando VII excluyó a los liberales, además de los afrancesados. La decadencia de la institución fue palmaria en las décadas siguientes. Cuando el ministro Roca de Togores emprendió su reorganización, en 1847, la Academia solo contaba con ocho numerarios. El plan al que obedeció su reforma, como observa Benoît Pellistrandi en un monumental estudio reciente, tenía como finalidad proteger el patrimonio nacional, en estado caótico y grave peligro por la venta de infinidad de tesoros artísticos y documentales; y escribir la historia de la nación, nuevo sujeto de la soberanía, lo que reforzaría la legitimidad del Estado que se estaba creando[538].
Guiado por preocupaciones muy similares, Guizot, gobernante además de historiador, había hecho grandes esfuerzos por profesionalizar el estudio de la historia en Francia. Por inspiración suya, la Academia de Ciencias Morales y Políticas relanzó su sección histórica, se publicaron crónicas medievales y documentos diplomáticos del Estado, se creó la inspección general de monumentos históricos y se fundó la École Nationale des Chartes, o escuela de archiveros, para catalogar la documentación que había pasado a manos del Estado tras la supresión revolucionaria de los monasterios.
Avances en esa línea se intentaron en España en el cuarto de siglo que reinó Isabel. Desde principios de la década de 1840, la Real Academia de la Historia había lanzado ya la Colección de documentos inéditos para la historia de España impulsada por Fernández de Navarrete y Sainz de Baranda, que a mediados de la década de 1890, cuando dejó de editarse, alcanzaba los 112 volúmenes; colecciones similares publicaron Próspero y Manuel Bofarull de los documentos del Archivo General de la Corona de Aragón (41 volúmenes entre 1847 y 1910) y Tomás Muñoz y Romero de los fueros municipales y cartas pueblas; en los años siguientes, aparecieron el Memorial histórico español y las propias Memorias de la Academia, que acabarían dando lugar al Boletín de la RAH. Siguiendo también el ejemplo francés, una Real Orden de 1850, firmada por Bravo Murillo, encargó a la Academia la conservación de todos los archivos monásticos incautados por el Estado con la desamortización. Tres años más tarde, otra Real Orden dispuso que los archivos municipales enviaran a la Academia sus cartas y fueros. Y en 1859 las Cortes cedieron a la RAH su archivo de actas, que se remontaba al siglo XVI[539].
En 1838, a imitación de la parisina École des Chartes, la Sociedad Económica Matritense había establecido una cátedra de paleografía. Y en 1856 se creó la Escuela Superior de Diplomática, cuya función era formar funcionarios para las bibliotecas, archivos y museos del Estado. Impartía cursos —en los salones de la RAH— de latín y griego, paleografía, arqueología, numismática, organización de archivos y bibliotecas e historia de la España medieval. En 1866, siendo Vega de Armijo ministro de Fomento, se fundaría el Archivo Histórico Nacional, y en 1867 el Museo Arqueológico Nacional, a cargo de conservadores del Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, creado en 1858. De aquellos años procede también la preocupación por la preservación de los monumentos arquitectónicos, para lo cual se reorganizaron en 1865 las Comisiones Provinciales de Monumentos Histórico-Artísticos, formadas por individuos correspondientes de las Reales Academias de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando.
Según concluye Ignacio Peiró, minucioso investigador de todo este proceso, en vísperas de la revolución del 68, cuando Lafuente concluía su Historia general de España, «la historiografía oficial se había consolidado institucionalmente y generado un abismo entre el gusto de la erudición académica y las diferentes minorías que, bajo la etiqueta política de los demócratas, afirmaban su condición de disidentes». Eran pasos importantes hacia la modernización y profesionalización del trabajo historiográfico. Pero faltaba mucho para adoptar un enfoque que hoy pudiéramos considerar científico[540].
