Después de mucho discutirlo, sacamos los dos cuerpos afuera con cuidado y los colocamos al final del porche. Sencillamente no había espacio dentro para disponerlos de manera adecuada, y dadas las circunstancias...
—No podemos dejar que a Arch le quepa ninguna duda más de las necesarias —había dicho Jamie poniendo punto final a las discusiones—. Si el cuerpo está a plena vista, es posible que salga, o tal vez no, pero sabrá que su mujer ha muerto.
—Lo sabrá —repuso Bobby Higgins lanzando una mirada intranquila a los árboles—. ¿Y qué crees que hará entonces?
Jamie se quedó un momento inmóvil, mirando hacia el bosque, y después negó con la cabeza.
—Llorémoslas —dijo con voz queda—. Por la mañana veremos lo que hay que hacer.
No fue un velatorio corriente, pero se llevó a cabo con toda la ceremonia que pudimos. Amy había donado para la señora Bug su propia mortaja —confeccionada después de su primera boda y cuidadosamente guardada—, y a la abuela MacLeod la envolvimos con unos retales de mi camisa de recambio y un par de delantales cosidos para darles un aspecto respetable. Las colocamos una a cada lado del porche, pie con pie, con un platito de sal y una rebanada de pan sobre el pecho, aunque no había ningún comedor de pecados disponible.1 Yo había llenado de ascuas un pequeño brasero y lo había colocado cerca de los cuerpos, y acordamos que nos turnaríamos durante la noche para velar a las difuntas, pues el porche no podía albergar a más de dos o tres personas.
—«La luna sobre el pecho de la nieve recién caída les dio a los objetos el brillo de mediodía» —recité en voz baja.
Y así fue. Tras la tormenta, los tres cuartos de luna arrojaron una luz pura y fría que hizo que destacara cada árbol cubierto de nieve, claro y delicado como una pintura realizada en tinta japonesa. Entretanto, en las ruinas distantes de la Casa Grande, el revoltijo de vigas carbonizadas ocultaba lo que fuera que se encontrara debajo.
Jamie y yo íbamos a hacer el primer turno. Cuando él lo anunció nadie discutió la decisión. Nadie lo mencionó, pero la imagen de Arch Bug acechando en el bosque estaba en la mente de todos.
—¿Crees que estará ahí? —le pregunté a Jamie en voz baja. Señalé con la cabeza en dirección a los oscuros árboles, tranquilos en sus blandas mortajas.
—Si fueras tú la que está ahí tendida, a nighean —respondió Jamie mirando las inmóviles figuras blancas al final del porche—, querría estar a tu lado, vivo o muerto. Ven y siéntate.
Tomé asiento junto a él, con el brasero cerca de nuestras rodillas arropadas en la capa.
—Pobres... —dije al cabo de un rato—. Estamos muy lejos de Escocia.
—Es cierto —contestó él, y me tomó la mano. Sus dedos estaban tan fríos como los míos, mas aun así, su tamaño y su fuerza eran un consuelo—. Pero recibirán sepultura entre personas que conocen sus costumbres, aunque no se trate de su familia.
—Tienes razón.
Si los nietos de la abuela MacLeod regresaban alguna vez, encontrarían, por lo menos, una inscripción sobre su tumba y sabrían que la habían tratado con respeto. La señora Bug no tenía ningún pariente a excepción de Arch, nadie que fuera a venir y buscar la lápida. Sin embargo, estaría entre personas que la conocían y la querían. Pero ¿y Arch? Si tenía familia en Escocia, nunca lo había mencionado. Su esposa lo había sido todo para él, al igual que él para ella.
—¿Crees que... hum... crees que Arch podría... poner fin a su vida? —inquirí con delicadeza—. ¿Cuando lo sepa?
Jamie negó con la cabeza, categórico.
—No —respondió—. No es su estilo.
Hasta cierto punto me sentí aliviada al oírlo. A otro nivel, inferior y menos compasivo, no podía evitar preguntarme con inquietud lo que un hombre apasionado como Arch sería capaz de hacer después de encajar ese golpe mortal, privado de la mujer que había sido su ancla y su refugio durante la mayor parte de su vida.
Me preguntaba qué haría un hombre así. ¿Navegar viento en popa hasta chocar contra un arrecife y hundirse? ¿O amarrar su vida al ancla provisional de la furia y adoptar la venganza como nueva brújula? Había visto lo culpables que se sentían Jamie e Ian. ¿Cuánto más culpable se sentiría Arch? ¿Podía algún hombre cargar con semejante culpa? ¿O debía librarse de ella por una mera cuestión de supervivencia?
