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El habla normal de los cuáqueros

La joven abrió y cerró las hojas de sus tijeras con gesto pensativo.

—¿Estás seguro? —inquirió—. Es una pena, amigo William. ¡Un color tan llamativo!

—Habría pensado que lo encontraría usted indecoroso, señorita Hunter —comentó él, sonriendo—. Siempre había oído que los cuáqueros consideran mundanos los colores brillantes.

El único toque luminoso en su atavío era un pequeño broche color bronce que sujetaba su pañuelo. Todo lo demás tenía distintos tonos de crema y color mantequilla de cacahuete, aunque a él le parecía que le sentaban muy bien.

—Vestir con ornamento inmodesto no es para nada lo mismo que aceptar con gratitud los regalos que nos ha dado Dios. ¿Acaso los azulejos se arrancan las plumas o las rosas se desprenden de sus pétalos?

—Dudo que las rosas piquen —manifestó él, rascándose la barbilla.

La idea de que su barba fuera un regalo de Dios resultaba novedosa, pero no lo bastante persuasiva como para convencerlo de ir por ahí hecho un espantajo. Aparte de su desafortunado color, crecía con fuerza, pero era poco poblada. Miró con desaprobación el modesto pedazo de espejo que sostenía en la mano. No podía hacer nada respecto de la quemadura solar que parcheaba su nariz y sus mejillas, ni de los raspones y rasguños costrosos que le habían dejado sus aventuras en el pantano, pero, por lo menos, los horribles bucles cobrizos que brotaban con garbo de su mentón y se adherían como un musgo afeador por su mandíbula podían corregirse de inmediato.

—¿Quiere proceder, por favor?

Ella frunció los labios y se arrodilló junto a su taburete, poniéndole una mano bajo la barbilla y volviéndole la cabeza para aprovechar mejor la luz que entraba por la ventana.

—Bueno, vale —dijo, y apoyó las frías tijeras contra su rostro—. Voy a pedirle a Denny que venga y te afeite. Me parece que podría cortarte la barba sin hacerte daño, pero —entornó los ojos y se acercó un poco más, cortando el pelo delicadamente alrededor de la curva de su mandíbula— yo no he afeitado nunca nada más vivo que un cerdo muerto.

—«Barbero, barbero» —murmuró él intentando no mover los labios—, «afeita a un cerdo. ¿Cuántos pe...?».14

Los dedos de ella le apretaron la barbilla cerrándole la boca con fuerza, aunque emitió un leve bufido que en ella pasaba por una risa. Snip, snip, snip. Las tijeras le hacían unas agradables cosquillas en la cara y los gruesos pelos le rozaban las manos al caer en la gastada toalla de lino que ella le había colocado en el regazo.

William aún no había tenido ocasión de estudiar el rostro de la joven tan de cerca, de modo que aprovechó a fondo esa breve oportunidad. Sus ojos eran casi marrones, no realmente verdes. De repente le entraron ganas de besarle la punta de la nariz. En cambio, cerró los ojos e inspiró. Había estado ordeñando una cabra, lo sabía por el olor.

—Puedo afeitarme solo —observó cuando ella bajó las tijeras.

Rachel arqueó las cejas y le echó una mirada a su brazo.

—Me sorprendería que pudieras comer solo, y mucho menos afeitarte.

Lo cierto era que apenas si podía levantar el brazo derecho, por lo que ella había estado dándole de comer los últimos dos días. Dadas las circunstancias, pensó que sería mejor decirle que, en realidad, era zurdo.

—Se está curando bien —señaló, sin embargo, y volvió el brazo de modo que la luz incidiera sobre él.

El doctor Hunter le había quitado el vendaje esa misma mañana y se había mostrado satisfecho por los resultados. La herida continuaba roja e hinchada y la piel de alrededor desagradablemente blanca y húmeda. Pero, sin duda, se estaba curando. El brazo ya no estaba inflamado, y las siniestras líneas rojas habían desaparecido.

—Bueno —repuso ella reflexionando—, creo que es una buena cicatriz. Bien unida y bastante bonita.

—¿Bonita? —repitió William como un eco, mirándose el brazo con escepticismo.

Alguna vez había oído a algunos hombres describir una cicatriz como «bonita», pero, por lo general, se referían a una que se había cerrado recta y limpia y que no desfiguraba a su por tador porque no discurría por ningún lugar significativo de su anatomía. Ésa era dentada y desgarbada, con una larga cola que descendía hacia su muñeca. No había perdido el brazo por los pelos, se lo habían contado a toro pasado: el doctor Hunter le había cogido el brazo y había apoyado la sierra de amputar justo por encima de la herida, pero, en ese preciso momento, el absceso que se había formado por debajo de ésta se le reventó en la mano. Al verlo, el doctor drenó de inmediato la herida, se la vendó con una cataplasma de ajo y consuela, y se puso a rezar, con buenos resultados.

