20 de abril de 1778
Habida cuenta de cómo transcurrían los viajes transatlánticos y de que tras nuestras aventuras con los capitanes Roberts, Hick man y Stebbings me consideraba algo así como una experta en desastres en alta mar, el viaje a América fue bastante aburrido. Tuvimos un ligero roce con un barco de guerra inglés, aunque por fortuna lo dejamos atrás; nos topamos con dos borrascas y una tormenta importante, pero por suerte no nos hundimos; y, aunque la comida era execrable, estaba demasiado distraída para hacer nada salvo sacudir los gorgojos de la galleta antes de comérmela.
La mitad de mi mente estaba concentrada en el futuro: la precaria situación de Marsali y Fergus, el peligro que suponía el estado de Henri-Christian y la logística de ponerle remedio. La otra mitad, bueno, para ser justos, los siete octavos, seguían en Lallybroch con Jamie.
Me sentía dolorida y en carne viva. Como si una parte vital de mí hubiera sido seccionada, como siempre que me separaba de Jamie por mucho tiempo, pero también como si me hubieran expulsado violentamente de mi hogar, como una lapa arrancada de su roca y arrojada sin más a una olla de agua hirviendo.
Eso se debía, sobre todo, pensé, a la muerte inminente de Ian. Él había sido una parte tan importante de Lallybroch, su presencia allí había sido hasta tal punto una constante y un alivio para Jamie durante todos esos años, que perderlo era, en cierto modo, como perder el mismísimo Lallybroch. Por extraño que pareciera, las palabras de Jenny, pese a ser hirientes, no me habían afectado de verdad. Conocía de sobra el dolor frenético, la desesperación que uno convertía en rabia porque era la única manera de seguir vivo. Y, a decir verdad, también comprendía sus sentimientos, porque los compartía: irracional o no, tenía la sensación de que debería haber podido ayudar a Ian. ¿De qué servían todos mis conocimientos, toda mi preparación, si no podía ayudar cuando esto era absolutamente vital?
Con todo, sentía un dolor aún mayor, y aún mayor era el punzante sentimiento de culpa, por el hecho de no poder estar allí cuando Ian muriera, por haber tenido que separarme de él por última vez sabiendo que no volvería a verlo nunca más, sin poder ofrecerle consuelo, ni estar con Jamie y su familia cuando recibieran el golpe ni ser simplemente testigo de su muerte.
También el joven Ian lo sentía, e incluso en mayor medida. A menudo lo hallaba sentado cerca de la popa, mirando la estela del barco con ojos atormentados.
—¿Crees que se habrá ido ya? —me preguntó de golpe en una ocasión en que había ido a sentarme junto a él—. Me refiero a papá.
—No lo sé —le respondí con franqueza—. Creo que sí, por lo enfermo que estaba, pero es asombroso lo que resiste la gente a veces. ¿Sabes cuándo es su cumpleaños?
Me miró, confuso.
—Es algún día de mayo, cerca del del tío Jamie. ¿Por qué?
Me encogí de hombros y me envolví mejor en el chal para protegerme del helor del viento.
—A menudo, la gente que está muy grave, pero cuyo cumpleaños se acerca parece esperar a que haya pasado antes de morir. Por algún motivo, es más probable que sea así si la persona es famosa o conocida.
Eso lo hizo reír, aunque sin alegría.
—Papá nunca lo ha sido. —Suspiró—. En estos momentos, preferiría haberme quedado por él. Ya sé que dijo que me fuera, y que yo deseaba irme —añadió con sinceridad—. Pero ahora me siento mal por haberme ido.
Suspiré a mi vez.
—Yo también.
—Pero tú tenías que marcharte —protestó—. No podías dejar que el pobrecito Henri-Christian se asfixiara. Papá lo entendía. Sé que lo entendía.
Sonreí ante su fervoroso intento de hacerme sentir mejor.
—También entendía por qué tenías que marcharte tú.
—Sí, lo sé. —Permaneció unos instantes en silencio, contemplando el surco de la estela. Era un día fresco y el barco navegaba a buen ritmo, aunque el mar estaba picado, punteado de crestas blancas—. Ojalá —dijo de improviso, se interrumpió y tragó saliva—. Ojalá papá hubiera conocido a Rachel —continuó en voz baja—. Ojalá ella lo hubiera conocido a él.
