Los tres hermanos11
En la cadena de montes que rodean Nurri, y precisamente en el monte llamado Pala Perdixi o Corongius, hay una cueva natural, bastante amplia e interesante, donde los campesinos y los pastores se refugiaban para descansar, y de vez en cuando para pasar allí la noche. Una vez tres hermanos, tres buenos habitantes de la aldea, cansados por recoger olivas durante toda la jornada, entraron sobre la tarde noche para descansar en esta cueva. Mientras comentaban tranquilamente entre ellos de cosas del campo, y cenando con un poco de pan y un pobre acompañante, vieron entrar tres mujeres, que se detuvieron dudosas en el umbral, mirándolos con desconfianza. Pero de pronto ellos, como buenos jóvenes que eran, las invitaron amablemente a entrar y a tomar parte con ellos a la cena. Las mujeres aceptaron. Acabada la comida, después de muchas reflexiones inútiles, ellas preguntaron a los tres trabajadores quién fuesen y como se llamaban.
«Somos tres hermanos huérfanos», contestaron ellos con buena educación, «y trabajamos para vivir. Somos tan pobres que si supiéramos como mejorar nuestra condición de verdad que lo haríamos sin falta.»
Las tres mujeres que eran tres brujas (orgianas) o mejor, tres hadas, se consultaron con la mirada, antes; luego parecieron combinar algo entre ellas, con un extraño lenguaje que parecía más bien un magullo.
Entonces la más mayor sacó de un bolsillo un mantel y lo dio al mayor de los hermanos diciéndole:
«Buen joven, coge este don que te hago como auténtica amiga. Todas las veces que querrás comer, tu, y tus hermanos y toda la compañía, no tendrás que hacer nada más que golpear tres veces este mantel, y desplegarlo donde tu querrás. Y encima te comparecerá cada tipo de manjar».
La segunda de las hadas se dirigió al segundo hermano y le ofreció una cartera diciéndole:
«Y tú toma esta. Todas las veces que la abrirás encontrarás todo el dinero que quieras».
La más joven mientras tanto ofrecía un pífano (sas leoneddas) al tercero, con estas palabras: «Este instrumento de viento que yo te doy servirá no solo para ti, sino para todos los que los tocarán y lo oirán. Anda, querido muchacho, yo no tengo otra cosa mejor, pero verás que este humilde don te prestará un servicio mayor de los que prestarán a tus hermanos el mantel y la cartera».
Después de todo esto los jóvenes y las tres hadas se despidieron amablemente, agradeciéndose mutuamente y diciéndose el ritual teneis’accontu (cuidaros) de los sardos meridionales.
Los tres jóvenes, posesores de esos talismanes maravillosos, no teniendo más necesidad de trabajar, empezaron a viajar por las ciudades de la isla en busca de aventuras y de placeres.
Donde iban dejaban huellas de beneficencias y de generosidad – jóvenes de buen corazón como eran ellos –, pero un día, un cura potente y potentísimo le ordenó de dejar el uso de los talismanes, sino la pena sería la excomunión y la cárcel.
Aquí (abro un paréntesis) la leyenda no habla claro, pero probablemente este texto es un recuerdo vago de la Inquisición implantada en Cerdeña sobre la mitad del siglo XV, pero ejercida incluso antes de entonces por algunos frailes menores, e importada naturalmente por España.
Los tres hermanos rieron por la intimidación del cura. Los talismanes eran invisibles a todos, menos que a sus posesores; entonces ellos no tenían nada que temer. Tras las repetidas amenazas del cura el más joven de los hermanos se puso a tocar el pífano, que tenía el encantamiento de hacer bailar con su música a todos los que la escuchaban, excepto a los hermanos. Y así que el cura, contra su voluntad, empezó a bailar con un impulso muy ridículo e irrefrenable.
Acudió mucha gente; pero a medida que todos se acercaban y que escuchaban distintamente el mágico sonido, todos bailaban sin poderse parar. En poco tiempo la calle se llenó de gente que parecía enloquecida, que saltaba agitándose, contorsionándose, pidiendo merced al misterioso sonador. Pero él se divertía mucho en ver bailar al cura, que gordo y redondo sufría más que los demás en aquella danza infernal, y no dejó de hacerlo hasta que lo vio caerse al suelo agotado y desmallado.
Los tres hermanos, después de todo eso, escaparon, pero de pronto los alcanzaron, los ataron y los echaron en el fondo de una torre.
Pero también allí abajo ellos se divertían sonando, bailando y comiendo juntos con los demás prisioneros y con los guardianes de la torre.
Por eso su juicio fue resuelto rápidamente, y, condenados a muerte, fueron llevados después de pocos días al patíbulo. Un montón inmenso de gente, también de los pueblos más lejanos, se amontonaban todo alrededor para disfrutar del espectáculo del ahorcamiento de los tres hechiceros.
Al punto de morir los tres condenados pidieron a los magistrados presentes de acordarle una gracia para cada uno. Cómo a los condenados nunca se le niega una última gracia, excepto la de la vida, los tres hermanos tuvieron lo que pidieron.
El primero pidió ofrecer una comida a toda la muchedumbre, incluso a los jueces.
La propuesta fue escuchada con entusiasmo por la multitud, y de pronto el joven desplegó el mantel sobre el tablado. Cada tipo de manjar, de fruta, de dulces y de vinos excelentes comparecieron encima de la extraña mesa. La gente comía y bebía hasta reventar, pero más se consumía más gracia de Dios abundaba en la mesa.
En breve todos, esbirros, verdugos, pueblo y magistrados fueron borrachos y sacios a no poder más. Entonces el segundo hermano pidió la gracia de distribuir el dinero. ¡Imagínate si no se la concedió! Abierta la cartera, el condenado distribuyó enormes sumas, en moneda y letras de cambio (los billetes del banco aun no existían) a aquellos pobres diablos de los soldados, de los campesinos y de los pastores que nunca habían visto una semejante maravilla.
Mientras todos se dejaban a una alegría desmesurada – como haríamos también nosotros, escritora, lectoras y lectores, a pesar de nuestra seriedad y nuestro noble desprecio para el dinero –, el tercero de los hermanos pidió, así tanto por formalidad, la gracia de tocar. Esperando otro beneficio, los jueces y la muchedumbre acordaron a gran voz esta última gracia. El joven de pie sobre el tablado, empezó a tocar y prontamente toda la multitud borracha, los jueces, los soldados y los verdugos empezaron a interpretar una danza furiosa, macabra, empujándose uno a otro, aplastándose, chocándose, cayendo al suelo quién desmayado, quién herido y quién incluso muerto. Y en aquella terrible confusión los condenados pudieron escapar y salvarse con sus talismanes.
11 Esta leyenda ha sido recogida en Nurri, grande aldea en las cercanías de Lanusei, por la muy amable señora Maria manca, estudiosa de los hábitos y de las tradiciones sardas.