EL 98. REGENERACIONISMO Y KRAUSISMO
EL 98. LA BÚSQUEDA DE LA ESENCIA NACIONAL
El inicio de la literatura sobre el llamado «problema de España» suele relacionarse con el llamado «desastre» cubano o la pérdida de los últimos restos del Imperio en 1898. Una derrota tan fácil ante una potencia nueva, ni siquiera europea, carente —como se repetía una y otra vez— de una historia gloriosa, derrumbó muchos tópicos heredados sobre las cualidades patrias. España no era ya un Imperio ni una gran potencia, sino que, quizás, tampoco era una «raza superior», ni «europea» del todo; se temían incluso nuevas amputaciones territoriales, sobre todo al surgir el catalanismo, y hasta quién sabe si España no acabaría repartida entre sus vecinos del norte.
Esta conexión entre guerra cubana y angustias nacionales no es, en realidad, tan mecánica. Porque el fin de siglo fue el momento del complejo de inferioridad de todo el mundo latino, expresado por Edmond Demolins en su À quoi tient la supériorité des anglo-saxons, y el del pesimismo generalizado de la intelectualidad europea, obsesionada con la «degeneración» denunciada por Max Nordau. Por otra parte, las primeras obras de ese tono catastrofista aparecieron en España unos años antes: fueron L’Espagne telle qu’elle est, de Valentí Almirall (1886), o Los males de la patria, de Lucas Mallada (1890). Este último no atribuía los problemas del país a una «forma de ser» esencial de su colectividad humana, por lo que no caía dentro del género identitario. Almirall sí apuntaba en esa dirección, pero no se refería al conjunto de España, sino a Castilla y Andalucía, las cuales, cargadas según él de «sangre semita», se caracterizaban «por su espíritu soñador, por su predisposición a generalizar, por su afición al lujo, a la magnificencia y a la ampulosidad de las formas»; mientras que un segundo grupo, el vasco-catalano-aragonés, tenía un espíritu mucho más práctico («positivo»), un «ingenio analítico y recio» que iba «directo al fondo de las cosas, sin pararse a pensar en la forma»; había que acabar con la «preponderancia y dominio exclusivo» del primero de estos grupos para mejorar el país[601]. En todo caso, ni el de Mallada ni el de Almirall eran propiamente libros de historia. Aunque tampoco lo eran, en sentido estricto, la mayoría de los que trataron del llamado «problema de España».
Quienes elevaron el vuelo hacia los terrenos metafísicos, justamente cuando se iniciaba la guerra cubana, fueron Miguel de Unamuno, con En torno al casticismo, y Ángel Ganivet, con Idearium español. Ellos fueron los verdaderos iniciadores de lo que Juan Marichal llamó la «introspección histórica española». A partir de sus escritos, la gran cuestión tanto para historiadores como para analistas políticos del momento consistió en explicar la causa de lo que Santos Juliá ha denominado la «anomalía española», lo que hacía que España fuera diferente a «Europa», entendiendo por este término Francia, Alemania e Inglaterra; diferente por su atraso económico, por su estructura social injusta, por su incapacidad para establecer un sistema político «moderno», es decir, participativo, eficaz, útil para sus ciudadanos[602].
En los primeros meses de 1895, cuando apareció En torno al casticismo como serie de artículos en La España moderna, Miguel de Unamuno (1864-1936) era catedrático de Griego en Salamanca, pero todavía no rector y tampoco el polémico publicista que fue más tarde. Partiendo de la presunción de que la vida de una comunidad era comparable a la de un individuo, intentaba definir en aquellas páginas lo que había de «castizo» o «puro» en la identidad española y planteaba la cuestión de si España debía abrirse o no ante la «invasión europea», es decir, ante la modernidad. En su respuesta, recurría al análisis del pasado y proponía un importante concepto que designaba con el neologismo de «intrahistoria». La historia trataba, según él, de lo accidental e incidental —datos cronológicos, hechos externos—, mientras que la «intrahistoria» se refería a lo esencial, lo que permanecía inalterable en la existencia de los pueblos; no narraba los grandes acontecimientos, sino la vida que transcurría al margen de los mismos (los «hechos vivos»). No era, por tanto, solo lo que tantos habían llamado «historia interna» —en el sentido de cultural o institucional, como opuesta a la «externa», meramente política y militar—, sino mucho más: los «valores eternos» de España, el ente colectivo esencial, el «espíritu» o «alma del pueblo»; algo muy cercano al Volksgeist romántico, término que Unamuno también usaba.
Un ente esencial que a veces el catedrático salmantino remontaba a tiempos casi inmemoriales, como cuando se refería a «nuestros vicios castizos, desde Lucano y Séneca acá». Otras, sin embargo, lo acercaba más en el tiempo y aseguraba que el «espíritu colectivo del pueblo» se había construido luchando contra la invasión musulmana —siempre invasiones; nada novedoso—. «Comprimidos al principio en montañas», los españoles habían forjado una «comunidad guerrera» a partir de los principios de «lealtad al caudillo e igualdad entre los compañeros». La España cristiana, fraccionada en «multitud de estadillos», se había ido agrupando alrededor de Castilla, su «corriente central», unificadora. «Castilla ocupaba el centro, y el espíritu castellano era el más centralizador, a la par que el más expansivo»; expansivo no por egoísmo, sino por lo contrario, por fuerza y generosidad, por capacidad de «salirse de sí mismo». De ahí que la España creada por Castilla fuera «uno de los pueblos más universales, el que se echó a salvar almas por esos mundos de Dios y a saquear América para los flamencos» —esta última, una de tantas provocaciones unamunianas—. Unamuno, por eso, buscaba la «casta histórica» de España en Castilla, en su paisaje, su gente, su cultura, su historia, sus pueblos y ciudades, sus personajes literarios. Los castellanos eran gente esforzada, tesonera y astuta, idealista y belicosa a veces, de un realismo rastrero otras, con una indolencia muy oriental y obsesionada por la respetabilidad ante sus convecinos. En medio de la miseria de sus villorrios, Castilla guardaba una historia heroica y un alma artística poderosa; lo que apuntaba a la esencia de «lo español», marcada por el sentimiento, la pasión, la fe y la espiritualidad; es decir, por el espíritu quijotesco, radicalmente contrapuesto a la racionalidad científica y la eficacia tecnológica de los europeos.