Hice un ruidito: lo comprendía. Recordaba con gran vividez aquellos años en que había visto crecer a Brianna lamentándose porque nunca conocería a su padre. Y luego se había producido un milagro, pero eso, en el caso de Ian, no iba a suceder.
—Sé que le hablaste a tu padre de Rachel. Me lo dijo, y estaba muy contento de saber de ella. —Eso le hizo esbozar una leve sonrisa—. ¿Le has hablado a Rachel de tu padre? ¿De tu familia?
—No. —Parecía sobresaltado—. No, nunca le he hablado de ellos.
—Bueno, tendrás que hacerlo... ¿Qué pasa? —Había fruncido el ceño y tenía la boca curvada hacia abajo.
—Yo... nada, en realidad. Es sólo que estaba pensando... que nunca le he contado nada. Quiero decir que nosotros... no hablamos realmente, ¿sabes? Me refiero a que le he contado cosas de vez en cuando, y ella a mí, pero sólo en circunstancias normales. Y después nos... yo la besé y... bueno, eso es todo. —Hizo un gesto de impotencia—. Pero nunca se lo he preguntado. Simplemente estaba seguro.
—¿Y ahora no?
Negó con la cabeza, su cabello castaño volando al viento.
—No, no, no es eso, tía. Estoy tan seguro de lo que hay entre nosotros como lo estoy de... de... —Miró a su alrededor buscando algún símbolo de solidez en el puente que subía y bajaba, pero luego lo dejó correr—. Bueno, estoy más seguro de lo que siento que de que el sol saldrá mañana.
—Estoy segura de que ella lo sabe.
—Sí, lo sabe —repuso en voz más suave—. Sé que lo sabe.
Seguimos sentados un rato en silencio. Luego me puse en pie y dije:
—Bueno, en tal caso... tal vez deberías rezar por tu padre y luego ir a sentarte cerca de la proa.
Había estado en Filadelfia una o dos veces en el siglo XX con ocasión de unas conferencias de medicina. Entonces la ciudad no me había gustado, pues me había parecido muy sucia y poco acogedora. Ahora estaba distinta, pero no mucho más atractiva. Las calzadas que no estaban adoquinadas eran mares de barro, y las calles que, con el tiempo, estarían flanqueadas de casas destartaladas con jardines llenos de basura, juguetes de plástico rotos y piezas de motocicleta, estaban ahora bordeadas de barracas desvencijadas, jardines llenos de desperdicios, conchas de ostras desechadas y cabras atadas a sendas estacas. No había, claro está, salvajes policías vestidos de negro a la vista, pero aun así los criminales de poca monta eran igual de abundantes, y seguían visibles, a pesar de la obvia presencia del ejército británico. Los casacas rojas hormigueaban cerca de las tabernas, y columnas de soldados pasaban marchando junto a la carreta con los mosquetes al hombro.
Era primavera. Que ya era algo. Había árboles por todas partes, gracias al dictamen de William Penn de que la media de cada dos hectáreas debía estar arbolada —ni siquiera los avariciosos políticos del siglo XX habían logrado deforestar el lugar, aunque probablemente sólo porque no sabían cómo obtener un beneficio de ello sin que los pillaran—, y muchos de los árboles estaban floridos, un confeti de pétalos blancos que caían arrastrados por el aire sobre los lomos de los caballos mientras la carreta entraba en la ciudad propiamente dicha.
Había una patrulla del ejército apostada en la carretera principal que conducía a la ciudad. Nos habían detenido y le habían pedido los pases al conductor y a sus dos pasajeros varones. Yo me había puesto una cofia como Dios manda, no miré a nadie a los ojos, y murmuré que venía del campo para atender a mi hija, que estaba a punto de dar a luz. Los soldados echaron una breve mirada a la cesta de comida que llevaba en el regazo, pero ni siquiera me miraron a la cara antes de indicar con un gesto que la carreta podía proseguir su camino. La respetabilidad tenía sus ventajas. Me pregunté de pasada cuántos espías habrían pensado en emplear a viejecitas para sus fines. No se oía hablar de mujeres mayores que actuaran como espías, pero, por otra parte, era posible que eso fuese un mero indicativo de lo buenas que eran.
