Nuestra Señora del Buen Consejo13
Hoy, mis pequeños amigos, quiero contaros una historia que os emocionará muchísimo, y que, si no os emocionará no será seguramente por mi culpa o por culpa de las cosas que os cuento, sino porque tenéis el corazón de piedra.
Erase entonces una vez, en una aldea de Cerdeña por la cual vosotros no habéis pasado aún pasado y quizás no pasaréis nunca, un hombre malo, que no creía en Dios y no daba limosnas a los pobres.
Este hombre se llamaba don Juanne Perrez, porque de origen española, y era feo como el demonio.
Vivía en una casa inmensa, pero negra y misteriosa, con cien habitaciones, y tenía consigo, para servirlo, a una sobrinita de quince años, llamada Mariedda.
Mariedda era buena, bella y devota tanto como su tío lo era de malo, feo y excomulgado. Mariedda poseía el pelo negro más bonito de toda Cerdeña, y sus ojos parecían uno la estrella de la mañana, el otro la estrella del atardecer.
Don Juanne no quería a Mariedda, como por otra parte no quería a ninguno de los cristianos de la tierra; y, habiendo podido, le habría sacado los ojazos bonitos; pero, por un último escrúpulo de conciencia no quería hacerle daño; sin embargo, cuando ella cumplió los quince años, pensó de quitársela de encima casándola con un hombre feo de la aldea.
Pero ella no quiso acceder a este matrimonio infeliz, y el hombre feo de la aldea, para vengarse del humillante rechazo, una noche desarraigó todas las plantas del jardín de don Juanne y puso en el umbral de la casa, donde Mariedda y el tío habitaban, un par de cuernos y dos calabazas muy grandes; y cada noche pasaba debajo de las ventanas cantando canciones malas.
Imposible describir la rabia de don Juanne, y la aversión que desde entonces empezó a sentir contra la pobre Mariedda. Basta con decir que un día la cogió consigo en la habitación más remota de la casa y le dijo:
«Tú no quisiste por marido Predu Concaepreda (Pedro Cabezadepiedra). ¡Pues! Como tú tienes que casarte absolutamente, prepárate a casarte conmigo».
La pobre se quedó, como se dice, de piedra, luego exclamó:
«¿Pero de que va este asunto? ¿Usted no es mi tío? ¿Y desde cuando los tíos pueden casarse con las sobrinas?».
«¡Tú cállate, caprichosa! Yo tengo por parte del papa el permiso de casarme con quién quiera, también sin cura. Y he decidido casarme con quien me antoje y me guste. Tu piensa bien en tus asuntos. O aquel hombre de la aldea, o yo. Te dejo una noche para decidirte.»
Y se marchó encerrándola.
Cuando se quedó sola, Mariedda se puso a llorar y a rezar con fervor a Nuestra Señora del Buen Consejo, porque la ayudase y la inspirase.
Así que, recién caída la noche, le apareció una mujer muy hermosa, toda rodeada de luz, vestida de raso y con un velo blanco, con un manto azul y una diadema de oro parecido a aquello de la reina de España.
¿Por dónde había entrado?
Mariedda no podía explicárselo, y se quedaba mirando a boca abierta la hermosa Señora, cuando esta le dijo con voz que parecía música de violín:
«Yo soy Nuestra Señora del Buen Consejo, y he escuchado tus plegarias. Escucha, Mariedda: Pide a tu tío ocho días de tiempo, y si cuando acaben él no desistiera de su intención, llámame de nuevo. Siempre seas buenas, y nunca te faltará mi ayuda y mi consejo».
Dicho eso desapareció, dejando en la habitación algo, como una luz de luna y un olor de jazmín.
Mariedda, que sentía una auténtica alegría, rezó toda la noche; y al día siguiente pidió a su tío ocho días de tiempo. Muy a su pesar, don Juanne se los concedió; mientras tanto, porque no se escapase, la tenía siempre encerrada en aquella habitación remota, en que perduraba la luz de luna y el olor de jazmín. Pasados los ocho días, le preguntó si se había decidido, que él quería absolutamente casarse con ella al día siguiente.
