EL FRANQUISMO. LA HISTORIA «IMPERIAL»
EL NEOCONSERVADURISMO DE LAS DÉCADAS DE 1910 Y 1920
El clima intelectual que nutrió los ambientes más radicalmente opuestos a la república instaurada en 1931, que inspiró la sublevación de 1936 y que dominó el régimen establecido en 1939, heredó lo fundamental de la visión católico-conservadora de la historia nacional elaborada en la segunda mitad del XIX, antológicamente expuesta por Marcelino Menéndez Pelayo. Conocemos bien su idea central: España era una nación milenaria, destinada providencialmente a la defensa de la verdadera fe, el catolicismo romano, que había llegado a la hegemonía mundial cuando había sido fiel a esta misión y había decaído al desviarse de ella. Tan autocomplaciente imagen sufrió un gravísimo golpe con la pérdida de las últimas colonias en 1898 y la repentina toma de conciencia de la irrelevancia política, la debilidad militar y el aislamiento diplomático de la monarquía española en el mundo moderno. Aquel momento coincidió con la crisis intelectual del racionalismo progresista, que había sido la base del liberalismo en el XIX, y la generación intelectual llamada «del 98» se vio marcada con unos rasgos de angustia que bien pueden calificarse de románticos. Nació entonces todo un género literario en torno al «problema de España», en el que participaron casi en igual medida católico-conservadores y laico-progresistas.
Ambos necesitaron superar aquel duro momento inicial del siglo xx para reconstruir sus propuestas políticas a partir de un fuerte sentimiento de identidad nacional. Y quien lo hizo antes y más plenamente fue el mundo conservador, que desde el segundo decenio de siglo registró los primeros intentos de superación por parte de algunos literatos y pensadores políticos jóvenes. Todos seguían obsesionados con el problema de la «decadencia nacional» y adobaban sus propuestas con interpretaciones históricas alrededor de aquel proceso; a lo que añadían inevitablemente la retórica patriotera imperante en Europa alrededor de la rivalidad imperial entre las grandes potencias, que culminó en 1914. Solo faltaban un par de pinceladas para completar el ambiente que conduciría a la aparición de los fascismos: el pesimismo finisecular, proyectado ahora sobre la recién proclamada «decadencia de la civilización occidental»; y la apertura de los sistemas políticos hacia la participación democrática, que seguía su curso aparentemente imparable y provocaba reacciones contra la «dictadura de las masas», otro síntoma más, para ellos, del declive moral del mundo moderno.
Muchas de aquellas voces jóvenes reflejaban el nacional-catolicismo de sus padres, que resurgiría con fuerza entre los adversarios del régimen republicano de 1931. Pero, en sus formulaciones de la década de 1910 y 1920, sus posiciones eran claramente diferentes a las del conservadurismo heredado, que en definitiva no pasaba de ser una condena de las revoluciones liberales y de la modernidad in toto con una propuesta de retorno al Antiguo Régimen. La joven derecha, en cambio, se consideraba, al menos formalmente, «moderna», y hacía suyo el discurso sobre la necesaria «regeneración nacional» proveniente del 98. Todo lo cual cargaba su propuesta conservadora de muchos añadidos y matices. Algunos se adornaban, por ejemplo, con una retórica nietzscheana de «voluntad de poder» y clamaban contra el pesimismo imperante, causado por un «intelectualismo malsano»[643]. Otros, en un terreno más importante para la interpretación histórica, idealizaban el imperio desaparecido. Los más cercanos al fascismo puro, como Ramiro Ledesma, soñaban con un Estado totalitario, que pusiese todas las fuerzas sociales al servicio de la nación, sin reconocer esfera alguna ajena a su poder, ni siquiera el ámbito religioso; pero estos últimos eran excepcionales en España.
De forma telegráfica, entre los intelectuales que contribuyeron a realzar este patriotismo conservador alrededor de un ideal imperial bastaría mencionar los nombres de Julián Juderías, que denunció en 1917 la existencia de una leyenda negra que negaba a España sus méritos históricos; de José María Salaverría, que propuso directamente liquidar el pesimismo del 98; de Gabriel Maura o Pedro Sáinz Rodríguez, que querían descartar de una vez la idea de «decadencia» como clave de la historia nacional de los últimos siglos; de Eduardo Marquina, poeta y dramaturgo catalán que escribió piezas de gran éxito sobre temas históricos relacionados de un modo u otro con el ideal imperial, aparte de una letra del himno nacional en términos de glorificación convencional; de Eugenio d’Ors, que propugnó el retorno a un nuevo aristocraticismo y un clasicismo cristiano radicalmente opuesto a todo lo que sonara a democracia y liberalismo; de Giménez Caballero, excéntrico vanguardista visceralmente contrario al parlamentarismo liberal y seducido por la idea de una nueva Contrarreforma «panlatina»; de Ramiro de Maeztu, que lanzó la idea de la «Hispanidad» como comunidad espiritual de las naciones hispanoparlantes alrededor de los principios católicos que España había introducido en el Nuevo Mundo; de Ramón de Basterra, poeta y diplomático que acuñó el concepto de la «Sobreespaña», no muy lejano al de «Hispanidad», y que identificaba el «sentido universal de España en la historia» con los antiguos ideales romanos; o de Rafael Sánchez Mazas, poeta y novelista d’orsiano que, tras una larga estancia en la Italia mussoliniana, se sumó a la idea de que el Imperio procedía de Roma, pero se había reencarnado en el «César español» Carlos V. Sánchez Mazas competiría más tarde con Giménez Caballero en cercanía e influencia sobre José Antonio Primo de Rivera, fundador y dirigente supremo de la Falange Española, cuyo entramado doctrinal reposó en una «Patria» sacralizada como «unidad trascendente» o «unidad de destino en lo universal»[644].
En resumen, a lo largo de esas dos décadas, la patria —una identidad que aunaba valores del Antiguo Régimen y del Estado-nación— fue ocupando un lugar cada vez más prominente en el cielo mental del conservadurismo, invadiendo el lugar antes reservado a la religión y la monarquía. Ya el régimen de Primo de Rivera presentó el patriotismo como la virtud principal del ciudadano. Lo revelaba el nombre mismo del partido que el dictador lanzó para perpetuarse en el poder: Unión Patriótica, y no Unión Católica ni Unión Monárquica; y su lema era: «Patria, Religión, Monarquía», versión remozada del carlista «Dios, Patria, Rey», pero con una alteración en el orden que daba la primacía al nuevo valor supremo.