Jamie no había hecho comentario alguno acerca de sus propias especulaciones, pero observé que llevaba la pistola y el puñal en el cinturón, y que la pistola estaba cargada y cebada. Percibía el olorcillo a pólvora negra bajo el aroma de las píceas y los abetos. Por supuesto, era posible que la llevara para ahuyentar a algún lobo errante o a los zorros...
Permanecimos un rato sentados en silencio, mirando el brillo cambiante de las ascuas en el brasero y el parpadeo de la luz en los pliegues de las mortajas.
—Deberíamos rezar, ¿no crees? —susurré.
—No he parado de rezar desde que sucedió, Sassenach.
—Sé lo que quieres decir.
Lo sabía: la oración apasionada para que no fuera cierto y la oración desesperada para saber qué hacer a continuación; la necesidad de hacer algo cuando, en realidad, no se podía hacer nada. Y, por supuesto, la oración por el descanso de las que acababan de dejarnos. Al menos, la abuela esperaba la muerte, y debía de haberla agradecido, pensé. En cambio, la señora Bug debía de haberse llevado una terrible sorpresa al morir tan de repente. Se me representó en una desconcertante visión, de pie en la nieve justo al lado del porche, mirando su propio cadáver, con las manos sobre las anchas caderas y los labios fruncidos de disgusto por que le hubieran arrebatado el cuerpo con tanta violencia.
—Ha sido un golpe considerable —le dije a su sombra a modo de disculpa.
—Sí, así es.
Jamie rebuscó bajo su capa y sacó su petaca. La abrió y, con cuidado, vertió unas cuantas gotas de whisky sobre la cabeza de cada una de las mujeres muertas, luego levantó la petaca y brindó en silencio por la abuela MacLeod y después por la señora Bug.
—Murdina, esposa de Archibald, eras una gran cocinera —afirmó sin florituras—. Recordaré tus galletas toda mi vida, y pensaré en ti cuando me coma mis gachas por la mañana.
—Amén —dije con voz temblorosa entre la risa y el llanto.
Acepté la petaca y tomé un sorbo. Sentí el ardor del whisky a través del nudo que tenía en la garganta y me puse a toser.
—Conozco su receta para hacer piccalilli. No debería perderse. Me la apuntaré.
La idea de escribir me recordó de pronto la carta inacabada, aún doblada dentro de mi bolsa de labor. Jamie notó que me ponía ligeramente más tensa y volvió la cabeza hacia mí con expresión interrogativa.
—Sólo pensaba en esa carta —expliqué, carraspeando—. Quiero decir que, aunque Roger y Bree sepan que la casa se quemó hasta los cimientos, se alegrarán de saber que aún estamos vivos, siempre en el supuesto de que acabe llegando a sus manos.
Conscientes tanto de la precariedad de los tiempos como de la supervivencia incierta de los documentos históricos, Jamie y Roger habían ideado varios esquemas para el paso de información, desde la publicación de mensajes en clave en varios periódicos hasta un sistema elaborado que implicaba a la Iglesia de Escocia y al Banco de Inglaterra. Todos ellos dependían, claro está, del hecho básico de que la familia MacKenzie hubiera logrado pasar a través de las piedras sin novedad y hubiera llegado más o menos al tiempo oportuno, pero, por mi propia paz de espíritu, estaba obligada a asumir que así había sido.
—Pero no quiero terminarla teniendo que contarles todo esto —señalé con la cabeza las figuras amortajadas—. Querían a la señora Bug... y Bree lo sentiría muchísimo por Ian.
—Sí, tienes razón —respondió Jamie, pensativo—. Y lo más probable es que Roger Mac se pusiera a reflexionar sobre ello y se diera cuenta de lo de Arch. Saberlo y no poder hacer nada al respecto... sí, se preocuparían, hasta que encontraran otra carta diciéndoles cómo terminó todo, y sabe Dios cuánto tiempo pasará antes de que termine.
—Y si no recibieran la carta siguiente...
«O si no sobreviviéramos el tiempo suficiente para escribirla», pensé.
—Sí, mejor no se lo cuentes. Aún no.
Me acerqué un poco más, apoyándome contra él, y Jamie me rodeó con el brazo. Permanecimos un rato en silencio, aún preocupados y tristes, pero reconfortados al pensar en Roger, Bree y los niños.
Oí ruidos en la cabaña detrás de mí. Todos habían permanecido en silencio, trastornados, pero ahora la normalidad iba regresando con rapidez. Era imposible mantener a los niños callados por mucho tiempo, de modo que a través del sonido metálico de los cacharros de cocina y los ruidos de los preparativos de la cena, oía cómo sus vocecillas agudas preguntaban y pedían comida, y el parloteo de los pequeños, emocionados por estar en pie hasta tan tarde. Habría pan de maíz y empanada para la parte siguiente del velatorio. La señora Bug se sentiría complacida. Una repentina lluvia de chispas voló desde la chimenea y cayó en torno al porche como una cascada de estrellas, brillantes contra la noche oscura y la nieve blanca y reciente.