La imprenta de Fergus no se encontraba en el distrito más moderno, pero no estaba muy lejos de él, y me alegré de ver que era un edificio considerable de ladrillo rojo que se erguía en una hilera de casas sólidas y de aspecto igualmente agradable. No les habíamos escrito de antemano para anunciarles que iba para allá; habría llegado yo antes que la carta. Con el corazón alterado, abrí la puerta.
Marsali estaba tras el mostrador, ordenando montones de papel. Levantó la vista al sonar la campana que había sobre la puerta, parpadeó y luego se me quedó mirando con la boca abierta.
—¿Cómo estás, querida? —la saludé, y, tras dejar el cesto en el suelo, corrí a levantar la tabla del mostrador y a darle un abrazo.
Tenía muy mala cara, aunque sus ojos se iluminaron con apasionado alivio al verme. Casi cayó en mis brazos y estalló en sollozos nada propios de ella.
Por mi parte, le di unas palmaditas en la espalda entre sonidos tranquilizadores y me alarmé bastante. La ropa le colgaba floja sobre los huesos y olía a rancio, pues hacía demasiado tiempo que no se lavaba el pelo.
—Todo se arreglará —repetí con firmeza por duodécima vez, y ella dejó de sollozar y retrocedió un poco, mientras hundía la mano en el bolsillo y sacaba un mugriento pañuelo. Con consternación, vi que volvía a estar encinta.
—¿Dónde está Fergus? —pregunté.
—No lo sé.
—¿Te ha dejado? —espeté, horrorizada—. Vaya, ese miserable...
—No, no —se apresuró a decir, casi riendo entre las lágrimas—. No me ha dejado, en absoluto. Es sólo que está escondido, cambia de sitio cada pocos días, y no sé dónde se encuentra ahora. Los niños darán con él.
—¿Por qué está escondido? No debería preguntarlo, supongo —dije con una mirada a la maciza prensa negra que había detrás del mostrador—. Pero ¿es por algo en concreto?
—Sí, un pequeño panfleto para el señor Paine. Tiene una serie de ellos circulando por ahí, ¿sabes?, titulados «La crisis norteamericana».
—El señor Paine... ¿el de Sentido común?
—Sí, ése —respondió sorbiendo por la nariz—. Es un hombre agradable, pero uno no debe beber con él, dice Fergus. Algunos hombres son encantadores y cariñosos cuando están borrachos, pero otros se ponen tontos y empiezan a cantar «Arriba con los gorros de Bonnie Dundee»,22 y ni siquiera tienen la excusa de ser escoceses, ¿sabes?
—Ah, ésos. Sí, los conozco bien. ¿De cuántos meses estás? —inquirí cambiando de tema y pasando a otro de interés general—. ¿No deberías sentarte? No deberías pasar mucho tiempo de pie.
—¿Cuántos meses...? —Pareció sorprendida y se llevó involuntariamente una mano allí donde yo estaba mirando, a su vientre algo hinchado. Luego se echó a reír—. Ah, esto. —Hurgó debajo del delantal y sacó un abultado saco de cuero que se había atado alrededor de la cintura—. Para escapar —explicó—. Por si prenden fuego a la casa y tengo que salir por piernas con los críos.
Cuando lo cogí de sus manos, me llevé una sorpresa al ver lo mucho que pesaba el saco y oí un chasquido ahogado en el fondo, debajo de la capa de papeles y pequeños juguetes infantiles.
—¿La Caslon Italic 24? —pregunté, y ella sonrió, quitándose al instante de encima al menos diez años.
—Todas excepto la «X». Tuve que volver a convertirla en una bola de metal a martillazos y vendérsela a un orfebre con el fin de conseguir dinero suficiente para poder comer después de que Fergus se fuera. Pero todavía queda una «X» aquí —dijo volviendo a coger el saco—, aunque ésa sí es de plomo.
—¿Tuviste que vender la Goudy Bold 10?
Jamie y Fergus habían fundido dos juegos completos de tipos de oro, los habían rebozado en hollín y los habían cubierto de tinta hasta que no fue posible distinguirlos de los muchos juegos de tipos de plomo genuino que había en la caja de tipos discretamente colocada contra la pared detrás de la prensa.
