Hace ya cinco años que se mató Leslie Fajardo: sus cuentos escasos, olvidados, pudieron parecer falsos un día, pero su muerte les dio una autenticidad espantosa. Preferiría que esas páginas quedaran como una señal confusa de la angustia adolescente y que Leslie estuviera vivo. Sin embargo, no puedo dejar de ver su vida como un triunfo, aunque su muerte fuera el último testimonio del fracaso, una derrota: pocos escritores cubanos (y no hay dudas de que Leslie Fajardo era un escritor: su suicidio a los dieciocho años le impidió ser cualquier otra cosa y lo único que hoy queda de él son esos cuentos y unos pocos recuerdos) han mostrado o demostrado ser más auténticos. Ante sus relatos y el acto final que los convirtiera en señales/etapas de un destino, todo lo otro que han escrito en Cuba que se le parece (los cuentos de Virgilio Piñera, algunas notas de Antón Arrufat, narraciones de Calvert Casey[24] y «Abril es el mes más cruel» y otras cosas que quiero olvidar o que no recuerdo) son meros juegos de palabras, literatura: vanidades.
Leslie transformó su Angst del hombre colocado en esa no man’s land entre la infancia y la virilidad, la adolescencia, en una forma cubana de la angustia de los tiempos (que Kierkegaard la nombrara y que pueda presentirse ya en Catulo o en Dante demuestra que es humana: es decir, de todos los tiempos). Que haya realizado esta tarea—bien sé que para él no fue una tarea, pero el trabajo es un acto objetivo—de un solo golpe, habla mucho y bien de su memoria. Es triste que este golpe fuera un golpe de pistola, un disparo. Digo que es penoso, porque Leslie sólo pudo demostrar la veracidad de su angustia de vivir con su muerte. Recuerdo, casi a propósito, unas palabras de Nivaria Tejera, cuando la visité en su casa un día, recién casada con Fayad Jamis. No estaba y la esperé un rato a que llegara del psiquiatra. Al regreso la encontré mal, parecía enferma. Se lo dije. «Sí», me dijo. «¡Estoy enferma! Muy enferma. Pero nadie, ni Fayad ni el psiquiatra quieren creerlo. Tendré que demostrarlo. La única manera de hacerlo es muriéndome.»
Leslie nos recordó a todos que estaba vivo, que sufría —no vivía—su vida, que agonizaba, al morirse. Trató de decirlo de otra forma: escribiendo, por ejemplo, pero no hubo nadie que quisiera creerlo: estamos tan acostumbrados a saber que la literatura es un juego que no creemos nunca que pueda ser un juego mortal. De ahí mi rabia (sabia, gentilmente oculta por las buenas maneras) cuando Labrador Ruiz, al leer la nota con que presentaba yo contrito sus cuentos en Carteles y en Ciclón, me preguntó con una curiosidad malsana si Leslie era «homosexual». Una bonita ligereza de un escritor que quiere que se le crea profundo.
Pero creo, con todo, que a nuestra literatura le hacen falta unos cuantos suicidas, tanto como le hacen falta escritores. No creo que jamás tengamos escritores de verdad verdad porque no nos sobran los suicidas—aun los suicidas fallidos.
Tengo que admitir que no conocí nunca a Leslie Fajardo, que fue compañero de mi hermano en la escuela de periodismo. Escribió dos o tres cuentos extraños casi fantásticos, tal vez influido por Kafka. Algunos hacían pensar, como opinó alguien hace algún tiempo, en «un Swedenborg ateo». Sé, sí, que escribió mucho antes de matarse, pero nunca apareció nada de lo escrito: en 1961 aproveché un viaje que hice con Juan Goytisolo por la provincia del Pinar del Río para visitar a Guane, pero no pude encontrar la casa de los padres de Leslie. Los cuentos de Leslie que leí los trajo Sabá, mi hermano, un día de abril de 1957. Intentamos conocernos. Primero mi trabajo, y luego las vacaciones de la escuela, lo impidieron. Leslie se fue con sus padres a Guane, a pasar el verano. No llegó a terminar su verano dieciocho con vida. Una noche de agosto subió a su cuarto y estuvo leyendo hasta tarde, luego se pegó un tiro con el revólver de reglamento de su padre, que era policía. Por la mañana lo encontraron muerto entre sus libros, la sangre manchando unas cuartillas blancas. La luz estaba encendida. No dejó nada escrito que explicara su acto—salvo sus cuentos. Cosa curiosa, Leslie Fajardo, a pesar de sus cuentos, era un gran admirador de Hemingway y de la vida deportiva y de la acción. Recuerdo que, cuando leí sus cuentos y al saberlo, esto me pareció una incongruencia.
A menudo pienso que si hubiera conocido a Leslie, no se habría suicidado. El hecho de que yo demorara el encuentro, a pesar de su insistencia y de la impresión favorable que me produjeron las narraciones, siempre me ha mortificado. M. dice que esto no es más que otra forma de mi complejo de culpa: Leslie Fajardo hubiera terminado suicidándose, siempre. Ella, que sabe de suicidios, debe saber mejor que yo, estar más en lo cierto que mis dudas.