Las Highlands
Había una larga distancia a pie desde la granja de Balnain. Como estábamos en Escocia y a principios de enero, también hacía frío y humedad. Mucha humedad. Y mucho frío. No había nieve —yo más bien deseaba que la hubiera habido, pues ello quizá habría disuadido a Hugh Fraser de su descabellada idea—, pero llevaba días lloviendo de ese modo deprimente que hace humear las chimeneas y que incluso la ropa que no ha estado afuera se moje, y que te mete tanto el frío en los huesos que tienes la impresión de que nunca volverás a entrar en calor.
Yo misma había llegado a esa convicción hacía algunas horas, pero la única alternativa a seguir avanzando con dificultad bajo la lluvia y el barro era tumbarse en el suelo y morir, y no había llegado a ese extremo. Todavía.
El crujido de las ruedas cesó de golpe, con ese sonido de chapoteo que indicaba que habían vuelto a hundirse en el fango. Jamie dijo en voz baja algo tremendamente inapropiado para un funeral, e Ian disimuló una carcajada con una tos que se convirtió en una tos de verdad y que se prolongó, áspera, durante un buen rato, como el ladrido de un perro grande y cansado.
Me saqué la botellita de whisky de debajo del manto —no creía que algo con un contenido tan alto en alcohol fuera a helarse, pero no iba a correr el riesgo— y se la pasé a Ian. Éste tomó un buen trago, resolló como si lo hubiera atropellado un camión, tosió un poco más y luego me devolvió la botella respirando con fuerza y me dio las gracias con un gesto. Tenía la nariz roja, y moqueaba.
Todas las narices que había a mi alrededor moqueaban. Algunas posiblemente de pena, aunque yo sospechaba que el clima o el catarro eran responsables de la mayoría de ellas. Los hombres se habían reunido alrededor del ataúd sin hacer comentarios —tenían práctica— y, tomando impulso todos a una, lograron sacarlo de los surcos y llevarlo a una sección más firme de la carretera, cubierta en su mayor parte con piedras.
—¿Cuánto tiempo crees que ha transcurrido desde la última vez que Simon Fraser estuvo en casa? —le susurré a Jamie cuando vino a ocupar su puesto junto a mí hacia el final de la procesión funeraria.
Él se encogió de hombros y se limpió la nariz con un pañuelo empapado.
—Años. En realidad, no tenía ningún motivo para venir, ¿verdad?
Supuse que no. A raíz del velatorio celebrado la noche anterior delante de la granja —un lugar algo más pequeño que Lallybroch, pero de construcción muy similar—, ahora sabía bastante más que antes sobre la carrera y los logros militares de Simon Fraser, pero el panegírico no incluía un calendario. No obstante, si hubiera luchado en todos los lugares que mencionaron, prácticamente no habría tenido tiempo ni de cambiarse de calcetines entre una campaña y otra, y menos aún de volver a su casa en Escocia. Además, la tierra no era suya, al fin y al cabo. Él era el octavo de nueve hijos. Deduje que su mujer, la menuda bainisq que avanzaba dando traspiés a la cabeza de la procesión del brazo de su cuñado Hugh, no contaba con casa propia y vivía con la familia de Hugh, pues no tenía ningún hijo vivo, o que por lo menos viviera cerca, que cuidara de ella.
Me pregunté si se alegraría de que lo hubiéramos traído de vuelta a casa. ¿No habría sido mejor saber tan sólo que había muerto en el extranjero, cumpliendo con su deber y haciéndolo bien, que recibir los penosos restos de su esposo, por muy profesionalmente empaquetados que estuvieran?
Pero, si no feliz, parecía por lo menos algo complacida de ser el centro de tanto jaleo. Su rostro arrugado se había sonrojado y había dado la impresión de relajarse un poco durante las celebraciones nocturnas, y ahora caminaba sin dar muestras de flaqueza, pasando sobre los surcos practicados por el ataúd de su marido.
Era culpa de Hugh. El hermano de Simon, mucho mayor que él y propietario de Balnain, era un viejecillo larguirucho, apenas más alto que su cuñada viuda y lleno de ideas románticas. Suya había sido la idea de que, en lugar de plantar a Simon de manera decente en el cementerio familiar, el guerrero más valiente de la familia había de ser enterrado en un lugar más acorde con ese honor y con la reverencia que se le debía.
Bainisq, pronunciado «bann-iishg», significaba «viejecita»; ¿un viejecillo sería sólo un «iishg»?, me pregunté mirando la espalda de Hugh. Pensé que no lo preguntaría hasta volver a la casa, suponiendo que lográramos llegar antes de que cayera la noche.
Al cabo de un buen rato, Corrimony apareció ante nuestra vista. Según Jamie, el nombre significaba «un hueco en el páramo» y eso es justo lo que era. Dentro del hueco en forma de copa excavado entre la hierba y el brezo se erguía una cúpula baja. Al acercarnos, vi que estaba hecha con miles y miles de pequeñas piedras de río, la mayoría del tamaño de un puño, algunas del tamaño de la cabeza de una persona. Y alrededor de aquel cairn21 gris oscuro, resbaladizo a causa de la lluvia, se levantaba un círcu lo de monolitos.