Jamie me apretó con más fuerza con el brazo y emitió un pequeño sonido de placer ante el espectáculo.
—Eso... que dijiste sobre el pecho de la nieve recién caída —pronunció la palabra pecho con su suave acento de las High lands— es un poema, ¿verdad?
—Sí. Aunque no es que sea muy apropiado para un velatorio: es un poema navideño cómico que se titula «Una visita de san Nicolás».
Jamie soltó un bufido, lanzando una vaharada blanca.
—No creo que la palabra apropiado tenga mucho que ver con un velatorio como Dios manda, Sassenach. Dales a los dolientes bebida suficiente y todos arrancarán a cantar O thoir a-nall am Botul,2 y los críos se pondrán a bailar en corro frente a la puerta principal a la luz de la luna.
No me reí, pero no me resultaba difícil imaginarlo. De hecho, había bebida suficiente. En la despensa había una cuba fresca de cerveza recién hecha, y Bobby había ido a buscar el barrilete de whisky de emergencia a su escondite del granero. Me llevé la mano de Jamie a los labios y le besé los fríos nudillos. El trauma y la sensación de confusión habían empezado a desvanecerse con la creciente toma de conciencia de que la vida latía detrás de nosotros. La cabaña era una pequeña isla vibrante de vida que flotaba en el frío de la noche negra y blanca.
—«Nadie es una isla, completo en sí mismo» —recitó Jamie en voz baja recogiendo la idea que yo no había expresado.
—Ése sí que es apropiado —repuse un poco seca—. Quizá demasiado.
—¿Sí? ¿Por qué?
—«Nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti.» No puedo oír «Nadie es una isla» sin que este último verso llegue tañendo inmediatamente detrás.
—Mmfm. Te los sabes todos, ¿verdad? —Sin esperar a que le contestara, se inclinó hacia delante y removió las brasas con un palo, levantando un montón de silenciosas chispas—. No es realmente un poema, ¿sabes? Por lo menos, el autor no quería que lo fuera.
—¿Ah, no? —respondí, sorprendida—. Entonces, ¿qué es? ¿O qué era?
—Una meditación, algo entre un sermón y una oración. John Donne lo escribió como parte de sus Meditaciones en tiempos de crisis. Es bastante apropiado, ¿no? —añadió con un extraño deje de humor.
—No pueden ser mucho más críticas que ésta, es verdad. ¿Qué es lo que se me escapa, entonces?
—Hum. —Me atrajo más hacia sí e inclinó la cabeza para dejarla descansar sobre la mía—. Déjame recordar lo que pueda. No me lo sé todo, pero hay partes que me llamaron la atención, así que me acuerdo de ellas.
Mientras se concentraba, podía oír su respiración, lenta y pausada.
—«La humanidad en su conjunto pertenece a un solo autor y es un solo libro; cuando un hombre muere, no se arranca un capítulo del libro, sino que se traduce a un idioma mejor, y todos los capítulos han de traducirse de este modo» —dijo despacio—. Luego hay fragmentos que no me sé de memoria, pero me gustaba éste: «La campana dobla por quien cree que dobla por él —su mano presionó suavemente la mía—, y que aunque calle de nuevo, desde el preciso instante en que dobló por él, está unido a Dios.»
—Hum. —Medité sobre ello unos instantes—. Tienes razón. Es menos poético, pero un poco más... ¿optimista?
Lo sentí sonreír.
—Siempre me lo ha parecido, sí.
—¿De dónde lo has sacado?
—John Grey me prestó un libro diminuto de poemas de Donne cuando estaba preso en Helwater. Éste era uno de ellos.
—Un caballero muy culto —dije algo molesta por ese recordatorio del sustancial pedazo de la vida de Jamie que John Grey había compartido y yo no, pero alegrándome a regañadientes de que hubiera tenido un amigo durante aquellos tiempos tan duros. ¿Cuán a menudo, me pregunté de repente, había oído Jamie tañer esa campana?
Me incorporé, estiré el brazo para alcanzar la petaca y tomé un trago purificador. El olor a comida horneada, cebolla y carne que se cocía a fuego lento se filtraba a través de la puerta, y mi estómago rugía de modo indecente. Jamie no se daba cuenta. Con los ojos entornados, miraba al oeste, donde yacía el bulto de la montaña oculto por las nubes.
—Los chicos MacLeod dijeron que, cuando bajaron, en los puertos la nieve llegaba ya a la altura de la cadera —observó—. Si aquí hay treinta centímetros de nieve nueva en el suelo, en los puertos altos debe de haber noventa. No iremos a ninguna parte hasta el deshielo de primavera, Sassenach. Tiempo suficiente para grabar unas lápidas como es debido, por lo menos —añadió con una mirada a nuestras silenciosas invitadas.
