La historia de la familia Borgia se desarrolla durante el despertar de la Humanidad, en el tránsito desde la larga y tenebrosa noche medieval hacia la luz del Renacimiento. En la historia de esta familia se pueden apreciar las diferencias entre la Edad Media y el Renacimiento, que son las diferencias entre los Borgia y sus predecesores, incluso dentro de la propia familia.
Hemos visto a Calixto III empeñado, como un papa medieval, en luchar contra el turco infiel invirtiendo su dinero y su energía en la cruzada. En el capítulo siguiente veremos a su sobrino, Alejandro VI, empeñado, como un papa renacentista, en consolidar y fortificar el patrimonio eclesiástico, los Estados Pontificios, invirtiendo su dinero y su energía en luchar contra usurpadores e invasores y, además, en proteger el arte.
El Renacimiento fue una época apasionante en la que el ser humano aprendió a ser persona después de la terrible cosificación a que se había visto sometido durante toda la Edad Media. El Renacimiento resucitó los valores del individuo, le mostró el camino de la libertad, del intelecto, del arte y de la cultura y le devolvió el amor a la vida tras la amenaza apocalíptica medieval.
En la Edad Media, el individuo vive esclavo de su juramento de fidelidad feudal y de su temor supersticioso y religioso. Todo está lleno de magia y todo está lleno de Dios. Dios es causa y razón de todo y no existe libertad de elección. Los beneficios dimanan de Dios y los males son castigos por los pecados humanos. El papa lo es por designio de Dios, pero también lo son el rey y el emperador, porque es Dios quien confiere la majestad por medio de la unción sagrada o bien por medio de la Dieta electora. Tan sagrado es el emperador como el papa, ambos son vicarios de Dios en la tierra, uno para los asuntos temporales, y el otro, para los espirituales. Por eso, solamente puede haber un emperador y un papa. Si hay dos, uno de ellos es falso, según el otro. Si hay dos papas, cada uno es antipapa para el otro. Durante los numerosos cismas que se han producido en el seno de la Iglesia, cada papa ha considerado antipapa a los demás. El vencedor ha quedado para la historia como papa. Los vencidos, como antipapas.
Todo esto, naturalmente, da lugar a luchas y querellas, porque cada uno quiere ser superior al otro y cada uno quiere dominar al otro, o cuando menos manejar los asuntos que le han sido confiados al otro. El emperador quiere intervenir en los negocios divinos, y el papa, en los humanos.
TEORÍA DE LAS DOS LUMINARIAS
Durante las largas reyertas que tuvieron lugar entre el papa y el emperador en su pugna por el poder para determinar la relación existente entre la autoridad espiritual y la seglar, la Iglesia empleó la teoría de las «dos luminarias», según la cual, los ideólogos pontificios compararon las dos luminarias principales, el Sol y la Luna, para calcular en cuántas veces superaba la dignidad papal a la imperial. Aplicando las teorías de Ptolomeo y los conceptos árabes en boga acerca de las dimensiones relativas entre ambos astros, se estableció que el papa era superior al emperador en 6.645 veces y 7/8.
La verdad es también cosa de Dios. Las disputas se someten al Juicio de Dios y es Dios quien da la victoria a quien defiende la verdad. Las mentiras se detectan con la ayuda de Dios y las guerras se ganan en nombre del mismo. La impregnación religiosa es tal que nada escapa al determinismo divino. La ciencia, la Filosofía, el conocimiento, todo está subordinado a la Teología y ningún descubrimiento puede suplantar a lo que Dios ha revelado en la Biblia.
La Edad Media vive con la muerte y para la muerte. La vida es un préstamo, un valle de lágrimas que culmina con la muerte y hay que ganarse el cielo so pena de condenarse al tormento eterno. Nadie quiere morir fuera de la gracia de Dios. Y las gentes se someten en cuerpo a sus señores y en alma a sus clérigos para salvarse, para formar parte del grupo de los elegidos cuando se escuche, cualquier día y a cualquier hora, la séptima trompeta anunciando el Juicio Final. La sociedad medieval vive, por tanto, en íntimo contacto con la muerte, incluso físicamente, porque los cementerios forman parte del paisaje urbano.
El letargo medieval se despereza con la guerra, que es la industria nobiliaria por excelencia y que ningún caballero entiende sin sangre y sin fuego. El noble ama la guerra porque en ella se realiza, emplea la fuerza que ha alcanzado practicando ejercicios físicos desde la niñez. La guerra rompe la monotonía de la vida cotidiana. El caballero anhela abandonar el hogar en el que se aburre, y entregarse a las armas. Para distraer a las damas están los juglares, los trovadores y los troveros. Para distraer a los caballeros están la caza y la guerra.
En la guerra, el beneficio es el botín. La mesnada pelea por dinero y el noble por tierras, por castillos, por honores. El caballero vuelve a casa con fama, honores, territorios y reliquias para la iglesia que protege y que le protege. La paz, sin embargo, es una desgracia, sobre todo para los caballeros sin fortuna que deben enfrentarse a los prestamistas, al trabajo rudo del campo, a la dura realidad cotidiana. Los que poseen bienes, al menos pueden sustituir la violencia de la guerra por la caza y encontrar en la paz el deleite de la esposa, de la música y de las fiestas, salpicado por la emoción de las justas y los juegos.

EN BUSCA DE LA VERDAD

Un buen día, la Humanidad despierta, y despierta a la llamada de los nuevos filósofos, de los nuevos intelectuales que anuncian tiempos de libertad y de verdad. El pensamiento empieza a independizarse de la Teología y los intelectuales buscan la verdad en la naturaleza y en las cosas, sin ocuparse de si es o no cuestión divina. Ya no sirve la palabra revelada y la gente deja de creer que lo que la Iglesia ha venido enseñando es la verdad absoluta. Empieza la loca búsqueda del manuscrito, del documento original en el que los antiguos plasmaron el saber.
El manuscrito sin traducir ni manipular por el clero. La búsqueda de la verdad ya no es la lectura de la Biblia, sino la caza y captura del manuscrito original, la observación de la naturaleza, que es donde se ven las cosas como son. Y si se trata de la Biblia también se requiere leer el original, que hasta entonces estaba reservado a los clérigos estudiosos mientras que los demás tenían que conformarse con la traducción latina de San Jerónimo. Lutero se ocuparía de señalar que si la Biblia estaba dictada por Dios, lo estaba en su versión original. Esta búsqueda del saber antiguo, esa necesidad de ver el original y esta observación de la naturaleza terminarán por poner en entredicho la concepción medieval del mundo y, sobre todo, mermarán definitivamente el poder de la Iglesia.