—Parece una enorme estrella —declaró Rachel Hunter con aprobación—. Una estrella importante. Un gran cometa, quizá. O la estrella de Belén, que condujo a los Reyes Magos al pesebre de Cristo.

William hizo girar el brazo, pensativo. A él le parecía más bien un proyectil de mortero a punto de estallar, pero sólo dijo «¡Hum!», en tono alentador. Deseaba continuar la conversación —ella rara vez se detenía a charlar cuando le daba de comer, pues tenía mucho más trabajo—, así que levantó la barbilla recién esquilada y señaló con la mano el broche que ella llevaba.

—Es bonito —admiró—. ¿No es demasiado mundano?

—No —replicó ella con aspereza conforme se llevaba una mano al broche—. Está hecho con cabello de mi madre. Murió cuando yo nací.

—Ah. Lo siento —dijo William y, tras dudar un instante, añadió—: La mía también.

Entonces ella se detuvo y lo miró y, por un instante, percibió en sus ojos el destello de algo que no era tan sólo la atención pragmática que le habría prestado a una vaca preñada o a un perro que ha comido algo que no le ha sentado bien.

—Yo también lo siento —repuso en voz baja, y se volvió con decisión—. Iré a buscar a mi hermano.

Sus pasos descendieron la estrecha escalera, rápidos y ligeros. William cogió la toalla por los extremos y la sacudió por la ventana, esparciendo los recortes de pelo rojo a los cuatro vientos, ¡por fin! Si hubiera tenido la barba de un color marrón sobrio y decente, podría habérsela dejado crecer como disfraz rudimentario. Pero, tal como era, una barba crecida de ese color tan chillón habría atraído la atención de cualquiera que lo hubiese visto.

¿Qué debía hacer ahora?, se preguntó. Al día siguiente estaría, sin duda, en condiciones de marcharse.

Su ropa aún estaba en unas condiciones aceptables, al menos no iría desnudo. La señorita Hunter le había puesto unos parches en los sietes de los pantalones y del abrigo. Pero no tenía caballo, ni dinero, salvo dos peniques que llevaba en el bolsillo, y había perdido la lista de sus contactos y los mensajes que debía transmitirles. Recordaba algunos de los nombres, pero sin el código de palabras y signos apropiado...

De improviso, pensó en Henry Washington y en aquella conver sación confusa y medio recordada que había mantenido con Ian Murray junto al fuego antes de que se pusieran a hablar de las canciones de la muerte. Washington, Cartwright, Harrington y Carver. Recordó la lista tantas veces cantada, junto con la asombrada respuesta de Murray cuando él mencionó a Washington y Dismal Town.

No se le ocurría razón alguna por la que Murray pudiera querer confundirlo respecto de esa cuestión. Pero si estaba en lo cierto... ¿Era posible que la información del capitán Richardson fuera tan inexacta? No era de descartar, claro. Pese a llevar tan poco tiempo en las colonias, William se había dado cuenta de la rapidez con que podían mudar las lealtades con las noticias cambiantes de amenazas u oportunidades.

«Pero... —le decía la fría vocecita de la razón, y sentía su helado contacto en el cuello—. Si el capitán Richardson no se había equivocado... entonces es que quería mandarte a la muerte o a prisión.»

La tremenda enormidad de esa idea le secó la boca, de modo que alargó el brazo para coger la taza con el té de hierbas que la señorita Hunter le había llevado hacía un rato. Sabía a rayos, pero apenas si se dio cuenta, y asió la taza como si se tratara de un talismán contra la perspectiva que imaginaba.

No, se aseguró a sí mismo. No era posible. Su padre conocía a Richardson. Sin duda, si el capitán era un traidor... Pero ¿qué estaba pensando? Tomó un sorbo de infusión e hizo una mueca al tragar.

—No —dijo en voz alta—, no es posible. O no es probable —añadió con justicia—. La navaja de Ockham.

Esa idea lo tranquilizó un poco. Había aprendido los principios básicos de la lógica a una edad temprana y había descubierto que Guillermo de Ockham era una referencia sólida. ¿Qué era más probable?, ¿que el capitán Richardson fuera un traidor encubierto que hubiese arriesgado a sabiendas la vida de Wil liam, o que no estuviera bien informado, o que simplemente hubiera cometido un error?

Si así fuera, ¿por qué? William no se hacía ilusiones acerca de su propia importancia en el orden de las cosas. ¿En qué beneficiaría a Richardson —o a cualquier otro— destruir a un joven oficial empleado en misiones menores de inteligencia?

