EL ENSAYO IDENTITARIO. EL «PROBLEMA DE ESPAÑA»
ANTECEDENTES: LA «ESPAÑA INVERTEBRADA» DE ORTEGA
La generación intelectual del 98 dio paso a la llamada «del 14», más moderna, menos metafísica, con mejor formación profesional y un conocimiento directo de aquella Europa en la que muchos habían estudiado. El gran nombre representativo de aquel grupo humano fue José Ortega y Gasset, alguien que, en su momento de plenitud, basaría su teoría filosófica en el concepto de «razón histórica» o «razón narrativa», distinta a la pura razón físico-matemática. La historia, diría, «es ciencia sistemática de la realidad radical que es mi vida»; «la vida solo se vuelve un poco transparente ante la razón histórica». La clave de la razón histórica consistía en situar al sujeto pensante en sus circunstancias vitales. Y no hay duda de que, al finalizar el segundo decenio del siglo, la inmediatez de las circunstancias afectaba, y de manera acuciante, a la joven generación intelectual española. Ya en 1914, en su Vieja y nueva política, Ortega había expedido el certificado de defunción de la Restauración[663]. Pero desde el verano de 1917, las juntas de defensa, la asamblea de parlamentarios y la huelga general obrera habían disparado la inestabilidad gubernamental y la radicalización de la oposición. Y los fracasos en las campañas marroquíes, culminados en julio de 1921 con la débacle de Annual, hicieron entrar en fase agónica a la monarquía restaurada por Cánovas.
En aquel preciso momento, entre 1920 y 1922, Ortega publicó en El Sol, como serie de artículos, España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos. Se trataba de un ensayo político ambicioso, un intento de indagación profunda sobre la esencia nacional, con el fin de diagnosticar el mal y ofrecer remedios que «revitalizaran» al país. Una esencia nacional que concebía de modo ambivalente, a caballo entre el planteamiento histórico y el orgánico-esencialista. Muy acorde con las ideas de su época, Ortega partía de la existencia de «pueblos», «naciones» o «razas», descritos como entes orgánicos, vivos, vulnerables a patologías, afectados por ciclos vitales de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte. España, en este caso, era según él «un organismo social», «un animal histórico que pertenece a una especie determinada» —las «naciones germinadas en el centro y el occidente de Europa cuando el Imperio romano sucumbe»—, lo que hacía que poseyera «una estructura específica idéntica a la de Francia, Inglaterra e Italia». Pero estos sujetos históricos eran descritos también en términos de psicología colectiva intemporal: cada nación tenía un «genio» o «talento» absolutamente peculiar, inconfundible; había una «manera nacional de mirar las cosas», una «manera de vivir», una «nota esencial» o «estilo de vida», plasmado en su arte, en sus creaciones culturales, sus costumbres y sus instituciones políticas. En el caso español, Ortega lo refería a la metáfora de Don Quijote, como Unamuno o Ganivet. Pero llegaba a conclusiones opuestas. Reduciendo los estereotipos europeos a dos, contraponía el pathos materialista de los pueblos mediterráneos —su capacidad de captar lo concreto y material, su espontaneidad impresionista y ardiente sensibilidad, que les capacitaba sobre todo para la creación estética— y el pathos trascendental del norte —su reflexión, ambición y dinamismo, que les dotaba para las grandes empresas políticas—. Los españoles, miembros del primer grupo, se caracterizaban por un materialismo extremo, una falta de imaginación, una antipatía innata a todo lo trascendente[664].
Pero no todo es naturalismo organicista ni psicologismo intemporal. Porque las naciones eran también producto de la historia, que es lo que aquí importa. Y España invertebrada quería ser también un libro que compensara la ausencia de «verdaderos libros sobre historia de España, compuestos por verdaderos historiadores»; una laguna que Ortega denunciaba con dureza: «casi todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas españolas son ineptas y, a menudo, grotescas». La interpretación histórica por él ofrecida partía del caso romano como modelo de nación: el Imperio romano es la «única trayectoria completa de organismo nacional que conocemos»; trayectoria que consistía en un proceso de incorporación —no de absorción plena— de culturas y pueblos alrededor de un núcleo aglutinador que ofrecía un «proyecto sugestivo de vida en común»; un núcleo que en aquel modelo fue la ciudad de Roma y, en el español, sería Castilla. Roma y Castilla eran agentes capaces de formar grandes naciones porque poseían un «talento nacionalizador», basado en «un saber querer y un saber mandar», pero que requería también un «quid divinum, un genio o talento tan peculiar como la poesía, la música y la invención religiosa»[665].
Hoy consideraríamos objetable que Roma sea un modelo de «nación», y no de «imperio», como discutiríamos su interpretación del moderno Estado-nación como integrador de y respetuoso con diversas culturas, alrededor de un proyecto común. La historia parece más bien indicar que los Estados nacionales han sido liquidadores o arrasadores de la diversidad cultural, de los particularismos, persiguiendo su soñada homogeneidad cultural interna. Pero, salvados estos problemas, Ortega partía de la historicidad de la nación, lo que no era mal comienzo. No había primordialismo en sus primeras líneas. Había leído a Renan y hacía suya la idea del «plebiscito cotidiano» («en el secreto inefable de los corazones se hace todos los días un fatal sufragio que decide si una nación de verdad puede seguir siéndolo»). Las naciones modernas eran «comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo». La España en la que Ortega pensaba estaba orientada hacia el futuro, no hacia el pasado. Le molestaba además el excesivo uso de la historia, el «nocivo influjo del antaño» en la España de su época[666].
A partir de ahí, sin embargo, España invertebrada derivaba hacia la descripción de la raíz lejana que el filósofo creía haber encontrado para explicar en términos históricos el «problema español»; se trataba de la carencia o debilidad del feudalismo. Ello no se debía a los celtíberos, a los romanos ni, desde luego, a los árabes (en modo alguno un «ingrediente esencial en la génesis de nuestra nacionalidad»). La aportación crucial habría sido la de los visigodos, el más «viejo» y «romanizado» de los pueblos germánicos, que había perdido la «vitalidad señorial» de su espíritu ario; mientras que la Galia se vio invadida por verdaderos «bárbaros», los godos eran un «pueblo decadente», «alcoholizado de romanismo», y llegaron a España «extenuados, degenerados», «dando tumbos por el espacio y por el tiempo», carentes de «minoría selecta». La clave del carácter hispánico y de sus problemas venía precisamente de la incapacidad visigoda de construir una sociedad feudal potente, con «minorías rectoras». Ese había sido el mal que había afectado a España desde entonces: la escasez y debilidad de los «señores»[667].
Ortega se atrevía así a atentar contra uno de los mitos intocables de la identidad española tal como se había entendido hasta entonces: el de los visigodos como pueblo guerrero y señorial, fundador de la nación. Mantuvo esta tesis, pese a las protestas de algunos medievalistas, porque le permitía avanzar otra muy de su gusto: la distinción entre «hombre-masa» y «minoría directora», los dos sujetos «vertebradores», para él, de la acción social. Un cuerpo social sano era aquel en el que las masas aceptaban la dirección de una minoría «selecta» o «egregia». España, en cambio, desde los visigodos era un país entregado «al imperio de las masas»; en España, la masa «se niega a ser masa», «no está dispuesta a la humilde actitud de escuchar». Esta «rebelión sentimental de las masas» era el defecto de la «raza»; «el odio a los mejores, la escasez de estos» era «la raíz verdadera del gran fracaso hispánico». De ella se derivaban el resto de los males desintegradores o desvertebradores del país: el «particularismo», la insolidaridad, el individualismo congénito, la incapacidad de cooperar, de ser disciplinados, de someterse a las normas propias de un Estado moderno[668].