Fiel a la visión liberal, Unamuno vinculaba la decadencia castellana al absolutismo y fanatismo de la época de los Habsburgo, que había conducido a la Inquisición y la Contrarreforma. España se desvió entonces de su destino espiritual y místico, que seguía, sin embargo, vivo en la genuina religiosidad popular y que tampoco debía perderse con la llegada de la modernidad. Pese a todo, la propuesta final de aquel Unamuno joven era europeísta: sin abandonar su identidad, España debía abrir sus puertas a Europa y no dejarse ahogar por la misma pasión que un día la hizo grande[603]. Solo diez años más tarde, y con una angustiosa crisis religiosa de por medio, en Vida de Don Quijote y Sancho el vasco-salmantino optaría por lo contrario, por «rescatar el sepulcro del Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón» y proponer que España se reafirmara en el idealismo voluntarista de don Quijote frente a la pragmática Europa. Su defensa de lo castizo le llevaría a proponer a la juventud la «españolización de Europa» e incluso a lanzar su célebre «¡Que inventen ellos!». Pero Unamuno fue un pensador complejo y contradictorio y sus propuestas son imposibles de resumir en unas líneas. Lo que aquí importa es dejar constancia de su aportación al inicio del debate sobre la introspección histórica y su concepto de «intrahistoria»[604].
Algo mayor que la mayoría de los «noventayochistas», Unamuno fue, en muchos sentidos, el maestro de aquella generación. Lo fue, desde luego, en este terreno, pues inauguró la senda que enfocaba el «problema español» en términos psicológicos o filosóficos, aunque recurriese tanto a la historia. Una historia que solo se utilizaba para encontrar en ella los rasgos permanentes del carácter o forma de ser esencial del país, con lo que conducía a planteamientos metafísicos, a elucubraciones sobre tipos ideales, a-históricos por definición. En especial, y como escribió E. Inman Fox, «se debe a Unamuno […] hacer de Don Quijote (o Alonso Quijano el Bueno) un icono del nacionalismo español»; «Don Quijote es el Cristo español, Sancho el pueblo, y el quijotismo la religión nacional». Por ese camino seguirían, entre otros, Azorín, Maeztu y Ortega, todos ellos autores de libros sobre Don Quijote[605].
Quien continuó el planteamiento unamuniano más de cerca y de forma más inmediata fue su amigo Ángel Ganivet (1865-1898), autor del muy celebrado Idearium español. Ganivet era un hombre culto y viajado, muy distinto en principio del prototipo español del momento, pero creía, como tantos otros, que lo esencial para comprender los problemas del país era descubrir y analizar «la constitución ideal de la raza» —y el término «raza», como en Unamuno y tantos otros, iba en él mucho más allá de lo biológico—. A eso es a lo que dedicó su ensayo, disfrazado de análisis histórico, ya que «lo esencial en la historia es el ligamen con el espíritu del país». Ese espíritu, o esa «personalidad nacional», en el caso español se componía para él de estoicismo, ánimo caballeresco, idealismo, independencia, rebeldía, desunión, sensualidad y una cierta dosis de fanatismo, cualidades derivadas en su mayor parte del aislamiento peninsular y, en algún caso, herencia árabe. Como explica Bernhardt Schmidt, España se diferenciaba de Europa, y hasta era en muchos sentidos su polo opuesto, por su ética estoica, su religiosidad intolerante, su creatividad poética, su individualismo «enérgico» y «sentimental», su incompatibilidad con «objetivos materialistas». Pero que fuera distinta a Europa, y «atrasada» en términos de desarrollo económico y bienestar material, no quiere decir que fuera inferior, pues la sobrepasaba en virtudes morales y espirituales, ya que evitaba el materialismo, odiosa tara moral de la modernidad europea[606].
La superioridad europea era, por consiguiente, para Ganivet un «engaño» y la «regeneración» que él proponía no buscaba la reconstrucción de un poderío económico o un dominio territorial existente en el pasado, pues el descubrimiento de América no había sido sino el inicio del extravío del espíritu español, como el Imperio de los Austrias había sido una «busca de glorias externas y vanas» que había dejado a la nación convertida «en un hospital de inválidos, en un semillero de mendigos». También se inscribía, pues, Ganivet en la tradición liberal. Pero, frente a ella y también frente al primer Unamuno, ante la radical disyuntiva de «someternos en absoluto a las exigencias de la vida europea o retirarnos […] y trabajar para que se forme en nuestro suelo una concepción original», optaba por lo último, es decir, por no abrirse a Europa, pues la racionalidad científica y la modernidad técnica eran enemigas mortales del quijotismo hispano. Lo que Ganivet defendía era volverse hacia dentro, adherirse con fuerza a la propia tradición, aceptar la forma de ser nacional e identificarse intensamente con ella. En carta a Unamuno lo explicaba con contundencia: «España es una nación absurda y metafísicamente imposible, y el absurdo es su nervio y su principal sostén. Su cordura será la señal de su acabamiento». Solo cuando España hubiese vivido «un periodo histórico español puro» podría volver de nuevo su vista hacia fuera para restablecer su «hegemonía natural» sobre América y África (sobre esta última, porque Ganivet, apoyándose en Costa, creía en un común origen de iberos y bereberes). Tomándose muy en serio su metáfora quijotesca, el granadino se oponía a todo cambio modernizador o secularizador del país y confiaba, en cambio, en la construcción de un Imperio «espiritual» de España sobre Europa y el mundo[607].
Para definir el núcleo de la identidad española, Ganivet recurría a metáforas como la de comparar «el misterio de nuestra alma nacional» con el misterio de la Inmaculada Concepción (que confundía con el dogma de la virginidad de la Virgen, pues decía que la clave de España era haber sido madre de pueblos sin dejar de tener una irresistible vocación por el aislamiento o la virginidad, con lo que su «obra» era ajena a su «espíritu»). Y se permitía también el lujo de rechazar buena parte de la historia española como «falsa», en la medida en que, como explica C. P. Boyd, «no concordaba con su definición apriorística del español como ascético, espiritual (pero no metafísico), individualista, intuitivo, artístico y belicoso». Era una operación típica de otros muchos autores y que justifica el duro juicio que sobre el Idearium español lanza Manuel Azaña en Plumas y palabras: Ganivet no toma las mínimas precauciones de un historiador, utiliza la historia para sacar lecciones de moral y de psicología; «es el tipo acabado de autodidacto, de cultura desordenada y retrasada, de mente sin disciplina»; «omite las dificultades o las rehúye»; escribe, en suma, literatura «licenciosa». Maeztu, en cambio, siempre tendría en gran estima la obra de Ganivet, aunque no participara de la idea de que España decayó cuando se convirtió en Imperio. En cualquier caso, el Idearium español marcó el camino por el que se lanzarían durante décadas las reflexiones sobre los males del país. El trágico suicidio de su autor acentuaría su imagen romántica y los intelectuales más ajenos al sistema organizaron, solo cinco años después de su muerte, una velada en su honor en el Ateneo madrileño, en la que participaron Unamuno y Azorín. El retorno de sus restos, en tiempos de Primo de Rivera, suscitaría emocionados homenajes a su persona y protestas de adhesión a su obra, en buena medida por quienes querían aprovechar para criticar a la dictadura, pero que en todo caso hicieron de él un santo cívico, un mártir de la patria[608].
