CAPÍTULO XX

LOS ÚLTIMOS GRANDES PARADIGMAS

 

 

 

Gonzalo Pasamar, el más reconocido especialista en historiografía española de los siglos XIX y XX, observa que a partir de los años sesenta esta experimentó «una expansión, cuantitativa y cualitativa, sin precedentes»[697]. A primera vista, es paradójico que sintiera tan inusitado interés por la historia una sociedad que estaba cambiando más rápidamente que en cualquier otro momento de su pasado conocido. Algo tenía, sin duda, que ver con la necesidad de legitimar un cambio político que se veía como inevitable; la historia fue, una vez más, usada como instrumento político, esta vez contra una dictadura, como previamente la dictadura la había usado para legitimarse. Como coincidió con un espectacular incremento de la demanda educativa por parte de las nuevas clases medias, se multiplicaron las plazas docentes, proliferaron los congresos y debates sobre historia y abundaron los temas históricos en las listas de títulos de los recién aparecidos libros de bolsillo. Con la peculiaridad de que, frente a la pasión franquista por la era imperial o la fascinación romántica por el mundo medieval, lo que se deseaba conocer ahora era el pasado inmediato, los siglos XIX y XX. Un pasado duro y sangriento sobre el que —en la medida en que las fuentes y la situación política lo permitieron— se arrojó abundante luz, contra lo que apuntan las denuncias sobre un supuesto «pacto de silencio».

Por parte del régimen, el modelo de historia basado en la exaltación de un pasado imperial nacionalizado e idealizado se hallaba en una fase terminal patente. En el terreno histórico, como en tantos otros de la vida cultural, el franquismo fue pasando a la defensiva en sus últimos lustros, a la vez que se producían el crecimiento económico y la modernización social. Sus primeros años habían supuesto una ruptura radical con el pasado reciente y una ofensiva abierta contra todo lo que significaba la tradición liberal, en especial la de signo institucionista. En sus años finales, las obras propiamente franquistas, como la Historia de España en seis volúmenes del marqués de Lozoya (1967-1970), lograron una repercusión escasa. La línea historiográfica tradicional se mantuvo en la Historia de España firmada por Luis Suárez Fernández y José Luis Comellas (1975-1976). Estos mismos autores dirigirían, junto con Demetrio Ramos Pérez y José Andrés-Gallego, una gran obra colectiva ya en los años finales de la Transición, con el título de Historia de España y América (Rialp, 1981-1992). Dada su magnitud, esta obra fue muy dispar y algunos artículos sobre la era contemporánea, firmados por Shlomo Ben-Ami, Raymond Carr, Stanley G. Payne, Ignacio Olábarri Gortázaro Joaquín Romero-Maura, contribuyeron a renovar sus respectivos campos[698].

Un síntoma temprano del distanciamiento frente a la historiografía oficial, y una muestra de lo que Jordi Gracia ha llamado la «resistencia silenciosa» contra el régimen, fue la aparición de algunos libros de historia que no solo evitaban la retórica «viril», voluntarista y violenta —poniendo, en cambio, el énfasis en los juicios razonados y la cuidadosa fundamentación del trabajo—, sino que huían también de los viejos temas imperiales y tocaban el pasado ilustrado o liberal con un sutil y discreto respeto, o subrayaban la vinculación entre la historia española y la europea. Aparte de quienes mantenían viva la llama de la tradición institucionista, como Valdeavellano, Carande o el propio Menéndez Pidal, así lo hizo Luis Díez del Corral, intelectual de trayectoria muy cercana a la de José Antonio Maravall, que, en 1945, publicó El liberalismo doctrinario, sobre el moderantismo político francés y español en el XIX, y, en 1954, El rapto de Europa, libro en el que, so pretexto de la relación de Europa con el mundo, abundaban las referencias a la española como cultura europea[699].

Sintomático también del nuevo clima fue el éxito que alcanzó, en 1963, la Introducción a la historia de España firmada por Ubieto, Reglá, Jover y Seco, cuya orientación, según Pasamar, era «católica, liberal y simpatizante con la democracia […], partidaria de la evolución del franquismo más o menos confiada en que la monarquía […] tomaría en su momento la senda liberalizadora». Los rasgos definitorios de este volumen serían, sigue Pasamar, el eclecticismo metodológico, el predominio de la historia contemporánea y el desinterés por el debate sobre el «ser de España»[700].

Uno de estos últimos autores, José María Jover (1920-2006), ha sido mencionado en este libro en repetidas ocasiones. Se inició como modernista, y miembro de la llamada «generación del 48», pero terminó como contemporaneísta y fue uno de los que abrieron el camino a la llamada «historia social», especialmente gracias a su conferencia «Conciencia burguesa y conciencia obrera en la España contemporánea», datada en la muy temprana fecha de 1951. Aunque tampoco llegara a publicar nunca una gran obra global sobre la historia de España, mostró la originalidad y fuerza de sus planteamientos en múltiples trabajos posteriores. Un rasgo muy propio de su obra fue la importancia que concedió a la literatura como fuente histórica. Como él mismo declaró, Pérez Galdós era su «primer maestro de historia». Inició también el estudio del nacionalismo español en términos históricos, con una excelente introducción al volumen de la Historia de España Menéndez Pidal sobre el reinado de Isabel II. La Primera República, el federalismo y el sexenio revolucionario en general, fueron otros de sus temas predilectos; su conocimiento del periodo y su gusto por la literatura se conjugaron en una exquisita edición de la novela de Ramón J. Sender Míster Witt en el Cantón. Jover dirigió, además, según quedó dicho, la Historia de España Menéndez Pidal durante un cuarto de siglo. Junto con Artola, Maravall o Vicens, contribuyó de manera decisiva al planteamiento de la historia de España en términos profesionales, distanciándola tajantemente de las anteriores elucubraciones ensayísticas sobre la esencia nacional[701].

Gran recuperador de la tradición liberal fue también Miguel Artola, llamado a convertirse, a partir de finales de los cincuenta, en la máxima autoridad sobre el primer liberalismo español. Sus primeras obras fueron Los afrancesados (1953), que trataba con respeto y detalle nada menos que a los grandes traidores de la leyenda sobre el inicio de la nación en la era contemporánea, y Los orígenes de la España contemporánea (1959), donde analizaba las opiniones y propuestas emitidas por organismos e individuos en relación con la convocatoria a Cortes de 1810. A estos dos libros añadiría el importante volumen de la Historia Menéndez Pidal sobre el reinado de Fernando VII (1968), memorias de los tiempos de este rey, una edición de las obras de Jovellanos y libros sintéticos sobre las Cortes de Cádiz o la guerra de la Independencia. En cuanto a la historia española en su conjunto, si bien tampoco ha ofrecido ningún paradigma interpretativo global, ha contribuido a través de múltiples publicaciones a elaborar esquemas explicativos derivados de las ciencias sociales sobre fenómenos de alcance intermedio: la hacienda real desde el Antiguo Régimen hasta el siglo XIX, los partidos y programas políticos, los modelos constitucionales, la monarquía o los ferrocarriles, todo ello en relación con la España contemporánea. Como empresa colectiva, dirigió entre 1988 y 1993 una Enciclopedia de la historia de España, en siete volúmenes, de gran calidad técnica y neutralidad ideológica[702].

Dirigida por Miguel Artola, Alianza-Alfaguara lanzó una serie histórica de gran éxito, compuesta por siete volúmenes (1973-1975), que marcaba los nuevos rumbos permitidos por la «liberalización» del régimen. Si algo caracterizó a aquella colección fue la eliminación consciente de la narración, cosa que sin duda desorientó a muchos de sus lectores. Lo que dominaba en el planteamiento de la serie era la descripción estructural del periodo, que hacía mayor énfasis en aspectos económicos o políticos según la especialidad del autor, y se apartaba de manera ostensible tanto de las glorificaciones imperiales como de los debates metafísicos sobre el «ser de España». Pero esa descripción estructural no se adscribía a ninguna corriente específica. Tres de los ocho autores (Vigil, García de Cortázar, Tamames) podían considerarse marxistas, como observa Pasamar, pero la periodización del conjunto respondía al criterio político tradicional —salvo la división en periodos de «burguesía revolucionaria» y «burguesía conservadora»— y se encontraban en ella alusiones esporádicas a las luchas de clase o a la «superestructura ideológica», tributos que había que pagar al ambiente intelectual dominante en los medios de la oposición. Especial impacto causó el tomo de Ramón Tamames sobre la Segunda República, la Guerra Civil y la era de Franco, en el que el autor apenas ocultaba sus simpatías republicanas[703].

Aquella serie marcaba ya un nuevo rumbo, de mayor radicalización, porque el levantamiento de la censura previa por la ley Fraga, en los años sesenta, posibilitó la aparición de obras con posiciones solo veladamente contrarias al régimen. Se abrió entonces un periodo de agitación que marginó a quienes habían emprendido aquel camino más cauto de la «resistencia silenciosa» e incluso se les negaron méritos que hoy se les reconocerían por haber creado el clima que fomentó el consenso general sobre la necesaria democratización del país tras la muerte del dictador. Su moderación les distanció de los universitarios jóvenes con mayor preocupación política, seducidos en general por una retórica muy radical y que evocaban el pasado para justificar diversos proyectos revolucionarios. Proyectos que, por cierto, no se vieron cumplidos.

