LA REVITALIZACIÓN ROMÁNTICA DE LO LOCAL
Entre el último cuarto del siglo XVII y el primero del XIX transcurrió un siglo y medio en el que disminuyó la pasión por las antigüedades locales que había dominado la era barroca. En 1801, Sempere y Guarinos expresó el desprecio que sentían los ilustrados hacia las «historias particulares» cuando dijo que sobre las provincias y ciudades de España había tanta escasez de «buenas descripciones» como abundancia de «compilaciones indigestas de fábulas y hechos», «historias y relaciones falsas, inexactas, apasionadas e inútiles […] para conocer el verdadero estado físico y económico de los mismos pueblos en diversos tiempos». Pero esa apreciación cambiaría radicalmente en la era romántica. En 1841, Gonzalo Morón escribiría que «los reinos de Aragón, Castilla, Cataluña y Valencia […] han tenido sus historiadores especiales», autores muchas veces de «noticias de interés y sin cuya lectura es imposible comprender bien la fisionomía social de España». Como observa Manuel Moreno Alonso, de quien proceden estas citas, fue un síntoma significativo de este cambio de actitud la aparición, en 1858, del Diccionario bibliográfico-histórico de los antiguos reinos, provincias, ciudades, villas, iglesias y santuarios de España, de Tomás Muñoz Romero, ingente trabajo de recopilación de la historiografía local desde el origen de los tiempos[555].
La irrupción del romanticismo, que en España se produjo en el cuarto decenio del XIX, ayuda, sin duda, a entender esta drástica reorientación de los estudios históricos. Pero el propio planteamiento historicista adoptado por los liberales gaditanos para legitimar su proyecto político en nombre de las «libertades antiguas» ayuda también a entender este cambio de actitud. Porque fue la primera generación liberal española la que introdujo la idea de que, antes del absolutismo, España había vivido una era feliz de libertades. Como ha explicado Josep M. Fradera, que ha estudiado muy bien este tema, el hecho de que la revolución española se apoyara en «la imaginada usurpación por parte de la monarquía de las libertades tradicionales que los súbditos habían disfrutado en el pasado […] conducía indefectiblemente a interrogaciones sobre la antigua constitución del reino» y a «una evocación inevitable de las realidades políticas diferenciadas que habían constituido el conjunto monárquico hasta principios del siglo XVIII». Se inició así el debate en torno a las «identidades» que, tras no pocos recovecos, acabaría llevando a los nacionalismos de finales del XIX. Canga Argüelles lo comprendió, ya en 1811, cuando sostuvo, frente a Jovellanos, que las llamadas «leyes fundamentales» era un legado inútil y que no había «nada más impolítico en esta coyuntura que disputar sobre si las Cortes castellanas han sido más o menos perfectas que las de Aragón y de Valencia»; «no me cansaré de inculcar a los españoles —añadía— que huyan del espíritu de provincia, compañero del cisma y del federalismo»[556].
CATALUÑA. MEDIEVALISMO EN EL ISLOTE INDUSTRIAL
Tras la eclosión barroca, exacerbada en Cataluña por la crisis de 1640, en la historiografía catalana disminuyó durante largos años la preocupación por el cultivo de la identidad. Al llegar el momento gaditano, no se detectan en los historiadores catalanes dosis especiales de particularismo. De los dos más destacados, Capmany y Puigblanch, el primero abrió perspectivas muy renovadoras con obras de historia económica, mientras que el segundo inició batallas más ideológicas sobre el papel del catolicismo en la historia de España. Pero la reivindicación del pasado constitucional del principado por parte de Capmany era similar a la que otros liberales estaban utilizando para sus respectivos reinos o «provincias». Y Puigblanch incluso escribió un largo poema, Les Comunitats de Castella, en el que —en lengua catalana, eso sí— cantaba la rebelión castellana contra Carlos V como lucha por la libertad[557].
Pero llegó el romanticismo, y con él la fascinación por el mundo medieval, por un lado, y la búsqueda de identidades en términos de «alma colectiva», por otro. No hay que olvidar, además, que esta nueva corriente estética entró en España a través de una revista barcelonesa, El Europeo, revista dirigida por Aribau y López Soler en 1823-1824. El primero recomendaba, según cita Pere Anguera, «considerar lo que fuimos algún día» y elogiaba «los debates que sostuvieron nuestros mayores por violación de privilegios, libertades, prácticas y costumbres antiguas de la ciudad o del Principado»; el segundo pedía rememorar «aquellas encantadoras costumbres en que fuimos criados», pues «un pueblo ligado con unas mismas costumbres» es un pueblo «amante de su independencia política», «el que todo lo sacrifica por defenderla». Más de un lector actual podría sentirse tentado de aplicar el comentario a Cataluña, pero, como observa Anguera, se refería a España. Lo único que hubo en los primeros años del romanticismo catalán, por tanto, fue un «viraje hacia el historicismo», en expresión de Fradera, o un «afán de recuperación» o «pasión historiográfica», en palabras de Anguera[558].
Así lo demostró, desde luego, la moda de reeditar textos medievales, como la Crónica de Jerónimo Pujades, publicada en ocho volúmenes entre 1829 y 1832 por Félix Torres Amat, Alberto Pujol y Próspero de Bofarull y Mascaró —así escribían sus nombres—, autores que proyectaron también imprimir otros manuscritos medievales que permitieran «escribir la historia de esta porción tan importante de España»[559]. A mediados de la década de 1830, y bajo el título de Constitución catalana y Cortes de Cataluña, apareció también impresa una colección de antiguos fueros y privilegios de que disfrutó el principado «en unos tiempos en que lo restante de Europa gemía bajo el peso de la odiosa esclavitud». Combinó igualmente el historicismo con el liberalismo de combate el libro Rasgos verdaderamente sublimes del liberalismo heroico de los antiguos catalanes, de 1836, al que se sumó una reedición de la Historia de los victoriosísimos antiguos condes de Barcelona, de F. Diago. También en 1836 lanzó Bofarull, animador de la Academia de Buenas Letras y director del Archivo de la Corona de Aragón, Los condes de Barcelona vindicados, una obra de erudición, para público especializado[560]. El secretario de aquella academia, Ramón Muns y Seriñá, propuso empezar a escribir de una vez la historia de Cataluña prevista desde su fundación en 1752, que ahora serviría para promover los sentimientos de «grandeza de alma y amor a la independencia y a una libertad justa de que estuvieron presididos y de que dieron tan brillantes y repetidos ejemplos nuestros antepasados». La academia fue incapaz de culminar la tarea, pero sí convocó, en 1841, un certamen de poesía y de investigación sobre temas de la historia medieval catalana, con una referencia específica al debatido compromiso de Caspe[561].
Hubo, en conjunto, una intensa reactivación de las leyendas catalanas de origen medieval, reelaboradas en la era barroca. Se detectó también, en aquellos mismos años, una catalanización de los temas novelísticos o teatrales de carácter histórico, con obras firmadas por Juan Cortada o Jaime Tió. Toda esta moda historicista culminó, por el momento, con las Hazañas y recuerdos de los catalanes, o colección de leyendas…, publicada en 1846 por Antonio de Bofarull y Brocá, sobrino del primer Bofarull, y que en su mismo y largo título reconocía ser una obra «histórico-poética» y estar hecha «a imitación de ciertas baladas que compusieron en alemán Goethe, Klopstock, Schiller…» Pero todo se hacía, por el momento, en castellano. Aunque en el prólogo a este último libro declaraba su autor que había pensado escribirlo «en mi idioma natal, en lemosín o catalán […], pero razones que lloro me hicieron detener la pluma»; y, por escribir en castellano, en ocasiones, «al querer crear un estilo y buscar las voces y sones que debían caracterizar a mis baladas solo vi confusión en mi cabeza»[562].