Cuando se quedó sola, Mariedda volvió a empezar a llorar y rezar, pero pronto compareció aquella Celeste Señora, que ahora tenía un vestido de brocado de oro y una diadema de perlas como aquella de la Reina de Francia.
«Duerme, Mariedda, y no temas», le dijo con voz que parecía música de ruiseñor. «Coge este rosario, que tiene la virtud de sanar a los enfermos, y en la fortuna no te olvides de mí, si no quieres que te ocurran desgracias.»
Y desapareció, dejándole en la habitación una luz de aurora primaveral y una fragancia de clavales.
Mariedda no había podido decir ni una sola palabra. Llena de esperanza y extasiada besó el rosario de madreperla que le había dejado la divina Señora, se lo puso al cuello y se durmió tranquilamente sin preguntarse qué pasaría al día siguiente.
Pero al día siguiente ella se despertó debajo de un zarzal, cerca de un pantano; y pronto pensó que allí había tenido que llevarla, durante el sueño, su Santa Protectora.
Una vez levantada, dijo su plegaria de siempre, luego se encaminó hacia una ciudad que se podía divisar a lo lejos, entre los vapores rosados de la hermosa mañana.
Caminando, caminando, vio a un pequeño pescador que, con pies descalzos y con en el sedal en un hombro, se dirigía a pescar en ciertos estancos que azuleaban allí alrededor. Le preguntó:
«Buen pescador, en gracia, ¿cómo se llama aquella ciudad?».
El pescador no contestó, pero se puso a cantar:
Yo pesco anguila, y doy la caza a la oca;
Aquella ciudad allí abajo se llama Othoca14.
«Bueno», pensó Mariedda, «estamos a Oristano.»
Caminando, caminando, entró en la ciudad, e inmediatamente se puso a buscar una casa en que pudiese entrar como sirvienta; pero sin éxito. Después de tres días y tres noches de vaivén de una puerta a la otra, muriéndose de hambre y de cansancio, aún no había encontrado ninguna ama. Pero no desesperaba; y rezaba, rezaba siempre la hermosa Señora del Buen Consejo, porque la ayudara.
Ahora, el cuarto día, pasando delante del palacio real, vio mucha gente que hablaba con voz sumisa, pálida en el rostro y llena de dolor.
«Buen soldado», preguntó a un joven armado, triste él también como el resto de la muchedumbre, «¿Qué ocurre?»
«Está para morir el hijo del Juez de Arboréa, y ningún médico ya puede salvarle.»
El Juez era el rey de Arboréa; entonces el hijo era el príncipe real, el más hermoso entro los caballeros de toda Cerdeña.
Mariedda fue afectada por la dolorosa noticia y estaba para decir un Ave para el príncipe moribundo, cuando, tocando los granos del rosario se acordó con alegría que este poseía la virtud de curar a los enfermos.
Sin decir nada, cruzó la muchedumbre y consiguió entrar en el palacio real; pero un capitán de las guardias la detuvo, y le preguntó con arrogancia qué quería.
«Voy a curar a don Mariano, el príncipe malato», contestó ella humildemente. «Tengo una medicina maravillosa que cura también a los moribundos.»
Entonces el capitán arrogante la introdujo donde el Juez, un viejo rey con la barba larga hasta las rodillas, a quién Mariedda tuvo que repetir sus palabras. El Juez se quedó emocionado por la belleza de la pequeña desconocida, y más por su promesa, pero le dijo:
«Cuidado, niña con los ojos de estrella, si tú nos engañas, nosotros te cortaremos la cabeza».
«¿Y si salvo al príncipe?»
«Te daremos lo que quieras.»
Dicho eso introdujo él mismo a Mariedda donde el príncipe moribundo. Estaba a tiempo. Todavía unos minutos y todo sería perdido. Pero la sobrina de don Juanne Perrez puso el rosario alrededor del cuello del príncipe y, arrodillándose sobre la piel de ciervo puesta delante de la cama, rezó con fervor.
Entonces todos los presentes, blancos en la cara y llenos de maravilla, vieron un milagro extraordinario.