Dentro de este culto patriótico, el ensalzamiento de las «glorias imperiales» iba ascendiendo a la posición central. Desde Juderías hasta Giménez Caballero, todos los autores citados proclamaban, como primer motivo del orgullo español, el descubrimiento, conquista y colonización de América. Se distanciaba así el esquema mental conservador de la idealización liberal de la Edad Media cristiana y de la identificación del «modo de ser» español con la defensa de su país contra sucesivos invasores extranjeros. Ahora los españoles aparecían como destinados, no a defender su territorio, sino a expandirse por otros lejanos al servicio de una causa superior, como era la difusión de la verdadera religión; el momento cenital, consiguientemente, pasaba a estar situado en la «era imperial», que algunos limitaban al siglo XVI, entre los Reyes Católicos y Felipe II, y otros extendían hasta mediados o finales del XVII. Otra novedad era que aquel modelo político, asociado con las hazañas militares y la Contrarreforma, de ningún modo se erigía en obstáculo para la modernización, sino que podía servir, por el contrario, como trampolín para el resurgimiento nacional, gracias al reconocimiento de las verdaderas cualidades espirituales que adornaban a «los españoles». España no podía ni debía ser una potencia menor en el escenario europeo; pero la manera de evitarlo, de «regenerar» el país, no consistía en alejarse del modelo imperial —causante del declive, para los liberales—, sino, al revés, en reproducirlo. La Europa que derrotó a España en el siglo XVII y la marginó y despreció como potencia decadente en los dos siguientes se veía ahora sumida en un caos bélico y una disminución de poder que demostraba la quiebra de sus valores. Era la hora de retornar a los «ideales hispánicos», plasmados en la «época imperial».
Así se esbozó la alternativa nacionalista y autoritaria que renovó el catolicismo conservador heredado y se preparó el ambiente intelectual de quienes se enfrentaron con la Segunda República. Una situación en la que estos intelectuales, a diferencia de los institucionistas, no se encontraban a gusto y se sentían excluidos del poder.
LA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL
Aquella renovación intelectual del mundo conservador más joven y moderno en las décadas precedentes a 1931 insufló, sin duda, ánimos a sus seguidores más cultos, pero en definitiva no fue crucial para la movilización contra el régimen republicano entonces instaurado. Por el contrario, lo más efectivo acabó siendo el recurso a las viejas posiciones del nacional-catolicismo. Fueron los púlpitos, los colegios religiosos, los periódicos abiertamente confesionales o las cátedras ocupadas por militantes de la ACNP los que lanzaron el órdago contra las reformas republicanas. Los educadores católicos, como escribe Carolyn P. Boyd, «utilizaron su libertad para subvertir la República» y «canonizaron a Menéndez Pelayo» para atacar el paradigma dominante en la enseñanza de la Historia —el de Altamira, en definitiva—.
Con fragmentos de la obra de don Marcelino compuso y lanzó Acción Católica en 1934 un manual histórico para «dar idea de lo que debería ser una Historia de España a la española». Se hizo creer que los libros de texto aprobados por el Consejo de Cultura Nacional eran «antiespañoles», un término que englobaba varios significados e incluía, desde luego, el enfoque principalmente cívico de la enseñanza para la convivencia, lo que para ellos implicaba —sigue Boyd— «desprecio» hacia los «santos, mártires y colonizadores» que habían construido la «grandeza de España»[645]. Frente a ello, se limitaron a proponer mitos sencillos, aunque de gran fuerza identitaria, como el de Túbal, nieto de Noé, primer poblador de España, o Santiago apóstol, primer evangelizador del país. Lugar común también fue el ataque contra los ilustrados o los liberales gaditanos como serviles imitadores de las ideas francesas, o la defensa de la legitimidad de don Carlos para suceder a Fernando VII. Y, desde luego, la reivindicación del imperio español como momento culminante de la historia patria, frente al viejo desapego liberal hacia una empresa que creían inspirada por intereses dinásticos e impropia de un pueblo cuyo rasgo esencial era la defensa de su independencia frente a recurrentes invasiones foráneas.
Pese a este agrio debate público en el ámbito de la divulgación, y especialmente sobre la visión del pasado que debía ser trasmitida en las escuelas, la profunda crisis política española de la década de 1930 no fue un momento de grandes aportaciones historiográficas, ni por los partidarios de la República ni por sus detractores.
Entre los historiadores alineados con el conservadurismo político en las décadas anteriores a 1936, y cercanos al franquismo a partir de esa fecha, que superaron el nivel escolar, destacó sin duda Antonio Ballesteros Beretta (1880-1949). Nacido en Roma, de familia noble, Ballesteros fue amigo del «integralista» portugués António Sardinha y uno de los introductores de las teorías maurrasianas en España. En 1913 publicó un importante trabajo sobre metodología de la historia, en colaboración con Pío Ballesteros Álava, en el que ofrecía un planteamiento científico mucho más conservador que el de Altamira, con quien pretendía competir. En 1919 comenzó a publicar su Historia de España y su influencia en la historia universal, obra en once volúmenes que no concluiría hasta 1941 y de la que también publicó una Síntesis, manual muy usado en las décadas de 1920 y 1930. No solo su metodología era mucho más tradicional que la de Altamira o la del Centro de Estudios Históricos, sino también más conservadora su visión del pasado —y sus técnicas pedagógicas, basadas en el memorismo, según testimonios de sus estudiantes recogidos por Pasamar—. Que el esquema en el que apoyaba su obra fuera esencialista, remitiéndose con frecuencia al «espíritu de la raza» como mecanismo explicativo de la conducta de los habitantes de la península era, en definitiva, propio de cualquier autor de la época. Pero había más. Pese a sus protestas de neutralidad y búsqueda de objetividad científica, el tono en el que escribía era reivindicativo, como también observa Pasamar. Y su visión de la historia de España resultaba fuertemente castellanista, con abierta exaltación del «alma grandiosa de Castilla».
