El 4 de julio de 1776 se firmó en Filadelfia la Declaración de Independencia.
El 24 de julio, el teniente general sir William Howe llegó a Staten Island, donde estableció su cuartel general en la taberna Rose and Crown de New Dorp.
El 13 de agosto, el teniente general George Washington llegó a Nueva York para reforzar las fortificaciones de la ciudad, en poder de los americanos.
El 21 de agosto, William Ransom, teniente lord Ellesmere, llegó a la taberna Rose and Crown de New Dorp, presentándose, con algo de retraso, para incorporarse como el último y más joven miembro del Estado Mayor del general Howe.
El 22 de agosto...
El teniente Edward Markham, marqués de Clarewell, miró a William a la cara, escrutándolo, y ofreciéndole un repugnante primer plano de una jugosa espinilla a punto de reventar que tenía en la frente.
—¿Está usted bien, Ellesmere?
—Estupendamente —logró pronunciar William entre sus dientes apretados.
—Me parece que está usted bastante... verde. —Clarewell, con aire preocupado, rebuscó y rebuscó en su bolsillo—. ¿Quiere darle una chupada a mi pepinillo?
William consiguió llegar a la borda justo a tiempo. A su espalda, los hombres bromeaban sobre el pepinillo de Clarewell, quién iba a chuparlo y cuánto tendría que pagar su propietario por el servicio. Todo ello entremezclado con las protestas de Clarewell, quien afirmaba que su anciana abuela juraba que los pepinillos en vinagre evitaban el mal de mar, y estaba claro que, en su caso, funcionaba a las mil maravillas...
William guiñó sus ojos lagrimosos y fijó la vista en la orilla que se acercaba. El agua no estaba particularmente agitada, aunque el tiempo amenazaba tormenta, no cabía la menor duda. Sin embargo, eso no tenía la menor importancia. Hasta con el más leve sube y baja del agua, incluso si el viaje era corto, su estómago intentaba al instante volverse del revés. ¡Cada maldita vez!
Ahora seguía intentándolo, pero como no le quedaba nada dentro, podía fingir que no era así. Se limpió la boca sintiendo frío y humedad a pesar del calor del día, y enderezó los hombros.
Echarían el ancla en cualquier momento. Era hora de que bajara y fuera a imponer cierto orden entre las compañías a su mando antes de que subieran a los botes. Aventuró una breve ojeada por encima de la borda y vio el River y el Phoenix a popa. El Phoenix era el buque insignia del almirante Howe, y su hermano, el general, se hallaba a bordo. Se preguntaba si tendrían que esperar bailando como corchos en medio de las olas cada vez más picadas a que el general Howe y el capitán Pickering, su edecán, hubieran bajado a la orilla. ¡Dios santo! Esperaba que no.
Dadas las circunstancias, permitieron a los hombres desembarcar de inmediato.
—¡Lo más rápido posible, caballeros! Vamos a atrapar a esos rebeldes hijos de puta allá arriba, ¡eso haremos! —les informó el sargento Cutter a voz en grito—. ¡Y ay del hombre al que vea perder el tiempo! ¡Eh, usted...!
Se marchó dando grandes zancadas, tan potente como una tableta de tabaco negro, para clavarle las espuelas a un subteniente infractor, con lo que William se sintió un poco más aliviado. Estaba claro que nada realmente grave podía suceder en un mundo que incluyera al sargento Cutter.
Bajó por la escala y subió al bote tras sus hombres olvidándose de su estómago, embargado por la emoción. Su primera batalla de verdad lo estaba esperando en algún lugar de las llanuras de Long Island.
Ochenta y ocho fragatas. Eso era lo que había oído decir que había traído consigo el almirante Howe, y no lo ponía en duda. Un bosque de velas llenaba la bahía de Gravesend, y el agua estaba atestada de pequeños botes que trasladaban a las tropas a la playa. El propio William casi se ahogaba de la emoción. Sentía cómo ésta crecía entre los hombres mientras los sargentos recogían a sus compañías de los botes e iban partiendo en orden, dejando sitio para la siguiente oleada de tropas.
A los caballos de los oficiales los llevaban a la orilla a nado en lugar de en bote, pues la distancia era relativamente pequeña. William se apartó cuando un gran bayo surgió de entre las olas cerca de él y se sacudió, lanzando una ducha de agua salada que empapó a todo el mundo en un radio de tres metros. El mozo de cuadra que lo sujetaba de las riendas parecía una rata mojada, pero se sacudió el agua del mismo modo y le dirigió a William una sonrisa, con la tez pálida de frío, pero viva de entusiasmo.
También William tenía un caballo en alguna parte. El capitán Griswold, un miembro de más edad del Estado Mayor de Howe, iba a prestarle una montura, pues no había habido tiempo suficiente para organizar otra cosa. Supuso que quien fuera que estuviera ocupándose del caballo lo encontraría, aunque no sabía cómo.
Reinaba una confusión organizada. Había marea baja, y montones de casacas rojas hormigueaban entre las algas como bandadas de aves marinas mientras los gritos de los sargentos servían de contrapunto a los chillidos de las gaviotas que los sobrevolaban.
Con cierta dificultad, pues le habían presentado a los sargentos esa misma mañana y todavía no había memorizado bien sus caras, William localizó a sus cuatro compañías y las condujo playa arriba a unas dunas arenosas densamente cubiertas de una especie de hierba fina y fuerte. Hacía un día caluroso, sofocante si uno llevaba un grueso uniforme y todo el equipo, así que dejó que sus hombres se pusieran cómodos, bebieran agua o cerveza de sus cantimploras y comieran un poco de queso y galletas. Pronto estarían en marcha.
¿Hacia dónde? Ésa era la pregunta que todo el mundo se hacía en esos momentos. En una reunión del Estado Mayor celebrada la noche anterior, su primera reunión, se habían reiterado los puntos básicos del plan de invasión. Desde la bahía de Gravesend, la mitad del ejército se encaminaría a las tierras del interior, girando hacia el norte, rumbo a las colinas de Brooklyn, donde se creía que estaban atrincheradas las fuerzas rebeldes. El resto de las tropas se distribuiría hacia el exterior, a lo largo de la costa, en dirección a Montauk, formando una línea de defensa que pudiera desplazarse hacia el interior a través de Long Island y forzase a los rebeldes a retroceder y caer en una emboscada, si era necesario.
Con una intensidad que le atenazaba la columna vertebral, William deseaba estar en vanguardia, atacando. Desde una perspectiva realista, sabía que era poco probable. No estaba en modo alguno familiarizado con sus tropas, y su aspecto tampoco le daba buena impresión. Ningún mando sensato pondría a unas compañías como ésas en primera línea, a menos que fueran a servir de carne de cañón. Esa idea hizo que dudara unos instantes, pero sólo unos instantes. Howe no era un despilfarrador de hombres. Tenía fama de precavido, a veces en exceso. Se lo había dicho su padre. Lord John no le había mencionado que esa consideración era el principal motivo por el que consentía en que se uniera al Estado Mayor de Howe, pero William lo sabía de todos modos. Le daba igual. Había calculado que las posibilidades de ver cierta acción de importancia seguían siendo mucho mayores con Howe que si se quedaba en los pantanos de Carolina del Norte perdiendo el tiempo con sir Peter Packer.
Y al fin y al cabo... Se volvió despacio, de un lado a otro. El mar era una masa de barcos ingleses, la tierra que tenía delante bullía de soldados. Jamás habría admitido en voz alta que estaba impresionado por lo que estaba viendo, pero el gorjal le oprimía la garganta. Se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y, de forma deliberada, soltó el aire.
La artillería estaba llegando a la costa: flotaba peligrosamente en barcazas de fondo plano manejadas por soldados que no cesaban de proferir tacos. Los armones, los cajones de munición y los caballos de tiro y los bueyes necesarios para arrastrarlos, que habían llegado a la costa un poco más al sur, estaban causando revuelo en lo alto de la playa, formando un rebaño agitado y manchado de arena que relinchaba y mugía en señal de protesta. Era el mayor ejército que hubiera visto nunca.
—¡Señor, señor!
Miró hacia abajo y vio a un soldado raso de baja estatura, no mayor que el propio William, de mejillas rollizas y muy nervioso.
—¿Sí?
—Su espontón, señor. Y ha llegado su caballo —añadió el soldado al tiempo que señalaba el robusto bayo castrado de color claro que traía de las riendas—. Con los saludos del capitán Griswold, señor.