También fue muy seguida en los años iniciales del siglo la idea unamuniana de hacer de los paisajes y los personajes literarios castellanos el epítome de España. Coincidía en esto el catedrático salmantino con los institucionistas y repetiría el tópico, por ejemplo, Azorín, en El alma castellana y otras obras: «todo el genio de la raza está aquí», diría. También Baroja utilizó en varias ocasiones el paisaje castellano como paradigma de España. Y Antonio Machado escribió que en el paisaje de Soria había aprendido «a sentir a Castilla, que es la manera más directa y mejor de sentir a España». El resto de los grandes nombres de la «literatura del desastre» utilizó la historia, tanto como ellos y en el mismo sentido, en su diagnóstico del «problema español». Para Macías Picavea (El problema nacional, 1899), todos los vicios patrios se debían a la unidad e intolerancia católicas y al absolutismo y centralismo impuestos por la casa de Austria. Para Luis Morote (La moral de la derrota, 1900), el problema procedía de la castellanización impuesta sobre el país por los Austrias; aunque, según este autor, «no era Castilla la opresora, sino sus monarcas», que ahogaron la vida de los municipios, el autogobierno de los reinos y la creatividad de los intelectuales por medio de la Inquisición[609].
No se puede cerrar el tema del regeneracionismo sin mencionar el nombre de Joaquín Costa, otro gran casticista, a su manera, obsesionado igualmente con la «introspección histórica». También él quería descubrir —o creía haber descubierto— el «alma nacional», «la personalidad histórica de la nación», y lo consideraba un faro seguro que debía orientar las soluciones para el futuro. El anclaje más obvio del pensamiento de Costa era Savigny y la escuela histórica del derecho: había que defender el derecho consuetudinario, expresión espontánea del espíritu popular, frente a la rigidez abstracta de la ley; el primero es vivo, orgánico, nacional, mientras que la segunda es ficción impuesta. Lo que Costa proponía para España era recuperar el pasado, «contemplar restaurado el cuadro de aquella primitiva sociedad ibera […] y el enlace de aquellos elementos con la civilización de la Edad Media»; desde joven defendió el sustrato celtíbero frente a la «nefasta intervención de Roma»; y siempre culpó a los Habsburgo por haber impuesto la artificial centralización absolutista sobre la articulación orgánica y natural existente entre las unidades sociales y políticas de la España medieval[610].
Para resumir la actitud de los intelectuales del 98 y los ensayistas ligados al regeneracionismo nos acogeremos a unas líneas de Javier Varela: «La generación del 98 pasa por ser una generación historicista. Pero el suyo es un historicismo sin sentido histórico. La historia es un saber de salvación. “Confesión”, “examen de conciencia”, llama Unamuno a la historia. Para palpar en lo hondo del carácter nacional necesitan cerner el grano auténtico, castizo y popular, de la paja adventicia. […] Lo imprescindible es ligar los hechos con el espíritu del país en que han tenido lugar; averiguar el ideal —magna palabra— que ha inspirado su acción. […] La intrahistoria unamuniana, sedimento o receptáculo sobre lo que todo pasa y nada queda, es la negación expresa de la historia. […] Ensayismo, se dirá con razón; lucubraciones propias de aficionados. Ciertamente. Pero lucubraciones tan influyentes que las veremos sostenidas y desarrolladas por historiadores serios»[611].
A la continuación de este ensayismo sobre la esencia de España dedicaremos otro capítulo. De momento, ocupémonos de los esfuerzos por modernizar y profesionalizar la historia, ligados en la España de comienzos del siglo xx a los nombres de Rafael Altamira y Ramón Menéndez Pidal. Tampoco ellos eran inmunes a esta obsesión por la definición de la esencia nacional.
RAFAEL DE ALTAMIRA
Si, a mediados del siglo XIX, la estancia de Julián Sanz del Río en Alemania dejó una huella nada efímera en la evolución de la filosofía política y moral española, no menos decisivos fueron, para la modernización de los estudios históricos, los viajes de Hinojosa y Altamira a Alemania y a Francia en el último cuarto de ese mismo siglo.
Eduardo de Hinojosa y Naveros (1852-1919) fue un jurisconsulto e historiador granadino perteneciente al cuerpo de archiveros. Destinado en el Museo Arqueológico Nacional, trabajó inicialmente sobre historia antigua, pero en 1878 se trasladó a Alemania, donde se formó en los modernos métodos de investigación positivista; a partir de entonces se orientó hacia una historia del derecho muy abierta a aspectos sociales y económicos. A su regreso obtuvo la cátedra de Geografía Histórica en la Escuela Superior de Diplomática. Tras una voluminosa Historia del derecho romano según las más recientes investigaciones, comenzó a publicar en 1887 su gran Historia general del derecho español, que no llegó a concluir nunca, pese a lo cual se considera el punto de partida moderno de esta disciplina. Como católico que era, y vinculado al partido conservador de Cánovas —en cuya Historia de España colaboró—, se mantuvo al margen de la Institución Libre de Enseñanza (ILE); pero con su profesionalidad científica se ganó el respeto general. Entre sus discípulos figuraron Galo Sánchez, Ramos Loscertales o Sánchez-Albornoz[612].
Rafael Altamira y Crevea, por su parte, fue un alicantino cuya vida transcurrió entre 1866 y 1951. Tras estudiar derecho en Valencia, pasó a Madrid, atraído por la escuela de derecho histórico fundada por Hinojosa, y en la corte trabó amistad con Joaquín Costa, fruto de la cual fue su tesis doctoral sobre la historia de la propiedad comunal. Allí conectó también con la tradición historiográfica liberal democrática cercana al republicanismo. Además del influjo de Galdós o Valera, se insertó en el mundo de la ILE, entablando relación personal y directa con Giner, Cossío o Azcárate, que dejaron en él una honda huella. A finales de la década de 1880 fue nombrado secretario del Museo Pedagógico y director del Boletín de la ILE. En 1890 viajó a París, donde conoció a Ernest Lavisse, Charles Seignobos o el hispanista Alfred Morel-Fatio, siguió un curso dado por Renan y se informó de la situación de la historiografía francesa, alemana e inglesa, tomando conciencia del abismo que las separaba de la española. Le impresionó especialmente la recién nacida sociología, llamada a llenar en el terreno de la historia, como observan Pasamar y Peiró, «el vacío que se había producido por la desconfianza hacia la Filosofía de la Historia»[613].