Para entender la distancia entre aquel mundo y el nuestro habría que recordar que la Real Academia, referencia para casi todos estos proyectos, no se componía de historiadores, sino de representantes de los altos estamentos y cuerpos del Estado: nobles, políticos en activo o retirados, eclesiásticos, militares, magistrados. Casi todos ellos, por cierto, de orientación conservadora: más moderados que progresistas al mediar el siglo y, tras la Restauración, el doble de conservadores que de liberales; casi ninguno, en todo caso, de fuera del sistema: un carlista, Cerralbo; un republicano, Castelar; y un krausista, Fernando de Castro (que no lo era al ser elegido). Lo más notable, con todo, no era su conservadurismo, sino la contradicción, como ha observado Pellistrandi, que suponía encargar de la profesionalización de la historia a quienes no eran profesionales de la materia. Apenas hubo profesores universitarios de historia entre los miembros de la Academia antes del «Desastre». Había, sí, «diplomáticos», es decir, expertos en el acopio y estudio de diplomas, o documentos, y de otros «monumentos históricos» (monedas, estatuas, lápidas). Eran unos saberes sobre todo útiles para la «historia erudita»; todo muy antiguo, como el propio término «diplomática», que venía de los tiempos de Mabillon. Se comprende que la RAH, así compuesta, no consiguiera renovar el canon heredado, representado al iniciarse la Gloriosa por Lafuente[541].
A la altura de 1877, el hispanista Alfred Morel-Fatio publicó en la Revue Historique dos reseñas sobre la historiografía española en las que elogiaba la Escuela de Diplomática y su Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, pero en conjunto caracterizaba la situación, según Antonio Niño, por su «atraso institucional, escaso número de eruditos científicos y limitada especialización», aparte de la existencia de escuelas rivales. No andaba muy errado. La conclusión de Ignacio Peiró, en su seminal Los guardianes de la historia, es también que los historiadores españoles más renombrados del siglo XIX fueron «eruditos con escasa formación técnica y escritores de una historia alabada y reconocida más por su capacidad literaria, por su estilo brillante y por el tratamiento de unos temas aceptados políticamente, que por el rigor y sus contenidos históricos». Y a juicio de Pellistrandi, en la España del siglo XIX no se llegó a crear una especie de cuerpo profesional de historiadores, al servicio de la construcción del Estado, como hizo la Tercera República francesa alrededor de Mathiez, Seignobos y Langlois[542].
El problema, en España, no era la construcción del Estado sino la de la nación, un proceso que se veía obstaculizado por las luchas políticas. Es lo que intentó Cánovas, con su visión de estadista: sacar a la historia del debate político, con el fin de que fuera útil para la construcción de la nación.
CÁNOVAS, HISTORIADOR
Antonio Cánovas del Castillo no fue un mero aficionado a la historia, como no fue un político conservador más. Su interés por la historia de España, y en cierto modo su filosofía ante los problemas políticos, quedó patente desde que publicó, a la temprana edad de veintiséis años, su Historia de la decadencia de España (1854), un apéndice a la obra de Mariana que cubría el periodo de los Habsburgo menores[543].
Dos aspectos parecen los más destacables del enfoque que el joven Cánovas adoptó en aquel libro. El primero de ellos es su profundo nacionalismo, lo que como historiador significa su identificación retrospectiva con la monarquía católica que le tocaba describir: hasta tres veces en una misma página se refiere, en sus «Cuatro palabras» introductorias, a «nuestra decadencia» y tanto el posesivo como la primera persona del plural se repiten constantemente. Se jacta también de haber procurado «beber siempre en fuentes originales y españolas»; «no nos hemos fiado casi nunca de las versiones extranjeras porque, ante todo, hemos querido hacer un libro español y para España». Sobre el periodo histórico que le toca historiar, evoca con tristeza la fortuna de Mariana, que pudo describir «en sus principios a la monarquía y seguirla por los gloriosos caminos que la trajeron a la grandeza que alcanzó en el reinado de los Reyes Católicos», y la de Miñana, que relató el momento en que «llegó el astro de España a su apogeo»; a él, en cambio, le correspondía la tarea —«ingrata y penosa» para quien siente el «amor patrio»— de «contar cómo de tanta grandeza vinimos a humillación tan grande».