El momento culminante de la historia nacional comenzaba, para Ballesteros, con el reinado de los Reyes Católicos, «el más glorioso de cuantos ha tenido España». Pero se extendía también a la era de los Habsburgo, con lo que se alejaba de la crítica liberal a sus costosos ensueños imperiales y el aplastamiento de las libertades peninsulares. Solo le cabía alguna duda sobre Carlos V, cuyo reinado —opinaba en la primera edición— supuso un «continuo desgaste de energía que nos colmó de laureles sin resultado positivo». Esta reserva desapareció en las ediciones de posguerra. También rectificó su opinión sobre los comuneros, que en 1924 había presentado como «defensores de las libertades concretadas en convocación de Cortes y petición de garantías constitucionales para recaudar subsidios, demandas que constituyen la base de las libertades fundamentales modernas», mientras que en la edición de 1942 decía que «no comprendieron la grandeza espiritual del Imperio, continuación de la obra magna de los Reyes Católicos, prefiriendo a las miras elevadas sus mezquinos intereses»; todo ello según citas tomadas de Pasamar. La época contemporánea le suscitaba menor interés, aunque el suficiente como para dejar traslucir sus posiciones políticas: el golpe de Primo de Rivera, por ejemplo, «dio a España seis años de paz material y de orden público, pero, sin advertirlo, incubó la Revolución»; y en las ediciones de posguerra añadió un capítulo sobre «La república, la revolución y la guerra liberadora»[646].
Otros nombres dignos de mención, en la época anterior a la Guerra Civil, serían los de Pío Zabala, Fernández Almagro o Gabriel Maura, contemporaneístas y cercanos al maurismo los tres. Pío Zabala (1879-1968), diputado del partido conservador, colaboró con Ballesteros y escribió España bajo los Borbones, sí como la continuación de la obra de Altamira hasta el golpe de Primo de Rivera; criticaba no solo la filosofía del liberalismo, sino a los propios políticos liberales, siempre movidos por «ambiciones partidistas», y condenaba sin atenuantes toda actuación revolucionaria de las masas populares. Melchor Fernández Almagro (1893-1966), granadino y amigo de Lorca, se alineó con los sublevados en 1936, pese a lo cual escribió una importante Historia política de la España contemporánea, en 3 volúmenes, que cubría con respeto y esmero los avatares políticos desde la Gloriosa hasta el reinado de Alfonso XIII. Gabriel Maura Gamazo (1879-1963), hijo de Antonio y hermano de Miguel Maura, perteneciente como ellos al partido conservador, se enfrentó, sin embargo, a la dictadura de Primo y, al estallar la Guerra Civil, abandonó España, a la que no volvió hasta 1953; historió sobre todo el reinado de Carlos II, aunque también el de Alfonso XIII, y reivindicó la figura de su propio padre[647].
Por parte de la intelectualidad cercana al republicanismo, la actividad historiográfica se concentró principalmente en torno al Centro de Estudios Históricos, donde se estaba creando una escuela que prometía frutos de interés. Para este grupo, la contienda supuso una catástrofe. El centro detuvo su actividad durante la guerra y fue disuelto al terminar la misma. Tomaron el camino del exilio Altamira, Sánchez-Albornoz, Américo Castro, Bosch Gimpera, José María Ots Capdequí, Agustín Millares Carlo, Juan M. Salazar Castro, Adolfo Aguilar y Calvo… Otros muchos, como Ramón Carande, Luis García de Valdeavellano, Eduardo Ibarra, José Deleito y Piñuela o Rafael García Ormaechea, permanecieron en el interior, depurados o silenciados.
Si, por el otro lado, repasamos la lista de quienes apoyaron a los sublevados, encontraríamos, en lugar prominente, a los citados D’Ors, Salaverría, Marquina o Giménez Caballero, aunque también acabaron apoyando la sublevación, sin entusiasmo y tras muchas dudas, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Marañón, Baroja, Unamuno —que se desdijo, como es bien sabido, de su apoyo inicial en un memorable 12 de octubre—, Manuel Machado, Fernández Almagro, Menéndez Pidal o Ignacio de Zuloaga —a quien Salaverría había llamado «pintor para extranjeros», en cuyo pincel no había «ni un átomo de amor nacional»; lindezas semejantes se habían dicho de todos los anteriores—. Solo Pidal o Fernández Almagro, entre estos nombres, tienen relación directa con la historia y ya nos hemos referido a ellos[648].
EL FRANQUISMO. EL ENSAYISMO POLÍTICO CON PRETENSIONES HISTÓRICAS
Como correspondía al importante papel que había desempeñado en la propaganda política, lo que llamaban historia adquirió una enorme importancia tras producirse la victoria y establecerse el nuevo régimen. La «nueva España», como escribe Miguel Àngel Marín Gelabert, «tuvo en el pasado no solo su principal anclaje, su razón de ser», sino también «su principal herramienta de adoctrinamiento, de manipulación de la conciencia histórica y de la identidad colectiva»[649].
De nuevo es justo consignar, sin embargo, que, por parte de lo que pudiéramos llamar «historiografía oficial» del régimen, no apareció prácticamente ninguna aportación digna de valor, ningún gran libro de historia de España. Pasamar y Peiró atribuyen a estos historiadores, como rasgo principal, el haber «interiorizado el inmovilismo». Toda innovación, toda originalidad, eran sospechosas. Hablar de producción historiográfica bajo el franquismo significa, sobre todo, hablar de un esfuerzo pedagógico y adoctrinador con fines políticos. Era lo único que interesaba. Rasgo muy expresivo de la época es que la gran asignatura de propaganda política, cuyo nombre oficial era Formación del Espíritu Nacional, versaba fundamentalmente sobre temas históricos; era prácticamente una repetición de las asignaturas que llevaban propiamente el nombre de «Historia», convertidas asimismo en adoctrinamiento patriótico. Por lo cual el tratamiento de la década de 1940 y los inicios de la de 1950, al igual que los de la República, debe remitirse a los estudios específicos sobre los textos escolares[650].
Dado que, más que creación historiográfica propiamente dicha, en los primeros años de la dictadura lo que dominó fue el ensayo político de tono predominantemente propagandístico, pero, a la vez, con constantes referencias al pasado nacional, conviene describir los trazos generales de aquel marco ideológico que encuadraba e interpretaba el relato histórico. Las obras publicadas fueron muchas y muy repetitivas, por lo que procuraremos analizarlas alrededor de los pocos temas en los que ofrecían alguna innovación, como el absoluto predominio de lo nacional en el relato, la definición de la esencia histórica de España o la retórica sobre el «Imperio».