William cogió el espontón, de unos dos metros de largo, cuya bruñida hoja de acero emitía un brillo apagado incluso bajo el cielo cubierto de nubes, y sintió su peso a través del brazo.
—Gracias. ¿Y usted es...?
—Ah, Perkins, señor. —El soldado se llevó apresuradamente la mano a la frente en señal de saludo—. Tercera compañía, señor. Los Tajadores, nos llaman.
—¿Ah, sí? Bueno, esperemos que tengan muchas oportunidades de justificar su nombre.
El soldado no dio muestras de comprender.
—Gracias, Perkins. —William lo despidió con un gesto de la mano. Cogió la brida del caballo con el corazón henchido de alegría. Era el ejército más grande que hubiera visto nunca, y formaba parte de él.
Había tenido mejor fortuna de la que pensaba que tendría, si bien no tanta como había deseado. Sus compañías iban a ir en la segunda oleada, siguiendo a la vanguardia a pie, protegiendo a la artillería. No tenían ninguna garantía de intervenir, pero sí una probabilidad bastante elevada, si los americanos eran la mitad de buenos combatientes de lo que se decía.
Era más de mediodía cuando levantó su espontón y gritó:
—Adelante, ¡marchen! —El mal tiempo había estallado en forma de chaparrón, un bienvenido alivio del calor.
Al otro lado de la playa, una franja de bosque cedía el paso a una bonita llanura. Tenían ante sí una vasta extensión de hierba ondulante, salpicada de flores silvestres cuyos colores lucían vivos bajo la luz aplacada por la lluvia. A lo lejos veía bandadas de pájaros —¿palomas?, ¿codornices?... estaban demasiado lejos para distinguirlos— que alzaban el vuelo, a pesar de la lluvia, cuando los soldados, al marchar, los hacían salir de su escondite.
Sus propias compañías marchaban cerca del centro de la línea de avance, serpenteando en ordenadas columnas tras él. William pensó agradecido en el general Howe. Como oficial de menor edad, en justicia, deberían haberle confiado tareas de mensajero, ir de una compañía a otra por el campo de batalla, entregando órdenes del cuartel general de Howe, llevando información a los otros dos generales, sir Henry Clinton y lord Cornwallis, y regresando con la que éstos le confiaran a su vez.
Sin embargo, dado que había llegado tarde, no conocía a ninguno de los demás oficiales ni la disposición del ejército. Ignoraba por completo quién era quién y, ni que decir tiene, dónde iban a estar en cada momento. Como mensajero, habría sido inútil.
Tras encontrar, quién sabe cómo, un momento en medio de la inminente invasión, el general Howe no sólo le había dado la bienvenida con gran cortesía, sino que también le había dado a elegir: o acompañar al capitán Griswold y servir como éste dispusiera, o estar al mando de unas cuantas compañías que se habían quedado huérfanas de su propio teniente, enfermo de malaria.
Había saltado de alegría al concederle esa oportunidad y ahora montaba orgulloso, con el espontón sujeto a su correa, mientras conducía a sus hombres a la guerra. Cambió ligeramente de posición, disfrutando del roce de la chaqueta nueva de lana roja sobre los hombros, del cabello recogido en una pulcra coleta en la nuca, de la rígida gorguera de cuero que le rodeaba el cuello, el ligero peso de su gorjal de oficial, esa pequeña pieza de plata, reminiscencia de la armadura romana. Había ido sin uniforme durante casi dos meses, por lo que, empapado de lluvia o no, volver a llevarlo era para él una apoteosis gloriosa.
Una compañía de caballería ligera avanzaba cerca de ellos. Oía los gritos de su oficial y los vio adelantarse y girar en dirección a un macizo boscoso algo distante. ¿Habrían visto algo? No. Una nube tremenda de mirlos salió en desbandada de entre la vegetación, con tal algarabía que muchos de los caballos se asustaron y se encabritaron. Los soldados de caballería se pusieron a buscar, metiéndose entre los árboles con los sables desenvainados, lanzando tajos a las ramas en un despliegue fingido. Si alguien se había ocultado allí, se había marchado ya, por lo que la caballería regresó con el fin de volver a unirse a la avanzada, silbándose unos a otros.
William volvió a relajarse en la silla, aflojando la mano que sujetaba el espontón.
No había americanos a la vista, pero los habría. Había visto y oído lo suficiente mientras realizaba tareas de inteligencia como para saber que sólo los continentales3 auténticos podían luchar de manera organizada. Había visto milicias adiestrándose en las plazas de los pueblos, había compartido la comida con hombres que pertenecían a ellas. Ninguno de ellos era soldado, cuando se entrenaban en grupo daban risa, apenas si lograban marchar en fila, y mucho menos mantener el paso, pero casi todos eran diestros cazadores y había visto a demasiados cazar gansos salvajes y pavos al vuelo como para compartir el desprecio que sentía hacia ellos la mayoría de los soldados británicos.
No, si hubiera habido americanos en los alrededores, la primera advertencia habría sido, con toda probabilidad, ver caer hombres muertos. Dirigió una seña a Perkins e hizo llevar a los cabos la orden de mantener a los hombres alerta, con las armas cargadas y cebadas. Vio que uno de los cabos envaraba los hombros al recibir el mensaje —era obvio que le parecía un insulto—, pero en cualquier caso el hombre hizo lo que se le ordenaba, y la sensación de tensión de William se aligeró un poco.
Sus pensamientos volvieron a centrarse en su reciente viaje, y se preguntó cuándo y dónde podría reunirse con el capitán Richardson para darle a conocer los resultados de sus tareas de espionaje.
Mientras iba de camino, había confiado la mayor parte de sus observaciones a su memoria, anotando tan sólo lo que debía, y esto último codificado en un pequeño ejemplar del Nuevo Testamento que le había dado su abuela. Lo tenía aún en el bolsillo de su abrigo de civil, en Staten Island. Se preguntaba si, ahora que había regresado sano y salvo al seno del ejército, debería tal vez poner sus observaciones por escrito y redactar unos informes como era debido. Podría...
Algo lo arrancó de sus ensoñaciones justo a tiempo de captar el destello y el chasquido de un disparo de mortero que partía de los bosques de la izquierda.
—¡Un momento! —gritó al ver que sus hombres empezaban a bajar las armas—. ¡Esperen!
Estaban demasiado lejos, y había otra columna de infantería más cerca del bosque. Esta última se colocó en posición de abrir fuego y soltó una descarga contra la arboleda. La primera fila se arrodilló y la segunda disparó por encima de sus cabezas. Desde el bosque, devolvieron los disparos. Vio caer a uno o dos soldados y tambalearse a otros varios, pero los hombres aunaron esfuerzos.
Se produjeron otras dos descargas, seguidas de las chispas del fuego enemigo, pero ahora más esporádicas. Percibió movimiento con el rabillo del ojo, se volvió en la silla y vio a un grupo de leñadores con camisa de cazador que corrían al otro lado de la arboleda.
La compañía que tenía delante los vio también. A un grito de su sargento, calaron bayonetas y echaron a correr, aunque William tenía muy claro que nunca atraparían a los fugitivos.
Durante toda la tarde se sucedieron escaramuzas de ese tipo mientras el ejército avanzaba. A los caídos los recogían y los llevaban a la retaguardia, pero eran muy pocos. En un momento dado, una de las compañías de William fue objeto de una descarga, y él se sintió como Dios cuando dio orden de atacar y sus hombres se desperdigaron por el bosque como un enjambre de avispones con las bayonetas caladas y lograron matar a un rebelde, cuyo cuerpo sacaron a rastras a la llanura. El cabo sugirió que podían colgarlo de un árbol para disuadir a los rebeldes, pero William declinó firmemente su sugerencia por no ser honorable, e hizo que dejaran al hombre en el margen del bosque, donde sus amigos pudieran encontrarlo.
Hacia la noche llegaron órdenes del general Clinton a la línea de marcha. No se detendrían a acampar. Harían una breve pausa para tomar unas raciones frías y seguirían avanzando.
Entre las filas se levantaron murmullos de sorpresa, pero no hubo protestas. Habían ido allí a luchar, y la marcha se reanudó con una mayor sensación de urgencia.
Llovía esporádicamente, y el acoso de los escaramuzadores disminuyó de intensidad con la luz plomiza. No hacía frío y, a pesar de que su ropa estaba cada vez más mojada, William prefería el frío y la humedad a la opresión del bochorno del día anterior. Al menos la lluvia calmaba los bríos a su caballo, cosa que no estaba mal. Era una criatura nerviosa y asustadiza, y tenía motivos para dudar de la buena voluntad del capitán Griswold al prestárselo. Sin embargo, cansado por la larga jornada, el caballo había dejado de asustarse con las ramas que agitaba el viento y de tirar bruscamente de las riendas, y ahora avanzaba con las orejas caídas hacia los lados con fatigada resignación.