A partir de 1839 aparecieron igualmente los dos primeros volúmenes de los Recuerdos y bellezas de España, dedicados a Cataluña, obra de Pablo Piferrer completada a su muerte por Pi y Margall. Más que histórico, el trabajo de Piferrer era de tono lírico, elegíaco, con una fusión de paisaje e historia como pivotes de la personalidad cultural catalana. Estos volúmenes fueron, según Fradera, «los primeros en proponer un nuevo modelo de interpretación del pasado medieval como momento de plenitud de la nación y de la sociedad catalana […] como medio para distanciarse de un presente visto cada vez con mayor disgusto». Se refiere así este historiador a las razones que pudieron explicar el hecho de que la intelectualidad radicada en la zona más moderna —única industrializada— de España se dedicara a exaltar el pasado caballeresco de sus antecesores medievales; su respuesta es que con aquel pasado idealizado ofrecían un contrapunto conservador a la ciudad tensa y convulsa de la época: un mundo ordenado, un espacio rural apacible, un campesinado respetuoso hacia sus señores[563].
Ramon Grau i Fernández ofrece una explicación alternativa para esta contradictoria reactivación de leyendas e invenciones por parte de archiveros tan serios y en una ciudad tan moderna: según este autor, todo se debería a la «insatisfacció davant el caient centralista del nou Estat constitucional espanyol», que les hizo concentrarse en «el procés d’absorció de l’antiga personalitat política de Catalunya per la monarquía hispànica». «Es una gran ironia —concluye este historiador— que ells precisament, els arxivers catalans eminents, els dipositaris de la tradició crítica establerta al segle XVIII, fossin, a causa de l’obsessió per aquell problema polític, els mes sensibles a l’encís dels discursos patriòtics confegits al segle XVII (que, historiogràficament, formen part de la tendència falsària)». Coincide también Fradera en este último punto, al referirse a la «manca de continuïtat de la millor tradició setcentista» y al fracaso de una historiografía liberal que marcó «el punt d’arrencada d’una tradició orientada cap a la recreació idealitzada del passat medieval», por medio de lo que el propio Víctor Balaguer llamaría «composiciones histórico-poéticas» o «leyendas histórico-fantásticas». Estos dos especialistas valoran, pues, de manera similar lo que ocurrió en el periodo, pero uno lo atribuye a la necesidad de compensar las tensiones sociales propias de la revolución industrial y el otro a una reacción contra el centralismo del Estado liberal en construcción[564].
Lo cierto es que, de momento, el fenómeno se mantenía en el terreno puramente estético, sin intenciones políticas explícitas. Estas recreaciones históricas no ponían en cuestión el proyecto de hacer de España el espacio único para la construcción del nuevo orden político. En aquel segundo tercio del XIX, la existencia de identidades que rivalizasen con un marco político común para todos los españoles no era defendida en Cataluña ni siquiera por los partidarios del Antiguo Régimen, es decir, los carlistas, que en definitiva defendían la monarquía absoluta, con un Borbón como candidato, por lo que de momento relegaban a un segundo plano el sesgo anticatalán de aquella dinastía.
Entre los historiadores del periodo, Piferrer o los Bofarull eran de orientación política conservadora, tendencia que alcanzaría su culminación con Manuel Milá y Fontanals. Catedrático de Estética y Teoría de la Literatura, y principal impulsor de los Jocs Florals a finales de la década de 1850, Milá descolló, en sus estudios filológicos y de historia literaria, por su tendencia medievalizante y ruralizante: los orígenes de la lengua catalana y de los romances que expresaban el espíritu popular coincidían, para él, con la edad heroica de aquella sociedad, en la que había un respeto hacia el orden jerárquico desaparecido en su siglo.
En el extremo político opuesto estaban liberales como Víctor Balaguer y Luis Cutchet. El primero publicó en 1853 Bellezas de la historia de Cataluña, obra a la que añadiría más tarde La libertad constitucional, ensayo sobre el sistema político por el que se regía la Cataluña medieval. Al revés que Milá y Fontanals, en modo alguno pretendía Balaguer ensalzar el Antiguo Régimen, sino la libertad; pero, así planteados, ambos ensalzamientos iban inequívocamente unidos al de Cataluña[565]. La gran obra de Balaguer llegó en 1860, bajo el título Historia de Cataluña y de la Corona de Aragón. Era un trabajo de divulgación, escrito también en castellano, caracterizado, según Grau i Fernández, por una «superficie romántica» y un «fondo liberal». Fue en cierto modo el broche de oro que cerró el giro historiográfico del tercio de siglo romántico en Cataluña. Su objetivo era, como confiesa en su inicio, hacer «una vindicación completa de Cataluña y del carácter de sus naturales». Para ello ofrecía, por ejemplo, una lista de escritores «catalanes» bajo romanos y godos. Aceptaba leyendas, aun considerándolas inventadas —como la del origen de las cuatro barras—, sencillamente porque le parecían «hermosas». Wifredo el Velloso era, para Balaguer, el «origen de la independencia de Cataluña» y Ramón Berenguer IV el «primero de los reyes de Aragón de nuestra raza». Con lo que se apartaba de la visión castellanista de la historia de España, que para él iba desde Juan de Mariana hasta Modesto Lafuente. No festejaba la unión dinástica de 1479 con la corona de Castilla como una recuperación de la vieja unidad visigótica, ni consideraba irreversible la eliminación de los fueros en 1714. Y se refería a Portugal como el tercer reino peninsular, ahora independiente, lo que probaba, según él, la falsedad de la supuesta «unidad natural» de España. Balaguer representaba, en resumen, un considerable avance de la conciencia catalanista respecto de Piferrer y los Bofarull. Aún faltaba mucho, desde luego, para poder hablar de nacionalismo; pero estos planteamientos historicistas «eran un incentivo extraordinario para el reforzamiento de la identidad provincial» (Fradera)[566].
Luis Cutchet publicó, en 1858, un trabajo titulado Cataluña vindicada, donde idealizaba la «grandeza pasada» y las «libertades perdidas» en los territorios de la corona de Aragón. Para Cutchet, los catalanes siempre habían sido «rebeldes al despotismo, es decir, tenaces en la defensa de sus leyes». Presentaba el compromiso de Caspe como «radicalmente antinacional», mientras que interpretaba el destronamiento de Juan II como «el mayor acto de soberanía que pueda ejercer una nación». «Los catalanes del siglo XV adoptaban y practicaban el principio de soberanía nacional como los castellanos de la misma época»; «las leyes políticas eran paccionadas», seguía, y «la obediencia a los reyes era siempre y muy legalmente condicional»; el palacio de la Generalitat, símbolo de las libertades, era «el alma del Principado». En resumen, «cuanto más se estudia a los antiguos catalanes, más parecidos se les encuentra, en cuanto a espíritu de gobierno, a los ingleses modernos». Por eso escribió también Balaguer, tras el triunfo de la Gloriosa, que «los catalanes de septiembre de 1868 han vengado a las víctimas del septiembre de 1714». El logro de un régimen democrático en España bastaba, por tanto, para vengar la pérdida del autogobierno catalano-aragonés[567].