Así intentó explicarlo en unas conferencias que impartió en 1891, en las que anunció su intención de apartarse radicalmente de las tradicionales historias de España, llenas «de fábulas, de calumnias y de patriotismos falsos». Había que reducir la historia política en favor de la social y cultural y había que sustituir a los individuos por las colectividades como sujetos del acontecer humano, algo que ya habían reclamado Guizot, Buckle o Macaulay medio siglo antes[614]. Fue lo que intentó hacer en su seminal Historia de España y de la civilización española (1900-1911).
Esta obra —significativamente dedicada a Eduardo de Hinojosa— comenzó a publicarse en 1900 y once años después alcanzó su cuarto volumen, aunque dejó sin cubrir la era contemporánea, hueco que llenaría Pío Zabala en 1930[615]. El giro esencial que en ella dio Altamira al enfoque historiográfico consistió en reducir drásticamente el espacio dedicado a la «historia externa» (política, guerras, grandes personajes) y dar prioridad, en cambio, a los demás aspectos de la vida social: clases sociales, instituciones, vida económica y las diversas manifestaciones de la cultura. Lo cual le permitió —o le obligó a— desplegar, como observa Pasamar, vastísimos conocimientos sobre diversas ciencias sociales y humanas, algunas de ellas emergentes: sociología, derecho, economía, instituciones, arqueología, geografía, arte, literatura, folklore. Maravall llegó a decir de él que propugnaba una especie de «historia total». Quería, sobre todo, centrarse en aspectos, como la economía y la cultura, que las historias tradicionales dejaban de lado o se limitaban a añadir como apéndice. Este enfoque le permitía alejarse de las disputas políticas que habían caracterizado a los historiadores del XIX. Y, cuando se enfrentaba con temas polémicos como la Inquisición o Felipe II, decía querer «describir, no juzgar», presentar «hechos» y no «juicios»; pero era obvia su vinculación con la tradición historiográfica liberal y el propio Altamira declaraba que el objetivo de su historia era educar al pueblo español con vistas a su regeneración[616].
Altamira «jamás se consideró nacionalista», ha observado Alfredo Rivero[617]. En alguna medida tenía razón, dado su espíritu profundamente europeo y la orientación americanista de su obra. Pero ello también indica que la época se veía tan permeada por una visión nacionalista de la realidad que esta se convertía en imperceptible incluso para un individuo tan inteligente como él y tan decidido a evitar apriorismos idealistas en pro de la objetividad y el rigor metodológico. Porque, pese a todo, la protagonista de su historia era, indiscutiblemente, España —«el pueblo español», diría él—, un ente entendido, además, en términos esencialistas y orgánicos. Aquel sujeto y objeto de la historia no era un agregado de individuos, sino un «conjunto» cuyas partes se interrelacionaban como las de un «organismo biológico», según sus propios términos. No era una España intemporal, pues evolucionaba bajo el influjo de las circunstancias históricas, pero en el fondo mantenía su esencia básica a lo largo de los siglos.
Al criticar la historia tradicional basada en grandes personajes, Altamira lo había justificado porque estos individuos, aunque aparentaran ser los «ejecutores y directores de la vida nacional», solo lo eran en la medida en que «concuerdan y se acomodan con el espíritu colectivo sobre el cual pretenden influir»; por lo cual, la nueva historia debía centrarse en lo popular y las aportaciones de las «individualidades salientes» debían entenderse como expresiones de un «espíritu colectivo»[618]. Su Historia de España y de la civilización española comenzaba declarando que el trabajo del investigador histórico le hace penetrar «en lo más íntimo del espíritu de los pueblos» y «suministra así el más seguro norte para dirigir a las colectividades»[619]. Por eso aquella Historia no puede ser comprendida sin ponerla en relación con su Psicología del pueblo español, aparecida casi a la vez. Esta última era en cierto modo la versión española de la Psychologie du peuple français, que Alfred Fouillée había publicado poco antes. Su primer capítulo se titulaba «Necesidad y esencialidad de las naciones» y repetía a lo largo de toda la obra que hay una «unidad psicológica […] española», una «raíz ibérica común», un «genio nacional que no cambia» y cuyo conocimiento se lograría a través de la historia más que a través de la psicología social[620].
Pero había algo más. En el prólogo a la Psicología del pueblo español escribe Altamira: «lo que yo soñaba era nuestra regeneración interior, la corrección de nuestras faltas, el esfuerzo vigoroso que había de sacarnos de la honda decadencia nacional». Es decir, no solo era el ente nacional el eje de su relato, sino que su nueva historia se ponía al servicio de la «regeneración nacional». La propia Psicología no era tanto un libro dedicado a estudiar una «forma de ser» colectiva como a refutar las cualidades negativas atribuidas falsamente a los españoles a lo largo de los siglos —especialmente por extranjeros, debido a su «desconocimiento supino de nuestro carácter, nuestras costumbres, nuestra política, nuestra literatura y nuestra ciencia»— y a enumerar sus contribuciones a la humanidad, sobre todo su papel en la «civilización» de América[621].
Altamira fue, como ha escrito Antonio Morales, el «verdadero historiador de la generación del 98». En efecto, en el lúgubre clima del inicio del curso 1898-1899, en Oviedo, eligió como tema de la conferencia inaugural «El patriotismo y la Universidad». Y habló sobre el impacto político de las interpretaciones históricas, pues servían para crear una «conciencia nacional», propósito al que la historia «científica» que él defendía serviría mucho mejor que la basada en leyendas. Uno de sus reproches a la historia académica española era que se limitaba a monografías y libros «secos y ceñidos a las fuentes», para eruditos, incapaces de alcanzar al gran público. Los libros de historia no solo debían ser rigurosos, sino legibles, pues sus conocimientos debían ser transmitidos al pueblo (en especial, a la «clase obrera»), el cual, al aprender a conocerse a sí mismo, adquiriría fe en sus propias cualidades[622].
Entusiasta de Fichte, Altamira decía que deseaba provocar una reacción patriótica similar a la que se dio en Alemania tras la derrota de Jena. Desde «la convicción de que algo grande y noble hubo en el pasado español», pretendía que su obra sirviera para «restaurar el crédito de nuestra historia con el fin de devolver al pueblo español la fe en sus cualidades nativas y en su aptitud para la vida civilizada». La tarea del historiador era, por tanto, doble: ampliar el conocimiento histórico fiable y hacerlo de manera pedagógica, transmitiendo sus hallazgos al pueblo para que este conociese sus logros pasados y confiase en su potencial para reformar el presente. Porque Altamira, pese a ser el historiador del 98, llegaba a conclusiones optimistas a partir de sus estudios históricos: al centrar su atención en la «civilización» española, en la cultura popular, en lugar de hacerlo en los logros políticos, concluía que el «pueblo español» había aportado mucho a la humanidad; el problema era hacerle consciente de ello por medio de la enseñanza de su propia historia. En cierto modo, como observa Alfredo Rivero, Altamira es un antecesor de los defensores de la tesis de la España «normal». Su amigo y maestro Joaquín Costa discrepaba en esto radicalmente de él, y con ello era mucho más representativo del clima dominante: «en sus optimismos no comulgo: tengo la raza (de aquí y de Ultramar) por definitivamente condenada a la suerte de Egipto, de Roma[…] por excluida de la historia»[623].