Marsali negó con la cabeza y alargó la mano para volver a coger la bolsa.
—Fergus se la llevó. Quería enterrarla en un lugar seguro, por si acaso. Pareces bastante cansada del viaje, madre Claire —prosiguió inclinándose hacia delante para examinarme con atención—. ¿Mando a Joanie a la taberna a por una jarra de sidra?
—Eso sería estupendo —repliqué, aún recuperándome de las revelaciones de los últimos minutos—. Pero ¿y Henri-Christian? ¿Cómo está? ¿Está aquí?
—Está fuera con su amigo, creo. —Se levantó—. Voy a llamarlo. Está un poco cansado de no dormir bien, pobrecito, y tiene una garganta que parece una rana mugidora estreñida. Pero he de decirte que eso no lo desalienta demasiado. —Sonrió, a pesar de lo cansada que estaba, y salió por la puerta para entrar en la vivienda, al tiempo que gritaba—: ¡Henri-Christian!
«Por si prenden fuego a la casa.» ¿Quiénes?, me pregunté con un escalofrío. ¿El ejército británico? ¿Los lealistas? Y, a pesar de todo, ¿se las apañaba, ocupándose de un negocio y de una familia ella sola, con un marido oculto y un hijo enfermo al que no podían dejar solo mientras dormía? «El horror de nuestra situación», decía en su carta a Laoghaire. Y eso había sido meses atrás, cuando Fergus aún estaba en casa.
Bueno, ahora ya no estaba sola. Por primera vez desde que había dejado a Jamie en Escocia, sentí algo más que la fuerza de la inexorable necesidad en mi situación. Le escribiría esa misma noche, decidí. Tal vez se hubiera marchado de Lallybroch antes de que le llegara mi carta —esperaba que así fuera—, pero, en ese caso, Jenny y el resto de la familia se alegrarían de saber lo que estaba sucediendo aquí. Y si, por casualidad, Ian vivía aún... Pero no quería pensar en eso. Saber que su muerte suponía que Jamie quedaba libre para venir a reunirse conmigo me hacía sentir como un monstruo, como si quisiera que su muerte se precipitara. Sin embargo, siendo honesta, pensaba que el propio Ian tal vez deseara morir más pronto que tarde.
El regreso de Marsali con Henri-Christian trotando junto a ella interrumpió estos morbosos pensamientos.
—Grandmère! —gritó al verme, y saltó a mis brazos y a punto estuvo de tirarme al suelo. Era un muchachito muy fuerte.
Me acarició afectuosamente con la nariz y sentí una intensa oleada de cálida alegría al verlo. Lo besé y lo abracé con entusiasmo, con la impresión de que el vacío que Mandy y Jem habían dejado en mi corazón al marcharse se rellenaba un poquito. En Escocia, lejos de la familia de Marsali, casi había olvidado que todavía me quedaban otros cuatro nietos maravillosos, y agradecía que me lo recordaran.
—¿Quieres ver un truco, grandmère? —chilló Henri-Christian, impaciente.
Marsali tenía razón: parecía una rana mugidora estreñida. Sin embargo, asentí y, tras saltar de mi regazo, sacó de su bolsillo tres bolsitas de cuero llenas de salvado y comenzó enseguida a hacer malabarismos con ellas con una destreza sorprendente.
—Su papá le enseñó —señaló Marsali con cierta dosis de orgullo.
—¡Cuando sea mayor como Germain, papá me enseñará también a robar carteras!
Marsali soltó un grito y le cubrió de golpe la boca con la mano.
—Henri-Christian, eso no se dice jamás —le dijo, severa—. A nadie. ¿Me oyes?
Él me miró, desconcertado, pero asintió obedientemente.
Volví a sentir el escalofrío que había sentido antes. ¿Se dedicaría Germain a robar carteras profesionalmente, por así decirlo? Miré a Marsali, pero ella negó apenas con la cabeza. Hablaríamos de ello más tarde.
—Abre la boca y saca la lengua, cariño —le sugerí a Henri-Christian—. Deja que la abuelita te vea la garganta irritada, me parece que debe de hacerte mucha pupa.
—Aug-aug-aug —repuso él con una enorme sonrisa, pero, dócil, abrió la boca.