 

 

LA HISTORIA SOCIAL. LOS HISTORIADORES DEL EXILIO

 

Lo que gozó de las preferencias de aquellas generaciones jóvenes fue la llamada «historia social», con un eje central que era la historia del «movimiento obrero», germen, se suponía, de la futura sociedad socialista. Todo en ella sonaba a descubrimiento de una realidad ignorada, porque los siglos XIX y XX habían sido evitados, o incluso suprimidos, por los historiadores del régimen. Lo que se buscaba era retomar el hilo de una tradición que la ruptura de 1939 había hecho desaparecer. Podría decirse, parafraseando a Cánovas, aunque en sentido opuesto, que lo que se pretendía era reanudar la historia de España. Pero aquella tradición se interpretaba en términos muy radicales. Se invocaba a Giner de los Ríos o a Azaña, a quienes no se había leído, a la luz de Sartre o de Marcuse. En historia, eso significaba hablar sobre todo de las luchas obreras de los siglos inmediatos, que habrían conducido a la Guerra Civil en la que el propio régimen anclaba su legitimidad, revisada ahora desde la perspectiva de los vencidos.

Aunque los jóvenes universitarios no lo sabían, y lo fueron descubriendo entonces, existían antecedentes de este tipo de historia social, que se remontaban al primer tercio del siglo. Estaban representados por los libros escritos por algunos de los propios dirigentes obreros, empezando por Anselmo Lorenzo o Juan José Morato, o por intelectuales interesados en el tema, como Juan Díaz del Moral, Manuel Núñez de Arenas, Pascual Carrión o el francés Angel Marvaud[704]. Muchos de los exiliados de 1939 se dedicaron también a escribir o reivindicar la historia de sus propios partidos o sindicatos. Entre los intentos de elaborar una historia general de España destacó el del socialista Antonio Ramos Oliveira (1907-1973), periodista y ensayista político que publicó, en Londres, Politics, Economics and Men of Modern Spain, 1808-1946 y, en México, una Historia de España, en tres volúmenes. Ambos se volcaban en el siglo XX y en la reflexión sobre la derrota republicana en la Guerra Civil. Hombre de su época, Ramos Oliveira no podía dejar de reflejar ideas aprendidas de Costa, Altamira, Pidal o Giner de los Ríos. Pero era también un militante socialista de la vieja escuela y de ahí que su esquema explicativo básico partiera del marxismo.

Ramos Oliveira analiza todos los problemas políticos a los que dedica sus páginas a partir de sus raíces socioeconómicas: los «intereses de clase» en el sistema de la Restauración o en la aparición del catalanismo, la «lucha de clases» como explicación de la crisis política de 1931 y de la guerra de 1936. Evita el debate sobre el «ser de España», niega que se pueda hablar de «continuidad de los españoles» alrededor de un sustrato racial y moral permanente y dice, al contrario, que «España es una nación moldeada en grado superlativo por la acción de la historia». La misma unidad nacional —que él valora positivamente— fue un producto de la historia y se debió a los monarcas, superadores del caos medieval derivado de la fragmentación nobiliaria. No acepta que Castilla haya oprimido a otros reinos, en especial a Cataluña, y se pronuncia muy contundentemente contra el autonomismo catalán, al que la Segunda República hizo concesiones que nunca debió hacer. En conjunto, el error republicano fue no culminar la «revolución burguesa», lo que dio tiempo a la «oligarquía agraria» a reaccionar y preparar el levantamiento de 1936, un «típico pronunciamiento absolutista»[705].

Otro republicano exiliado, esta vez en Francia, fue F. G. Bruguera, de quien no conocemos más datos. Su libro, Histoire contemporaine d’Espagne (1789-1950), publicado en París (1953), es un intento de aplicación de un esquema marxista rígido sobre el pasado español. En la breve introducción el autor explica que la clave de la historia contemporánea española no se halla en el pretorianismo, el clericalismo, la monarquía o el «carácter español», sino en «las crisis económicas, sociales, espirituales y coloniales». Pero de «espiritual» o cultural hay poco en el libro, porque en cada una de las etapas en que divide el periodo estudiado suele distinguir «état de l’économie», «remarques sur la société» y «récit politique», cerrando sobre todo con un juicio taxativo sobre la fase en que se encuentra la revolución del momento. Porque revoluciones hay solo dos: la burguesa, que abarca de 1789 a 1868 y cubre toda la primera parte del libro; y la obrera, cuyo preludio es el objeto de la segunda («Hacia la revolución social», 1868-1950). La clave de la primera etapa fue la desamortización, que dio origen a la burguesía terrateniente, y la de la segunda la política minera e industrial, que hizo nacer al proletariado. Pese a que el libro reúne múltiples datos económicos, sobre todo a partir de Madoz, los capítulos se abren y cierran con algún giro político. La «destrucción total y definitiva del Antiguo Régimen» coincide con el reinado de Isabel II, periodo en el que el autor dictamina que la burguesía liquidó el absolutismo monárquico, aunque fracasara en la construcción de un orden político. Hubo, por tanto, revolución burguesa en España, aunque con las peculiaridades de que se perdió el imperio, en beneficio de Inglaterra, y se entregaron las nacientes industrias al capitalismo extranjero; el débil entramado político hizo, además, que la burguesía se tuviera que enfrentar al proletariado aislada y en precario equilibrio.

Los análisis sumarios y las afirmaciones contundentes continúan en la segunda parte. La revolución de 1868 es catalogada ya como proletaria y explica su fracaso por la «falta de preparación» de los revolucionarios y por el «egoísmo de clase» de su antagonista burgués, que, a partir de ahí, hubo de apoyarse en los militares para defenderse (de un proletariado que es «constantemente revolucionario»). El sexenio demostró que «no podía haber libertad política en España sin que se produjese de inmediato la revolución social». La Restauración fue una contrarrevolución enmascarada tras un falso régimen liberal «que ocultaba el egoísmo de las clases propietarias». Surgieron datos nuevos, que contribuyeron a la inestabilidad política, como los nacionalismos periféricos, «impulsados por la necesidad de proteger sus industrias», y el desastre colonial, detonante del hundimiento de todo. Otra gran tentativa proletaria, inserta en el contexto revolucionario europeo del momento, se produjo en 1917, pero Primo de Rivera logró el apuntalamiento provisional del edificio, aplastando a un proletariado que se hallaba «mordido, en gran parte, por las doctrinas de Bakunin», lo que le hacía «persistir en errores» («muchos proletarios no son revolucionarios, sino revoltosos»). La Segunda República fue un intento de «redressement» nacional, pero se quedó en el terreno político, evitando el social, como probó su moderada reforma agraria, viéndose al final enfrentada con una reacción lanzada «en los brazos del fascismo, su último recurso». El franquismo, en fin, mera maquinaria policial represora al servicio de las «clases propietarias», del clericalismo y del anticomunismo internacional, había llevado al país a la ruina. En resumen, y como le pedía el público francés al que estaba destinado el libro, la historia contemporánea española se componía de liberalismo fracasado, pretorianismo y peso agobiante de una Iglesia ultramontana[706].

El propio Pierre Vilar, que no fue un modelo de flexibilidad ideológica, tildó a Bruguera de dogmático en una reseña publicada en Annales. Y es Vilar quien merece ahora nuestra atención, porque fue, sin duda, el historiador de mayor impacto en los medios antifranquistas en los años cincuenta y sesenta, dada su doble vertiente de historiador de base marxista y que centraba su investigación en Cataluña. Nacido y educado en Francia, país de gran tradición hispanista y lugar de acogida de la mayoría de los exiliados de la guerra española, Pierre Vilar (1906-2003) fue a la vez militante del Partido Comunista e integrante de la escuela de los Annales. En 1947 publicó su Histoire de l’Espagne, un breve «Que sais-je?» traducido al español por Manuel Tuñón de Lara y lanzado en París por la célebre «Librairie Espagnole» en 1960. La obra —que superó la veintena de ediciones— se articulaba sobre los cambios estructurales de la sociedad española a lo largo de los siglos y defendía, como tesis central, que la España del XIX y del XX no había vivido una «revolución burguesa», es decir, una transición completa del feudalismo al capitalismo. Era una cuestión que no tenía un mero interés histórico, sino político inmediato, pues la inexistencia de un régimen burgués pleno justificaba una estrategia reformista para hacer posible ese paso previo a la revolución obrera; es decir, era preciso dejar el socialismo para un momento ulterior y colaborar ahora con la «burguesía avanzada» para establecer una «democracia liberal»; lo que el Partido Comunista —moderado, dentro de la izquierda— proponía[707].