Agarré en un gesto reflejo el brazo de Jamie. Él me miró sorprendido, se apercibió de lo que estaba mirando y frunció el ceño.
—¿Oyes algo, Sassenach? —murmuró.
—Sólo el viento.
Éste había acompañado todo el tiempo la procesión funeraria con sus aullidos, prácticamente sofocando la voz del anciano que entonaba el coronach delante del ataúd, pero a medida que nos aproximábamos al hueco abierto, cobró velocidad y elevó su timbre en varios tonos, haciendo ondear mantos y abrigos y faldas como alas de cuervo.
Mantuve una mirada cautelosa sobre las piedras, pero no observé nada particular mientras nos deteníamos delante del cairn. Se trataba de una tumba de corredor, del tipo general que llamaban Clava Cairns. No tenía ni idea de lo que eso significaba, pero el tío Lamb tenía fotografías de sitios así. El corredor debía alinearse con algún objeto astronómico en una fecha significativa. Miré al cielo, encapotado y lluvioso, y decidí que, en cualquier caso, ése probablemente no era el día.
—No sabemos quién estuvo enterrado allí —nos había explicado Hugh el día anterior—. Pero está claro que se trataba de algún gran cacique. ¡Debió de ser un esfuerzo terrible construir un cairn como ése!
—Sí, sin lugar a dudas —había contestado Jamie, y luego había añadido con delicadeza—: ¿El gran cacique ya no está enterrado allí?
—Oh, no —nos había asegurado Hugh—. La tierra se lo llevó hace tiempo. Allí no queda ya más que una pequeña mancha donde estuvieron sus huesos. Y tampoco tienes por qué preocuparte por si pesa una maldición sobre el lugar.
—Bueno, menos mal —había murmurado yo, pero él no me prestó atención.
—Un fisgón abrió la tumba hace cien años o más, de modo que si hubiera habido alguna maldición sobre ella, sin duda cayó sobre él y desapareció.
Eso era un alivio y, de hecho, la proximidad del cairn no parecía asustar ni incomodar a ninguno de los que se hallaban ahora reunidos a su alrededor. Aunque tal vez sencillamente llevaban tanto tiempo viviendo en sus proximidades que se había convertido en un simple elemento del paisaje.
Hubo cierto debate al respecto de los detalles prácticos mientras los hombres miraban el cairn y negaban con la cabeza con aire dubitativo, haciendo gestos ora hacia el corredor abierto que conducía a la cámara funeraria, ora hacia la cima del cairn, donde o bien habían retirado las piedras o éstas se habían hundido sin más y habían despejado el terreno más abajo. Las mujeres se apiñaron, a la espera. Habíamos llegado muertos de fatiga el día anterior y, aunque me las habían presentado a todas, me costaba relacionar el nombre de cada una con la cara correspondiente. A decir verdad, sus caras eran todas parecidas, delgadas, curtidas y pálidas, y traslucían un agotamiento crónico, un cansancio mucho más profundo del que justificaría haber velado al difunto.
Me acordé de repente del funeral de la señora Bug. Improvisado y hecho a toda prisa, y aun así celebrado con dignidad y dolor sincero por parte de los asistentes. Pensé que aquellas personas apenas habían conocido a Simon Fraser. Cuánto mejor no habría sido haber tenido en cuenta su último deseo y haberlo dejado en el campo de batalla con sus camaradas caídos, pensé. Pero quien fuera que dijo que los funerales se celebraban en beneficio de los vivos tenía toda la razón.
La sensación de fracaso y de inutilidad que había sucedido a la derrota de Saratoga había resuelto a sus oficiales a hacer algo, a tener un auténtico gesto para con un hombre al que habían amado y un guerrero al que respetaban. Tal vez también habrían querido mandar a Simon a casa a causa de su propio deseo de estar en casa.
La misma sensación de fracaso —además de un tremendo arrebato de romanticismo— había hecho, sin duda, que el ge neral Burgoyne insistiera en ello. Pensé que probablemente habría tenido la impresión de que su propio honor lo requería. Y, des pués, Hugh Fraser, reducido a una existencia precaria tras Cullo den y enfrentado al inesperado regreso de su hermano menor, incapaz de organizar un gran funeral, pero a su vez profun damente romántico... y, al final de todo, aquella extraña procesión que llevaba a Simon Fraser a un hogar que ya no era el suyo y a una esposa que era una extraña para él.