Con estas consideraciones Ortega había abandonado la historia en favor de un análisis intemporal y orgánico. El problema nacional ya no es histórico, sino inherente, esencial. España está «constitutivamente enferma», tiene «vicios étnicos», que se resumen en dos: el «plebeyismo» (la «aristofobia», el «imperio de las masas», la ausencia de los mejores) y el «particularismo» (la fragmentación, el cierre de cada grupo o individuo alrededor de sus pequeños intereses particulares, la debilidad de un proyecto unitario de convivencia). Ambos son defectos prepolíticos y permanentes. Lo cual aleja a Ortega de Renan para acercarlo a Herder o a Fichte, los padres del primordialismo nacionalista. También desaparece de su mente en este punto todo planteamiento liberal o democrático. Le preocupa la «acción directa», que se deriva del particularismo, pero no cómo controlar y limitar ese poder que debe corresponder a la élite iluminada a la que llama «los mejores», los «hombres eminentes» o «vigorosos», las «minorías egregias». La única solución que se le ocurre para evitar el caos es exigir obediencia[669]. Muchos críticos de Ortega han aprovechado esta veta para hablar de su «prefascismo». Pero era propio de la época: Mosca, Pareto o republicanos decididos en 1936 como José Gaos o María Zambrano decían cosas similares.
Tras la construcción —y el apogeo— nacional, viene la decadencia, problema a cuya explicación el género identitario dedica siempre sus mayores esfuerzos. Ortega lo zanja con desenvoltura: la «desintegración» se inició el año 1580, durante el reinado de Felipe II. Fue entonces, según él, cuando el «particularismo desintegrador» se instaló en su centro mismo, en Castilla. Se acabó la visión de futuro, la «empresa común», el proyecto integrador; Castilla se encerró en sí misma y se volvió «suspicaz, angosta, sórdida, agria»; de ahí el célebre «Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho». Pero Ortega no explica el porqué de esta «perversión de valores», ni aporta ninguna prueba que justifique su localización del giro en aquella fecha precisa. Quizás se refiera a lo que en otros momentos llama la «tibetanización» de España, el cierre frente a la cultura europea; pero Felipe II prohibió estudiar fuera de España e importar libros europeos más de veinte años antes de 1580. En esta última fecha, lo que ocurrió fue que aquella monarquía a la que Ortega no duda en llamar «España» incorporó Portugal y alcanzó su máxima extensión. Pese a ello, Ortega parece situar ahí el inicio del «progresivo desprendimiento territorial sufrido por España durante tres siglos», que culminaría en 1898; sin embargo, de nuevo, la «desintegración» o pérdida de territorios de aquella monarquía imperial se inició en Westfalia, casi setenta años después. Al filósofo, en resumen, le preocupan poco las fechas. Lo que importaba era que había comenzado una decadencia que culminaba en el instante en que escribía: ahora, dice, «se empieza a oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos»; el «larguísimo, multisecular otoño» español sigue arrancándole hojas al «inválido ramaje» del árbol nacional[670].
España invertebrada es, sin duda, un libro de gran complejidad, aparte de primorosa escritura, que ha sido analizado mil veces en términos filosóficos, políticos o literarios. Desde el punto de vista estrictamente histórico se trata, como mínimo, de una obra demasiado audaz. Todo su razonamiento se basa en una dicotomía muy simple: la cultura germánica frente a la romana. La primera representa lo aristocrático, reflexivo y creativo, lo masculino o «vertebrado» —con esqueleto, fuerza y cohesión—; la segunda, lo desorganizado, decadente y sometido, es decir, lo femenino o «invertebrado» —mera «masa» de carne voluptuosa, sensible y espontánea, pero desprovista de fuerza—. La historia, explica Ortega, está sujeta a unos vaivenes cíclicos, que hacen pasar a los pueblos y culturas de unos momentos de apogeo, de predominio de los valores masculinos, de fuerza social bajo la dirección de una aristocracia —épocas Kitra—, a otros de decadencia, de debilidad femenina, de rebelión de los inferiores —épocas Kali—[671]. Es una dicotomía no solo cargada de prejuicios misóginos, sino también asentada en la exaltación de lo ario, iniciada por Gobineau y que culmina con en el antisemitismo nazi —con el que Ortega, desde luego, nunca simpatizó—. Basado en ella, el ensayista atribuye todos los males españoles a un hecho histórico, que presenta sin matices: la llegada de los godos, pueblo al que califica, sin aportar pruebas, de insuficientemente germánico.
Otras cosas quedan sin explicar en tan arriesgado ejercicio ensayístico. Por ejemplo, cómo logró España la unidad política impulsada por Castilla tan pronto —a finales de la Edad Media, como Francia o Inglaterra, las más tempranas «naciones» europeas— y poco más tarde el apogeo del poder imperial, siendo así que la causa de los males —la cultura goda, origen de la ausencia de feudalismo— llevaba largo tiempo instalada en el país. Es decir, por qué el factor que más tarde servirá para explicar su decadencia, pese a estar ya muy arraigado, no desempeñó ningún papel en el momento ascendente de la nación, cuando esta se formó y alcanzó su «plenitud vital». Ardua cuestión, que Ortega resuelve también de un plumazo: «la pronta unidad nacional» española se debió a que España era «muy débil», porque no había feudalismo, no había instituciones capaces de resistirse al violento impulso unificador de la monarquía; el hecho mismo de carecer de «un fuerte pluralismo sustentado por grandes personalidades de estilo feudal» facilitó, pues, la unidad. Con lo que la «plenitud» española, en realidad, en vez de ser «un síntoma de vital poderío», fue artificial, prematura y endeble. Observación que recuerda a la de Pi y Margall de que en España nunca había habido verdadera «unidad». Pero el libro había comenzado comparando el proceso de construcción nacional español nada menos que con el romano, el más pleno que, según él, ofrecía la historia.
En definitiva, la obra orteguiana que más legítimamente puede catalogarse como histórica contradice posteriores planteamientos suyos, de mucho mayor interés, que partirían de la base de que «el hombre no tiene naturaleza, sino […] historia»; es decir, el ser humano no es una sustancia definitiva en el sentido parmenídeo, sino que se va haciendo en el curso de su vida. Sería interesante que hubiese aplicado esa idea a las identidades colectivas[672].
En líneas cercanas a las del paradigma orteguiano pensó y escribió Gregorio Marañón (1887-1960), médico y ensayista, autor de varios libros de historia de gran resonancia, sobre todo en las décadas de 1930 y 1940. Marañón había estudiado en Alemania en la primera década del siglo, becado por la Junta para Ampliación de Estudios, e introdujo la endocrinología en España, además de ser un destacado investigador sobre enfermedades infecciosas. A partir de sus hallazgos sobre las relaciones entre la adrenalina y las emociones, al filo de 1920 comenzó a escribir en la prensa diaria sobre temas médicos con implicaciones sociales. Combinados sus conocimientos médicos con la introducción de esquemas psicoanalíticos, elaboró una visión de la naturaleza humana que le permitió adentrarse en ensayos generales con diversas publicaciones sobre la sexualidad. Sus trabajos históricos comenzaron con Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, de 1930, un caso polémico que Marañón describía, según sintetiza Juan Pablo Fusi, como un «eunocoide displásico con reacción acromegálica, de sexo poco desarrollado, voluntad débil y propensiones homosexuales, lo que sin embargo no le habría impedido […] ser el padre de Juana la Beltraneja (lo que habría hecho de esta, y no de Isabel la Católica, la heredera legítima de la corona de Castilla)». En 1934 y 1936 continuó con Las ideas biológicas del padre Feijoo y El conde-duque de Olivares. La pasión de mandar. Seguirían obras sobre el emperador Tiberio (1939), Luis Vives (1942) o Antonio Pérez (1947), aparte de personajes literarios como Don Juan (1940), científicos como Cajal (1950) y artísticos como El Greco (1956)[673]. Muchos de estos trabajos fueron biográficos, en la línea de lo que más tarde se llamaría «psicohistoria», que tanto éxito alcanzaría en el mundo angloamericano de las décadas de 1950 y 1960 con las obras de Erik Erikson sobre Lutero o Gandhi. En todos los casos estudió las élites, pues siempre hizo suya la idea orteguiana de que el problema nuclear de España era la carencia o mala calidad de las élites dirigentes.