Quizás la clave del giro experimentado por el planteamiento histórico bajo el franquismo sea su enfoque, no ya principalmente, sino exageradamente, e incluso místicamente, «nacional». Lo dijo con toda claridad Juan Francisco Yela Utrilla (1893-1950) en Una nueva concepción de la historia de España como historia patria, folleto editado en 1940 a partir de cuatro conferencias impartidas en Oviedo en 1938. Yela era catedrático de Latín y de Filosofía y fue uno de los fundadores de la Falange asturiana en 1934. Previamente, en la década de 1920, había publicado una Historia de la civilización española en sus relaciones con la universal. Su «nueva concepción» de 1938 partía de una introducción teórica de altas pretensiones, en la que defendía una historia que llamaba «metafísica» o «antropológica» frente a la «positivística» y la «intelectualista». El modelo por él propuesto se basaba en el descubrimiento del «ser histórico y su esencia», un «ser colectivo» a partir del cual se debían «valorar» los hechos del pasado y seleccionar aquellos que cuadraban con la esencia nacional. Esa clave identitaria nacional de ningún modo podía identificarse con la mera geografía, pues no todo lo ocurrido en «España» era «historia de España» (por ejemplo, las «animalísticas» culturas primitivas o el arrianismo godo); tampoco era racial, porque «¿cuál es la verdadera raza española?»; ni eran suficientes, aunque se acercaran más a lo esencial, la lengua, el arte, el sentimiento o la tradición filosófica. Una verdadera «historia patria» se refería a un grupo humano que actuaba al servicio de una «empresa», convertida en una gran «categoría ética» y creadora de una «tradición patria». La empresa española había sido «la Reconquista», la lucha contra Mahoma y «la expansión europeoamericana quinientista», que elevó a tantos pueblos indígenas a «un grado superior de civilización y cultura». Ahí se reveló «la esencia metafísica […] del ser colectivo español»; y, «para llegar a Dios», los españoles hicieron gestas «a la vez humanas y trascendentes». Todo hecho que hubiera servido a esta empresa era «auténticamente español», y los demás, no. Era preciso, por eso, descartar a los pobladores primitivos, los visigodos, los árabes y judíos, e incluso los reinos cristianos medievales «tomados particularmente». Un pueblo solo se convertía en una «unidad de servicio», en una «patria», cuando «unos mismos ideales científicos, políticos y ético-religiosos» le inspiraban «trascendentalmente». Esa patria protegía maternalmente a sus ciudadanos, que la retribuían engrandeciéndola con sus hazañas. «Señoras y caballeros —terminaba Yela—. ¡Arriba España!».
La propuesta de Yela Utrilla avalaba descaradamente una actitud anticientífica y de máxima arbitrariedad por parte del historiador; aunque, en realidad, se limitaba a hacer explícito lo que otros hacían, y seguirían haciendo más tarde, tanto al servicio de aquel como de otros modelos políticos o intelectuales: el autor parte de un esquema mental sobre el pasado y selecciona y consigna lo que apoye aquel esquema, arrojando en cambio a la papelera cualquier dato que lo desmienta. En cuanto a la definición de aquella esencia o «empresa» con la que se identificaba «España», las opciones para el mundo conservador eran en definitiva dos, solo diferenciadas por matices: la religiosa, más cercana a la visión heredada, que consistía en la defensa del catolicismo; y la «imperial», más moderna y próxima a los fascismos del momento, que consistía en el aumento del territorio y de la influencia y el prestigio del Estado[651].
En la identificación de España con el catolicismo había sido precursor, en los meses anteriores a la Guerra Civil, Zacarías García Villada (1879-1936), jesuita e importante medievalista especializado en historia eclesiástica. Su obra El destino de España en la historia universal tuvo su origen en una conferencia dada en 1935, a la que asistieron Víctor Pradera, Maeztu y Calvo Sotelo, todos ellos —como el propio autor— víctimas de las matanzas de 1936. García Villada planteaba su filosofía de la historia, en general, en términos agustinianos, como lucha entre la Ciudad de Dios y la del Diablo, pero la proyectaba a continuación sobre la historia nacional, pues el «carácter español», compuesto de arrojo, tenacidad, espiritualidad, sobriedad y capacidad de sacrificio, era desde la antigüedad «campo abonado» para la doctrina cristiana y de ahí que la defensa del cristianismo fuera «misión providencial de España». La «formación de la nacionalidad española bajo el signo de la catolicidad» databa del tiempo de los godos, a finales del siglo VI, tras un doble parto: el «político» con Leovigildo y el «espiritual» con Recaredo. Bajo la «dominación sarracena», el «ideal hispano» siguió vivo y se encarnó en la empresa de la Reconquista, dirigida por Castilla, «más igualitaria que ninguna otra región en el derecho, en la distribución de la tierra y en la organización municipal y de las clases sociales», y constante «madre común de España» (mal que les pese a algunos escritores, «atacados de odio a Castilla»). Tras la expulsión de los musulmanes y judíos —«contumaces» enemigos de la religión; una expulsión ante la que no debía hacerse tanto «aspaviento»—, España se embarcó en la conquista del Nuevo Mundo, una conquista «portentosa por lo rápida y heroica», con «algo de sobrehumano, inexplicable sin la intervención de la Providencia». «Solo contra todos», Felipe II «trabajó con denuedo por ideal tan sublime» como la monarquía católica universal. Pero le sucedieron herederos débiles, que sufrieron pérdidas territoriales (la «más sensible», la portuguesa), culminadas en 1898. Y, con todo, «lo más doloroso es la desviación del espíritu nacional», manifestada en «sentimientos o tendencias que han anidado en los cerebros directores de nuestras instituciones», debido a su «incomprensión de nuestro destino y de nuestro pasado» y a su «aborrecimiento de lo tradicional». Así, «España se ha perdido a sí misma. Aquel carácter caballeresco, viril, emprendedor, rectilíneo, ha sido sustituido por estotro, amanerado, ensayista, egoísta y voluble». Esta «pérdida del espíritu genuinamente religioso» ha sido la «causa principalísima de nuestra decadencia». Y una futura España laica o atea, en vez de «brazo del universalismo y la catolicidad», «no será nada y se derrumbará»[652].