Este nacionalismo subyacente en la Historia de Altamira le hace difícil superar el enfoque castellanista dominante en el canon consagrado, uno de los problemas heredados que pretendía resolver. Nuestro historiador anuncia su intención de prestar mucha mayor atención de lo habitual a la España musulmana y a los reinos individuales de la corona de Aragón y llega a decir en algún momento que España es un «país de divisiones y de heterogeneidad histórica». Pero también acaba haciendo de «lo castellano» el eje de la historia global. La lengua es mucho más importante que la raza en sentido estricto, escribe, y la castellana «ha creado nuestra personalidad en el mundo y […] constituye nuestra bandera ideal frente a otros idiomas». No solo eso. Los nacionalismos periféricos, convertidos en movimientos políticos en el momento en que Altamira publica su obra, son para él manifestaciones del espíritu «ácrata» español, de «nuestro instinto suicida». De joven, Altamira se integró en el Partido Republicano Centralista, que en su programa inaugural declaraba que «la Nación [sic, con mayúscula] española forma una unidad orgánica, que no se interrumpirá ni un momento». No sería de extrañar que la pluma de nuestro historiador interviniera en aquella redacción, porque respondía a su manera de plantear la cuestión[624].
La Historia de España y de la civilización española de Altamira ejerció una extraordinaria influencia desde el momento mismo de su aparición hasta los años de la República, es decir, durante más de tres décadas. Conoció varias ediciones, alguna de ellas ilustrada, y marcó a toda una generación de españoles cultos y de hispanistas extranjeros. Fernand Braudel la calificó de «obra revolucionaria para la época». Para Menéndez Pelayo, era «la mejor obra de su clase publicada hasta ahora». Menéndez Pidal escribió que el libro era «un resumen fiel y metódico de la historia de España que hoy se sabe». Javier Malagón y Silvio Zavala lo evaluarían en 1971 como «el libro de historia que más repercusiones ha tenido en lo que va de siglo». Más recientemente, Gonzalo Pasamar estima que la obra de Altamira no fue superada hasta la aparición de la de Vicens Vives medio siglo más tarde[625].
MENÉNDEZ PIDAL
Perteneciente a la generación de Altamira —esto es, formado también en el ambiente del 98—, Ramón Menéndez Pidal fue un gran historiador de la lengua y la literatura y el padre de la filología española moderna. Rasgo muy significativo de su biografía es que aunaba las tradiciones culturales de las «dos Españas»: era vástago de los Pidal, bastión del conservadurismo católico asturiano, y discípulo de Menéndez Pelayo, a quien podía haber sucedido como cabeza pensante del nacional-catolicismo. Lejos de eso, Pidal se distanció del tradicionalismo y entabló desde joven una excelente relación con Giner de los Ríos y el mundo institucionista, al que parecía destinado por su carácter austero, trabajador, equilibrado, abierto a Europa, riguroso en su investigación y respetuoso hacia creencias y opiniones ajenas. Esta doble filiación tradicionalista y liberal le distanciaba radicalmente de los historiadores anteriores, o incluso coetáneos. Ante el catolicismo, en particular, nunca sintió un interés especial —de hecho, apenas tiene relevancia en sus estudios—, pero también le era ajena toda agresividad anticlerical.
En principio, sus publicaciones versaron sobre temas filológicos, y por ello no debería ocupar un lugar destacado en este libro. Pero del lenguaje le interesaban «no solo las palabras y frases aisladas, sino la palabra como instrumento de una idea, de una obra, de una literatura»; «la aplicación del método filológico —añadía— nos ha de colocar en estado de comprender científicamente aquellas manifestaciones del espíritu de un pueblo que tienen por medio de expresión el lenguaje»[626]. Esta última cita es crucial: el estudio del lenguaje sirve para definir el espíritu de un pueblo. Lo que indica que su trabajo se adentra en terrenos muy cercanos a una historia política basada en premisas nacionalistas. Enfoque muy propio de la época y explícito en este caso. La misma confesión nos revela además que, por mucho que proclame una y otra vez su positivismo, participaba de la creencia romántica en el Volksgeist.
Muy joven, descubrió conexiones entre ciertos fragmentos y nombres del poema Los siete infantes de Lara y las crónicas de la época, lo cual le llevó a establecer la relación entre producciones épicas y hechos históricos. Este sería el modelo interpretativo que proyectaría sobre Fernán González, el rey don Rodrigo, El Cid, el romancero en su conjunto y hasta el teatro del Siglo de Oro, alimentado de aquellas crónicas y romances. En el caso español existía, según él, una simbiosis profunda entre literatura, especialmente épica, e historia «nacional». En los cantares de gesta —reconstruidos por él a base de inducciones, a veces arriesgadas, a partir de crónicas y romances—, «no hay distinción entre autor y vulgo» y son «la máxima expresión del alma popular». Para Pidal, el romancero estaba inspirado por un «hondo espíritu nacional» y nos permitía ponernos en contacto con «esa raza de hombres desaparecidos, a los cuales, por muy extraños que nos sintamos, nos une un atavismo ineluctable». Los hechos narrados en una leyenda no son banales, sino «la expresión más sincera y acabada de los altos ideales de la nación»[627].
Pidal sostuvo que no solo había tenido España cantares de gesta «bastante más numerosos de lo que hasta ahora se había supuesto», sino que estos cantares eran más «auténticos» que en otras naciones europeas, porque se referían a hechos históricos realmente ocurridos, se habían conservado más «puros» y superaban el abismo entre lo culto y lo vulgar. Ello los diferenciaba, sobre todo, de los poemas franceses, como lo hacía su rima en asonante y su metro irregular, rasgos que llevaban a nuestro filólogo a pensar que se trataba de poemas recitados y no cantados[628]. Muchas de sus páginas se dedicaron a subrayar la importancia de la epopeya española, los rasgos formales que la independizaban de la francesa y el hecho de que el romancero, surgido a finales de la Edad Media y transmitido oralmente, seguía vivo. Un hilo, invisible a veces, pero nunca roto, unía la épica medieval con la masa de romances vivos aún en los labios del pueblo hacia 1900. De ahí el gran programa de búsqueda y recogida de romances que Pidal llevó a cabo, en persona o por medio de discípulos, no solo por el mundo rural castellano, sino por la América de habla hispana y las comunidades sefardíes.