El segundo rasgo de la obra es que plantea el tema de una manera bastante tradicional, es decir, alrededor de los errores políticos y la débil o corrupta personalidad de quienes detentaban el poder, y no de los fallos profundos del sistema o de la incompatibilidad entre la estructura política y social de la monarquía y el mundo en que le tocó moverse. Algo dice, sin embargo, de esto último. Aparte de declaraciones vagas, como que «al acabar el siglo XVI sentía la nación cierto cansancio», se refiere también al «fanatismo» o «exageración del principio religioso» en la España de la época, pero sin insistencia y disculpándolo («no podía ser de otra suerte», en un pueblo que había luchado durante ochocientos años contra invasores de distinta creencia); reprueba el estancamiento intelectual del país, que atribuye al dominio de la escolástica (convertida en inútil «logomaquia», perdida «en el laberinto sin salida de su dialéctica»), y la pésima política económica, que llevó a la penuria de la hacienda pública y la despoblación y ruina de los reinos; y lamenta el «provincialismo» o «falta de unidad civil y de unidad política». Estos eran, para el Cánovas joven, los males estructurales de la monarquía hispánica, que durante el siglo XVI pudieron disimularse por la personalidad de grandes reyes, pero que se convirtieron en «inmensos e irremediables» al acceder al trono monarcas «más desidiosos y menos inteligentes, entregados a vergonzosas tutelas»[544].
Aquella primera obra de Cánovas puede inscribirse, por tanto, en la tradición liberal, e incluso en una línea de cierto radicalismo: condena la miseria intelectual de la España del XVII, que atribuye a la intolerancia religiosa, y atribuye los desastres a gobernantes ineptos. Pero ese radicalismo se moderaría sensiblemente con el paso del tiempo y la experiencia política del autor. Catorce años más tarde, en el revolucionario 1868, un Cánovas ya en la cuarentena lanzó un Bosquejo histórico de la casa de Austria¸ en el que puede apreciarse su evolución. Conserva, desde luego, el enfoque nacional y su identificación con el imperio Habsburgo que va a historiar: nunca ha habido «grandeza para nosotros» sino en tiempos de «la monarquía austríaca»; entonces «poseímos» o «disputamos» «el primer lugar de las naciones». Pero también desliza gotas del pesimismo que caracterizará su actitud política posterior: porque España parte de una desventaja geográfica, por estar «al extremo de Europa y cerrada su comunicación con el continente por una nación más poblada, mucho más fértil y de muchos más recursos siempre». Solo la superioridad de los soldados españoles explica, para él, que «las pobres y pequeñas naciones, unidas en la península, predominaran siglo y medio sobre tantas otras más ricas y pobladas y más fuertes en todo que ellas»[545].
Veinte años más tarde, en 1888, un Cánovas sexagenario, que había presidido ya varias veces el Consejo de Ministros y era el sostén del sistema político en vigor, publicó otros dos volúmenes sobre el mismo tema. Se titularon Estudios del reinado de Felipe IV, y reflejan bien su evolución personal, derivada sin duda de su experiencia política. El pesimismo de su planteamiento se había radicalizado: «nunca fue más que artificial, aparente, producto de singulares hazañas aisladas y de ricas herencias, nuestra grandeza, no del propio y colectivo desarrollo nacional ni de permanentes y naturales condiciones de ser»; no había «fertilidad, población, producción, peculiar riqueza» suficiente para el mantenimiento de la hegemonía; faltaba «toda especie de trabazón o unidad administrativa, económica, militar y aun política». Lo lógico es que España hubiera sido, como Italia, presa o «juguete» de pueblos extraños.
En cuanto a sus juicios sobre los personajes, tendía ahora a ser más benévolo, pero no para buscar los males profundos del sistema sino para repartir sus culpas con el estado de ánimo popular. Sorprende en especial el giro completo que daba su opinión sobre el conde-duque, con el que aquí hay más identificación que condena; ante la crisis de 1640 detecta en él «fatiga, desilusión y presentimiento angustioso de lo venidero» y dice que su actitud «distó mucho […] de ser la de un hombre vulgar»; pero no era posible combatir en tantos frentes a la vez; lo que no podía, en todo caso, tolerar era «la desmembración definitiva de la nacionalidad española». El principal reproche que dirige tanto a los monarcas como a los validos en relación con Flandes o el propio Portugal es no haber adoptado una política de firmeza, «no haber aplastado a la revolución en su origen», pues «la debilidad del mando obliga tarde o temprano a los gobiernos, primeramente a exagerar sus rigores y luego a sustentar dudosas luchas, si no prefieren entregarse a merced de sus adversarios».