Las primeras horas de marcha nocturna transcurrieron sin muchos problemas. Aun así, después de medianoche, el ejercicio realizado y la falta de sueño comenzaron a pesar en los hombres. Los soldados empezaron a dar traspiés y a reducir el paso, y la percepción del largo período de oscuridad y esfuerzo hasta el amanecer les hizo mella.
William hizo ir a Perkins hasta donde él se encontraba. El soldado de redondos carrillos apareció bostezando y guiñando los ojos, y caminó a su lado sujetándose con una mano a la correa del estribo de William mientras éste le explicaba lo que quería.
—¿Cantar? —repuso Perkins, dubitativo—. Bueno, supongo que sí, sí, señor. Claro. Pero himnos.
—No era en eso exactamente en lo que estaba pensando —aclaró William—. Vaya a preguntarle al sargento... Millikin, ¿no es así? ¿El irlandés? Que cante lo que quiera, siempre que sea fuerte y alegre.
Al fin y al cabo, no estaban intentando ocultar su presencia. Los americanos sabían exactamente dónde se encontraban.
—Sí, señor —dijo Perkins, extrañado, y soltó el estribo, para desaparecer de inmediato en la noche.
William siguió avanzando durante unos minutos, y luego oyó la fortísima voz irlandesa de Patrick Millikin cantar, bien potente, una canción muy grosera. Estalló un coro de risas entre los hombres. Cuando Millikin entonó el primer estribillo, unos cuantos se habían unido ya a él. Dos frases más y lo acompañaban todos, rugiendo a pleno pulmón, William incluido.
Por supuesto, no podían cantar durante horas mientras marchaban a buen paso con todo el equipo, pero cuando hubieron agotado sus canciones favoritas y se hubieron quedado sin aliento, todos volvían a estar despiertos y optimistas.
Justo antes del alba, William percibió el olor del mar y el fuerte tufo a lodo de una marisma en medio de la lluvia. Los hombres, ya mojados, se pusieron a chapotear en una serie de pequeños entrantes y calas creados por la marea.
Unos minutos después, el estampido de un cañón rasgó la noche, y los pájaros de los marjales invadieron el cielo del alba lanzando chillidos de alarma.
Durante los dos días siguientes, William no tuvo nunca la menor idea de dónde se encontraba. Nombres como «Jamaica Pass», «Flatbush» y «Gowanus Creek» aparecían de vez en cuando en los despachos y mensajes apresurados que recorrían el ejército, pero, para el caso, podrían haber dicho «Júpiter» o «la otra cara de la luna».
Al final sí vio continentales. Hordas de ellos, que salían como un enjambre de los pantanos. Los primeros enfrentamientos fueron feroces, pero las compañías de William se mantuvieron en la retaguardia, apoyando. Sólo en una ocasión estuvieron a punto de abrir fuego con el fin de repeler a un grupo de americanos que se acercaba. No obstante, se hallaba en un continuo estado de excitación, intentando oírlo y verlo todo enseguida, intoxicado con el olor del humo de la pólvora, incluso cuando su carne se estremecía con el estruendo del cañón. Cuando cesó el fuego al ponerse el sol, cogió un poco de queso y galletas, pero no los probó, y se quedó momentáneamente dormido, de puro agotamiento.
A última hora de la tarde del segundo día, se encontraban a escasa distancia de una enorme granja de piedra que los británicos y algunas tropas de mercenarios alemanes habían tomado como enclave para la artillería. Los cañones sobresalían por las ventanas superiores y resplandecían bajo la incesante lluvia.
Ahora, la pólvora mojada constituía un problema. Los cartuchos estaban bien, pero si la pólvora con la que se cebaban los cañones se dejaba más allá de unos pocos minutos, empezaba a cocerse y no se encendía. Por tanto, la orden de cargar tenía que partir lo más tarde posible antes de disparar. William descubrió que estaba rechinando los dientes de ansiedad pensando en cuándo habría que dar la orden.
En cambio, otras veces no cabía duda alguna. Con roncos gritos, un montón de americanos cargó desde los árboles próximos a la parte frontal de la casa y puso rumbo a las puertas y las ventanas. El fuego de mosquete de las tropas que se hallaban en el interior alcanzó a varios de ellos, pero algunos consiguieron llegar hasta la mismísima casa, donde comenzaron a introducirse por las ventanas rotas. William montó con gesto mecánico en su caballo y se dirigió hacia la derecha, a una distancia suficiente como para divisar la parte posterior de la casa.
En efecto, un grupo mayor de soldados se encontraba ya allí, trepando por el muro gracias a la hiedra que cubría la parte trasera del edificio.
—¡Por aquí! —gritó, haciendo girar a su caballo y blandiendo su espontón—. ¡Olson, Jeffries, la parte de atrás! ¡Carguen y disparen en cuanto los tengan a tiro!
Dos de sus compañías echaron a correr, al tiempo que rompían la punta de los cartuchos con los dientes, pero un grupo de soldados alemanes vestidos de verde llegó antes que él, agarraron a los americanos de las piernas, los arrancaron de la hiedra y les propinaron una paliza en el suelo.
Dio media vuelta y corrió en dirección contraria para ver qué estaba sucediendo en la parte delantera, y llegó justo a tiempo de ver cómo un artillero británico salía volando por una de las ventanas superiores abiertas. El hombre aterrizó en el suelo con una pierna doblada bajo el cuerpo y quedó allí tendido, gritando. Uno de los hombres de William, que se encontraba bastante cerca, se precipitó hacia él y agarró al artillero de los hombros, pero lo alcanzó un disparo procedente del interior de la casa. Se dobló en dos, cayó al suelo y su sombrero se perdió rodando entre los arbustos.
Pasaron el resto del día en la granja de piedra. Los americanos atacaron en cuatro ocasiones. En dos de ellas lograron imponerse a los habitantes y hacerse por breve tiempo con los cañones, pero las dos veces fueron aplastados por oleadas frescas de tropas británicas que los hicieron batirse en retirada o los mataron. William no se acercó nunca a menos de unos doscientos metros de la casa, pero, una de las veces, logró interponer una de sus compañías entre la granja y un grupo de americanos desesperados que vestían como indios y gritaban como banshees. Uno de ellos levantó un enorme rifle y le disparó directamente a él, pero una bala llegada de quién sabe dónde alcanzó al tirador y lo hizo caer rodando por la ladera de un pequeño montículo.
William se acercó en su montura para ver si el hombre había muerto. Sus compañeros ya habían doblado la esquina del otro lado de la casa, a la fuga, perseguidos por soldados británicos. El caballo estaba fuera de sí. Habituado al ruido del fuego de mosquete, la artillería lo asustaba, por lo que, cuando en ese preciso momento tronó el cañón, abatió por completo las orejas y echó a correr.
William tenía aún la espada en una mano y las riendas flojamente enrolladas en la otra. La repentina sacudida lo derribó de la silla, y el caballo saltó hacia la izquierda, desprendiendo de un tirón su pie derecho del estribo y tirándolo al suelo. Apenas si tuvo presencia de ánimo para soltar la espada mientras caía, y aterrizó rodando sobre un hombro.
Mientras daba gracias a Dios por que su pie izquierdo no hubiera quedado preso en el estribo y maldecía al mismo tiempo al caballo, se puso rápidamente a cuatro patas, manchado de hierba y barro, con el corazón en la boca.
Los cañones de la casa habían dejado de disparar. Los americanos debían de estar dentro otra vez, enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo con los artilleros. Escupió barro y empezó a retirarse con cautela, pensando que estaba a tiro de las ventanas superiores.
Sin embargo, a su izquierda, divisó al americano que había intentado dispararle, aún tendido sobre la hierba mojada. Mientras dirigía una mirada llena de recelo hacia la casa, gateó hasta el hombre, que yacía boca abajo, inmóvil. Quería verle la cara, no sabía por qué. Se irguió sobre las rodillas, cogió al soldado por ambos hombros y le dio media vuelta.