—Entonces, ¿todavía quieres ir a Escocia?
Lo había mencionado después de que la Casa Grande se quemase, pero no había vuelto a sacarlo a colación desde entonces. Yo no estaba segura de si lo había dicho en serio o había sido simplemente una reacción a la presión de los acontecimientos de aquella época.
—Sí, quiero ir. Me parece que no podemos quedarnos aquí —respondió con cierto pesar—. Cuando llegue la primavera, las tierras del interior volverán a estar en ebullición. Ya nos hemos acercado bastante al fuego. —Levantó la barbilla en dirección a los restos carbonizados de la Casa Grande—. No tengo interés en que me asen la próxima vez.
—Bueno... sí.
Tenía razón, sabía que tenía razón. Podíamos construir otra casa, pero era poco probable que nos permitieran vivir en ella en paz. Entre otras cosas, Jamie era, o al menos había sido, coronel de la milicia. Como no sufría ninguna incapacidad física ni estaba ausente, no podía abandonar esa responsabilidad. Además, en las montañas, el sentimiento general no era en modo alguno favorable a la rebelión. Sabía de muchas personas a las que habían golpeado, quemado y llevado a los bosques o a los pantanos, o a las que habían matado en el acto como consecuencia directa de haber expresado imprudentemente sus sentimientos políticos.
El mal tiempo nos impedía partir, pero también suponía un obstáculo para el movimiento de las milicias, o de las bandas errantes de bandidos. Esa idea me produjo un súbito escalofrío, y me estremecí.
—¿Por qué no entras, a nighean? —preguntó Jamie al darse cuenta—. Podré soportar vigilar solo un rato.
—Claro. Y saldremos con el pan de maíz y la miel y te encontraremos tumbado junto a las viejas señoras con un hacha en la cabeza. Estoy bien.
Tomé otro sorbo de whisky y le tendí la petaca.
—Pero no tendríamos por qué ir necesariamente a Escocia —señalé observándolo mientras bebía—. Podríamos ir a New Bern. Allí, podrías unirte a Fergus en el negocio de la imprenta.
Eso era lo que había dicho que deseaba hacer: viajar a Escocia, ir a buscar la prensa que había dejado en Edimburgo y luego volver para unirse a la lucha, armado de plomo en forma de tipos de imprenta en lugar de balas de mosquete. Yo no estaba segura de cuál de ambos métodos sería más peligroso.
—No supondrás que tu presencia impediría que Arch intentara abrirme la cabeza, si es eso lo que tiene en mente... —Jamie esbozó una breve sonrisa ante la idea, con los ojos rasgados reducidos a triángulos—. No. Fergus tiene derecho a ponerse en peligro, si quiere. Pero yo no tengo derecho a arrastrarlos conmigo a él y a su familia cuando el riesgo sea mío.
—Lo que me dice cuanto necesito saber acerca del tipo de cosas que tienes intención de publicar. Y tal vez mi presencia no podría impedir que Arch fuera a por ti, pero al menos podría gritar «¡Cuidado!» si lo viera acercársete sigilosamente por detrás.
—Siempre te querré detrás de mí, Sassenach —me aseguró, muy serio—. Ya sabes lo que quiero hacer, ¿verdad?
—Sí —repuse con un suspiro—. De vez en cuando tengo la vana esperanza de equivocarme por lo que a ti respecta, pero nunca lo hago.
Eso hizo que se echara a reír de improviso.
—No, no te equivocas —admitió—. Pero sigues aquí, ¿no? —Levantó la petaca para beber a mi salud y tomó un trago—. Es agradable saber que alguien me echará de menos cuando caiga.
—No me ha pasado desapercibido ese «cuando» en lugar de «si» —espeté con frialdad.
—Siempre ha sido «cuando», Sassenach —repuso con ternura—. «Todos los capítulos han de traducirse de ese modo», ¿no?
Respiré hondo y observé cómo brotaba mi aliento como un penacho de vaho.
—Espero sinceramente no tener que hacerlo —señalé—, pero, de darse el caso, ¿querrías que te enterraran aquí o que te llevaran de vuelta a Escocia?
Estaba acordándome de una lápida matrimonial de granito que había en el cementerio de St. Kilda, con su nombre grabado, y también el mío... Aquella maldita cosa casi me había provocado un ataque al corazón cuando la vi, y no estaba segura de haber perdonado a Frank por ello, a pesar de que con ella había logrado lo que se había propuesto.
Jamie lanzó un leve bufido que no llegaba a ser una risa.
—Tendré suerte si me entierran, Sassenach. Es mucho más probable que me ahogue, que me queme o que dejen que me pudra en algún campo de batalla. No te preocupes. Si tienes que deshacerte de mi cadáver, simplemente déjalo fuera para que se lo coman los cuervos.