Todos aquellos esfuerzos por recuperar los escritos de los antiguos configuran el movimiento que se llamó Humanismo, la vertiente intelectual y literaria del Renacimiento. El Renacimiento tiene el objeto de restaurar la belleza y el poder de los clásicos, que es donde se esconde la verdad. La Iglesia empieza a perder la exclusiva de la interpretación de la voluntad divina, porque como toda institución autocrática ha empezado a perder autoridad.
Un ejemplo de la pérdida de autoridad de la Iglesia son las cruzadas. En la Edad Media, la convocatoria del papa a las cruzadas arrastraba a príncipes y reyes de toda Europa a luchar contra los infieles. Recordemos a Federico Barbarroja y a Ricardo Corazón de León. Sin embargo, a partir del siglo XV las llamadas de los pontífices a la lucha contra el turco no tienen eco alguno en la nobleza europea y tienen que enfrentarse por sí mismos a las batallas, arriesgando sus fuerzas, sus haberes y, como en el caso de Pío II, sus vidas.
Así, mientras la autoridad de la Iglesia se tambalea, el hombre se atreve a buscar autoridad en su propio intelecto. Empieza a dejar de creerse ciego e inútil sin la dirección eclesial y barrunta que él también es capaz de encontrar la verdad por sí mismo. Así surgen el individualismo, el estatismo y el naturalismo. La verdad y la autoridad radican en el individuo, en el Estado y en la naturaleza. El Renacimiento llega puntual para ensalzar al hombre frente a la generalización y la visión apocalíptica medieval y para presentarle las maravillas de la vida terrestre.
En la Edad Media, la Filosofía estaba supeditada a la Teología. En el Renacimiento ya no es la Teología la que eleva el alma a Dios, sino el conocimiento de la Filosofía y el ejercicio de las Siete Artes Liberales. Se ha dejado de creer en el poder divino y, con ello, el papa ya no es el Princeps Supra Regna Mundi, el príncipe que está por encima de todos los reinos del mundo; ahora el papa es un príncipe más, cuya seguridad depende del señor más fuerte.
La cultura de la Edad Media había venido diferenciando al que sabía, el clérigo, del que no sabía, el laico. El debate intelectual medieval giraba en torno a la Teología o a la Jurisprudencia, temas que dominaba el clero e ignoraban los legos. El Renacimiento dará al traste con esa diferencia, porque el Humanismo aporta cultura para todos y es en Italia donde primero se crean grupos de humanistas formados por laicos y por eclesiásticos, donde todos pueden debatir y todos pueden plantear temas tan peligrosos como poner en entredicho la verdad revelada y las enseñanzas de la Iglesia. Hemos visto un ejemplo en el libro de Lorenzo Valla, que se atrevió a echar por tierra un documento empleado por los papas durante más de cuatro siglos.
Pero en la liberalidad y en la tolerancia del clero tiene mucho que ver la influencia de los grandes señores. La Iglesia ha perdido poder frente al príncipe laico. Hasta ahora, era la religión la que predominaba sobre la política. Eran los papas quienes decidían sobre la suerte de los reyes. En el Renacimiento, la religión pierde peso y son los príncipes quienes deciden sobre la suerte del clero. Y el clero se pliega al señor que le avala, y como toda familia renacentista que se precie tiene bajo su protección al menos un poeta, un filósofo y un artista, el alto clero no quiere quedar atrás y abre las puertas de sus palacios y catedrales a los genios de la época. Todos quieren tener un artista y un humanista a su servicio y se llevan a los mejores arquitectos, poetas, pintores, escritores, escultores y maestros. Las grandes familias y los altos eclesiásticos se disputan a los filósofos bizantinos que llegan a Italia huyendo de los turcos. Todo príncipe tiene un orador y todos se deleitan escuchando largos discursos en latín.
Aun así, faltaba mucho tiempo para que los intelectuales se atrevieran con los conceptos que hasta entonces se habían considerado inamovibles. La sensación de omnipotencia medieval desapareció, pero no de un plumazo. El Humanismo independizó al pensamiento de la Teología, a la que estuvo subordinado durante todo el Medievo, pero a la hora de la verdad los humanistas no hicieron más que abrir el camino al pensamiento crítico que llegaría con la Ilustración.

UN CANTO A LA VIDA

Frente al canto a la muerte que acompañó a la Humanidad en la Edad Media, el Renacimiento trae un canto a la vida, a la alegría, a la felicidad, a la risa, a la fiesta y a la diversión. La vida ha dejado de ser un préstamo estrechamente vigilado del que cualquier día nos pueden pedir cuentas, para convertirse en un regodeo cotidiano. En el Renacimiento, se pasa de la total renuncia y del amor al prójimo medievales, que predicaran Francisco de Asís y Bernardo de Claraval, al hombre universal multitalentoso que sabe de todo, entiende de todo y hace de todo. Los mejores ejemplos de uomo universalis son Leonardo y Miguel Ángel. Las mujeres medievales eran iletradas con excepción de las religiosas y de alguna dama noble como Leonor de Aquitania. Tejían y bordaban aguardando al esposo siempre ausente y se dejaban adorar por los trovadores, eternos enamorados de la dama imposible, imposible porque él era un ser vidor y ella una señora. En el Renacimiento las mujeres estudian, aprenden y se refinan para brillar en los salones, no sólo por su belleza sino por su ingenio. Ariosto no solamente alabó la belleza de Lucrecia Borgia, sino su virtud, su sabiduría y su talento. María Estuardo deslumbró a la corte francesa por su manejo de la oratoria en perfecto latín.
Los poetas y los filósofos defienden el deleite sensual como el bien supremo y declaran que la virginidad es un vicio cristiano que constituye un crimen contra la naturaleza. Con el regreso de la cultura clásica el mejor modelo de vida es el que presentan los dioses paganos, con sus amoríos, sus celos y sus envidias tan humanas y tan reales. Se exacerba el deseo de gozar, se glorifica el placer, y la felicidad, que en la Edad Media se cifró en alcanzar la bienaventuranza, se cifra ahora en satisfacer las pasiones con la mayor tranquilidad y con el mayor cinismo.