Era evidente que estaba muerto, con un balazo en la cabeza. Tenía la boca y los ojos entreabiertos, y el cuerpo extraño, pesado y flojo. Llevaba un uniforme que parecía de la milicia. William se fijó en los botones de madera con las letras «PUT» grabadas a fuego. Significaban algo, pero su cabeza aturdida no acertó a encontrarle el sentido. Tras dejar de nuevo al hombre con cuidado sobre la hierba, se puso en pie y fue a recoger su espada. Tenía una sensación extraña en las rodillas.
Había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba del lugar donde había caído la espada cuando se volvió y regresó. Arrodillándose, con los dedos fríos y un vacío en el estómago, le cerró al hombre los ojos bajo la lluvia.
Esa noche acamparon, con gran placer de los hombres. Excavaron las cocinas, llevaron allí los carros del cocinero, y el olor a carne asada y pan recién hecho impregnó el aire húmedo. William acababa de sentarse a comer cuando Perkins, aquel presagio de desastre, apareció a su lado deshaciéndose en excusas con un mensaje: debía presentarse de inmediato en el cuartel general. William agarró un pedazo de pan y una tajada humeante de cerdo asado para meterla dentro y se marchó, masticando.
Halló reunidos a los tres generales y a todos los oficiales de su Estado Mayor, discutiendo, absortos, los resultados del día. Los generales estaban sentados a una mesita llena de despachos y mapas trazados a toda prisa. William encontró un sitio entre los oficiales, manteniéndose respetuosamente tras ellos contra la lona de la gran tienda.
Sir Henry defendía atacar las colinas de Brooklyn cuando se hiciera de día.
—Los desalojaríamos fácilmente —dijo Clinton señalando los despachos con un gesto de la mano—. Han perdido a la mitad de sus hombres, si no más. Y no eran muchos, para empezar.
—Pero no sería fácil —repuso lord Cornwallis frunciendo sus gruesos labios—. Ya los ha visto. Sí, podríamos echarlos de ahí, pero con cierto coste. ¿Qué dice usted, señor? —añadió mientras se volvía con deferencia hacia Howe.
Los labios de Howe casi habían desaparecido y sólo una línea blanca señalaba su antigua existencia.
—No puedo permitirme otra victoria como la última —espetó—. Y, aunque me la pudiera permitir, no la querría. —Sus ojos se apartaron de la mesa y pasaron sobre los oficiales de menor graduación que se encontraban de pie al fondo de la tienda—. Perdí a todos los hombres de mi Estado Mayor en aquella maldita colina de Boston —añadió, más sereno—. Veintiocho hombres. Todos. —Sus ojos se demoraron en William, el más joven de los oficiales de menor graduación presentes, y negó con la cabeza, ensimismado. Acto seguido, se volvió hacia sir Henry—. Detenga la lucha —dijo.
Sir Henry estaba disgustado, William lo advirtió, pero asintió sin decir palabra.
—¿Les ofrecemos condiciones?
—No —respondió Howe con concisión—. Han perdido casi la mitad de sus hombres, como bien ha dicho usted. Sólo un loco seguiría luchando sin motivo. Ellos... Usted, señor. ¿Quería hacer alguna observación?
Sobresaltado, William se percató de que Howe le estaba formulando la pregunta directamente a él. Sus ojos redondos le perforaban el pecho como perdigones.
—Yo... —comenzó, pero enseguida recuperó la compostura y se puso firme—. Sí, señor. Quien está al mando es el general Putnam. Allí, en la playa. Tal vez... tal vez no sea un loco, señor —añadió con prudencia—, pero dicen que es un hombre testarudo.
Howe guardó silencio durante unos instantes, entornando los ojos.
—Un hombre testarudo —repitió—. Sí, yo diría que lo es.
—Era uno de los generales al mando en Breed’s Hill, ¿no es así? —objetó lord Cornwallis—. Los americanos salieron corriendo de allí bastante deprisa.
—Sí, pero... —William calló en seco, paralizado al sentir las miradas de los tres generales fijas en él al mismo tiempo.
Howe lo instó con impaciencia a que prosiguiera.
—Con todos los respetos, milord —continuó, y se alegró de que no le temblara la voz—, tengo... tengo entendido que en Boston los americanos no huyeron hasta haber agotado el último cartucho de munición. Creo... que aquí no es ése el caso. Y, por lo que respecta al general Putnam, en Breed’s Hill no tenía nada detrás.
—Y usted piensa que aquí sí lo tiene. —No era una pregunta.
—Sí, señor. —Intentó no mirar directamente el montón de despachos que había sobre la mesa de sir William—. Estoy seguro de ello, señor. Creo que casi todos los continentales se encuentran en la isla, señor. —Procuró no decirlo en tono interrogativo. Se lo había oído decir el día antes a un mayor que pasaba, pero tal vez no fuera verdad—. Si Putnam está al mando aquí...
—¿Cómo sabe que se trata de Putnam, teniente? —lo interrumpió Clinton mirando a William con frialdad.
—Acabo de regresar de una... una expedición de inteligencia, señor, que me hizo cruzar Connecticut. Allí oí decir a mucha gente que la milicia se estaba concentrando para acompañar al general Putnam, que iba a unirse a las fuerzas del general Washington cerca de Nueva York. Y vi los botones de uno de los hombres muertos cerca de la playa esta tarde, señor, con las letras «PUT» grabadas. Así es como lo llaman, señor... al general Putnam: «el Viejo Put».
El general Howe se enderezó antes de que Clinton o Cornwallis pudieran volver a interrumpir.
—Un hombre testarudo —repitió—. Bueno, tal vez lo sea. En cualquier caso... suspenderemos la lucha. Se encuentra en una posición insostenible, y debe de saberlo. Démosle la oportunidad de pensarlo, de consultar con Washington, si así lo desea. Quizá Washington sea un comandante más sensato. Y si pudiéramos lograr la rendición de todo el ejército continental sin más derramamiento de sangre... Creo que vale la pena correr el riesgo, caballeros. No ofreceremos condiciones.
Lo que significaba que, si los americanos tenían sentido común, sería una rendición incondicional. Pero ¿y si no lo tenían? William había oído anécdotas sobre la batalla de Breed’s Hill, anécdotas contadas por americanos, claro, y, en consecuencia, las tomaba con pinzas. Pero, por lo que decían, los rebeldes habían quitado los clavos de los cercados de sus fortificaciones —incluso los de los tacones de sus zapatos—, y habían disparado con ellos contra los británicos cuando se quedaron sin balas. Se habían batido en retirada sólo al verse obligados a tener que lanzar piedras.
—Pero si Putnam está aguardando que Washington le mande refuerzos, se sentará a esperar —repuso Clinton frunciendo el ceño—. Y entonces tendremos aquí a todo el hervidero. ¿No sería mejor...?
—Eso no es lo que él quería decir —lo interrumpió Howe—. ¿No es así, Ellesmere? ¿Cuando dijo que no tenía nada detrás en Breed’s Hill?
—No, señor —respondió William, agradecido—. Quise decir... que tiene algo que proteger. Detrás. No creo que esté esperando a que el resto del ejército acuda en su ayuda. Creo que está cubriendo su retirada.
Las arqueadas cejas de lord Cornwallis se elevaron de golpe al oír eso. Clinton le puso mala cara a William, quien recordó demasiado tarde que él era el comandante en jefe cuando la pírrica victoria de Breed’s Hill, y que probablemente el tema de Israel Putnam despertaría en él susceptibilidades.
—Y ¿por qué le estamos pidiendo consejo a un muchacho que está aún tan verde? ¿Ha entrado usted alguna vez en combate, señor? —interrogó a William, que se sonrojó intensamente.
—¡Estaría luchando en estos momentos, señor, de no estar retenido aquí! —contestó.
Lord Cornwallis se echó a reír, y una breve sonrisa revoloteó sobre el rostro de Howe.
—Nos aseguraremos de cubrirlo debidamente de sangre, teniente —dijo con sequedad—. Pero no hoy. ¿Capitán Ramsay? —Se volvió hacia uno de los oficiales de alta graduación, un hombre de escasa estatura y hombros muy cuadrados, que dio un paso al frente y saludó—. Llévese a Ellesmere y haga que le informe de los resultados de sus... labores de espionaje. Comuníqueme cualquier cosa que le parezca de interés. Mientras tanto... —se volvió de nuevo hacia sus dos generales—, suspendan las hostilidades hasta nueva orden.
William no oyó nada más de las deliberaciones de los generales, pues el capitán Ramsay se lo llevó de allí.
¿Se habría metido donde no lo llamaban?, se preguntaba. El general Howe le había hecho una pregunta directa, estaba claro. Había tenido que contestar. Pero oponer el insignificante mes que había dedicado a tareas de espionaje al conocimiento conjunto de tantos altos oficiales experimentados...