—Tomaré nota —contesté.
—¿Te disgustará ir a Escocia? —preguntó arqueando las cejas.
Suspiré. A pesar de que sabía que no iba a descansar bajo aquella lápida en cuestión, no podía librarme de la idea de que en algún momento moriría allí.
—No. Me disgustará abandonar las montañas. Me disgustará ver que te pones verde y echas las tripas en el barco, y quizá me disguste lo que te pase por el camino hasta dicho barco, pero... Edimburgo y prensas aparte, tú quieres ir a Lallybroch, ¿no es así?
Asintió, con los ojos fijos en las brillantes ascuas. El brasero arrojaba una luz débil, pero cálida, sobre el arco rojizo de sus cejas y describía una línea brillante que bajaba por el largo y recto puente de su nariz.
—Hice una promesa, ¿verdad? —afirmó con sencillez—. Dije que llevaría al joven Ian de vuelta junto a su madre. Y después de esto... será mejor que vaya.
Asentí en silencio. Más de cinco mil kilómetros de océano tal vez no bastarían para que Ian escapase de sus recuerdos, pero aquello no le iría mal. Y quizá la alegría de ver a sus padres, a sus hermanos y a sus hermanas, las Highlands... quizá lo ayudara a curarse.
Jamie tosió y se frotó los labios con un nudillo.
—Y hay una cosa más —dijo con cierta timidez—. Otra promesa, podríamos decir.
—¿Qué?
Entonces volvió la cabeza y me miró a los ojos con los suyos, oscuros y serios.
—Me he jurado a mí mismo —declaró— que nunca me pondré frente a mi hijo desde el otro lado del cañón de una pistola.
Respiré profundamente y asentí. Tras unos momentos de silencio, aparté la vista de las mujeres amortajadas.
—No me has preguntado qué quieres que hagan con mi cuerpo. —Lo dije al menos medio en broma, para animarlo, pero sus dedos se cerraron de manera tan brusca sobre los míos que lancé un grito sofocado.
—No —respondió en voz baja—. Y nunca lo haré. —No me miraba a mí, sino la blancura que teníamos delante—. No puedo pensar en ti muerta, Claire. Cualquier cosa... pero eso no. No puedo.
Se puso en pie de pronto. Un golpeteo de madera, el sonido de un plato de peltre al caer y unas voces implorantes que se alzaron en el interior de la cabaña me ahorraron tener que contestar. Tan sólo asentí con un gesto y dejé que me ayudara a levantarme mientras la puerta se abría derramando luz.
La mañana amaneció clara y brillante, con treinta centímetros escasos de nieve en el suelo. A mediodía, los carámbanos que colgaban de los aleros de la cabaña habían empezado a desprenderse, cayendo como dagas sin orden ni concierto, con un sonido intermitente, seco y apagado. Jamie e Ian habían ido al pequeño cementerio situado en lo alto de la colina para ver si se podía cavar lo suficiente en la tierra como para abrir dos tumbas decentes.
—Llevaos a Aidan y a uno o dos de los otros chicos —les había indicado durante el desayuno—. Aquí sólo serán un estorbo.
Jamie me había lanzado una mirada penetrante, pero había asentido. Sabía de sobra lo que estaba pensando. Si Arch Bug no sabía aún que su mujer había muerto, si los veía cavar una tumba, sin duda sacaría conclusiones.
—Sería mejor que viniera a hablar conmigo —me había dicho Jamie en voz baja, amparándose en el ruido que hacían los muchachos, que se preparaban para irse, sus madres, que empaquetaban la comida para que se la llevaran a lo alto de la colina, y los niños más pequeños, que jugaban al corro en la habitación interior.
—Sí —respondí—, y los chicos no le impedirán hacerlo. Pero si no decide ir a hablar contigo...
Ian me había mencionado que había oído el disparo de un rifle durante el encuentro de la noche anterior. Sin embargo, Arch Bug no era un tirador muy bueno, y era de presumir que dudaría en disparar sobre un grupo en el que hubiera niños pequeños.
Jamie había asentido en silencio y había mandado a Aidan a buscar a sus dos primos mayores.
Bobby y la mula Clarence habían subido con los que iban a cavar las sepulturas. Allí, un poco más arriba en la ladera de la montaña, donde Jamie había declarado que un día se alzaría nuestra nueva casa, había una provisión de tablas de pino recién cortadas. Si era posible cavar las tumbas, Bobby iría a por unos cuantos tablones para hacer ataúdes.