Al iniciarse la Guerra Civil, Marañón se marchó a París y, aunque se pronunció en favor de los sublevados, no regresó a España hasta 1942. Nunca le planteó problemas políticos a la dictadura, pero tampoco se sumó a las elaboraciones históricas de gusto «imperial». Sus trabajos sobre Antonio Pérez o sobre los iluminados no idealizaban la corte del rey Prudente ni las de sus sucesores, presentadas como nidos de intrigas y corruptelas; sí consideraba ejemplar, en cambio, a Vives, modelo para él de exiliado liberal; se sentía atraído por el XVIII —a diferencia, por cierto, de Ortega, que lo creía un siglo estéril—; elogiaba a los «afrancesados», o colaboradores del rey José, y ponía muy en duda que fuera el patriotismo lo que había inspirado a quienes se rebelaron contra Napoleón. En cuanto a los comuneros, se distanciaba de la interpretación liberal y los veía —en la línea de Danvila— como defensores del feudalismo medieval.
El marco explicativo utilizado por Marañón era de tipo cultural, con aportaciones provenientes de la patología y dentro, por supuesto, de un mundo mental dominado por las identidades colectivas. Algunas de sus interpretaciones serían hoy difícilmente defendibles. Como cuando, para dictaminar sobre la personalidad de Olivares, estudia su estructura ósea y utiliza sus conocimientos endocrinológicos para dictaminar que hay dos tipos de dictadores: el pícnico —fuerte, rechoncho, irascible, ciclotímico— y el asténico —enjuto, aguileño, frío, rígido, esquizoide—, representados en el siglo XVII por Olivares y su oponente Richelieu. Este enfoque, como reconoce el reciente biógrafo de Marañón, Antonio López Vega, «es dudoso que […] obtuviese en la actualidad un amplio consenso». Algo que no puede evitar es la búsqueda de la esencia española, con la que, por supuesto, se identifica. Dedicó, por ejemplo, su libro sobre Olivares a Azorín, «gran historiador del alma de España». «El amor de España es la raíz y decoro de mi existencia», declaró en otro momento, tanto por haber nacido «en la península de los altos y tristes destinos» como por haber dedicado «las horas de más noble afán de mi vida» a conocerla «con la minucia incansable con que buscamos hasta las honduras recónditas del alma de la mujer amada». Llamó a Luis Vives «una de las cabezas más liberales y nobles que dio a la humanidad España» y creyó que la secta de los iluminados «se encadena[ba] profundamente con resortes esenciales de la psicología hispánica». Don Juan, en cambio, personaje literario universalmente considerado como producto de la cultura española, no era, para él, «un prototipo español», sino que «la psicología donjuanesca […] es una modalidad universal del amor humano»[674].
Lo que nadie podrá negar, tanto en Marañón como en Ortega, es la pulcritud y exquisitez de su estilo literario, el orden lógico de sus ensayos, su capacidad narrativa y su enorme eficacia pedagógica. Algo semejante a lo que podría decirse de otro médico, Pedro Laín Entralgo (1908-2001), ensayista también de gran éxito y apoyado como ellos en esquemas mentales inscritos en el género identitario. Aunque sus mejores trabajos de historia se dedicaron a la de la medicina, publicó también otros libros sobre el pasado político-cultural, como La generación del noventa y ocho (1945). Especial interés tuvo, en el desarrollo del debate identitario, España como problema (1949), que dio lugar a una sonada polémica con Rafael Calvo Serer en torno a la permanencia o superación del «problema español».
Lo que Laín planteó en este último libro fue el tema de la identidad española y las dificultades del país para enfrentarse al proceso modernizador (en relación siempre con otras naciones europeas, por las que se veía «derrotada»). La explicación de Laín, según resume Santos Juliá —que ha estudiado esta polémica en el marco de las «dos Españas»—, era que «los progresistas no quisieron ser históricamente españoles y fracasaron en una inútil esterilidad; los tradicionalistas, que en el XVIII habían esperado un reino de Dios íntegramente católico, no quisieron o no pudieron ser históricamente oportunos»; los herederos de ambas corrientes —sigue el resumen de Juliá—, «los progresistas o liberales por no españoles y los tradicionalistas por no oportunos, gestaron en el siglo XIX utopías irrealizables que, en España, por la fuerza de la sangre […] debía[n] conducir fatalmente a la guerra civil». Laín reproducía así el esquema de «dos Españas» existentes para él desde la noche de los tiempos, encarnadas en dos principios utópicos e intransigentes, que eran la clave de las constantes guerras civiles; y se distanciaba del planteamiento menendezpelayiano de una identidad moral única y absolutamente buena, en pugna defensiva contra la maligna invasión moderna de principios extranjeros. Laín encarnaba la postura de los falangistas «comprensivos» —muchas veces llamados «liberales», aunque Falange y liberalismo sean términos que se repelen—, que, al servicio de un proyecto «nacional» sintético, pretendían integrar lo que hubiera de aprovechable en la tradición cultural laico-progresista. Su propuesta no era muy distinta de la de Menéndez Pidal en su prólogo de 1947[675].
La respuesta a Laín llegó, de inmediato, en un libro titulado España sin problema y editado por Rialp antes de terminar aquel año de 1949. Lo firmaba Rafael Calvo Serer (1916-1988), miembro del Opus Dei proveniente de las juventudes católicas valencianas que, tras escribir su tesis sobre Menéndez Pelayo, había obtenido la cátedra de Historia de la Filosofía Española en la Universidad Central. No había dos Españas, defendía Serer en aquel libro, sino una única y auténtica, la de Menéndez Pelayo, cimentada en la sólida roca de la verdad católica. La unidad espiritual de los españoles se había roto en los siglos XVIII y XIX con su alejamiento del catolicismo. Pero la Guerra Civil, un gesto de suprema energía, había cerrado el ciclo de pugnas entre ortodoxia y heterodoxia que había desgarrado al país durante siglo y medio. La victoria de 1939 había zanjado el problema: solo había una España verdadera; en la tradición cultural que se apartaba de la ortodoxia nacional-católica no había nada aprovechable. Sin embargo, un nuevo «proceso de reintoxicación izquierdista, de vacilación y de desconfianza» le obligaba a blandir su pluma para reforzar las convicciones de «quienes no consideran ya que España sea un problema y se afanan en modelar el presente conforme al único sentido de nuestra historia»; de lo contrario, aclaraba, «resultará estéril el Movimiento Nacional». Como resumía por aquel entonces su amigo Florentino Pérez Embid, «España no es un problema, aunque su vida plantee problemas»[676].
Aquella no fue una mera polémica teórica. No se limitó a enfrentar dos interpretaciones de la historia de España, ni dos conjuntos de valores. Chocaron también dos grupos políticos, o dos «familias» —como se decía—, del régimen: el primero, de inspiración falangista más pura, tenía como cabeza visible a Dionisio Ridruejo y lo componían —aparte de Laín— Tovar, Aranguren o Torrente Ballester; su poder aumentaría tras la remodelación ministerial de 1951, que puso Educación en manos de Joaquín Ruiz-Giménez. En el otro grupo figuraban intelectuales vinculados al Opus Dei, que venían de Acción Española y se proclamaban herederos de Menéndez Pelayo y Maeztu; sus centros de poder eran el CSIC, la revista Arbor, el Ateneo de Madrid, la editorial Rialp o la Dirección General de Información, que controlaba la censura y ocupaba Florentino Pérez Embid. Hay que recordar que Calvo Serer evolucionaría políticamente más tarde y que, de portavoz de los «excluyentes» en 1949, pasaría a distanciarse del régimen con un artículo publicado en Écrits de Paris en 1953, a propugnar una salida democrática para el régimen bajo don Juan de Borbón y a ser el inspirador del diario Madrid en la década de 1960, que acabaría cerrado por el gobierno.
Algún paralelismo tuvo aquella polémica con la que se desarrollaba casi en los mismos años en el exilio. Y ambas serían la antesala de la superación del ya largo debate sobre el «problema de España» o «ser de España». Vayamos, pues, al exilio, donde alcanzaría sus máximas expresiones el ensayo identitario, y rematemos luego con la superación de tan larga, y en definitiva estéril, contienda.