En ningún otro sitio como en Italia se aprecia la mundanización del alto clero. La Iglesia, que se supo adaptar al imperio romano en tiempos de Constantino, se adaptó al feudalismo en la Edad Media y se adapta ahora al Renacimiento. Los papas dejan de ser señores feudales para convertirse en príncipes protectores del arte y de la literatura que fomentan la música, la poesía, la pintura, incluso que hacen la vista gorda ante los más atrevidos, como hemos visto. El clero en general, desde el más elevado príncipe, el papa, al más humilde párroco, divide su tiempo para dedicar una buena parte al servicio de Dios o a los negocios eclesiásticos y otra, no menor, a los placeres mundanos, porque la mundanización de la Iglesia trabaja en contra de su moralización, que, por cierto, estaba ya deshecha desde siglos atrás a base de cismas, luchas intestinas y podredumbre.
Tullia Aragona fue una de las más famosas cortesanas de la época, una de aquellas mujeres saturadas de belleza y de intelectualidad, similares a las hetairas griegas. Era hija de un cardenal, bastardo del rey Ferrante I de Nápoles.
EL CELIBATO EN LA IGLESIA
El celibato se basa en la doctrina de San Pablo que advierte que los casados se preocupan por sus esposas y sus hijos, mientras que los sacerdotes célibes se ocupan exclusivamente de los asuntos de Dios.
El celibato se declaró obligatorio en el concilio de Elvira (Granada), en 306, para los presbíteros, diáconos y clérigos.
El concilio de Arlés de 313 «recomendó» a los sacerdotes y levitas no cohabitar con sus esposas, «porque están ocupados en un ministerio cotidiano». Después de «recomendar» esta norma de conducta, el concilio de Arlés señaló que quien actuara contra esta constitución sería depuesto del honor clerical.
El concilio I de Nicea, en 325, rechazó el celibato. Esta contradicción es lógica. Elvira se celebró en Occidente y Nicea en Oriente, y en Oriente el celibato solamente es obligatorio para los obispos. Oriente está más cerca que Occidente del judaísmo, que considera una aberración el que un hombre muera sin descendencia. La Biblia ordena a los sacerdotes «tomar mujer virgen de su tribu».
En 386, el papa Siricio publicó un decreto prohibiendo a los diáconos mantener relaciones sexuales con sus esposas.
En 567, el concilio de Tours prohibió la homosexualidad y ordenó a los obispos que se abstuvieran de mantener relaciones sexuales.
En 633, el concilio IV de Toledo señaló la profesión de castidad de los clérigos como un acto obligatorio previo a la obtención de la parroquia.
Pero la prohibición del matrimonio de los clérigos no tuvo éxito hasta 1074, cuando Gregorio VII, a pesar de las numerosas y fuertes protestas y luchas incluso sangrientas que generó la obligación del celibato, consiguió que los fieles se negasen a asistir a las misas celebradas por sacerdotes casados. Unos años antes, el emperador Enrique II había reformado la Iglesia promulgando una ley que prohibía el matrimonio de los sacerdotes. Para hacerse obedecer, tuvo que incluir una disposición según la cual los hijos de los sacerdotes no nacerían libres.
A pesar de las reformas de Enrique II y Gregorio VII, las revueltas se sucedieron en el seno de la Iglesia, porque muchos obispos consideraron, con una enorme carga de lógica y razón, que el celibato era «insoportable e irracional», pero el Papa solucionó el conflicto de un plumazo, excomulgando a los desobedientes. Las subsiguientes rebeliones llegaron hasta más allá del siglo XIII, y a pesar de la victoria oficial de la Iglesia continúan en nuestros días.
Fue solamente en el siglo XIII cuando el celibato eclesial se convirtió en norma, imponiéndose esta disciplina con la confirmación expresa en el concilio de Trento, ya en el siglo XVI.
Los papas se rodean de bellas mujeres, de hermosos efebos, de intelectuales, de artistas, de pinturas y esculturas de desnudos. Exhiben en público sin avergonzarse el fruto de sus devaneos amorosos y nadie se escandaliza. En una tierra de moral tan estricta como la de los Reyes Católicos, el pueblo llama «los bellos pecados del cardenal» a los hijos naturales del cardenal Mendoza. En Italia, la mundanización es más visible que en ningún otro sitio y los papas y cardenales buscan posiciones beneficiosas para sus hijos y para los familiares de sus amantes con toda la naturalidad del mundo. La hipocresía y el puritanismo vendrían siglos después a criticar y a escandalizarse de conductas que en aquel tiempo no escandalizaban a nadie. En el siglo XIX, por ejemplo, ninguna dama se hubiera siquiera acercado a una cortesana. Las pecadoras, simplemente, no existían para las mujeres decentes. Sin embargo, en el Renacimiento, la irreprochable y remilgada Victoria Colonna fue capaz de dar su amistad a la más famosa hetaira de la época, Tullia Aragona, hija, por cierto, de una aventurera de Ferrara y de un cardenal, hijo bastardo del rey Ferrante de Nápoles.
En épocas anteriores hubo muchos papas casados que aportaron hijos legítimos, no bastardos, al papado. La doctrina del celibato no era tan antigua, pues estuvo rodando durante siglos de concilio en concilio hasta que se hizo firme con la Reforma Gregoriana del siglo XI. También hubo un clero desvergonzado que tuvo amantes y concubinas y numerosos hijos ilegítimos, pero siempre con la desaprobación social. En el Renacimiento, la moral puritana se aparta de la religión y los clérigos viven en concubinato público, incluso practicando en ocasiones la homosexualidad sin que la sociedad se escandalice o los repruebe. Todo el mundo vive la sexualidad sin complejos ni cortapisas. El alto clero y las familias nobles marcan las pautas porque el Renacimiento ha redescubierto el cuerpo humano y ha terminado con la negación medieval de la carne.