Aquel presupuesto esencial de la inexistencia de una «revolución burguesa» contaminaba el resto y convertía en fundamentalmente negativa la visión de Vilar sobre la España contemporánea. Como ha sintetizado Miguel Martorell, «el estancamiento de una economía predominantemente agraria condujo al fracaso de la revolución industrial; el atraso económico debilitó a la burguesía, que no supo, o no pudo, llevar a cabo la revolución que la transformara en clase hegemónica y pactó con la aristocracia; debido al fracaso de las revoluciones industrial y burguesa, nunca llegó a consolidarse un sistema político liberal que realmente pudiera calificarse como tal, ni un Estado fuerte». Todo era un rosario de fracasos: una economía predominantemente agraria, una industrialización fallida, una burguesía casi inexistente, una revolución liberal incompleta, un pacto oligárquico que controlaba el poder político, un parlamentarismo falseado y un Estado, en definitiva, impotente; el propio «fascismo» español no era sino un «compromiso» de la burguesía con las fuerzas dominantes en el Antiguo Régimen. Siguiendo la senda de Vilar, los historiadores volvieron a hacer suyo el mito del fracaso, tan en boga tras el 98. Especialmente los contemporaneístas más jóvenes y brillantes de los sesenta y setenta volvieron sobre la «anomalía española», aunque con términos nuevos. Solé Tura se refirió a una «revolución burguesa frustrada» porque «no se había conseguido implantar plenamente el modo de producción capitalista como modo dominante», sino que las «estructuras semifeudales del campo y la pequeña producción» se habían impuesto sobre la «gran industria». Antoni Jutglar escribiría que la sociedad española del XIX había estado dominada por una clase inmovilista y vinculada a «fórmulas del Antiguo Régimen y a realidades estructurales anacrónicas y retrasadas». Gabriel Tortella certificó tanto el «fracaso en materia de industrialización» como el «fracaso del sistema bancario español para promover el desarrollo económico», debido sobre todo a la concentración de todos los esfuerzos en el ferrocarril. Para Jordi Nadal, hubo clara «comunidad de intereses entre la nobleza del Antiguo Régimen y la burguesía profesional», nada interesadas en una reforma agraria radical; la burguesía compró las tierras desamortizadas y la aristocracia, a cambio de conservar sus propiedades, aceptó ceder sus privilegios políticos; sin una «auténtica revolución agraria», España «no pudo tomar el tren de la revolución industrial». Y, para Miquel Izard, todo el proceso condujo al dominio de una «oligarquía terrateniente», convertida en «la facción hegemónica dentro de la clase dominante española». Citas, todas ellas, tomadas del análisis que Martorell hace de este paradigma del fracaso[708].

 

 

MANUEL TUÑÓN DE LARA Y LA NUEVA HISTORIOGRAFÍA ANTIFRANQUISTA

 

El animador más visible de este nuevo interés por la historia contemporánea española fue Manuel Tuñón de Lara (1915-1997). Nacido en Madrid, tenía 21 años al iniciarse la Guerra Civil y era un estudiante de derecho afiliado a la FUE y a las Juventudes Comunistas. Encuadrado en el Quinto Regimiento durante la guerra, pasó algún tiempo encarcelado en los primeros años de la década de 1940. Terminada la Segunda Guerra Mundial, se exilió a Francia, donde residiría a lo largo de tres decenios. Mientras subsistía como periodista y traductor, conoció a Manuel Núñez de Arenas, autor de una temprana Historia del movimiento obrero español, crucial encuentro que le orientó hacia la historia obrera. Apoyado por Pierre Vilar y Noël Salomon, entró en la École Pratique des Hautes Études, donde obtuvo un título de Historia, y, en 1965, ocupó el puesto de profesor de Historia y Literatura Españolas en la Universidad de Pau. En 1960, publicó La España del siglo XIX (1808-1914), a la que siguió, en 1966, La España del siglo XX, libros de obligada adquisición para quienes, desde la España de Franco, salían a París y se acercaban a la Librairie Espagnole o a Ruedo Ibérico. A medida que la censura franquista se relajaba, pudo lanzar también dentro del país su Historia y realidad del poder (1967), Medio siglo de cultura española (1885-1936) (1969) y El movimiento obrero en la historia de España (1972)[709].

Manuel Tuñón de Lara llegó a encarnar como nadie la visión del pasado que asumían como propia quienes se oponían al régimen. A ello contribuyó su calidad de exiliado político, testigo y actor de la misma historia que escribía, y su metodología, básicamente marxista; pero le ayudó también su estilo literario ágil y eficaz, muy cercano al periodismo, y su carácter abierto y sociable, tan distante de las rigideces académicas. A partir de 1970, desde el Centre de Recherches Hispaniques de la Universidad de Pau, organizó unos coloquios anuales a los que asistían los historiadores españoles jóvenes más prometedores y politizados; el impacto de aquellos debates y ponencias —cuyo tema estrella tendía a ser la historia social y del movimiento obrero— fue inmenso. A partir de 1973, Tuñón retornó esporádicamente a España y sus apariciones públicas se convirtieron en acontecimientos mediáticos: impartió cursos y conferencias multitudinarios en centros culturales o facultades universitarias y acabó siendo nombrado, mediante un procedimiento excepcional, catedrático de la Universidad del País Vasco en 1983. De la capacidad integradora de Tuñón y de su reconocida autoridad da idea el hecho de que fuera designado como director del equipo que preparó para Televisión Española la larga serie documental emitida sobre la Guerra Civil con ocasión de su cincuenta aniversario. Dirigió también una Historia de España publicada por Labor, en catorce volúmenes, en 1980-1991, en la que participaron nada menos que treinta y dos colaboradores, lo que la convirtió en la expresión de los puntos de vista de toda la generación antifranquista[710].

Del método historiográfico de Tuñón de Lara, lo más relevante es su utilización de datos más hemerográficos que archivísticos, así como de conceptos y métodos de análisis procedentes de la sociología, la economía y la ciencia política. En su obra abundaban términos desconocidos en anteriores libros de historia españoles: «bloque de poder», «aparatos de Estado», «formación social», «luchas por la hegemonía», «contradicciones», «crisis», «élites», «mentalidades», «grupos de presión». Aunque su raíz básica fuera marxista, su esquema explicativo no se reducía a una rígida dialéctica en términos de luchas de clases. Las estructuras socioeconómicas eran el núcleo duro de su enfoque, pero resultaba patente —aparte de un tono moralista de herencia costiana— la impronta añadida de la escuela de los Annales y del estructuralismo francés, que le abría a una mayor interdisciplinariedad.

Entre las estructuras, Tuñón distinguía tres «niveles» o «aspectos» —«interdependientes», insistía— que, de un modo u otro, siempre están presentes en su esquema: el socioeconómico, el político y el cultural. Para analizar, sobre todo, las estructuras profundas recomendaba la utilización preferente del método cuantitativo, pero la «realidad» sociohistórica tampoco podía limitarse a esto; lo cuantitativo debía combinarse con lo cualitativo, como la estructura con la coyuntura y el tiempo largo con el breve. Un concepto, en especial, como el de «mentalidad social» —bastante impreciso, en definitiva— le permitió prestar gran atención a los temas culturales, sobre todo literarios, sin tener que pronunciarse de manera tajante en relación con el clásico problema marxista de la «determinación» o tan solo el «condicionamiento» de la «superestructura cultural» por la «base económica», aunque se ditanció explícitamente del «economicismo». Pero siempre, eso sí, procuró enfocar los «problemas de la cultura», como él mismo explica, no «como una enumeración de personalidades y de obras según las viejas historias de la civilización», sino centrándose en «las ideologías y su elaboración, así como su difusión a través de los distintos aparatos de hegemonía»[711].

Uno de sus conceptos más repetidos, y al que probablemente dedicó mayor atención, fue el de «bloque de poder», o «bloque hegemónico», que evocaba el «bloque histórico», puesto en boga en aquellos años sesenta por Poulantzas y por el comunismo italiano. Un «bloque de poder» era algo más que una simple alianza, como sería una coalición electoral. Era un «poder real» (es decir, capaz de tomar las decisiones cruciales), más «real» incluso, aunque menos visible, que el mero poder formal o político. Consistía en un conjunto de fuerzas que «dirige» —no «domina», aunque forma parte de él la clase o grupo social «dominante»— al resto de la sociedad. El ejemplo paradigmático de esta situación era, para Tuñón, la Restauración borbónica del último cuarto del XIX, momento en el que Cánovas se había apoyado en un «bloque de poder oligárquico» formado por la monarquía, la Iglesia —una vez derrotado el carlismo—, los mandos militares, la aristocracia, una buena parte del «personal político», la burguesía catalana —ganada por el proteccionismo—, la vasca —por los conciertos económicos—… En esa sociedad, ya burguesa, las clases dominantes se adaptaron a las nuevas formas liberal-parlamentarias, aunque impidieran la participación política de las clases populares y en muchos de sus comportamientos se observara un «techo ideológico» procedente del Antiguo Régimen. A diferencia de Vilar, Tuñón creía que en la España del XIX había habido una cierta «revolución burguesa». Aquella situación canovista se mantuvo, en todo caso, hasta que el 98 dio lugar a una «crisis de hegemonía» o «crisis ideológica». Siguió entonces existiendo un «bloque de poder», formado por los políticos monárquicos, pero ya basado en la fuerza y la opresión directa, en la resistencia obstinada a la reforma del sistema pese a la agudización de las tensiones sociales. Todo aquel inestable tinglado acabó desembocando en la dictadura de Primo de Rivera —que merecía ya el calificativo de «crisis de Estado»— y, tras la defección de una parte de las élites —esa «otra burguesía» que leía El Sol—, en el colapso de la monarquía en 1931[712].