Pero en aquellos años estaba publicando su obra Modesto Lafuente y cada vez resultaba más evidente que, como el propio Balaguer había observado, existían dos tradiciones historiográficas diferentes. Baste recordar que Bertrán y Soler, el gran debelador de Lafuente, había lanzado, como una de sus Cuchilladas, la acusación de que su historia de la nación española se apoyaba exclusiva y erróneamente en el eje astur-leonés-castellano. De estas dos líneas historiográficas, la catalana estaba menos interesada en los visigodos; todo se iniciaba con Wifredo el Velloso y culminaba en Jaime el Conquistador; no veía con buenos ojos la llegada de los Trastámara al trono ni la unión de Castilla y Aragón; y la decadencia se debía, sí, a una dinastía extranjera, pero no solo ni principalmente a los Habsburgo (aunque Felipe IV también contribuyera y la dinastía en su conjunto optara por Castilla), sino más bien a los Borbones y, en especial, a Felipe V, el gran verdugo de las libertades patrias.
A partir de 1859 la Renaixença alcanzó su plenitud con la celebración de los Jocs Florals. Era otro paso más hacia el nacionalismo, como demuestra el propio término «Renaixença» con que se designa el fenómeno, transposición del italiano «Risorgimento», como La Jove Catalunya, nombre del grupo editor de la revista literaria La Renaixensa, remedaba La Giovine Italia, de Mazzini, siguiendo la senda de nacionalistas polacos o irlandeses. De lo que se trataba, pues, era ya de importar los grandes fenómenos culturales de los nacionalismos europeos. En este caso, gracias a la utilización y exaltación pública de la lengua catalana. Porque todo se había escrito hasta entonces en castellano, salvo alguna poesía de la década de 1830 y algún drama, o zarzuela, en catalán en la década de 1850. La importancia del paso de 1859 es enorme, porque el idioma, más que la religión o la raza, acabaría siendo el elemento cultural sobre el que pivotaría la identidad catalana. «No deixis morir la lengua, si vols que visca la patria; honra ton bressol y honrarás ta bandera», diría Lluís G. de Pons en el discurso que inauguró los Jocs de 1861. Como observa Pere Anguera, de quien tomamos esta cita, que se mencionen patria y bandera tampoco debe llamar a engaño, ya que todo seguía aún inserto dentro de la mitología españolista: «fes gran a la província y faràs a la nació més gloriosa», decía Pons en el mismo discurso refiriéndose a Cataluña como provincia y a España como nación[568].
La afirmación de la identidad en los Jocs Florals no se hacía solo a través del uso de la lengua, sino del contenido de los poemas, que versaba sobre la historia catalana, básicamente la medieval idealizada, algo muy adecuado para un certamen poético en la era romántica. Aunque aquellos mitos históricos catalanes se asociaran a la reivindicación de la libertad perdida, desde una perspectiva nacionalista siguió dominando la «ambigüedad», como reconoció Ferran Soldevila, o la «doble fidelidad» o el «doble patriotismo» que Fradera propone como clave de la cultura catalana de mediados del XIX. La patria era Cataluña, pero la nación era España. Es decir, había un claro enaltecimiento de lo catalán en los terrenos histórico y cultural, acompañado de denuncias sobre la castellanización, o desnaturalización, de la lengua y las costumbres sociales; pero el espacio político, y el sujeto ideal en cuya voluntad soberana se basaba la legitimidad del Estado, era incuestionablemente el español. Lo resumió, en cierto modo, en 1876 Enric Claudi Girbal, citado también por Anguera, cuando explicó que, «plena de glòria mes gran que la passada, més honesta, més ferma y duradera, la nova Catalunya fa visita a Castella […] y allí […] la vençuda per les armes, vencedora pel giny y la força del treball, crida ab veu més forta que les tremontanes: “visca, que visca Espanya!”, mes ho diu en catalá». A medida que pasaron los años, aumentó, sin embargo, la radicalización, y alguna formulación, como la de Joan Permanyer y Ayats en los Jocs de 1891, dejaba mayor margen para la ambigüedad: «consolemnos, donchs, sabent que l’hora de la llibertat es arribada, que prompte los cataláns tornarém á tenir Pátria y que Catalunya de nou deixará escritas ab lletras d’or novas gestas gloriosas en lo llibre de la Historia…»[569].
Si los años 1830-1860 habían sido los del «giro historiográfico», los decenios siguientes fueron los de la gran eclosión de obras sobre historia de Cataluña, que mantuvieron los esquemas del periodo anterior, aunque acentuando progresivamente el tono reivindicativo. En 1876-1878, Bofarull y Brocá publicó su Historia crítica civil y eclesiástica de Cataluña, que era una rectificación a la obra de Balaguer por parte de un erudito concienzudo. A aquellos nueve volúmenes añadió dos más en 1886: su Historia crítica de la guerra de la Independencia, obra de especial interés porque aquella guerra había supuesto una ruptura importante en la historia catalana, ya que por primera vez las juntas populares del principado se habían alineado junto a las otras peninsulares para combatir a Napoleón. Bofarull lo elogiaba como la contribución catalana a la emergencia de la nación española. No hay que olvidar que trabajaba al servicio del gobierno, como director del Archivo de la Corona de Aragón[570]. Pero también Aribau, el autor de la «Oda a la Pàtria» de la década de 1830, se convirtió, en la década siguiente, en director de la Biblioteca de Autores Españoles, impulsada por Manuel Rivadeneyra y financiada con fondos estatales. Y el propio Balaguer, tan reivindicativo de la historia catalana, escribió en 1860 un canto a la guerra de Tetuán titulado Jornadas de gloria o Los españoles en África[571].
A finales de la década de 1880 vería la luz la Historia de Catalunya, de Antoni Aulestia y Pijoan, redactor de La Renaixensa y militante de la Unió Catalanista y de la Associació Catalanista d’Excursions Científiques. Además de escribir ya en catalán, planteaba con claridad la historia de Cataluña en términos nacionales y ajena al trasfondo español. Y, en 1899, aparecería otra obra en la misma línea, entendida ya como «llibre de propaganda» y reeditada repetidamente: la Història de Catalunya, de Norbert Font i Saguè, sacerdote y geólogo, premiado en los Jocs Florals de 1894; la idea central de este autor era que la historia catalana estaba regida por el «principi de llibertat política» y de «la independencia i unitat de la nacionalitat catalana»; que utilizara el término «independencia» no quiere decir todavía que hubiera en el libro propuestas independentistas, ni siquiera implícitas. De 1899 también es Orígenes históricos de Cataluña, de José Balari y Jovany, dedicada a la Edad Media, cuya originalidad se debía a que se centraba en la vida económica y las instituciones jurídicas, haciendo referencia a los fueros o privilegios como «el germen de las libertades políticas que con el tiempo vinieron a cambiar el modo de ser de la sociedad en Cataluña». El feudalismo, implantado por influencia francesa, habría supuesto un sistema de derechos, garantías y exenciones para individuos o corporaciones a cambio de la sumisión o lealtad, que sería la clave del aumento de población y el auge de la actividad económica catalanes[572].
Con lo que entramos en el derecho, último de los rasgos de la nación cultural que se estaba construyendo y que, en su combate contra el código civil, como dice Stephen Jacobson, que ha estudiado muy bien este tema, «converted a literary movement into a political one». Los abogados y las corporaciones profesionales que condujeron esta batalla la libraron en buena medida sobre referencias históricas[573].
Aunque en los inicios de la revolución liberal era unánime el acuerdo en torno a la necesidad de codificar el intrincado conjunto de leyes heredadas de los siglos anteriores, a partir de las décadas de 1840 y 1850 el colegio de abogados de Barcelona empezó a sostener que el derecho civil catalán era esencialmente diferente al «castellano». El primero se suponía que era de base romana, sobre una estructura familiar troncal, con lo que favorecía el dominio patriarcal de la propiedad agraria (pairalisme) y su continuidad a través del primogénito (hereu); el derecho castellano, en cambio, de tradición germánica, partía de principios más colectivistas o igualitarios y dividía la propiedad entre los hijos en detrimento del primogénito, con lo que imposibilitaba el mantenimiento de la casa pairal, idealizada en los Jocs Florals.