Ahora, desde el lugar donde me encontraba en el porche delantero, veía a Clarence, muy cargada, pero descendiendo la colina a pasos menudos con la gracia de una bailarina, y apuntando a uno y otro lado con las orejas, como para ayudarse a mantener el equilibrio. Vislumbré a Bobby caminando del otro lado de la mula, sujetando la carga con la mano de vez en cuando con el fin de evitar que resbalara. Me vio y me saludó con la mano, sonriendo. La «A» marcada a fuego en su mejilla era visible incluso a esa distancia, lívida comparada con su piel colorada por el frío. Lo saludé, a mi vez, y volví a entrar en la casa para decirles a las mujeres que sí habría funeral.
Nos abrimos paso por el sinuoso camino hasta el pequeño cementerio la mañana siguiente. Las dos ancianas, insólitas compañeras en la muerte, yacían una junto a otra en sus ataúdes sobre un trineo tirado por Clarence y una de las mulas de las mujeres McCallum, una burrita negra llamada Puddin.
No llevábamos nuestras mejores galas. De hecho, nadie tenía «galas», con la excepción de Amy McCallum Higgins, que se había puesto su pañuelo de boda con encajes en señal de respeto. Sin embargo, la mayoría íbamos limpios, y al menos los adultos teníamos un aspecto sobrio y atento. Muy atento.
—¿Cuál de ellas será la nueva guardiana, mamá? —le preguntó Aidan a su madre, mirando los dos ataúdes mientras el trineo crujía colina arriba por delante de nosotros—. ¿Quién murió primero?
—Pues... No lo sé, Aidan —contestó Amy con un aire ligeramente desconcertado. Miró los ataúdes con el ceño fruncido y luego me miró a mí—. ¿Lo sabe usted, señora Fraser?
La pregunta me cayó encima como una piedra, y parpadeé. Lo sabía, por supuesto, pero... con cierto esfuerzo, evité mirar los árboles que flanqueaban el camino. No tenía ni idea de dónde se encontraba Arch exactamente, pero estaba cerca, no me cabía la menor duda. Y si estaba lo bastante cerca como para oír esa conversación...
Una de las supersticiones de las Highlands sostenía que la última persona enterrada en un cementerio se convertía en su guardián, y debía defender de todo mal a las almas que descansaban en él hasta que otra persona muriera y ocupara su lugar, tras lo cual el primer guardián quedaba libre y podía subir al cielo. No creía que a Arch le hiciese feliz la idea de que su mujer estuviera atrapada en la tierra protegiendo las tumbas de presbiterianos y pecadores como Malva Christie.
Sentí un ligero estremecimiento en el corazón al recordar a Malva, quien, ahora que lo pensaba, era presumiblemente la actual guardiana del cementerio. «Presumiblemente» porque, aunque sabía que otras personas habían muerto en el Cerro después de Malva, ella había sido la última a quien habían dado sepultura en el cementerio. Su hermano, Allan, estaba enterrado cerca de allí, en una tumba secreta y sin lápida, medio metida en el bosque. No sabía si estaba lo bastante cerca como para que contara. Y su padre...
Tosí cubriéndome la boca con el puño, y, carraspeando, contesté:
—Oh, la señora MacLeod. Estaba muerta cuando volvimos a la cabaña con la señora Bug. —Lo que era estrictamente cierto. Me pareció mejor no mencionar que ya estaba muerta cuando salí de la cabaña.
Había estado mirando a Amy mientras hablaba. Volví la cabeza hacia el camino, y allí estaba él, frente a mí. Arch Bug, con su capa negra manchada de óxido, la blanca cabeza descubierta y baja, siguiendo el trineo a través de la nieve, lento como un cuervo incapaz de volar. Un débil estremecimiento recorrió a los dolientes.
En ese momento volvió la cabeza y me vio.
—¿Le importaría cantar, señora Fraser? —inquirió en tono quedo y cortés—. Me gustaría enterrarla con los ritos debidos.
—Yo... sí, por supuesto.
Muy nerviosa, busqué a ciegas algo apropiado. Sencillamente no estaba a la altura del desafío de elaborar un caithris, un lamento por los muertos, y menos aún de componer las lamentaciones formales que tendría un auténtico funeral de primera clase en las Highlands.
Me decidí a la carrera por un salmo gaélico que Roger me había enseñado: Is e Dia fèin a’s buachaill dhomh. Se trataba de un salmo cantado, cada uno de cuyos versos había de ser entonado por un chantre y repetido después por la congregación. Sin embargo, era sencillo y, aunque mi voz sonaba fina e insustancial en la montaña, los que me acompañaban lograron sostenerla, de modo que, cuando llegamos al camposanto, habíamos alcanzado un nivel respetable de volumen y fervor.
El trineo se detuvo al borde del claro cercado de pinos. A través de la nieve medio derretida, asomaban unas cuantas cruces de madera y algunos montones de piedras, y las dos tumbas recién excavadas en el centro tenían un aspecto fangoso y brutal. La vista hizo cesar el canto tan de repente como un jarro de agua fría.