Una característica del planteamiento tuñoniano es, por tanto, la atención relativamente menor que presta a los personajes y a los acontecimientos en favor de la longue durée. Ni siquiera un periodo tan largo como el franquismo podía entenderse en sí mismo, sino como consecuencia remota de la crisis del «bloque de poder» canovista acaecida en el primer tercio del siglo. Aquel bloque de poder asediado, especialmente en el momento republicano, en el que tan importante papel desempeñaban la Iglesia y la oligarquía terrateniente y financiera, fue la clave de la reacción «contra las libertades políticas […], contra la autonomía de Cataluña y del País Vasco, contra la reforma agraria, contra la secularización de los servicios del Estado […], en una palabra, contra la modernización del España», representada, según Tuñón, por la Segunda República. El régimen surgido en 1939 fue un sistema de «poder personal», sí, pero de ningún modo solo eso. «Franco fue la piedra angular que sostuvo y justificó el poder de un conglomerado de grupos sociales que fueron los verdaderos vencedores de la guerra civil». Su capacidad para mantener un hábil equilibrio aseguró su «poder personal», pero sobre todo le permitió cumplir «su función histórica de representar al bloque dominante». A lo largo de los muchos años que duró el régimen, dentro del bloque de poder se operaría una transferencia de la hegemonía desde la oligarquía o «gran burguesía terrateniente» hasta otra «gran burguesía», la financiera y de negocios; lo cual explicaba la modernización económica de los últimos lustros del régimen y el acceso al poder de los llamados «tecnócratas». En términos políticos, significó el tránsito de «un totalitarismo de derecha que podemos identificar como fascismo» al «autoritarismo tecnocrático que caracteriza el último periodo del franquismo». Pero aquella evolución dividió a quienes apoyaban el régimen y provocó sus «contradicciones» y crisis final[713].

Más que por la profundidad de sus análisis o por la originalidad de sus posiciones metodológicas, o incluso por la carga subversiva directa que pudieran contener sus obras, Tuñón de Lara destacó por ofrecer la versión del pasado que era el paradigma alternativo perfecto a lo que el régimen había fomentado en su época creativa. Era, por tanto, lo que pedían quienes se oponían al franquismo en sus años finales. Fue el hombre adecuado en el momento adecuado, y de ahí que su influjo superara con mucho el campo de la historia contemporánea. Abilio Barbero, Marcelo Vigil o Julio Valdeón son ejemplos de medievalistas que trabajaron, en aquellos mismos años, con esquemas no muy diferentes al suyo; e incluso contemporaneístas de formación tradicional, como Jover Zamora, y otros políticamente muy distantes de Tuñón incorporaron conceptos provenientes de sus libros[714].

Ha pasado, al escribirse estas líneas, casi medio siglo desde que vio la luz lo más significativo de la obra de Tuñón de Lara. Y el paso del tiempo se nota. Desde mediados de los ochenta han recuperado la centralidad los estudios culturales y la historia política, relegados por Tuñón a un plano subordinado. Lo político se ha revalorizado, bajo la influencia de autores como Juan J. Linz o René Rémond, aunque de ningún modo se plantea ya como una mera secuencia de pugnas y sucesiones en el poder, sino como análisis de los sistemas de toma de decisiones, cuidando en especial el rigor conceptual y comparando con los países del entorno. La historia del obrerismo ha ido siendo sustituida por otra más compleja, cuyo sujeto tiende a ser plural —no hay un único «movimiento obrero», como quería la ortodoxia marxista, siendo todo lo demás «desviaciones» de la correcta conciencia de clase— y está inserto en una visión global de los «movimientos sociales», no solo obreros. El esquema revolución burguesa frente a revolución proletaria como eje central de la historia contemporánea ha sufrido muy duras críticas y se ha visto afectado, como tantos otros conceptos de raíz marxista, por el desprestigio y el colapso final del llamado «socialismo real» a finales de los ochenta; hoy está prácticamente en desuso por parte de los historiadores jóvenes. En cuanto a la visión tuñoniana sobre la época canovista, fue cuestionada desde mediados de los setenta por historiadores formados con Raymond Carr y por otros en las décadas siguientes. Siguiendo a los sociólogos y politólogos estudiosos del clientelismo, estos autores renovaron la interpretación de aquella etapa, subrayando la dificultad de establecer un sistema liberal parlamentario y de modernizar la economía y la sociedad a partir de una realidad social rural y fragmentada; el caciquismo se adaptaba a aquel mundo local y era funcional como mediador entre el mismo y los centros urbanos en que residía del poder político. Eliminando la condena ética, heredera del costismo, el canovismo fue comparado con tantos otros sistemas representativos limitados existentes en países del entorno, que fueron capaces de evolucionar de forma menos traumática hacia cotas más amplias de participación democrática. La conclusión, en resumen, ha tendido a ser que España no era un país tan excepcional[715].

 

 

CATALUÑA: LA HUELLA DE VICENS VIVES

 

Con Tuñón de Lara puede, desde luego, constatarse que el debate historiográfico se había alejado radicalmente de las cavilaciones ensayísticas sobre la «esencia» de España. Algo que, sin duda, hizo también Vicens Vives desde la otra visión histórica dominante entre las generaciones que se enfrentaron con el último franquismo.

Al igual que lo había hecho en la historia «social», en la evolución de la historia catalana Pierre Vilar desempeñó un papel crucial desde Francia. Tras muchos años de influencia gracias a artículos o a la orientación a estudiosos españoles, en 1962 publicó al fin su masivo estudio, en tres volúmenes, titulado Catalogne dans l’Espagne moderne y significativamente subtitulado Recherches sur les fondements économiques des structures nacionales. Era, sobre todo, un libro de historia económica, a partir del análisis del medio geográfico, el tipo de explotación agraria y las relaciones de propiedad existentes en Cataluña en los siglos XVII y XVIII. La crisis del XVII, que habría sido, según él, menos grave en Cataluña que en Castilla, había propiciado el auge económico y demográfico del XVIII y la formación de un primer capital comercial que harían posible el despegue industrial del XIX. A partir de ahí, Vilar subrayaba la tensión centro-periferia y el sometimiento político de esta última, más rica, a un centro empobrecido. No le movía una intención nacionalista, sino una visión marxista del pasado, pero contribuyó a reactivar el debate sobre la identidad[716].

Sin embargo, y pese a su vida truncada prematuramente, el historiador que reanimaría el catalanismo no solo del siglo XX, sino incluso de los anteriores, fue Jaume Vicens Vives (1910-1960). Y nadie lo hubiera dicho, a juzgar por sus orígenes. Vicens se había formado con Antonio de la Torre, a su vez discípulo de Altamira, y de él aprendió no solo el rigor metodológico y la meticulosidad investigadora e interpretativa de los textos, sino también la prioridad de la geografía, la estructura económica y social y las instituciones sobre los acontecimientos bélicos y diplomáticos. Siguiendo a De la Torre, trabajó al principio sobre el siglo XV y escribió sobre Juan II de Aragón, Fernando el Católico y la revuelta de los payeses de remensa. La irrupción de Vicens —deslumbrante, desde el primer momento— se produjo en los años de la República y significó una toma de posición claramente opuesta a la historiografía catalanista tradicional, a la que tildó de romántica, politizada y de débil sustentación científica. Tampoco su interpretación de la obra del Ferran II de Aragón que se convirtió en Fernando el Católico coincidía con el tópico heredado de que su reinado había significado la entrega de Cataluña a Castilla y la implantación de un absolutismo que liquidó unas instituciones propias autónomas y democráticas. Muy al contrario, Vicens lo presentaba como la encarnación del racionalismo estatal y de la modernidad frente al mundo caduco y corrupto de la Generalitat, «un organisme emmalaltit» por su carácter oligárquico. Son citas recogidas de Josep Maria Muñoz i Lloret, que ha estudiado la obra de Vicens con sumo cuidado y a quien seguimos en estas páginas[717].

Aquellas primeras publicaciones provocaron una respuesta de Rovira i Virgili, que había escrito, en el decenio anterior, una importante, aunque inacabada, Història nacional de Catalunya. Rovira denunció la falta de «sensibilitat catalanesca» en «la joventut intel·lectual catalana», aludiendo a Vicens. Y este le contestó con altanería, acusándole de falta de profesionalidad como historiador y defendiendo la necesidad de una historia antiideológica, basada en la investigación archivística. Reconocía haber prescindido de la «consciència nacional» al analizar el reinado de Fernando el Católico, pero aseguraba que en la documentación de la época no había encontrado nada que pudiese interpretarse en ese sentido. No bastándole este enfrentamiento, el joven Vicens buscó otro con Ferran Soldevila, de cuya Història de Catalunya escribió una recensión muy crítica en 1935. En aquella obra había, para él, un excesivo interés por lo político, en detrimento de lo económico y social, y una constante «preocupación nacional», a la luz de la cual valoraba cada fenómeno histórico en términos de avance o retroceso en la construcción de la identidad patria. De nuevo, aprovechó para distanciarse de la «improvisación romántica» y los «prejuicios derivados de la historiografía de la Renaixença». Posición que de ningún modo significaba que simpatizase con lo que él mismo llamaba visión «ortodoxa» de la historia de España, representada por Menéndez Pidal u Ortega y Gasset, con quienes también expresó su desacuerdo[718].