DISQUISICIONES METAFÍSICAS EN EL LEJANO EXILIO
La pregunta sobre el porqué del fracaso español ante la modernidad continuaba viva en la década de 1940 y 1950. Incluso se había acentuado y agravado por la tragedia de 1936-1939, especialmente entre los derrotados. Los intelectuales exiliados añadieron al tópico rasgo del individualismo como componente del «carácter nacional» otro dato negativo: el cainismo, la autodestrucción, la incapacidad de lograr una convivencia civil «moderna».
Lo cual eliminaba una de las coartadas de más éxito de cualquier nacionalismo: la expulsión de los males hacia el exterior. En esta situación, en vez de trasladar la culpa en el espacio, hacia el exterior, los debates entre historiadores de la posguerra lo trasladaron en el tiempo: las desgracias españolas modernas tenían su origen en las guerras sertorianas, en los visigodos, en la carencia de feudalismo, en la herencia árabe, en el aislamiento frente a Europa establecido por Felipe II, en la represión inquisitorial, en el milenario individualismo hispánico, en el carácter austero e insolidario derivado de la dureza del paisaje castellano... Parecía como si hubiera un acuerdo unánime en preguntarse sobre el origen de aquella tragedia cainita, pero en no analizar los datos de la época que ellos habían vivido. Algo muy negativo tenía que haber en el curso histórico del país. Según ha estudiado Santos Juliá, los liberales habían creído, durante el XIX, que un idealizado Pueblo redimiría al país algún día, como lo había hecho en 1808; pero, a medida que se sucedieron los estallidos revolucionarios que hacían correr sangre y sustituían símbolos sin conducir a nada estable, se fue imponiendo el desánimo; y la pasividad popular ante el «desastre» del 98 dio la puntilla a aquella ilusión. Algunos intelectuales más jóvenes trasladaron sus esperanzas al proletariado, pero la experiencia revolucionaria de 1936 disgustó a casi todos y universalizó el pesimismo. No había coartada ya. Había algo esencialmente malo en la raza. O algún episodio histórico crucial que había conducido al desastre. Pero no se ponían de acuerdo en cuál era aquel trauma originario[677].
La más sonada de las polémicas historiográficas del siglo xx español se desarrolló precisamente entre dos exiliados republicanos, residentes ambos al otro lado del Atlántico. Nos referimos a la mantenida entre Américo Castro y Sánchez-Albornoz en la década de 1940 y 1950.
Américo Castro (1885-1972) fue un filólogo e historiador de la literatura nacido en Brasil y educado entre España, Francia y Alemania. Cercano a Ortega y vinculado al Centro de Estudios Históricos entre 1910 y 1936, con la Guerra Civil se exilió y acabó recalando en Estados Unidos, donde vivió y enseñó durante treinta años. Sus primeros trabajos versaron sobre los erasmistas, los místicos del XVI, Cervantes o Lope de Vega, tendiendo desde el principio a interesarse por los mundos culturales que vivían al margen del catolicismo dominante, para los que la unidad de 1492 había significado una derrota, y que se habían visto a continuación perseguidos por la Iglesia y el Estado e incomprendidos por el vulgo. Pero el libro en el que elaboró estas ideas de manera global fue España en su historia. Cristianos, moros y judíos, editado por primera vez en Buenos Aires en 1948 y relanzado varias veces más a partir de 1954 con el título de La realidad histórica de España.
Su primera originalidad era que, frente al esencialismo habitual, proclamaba no creer en un «español eterno» o una «España intemporal» y pretendía, en cambio, ofrecer una explicación histórica de la cuestión. La existencia precede a la esencia, observaba, siguiendo a Ortega y a los existencialistas en boga. El «ser» español no se hundía en la noche de los tiempos; no se podía llamar «españoles» a iberos, a godos ni a «cuanto romano ilustre nació en Hispania»; «la dimensión colectiva de un grupo humano depende de una forma social y no de una sustancia biológico-psíquica, latente y perdurable», escribía, con sensatez. Para él, el momento decisivo en la historia ibérica, lo que había originado una situación radicalmente original respecto del resto de Europa, había sido la llegada de los musulmanes, origen de una difícil convivencia de tres «castas» —cristiana, musulmana y judía— y de un mestizaje psíquico-vital desconocido en otros países europeos; a lo que se añadió, a partir de finales del siglo XV, la represión de las minorías derrotadas por la mayoría católica, lo que supuso el paso de la «convivencia» al «desgarro». En los siglos siguientes, los intelectuales del país —a los que ya podía llamarse plenamente «españoles»— vivieron en situación «agónica», de inseguridad radical, en un constante «vivir amargo» o «desvivirse». Esas élites intelectuales, meollo cultural del país, eran las que interesaban a Castro: Fernando de Rojas, Juan del Encina, Torres Naharro, Las Casas, Luis Vives, Diego de Valera, fray Luis de León, Cervantes…, conversos todos, para él. Como santa Teresa y san Juan de la Cruz, en cuya mística «salían a flor de vida las lejanas y ocultas corrientes de la sensibilidad islámica»; o la ascética y la picaresca, «hijas gemelas de un judaísmo hecho iglesia». A «la angustia de los conversos» debía España, en resumen, «las cimas de su civilización literaria e intelectual».
En toda expresión cultural significativa de lo español encontraba Castro la angustia del «cristiano nuevo», su alma dividida, su amargura interior, su resentimiento y rencor hacia la sociedad, su refugio en una especie de emigración interior. Este núcleo escogido se veía perseguido e incomprendido por la «masa» de los cristianos viejos, descrita por Castro con trazos gruesos: aferrada al catolicismo contrarreformista, inculta («la incultura garantizaba el no ser de sangre judía»), dedicada a mantener y exaltar su prestigio de casta, carente de la «capacidad de crear cosas», ajena a la técnica, la industria o el comercio, ignorante del «arte de producir y mover la riqueza», incapaz incluso de llevar a cabo con eficacia la unión política de España[678].
El planteamiento inicial de Castro era muy innovador, comparado con lo dicho hasta el momento. Aunque el pasado judío y musulmán de la península hubiera sido estudiado desde mucho antes, nadie se había atrevido a situarlo en el centro mismo de la cultura nacional. La realidad histórica de España era la antítesis perfecta de lo que había defendido Menéndez Pelayo. Pero acababa cayendo, como su propio título apuntaba, en la trampa de las esencias nacionales. Su tesis era, en definitiva, que la «verdadera» España —la España «esencial»— no había existido antes de la llegada de los árabes; pero existía, en cambio, plenamente tras la íntima convivencia con árabes y judíos entre el siglo VIII y finales del XV y, sobre todo, tras su obligada conversión y la marginación posterior de sus descendientes. Lo importante no era tanto la respuesta de Castro, en la que difería de sus predecesores, como la pregunta, que era idéntica a la de ellos: qué era lo que definía la identidad española.
Aunque su puerto de partida fuera un existencialismo pesimista, su barco acababa varado en el esencialismo nacional. El objetivo de la historiografía, anunciaba al inicio de su obra, es «fijar la identidad de un pueblo»; el historiador es «biógrafo de pueblos» y su intención es escribir «historia interna», en el sentido de Unamuno, pues pretende nada menos que captar la «intimidad» de los españoles del pasado. Para Ortega los pueblos, o las «razas», se distinguían por sus «estilos vitales»; y Castro, como observa Javier Varela, pretende describir la «morada vital», la «intuición vital», el «ángulo vital», la «postura vital» o los «móviles vitales» de los españoles. A esto añade su adhesión a la visión orteguiana sobre la relación élites-masas, muy compatible, en definitiva, con el ideal pedagógico de los ilustrados y con el modelo de la Institución Libre de Enseñanza (ILE): la masa, el pueblo, realiza las revoluciones políticas, con intervenciones redentoras salvajes y supremas, como en 1808; las élites, en cambio, son los agentes de la modernización por la vía de la instrucción y la formación técnica[679].