Don Mariano abría los ojos, los bonitos ojos castaños con largas pestañas. Poco a poco sus mejillas se hicieron rosa como la flor de las adelfas en los jardines reales; su frente resplandeció de vida; sonrió; se levantó diciendo:
«Padre mío, yo vuelvo a nacer. ¿Quién me salvo?».
El Juez lloraba de felicidad, lloraba tanto que su barba goteaba de lágrimas como un árbol mojado por la lluvia.
«¡Aquí está!», respondió, levantando a Mariedda.
«Tú tienes que ser un hada», dijo el príncipe, abrazándola. «Tus ojos tienen una luz de luna. Tú serás mi esposa.»
De hecho, después de poco tiempo, es decir nada más que llegaron de Francia y de Flandes los vestidos de brocado que se quedaban de pie por sí solos de ella, tanto oro y plata llevaban, y los velos y los mantos para Mariedda, ella se convirtió en Jueza de Arboréa.
Y era tan feliz que empezó a olvidar las recomendaciones de Nuestra Señora del Buen Consejo, es decir de rezar y recordarla siempre, también en la buena fortuna.
Después de un año Mariedda había olvidado completamente a su Celeste Protectora: el rosario milagroso se quedaba colgado en la real capilla, entre otras reliquias y la Jueza bajaba raramente a la capilla, pasando en cambio el tiempo entre fiestas, cazas, torneos, y entre los cantos y los liutos, y las mandolas de los trovadores, que nunca faltaban en la corte de los Arboréa.
Ahora ocurrió que los españoles invadieron el reino de Arboréa, y don Mariano, el novio de Mariedda, tuvo que ir con su ejército para defender sus tierras y echar a los invasores. Se marchó y dejó Mariedda a convertirse en madre de un hermoso principito.
«Adios, buena amiga», le dijo besándola en frente, antes de montar su gran caballo blanco con la gualdrapa roja «ánimo, y haz que a mi regreso encuentre un nuevo principito bello y fuerte como…»
«¡Como tú, buen amigo!», contestó mujer Mariedda con orgullo.
Durante la guerra, don Mariano se quedó por mucho tiempo lejos de su capital, del viejo padre, de la esposa, y esta, unos meses después de su partida, se convirtió en madre de un hermoso niño. Este niño era todo color rosa, y tenía los pies pequeños y las manitas que parecían flores.
Tenéis que saber, pero, que había quien esperaba con ansiedad el día del nacimiento del hermosísimo niño, para arrebatar toda la felicidad de la Jueza doña Mariedda.
Era don Juanne Perrez. Escuchad.
Después de la separación de la sobrina, él había empezado a odiarla ferozmente, jurando vengarse. Pero por muchas búsquedas hiciese en Logudoro y en las tierras cercanas, nadie había visto ni oyó hablar de la muchacha con los ojos de estrella; y don Juanne ya empezaba, con malvada alegría, a creer que se la había llevada el demonio; cuando, yendo a Oristano para las fiestas en ocasión de la boda del príncipe, ¡vio con maravilla y despecho, que la novia era Mariedda!
¿Entonces que hizo él? Volvió a su aldea, vendió todo lo que poseía, y vendió incluso su alma al diablo, porque lo ayudase en la venganza; y se vistió de médico, con una larga barba blanca, y una zamarra negra. Se vistió así porque en un viejo libro había leído que así vestía Claudio Galeno un antiguo doctor. Así disfrazado, don Juanne Perrez se fue de nuevo a Oristano, haciéndose pasar por un médico llegado de Alemania, y que había estudiado a Ratisbona.
Tanto dijo y tanto hizo, que lo aceptaron como médico de Corte. Mariedda no lo reconoció y punto. Por eso, cuando nació el hermosísimo niño antes mencionado, fue llamado al falso médico; y el falso médico, que esperaba esta ocasión para vengarse, escondió al hermosísimo niño, y lo sustituyó hábilmente con un perrito negro, feo y roñoso, que tenía preparado. Hizo esta acción tan vil con mucha destreza, que tampoco Mariedda se dio cuenta.
Don Juanne no mató al hermosísimo niño, pero lo dejó morir de hambre; por eso aún hoy, en muchos puntos de Cerdeña, al hambre se le llama Monsiù Juanne, en memoria de este hecho.