El más importante de los temas épicos que abordó fue el ciclo relacionado con Rodrigo Díaz de Vivar, sobre cuyo Cantar trabajó durante décadas. En 1908 «reconstruyó» y editó el poema, según su interpretación; y en 1929 acabó lanzando un libro de gran impacto, ya puramente histórico: La España del Cid. Todos sus trabajos refutaban la tesis del arabista holandés Reinhart Dozy, que había cuestionado la interpretación del de Vivar como caballero cristiano y español e incluso la veracidad histórica del Poema de Mio Cid. Para Pidal, por el contrario, la existencia del personaje era indiscutible y su especial relevancia se debía a que encarnaba al héroe nacional. El hecho de ser «infanzón», perteneciente a la nobleza no titulada, le permitía presentarlo como «hombre del pueblo». Y le encontraba adornado por las mejores virtudes populares castellanas —lo mejor del carácter nacional, en definitiva—: leal, caballeroso, devoto, valiente, justiciero; tan justiciero que es capaz de pedir cuentas al propio rey, en nombre del reino, en Santa Gadea de Burgos. «El Cid da cuerpo en sí a la idea nacional durante toda su aventurada vida», escribe Pidal[629].
En plena crisis del 98, aquel «terror de los reyes y de la morisma» podía ser además un mito regenerador. Pidal, que «cree a pies juntillas en las virtudes taumatúrgicas del buen gobernante», como escribe Javier Varela, presenta al de Vivar como modelo de caudillo. «La ejemplaridad del Cid puede continuar animando nuestra conciencia colectiva»; puede ser un remedio saludable contra «esta debilidad actual del espíritu colectivo». En realidad, «todos los grandes recuerdos históricos», y todo el romancero, podían cumplir esa función reactivadora del patriotismo: «ojalá nuestra juventud tenga vigor y nervio para asimilarse y transformar con originalidad el abundante tesoro de poesía popular que ofrece el romancero…»[630].
El Cid Campeador no solo encarnaba las virtudes nacionales. Carecía, además, de lo que Pidal considera el «defecto capital ibérico»: el «localismo», el «espíritu regional exclusivista», «la disgregación, el no sentir la solidaridad regional del conjunto español». Pidal asegura en cierto momento que Rodrigo Díaz pretendía la unidad de todos los peninsulares —incluidos los «moros españoles»— contra la invasión almorávide. Ese afán integrador, esa carencia de egoísmo exclusivista, es justamente la razón por la que Castilla ha sido tan fuerte, tan capaz de dirigir la unidad española al finalizar la Edad Media. Porque El Cid es un trasunto de Castilla, como Castilla lo es de España. Y Castilla supo superar el «imperialismo» leonés, de expansión basada en la fuerza, para convertirse en integradora de los reinos; «Castilla se distinguió solo, y bastante es, por ser más evolutiva, más vital; por ir por delante». Identificado con Castilla, el de Vivar es «el primero que, arrinconando el pensamiento imperial leonés ya arcaizante, hace triunfar las nuevas aspiraciones castellanas que iban a traer la España moderna»[631].
Como escribe Javier Varela, lo que inspira a Pidal es la idea de Castilla, «la unidora, hecha realidad en su lengua y su cultura». Esta referencia a la lengua es importante, porque el campo de acción castellano no fue solo político y militar, sino sobre todo cultural: Castilla creó la lengua y la literatura que se convertirían en nacionales. No olvidemos que, para Pidal, la identidad comunitaria se expresa por la cultura y la lengua es la máxima expresión cultural. Este es el giro fundamental que imprime al problema heredado de las «dos Españas», articulado hasta entonces alrededor de la aceptación o la reprobación del catolicismo y la monarquía absoluta. Para superar aquel abismo, político y religioso, que se abría entre las élites conservadoras y progresistas, Pidal propone, como factor unificador de los españoles, la lengua: el castellano, que él llama «español» y que pasó a llamarse así oficialmente, a iniciativa suya, en el diccionario de la RAE[632].
Esta tesis pidaliana se enfrentaba, obviamente, con un nuevo enemigo: el catalanismo, que justamente en los años finales del XIX emergía como fuerza política. Su susceptibilidad ante cualquier amenaza a la unidad de España, tan propia del momento, le lleva a decir que los localismos o regionalismos son un «accidente morboso» en la historia de España. Y, en su papel de historiador que a la vez revela las esencias y problemas perennes del ser nacional, relata como auténticos, y comenta como paradigmáticos, episodios ingenuos, infantiles, como las repetidas derrotas del conde de Barcelona —prototipo de presunción catalana, incapaz de aceptar la superioridad castellana— a manos de El Cid, que le perdona luego para salvar así la unidad peninsular[633].
Que Castilla dirigiera la unificación bajomedieval no quiere decir, en Pidal, que Castilla «hiciera» a España, según la célebre expresión de Ortega. Nuestro filólogo no puede compartir esta tesis por la sencilla razón de que para él España existía desde mucho antes. Sin haber llegado aún los romanos, los celtíberos «ya formaban una cierta unidad cultural o nacional»; más aún, «los celtíberos representa[ba]n ya en la antigüedad a la totalidad de España, como siempre» (el subrayado es nuestro). Quien se defendió contra Roma fue «la nación hispana» y españoles eran «los anónimos capitanes caídos sobre el mustio collado de Numancia»; como lo eran el filósofo Séneca, los poetas Marcial o Lucano o «emperadores hispánicos» como Trajano o Teodosio. Paulo Orosio, obispo hispanorromano que vivió la invasión goda, no solo es para él «español», sino que tiene ya «conciencia nacional»; Isidoro de Sevilla «labora una historia nacional, un loor nacional», da «entusiasta expresión literaria» al «sentimiento nacional». Y «protesta del nacionalismo» fue la defensa medieval del rito mozárabe frente a las pretensiones unificadoras de Gregorio VII. La nación está siempre presente desde la más remota antigüedad. A veces deja deslizarse expresiones como la «España única y eterna», o su «unidad de destino histórico»[634].
Los pueblos tienen, pues, una esencia —llámese «genio», «alma», «espíritu»— permanente, que reaparece en cada momento crucial. Lo cual no lleva a Pidal, sin embargo, a defender ningún tipo de determinismo ni de racismo biológico: «una raza, o mejor dicho, un pueblo (que es mezcla de razas, que es convivencia, tradición común) renace cada día, se hereda a sí mismo en cada generación», y cuando se enfrenta con «una situación análoga a otra pasada, difícil es que no se manifieste de modo análogo». Pero «no se trata de ningún determinismo somático o racial, sino de aptitudes y hábitos históricos que pueden y habrán de variar con el cambio de sus fundamentos, con las mudanzas sobrevenidas en las ocupaciones y preocupaciones de la vida, en el tipo de educación, en las relaciones y demás circunstancias ambientales». La perduración de los rasgos característicos de un pueblo no es «fatal», dice, pero sí «natural»[635].