Con evidente exageración, Castro hacía derivar todo lo español, y solo lo español, de aquel trauma originario. Por todas partes encontraba en España rastros de la cultura «conversa» —a veces, para él, puramente hebrea y otras, «semita» o mezclada con lo árabe— y restaba protagonismo o excluía como no español lo que no se adecuaba al modelo. Aquel angustioso problema de las minorías no integradas dominaba, en su esquema, toda la producción intelectual que singularizaba a España. Fuera de España, en cambio, en ningún lugar parecía haber culturas minoritarias reprimidas dignas de mención; como en ninguno había habido aristocracias que consideraran degradantes los trabajos manuales; o en ninguno —europeo, al menos; Oriente era otra cosa— había habido cultura «mágica» (el poder taumatúrgico de los reyes franceses era, para él, indicio de racionalidad). Todo, en suma, se leía a la luz de una única clave cultural, omnipresente y exclusiva, que convertía en abismal la distancia que separaba a España del resto de la cultura occidental.
Más grave aún era la continuidad sin límites de que dotaba a esa identidad, convertida en una especie de Volksgeist inmutable, impermeable ante todo cambio histórico posterior, imposible de desmontar una vez establecida —su «morada vital», dijo Eugenio Asensio, más merecía llamarse «cárcel»—; lo cual contradecía precisamente su prometedor planteamiento historicista inicial. De aquel trauma originario se habrían derivado no solo la mística, la picaresca o la lírica del Siglo de Oro, sino todo el resto de los fenómenos y rasgos claves de la historia española durante el resto de los siglos: la revuelta comunera, la herejía de los alumbrados, el desdén nobiliario hacia el trabajo, la imposibilidad de construir un Estado moderno o una economía industrial, el regionalismo, el anarquismo… y la guerra fratricida de 1936, que Castro atribuía a la religiosidad fanática, a la intolerancia heredada, al «haberse hecho endémica entre nosotros la necesidad de arrojar del país, o de exterminar, a quienes disentían de lo creído y querido por los más poderosos»[680].
La obra de Américo Castro causó un enorme impacto en los círculos exiliados y en el hispanismo internacional, entre otras razones porque combatió los enfoques socioeconómicos, tan en boga en los círculos universitarios avanzados de los cincuenta y sesenta, en nombre de un acercamiento estrictamente cultural, llamado a imponerse en las décadas siguientes. «Castas más bien que clases», proclamó Castro, retador[681]. Lo que explica también el excepcional impacto de su obra en países como Estados Unidos, donde empezaban a desarrollarse los programas de «Cultural Studies» y existía tanto interés por el pasado judío. La «castrista», al final, se convirtió en la principal escuela del hispanismo estadounidense[682].
El de Castro fue, en resumen, un empeño audaz, atractivo, erudito y escrito con fuerza y estilo. Ayudó muy eficazmente a recuperar personajes y aspectos olvidados o reprimidos en la historia de España. Pero su atrevimiento hubiera sido mucho más fructífero si hubiera evitado entrar en el pantanoso terreno de las esencias nacionales y hubiera sabido distinguir los problemas históricos lejanos de los del momento que le había tocado vivir. Porque para él los judíos representaban la intelligentsia moderna, reencarnada para su generación en Ortega; los «moros», la clase obrera; y los «cristianos viejos», el obstáculo para la modernización de España; ese obstáculo que todos buscaban, y que para Joaquín Costa representaría el binomio «oligarquía y caciquismo»; para Ortega, la ausencia de feudalismo; para los catalanistas, «Castilla»; y para Tuñón de Lara, el «bloque de poder». La preocupación presentista se reveló en él, como en tantos otros, como el mayor obstáculo para entender el pasado.
El mundo académico de la España de Franco, pese a sentirse injuriado por un trabajo que destacaba aspectos tan radicalmente alejados de los estereotipos católicos e imperiales, careció de la potencia necesaria para elaborar una respuesta. La réplica le llegó de fuera, de los propios medios exiliados. Fue desde la República Argentina y la firmó un medievalista de gran reputación, Claudio Sánchez-Albornoz, discípulo de Hinojosa y Menéndez Pidal y antiguo compañero de Castro en el Centro de Estudios Históricos, que se había labrado una sólida imagen como investigador de la España romana al principio y más tarde la visigoda, musulmana y, sobre todo, cristiana de la alta Edad Media. Aunque no compartía la negativa visión de Ortega sobre los visigodos, Albornoz creía en la ausencia o debilidad del feudalismo en España, factor clave de la «anormalidad» española; y documentaba esta tesis analizando la repoblación de las dos mesetas castellanas como una operación que había dado lugar a una estructura, rara en Europa, de una poderosa monarquía sobre una masa inorgánica de hidalgos, campesinos libres y villanos, sin apenas escalones nobiliarios. Los orígenes del feudalismo se convirtió en una obra seminal en relación con las instituciones políticas y estructuras sociales de la alta Edad Media[683].
Pero no le bastó. Como Castro, Albornoz se consideró capacitado para elaborar toda una explicación global de la historia de España, que se elevaba con facilidad a teoría filosófico-antropológica sobre el «ser» de España. En 1956, lanzó desde Buenos Aires su España, un enigma histórico, obra a la que él, en privado, llamaba el «anti-Castro». Su tesis central era que existía «continuidad» en la identidad española, alrededor de un Homo hispanus formado desde la noche de los tiempos, cuyo carácter sobrio se debía al «medio físico», a la sequedad de la tierra (mesetaria, desde luego; como tantos otros, Albornoz identificaba España con Castilla). Ello, junto a la herencia moral derivada de las guerras e invasiones con las que este grupo humano había tenido que enfrentarse, explicaría su rudeza, su violencia, su exagerado individualismo. Aunque Albornoz —que, como positivista, se declaraba enemigo del romanticismo— se negara a llamar a este conjunto de rasgos Volksgeist, lo cierto es que lo consideraba constante durante milenios. Tan constante que la derrota italiana en Guadalajara en 1937 no era, para él, según observa Javier Varela, sino una repetición de las derrotas de las legiones romanas ante Numancia[684].
Pero que hubiera durado no quiere decir que permaneciera inmutable. Como el propio Albornoz escribe, «no hay un arquetipo definido y definitivo de lo hispánico» porque «los estratos diversos de lo español han ido alterándose un poco cada día»; el «río de la historia» ha ido recibiendo constantes aportes de sucesivos afluentes. Con un peso relativo, eso sí, muy distinto en cada caso. El legado romano, por ejemplo, unió a los hispanos en una misma lengua y cultura y, a la vez, la racionalidad romana y el contacto con un mundo cultural más amplio suavizaron su «apasionamiento»; pero no surgió de ahí una nueva «estructura vital», pues, al igual que Menéndez Pidal y tantos otros, Albornoz opinaba que los romanos que vinieron a la península acabaron siendo «hispanizados», como demostró el grupo de escritores hispanolatinos de rasgos netamente españoles, clásicamente representado por Séneca. Ni siquiera el cristianismo, que añadió un rasgo tan importante y permanente a la personalidad española, significó el giro decisivo en su proceso formativo. En cuanto a la aportación cultural de los visigodos, Albornoz la creía muy valiosa, contra Ortega, pues dio origen a la conciencia de ser una comunidad humana singular y propia (la «intuición sentimental de la unidad vital de Hispania dentro del orbe romano»). Pero también terminaron absorbidos por la superior personalidad y potencia cultural de los hispanos[685].