Mientras tanto en la Corte Real estaban hundidos en el máximo dolor y susto, porque nunca se había visto una cosa parecida; y Mariedda tenía la fiebre de la pena y de la humillación. Paciencia, si hubiera sido una pueblerina a convertirse en madre de un perrito negro, feo y roñoso, ¡Dios Santo! La cosa sería aceptable, porque en aquellos tiempos existían las brujas que se casaban con el diablo, y de estas bodas horribles podían nacer también perritos y escorpiones: ¡pero una Jueza, que tenía vestidos de brocado, que se quedaban de pie por tanto oro y plata llevaban!...
Basta ya; la cosa se escribió a don Mariano que, por primera vez en su vida, lloró de dolor. Y quizás él perdonaría a Mariedda; pero la noticia se difundió por el campo español despertando tanta hilaridad y tantas mofas contra el príncipe enemigo, que él se enfureció tanto como para escribir a su Mayordomo que pronto cogiese la Jueza con su monstruosidad y la llevase lejos, lejos, en un lugar donde no pudiese volver, porque él la repudiaba.
El Mayordomo obedeció; y una noche la pobre Mariedda se vio transportada lejos lejos, a un campo desierto y silencioso. Entre los brazos tenía el perrito, sobre quién había puesto un grande amor.
Dejada sola en aquel campo desierto y silencioso, en aquella hora tremenda de desesperación, ella se acordó por fin de su pasado, recordó a Nuestra Señora del Buen Consejo, y cayó al suelo llorando, pidiendo misericordia y perdón.
Entonces, como en la habitación oscura y remota de la casa de don Juanne, allí se hizo una gran luz de oro, y en ella apareció la Virgen con el vestido blanco y el manto azul y la diadema parecida a aquella de la Reina de España.
«Mariedda, Mariedda», dijo con voz muy suave, que consoló a la pobre afligida, «Tú te has olvidado de mí, y por eso la desgracia te ha cogido. Pero yo nunca abandono a los afligidos, y soy la madre de los dolorosos»
Con la frente al suelo Mariedda lloraba y rezaba.
«Mariedda», continuó la Virgen, «Caminando, caminando. Encontrarás una casa que será tuya, y donde no te faltará nada. Vive allí hasta que llegue tu día y ya no te olvides de mí.»
Dicho eso desapareció. Sobre los desolados campos se esparció una luz de sol naciente, los setos florecieron, los arroyos brillaron; un suave perfume de calaminta pasó por el aire, y una fila de mirlos con el pico amarillo cantó encima de un muro cercano.
Cuando levantó la frente del suelo, Mariedda se encontró entre los brazos ya no el perrito negro, sino a un hermosísimo niño todo color de rosa, cuyas manecitas y cuyos pies pequeños parecían flores. Por un momento pensó volver a la Corte con aquel hermosísimo niño; pero las palabras de Nuestra Señora del Buen Consejo se le quedaron fijas en la mente: y pronto volvió a andar a través de la grande llanura de repente florecita de nuevo.
Caminando, caminando y caminando, después de largas horas se encontró delante a una bonita casita verde, escondida en un pequeño bosque de naranjos y rosas. De los naranjos colgaban grandes bolas de oro, y de las rosas subían grandes flores de coral. Mariedda tocó a la puerta.
Una sirvienta vestida con traje, con la falda en escarlata vivo, el corsé de brocato verde-oro y un gran velo blanco en la cabeza, abrió y dijo agachándose:
«¿Es Usted la señora que esperaba?».
«Sí», respondió Mariedda sonriendo.
Y desde aquel día, de hecho, ella fue la dueña de aquella casita escondida entre los naranjos y las rosas.
Nunca nadie pasaba por allí cerca; el mundo estaba lejos, lejos, a pesar de esto nunca faltaba nada en la casita: siempre había el pan que parecía de oro; el agua que parecía de plata; el vino que parecía sangre; la uva que parecía un racimo de perlas; la carne que parecía coral; el aceite que parecía ámbar; la miel que parecía topacio; la leche que parecía nieve. Y al final todas las cosas. Mariedda era feliz: rezaba siempre, y esperaba el día prometido, en que esperaba volver a ver al novio querido. Mientras tanto el guapísimo niño, que se llamaba Consejo, crecía como los pequeños naranjos del bosquete, y reía y corría con los caballitos de palo, a que, aunque no tuviesen la cola, le hacía cumplir rápidas volteretas.