Bueno. Se relajó un poco y, tras tomar sin querer un sorbo de aquel horrible té, se atragantó con él y tosió, esparciendo el líquido por todas partes. Aún estaba limpiando los restos con la toalla, cuando el doctor Hunter subió la escalera en un trote enérgico. Denzell Hunter tendría quizá unos diez años más que su hermana, unos veintimuchos, y era de constitución pequeña y alegre como un gorrión. Sonrió feliz al ver a William, a todas luces tan encantado con la recuperación de su paciente, que éste le dirigió a su vez una cálida sonrisa.

—Sissy me dice que necesitas afeitarte —dijo el doctor, dejando junto a él la taza de afeitar y la brocha que había traído—. Está claro que debes de sentirte muy bien para contemplar volver a la sociedad, pues lo primero que hace un hombre cuando se ve libre de sus obligaciones sociales es dejarse crecer la barba. ¿No has hecho de vientre todavía?

—No, pero me he propuesto hacerlo casi enseguida —le aseguró William—. Sin embargo, no quiero aventurarme a aparecer en público con el aspecto de un bandolero, ni siquiera para ir al excusado. No querría escandalizar a sus vecinos.

El doctor Hunter se echó a reír y, tras sacar una navaja de afeitar de un bolsillo y sus gafas con montura plateada del otro, lo agarró firmemente de la nariz y empuñó la brocha.

—Oh, Sissy y yo somos ya la comidilla de todo el mundo —le aseguró a William, inclinándose para aproximarse más a él y extender la espuma—. Ver salir bandoleros de nuestra letrina no haría más que reafirmarlos en sus opiniones.

—¿De verdad? —William habló con cuidado, torciendo la boca para evitar que se la llenaran de jabón sin querer—. ¿Por qué?

Le había sorprendido oír eso. Tras recuperar el sentido, había preguntado dónde se encontraba y se enteró de que Oak Grove era un pequeño asentamiento cuáquero. Pensaba que los cuáqueros en general estaban muy unidos en su sentimiento religioso, pero la verdad es que no conocía a ninguno.

Hunter soltó un profundo suspiro y, tras dejar a un lado la brocha de afeitar, cogió ahora la navaja.

—Ay, la política —se lamentó en tono informal, como si quisiera despachar un tema fastidioso pero trivial—. Dime, amigo Ransom, ¿hay alguien a quien pueda avisar de lo sucedido? —Hizo una pausa para permitirle a William contestar.

—No, gracias, señor, se lo contaré yo mismo. —William sonrió—. Estoy seguro de que mañana estaré en condiciones de ponerme en camino, aunque le aseguro que no olvidaré su gentileza y su hospitalidad cuando me reúna con mis... amigos.

Denzell Hunter frunció levemente el entrecejo y apretó los labios al reanudar el afeitado, pero no hizo ningún comentario.

—Espero que disculpes mi curiosidad —manifestó al cabo de un rato—, pero ¿adónde tienes intención de dirigirte desde aquí?

William titubeó, sin saber qué contestar. De hecho, no había decidido exactamente adónde ir, dado el lamentable estado de sus finanzas. Había pensado que lo mejor que podía hacer era encaminarse a Monte Josiah, su propia plantación. No las tenía todas consigo, pero pensaba que debía de estar a entre sesenta y cinco y ochenta kilómetros de distancia; si los Hunter le daban un poco de comida, se veía capaz de llegar en cuestión de días, una semana como mucho. Y, una vez allí, podría volver a equiparse con ropa, un caballo decente, armas y dinero, y reanudar así su viaje.

Era una perspectiva tentadora. Sin embargo, hacerlo suponía revelar su presencia en Virginia y causar un revuelo considerable, pues en el condado no sólo lo conocía todo el mundo, sino que todos sabían también que era un soldado. Aparecer en la zona vestido de ese modo...

—Hay unos cuantos católicos en Rosemount —señaló el doctor Hunter con timidez, al tiempo que limpiaba la navaja en la sucísima toalla.

William lo miró sorprendido.

—¿Ah, sí? —replicó con cautela. ¿Por qué demonios le hablaba Hunter de católicos?

—Perdóname, amigo —se disculpó el doctor al ver su reacción—. Como has mencionado a tus amigos, he dado por hecho...

—Ha dado por hecho que yo era...

Una punzada de comprensión sucedió al asombro inicial y William se llevó la mano al pecho en un gesto reflejo, sin encontrar nada, como es natural, aparte de la gastadísima camisa que vestía.