Para Albornoz, a diferencia de lo que opinaba Castro, la invasión de menor importancia era la musulmana. Para empezar, porque, según él, quienes llegaron en el 711 «apenas estaban influidos por lo islámico» y porque el intercambio cultural y la influencia mutua entre musulmanes y cristianos del norte fueron despreciables. Pero, sobre todo, porque, a medida que se iba produciendo la reconquista de tierras hacia el sur, la renovación de la población fue casi total. En conjunto, las poblaciones hispánicas sometidas a los musulmanes se arabizaron en ínfimo grado. Más bien ocurrió lo contrario: la hispanización de los árabes, que acabó dando lugar a una cultura mucho más hispánica que «oriental». Como aportación cultural, lo más destacable que quedó fue el reforzamiento del aspecto místico en la religiosidad, que terminó confiriendo al pueblo español ese rasgo barroco, o romántico, que dificultó su adaptación a la racionalidad moderna. El efecto verdaderamente crucial de aquella invasión fue negativo, por la reacción que provocó, ya que los españoles se unieron para luchar contra ella. En cuanto a los judíos, por quienes Albornoz sentía poca simpatía, apenas encontraba nada bueno que recordar; la convivencia con ellos fue difícil, porque intentaron dominar y explotar al pueblo; su principal legado, añade con malignidad, fue la Inquisición, «satánica invención» conversa contra sus propios correligionarios.
En resumidas cuentas, de ningún modo se puede hablar de «simbiosis entre culturas»; lo que hubo fue antítesis, forcejeo, persecuciones y matanzas. Los cristianos, por su parte, se unieron por su empresa común, la Reconquista, aquel largo proceso que salvó «el ser y la esencia misma de Hispania». La identidad española quedó apoyada, en cualquier caso, en unos pilares culturales plenamente latinos y cristianos, occidentales, frente a la tesis de Castro, que la vinculaba a la cultura «semita» u «oriental»[686].
A primera vista, por tanto, la principal diferencia entre Castro y Albornoz residía en que para el primero hubo un momento crucial en la emergencia de la identidad española, allá por el siglo X, debido al poso judío y musulmán, y para el segundo, en cambio, el proceso se había iniciado mucho antes, había sido más lento y se había nutrido de aportaciones culturales más variadas. Pero en Albornoz había una visión más estable, pues el ente nacional se anclaba en elementos permanentes, como la raza y la tierra, y no se derivaba meramente de acontecimientos históricos. Y su interpretación era más convencional, pues a estos aspectos «materiales» añadía una inequívoca misión histórica, alrededor de la defensa de la religión, iniciada en los largos siglos de lucha con el islam y desplegada con plena potencia durante la Contrarreforma; una misión que en parte era destino y en parte voluntad, un «querer ser» colectivo, pues los españoles habrían aceptado gozosamente el encargo providencial. «En defensa de la unidad de la fe sí se dio España toda. Y se dio hasta la postración y la esterilidad», escribía Albornoz; «la Contrarreforma fue su gloria y su tragedia»; durante ella, España batalló por «inviolables principios jurídicos y morales» que «sobrevivieron a su derrota»; «locura fue, y la más grande de la historia, la del sacrificio de España por mantener la unidad católica de Occidente y por permanecer fiel a principios morales de actividad política de los que se burlaba un mundo conquistado por Maquiavelo y por Bodin»; al final, «España sucumbió por la presión guerrera implacable de las más grandes coaliciones de potencias que había conocido Europa».
Estas discrepancias entre las respuestas ofrecidas por Castro y Albornoz se reducían hasta casi anularse si pensamos en el marco conceptual sobre el que ambos desplegaban su historia. Los dos aceptaban que el objeto de estudio era el ente nacional y que la pregunta que se debía responder era la definición de su identidad. Incluso el dibujo esencial de aquella identidad era sustancialmente coincidente: ambos encontraban en el «temperamento español» rasgos de orgullo, dignidad personal, fuerza de voluntad, sentido del honor, lealtad a los hombres más que a las ideas, rigor ético y defensa de valores ideales frente a la política del éxito y la eficacia (la «perversa y diabólica dialéctica de Maquiavelo», para Albornoz)[687].
Sánchez-Albornoz, en definitiva, no renovaba radicalmente la visión heredada de Modesto Lafuente y Menéndez Pidal. Mantenía la idealización liberal de la Edad Media, pero no en relación con cualquier reino cristiano peninsular, sino con el castellano. Castilla había llegado a ser el centro político de España no por azar. El castellano era un pueblo colonizador, «con alma fronteriza», muy distinto al leonés, más feudal, anticuado, neogótico. Castilla impulsó la Reconquista —y luego la repoblación peninsular y la colonización americana— y creó así una comunidad de municipios democráticos, un «islote de hombres libres en la Europa feudal». Pero de ningún modo se impuso por la violencia a catalanes, vascos o gallegos; ni tampoco «deshizo a España», como creía Ortega, sino que, muy al contrario, «España deshizo a Castilla», la hizo caer en la miseria. Albornoz mantenía la condena liberal de los Habsburgo, por la subordinación de los intereses peninsulares a sus objetivos dinásticos, que arruinaron con empresas bélicas incesantes la agricultura cerealista castellana y su pujante industria de lana, seda, hierro y cuero. Ellos fueron los responsables del «cortocircuito de la modernidad española», es decir, de obstaculizar el desarrollo del «espíritu burgués» en Castilla, frente al cual triunfó el «hidalguismo», algo distinto al feudalismo, pues consistía en vivir de la mística del servicio al rey o a los poderosos, en medrar a la sombra del favor real o señorial. A partir de aquel momento, el clima de enfrentamiento, de «permanente guerra civil», se convirtió en «esencia histórica hispana».
Pese a los aspectos negativos que detectaba, Albornoz, en conjunto, reivindicaba la identidad cultural española. Europa debía mucho más a España que España a Europa: le debía «mucho más que un continente», pues «los descubrimientos y exploraciones de los hispanos contribuyeron decisivamente al nacimiento de la modernidad […], impulsaron el auténtico libre examen de la naturaleza y de la vida […], abrieron una etapa de optimismo […], prepararon el camino a la victoria de la razón y de sus proyecciones filosóficas y científicas».
Como Castro, Albornoz abandonó el terreno del documentalismo positivista para elevarse a interpretaciones de tipo global e introdujo, con considerable arbitrariedad, conceptos relacionados con las «estructuras» o «sistemas» sociales, deducidos, según él, «científicamente» de datos contrastables. Curiosamente, recurrió a expresiones como «contextura temperamental», que no se distanciaban demasiado de la «morada vital» de su antagonista. Y su providencialismo casaba mal con su pretendido respeto por los datos; por ejemplo, las circunstancias históricas que colocaron en la zona cantábrica de España, «en la que no era posible retroceder», a «un pueblo con un estilo de vida peculiar y unas peculiares reacciones psíquicas y tácticas», no pudieron ser casuales, para él, sino «preparadas por la divinidad a fin de servir de barrera decisiva para salvar el cristianismo». A diferencia de Pidal, que había hecho de la lengua el eje de la identidad española, Albornoz volvía a la religión, como Menéndez Pelayo[688].
Si Castro fue muy bien aceptado en los departamentos estadounidenses, Albornoz fue, en cambio, mejor recibido por los historiadores españoles. Le elogiaron desde Valdeavellano hasta Menéndez Pidal; como hicieron, entre los cercanos al régimen, Sáinz Rodríguez o Fernández de la Mora. Aparte de la pugna corporativa entre medievalistas y filólogos e historiadores de la literatura, a ninguno de ellos agradaba el gran peso atribuido por Castro a judíos y musulmanes en el pasado hispánico.