Le comentó algunas de sus dudas al capitán Ramsay, que parecía una persona poco habladora aunque bastante amistosa.
—Bueno, no tenía usted más elección que hablar —le aseguró él—. Sin embargo...
William rodeó un montón de excrementos de mulo para no quedarse rezagado.
—¿Sin embargo? —inquirió.
Ramsay no respondió enseguida, sino que lo guio a través del campamento, entre pulcras hileras de tiendas de lona, saludando de vez en cuando a alguno de los hombres sentados alrededor de las hogueras que lo llamaban.
Llegaron por fin a la tienda del propio Ramsay, quien retiró el pedazo de lona que cubría la entrada y le indicó a William con un gesto que accediera al interior.
—¿Ha oído hablar alguna vez de una dama llamada Casandra? —dijo Ramsay por fin—. Era griega, creo. No fue muy popular.
El ejército durmió profundamente tras el enorme esfuerzo, y William también.
—Su té, señor.
Guiñó los ojos, desorientado y aún soñando que caminaba por el zoo privado del duque de Devonshire de la mano de un orangután, pero lo primero que vio al abrirlos fue la cara redonda y ansiosa del soldado Perkins, no la del orangután.
—¿Qué? —preguntó, atontado.
Perkins parecía nadar en una especie de bruma, pero ésta no se desvaneció al parpadear y, cuando se sentó para coger la taza humeante, William descubrió que ello se debía a que una densa niebla impregnaba el aire.
Todos los ruidos sonaban apagados. Aunque deberían haberse oído los sonidos habituales de un campamento que despierta, éstos parecían lejanos, suavizados. Por consiguiente, cuando asomó la cabeza fuera de la tienda unos minutos después, no le extrañó hallar la tierra cubierta de una neblina flotante que se había arrastrado hasta allí desde las marismas.
No es que tuviera mucha importancia. El ejército no iba a marcharse a ningún sitio. Un despacho del cuartel general de Howe había anunciado oficialmente la suspensión de las hostilidades. No había nada que hacer salvo esperar a que los americanos entraran en razón y se rindieran.
Las tropas se desperezaban, bostezaban y buscaban distracción. William estaba jugando a un emocionante juego de azar con los cabos Yarnell y Jeffries cuando volvió a aparecer Perkins, sin aliento.
—Saludos del coronel Spencer, señor. Además, tiene que presentarse al general Clinton.
—¿Sí? ¿Para qué? —inquirió William.
Perkins parecía confundido. No se le había ocurrido preguntarle los motivos al mensajero.
—Sólo... supongo que quiere verlo —contestó, esforzándose por ser útil.
—Muchas gracias, soldado Perkins —repuso William, con un sarcasmo que a Perkins le pasó desapercibido: resplandeció aliviado y se retiró sin que le dieran permiso—. ¡Perkins! —bramó William, y el soldado se volvió con expresión asustada—. ¿Por dónde?
—¿Qué? Eh... quiero decir, ¿qué, señor?
—¿En qué dirección cae el cuartel general del general Clinton? —preguntó William con premeditada paciencia.
—¡Oh! El húsar... vino de... —Perkins giró despacio sobre sí mismo, como una veleta, frunciendo concentrado el ceño—. ¡De allí! —Señaló—. Vi ese trocito de montículo por detrás de él.
La niebla continuaba densa a ras de suelo, pero las crestas de las colinas y los árboles altos eran visibles de vez en cuando, por lo que William no tuvo problema en localizar el montículo al que Perkins se refería. Tenía un extraño aspecto aterronado.
—Gracias, Perkins. Puede irse —añadió rápidamente antes de que el soldado pudiera retirarse otra vez. Observó al hombre desaparecer entre la masa móvil de bruma y cuerpos, meneó la cabeza y fue a darle órdenes al cabo Evans.
Al caballo no le gustaba la niebla. A William tampoco. Le causaba una sensación extraña, como si alguien estuviera echándole el aliento en la nuca.
Sin embargo, era una niebla marina: densa, húmeda y fría, pero no sofocante. Había áreas más claras y otras más densas, lo que causaba la impresión de que se movía. Podía ver unos cuantos metros por delante de él y distinguía vagamente la figura difuminada del montículo que Perkins le había indicado, aunque la cima no cesaba de aparecer y desaparecer como un conjuro fantástico de un cuento de hadas.
Se preguntaba qué podía querer de él sir Henry. ¿Lo había mandado a buscar sólo a él, o se trataba de una reunión para advertir a los oficiales de algún cambio de estrategia?
Tal vez las tropas de Putnam se hubieran rendido. Seguramente lo habían hecho. No tenían la menor esperanza de ganar en esas circunstancias, y debían de tenerlo bien claro.
No obstante, supuso que Putnam quizá necesitaría consultárselo a Washington. Durante el combate que había tenido lugar en la vieja granja de piedra, había visto un grupito de jinetes en la cresta de una colina lejana entre los que ondeaba una bandera desconocida. Entonces, alguien la había señalado y había dicho: «Allí está, es Washington. Qué pena que no tengamos aquí un veinticuatro, ¡le enseñaríamos a papar moscas!», y se había echado a reír.
El sentido común decía que se rendirían, pero William experimentaba un nerviosismo que no tenía nada que ver con la niebla. Durante el mes que había estado viajando, había tenido ocasión de escuchar a muchísimos americanos. La mayoría compartía su inquietud, pues no deseaba un conflicto con Inglaterra y, en particular, no quería en modo alguno verse cerca de una contienda armada, algo de lo más sensato. Pero los que estaban decididos a rebelarse... estaban, de hecho, muy decididos.
A lo mejor Ramsay había mencionado esto último a los generales. No se había mostrado nada impresionado con la información que William le había proporcionado, y menos aún con sus opiniones, pero tal vez...
Su montura tropezó, y él se tambaleó en la silla, tirando sin querer de las riendas. El caballo, molesto, volvió la cabeza con rapidez y le mordió, arañándole la bota con sus grandes dientes.
—¡Malnacido! —Golpeó al caballo en la nariz con el extremo de las riendas e hizo que el animal volviera la cabeza por la fuerza hasta que prácticamente puso los ojos en blanco y apoyó los curvos labios en su regazo.
Después, tras haberle puesto los puntos sobre las íes, redujo despacio la presión. El caballo bufó y sacudió las crines con violencia, pero reanudó la marcha sin protestar.
Tenía la impresión de llevar un buen rato cabalgando, mas el tiempo, como la distancia, engañaba en medio de la niebla. Miró hacia el montículo al que se dirigía, pero descubrió que había desaparecido una vez más. Bueno, sin duda volvería a aparecer. Sin embargo, no lo hizo.
La niebla siguió moviéndose a su alrededor, y oyó el sonido del agua que goteaba de las hojas de los árboles, que parecía que de repente llegara hasta él y, de pronto, volviera a alejarse. Pero el montículo permanecía tercamente oculto a la vista.
Entonces se apercibió de que llevaba cierto tiempo sin oír ningún ruido de hombres.
Debería estar oyéndolos.
Si estuviera aproximándose al cuartel general de Clinton, no sólo estaría oyendo los sonidos de un campamento, sino que habría encontrado hombres, caballos, fuegos, carros, tiendas...
No se oía ningún ruido en las proximidades, sólo el rumor de agua que corría. ¡Demonios! Había rodeado el campamento.
—Maldito seas, Perkins —murmuró.
Se detuvo unos instantes y comprobó la carga de su pistola, oliendo la pólvora de la cazoleta. Cuando se mojaba, olía de un modo diferente. Aún estaba bien, pensó. Olía fuerte y cosquilleaba en la nariz, no tenía el olor a huevo podrido de la pólvora mojada.
Conservó la pistola en la mano, aunque hasta el momento no había visto nada que supusiera una amenaza. Sin embargo, la niebla era demasiado densa como para poder ver más allá de un metro escaso. Alguien podía aparecer de repente, y en un segundo tendría que decidir si dispararle o no.
Todo estaba tranquilo. Su propia artillería guardaba silencio. No había fuego de mosquete al azar como el día anterior. El enemigo se estaba retirando, no cabía la menor duda. Pero, si se cruzaba con un continental extraviado, perdido en la niebla como él, ¿debía disparar? La idea hizo que le sudaran las manos, aunque decidió que sí. Seguro que el continental no dudaría en dispararle a él en cuanto viera el uniforme rojo.