Su nacionalismo tampoco significa localismo, cierre al mundo exterior, repulsa de lo foráneo. Pidal es un europeísta, en el sentido de que ve a España fuertemente inserta en la cultura europea, frente a la visión orientalista de los románticos, e incluso le parece «inexacta la creencia de que España estaba muy arabizada; no lo estaba ni siquiera el Andalus» y, en todo caso, «la supremacía árabe no logró mantenerse más de un siglo». Más europea que nadie, España defendió a Europa en su pugna con el islam. Y, cuando logró vencer, España —madre de los más grandes emperadores romanos— creó un Imperio que fue en realidad el sucesor del romano; es decir, plenamente europeo[636].
Pidal sigue, aquí, la línea de aquellos historiadores republicanos del XIX que consideraban un deber propio la defensa de los logros nacionales, el fomento entre sus lectores del orgullo de sentirse español. Lo que le llevó a incongruencias, siendo como era un europeísta y heredero del ideal ilustrado, como su desprecio hacia épocas como el Renacimiento o la propia Ilustración, que habían sido para la cultura española periodos, según él, «antinacionales» y, por tanto, decadentes; era consecuencia lógica de su esencialismo, centrado en la autenticidad de la épica medieval como expresión del ser nacional. Algo semejante podría decirse de su inquina contra Bartolomé de Las Casas —personaje antinacional, para él—, a quien analizaba en términos patológicos.
Menéndez Pidal, no es preciso recordarlo, fue un enorme intelectual, con aportaciones sin las que serían inconcebibles los actuales conocimientos en filología, gramática histórica, orígenes del español o toponimia. Pero sus inferencias globales, que excedían con mucho su campo de especialización, se vieron lastradas por el nacionalismo de la época. Este nacionalismo de raigambre romántica, según lo describe Carlos Dardé, «dominado por la erudición positivista, en cuanto al método, y los presupuestos historicistas en el fondo», así como por la creencia en «el carácter específico del pueblo español», «no era excepcional en el panorama historiográfico del mundo occidental»[637]. En efecto, lo hubieran suscrito noventayochistas e institucionistas, y más tarde Ortega o Azaña, por no hablar de los jóvenes del 27 o del 36, que hubieran compartido tantas ideas de Pidal en este terreno.
La mejor prueba de su valía quizás sea que él mismo enseñó y educó a quien habría de superar aquellas posiciones, porque le habituó a razonar y a estar al día en relación con lo publicado en el mundo: su nieto y discípulo Diego Catalán, en una inolvidable «Introducción» de 1982 a Los españoles en la historia, que había escrito su abuelo 35 años antes, lo analizó como un «objeto histórico». Para Pidal era un «hecho indiscutible la existencia, a lo largo de los tiempos, de un “ser” colectivo: “los españoles”», una «unidad vital» cuya «morfología» o «ciclo biológico» podían ser analizados por el historiador; pero dotar a un grupo humano de «caracteres permanentes y una estructura última idiosincrática», argüía Catalán, «es una metáfora que debemos rechazar por demasiado peligrosa»; pese a que pueda tener continuidades por la «transmisión de hábitos desde una generación a la siguiente, dentro de unos contornos geo-sociales más o menos estrechos», un grupo humano no puede ser analizado en términos comparables a la biografía de un ser individual. El «ser y existir» de un pueblo, concluía Catalán, «ha sido y es, constantemente, objeto de manipulación histórica». Pidal razonaba como se hacía a finales del siglo XIX, o como hacía todavía un Spengler —a quien cita— en el primer tercio del xx. Pero su nieto había leído y entendido lo mucho producido en ciencias sociales sobre el fenómeno nacional después de 1945[638].
ALTAMIRA Y PIDAL, PADRES DE LA HISTORIOGRAFÍA DOMINANTE EN LA SEGUNDA REPÚBLICA
Sobre las premisas sentadas por Altamira y Menéndez Pidal se construyó la historia que dominó en los medios intelectuales que apadrinaron la Segunda República. Para todos ellos, tanto uno como otro eran referencias intelectuales y morales del máximo nivel, como lo eran Ramón y Cajal o Manuel Bartolomé Cossío. La República nombró a estos dos últimos «Ciudadanos de Honor» en 1934 y 1935, respectivamente; nadie se hubiera sorprendido de que, de otorgarse este galardón cívico en 1936, hubiera recaído sobre Altamira o Pidal. Los gobernantes republicanos, y no solo los del primer bienio, asumieron como propio el programa de reforma historiográfica y pedagógica de Altamira, convencidos de que esa recuperación del pasado, esa conciencia clara de los logros de «nuestros» antecesores, sería la mejor base para cimentar una identidad colectiva en la que se apoyarían las reformas. Su objetivo, como escribe Carolyn P. Boyd, era convertir «el estudio de la Historia en una inspiración positiva para la responsabilidad cívica y la virtud republicana».
La potencia investigadora y el prestigio personal de Menéndez Pidal le permitieron avalar las dos iniciativas de mayor importancia en el terreno historiográfico durante el primer tercio del siglo xx: el Centro de Estudios Históricos y la Historia de España editada por Espasa-Calpe. El primero, el CEH, se creó en 1910 bajo los auspicios de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. Pidal fue su director, Altamira, el responsable de la sección de Metodología Histórica e Hinojosa, el de la de Estudios Medievales. Además de esas secciones, el centro se dividió en otras, que fueron cambiando con los años. Entre ellas destacaron: filología, estudios medievales, arqueología, filosofía árabe española, derecho civil, escultura y pintura española, filosofía contemporánea o estudios semíticos. También creó y mantuvo publicaciones académicas, como la Revista de Filología Española o el Anuario de Historia del Derecho Español, convertidos en referencia en su materia durante muchas décadas. Y contribuyó a crear instituciones como el Museo Nacional de Escultura, de Valladolid, o a impulsar, de la mano de Gómez-Moreno, el Catálogo Monumental y Artístico de España.