Un débil olor pútrido brotó de su boca abierta de par en par y, pese a no poder iluminar la zona, vi que las amígdalas inflamadas casi le obstruían la garganta por completo.
—Madre mía —dije volviendo su cabeza a uno y otro lado para verlo mejor—. Me sorprende que pueda comer, y aún más que pueda dormir.
—A veces no puede —intervino Marsali, y percibí la tensión en su voz—. Muy a menudo, no logra tragar nada más que un poco de leche, e incluso eso es como clavarle cuchillos en la garganta, pobre niñito. —Se agachó a mi lado y le apartó a Henri-Christian el bonito cabello oscuro de la sonrojada cara—. ¿Crees que puedes ayudarlo, madre Claire?
—Claro que sí —respondí con mucha más confianza de la que realmente sentía—. Desde luego.
Noté que la tensión fluía fuera de ella como si fuese agua y, como si se tratara literalmente de un drenaje, las lágrimas comenzaron a deslizarse en silencio por su rostro. Atrajo la cabeza de Henri-Christian contra su pecho para que no pudiera verla llorar y yo alargué los brazos para abrazarlos a ambos, mientras apoyaba la mejilla en la cabeza cubierta con la cofia y percibía el olor fuerte y rancio de su terror y su agotamiento.
—Ahora todo irá bien —dije en voz baja, acariciándole la flaca espalda—. Estoy aquí. Ya puedes dormir.
Marsali durmió el resto del día y toda la noche de un tirón. Yo estaba cansada del viaje, pero me las arreglé para dormitar en la gran silla que había junto al fuego de la cocina, con Henri-Christian acurrucado en mi regazo roncando bien fuerte. Dejó de respirar un par de veces durante la noche y, aunque hice que volviera a empezar sin problemas, me di cuenta de que había que hacer algo de inmediato. En consecuencia, me eché un breve sueñecito por la mañana y, después de lavarme la cara y comer un poco, salí a buscar lo que necesitaba.
Tenía conmigo unos instrumentos de lo más rudimentarios, pero el hecho era que una amigdalectomía y una adenoidectomía no precisaban en realidad nada complejo en ese sentido.
Habría querido que Ian me acompañase a la ciudad; me habría ido bien su ayuda, y a Marsali también. Pero era peligroso para un hombre de su edad. No podía entrar en la ciudad abiertamente sin que las patrullas británicas lo detuvieran y lo interrogaran, y quizá lo arrestaran como personaje sospechoso, cosa que era sin lugar a dudas. Aparte de eso... estaba que ardía por ir a buscar a Rachel Hunter.
La tarea de encontrar a dos personas —y a un perro— que podían estar casi en cualquier sitio entre Canadá y Charleston sin más medios de comunicación que los pies y la palabra hablada habría desalentado a cualquiera menos tozudo que alguien con la sangre de los Fraser. Pero, a pesar de que podía ser muy complaciente, Ian era tan capaz como Jamie de hacer lo que se proponía contra viento y marea, y por encima de toda sugerencia razonable.
Sin embargo, tal como él señaló, tenía una ventaja. Cabía presumir que Denny Hunter seguía siendo médico del ejército. Si así era, se encontraba obviamente con el ejército continental, con alguna parte del ejército continental. De modo que la idea de Ian era descubrir dónde podía estar ahora mismo la parte más próxima del ejército y comenzar allí sus pesquisas. Con este fin, se proponía moverse a hurtadillas por los alrededores de Filadelfia, deslizándose sin hacer ruido en las tabernas y los bares clandestinos de las afueras y descubrir gracias a los chismosos locales dónde había en esos momentos alguna fracción del ejército.
De lo máximo que pude convencerlo fue de que mandara un mensaje a la imprenta de Fergus diciéndonos adónde se dirigía una vez hubiera descubierto algo que le indicara un posible destino.
Mientras tanto, cuanto podía hacer yo era rezarle una rápida oración a su ángel de la guarda —un ser abrumadísimo de trabajo— y tener después unas palabras con el mío (al que imaginaba como una especie de figura melindrosa con expresión preocupada) y proceder a lo que había ido a hacer allí.