La Guerra Civil sorprendió a Vicens en Barcelona. Destinado a sanidad militar, pudo seguir escribiendo e hizo una especie de visualización geopolítica de la historia catalana destinada a los soldados. Aunque no llegara a publicarse, su texto fue supervisado y depurado por los «responsables de l’ortodòxia», como él mismo dijo, cosa que le molestó y le hizo declararse «un heterodoxe cent per cent». Pese a ello, y pese a la protección de De la Torre, Vicens fue depurado al final de la guerra y separado tanto de la universidad como de la cátedra de instituto que había ganado en 1935. Se acercó entonces al grupo Destino y publicó allí varios artículos sobre geopolítica, en los que se apoyó en el concepto de «espacio vital», «lugar geográfico donde se produce la fusión del pueblo con el suelo y se desenvuelven las energías y la tensión política del Estado». También defendió por entonces el imperialismo hispanoportugués, llegando incluso a escribir que la situación bélica del momento podría reactivar el «sistema hispano del siglo XVI», lo que significaría una alianza Alemania-Italia-España. En esa misma línea, publicó en 1940 España. Geopolítica del Estado y del Imperio, un trabajo que, según él, debía «contribuir a la íntima comprensión de esta España que resurge ante nuestros ojos con su temple y sus características ancestrales»[719].

También en 1940 publicó Vicens Política del Rey Católico en Cataluña, con la editorial Destino, donde defendía la monarquía absoluta como racionalizadora del mundo medieval y la unión de Aragón con Castilla como culminación de un proceso natural de acercamiento. Si Cataluña pasó a una situación subordinada dentro del Estado español formado por Fernando e Isabel se había debido, para él, a su obstinado mantenimiento de estructuras anticuadas. De nuevo en su Historia general moderna, publicada en 1942, exaltaba el Imperio hispánico y las monarquías absolutas y lamentaba «la descomposición ideológica de Occidente» en el siglo XIX, por «hegemonía del cientifismo» frente a los «grandes principios» solo preservados por la Iglesia; en el xx, frente a la «ola roja» procedente de la Rusia soviética, habían surgido en Alemania e Italia «ideales nuevos, los cuales, recogiendo ciertos principios del socialismo, los combinaron con la espiritualidad nacionalista». Demostrando una y otra vez su inagotable capacidad de trabajo, en 1944 lanzó una publicación más, Mil figuras de la historia, donde destacaba con grandilocuencia el papel histórico de los «grandes hombres», entre los que figuraban José Antonio, Franco y los papas recientes; estos últimos, escribía, «nos recuerdan que el futuro de la Humanidad se halla en el exacto cumplimiento de la ley divina y en la fidelidad a la obra de Redención de Cristo». Todavía en 1946 publicó Rumbos oceánicos, un encargo editorial en el que también evocaba las «gestas gloriosas» de los navegantes hispánicos del siglo XV y del XVI; obra más literaria que las anteriores, le sirvió para ganar el premio Virgen del Carmen de 1947[720].

Aquel premio era la mejor prueba de que había conseguido recomponer sus relaciones con el régimen. Un paso previo había sido su reintegración en la enseñanza, cosa que logró en 1942. Clave en aquel proceso fue su acercamiento a personajes de su edad, bien situados políticamente —pero no falangistas—, a quienes él mismo llamó «la generación de 1948»: Palacio Atard, Calvo Serer, Rodríguez Casado, Pérez Embid, José María Jover, Pérez Bustamante, miembros del Opus Dei muchos de ellos, que pilotaban la revista Arbor, el Ateneo de Madrid y la editorial Rialp. Gracias a sus contactos y a su inagotable tesón, Vicens acabó consiguiendo en 1947 la cátedra de Historia de la Universidad de Zaragoza y su inmediato traslado a Barcelona. Pero continuó manteniendo su fuerte personalidad y cierta independencia frente al régimen, como demuestran su elogio del manual de Aguado Bleye, de orientación laico-republicana moderada y mal visto por el franquismo más ortodoxo, o sus críticas al Marañón de las Comunidades y al Menéndez Pidal de El imperio hispánico y los cinco reinos[721].

El año 1950 fue un momento crucial en la vida de Vicens, porque asistió al IX Congreso de Ciencias Históricas celebrado en París. Allí conoció a Arnold Toynbee, pero entró sobre todo en contacto con Fernand Braudel, Lucien Febvre y la escuela de los Annales, que estaba en su momento de plenitud. Los annalistes le convencieron de la necesidad de centrar el estudio del pasado en el «hombre común» y de abandonar las retóricas imperiales y los grandes temas abstractos sobre el «ser español», que seguían atrayendo a los mejores círculos españoles. Persiguiendo un nuevo tipo de historia científica, ajena a la ideología, se refugió en la historia de base estadística —economía y datos, pero no marxismo— que era típica de cierta rama de los annalistes. A la vez, seguía unido a Braudel por el común interés por la «geohistoria» (nuevo nombre de la «geopolítica») y a Toynbee, cuyo trabajo, según él, se asentaba en exhaustivos datos empíricos y, por tanto, nada tenía que ver con la «filosofía de la historia» de Spengler.

Vicens Vives se consideraba por entonces ajeno a la ideología. Ya en su Historia general moderna se había declarado contrario a la «Filosofía de la Historia», a la «historia apasionada» y a toda subordinación de los hechos históricos a «ideologías preconcebidas». Pero fue sobre todo en su presentación de la revista Estudios de Historia Moderna, de 1951, donde rompió explícitamente con la historia reivindicativa: «Debemos aceptar las consecuencias de los hechos históricos y rehusar toda actitud batallona ante el pasado. La beligerancia frente a la Historia debe reservarse al político o al santo. Como tal científico, el historiador no pretende enmendar los sucesos históricos, sino comprenderlos en su totalidad». «La Historia es la Vida, en toda su compleja diversidad. No nos sentimos, por tanto, atados por ninguna prevención apriorística, ni de método, ni de especulación, ni de finalidad […]. Intentamos captar la realidad viva del pasado y, en primer lugar, los intereses y las pasiones del hombre común». «En la Historia es un factor importante la lucha por la distribución de las riquezas morales y materiales», pero, a la vez, «la Historia debe definir las sucesivas mentalidades del pasado». Al igual que contra el «ideologismo», en aquella presentación se pronunciaba contra el «ensayismo filosofante» y se distanciaba abiertamente de debates como el librado entre Castro y Albornoz, basados para él en metodología anticuada, teorías abstractas y visiones demasiado unitarias de la cultura peninsular[722].

Por ecléctico que fuera, Vicens era muy modernizador desde el punto de vista metodológico si se compara con el panorama intelectual español de su época (al que despreciaba; en algún momento se atrevió a referirse al «evidente colapso del pensamiento histórico español»). Había que quitar, decía, la historia de las manos de «eruditos y aficionados», gente entusiasta, pero sin «preparación técnica» y sometida a «ideologías preconcebidas»[723]. A partir de esta premisa, emprendió una tarea ingente, que acabó ejerciendo una influencia sin par en la evolución de la historiografía catalana, e incluso española en general. Entre sus muchas iniciativas destacan, aparte de la fundación de la revista Estudios de Historia Moderna, la creación del Centro de Estudios Históricos Internacionales, la celebración de congresos de historia de la corona de Aragón, con considerable asistencia internacional, y la publicación del Índice Histórico Español, una exhaustiva recopilación comentada de bibliografía española e hispanoamericana, editada por Teide y con periodicidad trimestral. A la vez, Vicens creó toda una escuela, que hizo de Barcelona el centro historiográfico más avanzado de España durante al menos las dos décadas que antecedieron y siguieron a su muerte.

A la vez que se iba haciendo dueño de la escena barcelonesa, se acercó al catalanismo: mejoró sus relaciones con Soldevila, reanudó sus contactos con el exiliado Bosch Gimpera e inició relación epistolar con el también exiliado Ferrater Mora, a quien explicó que estaba embarcado en una tarea «titánica» por el «relanzamiento» de la «escuela histórica catalana» que iba de Capmany a Soldevila, pasando por Bofarull o Rubió i Ors, de la que se sentía miembro. Siguiendo a Toynbee, escribió entonces que no había cultura posible sin una minoría selecta que la vertebrara. En el caso catalán, este había sido el papel de la burguesía decimonónica y sus descendientes, capaces de crear un consenso social superador de los conflictos de clase y de ofrecer un proyecto político que, si no triunfó, se debió a la incomprensión de un Estado español ineficaz y excluyente. Es decir, en la Cataluña del siglo XIX había aparecido algo inexistente en la del XV: una minoría dotada de un proyecto modernizador. La decadencia, por tanto, había correspondido a la época de los Trastámaras y el «redreçament» o la «renaixença» a la burguesía del XIX. Hacía suya así una visión que presentaba el pasado en términos de paraíso-caída-redención muy del gusto del catalanismo tradicional[724].