Así, a diferencia de los códigos penal o mercantil, que habían sido promulgados en la década de 1820, el código civil tuvo que esperar en España hasta el final del siglo XIX. Lo cual resultaba excepcional en su entorno europeo, pues había países, como Francia o Bélgica, que disponían de este código desde la época napoleónica y los demás se habían retrasado solamente unas décadas. Un proyecto de código civil estuvo a punto de ser aprobado en las Cortes de 1851, pero los diputados catalanes consiguieron detenerlo, denunciando su inspiración exclusiva en las leyes castellanas. Lo que no lograron evitar fue la aprobación de la ley hipotecaria en 1861, algo que no hizo sino tensar el ambiente. Durán y Bas, el gran parlamentario y jurista catalán del momento, recurrió a la historia. Pero no importó las ideas o los métodos de Guizot o Thierry, sino los de Friedrich von Savigny y la escuela histórica del derecho, apoyados ambos en el marco herderiano del Volksgeist. En 1869 creó en Barcelona una rama de la Fundación Savigny, cuya sede central era berlinesa, y en 1878 prologó la traducción española del Sistema contemporáneo de derecho romano, del autor alemán; en 1883, publicó su propia Memoria acerca de las instituciones del derecho civil en Cataluña. En apoyo de Durán actuaban los órganos corporativos de la abogacía barcelonesa, según estudia Jacobson, a los que seducía la idea, tan propia de la escuela alemana, de que ellos eran los custodios de las leyes y costumbres de la nación, que, como emanación del «espíritu del pueblo», no podían ser codificadas, pues solo evolucionaban en armonía con la historia, la geografía, el clima y la «forma de ser» catalana; el derecho catalán no solo era la columna vertebral de la autoridad paterna, la armonía familiar, el orden social y el progreso económico, sino que reflejaba el carácter, el «espíritu», catalán.
Un paso más hacia la reivindicación política dieron José Coroleu y José Pella y Forgas, que en 1876 escribieron Las Cortes catalanas y, en 1878, Los fueros de Cataluña. Descripción comentada de la Constitución histórica del principado, donde defendieron la recuperación del derecho privado catalán para construir sobre él los cimientos en que debería basarse el futuro autogobierno; las Cortes catalanas debían ser restablecidas y los Decretos de Nueva Planta, abolidos, como violadores que eran del pacto de sumisión originario, pues la unión con Castilla solo se había aceptado bajo la condición de que se conservaran las instituciones catalanas[574]. En la década de 1880, a medida que se aproximaba la fecha en que se aprobaría inevitablemente el código civil, el debate elevó su agresividad. Los diputados catalanes empezaron a ver la codificación, en palabras de Felipe Bertran, como una prueba de la «tiranía» y el «horrible absolutismo» castellano. Sus oponentes, a su vez, respondieron con ataques contra la «avaricia» catalana o el carácter «anticuado y despótico» de su sistema hereditario.
En 1885, los representantes catalanes presentaron a la reina regente un Memorial de agravios, o greuges, en el que insistían en la peculiaridad del derecho catalán y lo consideraban una indicación del «temperamento analítico de nuestro pueblo, inspirado por el principio general de la libertad civil», frente al derecho castellano, «inspirado por el principio opuesto, el predominio de la autoridad». Un año más tarde, Valentí Almirall publicó Lo catalanisme, en el que pedía que Cataluña tuviera sus propias cortes, con un «estatuto» político propio, como el que Hungría acababa de recibir de Viena. La justificación del autogobierno residía tanto en los rasgos culturales, lingüísticos y jurídicos propios como en la injusta abolición de los fueros por Felipe V. En la misma dirección se pronunció otro jurista, Romaní y Puigdengolas, que volvió a distinguir, en su Antigüedad del regionalismo español (1890), entre una cultura catalana, de raigambre romana, que habría establecido un orden feudal bajo influencia carolingia, y otra castellana, goda de origen y siempre más autoritaria, que habría culminado en el Estado liberal, tiránico y parasitario. Nacía así la importante idea de que la estructura de la sociedad catalana era «orgánica», mientras que la castellana era «artificial» o mecánica[575].
El código civil, en todo caso, acabó siendo aprobado en 1889, tras aceptar que se redactaría un «apéndice foral» para Cataluña. Se estaba ya en los albores del siglo xx y toda la historia precedente conducía hacia los nuevos nacionalismos. La Iglesia catalana, por medio del obispo Torras y Bages, se pronunció en favor del movimiento anticodificador, llamándolo «la más espléndida manifestación de nuestro carácter nacional y la demostración más palpable del triunfo del espíritu catalán», según recoge Jacobson[576]. El moderno racismo europeo no dejó de hacer su aparición, por medio de Narcís Verdaguer i Callís, que distinguió entre una raza catalana de ascendencia aria y una castellana que no pasaba de «africana», tesis que ratificó en 1903 Pompeu Gener en términos seudocientíficos. Y todo culminó en un Enric Prat de la Riba, futuro autor de La nacionalitat catalana, quien, siendo un joven jurista, ya había comparado el problema del derecho con el de la lengua: ambos, despreciados y agredidos durante siglos por los castellanos, se hallaban ahora amenazados de desaparición. De ahí se pasó a la acción pública: los mítines, los banquetes, las manifestaciones y la fundación de la Lliga Regionalista, que ganaría las elecciones de 1901[577].
En conjunto, el paso dado por el historicismo de raigambre romántica, entre 1830 y 1880, no consistió en plantear reivindicaciones políticas, sino en establecer los rasgos «objetivos» que caracterizaban a una nación. Entre ellos sobresalieron la lengua y el derecho, pero también la historia. Lo demostrarían, al iniciarse el siglo xx, en fase ya plenamente política, Prat de la Riba, Rovira i Virgili o Puig i Cadafalch, autores, el primero, de un «Compendi d’història de Catalunya», el segundo, de una Història nacional de Catalunya, y el último, de un «Pòrtic» a la obra de Rovira. Como dice Fradera, la historia fue «columna vertebral del movimiento renaixentista»[578].
LOS VASCOS. CARLISMO, FORALISMO E HISTORIA
Las polémicas sobre las antigüedades vascas, tan asociadas siempre a la defensa del fuerismo, se habían reavivado al final de la privanza de Godoy, cuando el valido emprendió una ofensiva contra los fueros apoyándose en obras históricas como el Diccionario geográfico de la Real Academia de la Historia y las Noticias históricas de las tres provincias vascongadas de Juan Antonio Llorente[579]. Poco después, pero en circunstancias radicalmente distintas —tras el fin de la Francesada y con Fernando sentado en el trono absoluto—, esta ofensiva tendría su continuación en el Informe de la Junta de reforma de abusos de la Real Hacienda de las Provincias Vascongadas (1819) y la Recopilación documental del canónigo Tomás González (1829). El objetivo de estas publicaciones, según Fernández Sebastián, era avanzar hacia la uniformidad fiscal del reino, denunciando el carácter quimérico de las posiciones foralistas a partir de la demostración de que las provincias vascas nunca habían sido soberanas y de que sus privilegios no procedían de ningún pacto con la monarquía, sino que eran meras concesiones regias; «la tal independencia es una fábula mal forjada», dice el Informe de 1819, «una de aquellas absurdas tradiciones que la misma credulidad y la falta de crítica dejan correr libremente hasta que la ilustración da […] con muchas de ellas en tierra»[580].