Estaba algo más preocupado por la humillación de que le dispararan sus propias tropas que por la perspectiva real de morir, aunque tampoco ignoraba ese riesgo.
La maldita niebla se había vuelto más espesa, en todo caso. Buscó en vano el sol con el fin de orientarse un poco, pero no se veía el cielo.
Combatió el ligero escalofrío de pánico que le recorrió la columna vertebral. Muy bien, en esa condenada isla había treinta y cuatro mil soldados británicos. Debía de estar a tiro de pistola de un número indefinido de ellos en esos momentos. «Y basta con que estés a tiro de pistola de un solo americano», se recordó, avanzando inexorable a través de un grupo de alerces.
Oyó susurros y el crujido de unas ramas no muy lejos. El bosque estaba habitado, no había duda. Pero ¿por quién?
Las tropas británicas no andarían moviéndose en medio de esa niebla, eso estaba claro. «¡Maldito Perkins!» Así pues, si oía movimiento, como de un grupo de hombres, se detendría y se ocultaría. Y, de lo contrario... cuanto podía esperar era toparse con un grupo de soldados u oír algo de carácter inequívocamente militar, a alguien gritando unas órdenes, tal vez...
Siguió avanzando despacio durante algún tiempo y acabó enfundando de nuevo la pistola, pues el peso lo cansaba. Dios santo, ¿cuánto llevaba fuera? ¿Una hora? ¿Dos? ¿Debía dar media vuelta? Pero no tenía modo de saber qué era «media vuelta»... quizá estuviera moviéndose en círculos. El terreno le parecía siempre igual, una mancha gris de árboles, piedras y hierbas. El día anterior había pasado cada minuto exaltado al máximo, listo para atacar. Hoy, su entusiasmo por luchar había mermado sustancialmente.
Alguien surgió delante de él y el caballo se encabritó, tan de repente que William sólo distinguió al hombre con vaguedad. Aunque le bastó para saber que no vestía el uniforme británico, y habría desenfundado su pistola de no haber tenido ambas manos ocupadas en controlar su montura.
El caballo, que se había dejado dominar por la histeria, saltaba en círculos como loco, sacudiendo a William de parte a parte con cada aterrizaje. Cuanto lo rodeaba giraba a su alrededor en una mezcla confusa de gris y verde, aunque era medio consciente de unas voces que gritaban de tal modo que podían estar tanto animándolo como burlándose de él.
Después de lo que a William le pareció un año, pero que debió de ser sólo un minuto, más o menos, logró detener a la maldita bestia, que jadeaba y resoplaba mientras volvía aún la cabeza de un lado a otro, mostrando el blanco de los ojos, brillante de sudor.
—¡Maldito pedazo de carne! —le dijo William tirando con fuerza de su cabeza.
El aliento del caballo penetraba húmedo y caliente a través del ante de sus pantalones de montar, y sus ijares subían y bajaban bajo su cuerpo.
—He visto caballos con mejor carácter —corroboró una voz, y apareció una mano que cogió las riendas—. Aunque parece muy sano.
William acertó a ver a un hombre con traje de caza, corpulento y de tez oscura, y, en ese preciso instante, otra persona lo agarró desde detrás por la cintura y lo levantó, derribándolo del caballo.
Cayó de espaldas contra el suelo con un fuerte golpe que lo dejó sin aliento, pero intentó con esfuerzo sacar la pistola. Una rodilla le presionó el pecho y una mano enorme le arrebató el arma. Una cara barbuda le sonrió.
—No es usted muy sociable —lo reprendió el hombre—. Creía que ustedes, los ingleses, tenían fama de ser civilizados.
—Si lo dejaras ponerse en pie y acercarse, Harry, me imagino que él te civilizaría a ti, desde luego. —El que hablaba era otro hombre, más bajo y de complexión ligera, con una voz suave y educada como la de un maestro de escuela, que miraba por encima del hombro del que estaba arrodillado sobre el pecho de William—. Aunque podrías dejarlo respirar, al menos.
La presión sobre el pecho de William se relajó y logró introducir un poco de aire en los pulmones, pero lo expulsó de inmediato cuando el hombre que lo había retenido en el suelo le propinó un puñetazo en el estómago. Unas manos comenzaron enseguida a registrarle los bolsillos y le quitaron de un tirón el gorjal por encima de la cabeza; le hizo daño al arañarle la parte inferior de la nariz. Alguien lo rodeó con los brazos, le desabrochó la hebilla del cinturón y se lo quitó limpiamente con un silbido de placer al ver los instrumentos que llevaba colgando.
—Muy bonito —manifestó el segundo hombre con aprobación. Miró a William, que estaba tirado en el suelo boqueando como un pez fuera del agua—. Gracias, señor. Le estamos muy agradecidos. ¿Todo bien, Allan? —inquirió volviéndose hacia el hombre que sujetaba el caballo.
—Sí, lo tengo —dijo una voz nasal con acento escocés—. ¡Vámonos ya!
Los hombres se alejaron y William pensó, por un momento, que se habían ido. Entonces, una mano gruesa lo cogió por el hombro y le dio media vuelta. Él se retorció y se puso de rodillas por voluntad propia y, acto seguido, la misma mano lo agarró de la coleta y le tiró de la cabeza hacia atrás, dejándole la garganta al descubierto. William percibió el brillo de una navaja y la amplia sonrisa del hombre, pero no tenía ni aliento ni tiempo para rezos ni maldiciones. El cuchillo dio un tajo, y él sintió un tirón en la parte de atrás de la cabeza que le hizo asomar lágrimas a los ojos. El hombre gruñó, disgustado, y le propinó otros dos violentos cortes más, apartándose por fin triunfante mientras sostenía en alto la coleta de William con una mano del tamaño de un jamón.
—De recuerdo —le dijo a William con una sonrisa y, después de dar media vuelta, se marchó tras sus amigos. El relincho del caballo se arrastró hasta William entre la niebla, burlón.
Deseó con todo su ser haber conseguido matar por lo menos a uno de ellos. Pero ¡lo habían atrapado con tanta facilidad como a un niño, lo habían desplumado como a un ganso y lo habían dejado tirado en el suelo como una maldita boñiga! Estaba tan lleno de rabia que tuvo que detenerse y darle un puñetazo al tronco de un árbol. El dolor lo dejó jadeante, aún furioso, pero sin aliento.
Se apretó la mano herida con los muslos, silbando entre dientes hasta que el dolor se calmó. Ahora la consternación se mezclaba con la furia. Se sentía más desorientado que nunca, la cabeza le daba vueltas. Con el pecho agitado, se llevó la mano sana a la nuca y palpó el claro de pelos erizados que le había quedado. Preso de nueva rabia, le propinó una patada al árbol con todas sus fuerzas.
Se puso a saltar en círculos a la pata coja, soltando palabrotas, y acabó derrumbándose sobre una roca y enterrando la cabeza entre las rodillas mientras respiraba de manera entrecortada.
Poco a poco, su respiración fue serenándose y comenzó a recuperar su capacidad de pensar de forma racional.
Muy bien. Seguía perdido en las llanuras desiertas de Long Island, sólo que ahora sin caballo, comida ni armas. Ni pelo. Esa idea hizo que se enderezara de nuevo, con los puños apretados, y refrenó la furia con cierta dificultad. Muy bien. Ahora no tenía tiempo de enfadarse. Si alguna vez volvía a ver a Harry, a Allan o al hombrecillo de la voz educada... bueno, ya habría tiempo para eso cuando sucediera.
Ahora, lo importante era localizar a parte de las tropas. Su impulso era desertar en el acto, coger un barco con destino a Francia y no volver jamás, dejando que el ejército presumiera que lo habían matado. Pero no podía hacerlo por múltiples razones, sobre todo por su padre, quien probablemente preferiría que lo mataran a que huyera como un cobarde.
Tendría que arreglárselas. Se levantó con resignación, intentando sentir gratitud hacia los bandidos que, por lo menos, le habían dejado el abrigo. La niebla se estaba levantando un poco aquí y allá, pero seguía cubriendo el suelo, húmeda y fría. No es que le molestara. Todavía le hervía la sangre.
Miró las formas confusas de rocas y árboles a su alrededor. Parecían idénticas a todas las demás malditas rocas y árboles con que se había cruzado a lo largo de aquel maldito día.
—Muy bien —dijo en voz alta, y levantó un dedo en el aire girando sobre sí mismo—. Pito, pito, gorgorito, adónde vas, tú, tan bonito... ¡Joder! ¡Al carajo!