Entre sus investigadores, además de los citados figuraron otros, muy relevantes en sus campos, como Claudio Sánchez-Albornoz o Galo Sánchez entre los medievalistas; filólogos, como Américo Castro, Lapesa, Navarro Tomás, Federico de Onís, Alfonso Reyes o Solalinde; historiadores del arte, como Elías Tormo, Sánchez Cantón o Ricardo Orueta; arqueólogos, como Manuel Gómez Moreno o José Ramón Mélida; musicólogos, como Rafael Mitjana; juristas, como Felipe Clemente de Diego; arabistas, como Asín Palacios; o bibliotecarios y artistas inclasificables, como Moreno Villa. Al igual que la junta, el centro pretendía no ser sectario e incluir en sus trabajos a todos los académicos «sobre la base de sus logros profesionales, no de su filiación política»; de ahí que hubiera católicos conservadores, como Tormo o Hinojosa, aunque en conjunto dominaran las simpatías republicanas; algunos, como el propio Menéndez Pidal, suficientemente conservadores como para sobrevivir en la España de Franco; otros, sin embargo, como Altamira o Moreno Villa, abandonaron el país en 1939 y nunca regresaron[639].
Si algo tenía en común un grupo de historiadores tan variado era que todos ellos buscaban, cada cual en su terreno, la «identidad española». Eran, además, apologetas de la cultura española, que solo se podía comprender por medio de la identificación, adoptando la «postura vital» de los personajes u objetos estudiados. De ahí que veneraran el romancero o el arte medieval, como el maestro Pidal, e incluso el Barroco, sombrío y patético, sin duda, pero «naturalista» y espiritual a la vez; mientras que desconfiaban del Renacimiento, arte «no español», pagano, frío, formalista, postizo en España. O que se subieran a las cimas de Gredos para fundirse con el «alma» castellana.
La otra gran tarea historiográfica de Menéndez Pidal, la Historia de España dirigida por él, fue, sin duda, la obra más ambiciosa hasta el momento emprendida en el país. Editada por Espasa-Calpe, se inició en 1935, con el segundo volumen, dedicado a España romana, escrito por varios especialistas encabezados por Pedro Bosch Gimpera, y con un importante prólogo del propio Pidal. La Guerra Civil interrumpió su continuación inmediata y la situación política posterior la condicionó mucho. Pero en 1940 hubo una reanudación, con un segundo volumen, a cargo de un equipo encabezado por Manuel Torres López, sobre La España visigoda. Aunque Menéndez Pidal se hallaba aún en el exilio, contribuyó con un nuevo prólogo, dominado, como el primero, por su preocupación sobre la continuidad de la identidad española. En 1947, con Pidal ya en España, vio la luz un tercer volumen, que era el primero por orden de antigüedad de la época tratada: La España prehistórica. Pidal le añadió otro prólogo, el tercero y más importante. Aunque los volúmenes siguieron goteando, con otros seis en los años 1950-1958, Pidal no aportó más prólogos y lo publicado pertenece ya a otro periodo; otro u otros, porque la empresa se prolongó a lo largo de tres o cuatro generaciones, desde la de 1931-1936 hasta las de la transición y el fin de siglo. Tras la muerte, en 1968, del longevo don Ramón, la Historia Menéndez Pidal —como pasó a llamarse— continuó publicándose, dirigida por José María Jover Zamora, y sus últimos y definitivos volúmenes vieron la luz el año 2007, setenta y dos años después de comenzada, tras haber dado a la imprenta sesenta y siete volúmenes de un promedio de mil páginas cada uno, con centenares de participantes. Magno proyecto, mucho más ambicioso que el de Cánovas, y dirigido por un historiador de reputación indiscutida y aceptado por distintas tendencias políticas[640].
Al terminar la Guerra Civil, Pidal, después de haber pasado por Francia, Cuba y Estados Unidos, regresó a la España de Franco y se reincorporó, no sin dificultades, a las academias de la lengua y la historia. Hay quien le ha tildado, por todo eso y por sus expresiones nacionalistas, de franquista. También se recuerda, como prueba de sus simpatías hacia el nacionalismo autoritario, que, en 1935, cuando la República se encontraba en su «bienio rectificador», observó, en el prólogo al primer volumen de su Historia, que los Reyes Católicos y Teodosio habían tenido que salvar situaciones de «crisis disolvente» y lo habían hecho buscando «la absoluta unanimidad estatal», procedimiento «que hoy por otros caminos buscan grandes pueblos para salvar otras crisis». Se cita también la carta que en 1939 escribió a un Sánchez-Albornoz exiliado, en la que tomaba partido por los vencedores de la Guerra Civil, porque, «si no hubiera triunfado Franco, hubieran triunfado los derechos de los catalanes y los vascos» y tendríamos una «España balkanizada»; ese fue «el gran delito y la gran estupidez de la izquierda», añadía, llevado por su obsesión anti-separatista.
Es exagerado convertirlo, por todo ello, en un franquista o, en terminología de la época, un «fascista». No se puede olvidar que el régimen triunfante en 1939 desmanteló el Centro de Estudios Históricos y que consideró siempre a don Ramón sospechoso de simpatías hacia los derrotados, por lo que recibió graves injurias personales en la prensa oficial y se pusieron obstáculos a su reincorporación a las academias. Una vez en ellas, él mismo se opuso a la pretensión oficial de que fueran ocupados los sillones pertenecientes a exiliados. En su prólogo al volumen de su Historia aparecido en 1947 se atrevió a hablar de las «dos Españas», clamando por su reintegración en una «España total», «en un anhelo común hispánico», sin amputar «atrozmente» ni el brazo izquierdo ni el derecho, para atajar así las «depresiones e interrupciones en la curva histórica de nuestro pueblo» y «tomar un rumbo seguro hacia los altos destinos nacionales»; pidió allí también «cauces de evolución y de reformas» y que se eliminara la «presión exclusivista contra los disidentes». Dentro de sus muy escasos pronunciamientos políticos, firmó también, al terminar la guerra mundial, un manifiesto en favor del pretendiente don Juan. Y, sobre todo, su hija Jimena creó y dirigió el colegio Estudio, donde se mantuvieron en lo posible los ideales institucionistas[641].
Fue un nacionalista, sin duda, pero «progresista», como dice Catalán. Su «afectuoso interés hacia la vieja España», sigue este autor, no debe confundirse con «un programa de resurrección de los valores de la España austriaca ni de aquel “orgullo a la judaica” propio de tantos españoles de la edad áurea que se creyeron ser “el nuevo pueblo de Dios” e impusieron al país un paralizador divorcio respecto al resto de Europa». Lo que proponía era reforzar una identidad tradicional, basada en la lengua y la literatura, que fuera aceptable para derechas e izquierdas, y crear sobre ella un sentimiento de orgullo por la vitalidad y riqueza cultural del país sobre el que se pudiera fundamentar un proyecto compartido de modernización. Por lo cual, lo más exacto quizás sería llamarle nacionalista «noventayochista», lo que reuniría progresista y tradicionalista en una sola palabra[642].