—Aquí está. —El doctor se inclinó rápidamente, abrió el arcón para mantas que había a los pies de la cama y volvió a incorporarse, con el rosario de madera colgando de una mano—. Tuvimos que quitártelo cuando te desnudamos, claro, pero Sissy lo guardó en un lugar seguro.

—¿Ustedes? —inquirió William, agarrándose a eso como manera de posponer las preguntas—. ¿Usted y la señorita Hunter me desnudaron?

—Bueno, no había nadie más —explicó el doctor en tono de disculpa—. Nos vimos obligados a sumergirte desnudo en el arroyo con la esperanza de que te bajara la fiebre, ¿no te acuerdas?

Se acordaba vagamente, pero había supuesto que el recuerdo de un frío insoportable y la impresión de ahogarse eran otros vestigios de sus sueños febriles. Por fortuna —o tal vez no—, la presencia de la señorita Hunter no formaba parte de esos recuerdos.

—Yo no podía cargar contigo solo —le explicaba el doctor muy serio—. Y los vecinos... Te puse una toalla para preservar tu modestia —se apresuró a asegurarle a William.

—¿Qué problema tienen sus vecinos con ustedes? —inquirió él con curiosidad, estirándose para coger el rosario de manos de Hunter—. No soy papista —añadió en tono despreocupado—. Esto es un recuerdo que me dio un amigo.

—Ah. —El doctor se pasó un dedo por el labio, claramente desconcertado—. Entiendo. Pensé...

—¿Los vecinos...? —preguntó William e, inhibiendo su apuro, volvió a colgarse el rosario del cuello. ¿Era quizá el error acerca de su religión lo que explicaba la animosidad de los vecinos?

—Bueno, me parece que me habrían ayudado a trasladarte de haber tenido tiempo de ir a buscar a alguien —admitió el doctor Hunter—. Pero el asunto era urgente y la casa más próxima está a una distancia considerable.

Eso no explicaba la cuestión de la actitud de los vecinos hacia los Hunter, pero parecía descortés seguir insistiendo. William simplemente asintió y se levantó.

El suelo se inclinó de improviso bajo sus pies y empezó a ver destellos blancos intermitentes. Se agarró a la repisa de la ventana para no caerse y recuperó el sentido al cabo de unos instantes, bañado en sudor, después de que el doctor Hunter lo agarrara del brazo con una fuerza sorprendente, para evitar que se precipitara de cabeza al jardín que había abajo.

—No tan deprisa, amigo Ransom —señaló el doctor con amabilidad y, atrayéndolo, lo hizo volver a la cama—. Tal vez sea preciso otro día antes de que puedas ponerte de pie solo. Tienes más flema de la que te conviene, mucho me temo.

Un tanto mareado, William se sentó en la cama y dejó que el doctor Hunter le limpiara el rostro con la toalla. Evidentemente, tenía un poco más de tiempo para decidir adónde ir.

—¿Cuánto cree que tardaré en poder caminar un día entero?

Denzell Hunter le dirigió una mirada reflexiva.

—Cinco días, quizá. Por lo menos cuatro —repuso—. Eres robusto y tienes mucho entusiasmo, de lo contrario, yo diría que una semana.

Sintiéndose débil y pálido, William asintió y se acostó. El doctor se lo quedó mirando unos instantes con el ceño fruncido, aunque no parecía que el ceño tuviera que ver con él. Parecía más bien la expresión de una preocupación interior.

—¿Hasta... dónde te llevarán tus viajes? —inquirió eligiendo las palabras con evidente cuidado.

—Bastante lejos —contestó William con idéntica precaución—. Me dirijo... a Canadá —añadió apercibiéndose de golpe de que decir más tal vez supusiera revelar más de lo deseado acerca de los motivos de su viaje.

Cierto, un hombre podía tener negocios en Canadá sin necesidad de tener tratos con el ejército británico que ocupaba Quebec, pero, como el doctor había mencionado la política... mejor abordar el tema de manera prudente. Y desde luego no iba a comentar nada de Monte Josiah. Fueran como fuesen las tensas relaciones de los Hunter con sus vecinos, las noticias acerca de su visitante podrían correr como la pólvora.

—Canadá —repitió el doctor como para sí. Luego, su mirada volvió a William—. Sí, es una distancia considerable. Por suerte, he matado una cabra esta mañana. Comeremos carne. Te ayudará a recuperar fuerzas. Mañana te sangraré para restaurar un cierto equilibrio de los humores y luego veremos. Por ahora... —Sonrió y le tendió una mano—. Ven. Te dejaré sano y salvo en la letrina.


14 Fragmento de una vieja canción popular infantil, Barber, barber, shave a pig. (N. de la t.)