«Y su tierra ya no lo conocerá.» El verso acudió a mi mente en el preciso instante en que los hombres se decidían y comenzaban a desarmar el ataúd de las ruedas. Me había ido acercando junto con las demás mujeres y me di cuenta de que ahora me encontraba a no más de medio metro de una de las piedras verticales que rodeaban el cairn. Eran más pequeñas que los monolitos de Craigh na Dun, pues medirían entre sesenta y noventa centímetros de altura. Movida por un impulso repentino, estiré el brazo y la toqué.
No esperaba que sucediera nada y, por suerte, no sucedió. Pero si me hubiera volatilizado en medio del entierro, eso sí que habría animado de manera considerable el acto.
Ni zumbidos, ni gritos, ni sensación alguna. No era más que una piedra. Al fin y al cabo, pensé, no había ningún motivo para suponer que todos los monolitos fueran portales en el tiempo. Presumiblemente, los antiguos constructores habían utilizado piedras para marcar cualquier lugar de importancia, y un cairn como ése debía de haber sido, sin duda, importante. Me pregunté qué tipo de hombre —¿o de mujer, tal vez?— habría yacido allí, sin dejar más que un eco de sus huesos, tantísimo más frágiles que las duras rocas que los habían cobijado.
Dejaron el ataúd en el suelo y, entre gruñidos y resoplidos, lo empujaron por el corredor hasta la cámara funeraria situada en el centro de la tumba. Había una gran losa de piedra plana apoyada contra el cairn, con unas extrañas incisiones en forma de copa practicadas por los constructores originales, era de suponer. Cuatro de los hombres más fuertes la agarraron y la colocaron despacio sobre la parte superior del cairn, sellando así la abertura que había por encima de la cámara.
La losa cayó con un golpe sofocado que hizo salir rodando unas cuantas piedrecitas por los costados del cairn. Acto seguido, los hombres bajaron y todos permanecimos de pie alrededor de la tumba, incómodos, preguntándonos qué hacer a continuación.
No había ningún sacerdote. La misa de cuerpo presente por Simon se había celebrado con antelación, en una pequeña iglesia de piedra, antes de partir en procesión hacia esa sepultura totalmente pagana. Por descontado, las investigaciones de Hugh no habían descubierto nada acerca de los ritos relacionados con tales cosas.
Justo cuando parecía que nos veríamos obligados a dar media vuelta, sin más, y recorrer con cansancio el camino de regreso a la granja, Ian soltó una tos explosiva y dio un paso al frente.
La procesión funeraria era deslucida en extremo, sin ninguna de las brillantes tartanas que adornaban las ceremonias de las Highlands en el pasado. Incluso Jamie tenía un aspecto muy poco vistoso, envuelto en su manto y con el cabello cubierto con un sombrero flexible de color negro. La única excepción a la seriedad general era Ian.
Esa mañana, cuando bajaba la escalera, había atraído numerosas miradas, y aún no habían dejado de mirarlo. Con motivo. Se había afeitado la mayor parte de la cabeza y se había engrasado la franja de cabello restante formando una rígida cresta en mitad de su cuero cabelludo, en la que se había colocado un adorno colgante de plumas de pavo con una moneda de seis peniques agujereada. Llevaba un manto, pero debajo se había puesto su gastada vestimenta de ante, con el brazalete de cuentas de concha azul y blanco que le había hecho su mujer, Emily.
Al verlo aparecer, Jamie lo había mirado despacio de arriba abajo y había asentido, al tiempo que una de las comisuras de su boca se curvaba hacia arriba.
—No va a cambiar nada, ¿sabes? —le había dicho a Ian en voz baja cuando nos dirigíamos hacia la puerta—. Aún te conocen como quien eres.
—¿Tú crees? —había contestado Ian, pero luego había salido corriendo encorvado bajo el chaparrón sin esperar respuesta.
Sin lugar a dudas, Jamie tenía toda la razón. Las galas indias eran un ensayo de indumentaria en preparación de su llegada a Lallybroch, pues teníamos pensado dirigirnos directamente hacia allí una vez nos hubiéramos deshecho como Dios manda del cuerpo de Simon y nos hubiéramos tomado el whisky de despedida.
Aunque ahora resultaba útil. Ian se quitó muy despacio el manto y se lo tendió a Jamie, luego avanzó hacia la entrada del corredor y se volvió para colocarse frente a los asistentes al funeral, que observaban esa aparición con unos ojos como platos. Extendió las manos con las palmas hacia arriba, cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás de manera que la lluvia se deslizara por su rostro y comenzó a cantar algo en mohawk. No cantaba bien y su voz sonaba tan áspera a causa del frío que muchas de las palabras se quebraban o desaparecían, pero distinguí el nombre de Simon al principio. La canción de la muerte del general. No duró mucho, pero, cuando bajó las manos, la congregación dejó escapar un profundo suspiro colectivo.
Ian se alejó sin mirar atrás y, sin pronunciar palabra, los allí reunidos lo siguieron. Había terminado.
21 Pila de piedras. En la antigüedad se erigían como monumentos sepulcrales o se utilizaban para fines prácticos y astronómicos. (N. de la t.)