Los defensores de los fueros, como era de esperar, no se quedaron callados ante estos ataques. Especialmente imprevista fue la protesta contra el Diccionario de la RAH que hizo el exclérigo José Marchena, andaluz que reaccionaba por aquel entonces contra los excesos de la Revolución francesa de la que tan entusiasta había sido. En su Description géographique et histórique des trois provinces…, Marchena presentó la Vasconia medieval como un edén democrático gracias a su régimen foral privilegiado, con lo que presentaba los fueros como expresión de la «voluntad general» rousseauniana de los habitantes de aquellos territorios, idea lanzada años atrás por Manuel de Aguirre. Contra Llorente, la reacción vino de la pluma de Aranguren y Sobrado, que se atrevió a sostener en su Demostración… que la constitución del señorío de Vizcaya como república libre, independiente y soberana provenía del hundimiento de la monarquía goda, a comienzos del siglo VIII. Llorente se burlaría de este aserto, carente de apoyo documental, comparando su verosimilitud con la de la ínsula Barataria de Sancho Panza. A Llorente replicó a su vez el folklorista, filólogo e historiador Juan Antonio de Zamácola, exiliado, como él, en Francia, que en 1818 volvió a defender los fueros vascos, junto con las antiguas costumbres españolas, con una Historia de las naciones bascas de una y otra parte del Pirineo Septentrional[581].
La polémica se vería reavivada, al avanzar el siglo, por el romanticismo y las guerras carlistas. Por el romanticismo, gracias a la intervención nada menos que de Humboldt y de Herder, que se sumaron a la tesis de que el pueblo vasco era un caso ejemplar de conservación de su «pureza» original merced a su idioma, que se mantenía incontaminado en aquel rincón montañoso tras haber sido la lengua ibérica o general de España. Este mito venía de Marineo Sículo, según Caro Baroja, y lo habían repetido, entre otros, Poza, Garibay y Larramendi, pero ahora se veía reforzado por la autoridad de estos grandes nombres germanos. En cuanto al carlismo vasco-navarro, fue pasando de la defensa de una rama dinástica y un orden político-social —el del Antiguo Régimen—, que fue su objetivo en la primera guerra, a la de una identidad colectiva dotada de un cierto grado de autogobierno, dominante en su última fase. Los fueros se convirtieron así, como explican Coro Rubio o Fernando Molina, en manifestaciones del «espíritu» vascongado, junto con el catolicismo y la lengua. Con lo que se dibujó una personalidad colectiva de tipo étnico, y no cívico, pues no dejaba resquicios para la libertad individual[582]. Al amparo del nuevo clima romántico, y envueltos en las disputas sobre los privilegios forales y los derechos de los pretendientes carlistas, los debates historiográficos adquirieron una carga política e identitaria que imposibilitó cualquier planteamiento mínimamente racional.
La primera fase del conflicto carlista no dio lugar a producciones significativas sobre la identidad colectiva, sino a meros debates sobre la legitimidad dinástica. Solo hubo un autor de interés en el periodo, Joseph Augustin Chaho (1810-1858), que comenzó por publicar, en plena carlistada, un Voyage en Navarre pendant l’insurrection des basques (1836), libro del que Jon Juaristi dice que «ni los carlistas vascos se reconocieron en el retrato que trazó de ellos ni el propio escritor se definió jamás a sí mismo como algo distinto de un republicano francés». Unos años después, en el periodo nuevamente conflictivo del final de la década de 1840, Chaho lanzó su segunda obra, la Histoire primitive des euskariens-basques (1847), mucho más ambiciosa, a la que seguirían otras varias. El autor era un escritor vasco-francés, viajero romántico, aristócrata convertido en radical de izquierdas, que disfrutaba de una imaginación desbordaba y buena pluma. Fue uno de los primeros que usó el término «vascos» —del francés «basques»—, en lugar del hasta entonces habitual «vascongados» o «vizcaínos», y se refirió a ellos como una nación oprimida, por cuya liberación luchaban los carlistas. Adaptando los mitos arios alemanes, añadió, además, la leyenda de Aitor, patriarca de la edad de oro vascongada y padre de siete hijos de los que procedían las siete provincias. Aitor sería más tarde consagrado por Navarro Villoslada en su novela histórica Amaya o Los vascos en el siglo VIII (1879) y sustituiría al no menos legendario Túbal[583].
Entre los defensores del fuerismo en los años 1840 destacó Juan E. Delmas, librero, impresor y periodista, fundador de la revista Irurak-Bat y autor de un Viaje pintoresco por las Provincias Vascongadas (1846) y de una Guía histórico-descriptiva del viajero en el señorío de Vizcaya (1864). En tiempos de la Gloriosa, Delmas se enzarzó en polémica con Orodea e Ibarra, que en su Historia de España había rechazado la tesis de la independencia histórica vasca. Otros fueristas de las décadas de 1850 y 1860 fueron Julián de Egaña, Novia de Salcedo, Pablo Gorosabel Domínguez, Ramón Ortiz de Zárate y Nicolás de Soraluce y Zubizarreta. No escribieron sobre historia sino en la medida en que les servía de apoyo para su argumentación político-jurídica[584].
El debate se acaloró a medida que se prolongó el conflicto carlista y convirtió en real la perspectiva de la supresión de los fueros. En su última fase, destacó como fuerista Fidel de Sagarmínaga, miembro de la Unión Liberal, alcalde de Bilbao y diputado a Cortes, creador de diversos periódicos y fundador del Partido Fuerista de la Unión Vasco-Navarra; de este último procedería la organización Euskal Herría, dirigida por Sagarmínaga hasta su muerte, momento en que pasó a presidirla Ramón de la Sota, que imprimió al grupo un giro abiertamente nacionalista. Entre las obras de Sagarmínaga de mayor contenido histórico destacaron Reflexiones sobre el sentido político de los fueros de Vizcaya (1871), Memorias históricas de Vizcaya (1880) y El gobierno y régimen foral del señorío de Vizcaya desde el reinado de Felipe Segundo (1892). Otro nombre influyente de la época fue Antonio Trueba, simpatizante con el carlismo y popular autor de cuentos infantiles, leyendas, novelas históricas y costumbristas. Trueba publicó en 1872 un Resumen descriptivo e histórico del M. N. y M. L. señorío de Vizcaya[585].
Mencionemos, para terminar, otros tres fueristas reconocidos cuyas obras están cargadas de referencias históricas. El primero fue Ricardo Becerro de Bengoa, profesor y periodista, católico, aunque republicano, que publicó en 1877 un Libro de Álava en el que seguía manteniendo que «los primeros pobladores de España fueron los iberos o eúskaros, […] raza pura completamente típica, con su admirable, primitiva y armoniosa lengua», que «han resistido todas las invasiones de otras razas», precisamente en Álava, «verdadero foso, puesto al pie del muro de la fortaleza vascongada»; de la fusión de los celtas con los eúskaros o iberos «se formó la raza celtíbera, que fue el origen, asiento y matriz de la verdadera nacionalidad española»; a esto se añadía la «voluntaria entrega» de los vascos a la corona de Castilla «mediante un pacto o convenio celebrado en el campo de Arriaga» en tiempos de Alfonso XI, cuyo texto reproducía íntegro y en el que figuraba una larga lista de exenciones y privilegios en relación con tributos, servicios y autogobierno foral. Arístides de Artiñano, en segundo lugar, publicó en 1885 un Señorío de Vizcaya, histórico y foral, en el que volvía a defender como peculiaridad vasca el «absoluto alejamiento de los mahometanos y judíos que en la Edad Media inundaron nuestra península»; «la raza eúskara ha conservado su origen puro y sin contacto alguno, porque siempre defendió su tierra de las invasiones extrañas, logrando conservar su independencia en todas las épocas de la historia». Estanislao J. de Labayru, por último, fue un sacerdote que publicó, entre 1895 y 1903, una especie de anales, cargados de todos los tópicos heredados, bajo el título de Historia general del señorío de Bizcaya[586].