La visión de García Villada no era, en resumen, más que nacional-catolicismo, pero muy vinculado al esplendor imperial, es decir, dando un especial relieve al éxito político. Muy semejante a lo que hizo otro autor, que esta vez no era clérigo —aún; lo sería más tarde—, aunque su visión fuera incluso más mística que la de Villada. Nos referimos a Manuel García Morente (1886-1942), que en 1938, en plena Guerra Civil, impartió una serie de conferencias en Buenos Aires que acabarían tomando forma de libro bajo el título Idea de la hispanidad. García Morente era catedrático de Ética y decano de la facultad de Filosofía y Letras, formado en Francia y Alemania y perteneciente al círculo de la Revista de Occidente, pero que, tras una fuerte crisis religiosa en 1937, acabaría haciéndose tomista y ordenándose sacerdote en 1940. En aquel libro de 1938 explicaba que España había sido cuatro veces en la historia «eje y centro de los acontecimientos mundiales»: bajo el imperio romano, en que proporcionó los filósofos y emperadores más influyentes; en la lucha contra los musulmanes, cuando «forj[ó] su ser» en los ideales cristianos; en los siglos XVI y XVII, en que «España enseñ[ó] al mundo» las tres ideas básicas que luego imitarían Francia e Inglaterra («la idea de Estado nacional», «el modelo de ejército nacional» y «los principios teóricos y la realización práctica de la moderna política imperial»); y en 1936, en que estaba demostrando la «imposibilidad de que una teoría, por apoyada que esté en fuerzas materiales, prevalezca sobre la realidad histórica de una nacionalidad». España tenía, para García Morente, un «estilo» o «modo de ser», revelado en todos estos momentos cruciales, que encarnaba en la figura del «caballero cristiano», cuyos rasgos eran «grandeza contra mezquindad», «arrojo contra timidez», «altivez contra servilismo», «más pálpito que cálculo», «culto del honor» e «impaciencia de la eternidad». Morente defendía que no era posible una filosofía de la historia «universal», sino de los pueblos; toda historia era «biografía» de un pueblo, aunque en este caso el pueblo era una «comunidad de todas las naciones hispánicas», una comunidad basada en un vínculo «impalpable, invisible, inmaterial, intemporal», mucho más profundo que la lengua, que era la «esencia de lo español». Esa esencia se «preparó» en la Antigüedad, se «formó» con los godos y en la lucha contra los musulmanes, se «expandió» entre 1492 y 1598 (cuando España impuso al mundo el universalismo cristiano) y se «aisló» a partir del siglo XVIII, cuando Europa se descristianizó. La espiritualidad cristiana era, pues, el núcleo de la «concepción hispánica de la vida», o de la «estructura de la realidad histórica» española (curiosa expresión que usaba Morente y anunciaba —así como el «vivir desviviéndose», típico del «caballero cristiano» español— a su casi coetáneo Américo Castro)[653].
En cuanto a la idea de «Imperio», en torno a la cual giraban las historias de España más políticas y cercanas a posiciones fascistas, lo primero que debe anotarse es que pocos términos se repitieron tanto como aquel en la retórica falangista y tienen, sin embargo, un significado tan etéreo. Lo más cercano a una concreción territorial del «Imperio» que se deseaba construir o expandir fue la obra publicada en 1941 por José María de Areilza y Fernando M. Castiella Reivindicaciones de España, que no trata específicamente de historia. Entre los no españoles, también quiso concretar la idea imperial el nicaragüense Pablo Antonio Quadra, que propuso en su Breviario imperial (1940) reconstituir, directamente, el Imperio español en América; un imperio que identificaba plenamente con el orden social, político y cultural del Antiguo Régimen[654].
Más ambición teórica tuvo El Imperio de España, breve libro publicado anónimamente en 1936 y reimpreso en 1941, en versión ampliada y con la firma ya de su autor: Antonio Tovar. La idea básica de Tovar (1911-1985) era que un pueblo que «gana conciencia de sí» adquiere «la vocación y el ansia de Imperio». El «alma» de un pueblo, en este caso el español, era «su conciencia de destino universal». El pueblo español, que, «al menos una vez, ha logrado su ideal universal y se ha volcado sobre el mundo para imponerle creencias y modos españoles», se había levantado de nuevo «con aires imperiales». Esa era la misión de la Falange: «despertar en todos, como anuncio de un futuro, la conciencia de un pasado imperial». Seguía a estas declaraciones un recorrido histórico, que se iniciaba en el Imperio romano, donde España, la «provincia más antigua», no fue una «simple acompañante» de Roma; España aportó a la «regidora de pueblos» los nombres de Séneca, Trajano, Adriano, Quintiliano, Lucano, Marcial, con los que el imperio vivió su mediodía, «un mediodía velado, austero, español», y pasaron así unos «siglos serenos, de universalidad, de civilización, de espíritus cultivados, ¡de imperio!». Pero llegaron los godos y con ellos «el sueño de un Imperio germánico», cuya capital fue Toulouse y después Toledo; un sueño que fracasó porque se basó en el racismo, en la obsesión por no mezclar su sangre, lo que les llevó «de derrota en derrota»; y es que España nunca tuvo «unidad racista», explicaba Tovar («¿qué valor iba a tener el concepto de pureza de raza para nosotros, que contamos con todas en el mundo hispánico?»), sino «unidad de destino, lograda a fuerza de romanidad y viva solo en los momentos en que España tiene conciencia de su destino universal». Vino a continuación «el delirio de un Imperio oriental», con el califato de Córdoba, «un Estado no español»; Córdoba fue la capital de Europa, «España logró uno de sus instantes imperiales meridianos, claros y fuertes», pero «el español mediatizado, sometido a una cultura, a una religión extranjeras, no supo mantener la tensión y el nervio imperial en su vida»; y «la voluntad sobria y fuerte de Castilla y Aragón acabó para siempre con el delirio de un Imperio oriental en España»[655].