El papa Pío II, por ejemplo, fue recibido en Ferrara por siete príncipes reinantes, ninguno de los cuales era hijo legítimo, mientras que la Edad Media anulaba los derechos dinásticos de los bastardos. En el Renacimiento, rara es la familia ilustre que no cuenta con un exponente de la libertad sexual de la época. Uno de los Baglione vive maritalmente con su hermana a las claras del día e incluso recibe a los nobles en la cama. Uno de los Este hace decapitar a su mujer por haber cometido adulterio e incesto con uno de sus hijos y con varios sobrinos. Pietro Mocenigo, dux de Venecia, padece una enfermedad venérea contagiada por las cautivas turcas de 14 años con las que goza. Segismundo Malatesta es conocido como típico señor renacentista multitalentoso, poeta, orfebre, constructor de iglesias y protector del arte. Sin embargo, viola a las mujeres que desea y mata a las que se resisten. Se dice que su hijo Roberto tuvo que huir de Rímini porque su padre pretendía tener con él relaciones sexuales. Otro personaje típico del Renacimiento, quizá el más conocido, fue Lorenzo de Médicis, Lorenzo el Magnífico, al que veremos próximamente tratando con benevolencia a un revoltoso como Savonarola. Lorenzo de Médicis, señor de Florencia, escribe con la misma pasión un poema en honor de la Virgen que una canción licenciosa para los Carnavales y es capaz de disertar durante horas en su cátedra de la Academia Platónica de Florencia (todo un canto a los clásicos) sobre moralidad y buenas costumbres y mantener, al mismo tiempo, relaciones amorosas con solteras y casadas.
Las historias pornográficas circulan por todas partes, las esclavas orientales están de moda y han empezado a volver las hetairas, aquellas cortesanas griegas cultas y refinadas a las que el mundo entero admiró. El amor a la vida, al lujo, a la belleza, al arte, a la diversión, se dispara y, siguiendo la ley del péndulo, se desplaza al otro extremo. Y esto se aprecia igualmente en la vida de los señores laicos como en la de los señores eclesiásticos. Tendrá que pasar un tiempo para que el péndulo se estabilice y las cosas vuelvan a su sitio.

UNA HISTORIA TÍPICA MEDIEVAL EN PLENO RENACIMIENTO ITALIANO

El Renacimiento se inició en Italia antes que en el resto de Europa, y sus adelantados fueron precisamente aquellos humanistas de los siglos XIII y XIV llamados Dante, Petrarca y Bocaccio, porque antes de que el mundo occidental avanzase a la Edad Moderna, Italia ya estaba viviendo su Trecento y su Quattrocento.
Pero también persistió el pensamiento medieval en medio del progreso renacentista en personajes inmovilistas y retrógrados empeñados en mantener a toda costa la oscuridad y la amenaza escatológica sobre las cabezas de los que se sumaron rápidamente a la corriente progresista.
Uno de los personajes más negativos de la época y más controvertidos al mismo tiempo fue fray Jerónimo Savonarola, típico ejemplo de aquellos «locos de Dios» medievales que vivían un continuo delirio místico plagado de visiones, éxtasis e histeria contagiosa.
Savonarola fue un dominico visionario que predicaba el Apocalipsis inmediato, como tantos otros lo han predicado y lo siguen predicando aún en nuestros días. Pero Savonarola no se limitó a predicar el fin del mundo y a conminar a los hombres a arrepentirse y a prepararse para la inminente reunión de vivos y muertos en el valle de Josafat, sino que también se atrevió con la política, hasta el punto de originar verdaderas campañas callejeras. Su exaltación morbosa terminó por devorarlo a él mismo, porque Savonarola, un santo y un mártir para unos y un loco peligroso para otros, terminó en la hoguera.
En 1490, Lorenzo de Médicis, que sería llamado posteriormente el Magnífico, invitó al dominico a venir a predicar a Florencia, dicen que porque sentía una irrefrenable simpatía hacia él.
Hay que tener en cuenta que en aquellos tiempos en los que todavía se creía en brujas, en demonios y en la influencia de los astros, la exaltación verbal y anímica de Savonarola eran muy llamativas y muy atractivas. Eran tiempos en que las órdenes de flagelantes recorrían todavía las calles de Perugia, arrancándose la piel a vergajazos y gritando «¡Señor! ¡Ten misericordia de mí!». Eran tiempos en que los médicos recomendaban conjuros y devociones contra el mal de ojo. Eran tiempos en que los científicos achacaban muchas enfermedades a los demonios, hasta el punto de que un médico considerado racionalista como Johannes Weyer reconoció en un libro la existencia de exactamente 7.409.127 demonios. Eran tiempos en los que la locura manifiesta, la que difería de los delirios místicos, se trataba a base de purgas y latigazos. Eran tiempos en que el libro más popular se tituló El martillo de las brujas (Malleus Maleficarum) y se llegaron a vender diecinueve ediciones en una época en la que pocos sabían leer.
Eran, por tanto, tiempos en los que cualquiera podía tomar los delirios exaltados de un visionario por una inteligencia preclara y un enorme arrojo para decir a los cuatro vientos verdades como puños. Y tal parece que fue lo que entendió Lorenzo el Magnífico de los discursos de Savonarola, porque le invitó a predicar en Florencia y le hizo prior del convento de San Marcos sin tener la menor idea de lo que se le venía encima a su familia y a su ciudad.
Savonarola, aparte de predicar la proximidad del fin del mundo, se dedicó también a execrar los excesos de la época, pero para el dominico los excesos pecaminosos y vergonzosos se llamaban igualmente lujuria y desenfreno que arte y progreso. Para él, el arte y la lascivia eran un mismo pecado digno de anatema.
No solamente simpatía, sino fascinación debió de sentir Lorenzo de Médicis hacia Savonarola, porque llegó un día en que sus discursos se dirigieron abiertamente hacia la clase política en el poder, es decir, hacia los Médicis, y no hizo nada por callarle o al menos por apartarle de Florencia. Todo lo contrario, mientras el dominico abominaba de los tiranos opresores pervertidos de la familia Médicis, Lorenzo le enviaba regalos al convento, que el otro recibía incluso con disgusto. Si era dinero, lo entregaba rápidamente a los pobres y redoblaba con mayor brío sus diatribas hacia los ladrones de la libertad del pueblo.
Seguramente tenía razón, porque Lorenzo de Médicis fue, ante todo, un tirano, como eran todos los príncipes y gobernantes de la época, pero como las cosas siempre se ven mejor desde fuera, pronto le llegó al dominico el momento de probar sus dotes de gobernante.