El Cánovas anciano, que se mueve en el ambiente europeo de finales del XIX, en una Europa dominada por la Realpolitik y la competición por territorios coloniales, piensa, sobre todo, en políticas de fuerza y soluciones militares, que es lo que exige de los gobernantes españoles del siglo XVII. No le caben dudas de que, «una vez fiado a las armas el pleito, [lo que] faltó en España, no fue tanto ya buena política, ni fueron buenos ministros, cuanto un estado militar suficiente»; a lo que añade que tampoco debería olvidarse «la ausencia […] de espíritu patriótico, al propio tiempo que militar». De ahí la concentración de su estudio en los «errores» de la estrategia militar y su admiración por los gobernantes franceses del XVII, como Richelieu, que supieron inculcar en sus súbditos «anhelo […] de revancha nacional» y respondieron mejor que los españoles «a sus deberes hacia el Rey, hacia el Estado, hacia la colectividad de gentes reunidas dentro de un territorio mismo para hacer vida común […] deberes que son los que la palabra “patriotismo” […] encierra».
En resumen, la historia no fue mera afición ocasional, en Cánovas, y sus planteamientos políticos, basados sobre todo en su preocupación por el reforzamiento del sentimiento nacional, se anclaron directamente en su visión histórica. Tampoco fue un azar que eligiera como periodo de estudio el de la «decadencia»; quería analizar las causas del declive y los medios para impedirlo. Y su pesimismo y su angustia ante la inferioridad española frente a las grandes potencias europeas de finales del siglo XIX son patentes: la conciencia de la decadencia se convertía en él en amenaza de pérdida del imperio, cosa que ocurría con Cuba justamente en sus últimos años de vida. El político historiador se refiere explícitamente a la situación cubana del momento, como cuando dice que, «si hubo error positivo en recoger posesiones tan dislocadas» por parte de los primeros Austrias, los segundos «se limitaron a conservar lo bien o mal adquirido con tenacidad igual que, en los mayores apuros de nuestros días, ha defendido todo buen patriota, y defenderá siempre España, las Antillas»[546].
LA HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA DE LA RAH
A iniciativa de su director, Cánovas del Castillo, la Real Academia de la Historia emprendió, en los últimos quince años del siglo, el esfuerzo más notable por escribir una «magna y actualizada historia de España», según la autorizada opinión de López-Vela. Para Ignacio Peiró, el gran especialista en la historiografía académica del periodo, fue el «primer intento colectivo de la historiografía académica por aplicar los progresos de la ciencia histórica y el espíritu positivo de la época al estudio de la historia de España». Aquella Historia general de España quería, según sus propios planteamientos, convertirse en el paradigma del trabajo científico y profesional. Lo que implicaba, por un lado, ajustarse a las nuevas exigencias de información contrastada o «positiva», es decir, analizar críticamente sus fuentes documentales; y, por otro, adoptar una teoría histórica, explicar la evolución de la «civilización», lo que en el momento significaba un enfoque más cultural y menos político. Se trataba de «inquirir la unidad, el pensamiento, el genio o el espíritu de la civilización ibérica», algo aún no «bien determinado por el método rigurosamente científico». Así lo explicaba el académico Luis Vidart. El mundo erudito español, concluye Peiró —de quien tomamos la cita anterior—, «sin renunciar a su tradición heurística y metodológica, proclamaba el carácter científico de la historia, reclamando para esta nuevas formas y contenidos»[547].
De la dirección de la obra se encargaría en principio al propio Cánovas, y su plan general era muy ambicioso: dos autores, Juan Vilanova y Piera y Juan de Dios de la Rada, expondrían la evolución geológica del suelo peninsular; a Francisco Coello, correspondería la descripción geográfica; Francisco Fernández González escribiría sobre los primeros pobladores; Menéndez Pelayo, sobre las fuentes de la historia y la introducción del cristianismo en España; Aureliano Fernández Guerra y Eduardo de Hinojosa, sobre los godos; Francisco Codera, Juan Facundo Riaño y Eduardo Saavedra, tratarían de la dominación árabe; Pedro Madrazo, Manuel Colmeiro, Antonio María Fabié y Juan Catalina García se encargarían de las diferentes fases de la Reconquista; Fidel Fita, de los judíos; Bienvenido Oliver, de los Reyes Católicos; el propio Cánovas, de la casa de Austria; Eduardo Pérez Pujol y Manuel Danvila y Collado, de los primeros Borbones; y José Gómez de Arteche, de Carlos IV y Fernando VII.
