Interesantes son las leyendas de los alrededores de Castel Doria; y especialmente aquella del último príncipe.
Parece que esta misteriosa mansión fue edificada por los Doria sobre 1102, es decir cuando los Genoveses fortificaron todas sus posesiones en el norte de la isla, y especialmente el actual Castel Sardo.
Existe aún al día de hoy una torre muy alta con cinco esquinas, de piedras rectangulares soldadas una con otra con cemento. Está edificada sobre altas rocas no muy lejos de la orilla del Coghinas, el castillo gozaba de un gran panorama, y verde a sus pies se abría la llanura.
La leyenda dice que un conducto subterráneo conectaba el castillo a la iglesia de San Juan de Viddacucia, ubicada en la otra orilla del Coghinas, y que esta galería, los Doria, la cavarían simplemente para acudir a misa en los días de fiesta.
Una acera lleva desde la torre a la Conca di la muneta, donde, se dice, los Doria acuñaban las monedas. Esta Conca, por lo que he podido entender, parece ser una grande cisterna con una inmensa profundidad: en el fondo existía una campana de oro, y los transeúntes tiraban una piedra, para que sonara, así que ahora la cisterna en el fondo está llena de piedras, pues la campana es invisible y ya no suena.
Una vez un fulano – siempre es la leyenda que habla –, antes de que las piedras de los curiosos llenasen de cantos el fondo de la cisterna, bajó y encontró una puerta que lo llevó a cuatro habitaciones subterráneas, grandes y misteriosas. En una encontró una vara de oro, en otra vio una puerta de hierro cerrada: esta puerta tenía que llevar a otras galerías donde los Doria escondían sus inmensos tesoros, y donde acuñaban las monedas, pero el explorador no pudo tampoco moverla esa puerta de hierro, como ninguno pudo abrirla después de la muerte del último castellano. ¡Así que los tesoros aún siguen allí!
A poniente del castillo se dice que existían bastiones muy altos, sombreados por árboles donde los Doria paseaban en las horas inertes de su batalladora existencia, y donde las castellanas soñaban durante los atardeceres azules y perfumados por el heno de la llanura y por los juncos del melancólico Coghinas. Y todo esto, la galería subterránea qua cruzaba el lecho del río llevaba a San Juan de Viddacuia, la casa de la moneda con las puertas de hierro y el alto bastión lleno de árboles, todo se conecta a la leyenda del último príncipe.
Los gallureses dicen que se llamaba Andrea Doria, y quizás fue el fuerte almirante que en 1527 reconquistó las posesiones ocupadas por los españoles, aquél que la leyenda hizo morir de forma tan extraña.
Entonces, mientras el príncipe pasaba el invierno en el castillo, una dama, mujer o hija no lo sé, de un caballero al servicio de los Doria, y habitante del mismo castillo, se enamoró con locura de Andrea. Pero por muchas zalamerías, por muchas apasionadas declaraciones que ella le hizo, él nunca quiso escucharla, aún más, una vez, molesto por el amor de ella, aunque le repugnara por su mismo carácter caballeresco y cortés, la rechazó de forma muy grosera, amenazando de echarla del castillo si no le dejaba en paz.
Consumida por el amor y por el odio, por la humillación que sufrió y por el amor rechazado, la dama acudió a una famosa maga côrsa4, que desde el alto de las rocas desoladas dominaba las dos islas cercanas – la Córcega y la Cerdeña – con sus magias y sus embrujamientos.
«Señora», respondió la maga, oída la cuestión, «yo no puedo hacer nada para usted. El caballero es devoto a San Juan, y San Juan lo defiende de los embrujamientos de amor. Ningún hechizo y ninguna magia puede influir en su corazón… pero, Señora, ¡yo puedo ponerle en comunicación con alguien que puede más que yo!...»
La dama aceptó: la maga entonces la puso en correspondencia con el demonio, y el demonio, en cambio de su noble alma, le dio el poder de transformarse, de hacer hechizos y brujerías.
Dominada por el espíritu infernal la dama enamorada intentó de nuevo, en cada manera, de procurarse el amor de Andrea Doria: pero San Juan preservaba el caballero de los amores culpables, y vanas resultaron entonces las últimas lisonjas de ella. Por lo tanto, el amor se convirtió en odio y la dama se dio completamente al mal y a la perversidad. Un día cambió su rostro con lo de una vieja, se vistió de maga y se introdujo en la galería subterránea que iba desde el castillo hacia la iglesia.