Ya hemos dicho que Savonarola confundía el arte y el progreso con el desenfreno y lo mismo predicaba contra la opresión que los Médicis ejercían, sobre todo contra las capas más bajas de la sociedad toscana, como maldecía la cultura que estaban creando en Florencia con la corte de poetas, pintores, escultores, arquitectos y artistas de todo género de que se rodeaban. Para el terrible dominico, los representantes de aquella nueva cultura eran todos cerdos lujuriosos, histriones y paganos purpurados. Arremetía sin freno contra el clero elegante y mundano y repetía una especie de letanía que representaba su opinión de la Iglesia: «¿Quieres perder a tu hijo? ¡Hazle sacerdote!».
Parece que llegó a tal extremo que la Señoría, el gobierno de la ciudad, envió mensajeros al convento de San Marcos rogándole que moderase su discurso, pues de lo contrario se verían obligados a expulsarle, ya que una de las obligaciones del príncipe era mantener el orden público y el fuego que crepitaba en las invectivas de Savonarola lo ponían en peligro. El dominico no solamente se negó a obedecer, sino que profetizó que, aunque el extranjero era él, él sería quien se quedase en la ciudad, mientras que había de ser Lorenzo de Médicis quien se marchase. Y así fue.
1492 fue un año en el que sucedieron demasiadas cosas, pero en lo que a nuestra historia actual atañe, dos fueron las importantes: la muerte de Lorenzo el Magnífico y, con ello, la elevación al poder de su hijo Pedro de Médicis; y la muerte del papa Inocencio VIII y, con ello, la elevación a la silla papal de Rodrigo de Borja, que tomó la tiara con el nombre de Alejandro VI. El segundo y más famoso papa Borgia.
A los pocos meses del ascenso de Pedro de Médicis al poder, los florentinos ya habían comprobado que su nuevo príncipe no era ni una sombra de lo que fue su padre. Era débil, inseguro y solamente parecían interesarle el deporte y la presunción, porque, según algunos cronistas había heredado de su madre, Clara Orsini, la altanería y la estupidez. Dos excelentes virtudes para gobernar, como demostró a la primera ocasión.
Como Italia seguía siendo un hervidero de ambiciones, traiciones, envidias y guerras, Ludovico el Moro, duque de Milán, enfrentado con los aragoneses de Nápoles por una querella de derechos dinásticos, hizo intervenir al rey Carlos VIII de Francia abriéndole las puertas de Milán e incitándole a reclamar el reino napolitano, aquel que la reina Juana II había dejado en herencia a los de Anjou, de los que el rey francés era descendiente.
Carlos VIII, que no necesitaba que nadie le incitase, se dispuso inmediatamente a invadir no solamente el reino de Nápoles, sino toda Italia. Cuando llegó a las puertas de Toscana, Pedro de Médicis le ofreció varios castillos y las ciudades de Pisa y Liorna, creyendo que, con tales facilidades, el francés le conservaría su puesto al frente de la Señoría. Pero los florentinos, impulsados por Savonarola, se indignaron de tal manera que aquello le costó el exilio.
En 1494, logrado su objetivo de expulsar a los Médicis de Florencia, Savonarola promovió una reforma político-religiosa con cambios constitucionales que convirtieron la Toscana en un estado teocrático, lo que culminó con el establecimiento de un gobierno republicano con un partido en el poder, el suyo, los llamados piagnoni o plañideros.
Cuando supo que los ejércitos franceses se acercaban a pasos agigantados, el dominico se lanzó a predicar los beneficios que traería aquel «nuevo Ciro reformador de la Iglesia y enviado de Dios», con lo que se convirtió en el artífice de la entrega de la ciudad a Carlos VIII porque los florentinos, inflamados por el discurso de Savonarola después de echar a los Médicis, pidieron al francés que salvase a Italia de las garras del depravado papa Borgia, deponiéndole, y para ello le abrieron de par en par las puertas de Florencia.
Recordemos que habían expulsado a los Médicis por hacer más o menos lo mismo, pero así era el pueblo, en esta ocasión se permitía la invasión por una causa sagrada.
Pedro de Médicis. Pedro, hijo y sucesor de Lorenzo de Médicis recibió, con motivo, el apodo de "el Desdichado". Tras ser expulsado de Florencia por su propio pueblo, por haber cedido ante el avance del rey Carlos VIII, murió ahogado en el puerto de Gaeta, durante las guerras que mantuvieron Francia y España por la posesión de Nápoles.
Después de coadyuvar a desestabilizar Italia y dejarla invadida de extranjeros, que tardarían cuatro siglos en marcharse, Savonarola aún seguía reformando la constitución de Florencia hasta que el papa Alejandro VI le ordenó dejar de predicar. Pero la ideación furibunda destructiva de Savonarola no se iba a corregir con una reprimenda o una orden pontificia. Años después de la prohibición, le encontramos en un orgiástico auto de fe, quemando pinturas de la época y libros de Petrarca y de Bocaccio en una plaza florentina. Para él y para otros como él, el Renacimiento no había llegado. El mundo seguía en el Medievo y al Medievo hizo retroceder a Florencia, porque liberados de los tiranos Médicis los florentinos se vieron atrapados por la furia destructora de los dominicos que establecieron un régimen policial de intolerancia brutal contra toda manifestación artística o progresista. A cambio de ello, las clases bajas recibieron toda la ayuda que los Médicis les habían negado, mientras que las clases altas se vieron castigadas con fuertes impuestos.
Finalmente, llegó a Florencia la bula de excomunión del dominico redactada por el papa Alejandro VI, pero a principios del año siguiente Savonarola, con el permiso de la Señoría de Florencia, volvió a subir al púlpito para excomulgar al papa. Para él, la excomunión llegaba de Roma viciada por acusaciones falsas.
Pero Alejandro VI no era Lorenzo de Médicis, e hizo saber inmediatamente a la Señoría de Florencia que debían internar al peligroso dominico en un convento, porque él no pensaba tolerar sus desmanes.
Unos días después, Savonarola se dirigía a los reyes de España, de Francia, de Inglaterra, de Hungría y al emperador de Alemania para que convocasen un concilio en el que depusieran al papa Alejandro VI.
La respuesta del papa fue contundente. Hizo llamar al embajador de Florencia y le hizo saber que si no le entregaban al fraile excomulgado, «un miembro podrido que debía de mantenerse en un lugar oculto», la excomunión caería sobre toda la ciudad de Florencia.