Pese al nombre del director, y pese a que todos los volúmenes iban a ser encargados a académicos, se pretendió evitar que el proyecto tuviera un sello «oficialista». El Boletín de la RAH llegó a insertar una declaración por la cual la institución se desmarcaba del nuevo proyecto historiográfico de sus miembros. Incluso se evitó la utilización de las imprentas oficiales para su publicación, creando al efecto una nueva sociedad editora, llamada El Progreso Editorial. Era evidente, con todo, la orientación política general de la obra. El hombre fuerte del último cuarto del siglo XIX quería difundir entre el público culto del país una historia de España coherente con su visión, ante todo, de la «nación», considerada realidad natural y orgánica, como él mismo había expuesto en su célebre conferencia de 1882; y coherente, además, con el entramado institucional establecido a partir de 1875: monárquico y católico, pero a la vez liberal y con participación política limitada. De hecho, como observa Peiró, «los dos conceptos fundamentales, monarquía y cortes, que componían el principio de la constitución interna manejado por Cánovas, aparecían, inevitable y sustancialmente, vinculados a la historia de España»[548].
Al margen de esto, el enfoque general de la obra tenía mucho de tradicional, porque mantenía la historia política como el marco que encuadraba el conjunto de la narración, con los reyes como actores fundamentales y los reinados como periodos históricos básicos, mientras que el espacio dedicado a la historia de la «civilización» o «interna» era francamente reducido. Pero había algo muy novedoso, no visto hasta entonces en las obras que habían llevado el título de Historia general de España: la colección consistiría en una serie de trabajos encargados a diversos especialistas.
El proyecto de Cánovas fue ambicioso, pero también de difícil realización. Dada su atribución exclusiva a miembros de la Academia, una institución de muy heterogénea composición, con miembros de múltiples dedicaciones y no siempre profesionales de la historia, el resultado final fue desigual, con volúmenes muy dispares en calidad, metodologías y orientaciones historiográficas. La obra quedó, además, incompleta, con periodos históricos fundamentales sin cubrir. El propio Cánovas, demasiado absorbido por la política en las décadas finales del siglo, delegó la dirección de la colección en Menéndez Pelayo, Gayangos y De la Rada y no llegó a escribir su volumen sobre los Austrias ni aportó línea alguna a la colección que encabezaba su nombre. Tampoco escribieron los textos que tenían previstos Menéndez Pelayo, Codera, Coello, Riaño, Saavedra, Madrazo, Fabié, Oliver —sustituido por Víctor Balaguer para el volumen sobre los Reyes Católicos— o Pérez Pujol. Hicieron entregas parciales, que no llegaron a ser incluidas en la colección, Fernández González, sobre los primeros pobladores de la península; Maldonado Macanaz, sobre Felipe V; y Gómez de Arteche, sobre Fernando VII. De la treintena de monografías encargadas solo se concluyeron ocho y la obra quedó definitivamente interrumpida a la muerte de Cánovas[549].
Pese a todo, la Historia de la RAH fue lo más avanzado que produjeron los historiadores españoles de finales del siglo XIX. Pero era un conjunto de volúmenes heterogéneo, disperso, falto de coordinación, incompleto y que, en definitiva, se proponía objetivos incompatibles. Por un lado, pretendía llenar las lagunas existentes sobre amplios periodos históricos con monografías bien documentadas y cargadas de datos, cosa que en algún caso logró. Por otro, quería romper las barreras de la alta cultura académica y hacer pedagogía política, transmitiendo una visión general de la historia de España adecuada a la nueva situación de la monarquía restaurada. Esto último no se podía hacer con áridas páginas de especialista, cuyos mensajes políticos eran soterrados o insinuados, difíciles de captar por el gran público. Como divulgadora o creadora de identidad, aquella obra de ningún modo pudo competir con la de Modesto Lafuente, que, pese al paso del tiempo y su carácter menos moderno y profesional, seguía reinando en el mercado al finalizar el XIX.
EL CANOVISMO HISTORIOGRÁFICO. DANVILA Y LAS COMUNIDADES DE CASTILLA
Cánovas no era, pues, un conservador proactivo, de los que defendían un catolicismo monolítico, glorificaban un pasado imperial o se encastillaban en elogios acríticos a las cualidades del pueblo español. Su conservadurismo venía, más bien, de su pesimismo, que le precavía contra la adopción de sistemas legales excesivamente permisivos. No creía que los españoles estuvieran particularmente dotados para vivir situaciones de libertad; lo cual le hacía imposible idealizar, como los liberales llevaban intentando desde Cádiz, un pasado medieval libre y feliz.