Ahora caminaba por las calles enfangadas mientras consideraba el procedimiento. En los últimos diez años sólo había extirpado unas amígdalas en una ocasión (bueno, en dos, si contábamos a los gemelos Beardsley por separado). Por lo general, se trataba de una operación fácil y rápida. Practicársela a un enano con las vías respiratorias obstruidas, sinusitis y un absceso periamigdalino en una lóbrega imprenta no era lo habitual.
Sin embargo, no era obligatorio hacerlo en la imprenta si lograba encontrar un sitio mejor iluminado. ¿Dónde podría ser?, me pregunté. Con toda probabilidad, en casa de una persona rica. Una casa donde la cera para velas se derrochara a manos llenas. Había estado en muchas de esas casas, en particular mientras estuvimos en París, pero no conocía a nadie moderadamente acomodado siquiera en Filadelfia. Ni Marsali tampoco. Ya se lo había preguntado.
Bueno, cada cosa a su tiempo. Antes de seguir preocupándome por el quirófano, tenía que encontrar a un herrero capaz de hacer un buen trabajo para que me fabricara el instrumento de alambre que necesitaba. Si era preciso, podía cortar las amígdalas con un bisturí, pero sería más que difícil extirpar de ese modo las vegetaciones, situadas por encima del paladar blando. Y lo último que quería era andar cortando y pinchando a oscuras en el interior de la garganta severamente inflamada de Henri-Christian con un instrumento afilado. Un lazo de alambre sería lo bastante afilado, pero era más probable que no dañara nada contra lo que chocase. Sólo cortaría el lado que rodeaba el tejido que debía extirpar, y sólo cuando yo realizara el necesario movimiento de costado que seccionaría limpiamente una amígdala o una vegetación.
Me pregunté, intranquila, si el chiquillo tendría una infección por estreptococos. Tenía la garganta al rojo vivo, pero eso también podía deberse a otros tipos de infección.
No, tendríamos que arriesgarnos con el estreptococo, pensé. Había puesto a cultivar varios cuencos de penicilina casi en el mismo momento en que llegué. No había forma de saber si el extracto que podía sacar de ellos en unos pocos días sería o no activo ni, en caso de serlo, cuán activo sería. Pero era mejor que nada, al igual que yo.
Lo que sí tenía era algo innegablemente útil, o lo tendría si la búsqueda de esa tarde era fructífera. Casi cinco años antes, lord John Grey me había mandado una botella de cristal llena de vitriolo y el alambique de cristal necesario para destilar éter a partir de él. Creía que esos artículos se los había proporcionado un boticario de Filadelfia, aunque no recordaba el nombre. Pero no podía haber muchos boticarios en Filadelfia, así que me propuse visitarlos todos hasta encontrar el que estaba buscando.
Marsali me había dicho que había dos grandes boticas en la ciudad, y sólo un establecimiento grande tendría lo que yo necesitaba para fabricar éter. ¿Cómo se llamaba el caballero a quien lord John Grey le había comprado mi alambique? ¿Había sido en Filadelfia o en otro lugar? Tenía la mente completamente en blanco, tanto a causa del cansancio como por simple olvido. La época en que había fabricado éter en mi consulta del Cerro de Fraser me parecía tan lejana y mítica como el diluvio universal.
Encontré al primer boticario y le compré algunos artículos de utilidad, entre ellos un frasco de sanguijuelas, aunque me horripilaba un poco la idea de ponerle una en la boca a Henri-Christian. ¿Y si se la tragaba?
Por otra parte, reflexioné, era un niño de cuatro años con un hermano mayor muy imaginativo. Probablemente se había tragado cosas mucho peores que una sanguijuela. Pero con un poco de suerte no las necesitaría. También adquirí dos cauterios, muy pequeños. Era una forma primitiva y dolorosa de detener las hemorragias, aunque, de hecho, resultaba muy efectiva.
El boticario no tenía vitriolo. Se había disculpado por ello, diciendo que ese tipo de cosas había que importarlas de Inglaterra, y con la guerra... Le di las gracias y me dirigí a la segunda botica, donde me informaron de que habían tenido vitriolo, pero lo habían vendido hacía algún tiempo, a un lord inglés, aunque el hombre de detrás del mostrador no tenía ni idea de lo que quería hacer con semejante producto.