Fue allí, en el norte peninsular cristiano, y dirigidos por la aristocracia goda, donde los reinos «se funden en la Unidad bajo un rey navarro» (mayúsculas suyas siempre) y «se lanzan imperialmente sobre toda la España musulmana». Son las «vísperas del destino imperial», en la que los españoles se enfrentan al Papa, «que quiere hacer de España una parte del patrimonio de San Pedro», y al emperador de Alemania. El Cid, «héroe máximo» de este Imperio, «busca ya la unidad de España», según Tovar. Fue aquel un imperio caracterizado por el «desorden lleno de vitalidad», «demasiado poco romano», que no pudo mantenerse. Por fin, con los Reyes Católicos y Carlos V, se produce «el contacto genial, creador, revelador», con Italia. Se resisten las ciudades comuneras porque «no comprenden que el Imperio significa sacrificio y servicio para la tierra que sostiene el alma», mientras que la nobleza sí acepta «los deberes imperiales», domina el «localismo estrecho» y apoya al césar Carlos. Se alcanza así el sueño de «un monarca, un imperio y una espada». «España se lanza por el camino de la unidad espiritual, de la humanización de las razas de color elevadas a la dignidad de cristianas», conquista América, funda los jesuitas, lucha contra Lutero y los turcos. A finales del XVI, cuando se une con Portugal, es ya una «nación exhausta, sin nervio»; el «imperio juvenil de yugos y flechas» entra en «los días difíciles y desesperados de la decadencia»; y el XVII vivirá un «crepúsculo magnífico, trágico», marcado por los nombres de Velázquez, Calderón, Gracián o Góngora. Rodeada de enemigos, acechada por el «dragón inglés», incluso con Roma tiene desencuentros España, que solo quiere «servir […] a la Catolicidad perfecta». Y llegan las pérdidas territoriales, los «noventayochos» sucesivos narrados por Giménez Caballero. Las élites se afrancesan y solo el pueblo tiene «una confusa conciencia de la España eterna», que inspira el «estallido genial» de 1808 y las «guerras religiosas carlistas». En 1898 se perdieron al fin los restos del imperio «casi sin sentirlo», porque España «hacía ya mucho tiempo que no sabía qué hacer con su Imperio». «Del 98 venimos —termina Tovar— los falangistas, que no buscamos la España de ayer», sino «la España eterna», la que «nunca ha renunciado al yugo y las flechas de su Imperio». Y el «futuro destino de España» ya se insinúa, porque «con el fascismo italiano, el nacional-socialismo alemán y el nuevo Estado en España y Portugal» se está a punto de cubrir «el suelo todo del Imperio de Carlos V»[656].
En 1942, cuando las noticias aún podían hacer creer en la victoria nazi en la Segunda Guerra Mundial, se publicaron otro par de obras que aportaron algunas matizaciones a la idea imperial. La primera, firmada por Juan Beneyto Pérez (1907-1994), alicantino, falangista de la primera hora, uno de los fundadores del diario Arriba, presidente del Consejo Nacional de Prensa bajo el nuevo régimen, luego encargado de la censura de libros y autor de numerosas publicaciones de tipo ensayístico. Aquel año lanzó España y el problema de Europa. Contribución a la historia de la idea de Imperio, donde fundía, en la línea de Carl Schmitt, lo político y lo cultural en el programa imperial. «No ha habido un solo Imperio en la Historia que no haya sido obra del Espíritu puro», anunciaba como principio Beneyto. Y continuaba recorriendo los tres «arquetipos ejemplares» de Imperio —siempre con mayúscula— de la historia europea: el romano, el de Carlomagno y el de Carlos V, a los que se añadía ahora el reich alemán, un regnum teutonicum que enlazaba con el imperium romanum. España, que era lo importante, siempre había servido a la idea imperial porque era una nación que quería ocupar un «puesto preeminente» en Europa, según rezaban los puntos de la Falange, y por tanto para ella «Europa es lo primero». Ya en el Imperio romano desempeñó España un papel muy relevante, pues apoyó aquel proyecto imperial de «fervorosa manera» y se convirtió nada menos que en la «vanguardia de Roma». Los visigodos «realizaron, por primera vez en la Historia, la integración de lo germánico con lo latino» y de ahí la «nostalgia de lo visigodo» a lo largo de toda la Edad Media hispánica. Vivió España al margen del Imperio carolingio, en aquellos siglos medievales, pero defendió la idea imperial por medio de reyes que adoptaron el título de Imperator totius Hispaniae, lo que no era tanto «una emancipación del mundo europeo como una afirmación de nuestra conciencia nacional». Pero el gran «emperador hispánico» fue Carlos V, defensor de la romanidad y la cristiandad a la vez que «primer servidor de la tradición española, que preside siempre sus actos más trascendentales». Con él estuvo el «pueblo español», pues del movimiento comunero —movimiento de «los mediocres de España», de los «curialistas» y «celtiberistas»— «no es correcto deducir […] una hostilidad de España hacia ese Imperio cuya atribución a Carlos fue recibida con grandísima alegría». Tanto con él como con su hijo Felipe, el Imperio español dista mucho de ser «una simple expansión territorial»; tiene «intención trascendente», «se desenvuelve como comunidad de pueblos cristianos» y el «hidalgo cristiano» funde armas y letras: «la espada decide, quiere y quiebra la acción. La pluma prepara, prejuzga y domina la fe». Pero, en el siglo XVII, se introduce la «confusión doctrinal»; la verdad se «desparrama», se pierde la «unidad» espiritual de los estados; Imperio empieza a equivaler a dominios, países, tierras; «se acercaba la decadencia del concepto, y no solo en España»; desde entonces, «gobernar será transigir». De ahí la conclusión a la que llega Beneyto: la necesidad, en esta nueva «hora terrible», de volver a aunar pluma y espada; de volver a dotar de unidad espiritual, se entiende, al conjunto de tierras dominadas por el reich[657].
También fue 1942 la fecha de publicación de Grandeza y destino de España, de Ricardo del Arco y Garay, un voluminoso trabajo de trescientas cincuenta páginas que en dos años ampliaría hasta las ochocientas con el título La idea de imperio en la política y la literatura española. Fundiendo ambos, se obtenía un recorrido muy coherente sobre lo que él entendía como presencia de la «idea imperial» en el pensamiento político «español». El eje básico del relato era la «raza española», «algo formado de conciencia y alma tanto como de realidad material». Una raza a la que todos los «críticos sensatos» han reconocido «indomable independencia», «hidalguía», «sentimiento del honor», «resistencia física» y «valor militar». «La Historia se repite. La Raza es siempre la misma», y de ahí que «la Historia de España [sea] una sucesión no interrumpida de heroicidades», algo que le hacía relacionar el ejemplo saguntino con otros derivados de la Guerra Civil de 1936-1939.