Desde este punto de vista, uno de los elementos del mitologema liberal que era preciso desmontar era el de los comuneros castellanos erigidos en mártires caídos en defensa de las libertades nacionales. Políticamente, los comuneros habían sido venerados sobre todo durante el Trienio, periodo protagonizado por la Confederación de los Comuneros Españoles, sociedad secreta «exaltada» que rivalizó con el moderado Gran Oriente masónico, y durante el cual se celebró también, con un sinfín de escritos y actos públicos, el tercer centenario de Villalar. Pero no hubo estudios históricos sobre el movimiento hasta los de Henri Ternaux en 1834 y José Quevedo en 1840, aparte de la atención que les dedicó Alcalá Galiano en sus notas a Dunham, de 1844. Lo que sí aparecieron fueron múltiples estudios parciales o locales sobre aquella rebelión. Pero la obra realmente importante vio la luz en 1850 y vino firmada por Antonio Ferrer del Río. Su significativo título fue Decadencia de España. Primera parte: historia del levantamiento de las Comunidades de Castilla. Y en ella se mantenía la interpretación liberal a rajatabla: el movimiento de las Comunidades de Castilla había sido una lucha entre el pueblo y la tiranía real, apoyada por la nobleza; era una lucha también nacional, de españoles contra extranjeros; y su derrota había inaugurado el periodo de la decadencia nacional. Ningún interés tenía España en las aventuras imperiales que inició Carlos de Gante y continuaron sus sucesores. Fue a partir de entonces cuando España se vio «convertida por su mala ventura de nación independiente en provincia tributaria; adornada con marciales laureles y oprimida en perdurable servidumbre; avanzando mucho en victorias infecundas para las ventajas de sus hijos, si bien menos de lo que en la carrera de la civilización retrocedía bajo el fatal predominio de las águilas austríacas»[550].
El análisis de Ferrer del Río fue aceptado en lo fundamental por Modesto Lafuente y se mantuvo como dominante en los medios liberales. Para Lafuente, el movimiento comunero fue, en su origen, genuinamente «nacional», el «más nacional […] que se cuenta en los anales», en defensa de las tradiciones y libertades «de los españoles». Una vez iniciado, sin embargo, le encontraba reparos: como ocurre en todo levantamiento popular, «excesos y crímenes» lo «mancillaron». Como indica López-Vela, Lafuente condenaba la «falta de generosidad» de los comuneros para con los nobles, cuyos privilegios fiscales exigían eliminar; eso hizo que la nobleza se pasara al bando realista y que la causa de los comuneros dejara de ser «nacional» para convertirse en una «revolución social»[551].
Esta versión seguía siendo la dominante al finalizar el siglo. En homenaje a Padilla, Bravo y Maldonado como mártires de las libertades castellanas se les pusieron sus nombres a tres calles del ensanche madrileño, más importantes que las dedicadas a muchos reyes o a conquistadores de inmensos territorios en América. Pero los medios conservadores, aunque no tuvieran elaborado un discurso alternativo, no se sentían a gusto con aquella interpretación. Lo demostró la negativa del jurado a otorgar el primer premio de la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1860 al lienzo de Antonio Gisbert «Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo», donde los representaba en actitud martirial. Tras un gran escándalo en la prensa, el Congreso de los Diputados, pese a no estar dominado por el liberalismo más radical, decidió comprar el cuadro de Gisbert y exhibirlo en sus salones. Por suscripción popular, se adquirió una medalla de oro que se regaló a Gisbert para reemplazar la negada por el jurado. Y este se convirtió en el pintor predilecto de los progresistas, que le favorecieron siempre que estuvieron en el poder[552].