—¿Un lord inglés? —dije, sorprendida.
Sin duda no podía ser lord John. Aunque no podía decirse que la aristocracia inglesa estuviera acudiendo en tropel a Filadelfia esos días, a excepción de aquellos miembros que eran soldados. Y aquel hombre había dicho un «lord», no un mayor o un capitán.
Por probar nada se pierde. Pregunté y me contestaron amablemente que se trataba de un tal lord John Grey, que había pedido que le llevaran el vitriolo a su casa de la calle Chestnut.
Sintiéndome un poco como Alicia al caer en la madriguera del conejo —me encontraba aún algo mareada por la falta de sueño y las fatigas del viaje desde Escocia—, pregunté cómo se iba a la calle Chestnut.
Me abrió la puerta una joven extraordinariamente hermosa vestida de un modo que dejaba bien claro que no era una criada. Nos miramos la una a la otra con sorpresa. Era evidente que ella tampoco me esperaba, pero, cuando pregunté por lord John y dije que era una vieja conocida suya, me invitó a pasar al instante, mientras aseguraba que su tío regresaría enseguida, pues sólo había ido a llevar un caballo a herrar.
—Cualquiera pensaría que habría mandado al mozo —dijo a modo de disculpa la joven, que se presentó como lady Dorothea Grey—. O a mi primo. Pero el tío John es muy especial con sus caballos.
—¿Su primo? —inquirí mientras mi lenta mente rastreaba las posibles relaciones familiares—. No se referirá usted a Wil liam Ransom, ¿verdad?
—Ellesmere, sí —respondió con aire sorprendido, pero complacida—. ¿Lo conoce?
—Hemos coincidido una o dos veces —contesté—. Si no le importa que le pregunte... ¿cómo es que se encuentra en Filadelfia? Yo... eeh... tenía entendido que estaba en libertad bajo palabra con el resto del ejército de Burgoyne y que se había marchado a Boston con el fin de embarcarse de vuelta a Inglaterra.
—¡Oh, sí, lo está! —replicó—. En libertad bajo palabra, quiero decir. Pero vino aquí primero para ver a su padre, es decir, al tío John, y a mi hermano. —Sus grandes ojos azules se enturbiaron un poco al mencionar esto último—. Henry está muy enfermo. Mucho, me temo.
—Lo siento mucho —dije sincera pero brevemente. Me interesaba mucho más la presencia de William en la ciudad, pero antes de que pudiera seguir preguntando, sonaron unos pasos rápidos y ligeros en el porche y se abrió la puerta principal.
—¿Dottie? —dijo una voz familiar—. ¿Tienes idea de dónde...? Oh, le ruego que me disculpe.
Lord John Grey había entrado en el salón y se había detenido al verme. Entonces, cayó en la cuenta de quién era y se quedó con la boca abierta.
—Qué agradable volver a verte —le dije en tono amable—. Pero siento oír que tu sobrino está enfermo.
—Gracias —respondió y, mirándome con bastante cautela, se inclinó profundamente sobre mi mano y la besó con elegancia—. Estoy encantado de volverte a ver —añadió de un modo que parecía de verdad sincero. Vaciló unos instantes, pero, por supuesto, no pudo evitar preguntar—: ¿Tu marido...?
—Está en Escocia —respondí, sintiéndome bastante mal por decepcionarlo.
El sentimiento se reflejó un instante en su rostro, pero se desvaneció enseguida; era un caballero, y un soldado. De hecho, llevaba un uniforme del ejército, lo que me sorprendió bastante.
—¿Es que has vuelto al servicio activo? —inquirí, arqueando las cejas.
—No exactamente. Dottie, ¿no has llamado aún a la señora Figg? Estoy segura de que a la señora Fraser le apetecería tomar un refrigerio.
—Acababa de llegar —me apresuré a decir mientras Dottie se ponía en pie de un salto y salía de la habitación.
—En efecto —repuso él, reprimiendo cortésmente el «¿por qué?» que se reflejaba a las claras en su rostro. Me indicó una silla con un gesto y se sentó a su vez con una expresión bastante extraña en el rostro, como intentando pensar cómo decir algo complicado—. Estoy encantado de verte —dijo, despacio—. ¿Has venido...? No quiero parecer en modo alguno maleducado, Claire, debes perdonarme... pero... ¿has venido tal vez a traerme un mensaje de tu marido? —No pudo evitar la lucecita que se encendió en sus ojos, y casi lo sentí mientras negaba con la cabeza.