De sus libros de la década de 1950, destaca en primer lugar su Aproximación a la historia de España (1952), obra breve y escrita en estilo muy legible, en la que mezclaba la narración y el análisis estructural. Según él mismo explicó, se trataba de un intento de síntesis a partir de «hipótesis de trabajo», contrarias a los «viejos moldes», pero también a las «fáciles estructuras ideologistas» con las que se intentaba combatirlos. Uno de sus temas destacados, como observa Muñoz i Lloret, es la difícil articulación de la península Ibérica en un conjunto homogéneo y una entidad política unitaria. Parte de la diferencia entre el núcleo cristiano surgido en Asturias, que acabaría generando el reino de Castilla, y el catalán, a la sombra del Imperio franco. Pero, a la vez, sigue creyendo que existió un «vivo sentimiento de hermandad entre los pueblos reunidos bajo el cetro de los Reyes Católicos». Reitera que el papel preponderante de Castilla había sido aceptado por todos y se debió a la decadencia catalana tras la peste negra y a la «colosal furia revolucionaria» de los siglos bajomedievales. Pero aquella situación se desequilibró por el intento de Olivares de acabar con los privilegios de catalanes y portugueses e imponerles el absolutismo que había destrozado a Castilla. Frente a los clichés heredados del catalanismo tradicional, Vicens atribuía la guerra de Sucesión a la pugna entre las grandes potencias por repartirse los territorios de la monarquía hispánica en Europa y creía que su resultado había acabado con «el anquilosado régimen de privilegios y fueros de la Corona de Aragón», un «desescombro» que «benefició insospechadamente [...] a los catalanes», porque les libró de «paralizadoras trabas» y les puso en igualdad de condiciones con los castellanos en el seno de la común dinastía. Ahí se inauguró, añadiría más tarde, la voluntad de Cataluña de intervenir en los asuntos de España. El siglo XIX fue «gris» en la Castilla dominada por el moderantismo, mientras que en Cataluña se disparó el crecimiento, a partir de una industria textil consolidada. Al finalizar aquel siglo, surgieron grupos insatisfechos con la situación española, como la ILE, pero también otros que reaccionaban contra la «interpretación que de su historia había dado el liberalismo centralizante» y las consecuencias políticas y económicas del «ajuste de la marcha del país al ritmo de Castilla». Todos coincidían en la necesidad de «europeizar España», pero era muy distinto el «pesimismo trascendente» de los noventayochistas, «curtido en una actitud nacionalista, utópica y telúrica», de la solución catalana, «optimista, construccionista, económica, burguesa e historicista». Los catalanes de este periodo hicieron una enorme aportación económica, cultural y política, a la vez que defendían la existencia de «una cultura autóctona y auténtica como representativa de una modalidad de lo hispánico»[725].

En 1954 reafirmó Vicens esta teoría en su gran artículo «Coyuntura económica y reformismo burgués», en el que sostenía que la «burguesía periférica» había sido la gran protagonista de la revolución industrial en Cataluña y del cambio político ocurrido en España a la muerte de Fernando VII. También presentó entonces la colección de Biografíes catalanes, editada por Teide, pero fue sobre todo el año de Noticia de Cataluña. Este libro se iba a titular Nosaltres els catalans y solo pudo ser publicado gracias a su amistad con Pérez Embid, director general de Información. Insistía allí Vicens en la importancia de la generación catalana de 1901, ligada a la burguesía regeneracionista, que había chocado con «l’incomprensió de l’Estat», incapaz de ver en ellos más que «dissidents» y «separatistes». Terminaba describiendo a los catalanes como un «poble de pagesos», anclado en la masía, con una mentalidad colectiva propia, basada en resortes psicológicos estables como el «seny» y la «rauxa». Se refería a «nuestra personalidad», «nuestro ser colectivo» o las «capas más profundas de nuestro carácter individual y colectivo». El libro suscitó entusiasmo en Barcelona, donde se extendió el sentimiento «d’haver recuperat Vicens per a la causa del catalanisme» (Muñoz i Lloret)[726].

A partir de entonces, Vicens Vives se iría convirtiendo en el gran patrono y protector de la personalidad histórica catalana. Los últimos años de la década de 1950 verían sucederse obra tras obra con su firma, todas ellas de gran éxito. De 1959 es su Manual de historia económica de España, con Jorge Nadal. De 1958, Industrials i polítics del segle XIX (traducido al castellano como Cataluña en el siglo XIX). Y de 1957-1959 su Historia social y económica de España y América, en cinco volúmenes, en la que dirigió a un grupo de autores de edad cercana a la suya, por lo que pudo presentarla como un «manifiesto generacional» que «abr[ía] la puerta de nuestra historiografía a nuevas vertientes». Era cierto. Aquella Historia social y económica fue un intento de insertar la historia catalana y española en un contexto internacional, saliéndose a la vez de un relato estrictamente político y cultural para anclarlo en cifras y datos «positivos» o contrastables. No hace falta añadir que las relaciones de Vicens con los círculos cercanos al régimen habían empeorado con los años y los primeros volúmenes de aquella obra sirvieron de pretexto para que Carmelo Viñas y Mey desplegara, desde Arbor, toda su artillería contra una historia que, para él, no era en modo alguno «social», sino, en todo caso, una «deficiente» historia económica, que llegaba a conclusiones «sin aducir comprobantes»; una obra, en resumen, «anticuada metodológicamente», «decepcionante» y «deshumanizada», según citas que recoge Pasamar[727].

Dentro de Cataluña, mayor importancia aún que aquella Historia tuvo su Industrials i politics, que contenía un abierto programa político y representaba la culminación en el giro de sus posiciones sobre el catalanismo. Como él escribió, aquel libro era la historia del «redreçament» de todo un pueblo, pues giraba en torno a los cambios demográficos, económicos, sociales, políticos y culturales en la Cataluña del XIX que hicieron posible «una de les revifalles populars més característiques de la història europea del segle passat». Los esfuerzos catalanes por modernizar el país entre 1808 y 1875 habían fracasado y los moderados «deixaren construir l’Estat espanyol al gust dels castellans»; lo que acabó significando poner el país en manos de los generales. En 1901 llegó a la madurez la «generació de gegants» catalanes, encabezada por Prat de la Riba, que ya no albergaba dudas sobre su misión. El catalanismo consiguió entonces superar el romanticismo histórico y literario de la Renaixença, así como sus conexiones con el carlismo y con el industrialismo proteccionista. Se fundieron las dos Cataluñas, la montañesa y la marinera, y el conjunto, tomando a Europa como ideal, se puso al nivel «dels centres econòmics més desenvolupats de la terra». Pero, eso sí, llegaron inmigrantes «miserables», «amb sang estranya» (muy distintos a los sensatos «operaris» catalanes), que se adhirieron a ideologías radicalizadas, y ese fue el origen de los problemas políticos y sociales de las décadas siguientes[728].

Por la vía de la historia socioeconómica, con un aparato y un lenguaje que se presentaban como objetivos y modernos, Vicens había propuesto una renovación de la historia de la que formaba parte la reivindicación de la importancia del papel de Cataluña en el pasado español. En nombre del análisis de datos cuantitativos elaborados por el historiador, a partir de documentos de archivo, había sabido evitar las polémicas sobre las esencias nacionales, tan vivas en los cincuenta. Pero, al final, a partir de las diferencias de ritmo y actitud ante la modernidad, acababa relanzando la contraposición esencialista entre Cataluña y el resto de España. La primera, gracias a la industrialización, se había convertido en una sociedad burguesa, había adquirido el sentido de la responsabilidad y la «vertebración» y había propuesto a España «la redempció pel treball». Como en esta se había impuesto, en cambio, la «fosilización del régimen agrario latifundista», fue imposible el entendimiento. A partir de ahí, el maniqueísmo estaba servido: había un «xoc de base» entre «el pensament productor —que és el pensament que ha sostingut Catalunya des de l’any 1830 amb el qual s’aliaren més endavant els ferrers bascos— i el pensament de consum, que ha prevalgut durant aquest mateix període de temps en el grup mercantilista de Cadis i, arrepenjant-s’hi, el grup parlamentari i burocràtic madrileny» (las cursivas son nuestras). Elevado ya al terreno de las esencias, no se privaba de decir que, si Inglaterra representaba el empirismo, Alemania, la metafísica, Francia, la razón y Castilla, la mística, la clave de Cataluña era «la voluntad de ser». Afirmaciones que en nada se distanciaban de las de Madariaga u Ortega (quien hubiera discutido con gusto, por cierto, qué identidad encarnaba la «vertebración»), contra cuyas posiciones había tronado el joven Vicens[729].