Cojeando levemente, se puso en marcha. No tenía ni idea de adónde se dirigía, pero tenía que moverse, o reventar.
Se entretuvo durante algún tiempo rememorando el último encuentro, imaginando, satisfecho, que agarraba al gordo llamado Harry y reducía su nariz a una pulpa sanguinolenta antes de aplastarle la cabeza contra una roca. Le quitaba el cuchillo y destripaba a aquel cabrón arrogante... le arrancaba los pulmones... Había algo llamado «águila de sangre» que las tribus germánicas solían hacer. Practicaban unos cortes en la espalda de un hombre con un cuchillo y le sacaban los pulmones por los huecos, de modo que ondeaban como si fueran alas mientras ellos morían...
Se fue calmando poco a poco, pero sólo porque era imposible mantener tales niveles de furia.
Ya no le dolía tanto el pie. Tenía los nudillos despellejados, pero ya no le latían tanto de dolor, y sus fantasías de venganza empezaron a parecerle bastante absurdas. Se preguntó si sería eso la furia de la batalla. Claro que querías disparar y acuchillar, porque matar era tu deber, pero ¿te gustaba? ¿Lo deseabas como se desea a una mujer? ¿Te sentías como un imbécil después de haberlo hecho?
Había reflexionado sobre el hecho de matar en combate. No constantemente, pero sí de vez en cuando. Había hecho un gran esfuerzo por visualizarlo al decidir unirse al ejército y se había dado cuenta de que era posible sentir pesar por haber cometido semejante acto. Su padre le había hablado —sin rodeos ni hacer el menor esfuerzo por justificarse— de las circunstancias en que había matado a su primer hombre. No había sido durante la lucha, sino después de ella. La ejecución a quemarropa de un escocés, herido y abandonado en el campo de batalla en Culloden.
—Obedecía órdenes —le había explicado su padre—. Sin cuartel, ésas fueron las órdenes recibidas por escrito, firmadas por Cumberland.
Los ojos de su padre habían permanecido fijos en los estantes de la librería mientras narraba la experiencia, pero, en ese momento, había mirado directamente a William.
—Órdenes —había repetido—. Obedeces órdenes, por supuesto. Tienes que hacerlo. Pero habrá veces en que no tendrás órdenes o te encontrarás en una situación que ha cambiado de improviso. Y habrá veces, habrá veces, William, en que tu propio honor te dictará que no puedes obedecer una orden. En tales circunstancias debes seguir tu propio juicio, y estar dispuesto a vivir con las consecuencias.
William había asentido con gesto solemne. Acababa de llevarle a su padre los documentos para su ingreso en el ejército con el fin de que los examinara, pues se requería la firma de lord John, al ser su tutor. Sin embargo, William había pensado que la firma era una mera formalidad. No se esperaba ni una confesión ni un sermón, si es que de eso se trataba.
—No debería haberlo hecho —había declarado su padre de pronto—. No debería haberlo matado.
—Pero tus órdenes...
—No me afectaban a mí, no de manera directa. Todavía no estaba en servicio activo. Había hecho la campaña con mi hermano, pero aún no era soldado. No me hallaba bajo la autoridad del ejército. Podría haberme negado.
—Pero si lo hubieras hecho, ¿no lo habría matado otro? —había preguntado William, pragmático.
Su padre había sonreído, aunque sin ganas.
—Sí, lo habría matado otro. Pero ésa no es la cuestión. Y es cierto que no se me ocurrió en ningún momento que tuviera otra alternativa, pero ése es el tema. Siempre tienes otra alternativa, William. ¿Lo recordarás?
Sin esperar una respuesta por su parte, se había inclinado a coger una pluma del frasco chino azul y blanco que había sobre su escritorio y había abierto su tintero de cristal de roca.
—¿Estás seguro? —le había preguntado, mirándolo muy serio, y cuando él asintió, firmó con una rúbrica. Luego lo había mirado sonriente—. Estoy orgulloso de ti, William —había declarado con voz suave—. Siempre lo estaré.
William suspiró. No tenía la más mínima duda de que su padre lo querría siempre, pero en lo tocante a llenarlo de orgullo... esa expedición en concreto no parecía que fuera a cubrirlo de gloria. Tendría suerte si regresaba con sus propias tropas antes de que alguien se diera cuenta de que llevaba tanto tiempo fuera y diera la voz de alarma. Dios santo, ¡qué ignominia que su primera hazaña hubiera sido perderse y que le robaran!
Sin embargo, eso era mejor que distinguirse por vez primera al ser asesinado por unos bandidos.
Continuó avanzando con cautela por los bosques envueltos en niebla. El suelo no estaba mal, aunque había zonas empantanadas en las que la lluvia había formado charcos donde el terreno era más bajo. En una ocasión oyó el chasquido irregular de un disparo de mosquete y corrió hacia él, pero se detuvo antes de quedar a la vista de quien fuera que había disparado. Siguió caminando con tenacidad, preguntándose cuánto tardaría en cruzar toda la maldita isla a pie, y cuánto le faltaría aún. La pendiente había aumentado de forma considerable. Ahora iba trepando mientras el sudor se deslizaba libremente por su rostro. Le dio la impresión de que, a medida que ascendía, la niebla se iba volviendo más ligera y, en efecto, en cierto momento emergió en un pequeño promontorio rocoso y echó un breve vistazo al terreno que había debajo, cubierto por completo de retazos de niebla gris. Sintió vértigo y se vio obligado a sentarse unos minutos en una piedra con los ojos cerrados antes de proseguir.
En dos ocasiones oyó ruidos de hombres y caballos, pero el sonido no era exactamente el que esperaba. Las voces tenían ritmos distintos de los del ejército, por lo que William se alejó de ellas, avanzando con cautela en dirección contraria.
Observó que el terreno cambiaba de repente, convirtiéndose en una especie de bosquecillo de matorrales lleno de árboles atrofiados que nacían de un suelo color claro que rechinaba bajo sus botas. Entonces, oyó rumor de agua, olas que morían en una playa. ¡El mar! «Bueno, gracias a Dios», pensó, y apresuró el paso en dirección al ruido. Sin embargo, mientras caminaba hacia el lugar donde batían las olas, percibió de pronto otros sonidos.
Barcos. El roce de unas quillas —de más de una— sobre la arena, el ruido de unos remos que chapoteaban. Y voces. Voces sofocadas pero nerviosas. «¡Mierda!» Se ocultó bajo las ramas de un pino enano, esperando que se abriera un hueco en la niebla que empujaba el aire.
Un movimiento súbito hizo que se arrojara a un lado, conforme buscaba la pistola con la mano. Casi no le dio tiempo a recordar que ya no la tenía consigo antes de apercibirse de que su adversario era una gran garza azul, que le dirigió una feroz mirada amarilla para lanzarse, acto seguido, hacia el cielo graznando por la afrenta. A no más de tres metros de distancia, un grito de alarma sonó entre los arbustos junto al bramido de un mosquete, y la garza estalló en medio de una lluvia de plumas directamente sobre su cabeza. Sintió caer sobre su piel gotas de sangre del ave, mucho más calientes que el sudor frío que le bañaba la cara, y se sentó de golpe mientras veía puntos negros bailar ante sus ojos.
No se atrevía a moverse, y mucho menos a gritar. Oyó voces apagadas procedentes de los arbustos, pero no hablaban lo bastante fuerte como para poder distinguir las palabras. No obstante, al cabo de un momento, percibió un sigiloso susurro que se iba alejando poco a poco. Haciendo el menor ruido posible, se puso a cuatro patas y gateó un trecho en dirección contraria hasta que le pareció seguro volver a ponerse de pie.
Creyó oír voces de nuevo. Se acercó con cuidado, moviéndose despacio, con el corazón aporreándole el pecho. Olió a tabaco y se detuvo en seco.
A su alrededor, todo estaba tranquilo. Aún podía oír las voces, pero se encontraban a considerable distancia. Husmeó con precaución, mas el olor se había desvanecido. Tal vez estuviera imaginándose cosas. Siguió avanzando hacia los sonidos.
Ahora los oía con claridad. Llamadas apremiantes en voz baja, el golpeteo de los remos y el chapoteo de unos pies en la orilla. El movimiento y el murmullo de unos hombres que prácticamente se mezclaba con los susurros de la hierba y del mar. Lanzó una última mirada desesperada al cielo, pero el sol seguía invisible. Debía de estar en el lado occidental de la isla. Estaba seguro. Casi seguro. Y si así era...