En resumen, entre Princeton, Buenos Aires y California se cruzó en la década de 1950 y 1960 un ruidoso debate sobre la esencia española y sus «problemas». Tanto Castro como Albornoz querían defender la «identidad cultural» española, pero ambos encontraban males patológicos en la misma y ofrecían su diagnóstico. Los dos estaban marcados por la tragedia de la Guerra Civil e intentaban entenderla remontando sus causas, en general, a la Edad Media. Ambos interpretaban el pasado con esquemas del presente y acusaban al otro de presentismo. Los dos se proclamaban historiadores y terminaban haciendo metafísica. No era buen síntoma que, después de los horrores vividos en la Segunda Guerra Mundial a consecuencia de los nacionalismos esencialistas, se siguiera defendiendo, como hacía Albornoz, que «ni hombres ni pueblos pueden vivir […] sino su propia vida, cualesquiera que sean los climas culturales en que vaya transcurriendo su existir». Después de 1945, el marco intelectual de los vitalismos colectivos estaba siendo rápidamente abandonado por historiadores y científicos políticos occidentales. Los propios Menéndez Pidal o Américo Castro, en sus prólogos a libros anteriores, insertaron en la década de 1940 y 1950 advertencias exculpatorias: el primero advirtiendo que no creía en «ningún determinismo somático o racial, sino [en] aptitudes y hábitos históricos que pueden y habrán de variar con el cambio de sus fundamentos», por ejemplo, la educación; y el segundo pronunciándose contra la «entidad abstracta, predeterminada y atemporal» del Homo hispanus[689]. Pero la mayoría de los intelectuales españoles seguían dominados por la ansiedad sobre la «identidad» nacional. Seguían dándole vueltas a la «anormalidad» de su proceso modernizador (entendiendo por «anormalidad» su inadecuación a los modelos inglés, francés o alemán) o a la debilidad de su Estado y la incapacidad de establecer un sistema participativo y mantenerlo de forma estable. Y la guerra vivida en 1936-1939 había elevado su ansiedad a niveles de angustia.
LA SUPERACIÓN DEL DEBATE ESENCIALISTA
Las tragedias internacionales derivadas de los nacionalismos, y el nuevo clima intelectual posterior a la Segunda Guerra Mundial, acabaron por dejarse sentir y comenzaron a emerger síntomas de que se estaba produciendo una reacción contra la literatura «identitaria». El primero fue anterior a la derrota de Hitler y pasó mucho más desapercibido de lo que merecía: fue Razón del mundo, obra de Francisco Ayala aparecida en Argentina en 1944 y reeditada con ampliaciones en México en 1962. Ayala era un literato granadino nacido en 1906 que estudió derecho y filosofía y letras en Madrid y se integró en las tertulias literarias e intelectuales de la capital. Incorporado a la cátedra de derecho político de Adolfo Posada, leyó a Hermann Heller y a los clásicos de la sociología alemana. Combatió por la República, pero en 1939 se exilió a Argentina, donde residió hasta 1950. Pasó luego a Puerto Rico y de ahí a Estados Unidos, donde enseñó otros dos decenios. Volvió a España al fin de la década de 1960 y se estableció definitivamente en ella en la década de 1970. Murió en 2009, a los ciento tres años, colmado de reconocimientos académicos más que merecidos.
Ayala comenzó por publicar importantes obras narrativas, algunas de corte vanguardista. Pero su etapa latinoamericana dio un giro a su vida y le llevó a escribir un Tratado de sociología (1947) y una Introducción a las ciencias sociales (1952). Sus reflexiones giraron entonces alrededor de la crisis de la modernidad, entendida como la pérdida de vigencia de las estructuras sociales y los valores dominantes en Europa entre el Renacimiento y la Gran Guerra[690]. En resumen, Ayala era un exiliado republicano con buena formación literaria y jurídica, lo que era normal, pero con la peculiaridad de conocer bien a los clásicos de la sociología y de la ciencia política; si a ello se añadían sus vivencias internacionales, se comprende que enfocara los problemas de la historia española no solo a partir de los habituales esquemas internos, sino de modelos válidos para otros casos.
Ahí residió la novedad de su Razón del mundo. Aunque el tema principal de la obra no era el «ser de España», sino la definición de los intelectuales y su función en la historia, entró en el análisis del llamado «problema español». Y rechazó, de manera completamente innovadora, su propia relevancia como tema en sí mismo. El caso español debía ser analizado, para él, en términos estrictamente históricos y generalizables, sin partir de ningún tipo de excepcionalismo. Según su explicación, la era renacentista había disuelto el orden medieval, basado en unas jerarquías estamentales que culminaban en el Imperio y el papado, y había inaugurado otro construido sobre Estados soberanos, tendentes a uniformar jurídicamente y homogeneizar culturalmente el espacio que dominaban. Pero aquel orden moderno había entrado en crisis en el siglo xx, debido a una tendencia a la «unificación del mundo» («globalización», se diría más tarde), por imperativos de la «unidad técnica». Los sistemas de poder político seguían, sin embargo, basados en los nacionalismos, fundamento de la legitimidad del poder en la etapa recién superada.
Dentro de este proceso general, el español era uno de los Estados de formación más temprana, pero los primeros Habsburgo lo habían puesto al servicio de la Contrarreforma católica, con el anticuado objetivo de mantener la unidad espiritual medieval. A aquel mundo mental había seguido adherido durante siglos, lo que le había dejado al margen de las grandes revoluciones intelectuales y políticas modernas, como demostraba, por ejemplo, el militante antimaquiavelismo de los teóricos políticos españoles. La Contrarreforma, que «anuda nuestro destino hasta el estrangulamiento», fue «grandiosa tozudez», «desvarío, locura insigne», cuyo símbolo imperecedero sería el gran personaje cervantino. El nacionalismo, ideología moderna por excelencia y una manifestación más de la nueva moral «maquiavélica», era «directamente opuesto a nuestra gran tradición ecuménica». Con lo que, en definitiva, «el famoso problema de España no es sino un resultado de la inadecuación de las categorías del nacionalismo, vigentes en Europa, para interpretar la realidad de un país que había sido primera potencia mundial y cuya historia debía verse desde esa cumbre como el proceso de decadencia de una nación, “nación” que, hablando en propiedad, nunca había llegado a serlo, como […] tampoco lo fue nunca el Imperio británico».
Solo en 1808 —seguía Ayala—, cuando Napoleón sacudió «el viejo armatoste del Estado español», hubo un primer fogonazo nacionalizador, cuando las minorías ilustradas quisieron organizar el reino sobre el principio de la soberanía nacional. El retorno de Fernando VII deshizo «el equívoco del pretendido alzamiento nacional» y la pugna se libró, a partir de ahí, entre el «nacionalismo liberal burgués» y la «obstinada tradición teocrático-autocrática del viejo Estado». Un verdadero clima de exaltación nacional no había existido, en realidad, hasta después de la derrota cubana, y fue creado por los escritores del 98. Ellos abandonaron la reflexión sobre las reformas que el país necesitaba para preguntarse «qué cosa sea España», «muda esfinge cuyo secreto obsesiona a estos escritores»; se dejaron dominar por «la idea romántica de una esencia, alma o espíritu nacional», que además vivían como drama personal, lo que explica los «sudores y espantos de quienes se debatían frente al indescifrable enigma». Los de su generación, proponía Ayala, debían romper con ese planteamiento, si no querían ser «los últimos extraviados de esa insensata caterva». Era comprensible que hubiera sido nacional la historiografía hasta la Segunda Guerra Mundial, en un mundo regido por Estados nacionales. Pero, si «la fase histórica de las nacionalidades est[aba] concluyendo», no tenía sentido «seguir esforzándose por […] desentrañar el alma nacional»[691].
Razón del mundo recibió, en 1947, duras críticas desde la revista Realidad, firmadas por Claudio Sánchez-Albornoz, un antagonista previsible. El medievalista detectaba en Ayala «paletismo de papanatas lugareños» al aceptar «los juicios peyorativos foráneos sobre España» y desmentía sus argumentos en nombre de los «datos históricos». Este replicó reprochando a Albornoz su falta de formación teórica, que le llevaba a creer que un conocimiento era «científico» simplemente por apoyarse en documentos, cuando la filosofía de la ciencia había establecido que las pruebas empíricas siempre se apoyan en una interpretación a partir de hipótesis teóricas. Ayala añadía con condescendencia que comprendía que Albornoz, absorto en sus investigaciones sobre la Edad Media y «desorbitado por su particularismo», se hubiera desentendido de las cuestiones teóricas, pero su conocimiento es «indispensable para construir la Historia». Albornoz era, en resumen, un «investigador erudito cuya autoridad de especialista el mundo reconoce», pero «ideológicamente informado por el ya insostenible nacionalismo de mediados del siglo XIX; y esta ideología (curiosa de observar en un medievalista) configura y alimenta sus emociones patrióticas»; «definir lo hispánico sustancial desde hace milenios» no era sino un «trasnochado intento»; «¡todavía con el Volksgeist a cuestas!», resumía Ayala con enfado[692].