El sol se filtraba pálido y brillante a través de los árboles y había un montón de trepadores gorjeando en las ramas, al borde de la explanada, incongruentemente alegres. Jamie había estado guiando a las mulas y no se había vuelto a mirar cuando apareció Arch. Ahora, sin embargo, se volvió hacia él, al tiempo que le indicaba con un leve gesto el ataúd más próximo, y le preguntaba en voz baja:
—¿Quieres volver a ver a tu mujer?
Sólo entonces, cuando Arch asintió y se situó a un lado del trineo, me di cuenta de que, aunque los hombres habían sujetado con clavos la tapa del ataúd de la señora MacLeod, habían dejado suelta la de la señora Bug. Bobby e Ian la levantaron, con la vista fija en el suelo.
Arch se había soltado el pelo en señal de duelo. Nunca se lo había visto suelto antes. Era un cabello fino, de un blanco puro, y se agitó sobre su rostro como una nube de humo cuando él se inclinó y retiró con suavidad la mortaja del rostro de Murdina.
Tragué saliva con fuerza apretando los puños. Le había extraído la flecha —no había sido una tarea agradable— y, después, le había envuelto con esmero el cuello con una venda limpia antes de peinarla. Tenía buen aspecto, aunque estaba terriblemente cambiada. Creo que no la había visto nunca sin cofia, y el vendaje de la garganta le confería el aire severo y formal de un pastor presbiteriano. Vi que Arch se encogía, muy ligeramente, y que su garganta se movía. Recobró casi de inmediato el control de su rostro, pero observé las arrugas que le surcaban la cara de la nariz a la barbilla, como branquias sobre arcilla blanda, y el modo en que abría y cerraba las manos, una y otra vez, buscando agarrarse a algo que no estaba allí.
Se quedó mirando largo rato hacia el interior del féretro y luego rebuscó dentro de su escarcela y sacó algo. Cuando volvió a colocarse la capa, vi que su cinturón estaba vacío. Había venido desarmado.
El objeto que tenía en la mano era pequeño y brillante. Se inclinó e intentó sujetarlo en el sudario, pero, al faltarle los dedos, no lo logró. Siguió intentándolo con torpeza, murmuró algo en gaélico y, acto seguido, me miró con algo parecido al pánico en los ojos. Acudí de inmediato junto a él y tomé el objeto de su mano.
Era un broche, una joya muy delicada con la forma de una golondrina en pleno vuelo. Era de oro y parecía nueva. La cogí y, tras retirar la mortaja, prendí el broche en el pañuelo de la señora Bug. No conocía ese broche. Ni se lo había visto puesto a la señora Bug ni lo había visto entre sus cosas, y pensé que probablemente Arch lo había mandado hacer con el oro de Yocasta Cameron, quizá cuando empezó a llevarse los lingotes, uno a uno, o tal vez más tarde. Una promesa hecha a su esposa de que sus años de penuria y dependencia habían terminado. Bueno... de hecho, así era. Miré a Arch y, a un gesto suyo, cubrí cuidadosamente el rostro frío de su mujer con la mortaja y alargué de manera impulsiva una mano para cogerlo del brazo a él, pero se apartó y dio unos pasos atrás, observando impasible mientras Bobby clavaba la tapa del ataúd. En cierto momento levantó la vista y sus ojos pasaron muy despacio sobre Jamie, y luego sobre Ian, uno detrás de otro.
Apreté los labios con fuerza mirando a Jamie mientras me colocaba a su lado, viendo la pena claramente grabada en su rostro. ¡Qué tremendo sentimiento de culpa! La situación era para eso y mucho más, y era evidente que también Arch se sentía responsable. Pero... ¿no se le ocurría a ninguno de ellos que la propia señora Bug había tenido que ver con lo sucedido? Si no le hubiera disparado a Jamie... aunque las personas no siempre actúan de manera inteligente, o correcta, y el hecho de que alguien haya contribuido a su propia muerte no la hace menos trágica.
Vislumbré la piedra que señalaba la tumba de Malva y de su hijo, de la que sólo se veía la parte superior entre la nieve, redonda, mojada y oscura, como la cabeza de un bebé que corona en el parto.
«Descansa en paz —pensé, y sentí que la tensión a la que había estado sometida durante los dos últimos días cedía ligeramente—. Ahora ya puedes irte.»
Me dije que lo que les había contado a Amy y a Aidan no afectaba a la veracidad de quién había muerto primero. Sin embargo, teniendo en cuenta la personalidad de la señora Bug, pensé que a ella tal vez sí le gustaría estar al mando, cloqueando y preocupándose por las almas residentes como si se tratara de su bandada de queridísimos pollos, ahuyentando a los malos espíritus con una palabra incisiva y blandiendo una salchicha.