Si así era, los sonidos que estaba oyendo debían de ser los de las tropas americanas, que abandonaban la isla para dirigirse a Manhattan.
—No. No te muevas. —El susurro que oyó a su espalda coincidió con el momento exacto en que el cañón de una pistola se hincaba en sus riñones lo bastante fuerte como para dejarlo clavado en el sitio.
La presión se retiró un segundo y regresó, con tanta fuerza que a William se le nubló la vista. Profirió un sonido gutural y arqueó la espalda, pero antes de que pudiera abrir la boca, una persona de manos callosas le había agarrado ya las muñecas y se las había sujetado a la espalda.
—No es necesario —dijo la voz, profunda, cascada y quejumbrosa—. Apártate y le dispararé un tiro.
—No, no lo hagas —repuso otra voz igualmente profunda pero menos enojada—. No es más que un chiquillo. Y muy guapo.
Una de las manos callosas le dio una palmadita en la mejilla y William se puso tenso, pero quienquiera que fuese ya le había atado con fuerza las manos.
—Además, si tenías intención de dispararle, podrías haberlo hecho ya, hermana —añadió la voz—. Date la vuelta, muchacho.
William se volvió, lentamente, y vio que lo habían capturado un par de ancianas, bajas y achaparradas como troles. Una, la que sostenía la pistola, estaba fumando una pipa. El tabaco que William había olido era el suyo. La mujer, al ver la sorpresa y el asco en su rostro, curvó hacia arriba la esquina de una boca llena de arrugas mientras mantenía el cañón de la pipa firmemente sujeto con los raigones de unos dientes manchados de marrón.
—La belleza está en el interior —le dijo mirándolo de arriba abajo—. De todos modos, no es preciso malgastar una bala.
—Señora —dijo William recuperando la compostura e intentando parecer encantador—. Creo que me han confundido. Soy un soldado del rey, y...
Las dos estallaron en carcajadas, chirriando como un par de bisagras oxidadas.
—No lo habría adivinado en la vida —repuso la fumadora, sonriendo alrededor del cañón de su pipa—. ¡Estaba segura de que eras un limpiador de letrinas!
—Cállate, hijito —lo interrumpió la hermana cuando se disponía a seguir hablando—. No te haremos daño siempre y cuando estés calladito y mantengas la boca cerrada.
Lo escudriñó, fijándose en sus heridas.
—Has estado en la guerra, ¿eh? —inquirió, no sin compasión.
Sin esperar una respuesta, de un empujón hizo que se sentara en una roca cubierta de una gruesa capa de mejillones y algas chorreantes, de lo que William dedujo que se hallaba muy cerca de la costa.
No dijo nada. No por miedo a las viejas, sino porque no había nada que decir.
Permaneció sentado, escuchando los sonidos del éxodo. No tenía la menor idea de a cuántos hombres implicaba, del mismo modo que no sabía cuándo había comenzado. Nadie decía nada que fuera de utilidad. Sólo se oía el intercambio jadeante de palabras de hombres que trabajaban, los murmullos de la espera y, aquí y allá, esas risas sofocadas fruto de los nervios.
La niebla se estaba levantando sobre el agua. Ahora podía verlos, a no más de diez metros de distancia: una pequeña flota de botes de remos, barquitas livianas, un queche de pesca aquí y allá, que se movían despacio por el agua lisa como el cristal, y una multitud de hombres que no cesaban de disminuir en la orilla, con las manos en las pistolas, mirando continuamente por encima del hombro, alerta por si los perseguían.
Claro que no se lo esperaban, reflexionó William con bastante amargura.
En esos momentos no le preocupaba en absoluto su propio futuro. La humillación de ser testigo impotente mientras todo el ejército americano escapaba delante de sus narices, así como la idea de tener que regresar y contarle lo sucedido al general Howe, resultaba tan mortificante que le daba igual si las viejas tenían pensado echarlo a la olla y comérselo con patatas.
Estaba tan concentrado en la escena que se desarrollaba en la playa que, al principio, no se le ocurrió que, si podía ver a los americanos, también él era visible para ellos. De hecho, los continentales y los hombres de la milicia estaban tan atentos a su retirada que ninguno de ellos reparó en su presencia, hasta que un hombre se apartó de las tropas que se replegaban, al parecer buscando algo en la parte superior de la orilla.
El hombre se puso rígido y, acto seguido, tras lanzar una breve ojeada a sus compañeros, ajenos a lo que sucedía, se acercó cruzando, decidido, la playa de guijarros, con los ojos fijos en William.
—¿Qué ocurre, madre? —inquirió.
Llevaba un uniforme de oficial continental, era bajo y ancho, muy parecido a las dos mujeres, pero bastante más corpulento y, aunque su rostro mostraba una expresión tranquila, su mente discurría tras sus ojos inyectados en sangre.
—Hemos estado pescando —dijo la fumadora de pipa—. Hemos cogido este pececito, pero nos parece que vamos a volver a echarlo al agua.
—¿Sí? Quizá todavía no.
William se había enderezado al aparecer el hombre, y lo miraba manteniendo su propio rostro lo más ceñudo posible.
El tipo levantó la vista para observar la niebla que se iba desvaneciendo detrás de él.
—Hay más como tú rondando, ¿verdad, muchacho?
William siguió sentado en silencio. El hombre suspiró, preparó el puño y lo golpeó en el estómago. William se dobló por la mitad, cayó de la roca y quedó tendido en la arena boqueando. El hombre lo agarró por el cuello y lo levantó como si no pesara lo más mínimo.
—Contéstame, chico. No tengo mucho tiempo y no te conviene que me impaciente. —Habló con voz pacífica, pero tocó el cuchillo que llevaba en el cinturón.
William se limpió lo mejor que pudo la boca con el hombro y miró al hombre a la cara con ojos ardientes. «Muy bien —se dijo, y sintió que lo invadía cierta calma—. Si es aquí donde voy a morir, al menos moriré por algo.» Pensó que era casi un alivio.
Sin embargo, la hermana de la fumadora de pipa impidió el drama clavándole a su interrogador el mosquete en las costillas.
—Si hubiera más, mi hermana y yo los habríamos oído hace rato —replicó, algo molesta—. Los soldados meten mucho ruido.
—Eso es verdad —corroboró la fumadora, e hizo una pausa lo bastante larga para sacarse la pipa de la boca y escupir—. Éste se ha perdido, puedes verlo tú mismo. También puedes ver que tampoco te dirá nada. —Le sonrió a William con familiaridad, mostrando el único colmillo amarillento que le quedaba—. Antes morir que hablar, ¿eh, muchacho?
William inclinó la cabeza unos centímetros de mala gana, y a las mujeres les entró la risa floja. No había otra forma de decirlo: se carcajearon de él.
—Vete —le dijo la tía al hombre, señalando con un gesto de la mano la playa que se extendía tras él—. Se marcharán sin ti.
El hombre no la miró, no le quitaba a William los ojos de encima. No obstante, al cabo de unos segundos, asintió brevemente con la cabeza y dio media vuelta.
William notó que una de las mujeres estaba detrás de él. Algo afilado le tocó la muñeca y el cordel con el que lo habían atado cayó. Deseaba frotarse las muñecas, pero se contuvo.
—Márchate, muchacho —dijo la fumadora casi con amabilidad—. Antes de que alguien más te vea y se le ocurran malas ideas.
William obedeció.
Al llegar a lo alto de la playa se detuvo y miró hacia atrás. Las viejas habían desaparecido, pero el hombre estaba sentado en la popa de un bote de remos que se alejaba rápidamente de la orilla, ahora desierta. Lo miraba.
William se volvió. Por fin se veía el sol, un pálido círculo naranja que lucía a través de la bruma. En esos momentos, a primera hora de la tarde, comenzaba a descender por el cielo. Se dirigió hacia el interior y giró hacia el sureste, pero mucho tiempo después de que la orilla se hubo perdido de vista tras él aún sentía unos ojos clavados en la espalda.
Le dolía el estómago, y lo único que tenía en la cabeza era lo que le había dicho el capitán Ramsay: «¿Ha oído hablar alguna vez de una dama llamada Casandra?»
3 El ejército continental fue el que constituyeron las trece colonias que más tarde se convertirían en los Estados Unidos de América tras estallar la guerra de la Independencia. Dicho ejército se organizó el 14 de junio de 1775 por una resolución del Congreso Continental, creado para coordinar los actos militares de las trece colonias en su lucha contra Gran Bretaña. El general George Washington fue el comandante en jefe del ejército continental durante la guerra. (N. de la t.)