En esta arraigada tradición apoyaría Sabino de Arana, al mediar la última década de siglo XIX, sus tesis nacionalistas, que por su giro antiespañol rompían, sin embargo, con ella. Y de ella partirían también los fundadores de la antropología vasca, como Telesforo de Aranzadi o José Miguel de Barandiarán, que añadirían el paganismo autóctono vasco y el culto a la diosa Mari y al macho cabrío Aker, alrededor del proceso de las brujas de Zugarramurdi de comienzos del siglo XVII.
GALICIA
El objetivo apologético, que había dominado las historias producidas en Galicia durante el periodo anterior al siglo XIX, fue siendo sustituido, al mediar este último, por una historia, como dice Xosé Ramón Barreiro, «al servicio de un proyecto político: el galleguismo»[587].
El primer autor importante en esta línea fue José Verea y Aguiar, que en 1838 publicó una Historia de Galicia donde introdujo el celtismo, convertido a partir de él en eje interpretativo del ser de Galicia; un celtismo tomado, según Barreiro, de los franceses Dupleix, Pezron o Falconet, seguramente a través de Masdeu. Narra también Verea el episodio del monte Medulio, convertido en el crucial momento mitológico de la caída o conclusión de la era dorada: en ese monte, último reducto de la resistencia galaica frente a Roma, los celta-galaicos lucharon heroicamente frente a la abrumadora superioridad numérica de las legiones romanas, hasta el momento en que se vieron obligados a darse la muerte colectivamente antes que aceptar una situación de esclavitud. Reproducían así la leyenda judía de Masada o la celtíbera de Numancia. Como explicaba en el prólogo, Verea escribía su historia con la finalidad de «vindicar los derechos históricos de Galicia» y de «saber quiénes fueron nuestros antiguos padres y qué han hecho antes de perder su independencia». Pese al empleo de términos como «independencia» o de la referencia a Galicia como «nación céltica» en el pasado, no hará falta añadir que el galleguismo de Verea, dadas las fechas, se planteaba en términos provinciales y no nacionales: nación era solo España, mientras que Galicia era provincia, o quizás «reino», dentro del «concierto peninsular»[588].
Un segundo autor de interés fue Leopoldo Martínez de Padín, (1823-1850), que en 1848 lanzó por entregas una Historia política, religiosa y descriptiva de Galicia. Iban a ser tres volúmenes, pero su temprana muerte solo le permitió terminar dos. Padín pertenecía también a la generación «provincialista», aunque su tendencia fuera ir pasando de la concepción de Galicia como «provincia» a la de «reino» o «patria». Como Verea y Aguiar, planteaba su historia en términos reivindicativos a partir del celtismo. Uno de sus objetivos era recuperar la autoestima, pues «Galicia solo necesita ser conocida para ser estimada». En términos políticos, subrayaba la independencia política de Galicia en la historia, referida a los suevos. Coetáneo suyo, y de breve vida también, fue Antolín Faraldo (1823-1853), periodista, fundador de El Porvenir. Revista de la Juventud Gallega, que también planteaba la construcción de una identidad gallega como recuperación de un pasado glorioso. Pero no escribió directamente sobre historia[589].
El más importante historiador de esta etapa fue Benito Vicetto (1824-1878), autor de una Historia de Galicia, publicada en 1865-1873, en siete volúmenes. Fue la primera completa y ejercería gran influencia en el futuro. Vicetto fue militar y funcionario de Hacienda, lo que no le impidió ejercer como periodista y publicar una amplia obra, tanto de ficción como de ensayo, que incluye una biografía de Espartero. Como era típico de su generación, siempre escribió en castellano, a excepción de algunos poemas y un diálogo en prosa. Su producción novelística se inscribió en la línea romántica folletinesca, con muchas referencias históricas, sobre todo en relación con la época de los suevos en Galicia, lo que le hizo ser considerado por algunos «el Walter Scott de Galicia». Su historia entremezcla, sobre todo en los capítulos iniciales, los datos científicos con los literarios, como baladas y leyendas, muy en la línea escocesa de un Macpherson, que era quien había puesto de moda el tema céltico. Incluso formalmente, su estilo, de «prosa rítmica y cadenciosa, versículo, párrafo breve», como dice Juan Renales, era muy adecuado para sus fines, porque lo que pretendía era «enlazar con una tradición céltica» y «revelar una especie de Génesis gallego». Según Renales, lo único que Vicetto tenía sobre su mesa al empezar a escribir su historia eran sus propias novelas. Se comprende así que se recreara en el ambiente osiánico y que mezclara, con desenvoltura, lo gaélico con lo druídico y el ambiente gallego con el galo-británico. Galicia era, en cualquier caso, el centro y principio de todo: los celtas no eran de procedencia francesa o centroeuropea, sino de origen gallego, y fue una invasión gallega sobre Irlanda la que dio origen al mundo gaélico británico. Tampoco duda en conectar a los celtas resistentes en el monte Medulio con los mártires cristianos y hasta con los revolucionarios resistentes en San Martín de Santiago, ya que «Galicia siempre será la misma; puéblenla los brigantinos, los celtas, los fenicios, los griegos, los cartagineses, los romanos, los suevos, los godos y los árabes».
Los rasgos de esta cultura permanente son, para Vicetto, la religión, ante todo, que partió del monoteísmo adánico enseñado por Noé y traído a la península por Túbal y que llevó con facilidad al cristianismo predicado por Santiago, ya que, a diferencia de otros lugares, en Galicia la religión primitiva no degeneró en idolatría. La lengua, segundo rasgo, también procedía lejanamente de Túbal, que trajo el caldeo; del caldeo derivó el brigantino y de este el hebreo, cuyo parentesco con el celta era un dato tradicionalmente establecido en Gran Bretaña; del celta surgió el galo-griego, origen del gall-ego, lengua que antecedió, desde luego, al castellano y al portugués modernos. A la religión y la lengua añade Vicetto elementos de carácter colectivo, como la predisposición racial para la lírica y no para la racionalidad científica. El conjunto es un marco mítico construido a partir de datos abiertamente inventados o deformados para que cuadren con el resultado deseado. Vicetto fue, en opinión de Murguía, un «visionario», que no distinguía entre la ilusión novelada y la realidad, pero también un «maestro», que tuvo la «intuición de la Galicia que necesitamos». Para Risco, fue el inventor de «a simbólica da renacencia galega». Su historia tuvo una gran acogida y Renales le considera el «primer historiador moderno de Galicia» y «último de los antiguos». Más que historiador fue un lírico político, un apóstol de la nueva promesa religiosa que marcaba la dirección de la redención colectiva en términos nacionales[590].