Pasaron cinco años. Un día, por fin, pasó cerca de la casita verde una comitiva de cazadores, que se habían perdido en aquellos campos deshabitados, y pidieron hospedaje a Mariedda.
¡Imaginad vosotros brincar en pecho el corazón, la sorpresa y la alegría de Meriedda en reconocer a su esposo como el jefe de aquellos cazadores perdidos!
«Aquí ha llegado el día!», pensó temblando. Pero no se dejó reconocer, porque había cambiado mucho y vestía con traje. Pero acogió amablemente a los cazadores, entre los cuales estaba también don Juanne, el médico del diablo.
Todos se quedaron encantados por la buena acogida y por la belleza de Mariedda y de Consejo. En la mesa don Mariano, que estaba sentado al lado de la ama de casa, le contó su desgracia, y le dijo que se había arrepentido de su atroz comando, que había mandado a buscar a la pobre esposa por todos los montes y los valles de Cerdeña, y que, no habiendo podido encontrarla, ahora él era el hombre más infeliz de la tierra, atormentado por los remordimientos y por los recuerdos.
Mariedda se enterneció con este cuento, y decidió revelarse antes que los cazadores marcharan.
Mientras tanto ocurrió este hecho extraordinario, que demostró como la justicia de Dios se revele en las cosas más pequeñas. Escuchad. Una cucharilla de oro del servicio de mesa había caído al suelo.
Consejo, que jugueteaba entre las sillas, la recogió, y metiéndose debajo de la mesa, así jugando, la puso dentro del escarpín de marroquí decorado de don Juanne. Luego se marchó, y fue llevado a la cama por la sirvienta.
Cuando se vino a levantar la mesa, se notó la falta de la cucharilla de oro, y esta no se pudo encontrar por ningún lugar.
«Buen señor», entonces dijo Mariedda al príncipe, «yo he dado hospitalidad a Usted y a vuestros caballeros. ¿Por qué entonces se me paga de esa forma?»
Y contó el hecho de la cucharilla de oro, que, sin duda, había sido robada por uno de los cazadores.
Don Mariano se enfureció muchísimo, y sacando la espada, gritó: «Caballeros, alguien aquí ha robado. ¡Confesad vuestra ofensa u os arrepentiréis muchísimo!».
Todos negaron: don Mariano respondió:
«¡Bien, bonitos señores! Registraré yo mismo a vuestras personas, y pobre de él para el traidor indigno, que ha recompensado la hospitalidad de esta noble dama. Lo pasaré con mi espada».
Dicho hecho. Registró a todos los cazadores, y encontró la cucharilla de oro en el escarpín de marroquí decorado de don Juanne.
Sin éxito este protestó inocente.
«Caballero», le dijo el príncipe, «Usted morirá de mi mano.»
Y estaba para matarle, cuando Mariedda apiadada, pidió la gracia por él, y se reveló con grande alegría del príncipe.
Conmovido por esta escena, don Juanne se tiró a los pies de la sobrina, que lo había salvado, y confesó sus culpas.
Mariedda y el príncipe lo perdonaron; solitario, en penitencia, le impusieron vivir para siempre en la casita verde escondida entre los naranjos y las rosas, porque se arrepintiese y expiase sus pecados en soledad. No sabemos si él se arrepintió de verdad: pero sabemos que él no se movió nunca jamás de allí; mientras Mariedda, Consejo con su caballito de palo, la sirvienta con su traje y su velo, don Mariano y todos los cazadores volvieron a la Corte, donde fueron recibidos con grandes celebraciones, y donde vivieron muy felices. Mientras pasaban cerca de los estancos, aquel pescador que había cantado cuando Mariedda iba por primera vez a Oristano, esta vez cantaba así:
Pájaros que voláis, que voláis,
En compañía mía,
Id marchando y que volváis,
Hecho han la paz la reina y el rey.