Ayala se ocupó también de Castro en 1962, en el prólogo a la reedición de Razón del mundo. Se sentía más cercano a sus tesis por su prometedor planteamiento inicial, pero tampoco comulgaba con su «esencialismo romántico»; pues Castro acababa atribuyendo a esa «vividura» de las tres culturas «la consistencia inalterable de una sustancia», lo que, en el fondo, la convertía en el «alma nacional»; «el historicismo no consiente, en verdad, solidificar de ese modo el pasado». En definitiva, al igual que pasaba con Albornoz, «las elucubraciones, contradicciones y perplejidades de este maestro admirable» reflejan la crisis del pensamiento nacionalista, «cuya base de realidad está desapareciendo con las transformaciones políticas del mundo actual»[693].
Las reflexiones de Ayala apenas tuvieron impacto en el interior del país, tan aislado de aquella polémica como de casi todo lo que se debatía en el exterior. Sin embargo, el nuevo clima acabaría por penetrar también en España y, en 1963, terció en esta polémica José Antonio Maravall (1911-1986). Habiendo estudiado Derecho y Filosofía y Letras, como Ayala, Maravall no procedía de ambientes institucionistas, pero sí había sido cercano al círculo orteguiano. Atraído por la poesía, se vinculó de joven a grupos vanguardistas, pero a la vez entró, como ayudante, en las cátedras de Hacienda Pública (Flores de Lemus) y Derecho Político (Pérez Serrano). Políticamente, evolucionó, dentro del republicanismo, hacia un nacionalismo autoritario y, en 1932, se sumó al Frente Español, en el que también estuvieron María Zambrano o Alfonso García Valdecasas, acabando en posiciones falangistas en la primavera de 1936. Sobrevivió en Madrid a la Guerra Civil y, al terminar esta, se unió, como Laín o Tovar, al grupo intelectual que reconocía como líder a Dionisio Ridruejo. Descubrió en aquellos años su pasión por la investigación histórica y escribió su tesis doctoral sobre La teoría española del Estado en el siglo XVII (1944); fue un trabajo erudito y sólido, basado en la búsqueda de una concepción del Estado peculiar, «española», distinta de la dominante en el resto de Europa. Pero, en 1949, fue nombrado director del Colegio de España en París, puesto que desempeñó durante cinco años. Allí trabó contacto con Jean Sarrailh, Fernand Braudel y la escuela de los Annales, que marcaron su vida de manera crucial. En España, se incorporó a la recién creada facultad de Ciencias Políticas, donde enseñó Historia del Pensamiento Político Español (título que él cambiaría más tarde por «en España»). No solo evolucionó políticamente en un sentido liberal y europeísta, sino que se distanció de las interpretaciones nacionalistas y de lo que llamaba «romanticismo» (vivo, para él, en un Américo Castro). Toda su obra posterior, tanto si versaba sobre el Renacimiento como sobre el Barroco o la Ilustración, tendería a destacar la existencia de estos fenómenos culturales, típicamente europeos, en la historia española.
En 1960, Maravall se atrevió con un artículo crítico sobre la visión historiográfica de Albornoz, hacia quien el historiador valenciano sentía gran respeto como medievalista, pero cuya interpretación global creía limitada por estar «construida según la concepción de los estereotipos nacionales», superada ya en aquellos momentos; en el futuro, auguraba, «se podrá seguir y aún habrá que seguir haciendo historia de una u otra nación, pero esta no podrá hacerse en la forma de historia nacional». Tres años después, en la recién reaparecida Revista de Occidente, publicó un importante artículo que tituló nada menos que «Sobre el mito de los caracteres nacionales». A partir de abundantes citas de autores y textos de diversos momentos históricos, pero también apelando a antropólogos y psicólogos sociales, argumentaba allí que esas descripciones eran borrosas, cambiantes, basadas en datos insuficientes e indemostrables y siempre al servicio de intereses políticos. Atribuir a los grupos humanos las cualidades que se predican de los individuos era hipótesis «aventurada» e «infecunda»; «el carácter de un pueblo, como conjunto, es una de las cosas más variables y movedizas». En resumen, «esas caracterizaciones globales de la cultura nacional, como producto de un espíritu que se revela en sus creaciones y manifestaciones históricas, son una falacia»; «los estereotipos son mitos»[694].
Pese a llegar a conclusiones parecidas, un punto de partida muy distinto al de los anteriores fue el de Julio Caro Baroja (1914-1995), etnólogo, lingüista e historiador, hijo del editor Caro Raggio y sobrino de Ricardo y Pío Baroja. Discípulo de Telesforo de Aranzadi, José Miguel de Barandiarán y Hugo Obermaier, Caro se había doctorado en historia antigua. Dirigió en la década de 1940 el Museo del Pueblo Español, pero nunca se integró en la universidad, lo que le permitió frecuentes estancias en el extranjero y un contacto constante con antropólogos, especialmente anglosajones. Publicó múltiples estudios etnográficos sobre temas saharianos y vascos, pero también sobre arados o molinos de viento, dialectología o literatura de cordel, brujas, moriscos o sobre la Inquisición. Caro Baroja, fue una especie de sabio universal, raro en su época.
En 1970 lanzó su breve libro El mito del carácter nacional. Partiendo de un enfoque más histórico que antropológico, acumulaba informaciones sobre la evolución de los estereotipos colectivos y acababa defendiendo que el carácter nacional, como cualquier otra categoría del pensamiento humano, no era permanente. Recordaba las descripciones del español a finales del XVI como adusto, serio, vestido de negro, frente al francés amigo de fiestas y colores. Analizaba el surgimiento de los primeros estereotipos negativos del español, centrados en su intransigencia religiosa, que se acentuarían con la decadencia de la monarquía y evolucionarían hacia lo burlesco y despectivo. Seguía con la revalorización romántica de los rasgos medievales y concluía con el tratamiento español del asunto hasta Ganivet, Altamira y otros escritores del 98. En resumen, concluía, el gusto por la generalización histórico-psicológica ha hecho decir «no pocas tonterías» a muchos «hombres ilustres» sobre una «psicología» o «mentalidad» española única y estable a lo largo de los siglos. «Soy ajeno a toda pretensión de caracterizar de modo permanente a los “españoles” y me parece un tema de importancia secundaria para un historiador social y un etnólogo». Se trata de un mito, como «muchos de la Antigüedad pagana», pero sin su «majestad y profundidad» y más «amenazador y peligroso». El «carácter nacional» de un pueblo no pasa de ser una invención «para hacer hablar mucho y mal a gentes concejiles»[695].
Entre 1960 y 1970, en resumen, acabaron al fin las discusiones sobre la esencia de España y el «carácter español». Vicens Vives, en su segunda edición de la Aproximación a la historia de España, se declararía contrario a debatir sobre el «ser de España». Domínguez Ortiz afirmaría que España no pasaba de ser una referencia geográfica, sin significado político, hasta el siglo XVIII. Algo semejante mantendría Joan Reglà, en su muy difundida historia con Jover, Ubieto y Seco.
En aquellas mismas fechas, sin embargo, la obsesión por la identidad estaba renaciendo entre los nacionalismos periféricos. Como forma de oponerse a la dictadura, se puso de moda buscar en el desván antepasados culturales que marcaban el destino del grupo. El propio Caro Baroja lo constató en 1970: después de que los franquistas hubieran «converti[do] el patriotismo en monopolio», hacían ahora lo propio nacionalistas vascos o catalanes; a corto plazo, es algo que reporta grandes ventajas políticas; pero «produce a la larga grandes catástrofes»; lo «ocurrido desde 1921 a 1945», por ejemplo[696].
Con relación a España, en todo caso, llegó así al final de su recorrido el tema identitario. Pero había protagonizado el debate en el ensayo historiográfico durante casi dos tercios de siglo. No sería exagerado decir que de él hizo su tarjeta de presentación, o su signo de identidad, la intelligentsia moderna.