Para seguir en esta progresión, que se funde con la del nacionalismo gallego, hay que mencionar ahora a Manuel Murguía (1833-1923), marido de Rosalía de Castro, autor de trabajos históricos como De las guerras de Galicia en el siglo XV... (1861), un Diccionario de escritores gallegos (1862) —que quedó incompleto— y Efemérides de Galicia (1865). A partir de este último año comenzó a ver la luz su Historia de Galicia, que alcanzaría su quinto volumen en 1891. En esta obra —escrita en castellano, como las anteriores— se proclamaba discípulo de la «nueva escuela histórica» francesa, de Thierry, Guizot o Michelet, pero también de Macaulay o Savigny. Su planteamiento era, sin embargo, bastante tradicional, con una combinación de providencialismo y progresismo, pero lo novedoso era el giro nacionalista: los sujetos son las «razas», con sus «esencias físicas y morales» fijadas de forma inmutable por la providencia; y la raza originaria de este rincón del mundo no es la «española», sino la celta, independiente hasta que cayó dominada por Roma. La céltica era una «nacionalidad» caracterizada, según sintetiza Justo Beramendi la idea central de Murguía, por «o amor a terra e o instinto case sagrado da súa posesión, a relixiosidade, a intelixencia, o lirismo, a capacidade de resistencia e a ausencia de agresividade ou de ansias conquistadoras». Su derrota ante las legiones romanas no les hizo perder sus costumbres ancestrales. Tampoco el cristianismo varió el carácter del «alma nacional gallega», aunque sublimó su «religiosidad innata». La aportación cultural o racial de los suevos fue de escasa importancia, y menor aún lo fue la de sus vencedores, los visigodos (la «perfidia» de cuyo rey, Leovigildo, subraya Murguía). Los musulmanes, por último, volvieron a ser incapaces de «contaminar» el ser gallego. Y en los siglos XI-XII llegó otra «época dorada» para Galicia, cuna de la literatura, el arte y la ciencia en la España medieval.
Aquel reino —sigue Murguía— no se consolidó, sin embargo, y fue absorbido por los monarcas castellanos, que dejaron a Galicia «como olvidada» y sometida a tiranos locales. El pueblo, aliado con la monarquía, luchó contra el «cruel feudalismo» de la nobleza gallega para reconquistar «palmo a palmo sus libertades», así como la «igualdad primitiva» en el reparto de la tierra que reinaba entre los celtas. Tras la crisis del siglo XV, renació el esplendor en el XVI, cuando los Reyes Católicos liquidaron el poder feudal; pero retornó la decadencia en el XVII, al verse el campo abrumado con impuestos y los cargos públicos ocupados por hidalgos; y la recuperación llegó con el fomento borbónico de la agricultura, hasta el extremo de llamar a Carlos III «amparo y salvaguarda» de Galicia. Murguía, en resumen, ofrece una visión organicista de la nación, basada en un Volksgeist gallego, cargado de componentes positivos, heredados siempre de los celtas. El valor militar, el odio contra toda dominación ajena, la religiosidad y el amor a su tierra son casi una réplica de los mitos españolistas, pero se plantean en términos de rivalidad con ellos. No así con una España «de natureza política e perfectible, na que Galicia estaba incluída» (J. Beramendi). En resumen, la de Murguía fue la primera historia nacionalista plena, basada en la «raza», según el gusto de la época, aunque también en la lengua, en el «dialecto gallego», como él lo llama, que el pueblo debía conservar a todo trance si no quería perder su dignidad[591].
A Murguía le seguirían Alfredo Brañas (Bases generales del regionalismo, 1892) y Vicente Risco (Teoría del nacionalismo gallego, 1920), que elevaron la reivindicación nacionalista gallega al nivel de la vasca y la catalana. Enfrentada con el Estado español, institución artificial, ambos consideraron la nación gallega un hecho natural, «una realidad orgánica, de biología social, producto de la conjunción secular entre la gea y el etnos» (X. R. Barreiro). Estos autores fueron añadiendo a la etnicidad —raza (aria), lengua y tierra—, que era lo fundamental en Murguía, elementos históricos, jurídicos y, sobre todo, de conciencia colectiva de la propia personalidad nacional, como dice J. Beramendi. Aunque siempre la historia siguió estando en la base de la construcción de la identidad[592].
ANDALUCÍA, ARAGÓN Y OTROS
También en la Andalucía barroca abundaron las historias de órdenes religiosas, las enumeraciones de antigüedades de los principales pueblos y ciudades, junto con relatos de viajes por Andalucía, como los de Pérez Bayer, Luis J. Velázquez, Antonio Ponz o A. Franco y Brebinsaez. Pero faltaba una historia general de Andalucía y, como observa Joan Antonio Lacomba, los historiadores andaluces más relevantes del XIX (Alcalá Galiano, Adolfo de Castro, Amador de los Ríos, Castelar, Cánovas del Castillo) se dedicaron a la historia de España[593].
La excepción fue Joaquín Guichot, que publicó una Historia general de Andalucía, desde los tiempos más remotos hasta 1870, en ocho volúmenes, entre 1869 y 1871. Guichot representó la emergencia de una clara conciencia andalucista, a caballo entre el hegelianismo (la búsqueda del «espíritu» de cada época), el romanticismo y el folklorismo de un Machado padre. A la vez que escribe en tono liberal progresista, muy acorde con el momento revolucionario que está viviendo, lo hace en un marco providencialista bastante convencional. Exalta sin reservas todo lo andaluz, aunque sin el menor atisbo de antagonismo respecto de la identidad española. Andalucía fue, para empezar, la cuna de la cultura española, pues Tartessos fue la primera civilización peninsular. Bajo el Imperio romano brilló la cultura andaluza, pues los escritores y políticos que historiadores anteriores habían presentado como «españoles», fueron originarios de la Bética, «la provincia más importante de España por sus poblaciones, riqueza e inmensos recursos». El periodo godo recibe en la obra de Guichot una atención relativamente menor. El historiador se expande en cambio cuando escribe sobre los musulmanes, apoyándose en Conde, Dozy y Gayangos. Según él, los musulmanes entraron en la península de manera casi pacífica e hicieron de Córdoba «la Atenas de la Edad Media» y de Andalucía, «la región donde se refugió toda la ciencia, todo el saber y toda la cultura, no ya solo de España, sino de la mayor parte de Europa». Desde el punto de vista religioso, aunque el cristianismo del autor quede fuera de duda (y el de Andalucía, que había sido de las primeras regiones en seguir «la nueva senda de progreso y civilización que el cristianismo abría al mundo»), la situación fue, como escribe su prologuista José María Asensio, «mucho menos horrible y sangrienta que la pintaban nuestros escritores», pues permitió la convivencia de tres religiones. Con los almorávides, en cambio, entraron las «feroces tribus y kábilas moradoras de las faldas del Atlas», fanáticos que provocaron la decadencia de la «raza árabe-andaluza». La Reconquista fue, pues, necesaria, aunque también motivada por el interés de los cristianos del norte de apoderarse de las maravillas andaluzas. Y Andalucía se integró con éxito en España gracias a la acción de Fernando III, en el siglo XIII, e Isabel I, en el XV, que pusieron fin a la «monstruosa irregularidad» de la ocupación musulmana. Pese a ello, la represión sobre los moriscos y las guerras que los sometieron o exterminaron representaron un «trascendental error político y económico» y su expulsión final fue una medida «cruel e inmoral», como la anterior de los judíos. Como es propio de una historia autocomplaciente de este tipo, Guichot evita tocar temas espinosos como el latifundio o el régimen señorial andaluz[594].