Entre la temible amenaza que podía aislar económica y socialmente a la ciudad y el hecho de que los florentinos debían de estar más que hartos de puritanismo y tiranía espiritual, lo cierto fue que terminaron por desprenderse de la «santa embriaguez» que el discurso del Loco de Dios les producía y se dispusieron a terminar con aquella situación. El fraile, que vivía obsesionado por el pecado y la condenación eterna, observaba que cuanto más predicaba contra el lujo y los vicios mundanos de la Iglesia mayores eran éstos y más se consolidaban, y para contrarrestar tales pecados se aplicaba largos ayunos, terribles mortificaciones y rezos agotadores en los que trataba de implicar a la sociedad florentina en pleno, provocando en quienes escuchaban sus prédicas una mezcla de éxtasis y terror que los tenía sumidos en una angustia extenuante.
La idea peregrina de este reto fue de un fraile franciscano, orden que siempre estuvo en oposición con los dominicos, cuyo nombre era Francisco de Apulia.
Pero entonces se puso en funcionamiento la rivalidad entre ambas órdenes, que se perdieron en una interminable discusión acerca de si los contendientes en el juicio debían lanzarse a las llamas con medallas y escapularios o incluso llevando consigo el Santísimo Sacramento.
LA EXCOMUNIÓN
Hoy podemos sonreír ante la amenaza de la excomunión, pero en aquella época la pena de excomunión no solamente tenía efectos religiosos, sino sociales y políticos. El excomulgado quedaba privado del acceso a los sacramentos, no podía entrar en una iglesia ni ser enterrado en tierra sagrada. Lo más grave era que, además, ningún cristiano podía relacionarse con él so pena de incurrir en la misma sentencia. Y el hecho de aislarle socialmente suponía la ruina para él y para los suyos, porque ya no podía comunicarse ni comprar ni vender ni hacer trato alguno con otras personas. Solamente le quedaba relacionarse con infieles o con otros excomulgados.
En el caso de los príncipes la pena era todavía más dura, porque la excomunión del señor liberaba automáticamente a sus vasallos o súbditos del juramento de fidelidad y ya podían rebelarse abiertamente contra él, deponerle y colocar a otro en su lugar. Es decir, la excomunión podía traer como consecuencia la pérdida de la corona. En la Edad Media los papas, aprovechando el talante levantisco de los nobles, utilizaron tal arma mística contra reyes y emperadores de la envergadura de Enrique IV de Alemania o Federico Barbarroja, para someterles y obligarles a entrar en razón.
A todo esto, las gentes se arremolinaban en la plaza, pendientes de la discusión de los frailes, y los partidarios de Savonarola estaban convencidos de que su santo haría un milagro y vencería en el juicio porque, sin duda, Dios estaba de su parte. Pero parece que no fue así, porque lo que se desencadenó fue una fuerte tormenta y una intensa lluvia que acabó con el debate y con el espectáculo y obligó a todos a marcharse a sus casas, profundamente decepcionados.
Por la noche se inició la batalla nocturna, al amparo de la oscuridad. Los revoltosos prendieron fuego al convento de San Marcos, donde se había refugiado uno de los altos cargos de la ciudad, Francisco Valori. Este Francisco Valori era portador del estandarte y prior de Florencia y, unos años atrás había mandado ejecutar a un tal del Nero, de la facción contraria, acusado de conspiración, pero al parecer sin suficientes pruebas.
La revuelta que se organizó a propósito de Savonarola sirvió a la familia y a la facción de del Nero para vengarse de Valori, porque saquearon su casa y mataron a su mujer mientras él huía del convento en llamas por los tejados de Florencia. Cuando consiguieron atraparlo no hubo juicio ni encarcelamiento, porque lo mataron a golpes allí mismo.
Lo que empezó con un enfrentamiento entre dos órdenes religiosas rivales se convirtió en una batalla campal entre dos partidos políticos que costó muertos y heridos a centenares. Finalmente, la Señoría decidió publicar un decreto de exilio para todos los que protegiesen a Savonarola. Tras una noche completa en lucha, el dominico se entregó. Y como el pueblo es voluble y hoy odia lo que ayer adoró, Savonarola recorrió el camino desde el convento de San Marcos hasta el Palazzo Vecchio entre insultos, gritos y escupitajos. Sólo dos de sus discípulos le siguieron a la prisión, al interrogatorio y a la tortura, porque los demás se apresuraron a escribir al papa renegando de su prior.
Pero la Señoría se negó a entregar a Savonarola al papa, sino que allí mismo, en Florencia, se le procesó como «hijo de la iniquidad» y se le declaró culpable de herejía y de cisma. La sentencia fue civil, no religiosa, porque al fin y al cabo el mayor pecado de Savonarola fue atentar contra su propio país, dejándose llevar por su exacerbado celo puritano, fruto, sin duda, de su delirio místico religioso. No murió por causa de la Iglesia, que por mucho menos había hecho quemar vivo a Juan Hus un siglo antes y estuvo a punto de hacer matar a Lutero medio siglo después, sino que murió víctima de la venganza del pueblo defraudado en sus esperanzas de tener entre ellos un profeta y un santo.

El suplicio de Savonarola. Savonarola fue un predicador visionario que convirtió Florencia en un estado teocrático y cuyo furor exacerbado contra todo lo que representaba el progreso y el arte puso en peligro la independencia de Italia al llamar a príncipes extranjeros contra los Médicis y contra el papa Borgia. Murió en la hoguera como representó un pintor anónimo de la época.
En abril de 1498 murió Carlos VIII, el que, según Savonarola, iba a liberar a Italia y no hizo más que invadirla. En mayo de ese año, el predicador ardió en la hoguera y sus cenizas, como era costumbre, fueron arrojadas al Arno para impedir que alguno de sus seguidores las tomara como reliquia.

ITALIA, LA ADELANTADA DEL RENACIMIENTO

La historia de Italia es la historia de las luchas, alianzas, rupturas, agrupaciones, desagrupaciones, vindicaciones e invasiones de un mosaico de estados y ciudades, cuyos gobernantes vivían obsesionados con dos objetivos: el primero era pelear contra los vecinos. El segundo, reclamar la intervención de terceros para dirimir sus disputas con la esperanza de que se las solucionasen. El problema es que los terceros eran muchas veces países extranjeros que aprovechaban para quedarse en algún territorio italiano y luego resultaba muy difícil echarlos. Lo hemos visto en el caso de Carlos VIII de Francia.