Pensando en ello, logré superar la breve lectura de la Biblia, los rezos, el llanto —de mujeres y niños, la mayoría de los cuales no tenían ni idea de por qué lloraban—, el descenso de los ataúdes del trineo y el rezo, bastante inconexo, del padrenuestro. Eché mucho de menos a Roger y la impresión de orden tranquilo y de compasión genuina que transmitía cuando oficiaba un funeral. Además, él tal vez habría sabido qué decir en elogio de Murdina Bug. De modo que nadie habló al terminar la oración y se produjo una larga e incómoda pausa durante la cual la gente cambió, incómoda, de postura, pues nos hallábamos sobre treinta centímetros de nieve y las enaguas de las mujeres estaban empapadas hasta las rodillas.
Vi a Jamie sacudir ligeramente los hombros, como si el abrigo le estuviera demasiado estrecho, y mirar el trineo, donde se encontraban las palas ocultas bajo una manta. Pero antes de que pudiera hacerles un gesto a Ian y a Bobby, el primero inspiró hondo y dio un paso adelante.
Se acercó a donde aguardaba el ataúd de la señora Bug, frente a su afligido cónyuge, y se detuvo con la evidente intención de hablar. Arch lo ignoró durante largo rato, mirando a la fosa, pero al final levantó la cara impasible, a la espera.
—Fue mi mano la que causó la muerte de esta... —Ian tragó saliva— de esta mujer de gran valía. No le quité la vida por maldad ni a propósito, y lo siento mucho. Pero fue mi mano la que la mató.
Rollo gimió con suavidad junto a su amo intuyendo su tristeza, pero Ian le puso una mano en la cabeza y se tranquilizó. Sacó el cuchillo de su cinturón y lo dejó sobre el ataúd, delante de Arch Bug. A continuación se irguió y lo miró a los ojos.
—Una vez, en una época terrible, le hizo usted un juramento a mi tío y le ofreció una vida por otra, por esta mujer. Yo juro por mi arma, y le ofrezco lo mismo. —Apretó los labios con fuerza por unos instantes y su garganta se movió mientras sus ojos permanecían oscuros y serenos—. Pienso que tal vez usted no lo dijera en serio, señor. Pero yo sí.
Me di cuenta de que estaba conteniendo el aliento y me forcé a respirar. Me pregunté si eso sería parte del plan de Jamie. Ian estaba claramente convencido de lo que decía. Sin embargo, la probabilidad de que Arch aceptase en el acto aquella oferta y le cortara a Ian el cuello delante de una docena de testigos era muy pequeña, por intensos que fueran sus sentimientos. Pero si declinaba en público la oferta, se abría la posibilidad de una recompensa más formal y menos sangrienta, aunque el joven Ian quedaría liberado de por lo menos parte de la culpa. «Maldito escocés de las Highlands», pensé mirando a Jamie, no sin cierta admiración.
Aun así, sentía que, con escasos segundos de diferencia, lo recorrían pequeñas descargas de energía y que las reprimía todas y cada una. No interferiría en la tentativa de expiación de Ian, pero tampoco consentiría que le hicieran daño si, por una casualidad, Arch optaba por la sangre. Y era evidente que lo consideraba una posibilidad. Miré a Arch y yo también lo pensé.
El anciano miró un momento a Ian con las espesas cejas hechas un revoltijo de rizados pelos grises y, debajo, los ojos también grises y fríos como el acero.
—Sería demasiado fácil, muchacho —dijo por fin en un tono como de hierro oxidado.
Miró a Rollo, que permanecía junto a Ian con las orejas erguidas y cautos ojos de lobo.
—¿Me das a tu perro para que lo mate?
La máscara de Ian se rompió en un segundo, la consternación y el horror hicieron que pareciera joven de repente. Oí cómo cogía aire y se serenaba, pero respondió con voz quebrada.
—No —contestó—. Él no ha hecho nada. El crimen lo he cometido yo, no él.
Entonces, Arch sonrió muy levemente, aunque la sonrisa no asomó a sus ojos.
—Sí, es verdad. Además, sólo es una bestia llena de pulgas. No una esposa. —Pronunció la palabra esposa apenas en un susurro. Su garganta se movió al tiempo que carraspeaba. Luego desplazó despacio la mirada de Ian a Jamie, y a continuación me miró a mí—. No una esposa —repitió con suavidad.
Creí que la sangre corría ya fría por mis venas. Se me había helado el corazón.
Sin prisas, Arch miró lentamente a ambos hombres, uno tras otro. Primero a Jamie, luego a Ian, a quien observó por un instante que pareció toda una vida.
—Cuando tengas algo que valga la pena coger, muchacho, volverás a verme —dijo sin levantar la voz y, acto seguido, dio media vuelta y se perdió entre los árboles.