—Lo siento —repuse, y me sorprendió descubrir que lo sentía de veras—. He venido a pedirte un favor. No para mí... sino para mi nieto.
Me miró parpadeando.
—Tu nieto —repitió, sin comprender—. Pensé que tu hija... ¡Ah!, por supuesto, olvidaba que el hijo adoptivo de tu marido... ¿Está su familia aquí? ¿Se trata de uno de sus hijos?
—Sí, eso es.
Sin más rodeos, expliqué la situación, describiendo el estado de Henri-Christian y recordándole su generosidad al enviarme el vitriolo y el recipiente de cristal más de cuatro años antes.
—El señor Sholto... el boticario de la calle Walnut, ¿recuerdas? Me ha dicho que te ha vendido una gran botella de vitriolo hace algunos meses. Me preguntaba... ¿no la tendrás aún por casualidad? —No hice ningún esfuerzo por disimular el ansia de mi voz, y su expresión se suavizó.
—Sí, aún la tengo —contestó y, para mi sorpresa, sonrió como el sol al salir de detrás de una nube—. La compré para ti, Claire.
Hicimos un trato al instante. No sólo iba a darme el vitriolo, sino que también compraría cualquier otro artículo médico que pudiera necesitar si consentía en intervenir a su sobrino.
—El doctor Hunter le sacó una de las balas en Navidad, y esto hizo que mejorara un poco el estado de Henry. Pero la otra sigue incrustada, y...
—¿El doctor Hunter? —lo interrumpí—. ¿No te estarás refiriendo a Denzell Hunter?
—Sí, me refiero a él —respondió, sorprendido y frunciendo levemente el entrecejo—. ¿No irás a decirme que lo conoces?
—En efecto —contesté con una sonrisa—. Trabajamos juntos a menudo, tanto en Ticonderoga como en Saratoga con el ejército de Gates. Pero ¿qué está haciendo en Filadelfia?
—Él... —comenzó, pero unos pasos ligeros que bajaban la escalera lo interrumpieron.
Había sido vagamente consciente del sonido de unos pasos en el techo mientras hablábamos, pero no le había prestado atención. Ahora miré hacia la puerta y el corazón me dio un salto al ver a Rachel Hunter, de pie en el umbral, mirándome mientras su boca formaba una «O» perfecta de estupefacción.
En un abrir y cerrar de ojos estaba en mis brazos, abrazándome hasta romperme las costillas.
—¡Amiga Claire! —exclamó soltándome por fin—. No esperaba verte... es decir, estoy tan contenta... ¡Oh, Claire! Ian. ¿Ha vuelto contigo? —Su rostro estaba vivo de ansia y de miedo, de esperanza y de cautela, que se perseguían la una a la otra sobre sus facciones como nubes a la carrera.
—Sí —le aseguré—. Pero no está aquí.
Se demudó.
—Oh —repuso con un hilo de voz—. ¿Dónde...?
—Se ha ido a buscarte a ti —le dije con delicadeza, tomándole las manos.
La felicidad prendió en sus ojos como un fuego forestal.
—¡Oh! —exclamó en un tono completamente distinto—. ¡Oh!
Lord John tosió, atento.
—Tal vez no fuese mala idea que yo supiera exactamente dónde se encuentra tu sobrino, Claire —observó—. Compartirá los principios de tu marido, supongo. Ya. Bueno, si me disculpan, iré a decirle a Henry que has llegado. Me imagino que querrás examinarlo.
—Ah —repliqué, recordando de repente lo que teníamos entre manos—. Sí, claro. Si no te importa...
Él sonrió al mirar a Rachel, cuyo rostro se había puesto blanco al verme, pero que ahora parecía una manzana roja a causa de la emoción.
—En absoluto —replicó—. Sube cuando quieras, Claire. Te esperaré allí.
22 Frase de la canción tradicional escocesa Bonnie Dundee dedicada a John Graham, primer vizconde de Dundee, héroe del primer alzamiento jacobita. (N. de la t.)