Y mientras Doria, con algún caballero al sequito, iba a la santa misa, la maga lo paró y le dijo:
«Noble Señor, me manda a ti San Juan de Viddacuia, para decirte; ¡cuidado, una grande amenaza se cierne sobre ti! El día en que verás los campos de Coghias cubiertos de caballos y caballeros verdes, aquel día tu castillo será tomado y tú con tu corte seréis colgados por el cuello por las almenas de Castel Doria!...».
¡Dicho eso desapareció! No hay que contar del asombro y del miedo que invadió el ánimo de los caballeros a semejante profecía arcana. A Andrea Doria, especialmente, le cogió una grande melancolía, pero se animó, fortificó el castillo y esperó, decidido a no dejarse vencer. De toda forma mandó las llaves de las galerías subterráneas, que custodiaban los tesoros, a una hermana suya que vivía en Genova, y, seguro en Dios y en San Juan, esperó.
La pérfida mujer, mientras tanto, trabajaba trabajaba… Llegado el mes de mayo, en cuanto los campos del Coghias estuviesen cubiertos de gamón y de heno muy alto, ella cumplió con su magia. En una noche convirtió todos los tallos de gamón y aquellos flexuosos del heno fresco en tantos caballos verdes, montados por guerreros armados de escudos y de lanzas verdes, ¡vestidos con túnicas y armaduras verdes! Cuando al amanecer Andrea Doria salió a los bastiones para respirar la brisa fresca de la aurora floreal, palideció mortalmente.
¡Él veía!... Veía su castillo asediado por aquella armada verde, inmensa, que se desplegaba hasta el horizonte, y sentía que, dentro de poco, este desmesurado y misterioso enemigo, llegado de repente de tierras desconocidas – sin que mensajeros y heraldos enviados por todas las cortes italianas y extranjeras para que le avisaran por si algún ejército se moviese, dieran ninguna alarma –, invadiría y conquistaría su fortaleza.
Y la terrible profecía de la maga le volvió a la cabeza: ¿Serás colgado por el cuello por las almenas de Castel Doria!...
¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Antes moriría por su misma mano! Y, de hecho, vista la verde armada avanzar cada vez más numerosa y amenazadora, ¡el valiente Doria se tiró por los bastiones y murió arrollado encima de las rocas de abajo! Muerto él el ejercito verde desapareció, y volvió el gamón y volvió el heno en los campos del Coghias. Y en la fresca serenidad de la mañana azul resonó la risa diabólica, una triste risa de alma condenada. ¡Era la dama-maga que desde lo alto de su saliente había visto cumplirse su venganza!...
Enterada de la muerte del hermano, su hermana de Genova, que conservaba la llave de los tesoros y de la casa de la moneda, se embarcó para Cerdeña, para abrir las galerías subterráneas y trasladar los tesoros al Continente, pero, en el mar, cogió una terrible enfermedad.
Viendo llegar su muerte se hizo transportar a la cubierta y entrando en agonía tiró las llaves en el mar, con los ojos moribundos fijados en la fatal y fascinante isla lejana donde dormía su último sueño el amado e infeliz hermano.
Ella también murió: fue enterrada entre las tumbas de esmeralda del Mediterráneo, nadie más supo abrir la Conca di la muneta, y los tesoros de los Doria todavía brillan allí abajo, en la sombra de las galerías subterráneas…
Muchos años después de la muerte de Andrea, un ovejero, pasando una noche cerca de Castel Doria, vio en la muralla del bastión una puerta iluminada. Entró y vio una espléndida tienda, inmensa, telas, brocados, quincallerías, muebles maravillosos, flores, mármoles, dulces, cristales, perlas y oro.
De oro había también grande estatuas y lámparas encendidas, y una mujer hermosa, vestida de velos blancos y llena de joyas, estaba detrás de una barra de alabastro. «Piddani e lassanni»5, dijo ella al ovejero, con una sonrisa dulce, señalando cada cosa. Pero, aquel imbécil, acordándose que necesitaba mucho de ropa interior, no cogió nada más que un pedazo de tela y se marchó. Volvió donde su madre y sus hermanos y contó su aventura. Toda la familia se fue aquella misma noche a Castel Doria: vieron desde lejos la intensa luz de la muralla, pero a poco a poco que se acercaban la luz desapareció. ¡Una vez llegados a los pies del castillo vieron solo la muralla negra y triste en la noche desvaída y silenciosa!