LOS ESTADOS ITALIANOS
En aquella época, Italia estaba formada por veinte Estados soberanos que habían conseguido independizarse del Sacro Imperio Romano Germánico. Unos eran repúblicas como Florencia, Siena, Génova o Venecia; otros eran ducados como Monteferrato, Saluzzo o Massa; algunos eran muy reducidos como Trento, Asti o Guastalla. De los veinte, solamente había cinco Estados importantes en cuanto a extensión y forma política, el reino de Nápoles, el ducado de Milán, las repúblicas de Florencia y Venecia y los Estados Pontificios.
Italia había pertenecido, como sabemos, al Imperio romano. Después fue conquistada en gran parte por los ostrogodos, y más tarde por los longobardos. Pipino el Breve la conquistó para los francos y los descendientes de Carlomagno heredaron el título de reyes de Italia junto con el del Imperio. El emperador alemán tuvo siempre derechos sobre ella hasta que, ya en el siglo XIV, Carlos IV de Luxemburgo renunció definitivamente a la corona de Italia. También el imperio bizantino dominaba los territorios que se denominaron la «Italia bizantina». Ya hemos visto que a partir del siglo XV los españoles ocupaban un buen pedazo, el reino de Nápoles y las Dos Sicilias. Más tarde serían los austriacos los que dominaran amplios territorios que no abandonaron hasta el siglo XIX, y no precisamente de buen grado.
Unas veces ocupados por unos y otras veces dominados por otros, lo cierto es que los italianos siempre andaban en lucha contra alguien, y cuando no había extranjeros contra los que pelear guerreaban entre ellos. Parecer ser que nadie había considerado que Italia pudiera ser un país unificado bajo un gobierno italiano hasta que se le ocurrió a Maquiavelo, en el siglo XV, pero sin poder llevarlo a la práctica. Eso sería cosa de José Mazzini, ya en el siglo XIX.
LA SEÑORÍA
La Señoría se originó debido a las continuas luchas entre facciones y partidos, que dieron lugar al surgimiento de hombres fuertes capaces de conquistar el poder y de mantener el orden en las ciudades. Una vez obtenido, lo conservaron para ellos y para sus descendientes. Estos hombres fuertes eran a veces aventureros que conseguían el poder por medio de las armas; otras veces era el jefe de una facción quien, desde el exilio, conseguía expulsar a los enemigos y hacerse con el gobierno; otras veces podía tratarse de un comerciante rico y astuto que sabía mover los hilos de los clientes para llegar a la cima haciendo creer que no se preocupaba por la política, como fue el caso de los Médicis. La Señoría no suponía un título noble ni un principado, sino simplemente era el título del señor de la ciudad. Estos señores eran crueles con los enemigos y pródigos con la Iglesia y con el arte. Eran capaces de proteger e impulsar las bellezas artísticas más sublimes, y al mismo tiempo no les temblaba el gesto al ordenar la muerte de un enemigo u oponente.
Mientras, Italia fue ese mosaico de estados y ciudades gobernados por príncipes o con gobiernos republicanos como Génova, Venecia, y durante un tiempo, Florencia. Estos estados se formaron a partir de ducados creados en la Edad Media, porque el feudalismo fue reemplazado en el siglo XIV por un movimiento comunal y dio lugar a un nuevo estilo de gobierno, llamado la Señoría. La Señoría era establecida por un señor que se hacía con el poder, pero ese poder solamente era legal cuando tenía la aceptación del municipio, representado por la Asamblea de los ciudadanos. El municipio no era sólo una ciudad, sino amplios territorios que la circundaban e incluso otras ciudades, porque los municipios más grandes absorbieron a los más pequeños y se formaron núcleos de estados que más adelante formarían mancomunidades, como la Liga Lombarda, que aglutinaba varios estados del norte de Italia que hacían frente común para el comercio, la política o la guerra.
Después de una terrible crisis económica que acompañada de una epidemia de peste que Bocaccio narra en su Decamerón dio lugar a una gran depresión a mediados del siglo XIV, ya en el siglo XV se produjo un fuerte crecimiento económico, un gran incremento de la productividad y una sofisticación financiera, todo ello envuelto en la creciente luminosidad renacentista.
En 1492, un año en el que ya dijimos que sucedieron demasiadas cosas, Italia contaba con el ducado de Milán, que fue en su día de los Visconti pero que entonces pertenecía a los Sforza, una familia que, como casi todas, había empezado siendo de soldados, después de condottieri y finalmente de nobles.
Contaba también con dos repúblicas marítimas, importantes centros de comercio en el Mediterráneo, Venecia y Génova, así como con otros dos ducados, Módena y Saboya. En la parte central de la península, en la Toscana, florecía el centro bancario más importante del momento, la banca Médicis, especializada en operaciones de cambio. También en el centro los Estados Pontificios se extendían desde el Adriático hasta el Tirreno, desde Mantua hasta Gaeta, y estaban gobernados por barones feudatarios del papa, vicarios de la Iglesia, señores poco fiables y dados a traicionar a la primera ocasión a su soberano.
Además, no eran pocos los intrusos que se aventuraban a internarse en tierras papales, y con la connivencia de los barones o sin ella, a arrancar pedazos al Patrimonio de San Pedro, por lo que los papas habían de estar tan permanentemente alerta como lo estaban los demás, pues al fin y al cabo ya dijimos que el papa era un príncipe más de los muchos príncipes y gobernantes que regían los estados italianos.
En el sur, el reino de Nápoles y el de las Dos Sicilias, formado por Sicilia y Cerdeña, pertenecía a la Corona de Aragón desde 1442, pero ya hemos visto que el trono napolitano tenía más de un pretendiente. En Milán, Ludovico Sforza, conocido como Ludovico el Moro por el color oscuro de su piel, había usurpado el poder que correspondía a su sobrino Juan Galeazzo y hacía todo lo posible por ofrecerle diversiones y excesos, deseoso de causarle la muerte, aunque sin conseguirlo. Pero además de la pugna entre tío y sobrino, Milán era enemiga declarada de Nápoles porque el sobrino despojado de Ludovico el Moro se había casado con Isabel de Aragón, nieta del rey de Nápoles, y éste reclamaba constantemente la corona napolitana para sus nietos. Había también ciudades gobernadas por déspotas que cedían el mando a una comuna local, como los Malatesta en Rímini, los de Este en Ferrara, los Gonzaga en Mantua o los Montefeltro en Urbino.