Como escribe Muñoz i Lloret, «l’historiador anti-romàntic acaba per fer una construcció idealista». El que de joven había denunciado la herencia catalanista como idealista, romántica y exculpadora de males —atribuidos siempre a causas exteriores— ahora ofrecía una visión mítica del pasado catalán a partir de un periodo de esplendor y grandeza seguido por una «pérdida» y decadencia causadas por un malévolo agente exterior, el unitarismo castellano, del que procedían incluso aquellos inmigrantes ajenos a la laboriosidad y el «seny» catalán y creadores de problemas sociales. Por la vía de la historia económica y social, y concentrándose en los siglos contemporáneos, Vicens remozaba así el estereotipo de una Cataluña industrial, monolíticamente moderna y europea, frente a otra Castilla no menos tópica y monolítica: medieval, agraria, católica, militar, funcionarial, solar de caciques, núcleo de las esencias opresoras. De su descripción desaparecía la Cataluña carlista, la de la Virgen de Montserrat y Torras i Bages (para quien a Cataluña «la hizo Dios, no la hicieron los hombres»), el racismo o el imperialismo de Prat de la Riba o los apoyos catalanes a Weyler y Polavieja, a Martínez Anido, a Primo de Rivera o incluso a Franco. La Cataluña del último Vicens era por antonomasia moderna, progresista y laica. Como de Castilla desaparecían la tradición liberal, la Institución Libre de Enseñanza, Manuel Azaña o el Madrid que resistió el asalto franquista, y era solo arcaica, reaccionaria y católica[730].

A Vicens, sin duda, le atraía la política y, de haber vivido, se hubiera convertido con toda probabilidad en el faro, quizás no solo intelectual, de la Cataluña de finales del siglo XX. A los efectos que aquí interesan, y pese a su deriva de los últimos años, fue un gigante que modernizó el trabajo histórico, en Cataluña y en toda España, de una forma que difícilmente admite comparación.

 

 

EL NUEVO HISPANISMO

 

A comienzos del siglo XX, el mejor hispanismo era sobre todo francés. Descollaban en él nombres como los de Alfred Morel-Fatio, Raymond Foulché-Delbosc o Évariste Lévi-Provençal. En Francia habían surgido el Bulletin Hispanique o la École des Hautes Études Hispaniques. Al mediar el siglo se añadieron, aparte del citado Vilar —que, dada su influencia en el interior, ha sido tratado previamente—, Marcel Bataillon, Fernand Braudel, Jean Sarrailh, Pierre Chaunu, Henri Lapeyre, Marcelin Defourneaux, Noël Salomon, Bartolomé Bennassar, Albert Dérozier, Joseph Pérez y otros varios muy prominentes, que concentraron sus esfuerzos sobre todo en la Edad Moderna. A partir de ellos se produjo una floración de estudiosos, formados muchas veces en el campo de la literatura y que, por influencia de los Annales o efecto de la radicalización política, fueron pasando a la historia social y cultural y, con frecuencia, a la era contemporánea. Ligados a Tuñón de Lara y los coloquios de Pau, formaron una generación muy potente en las décadas siguientes, en parte activa aún hoy[731].

En el mundo angloestadounidense, la cercanía y la rivalidad con los restos del imperio mantuvo durante largo tiempo la imagen de potencia colonial cruel y odiosa, reactivada en Estados Unidos durante la guerra del 98. Entre los historiadores seguía dominando la visión impuesta por los fundadores del hispanismo literario e histórico (lo que Richard L. Kagan ha denominado el «Prescott Paradigm»). Al finalizar el XIX, el historiador dominante era el británico Martin Hume (1843-1910), para quien las claves de la historia española seguían siendo Felipe II y la Inquisición; su gran obra, Spain, its Greatness and Decay (1479-1788), se publicó precisamente en 1898; el mismo año en que James Fitzmaurice-Kelly lanzaba A History of Spanish Literature. El mundo angloestadounidense, al escribir sobre España, seguía intentando entender su propio pasado, sus malas relaciones con aquella potencia que un día fue temible[732].

Menos fuerza tenía entre la intelectualidad británica y estadounidense la visión romántica de España, pese a que algunos de sus creadores, como lord Byron o Washington Irving, procedieran de aquellos medios. Para los románticos europeos, hacía tiempo que España era una potencia en declive y podían verla en términos puramente literarios, como país de un apasionamiento y un primitivismo simpáticos; un vestigio de otro tiempo, por el que el romántico sentía sobre todo nostalgia. Esta imagen se acabó extendiendo entre algunos angloestadounidense cuando, olvidada muy pronto la «splendid little war» de 1898, se produjo la gran crisis del racionalismo progresista que afectó a Occidente en los años de la Primera Guerra Mundial. El cambio llegó con Havelock Ellis (El alma de España, 1908) y, un poco más tarde, con Gerald Brenan, Robert Graves, Ernest Hemingway o Waldo Frank. La España virgen, de este último (1926), la España impoluta, «el único país no contaminado de Occidente», como lo describía Hemingway en sus cartas, era también la visión que inspiraba a Archer Huntington, bibliófilo de primera importancia, mecenas y fundador de la Hispanic Society of America (1909). Huntington era, no hay que olvidarlo, amigo y admirador de Menéndez Pidal y a la entrada de la Hispanic Society se exhibe una épica estatua ecuestre de El Cid anterior a la de Burgos[733].

Fue también el clima mental que indujo a Gerald Brenan, miembro del grupo de Bloomsbury, a retirarse a España tras la Gran Guerra. De España le atrajo su literatura, como la lírica de san Juan de la Cruz y, más tarde, de García Lorca. Terminada la Guerra Civil, de la que fue testigo en Málaga, intentó explicar al mundo angloparlante en El laberinto español la compleja conflictividad política de la España contemporánea. Aparecido en 1943, este fue un libro muy bien escrito, cargado de emotividad y de tópicos simpatizantes, cuyo eje explicativo seguía siendo la literatura, pese a que el acontecimiento central que quería explicar era político. No era la obra de un historiador, pero tenía la ventaja de la experiencia directa del autor, su contacto con los protagonistas y la vitalidad que lograba infundir al texto. Su éxito fue grande y se convirtió durante unas décadas en la principal síntesis introductoria a la historia reciente española en lengua inglesa, por lo que tuvo múltiples reediciones. Pero sus ingenuos prejuicios eran manifiestos; por ejemplo, la caída de Primo de Rivera se habría debido, según Brenan, a que ninguna «raza» era tan dada como la española a cultivar y destruir rápidamente a sus prohombres y a que, «en un país donde la mitad de la población se dedica a criticar al gobierno, sentada en los cafés, ningún dictador puede durar mucho tiempo». Era 1943. A Franco le quedaban 32 años en el poder[734].

Entre los historiadores profesionales, desde comienzos de siglo se había ido desarrollando la arqueología y la prehistoria alrededor de nombres como el francés Henri Breuil y el alemán Hugo Obermaier; en los años treinta, entre los fundadores de la New Economic History destacó Earl J. Hamilton, que escribió El tesoro americano y la revolución de los precios en España (1934), un libro clásico sobre las consecuencias inflacionarias de los metales preciosos traídos de América a Europa por los españoles. Y, en la historia de la literatura, Edgar Allison Peers publicó Historia del movimiento romántico español, en 1940, donde precisamente sostenía que los llamados románticos españoles no habían sido tales. En la década de 1950 y los primeros años de la siguiente, viajaron a España a realizar sus investigaciones Richard Herr, Hugh Thomas, Stanley G. Payne, John Elliott, John Lynch, Gabriel Jackson, Raymond Carr, Joan C. Ullman o Edward Malefakis. Llegaron quizás nutridos de muchos de los tópicos heredados del romanticismo y la leyenda negra; pero no venían a estudiar literatura, ni entendían España como un tema literario, ni se conformaban con fuentes secundarias: querían analizar problemas de historia política o económica en términos homologables a los de los demás países de su entorno; querían racionalizar los problemas, no confirmar sus prejuicios. Entraron en los archivos, venciendo las desconfianzas de los funcionarios del régimen, y realizaron una tarea que, justamente, sirvió para lograr la superación de los estereotipos heredados. Su huella difícilmente puede exagerarse. Convirtieron el hispanismo en una historia tan científica como cualquier otra. Se plantearon los problemas derivados del impacto de la modernidad en la sociedad española, los avatares que acabaron conduciendo, en el siglo XX, a la Guerra Civil y a la larga dictadura franquista, que tanto impresionaron al mundo. Para ello, no recurrieron ya al «carácter» o a la «forma de ser» española, sino a los antecedentes políticos, económicos, culturales: Herr profundizó como pocos en los problemas con los que se enfrentó la Ilustración en España; Joan C. Ullman reflexionó, con menos prejuicios que cualquier español, sobre el anticlericalismo de la Semana Trágica; Jackson, sobre la trayectoria de la Segunda República y de la Guerra Civil; Stanley G. Payne, sobre el fascismo español, el ejército, el catolicismo o el régimen franquista; Malefakis, de nuevo sobre los problemas sociales de la Segunda República; y Hugh Thomas dominó durante largo tiempo la visión en inglés sobre la Guerra Civil española, junto con Herbert R. Southworth, Burnett Bolloten o Ronald Fraser. No sería muy injusto incluir en este grupo a españoles que, por una u otra razón, trabajaban en el mundo estadounidense y que cooperaron con esta tarea, como Nicolás Sánchez-Albornoz, que se dedicó a la economía de los siglos XIX y XX, o Juan-Linz, que, además de sociólogo y politólogo, merece ser considerado historiador y que escribió sobre los partidos políticos, las instituciones democráticas o la transición postfranquista[735].