En relación con el imperio, Arco y Garay partía, una vez más, de Roma y de las aportaciones «españolas» tanto en el terreno filosófico como en el político, ejemplificadas por Séneca y Trajano. Recorría luego el «imperio leonés», el «de Castilla» y el «aragonés», imperios todos, e insistía en las ideas de imperator Hispaniae y de exención frente al Sacro Romano Imperio. Pasaba al «Imperio español», «primer Estado moderno», con abundancia de citas de autores sobre la Universitas Christiana y «España rectora del mundo». Largos capítulos se sucedían sobre Carlos V y Felipe II («El Emperador más poderoso de la tierra» y «El rey más poderoso de la tierra»), «La primera vuelta al mundo bajo el signo imperial», «Proezas de un hidalgo extremeño» (Hernán Cortés), «El símbolo del Escorial», «Andariegos de la patria», «Capitanes de la Edad de Oro», «La lengua, instrumento del Imperio» o «España misionera». Pero los problemas se acumulaban en los siguientes, titulados expresivamente «El escollo de Flandes» o «Solos contra todos». Llegaba, en efecto, la decadencia, retrasada por Arco y Garay, como por tantos otros de estos autores, al siglo XVIII, y que narraba bajo el título de «La presión francesa». «Herencia de luchas» y «La secuela liberal» eran los capítulos dedicados al siglo XIX; «liberalismo, incomprensión o silenciamiento del ideal católico de nuestro Imperio, afrancesamiento», concluía. Y la pendiente descendiente llevaba a 1898, al que seguían «Los tópicos decadentistas», que conducían a la propuesta de europeizar España. Frente a ellos se alzaban, y así concluía, «Los maestros del auténtico pensamiento español», defensores de «la magnífica nacionalidad católica e imperial», que iban desde Balmes y Donoso hasta Franco, pasando por Maeztu, Salaverría, Giménez Caballero, Onésimo Redondo y José Antonio Primo de Rivera. España, en resumen, siempre había estado con Europa, con la mejor Europa. Se alejó de ella en el XVIII, porque Europa se descristianizó. Pero ahora volvía a estar dispuesta a cooperar en la «cruzada anticomunista» dirigida por Alemania. «Volemos alto con el deseo, tan alto como el Águila de nuestro Escudo, Símbolo de inmortalidad; con el Yugo del trabajo perseverante y del sacrificio y las Flechas del anhelo imperial»[658].
La idea de «Imperio» —con mayúscula siempre para ellos— pudo comenzar, pues, teniendo un sentido concreto y un objetivo político, pues se trataba de exigir ampliaciones territoriales ante el reajuste de fronteras que se preveía, orquestado por la Alemania nazi, pero, tras el giro negativo de la Segunda Guerra Mundial para las potencias del Eje, perdió protagonismo y adquirió un sentido más cultural y orientado hacia el interior. Un proceso que no hizo sino acentuarse en la segunda mitad de la década de 1940, cuando las cada vez más escasas evocaciones del término apenas se refieren a algo más que la soberanía del pueblo español sobre su territorio y su cultura frente a toda injerencia extranjera.
LA PRODUCCIÓN HISTORIOGRÁFICA PROFESIONAL
Acabaremos este capítulo con una última referencia a los historiadores profesionales, no ensayistas ni propagandistas políticos, que alcanzaron relevancia académica bajo el franquismo. De ellos mencionaremos únicamente a Pérez Bustamante y a Mercedes Gaibrois.
En el mismo año en que terminó la Guerra Civil, Ciriaco Pérez Bustamante (1896-1975), catedrático entonces de la Universidad de Santiago, publicó en Madrid un Compendio de Historia universal y una Síntesis de historia de España. Bustamante era un hombre políticamente conservador y un historiador profesional a la vez. En sus obras convivían datos abundantes y cuidadosos con observaciones dispersas sobre el «carácter de los primitivos pueblos hispanos» (notables por su «fidelidad, nobleza, arrogancia y desprecio a la muerte»), los emperadores «españoles» o el «hispanismo» de Séneca, por hablar de épocas antiguas. Sobre la Edad Media, anotaba también, junto con numerosos detalles cronológicos, el tránsito «de horda a nación» de los visigodos en España o referencias a la «sangre real» de don Pelayo o al carácter de «empresa nacional» de la Reconquista. Tampoco le cabían dudas de que los Reyes Católicos habían alcanzado la «unidad nacional hispánica», a la que añadieron, de forma natural, una «unidad espiritual» que requirió una «depuración cruenta de la raza de toda clase de contaminaciones» y de «los elementos extraños enquistados en el organismo nacional». En cuanto a la Inquisición, «evitó las luchas religiosas que ensangrentaron otros países». Felipe II fue un «príncipe memorable», que luchó incansablemente contra la herejía «con un idealismo que políticamente fue desfavorable a sus intereses»; y la decadencia se debió a la incapacidad de los reyes y la corrupción de los validos. El siglo XVIII había sido de «afrancesamiento espiritual y político» y las reformas de Carlos III fueron encomiables, pero abrieron el camino al «filosofismo incrédulo, producto de la Enciclopedia, y la masonería». Los liberales fueron «una minoría contraria al sentimiento religioso y monárquico de los españoles» que provocó «la destrucción de la unidad política y religiosa de España», pero Fernando VII «careció de la ecuanimidad necesaria» y emprendió una «política represiva en que el acierto no acompañó al monarca». Matices que no afectaban a un Primo de Rivera, que «hizo cesar la crisis de trabajo» y logró extender «el bienestar material […] por todo el país»; Primo cayó por la hostilidad de intelectuales y antiguos políticos y «una ofensiva taimada y permanente de la masonería». La República, en cambio, había sido para él «el caos, la anarquía […]» en la que «los motines, asesinatos, huelgas y disturbios son cotidianos». Y cuando, bajo el Frente Popular, «ya no es posible esperar más, cuando se han agotado todos los recursos legales […] se alza el Ejército, acaudillado por sus Jefes más esclarecidos […], hombres austeros, alejados de la política. […] A ellos se une todo lo que queda sano en la sociedad española: la Falange, los requetés, las masas derechistas…»[659].