El liberalismo conservador de la generación siguiente, imbuido del pesimismo de Cánovas, se atrevió al fin a la revisión historiográfica de aquel movimiento. Ya había apuntado el propio Cánovas, en su Bosquejo, sus críticas a los comuneros. Diez años más tarde, Antonio Rodríguez Villa reconocía, en la Revista Europea, que la historia «crítica y documentada» de aquel movimiento estaba aún por hacer. Y en la década de 1890 Manuel Danvila y Collado lanzó la nueva interpretación en una obra que se tituló Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla, publicada entre 1897 y 1900 en seis volúmenes —reproducción, en buena parte, de documentos de la época—. El autor —que dedicaba su obra a Cánovas, recién asesinado— comenzaba denunciando la falta de objetividad de los estudios existentes sobre aquel episodio: «las relaciones parciales, los folletos, el arte dramático y hasta la novela, celebraron con destemplado ardor el movimiento de las Comunidades, no faltando en el presente siglo toda clase de exageraciones y extravagancias», entre las que recordaba la «ridícula exhumación» de los restos de los derrotados en Villalar, realizada en 1821. En conjunto, el tema de las Comunidades había tenido un «carácter político», pasión que «impide casi siempre descubrir el camino de la verdad»; y «en vez de buscar en los documentos […] el esclarecimiento de la verdad, los historiadores españoles solo se cuidaron de encomiar el movimiento revolucionario; […] de suponer que con la rota de Villalar perecieron las libertades castellanas; y de achacar a la monarquía española la decadencia y todas las desventuras de la patria». Basada en «tan equivocados conceptos», la crítica histórica «perdió su serenidad», nublada por «las ideas utópicas reinantes».
En un tono muy de su época, Danvila reivindicaba su modernidad, el apoyo documental de su obra y su carácter no partidista. Solo su trabajo, presumía, se apoyaba por primera vez en documentos —«luz necesaria en los trabajos históricos»—, extraídos del archivo de Simancas. A partir de ellos, mantenía que el problema que había suscitado aquella revolución era puramente político y coyuntural: los reinos se habían quedado sin heredero varón al morir el príncipe don Juan, estar enajenada doña Juana y recaer la corona en un extranjero. El carácter «extranjero» inicial de los Habsburgo quedaba reconocido: «la política verdaderamente nacional practicada por los Reyes Católicos se sustituyó por otra extranjera, puramente personal y de pandillaje». Las causas del movimiento de rebelión fueron ese «disgusto general creado por los abusos de quince años de mal gobierno» y otros «motivos exclusivamente económicos y de dignidad personal». La protesta fue iniciada por individuos caracterizados de la nobleza, pero a estos se sumó el elemento popular, que acabó apoderándose de su dirección; los «insanos apetitos del pueblo» desbordaron la rebelión, «acabando por declarar la guerra a sangre y fuego contra los mismos que la habían iniciado». El reino se vio inmerso en guerra civil y «espantosa anarquía» y fueron ofendidos hasta «los más sagrados intereses», «arruinando todo el país». Cuando los propios nobles iniciadores de la rebelión se vieron en peligro, «olvidaron todas sus antiguas querellas, se unieron ante un común temor y fácilmente derrotaron las abigarradas fuerzas comuneras». Un ejército digno de tal nombre persiguió a los rebeldes, «falto[s] de cohesión y disciplina», y en Villalar «se desbandaron vergonzosamente y se ahogó en sangre indefensa un movimiento que si en un principio pudo tener alguna disculpa, después, en su desenvolvimiento, ni hubo pensamiento político, ni hombres que lo dirigieran, ni ambiente que lo alimentara».
Danvila mantenía, como se ve, algunos elementos del tradicional planteamiento maniqueo: el positivo papel de los Reyes Católicos y el negativo de la nobleza, siempre en pos de intereses egoístas y dividida en «bandos y parcialidades», así como los errores de Felipe el Hermoso y su hijo Carlos al confiar en extranjeros. Pero de ningún modo creía que esos errores iniciales se hubieran mantenido más tarde, ni que la decadencia nacional comenzara en aquella fecha. Por el contrario, Carlos V era el robustecedor de la autoridad real y el constructor de un aparato estatal moderno, frente al fraccionamiento nobiliario. Los comuneros defendían un ideal obsoleto, medieval, frente a la modernidad del futuro emperador, que abría el periodo de grandeza del país[553].
Basándose en Danvila, Ángel Ganivet sintetizaría la nueva visión de los comuneros: «no eran héroes románticos inflamados por ideas nuevas y generosas y vencidos en el combate de Villalar por la superioridad numérica de los imperiales. […] Eran castellanos rígidos, exclusivistas, que defendían la política tradicional y nacional contra la innovadora y europea de Carlos V»[554]. El mito comunero se devaluaba. Ahora quedaban tildados de «antimodernos». Ganivet anunciaba así la nueva visión pesimista del papel del pueblo en la historia de España que caracterizaría a los noventayochistas.