Sobre Navarra publicó, en 1840, José Yanguas y Miranda, archivero y secretario de la diputación, un Diccionario de antigüedades del reino de Navarra en tres volúmenes. Ocho años antes, el mismo autor había lanzado una Historia compendiada del reino de Navarra, extracto de los Anales del jesuita José de Moret, del siglo XVII, y en otros momentos de obras sobre el príncipe de Viana o la conquista de Navarra por el duque de Alba, aparte de diversos trabajos jurídicos sobre los fueros y leyes navarras. Algo parecido hicieron, en relación con las Baleares, Miguel Moragues y Joaquín María Bover, pues, en 1840, reeditaron, corrigiéndola y actualizándola, la Historia general del reino de Mallorca compuesta entre los siglos XVII y XVIII por los cronistas del reino Juan Dameto, Vicente Mut y Gerónimo Alemany. De otra índole parece ser la Historia de Aragón, Cataluña, Valencia e islas Baleares, publicada en 1855 por Gabriel Hugelmann, propagandista francés al servicio de Luis Napoleón, que combina positivismo y progresismo con providencialismo; habla de «mi patria adoptiva», canta a los industriales catalanes y detesta a Inglaterra, «cáncer de todas las naciones». En ninguna de estas obras se detectan reivindicaciones victimistas ni proclamas de excepcionalidad que pudieran servir de base a futuros planteamientos nacionalistas[595].
Mayor excepcionalismo respira la Historia de Aragón, lanzada por Braulio Foz (1791-1865) en 1848 y compuesta por cuatro volúmenes, aumentados a cinco en 1850. Foz era un catedrático de latín y griego de la Universidad de Zaragoza, liberal y exiliado en Francia durante un largo periodo, dramaturgo y periodista, autor de numerosas obras, entre ellas la conocida novela Vida de Pedro Saputo. Su Historia se basó en la escrita por Antonio Sas en 1797 bajo el título Compendio histórico de los reyes de Aragón desde su primer monarca hasta su unión con Castilla. Apoyándose en el reconocimiento que Sas hacía de que su obra contenía errores y la petición, quizás retórica, de que se le ayudara a rectificarlos, Foz decidió reescribirla, añadiéndole un quinto volumen titulado Del gobierno y fueros de Aragón. Basándose en Zurita y tantos otros —pero alejándose de los sanos consejos de Masdeu—, Foz remontaba la historia de Aragón al fabuloso reino de Sobrarbe, descartando toda duda sobre la vigencia de sus célebres fueros liberales. Prueba de su idealización del pasado era su defensa del rey Ramiro II frente a quienes le acusaban de tirano: «en Aragón no ha habido tiranos porque no los sufrían las leyes, los usos ni el carácter de los aragoneses. Ni los reyes de Aragón pensaban en la tiranía, siendo tan ajena de ellos para ejercerla como de todas las clases del estado para sufrirla. Esa barbarie se ha usado mucho en otras partes; en Aragón no se sabía lo que era»; «todos aquí eran hombres: los reyes y los súbditos. En otras partes, nadie lo es o lo quiere ser; y creyéndose dioses los unos y los otros esclavos, todos son verdaderos monstruos». La historia de Aragón, en resumen, era hermosa y ejemplar. «No habrá hombre de mediano sentido que no se aficione a ella, que no la prefiera a cualquier otra». Y, pese a que reivindicaba la memoria de Fernando el Católico, no ocultaba su disgusto ante la fusión de su reino con el castellano, porque «Aragón era un reino bien constituido y Castilla un reino desconcertado», en Aragón «había un orden hermoso y una libertad pacífica», mientras que «en Castilla ni entonces ni después ha habido ni lo uno ni lo otro; y por Castilla en toda España». Pese a ello, no lanzaba ninguna propuesta política: «ya todos somos españoles y solo españoles. No recordamos lo pasado sino para no olvidar lo que fuimos»[596].
Sobre Extremadura escribió, en 1846, José de Viú una obra titulada Estremadura. Colección de sus inscripciones y monumentos, seguidas de reflexiones importantes sobre lo pasado, lo presente y el porvenir de estas provincias. «Quisiéramos —decía en el prólogo— que el tiempo y el hombre no acabasen de borrar lo poco que queda de Extremadura», «teatro y víctima de […] continuas calamidades» en los «dieciséis siglos que la separan de su antiguo estado de opulencia». Imaginaba, pues, una edad dorada cuando el «país» se llamaba «Lusitania» y lo habitaba un pueblo «activo, piadoso, ilustrado, pujante y rico». Su objetivo declarado era «hacer que hablen las ruinas extremeñas», dando «una descarnada noticia de los monumentos que aún levantan su magullada cabeza por este suelo». Tras esta introducción victimista, que no señalaba con claridad al culpable de aquella decadencia, pasaba a detallar las calzadas romanas y los restos monumentales existentes, así como su estado de conservación[597].
Treinta años después que Viú, seguiría sus pasos Vicente Barrantes (1829-1898), con un Aparato bibliográfico para la historia de Extremadura aparecido en 1875-1877. Barrantes fue un periodista, poeta y dramaturgo, autor de novelas históricas, partidario de la Unión Ibérica y liberal en su juventud que evolucionó hacia el conservadurismo en sus años maduros. En su obra, que reunía una gran cantidad de datos bibliográficos, denunciaba sobre todo la ignorancia y la falta de sensibilidad histórica de los funcionarios que habían llevado a cabo la desamortización, pensando sobre todo en monumentos como el monasterio de Guadalupe. Su intención de fomentar la identidad extremeña era clara, como revelaba desde el prólogo: «Es una región Extremadura tanto más amada por sus hijos cuanto menos favorecida por la suerte; región que ha llenado la historia y no la tiene; región que con su ruina y oscuridad presentes compró a la patria común sus mayores grandezas pasadas». Nicolás Díaz y Pérez, diez años más tarde, completó esta tarea con su Diccionario histórico, biográfico, crítico y bibliográfico de autores, artistas y extremeños ilustres (1884-1888), obra ya sugerida por Barrantes. Pero ni uno ni otro llegaron a escribir la historia de Extremadura que el primero se planteaba como tercera fase y culminación de su proyecto[598].
En línea parecida a las anteriores publicó Vicente Boix su Historia de la ciudad y reino de Valencia (1845-1847), guiado por la intención de demostrar la existencia de una identidad valenciana pretérita que no debía desaparecer en los tiempos modernos y que a la vez de ningún modo era incompatible con el proyecto político o con el patriotismo español. Muy crítico con la abolición de los fueros, sobre los que escribiría unos Apuntes históricos en 1855, no reivindicaba, sin embargo, su restauración. Pero proporcionó muchos de los elementos culturales con los que construir la identidad regional[599].
No muy distinta fue la tarea que emprendió, en relación con Cantabria, Amós de Escalante (1831-1902), poeta, ensayista, periodista y escritor costumbrista con aficiones arqueológicas. En su breve «Antigüedades montañesas» (1899) describe los dólmenes, las pinturas rupestres o elucubra sobre etimologías o la vida y costumbres de los antiguos cántabros. Sin ánimo reivindicativo, fomenta el orgullo de ser montañés[600].
No se puede decir, en conclusión, que el revival romántico de las historias regionales o locales aportara grandes avances en el conocimiento del pasado. Dominó más bien el orgullo local y retornaron leyendas no tan distantes de las fantasiosas crónicas medievales ni del anticuarismo barroco. Pero se sentaron así bases identitarias que, en algunos casos, serían útiles para los planteamientos nacionalistas, apoyados en la exigencia de soberanía a partir de entes colectivos cuya prolongada existencia en los siglos o milenios anteriores probaban estos supuestos relatos históricos. Lo que tampoco era muy diferente de lo que había hecho un Modesto Lafuente en relación con el nacionalismo español. Un proyecto político que siguió siendo, hasta la última década del siglo XIX, claramente dominante y compatible con estos «regionalismos».