Al plantearse los problemas de la historia española, además, desde fuera, de forma natural compararon la sociedad española con otras que ellos conocían como estudiosos, lo que les proporcionó una distancia y unos modelos explicativos frecuentemente inexistentes en los historiadores españoles, muchas veces demasiado cercanos al tema y carentes de perspectiva comparada, presos todavía en aquel entonces de la convicción de la «excepcionalidad» patria. En relación, especialmente, con la historia contemporánea española, el vacío ofrecido por los historiadores españoles, en buena parte forzado por la situación política, fue cubierto por los hispanistas.

El hispanismo se ha desarrollado también en otros países, como Italia, Alemania o los Países Bajos, por no mencionar otros más lejanos, como Rusia, Canadá o Japón. Y en todos ellos dominan ya líneas similares de investigación.

 

 

EPÍLOGO: EL OCASO DE LOS GRANDES PARADIGMAS

 

En el terreno historiográfico, el fenómeno más destacado de la España postfranquista ha sido el interés despertado, de manera repentina, por lo regional y lo local, que ha reflejado el reconocimiento de la pluralidad que ha tenido lugar en la esfera política. Nada tiene que ver la situación actual con la de hace cuarenta años, cuando Tuñón de Lara pedía más «monografías provinciales»[736]; pero la nueva historiografía local ya no está imbuida del espíritu localista de corte romántico del erudito local a la antigua, sino que tiende a convertirse en plataforma de reivindicaciones de autonomía regional o nacional. El caso catalán ya ha sido mencionado. Para el vasco, hay que recordar la Síntesis de la historia del País Vasco, del jesuita Martín de Ugalde, o la Historia general del País Vasco, de los también sacerdotes Manuel Estomba y Donato Arrinda. Para el andaluz, la Historia de Andalucía, dirigida por Manuel González Jiménez y José Enrique López de Coca Castañer, con prólogo de Antonio Domínguez Ortiz. Han aparecido también historias —aparte de enciclopedias— de Castilla y León (Julio Valdeón), de Extremadura, de Galicia, del País Valenciano, en general obras colectivas y subvencionadas por instituciones autonómicas o cajas de ahorros regionales[737]. Lo que no ha llegado a haber, según Pasamar, es una «puesta en común de las conclusiones» y, en definitiva, nunca han encajado bien las historias autonómicas entre sí. Una historia de España realmente plural e integradora de las diversas perspectivas nacionales y regionales sigue sin hacerse. Se intentó presentar una visión de conjunto en la Historia de los pueblos de España, dirigida por Miquel Barceló, pero acabó quedando incompleta, indicación quizás, como también observa Pasamar, de que la euforia autonomista fue propia de los años setenta y ochenta, pero al terminar el siglo iba remitiendo[738]. Esas historias de las regiones o naciones que hoy son Comunidades Autónomas tampoco han tenido, por otra parte, un carácter innovador. Los esfuerzos se han centrado, más bien, en dominar el terreno de los manuales escolares, tema sobre el que debemos remitirnos a la bibliografía especializada.

El debate metodológico, una vez pasada la fase de la cultura antifranquista, no ha sido intenso, pese a lo cual se ha dejado sentir el impacto del linguistic turn y los trabajos históricos, además de diversificarse y multiplicarse, han tendido a reorientarse hacia lo cultural. La reivindicación de la historia cultural y la política o el resurgimiento de la biografía han servido de estandartes para la rebelión contra la visión estructural con supremacía de lo socioeconómico. La historia económica, por su parte, sin aspirar a ser ya la clave del conjunto de la evolución social, se ha convertido en un mundo autónomo y muy técnico, con mayores contactos con ambientes académicos internacionales que otras especialidades; algo semejante podría decirse de la demografía histórica.

Además de los temas culturales, otro terreno preferido para los investigadores en historia de las últimas décadas ha sido el político. Si en los años setenta José María Jover habló de la «absorbente primacía de la historia social», en los noventa Julián Casanova se refería —en términos quizás demasiado drásticos— al «secano español» en historia social[739]. Ciertamente, la potente historia obrera de finales del franquismo no supo renovarse ni ofrecer nada similar a la social history británica; su metodología fue descriptiva y tradicional, centrada en los partidos o sindicatos y en sus personajes más relevantes; los conflictos laborales españoles fueron asimilados sin más a los del «movimiento obrero» internacional; y se alcanzaron con demasiado apresuramiento conclusiones dominadas por su interés político. Apenas se estudiaron las relaciones entre asociados y dirigentes sindicales, el impacto de la actividad sindical en la vida laboral, ni la cultura obrera no directamente política, como las actividades en el tiempo de ocio, la vida familiar, las relaciones de género o la crianza y educación de los hijos.

En otros terrenos, y en el conjunto de nuestra historiografía reciente, se mantiene lo que Antonio Morales ha llamado su «orientación ensimismada», refiriéndose al localismo y al aislamiento respecto al mundo académico internacional. Pérez Garzón, en cambio, considera que la historiografía española vive un gran momento «por la riqueza, calidad y cantidad de obras históricas que en estos años han caracterizado nuestra profesión como abierta, plural y renovadora»; en los últimos dos decenios del siglo XX, según este autor, se ha producido «una auténtica eclosión polifónica en contenidos, métodos y aspectos que permiten calificar estos años como edad de plata para nuestra profesión». Esto es indudablemente cierto en términos comparados; han crecido los estudios históricos, los contactos con el mundo exterior y hasta los intentos de investigar y publicar sobre temas no estrictamente españoles. Pero el propio Pérez Garzón reconoce la «ausencia de escuelas metodológicas y de debates teóricos» y que, en general, la renovación en la investigación histórica se ha producido «a remolque de las propuestas realizadas en otros países»[740].

El rasgo más destacado en la situación historiográfica española de comienzos del siglo XXI es la fragmentación y la inexistencia de un paradigma histórico dominante. Ni siquiera hay autores o escuelas de gran prestigio que se atrevan a ofrecer una interpretación global de la historia de España. François Lyotard incluyó, entre los síntomas de la postmodernidad, el fin del «gran relato» histórico; del gran relato con «pretensión hegemónica o exclusiva», matiza Santos Juliá, como era propio del paradigma marxista o estructuralista; lo que no significa, sigue Juliá, una «crisis», sino «el comienzo de un verdadero pluralismo, del relativismo epistemológico»[741].

En un mundo que tiende a eludir el debate, el torbellino político sigue, sin embargo, reinando en el terreno de los nacionalismos. Entre los historiadores que han defendido una visión más unitaria del pasado español, por mencionar únicamente a autores de primera fila y ya fallecidos, hay que recordar al gran modernista Antonio Domínguez Ortiz, que publicó en 2000 España, tres milenios de historia. Esta obra se centra en el tema del pluralismo cultural y la «precaria unidad» política del país, una unidad hacia cuya defensa está claramente orientada; Domínguez Ortiz detecta «ciertos factores de unidad e interrelación» entre los pueblos peninsulares ya desde la Edad de Hierro. La Real Academia de la Historia, por su parte, ha continuado manteniendo sus planteamientos esencialistas, con libros sobre el «ser de España», ignorando lo mucho que se ha escrito en las diversas ciencias sociales en los últimos cuarenta años, desde Elie Kedourie, Ernest Gellner, Benedict Anderson o Eric Hobsbawm, que debería obligar a cualquier científico social a plantear el tema de las naciones en términos históricos y contingentes. No es preciso añadir que a estos planteamientos se corresponden los paralelos que emiten los medios del nacionalismo, por ejemplo, catalán[742].

Otro tipo de polémicas han sido las desatadas en torno a la llamada «memoria histórica», o tratamiento historiográfico —y judicial—, de la represión política bajo el franquismo. Son debates políticos, aunque se disfracen de históricos y adopten a veces terminología científica; pero su legitimidad es, por otra parte, indiscutible. En ellos se ha visto también envuelta la RAH, con ocasión de su Diccionario biográfico español, cuya orientación política conservadora en algunas biografías claves relacionadas con la República y la Guerra Civil causó cierto escándalo[743].

La historiografía española, en resumen, se caracteriza hoy por la ausencia de un paradigma dominante, la diversificación de temas y enfoques, la fuerte impronta regional o local y la contaminación del trabajo del historiador por contiendas políticas en terrenos relacionados con los nacionalismos o con el periodo que transcurre entre la década de 1930 y el franquismo. Los lazos con el mundo académico internacional, y la participación en los grandes debates historiográficos, siguen siendo escasos, aunque incomparablemente superiores a los de cualquier otro momento anterior. El futuro está más abierto que nunca y el momento puede considerarse prometedor.