Un año más tarde, en 1940, Bustamante publicó La fundación de un Imperio, que ampliaría en 1942 como Historia del Imperio español. De nuevo, no se trata de ensayos ni de elucubraciones, sino de historias detalladas y cargadas de datos, pero su mensaje político conservador es indiscutible. Por resumir, toda la empresa americana había estado dirigida a la conversión de los pueblos indígenas al cristianismo. Y la conclusión era defensiva: España había recibido de su Imperio americano, reconocía, varios miles de millones de pesos en metales preciosos; pero añadía, citando a Piernas y Hurtado, que solo había sido una «merecida compensación de una obra gigantesca»; pues «España dio su sangre, lo mejor de su población, sus creencias, su cultura, los productos de su suelo y los artículos de sus fábricas […] al servicio de los países y razas descubiertos» y, «por grande que fuese el provecho obtenido a cambio de tanto sacrificio, nunca sería excesivo como premio a la civilización de un mundo y del bien hecho a la causa de la Humanidad»[660].
También en 1940 dio a la imprenta Mercedes Gaibrois (1891-1960) una Breve historia de España por encargo del Instituto de España. Pese a tratarse de un texto con fines escolares, dado el significado de la autora, esposa del antes citado Ballesteros Beretta, madre del americanista Manuel Ballesteros Gaibrois y autora veinte años antes de un importante estudio sobre el reinado de Sancho IV de Castilla, merece la pena consignar aquí alguna de sus ideas: «Los españoles de todos los tiempos han realizado hechos magníficos que dieron fama y esplendor a nuestra patria», comenzaba diciendo. La población saguntina mostró un «heroísmo impresionante» y «prefirió morir combatiendo antes que entregarse» a Aníbal, por lo que este, al entrar, «solo encontró cadáveres»; pruebas del «valor sobrehumano» de los españoles que se repitieron en Numancia. España fue evangelizada por Santiago y san Pablo, y la Virgen se apareció al primero en Zaragoza. Los españoles profesaron la fe cristiana «sin temor a los más atroces tormentos» y hubo «millares de mártires españoles». Los visigodos cayeron porque abandonaron «sus sencillas costumbres bárbaras» y se aficionaron a «los refinamientos» romanos. El «único afán» de don Pelayo era reconquistar «los territorios nacionales». El Cid era «recto, leal y justiciero» e hizo «hazañas extraordinarias». Guzmán el Bueno era un caso de «lealtad y heroísmo sublimes». Los judíos fueron expulsados porque se dedicaban «al comercio y a la usura» y a propagar en secreto «su falsa religión»; «el pueblo les odiaba» porque «en varias ocasiones habían martirizado niños cristianos, con horrendos suplicios». Bajo Felipe II, «uno de los mejores [monarcas] que ha tenido España», «el Imperio Español se extendía potente por las cinco partes del mundo» y «la gloria de España era envidiada»; «nuestra grandeza les humillaba» y de ahí que «empezaran a inventar las calumnias más viles contra España». En el mundo contemporáneo reinaban «desastrosas ideas revolucionarias» y, ante «los peligros del comunismo», Mussolini se había levantado «para defender la civilización cristiana, la moral y la justicia». En España, bajo la Segunda República enseguida «comenzaron los incendios de iglesias y conventos» y en octubre de 1934 fueron «quemados vivos algunos religiosos». «Como ya no era posible que España continuase por más tiempo en manos de los criminales […] se levantó en África el glorioso General Francisco Franco, nuestro invicto Caudillo», y «todos los buenos españoles se dispusieron para la lucha»; tras tres años de heroicas campañas, «España quedaba totalmente liberada de la trágica tiranía roja» y ahora se encaminaba «a una nueva vida de gloria y poderío»[661].
En términos generales, fue significativa del momento la concentración de las investigaciones históricas en las épocas medieval y, sobre todo, moderna, con abierto descuido de la «era contemporánea», término académico que se refería ya a siglo y medio y que, sin embargo, era «rechazado incluso como categoría de periodización», como dice Gonzalo Pasamar. Se potenciaron, igualmente, los trabajos sobre la «Hispanidad», la filosofía de la historia, la historia de la Iglesia, la historia política y de las relaciones internacionales, así como la llamada historia de las ideas políticas y de las instituciones. La primacía de la época moderna se debía, desde luego, a su coincidencia con la supuesta época dorada o imperial de la historia española. La Reconquista, los Reyes Católicos, Carlos V, Felipe II, Trento o la conquista y evangelización americanas fueron los temas preferidos, mientras que las revoluciones políticas a partir de Cádiz o los conflictos obreros eran marginados. En los tres últimos lustros del régimen el antifranquismo haría, como veremos, lo contrario[662].
Tras este repaso por la época más creativa de los ideólogos del franquismo es difícil evitar la conclusión de que el conocimiento histórico no experimentó un gran avance gracias a ellos. Más que investigar el pasado les interesaba rodear a la nación, España, de una aureola metafísico-teológica, que justificara su decisión inicial de rebelarse en nombre de la patria y eliminar, también en su nombre, a esos oponentes a los que deshumanizaban previamente como antiespañoles. De ahí estos ensayos dominados por una terminología vacua y faltos de todo rigor en términos empíricos. O de ahí incoherencias, como la de Juan Beneyto, cuando sostiene que solo existen dos modelos imperiales en Europa, de raíz necesariamente germánica o romana, y ante la objeción que representa Napoleón sale del apuro diciendo que este, en realidad, no era francés sino corso, es decir, «romano». En cuanto a investigaciones o grandes síntesis históricas, las hubo escasas o menores. Ni siquiera llegó a aparecer una gran obra sobre la monarquía hispánica o católica de los siglos XVI a XVIII. Después de tanta tinta vertida sobre el «sentido imperial» del régimen, los historiadores franquistas no fueron capaces de dar a la imprenta ningún auténtico estudio digno de recuerdo sobre aquella monarquía hispánica —imperial, sin duda— de la Edad Moderna.