Desde el siglo XI, debido a las continuas y sangrientas guerras que tenían lugar entre el papa y el emperador, Italia había estado dividida en dos grandes bandos, los güelfos, representados por la familia Welfen, partidarios del papa, y los gibelinos, representados por la familia Hohenstaufen, partidarios del emperador. Estas guerras ensangrentaron principalmente Florencia. Dante trató el tema en su Divina Comedia. Y ese era precisamente el principal elemento de discordia entre las dos familias más poderosas de Roma en el momento que estamos describiendo. Los Colonna eran güelfos y, los Orsini, gibelinos.
En el siglo XV habían prácticamente desaparecido aquellas terribles contiendas en las que la cabeza espiritual y la cabeza temporal se disputaban el dominio del mundo, pero todavía se removían de vez en cuando los intereses y los papas empuñaban las armas contra el emperador o contra el rey, unas veces para defenderse y otras para atacar. Julio II, por ejemplo, fue más famoso por sus campañas guerreras contra el rey de Francia que por su papado, a pesar de que le debemos gran parte de la maravilla que es hoy el Vaticano. Y si se le recuerda por esto, también prevalece el recuerdo de sus muchas peleas con Miguel Ángel.
Hemos dicho que Italia se adelantó a los demás países europeos en cuanto a salir de la oscuridad medieval para instalarse en la luz renacentista, pero a diferencia de los otros países, mientras que España, Francia, Inglaterra y Austria habían conseguido la unidad nacional en el siglo XV, Italia seguía dividida, como hemos visto. Además, el hecho de que estuviera dividida la hacía más vulnerable a las ambiciones de los demás, teniendo en cuenta que era la más rica debido a su posición mediterránea, que le permitía comerciar tanto con Oriente como con Occidente.
Italia era, en suma, el mejor botín de guerra que los demás países podían apetecer.
En el siglo XV, Italia era un mosaico de estados y ciudades independientes gobernados por señores que luchaban continuamente entre sí, unos contra otros y todos contra todos, aliándose temporalmente contra un enemigo común para romper después la alianza y disputarse un nuevo objetivo.
Los Estados Pontificios se iniciaron con Pipino el Breve en el siglo VIII y se mantuvieron como propiedad temporal del papado hasta la unificación de Italia en el siglo XIX. Hoy se limitan al Estado y Ciudad del Vaticano.

LOS ESTADOS PONTIFICIOS

En el siglo VIII, Pipino el Breve cedió al papado amplios territorios que habían pertenecido a Bizancio, a quien se los habían arrebatado los longobardos, pero el rey franco había recuperado no para Bizancio, sino para el papa, a cambio de la unción sacramental, que en la Edad Media tenía la virtud de convertir a un usurpador en un príncipe. Pipino había usurpado la corona al último rey merovingio, y por tanto vivía con la constante amenaza de que algún heredero u otro usurpador reclamase el trono. Necesitaba, pues, la unción sacramental que le convertiría en rey por la gracia de Dios y que perpetuaría en el poder a su dinastía, la de los carolingios. Una vez obtenida, su hijo Carlomagno tuvo la misión divina de reconstruir el imperio romano con un nuevo nombre, Sacro Imperio Romano, al que los primeros emperadores alemanes, los Otones, añadieron el calificativo de Germánico.
Así se dibujó en la península italiana un territorio propiedad de la Iglesia que se denominó Patrimonio de San Pedro, porque en aquellos tiempos los reyes no cedían tierras ni tesoros al papa, sino a San Pedro. El mismo Pipino depositó en el sepulcro del santo las llaves de las ciudades conquistadas a los longobardos.
El Patrimonium Petri creció durante los siglos posteriores porque los papas se ocuparon de ampliar su dominio, unas veces con guerras y otras con donaciones recibidas de algún príncipe a cambio de algún favor espiritual. No olvidemos que el papa, como vicario de Dios en la tierra, tenía el poder de nombrar y deponer príncipes, reyes y emperadores como el mayor señor feudal de todos en la cúspide jerárquica. Con las conquistas y anexiones de unos y otros papas, los Estados Pontificios del siglo XV abarcaban, como hemos dicho, desde el Adriático hasta el Tirreno y desde Mantua hasta Gaeta.
Hemos dicho también que los papas medievales esgrimieron el arma de la excomunión para someter a los reyes, pero algunos no se dejaron sojuzgar y respondieron al arma mística de la excomunión con las armas físicas de la guerra. Por ejemplo, a principios del siglo XIV, Felipe el Hermoso de Francia respondió a la amenaza de excomunión del papa Bonifacio VIII con un ataque que terminó reteniendo prisionero al papa en Anagni. El pecado del rey Felipe fue negarse a admitir la pretensión de Bonifacio VIII de crear un estado teocrático mundial regido por el papa. La prisión del papa en Francia supuso el traslado a Aviñón de la sede papal y la elección de papas franceses que, como dijimos en el capítulo anterior, se llamó Segundo cautiverio de Babilonia y culminó con el cisma de Occidente.
Los Estados Pontificios se mantuvieron como los restantes estados italianos, unas veces más amplios y poderosos y otras más reducidos y vulnerables. Ya a finales del siglo XVIII, Napoleón secularizó la mayor parte de los Estados Pontificios, iniciando el declive definitivo del poder temporal de los papas, porque aunque admitió que el papa fuera soberano de Roma, él se autoproclamó emperador de ella. Por eso, Napoleón no se dejó coronar por el papa, sino que se coronó a sí mismo. La caída de Napoleón restableció el poder temporal de la Iglesia, pero Europa ya había cambiado de ideología y el final estaba próximo.
En el siglo XIX, el Risorgimento, una corriente nacionalista que buscaba la unidad italiana, planteó dos posibilidades; bien crear una confederación de estados italianos presididos por el papa, en forma de república, o bien convertir el reino ya existente de Saboya y Piamonte en el reino de Italia, bajo Víctor Manuel. Fuera cual fuera la solución elegida seguía existiendo un dominio austriaco en Lombardía, al norte de la península. Después de intentos, negociaciones, revoluciones, luchas a favor o en contra, con la habitual intervención de potencias extranjeras en el conflicto, la decisión final fue un reino italiano con Víctor Manuel II de Saboya a la cabeza. Nuevas guerras y enfrentamientos entre el rey y el papa-rey Pío IX condujeron al dilema de que el reino de Italia renunciase a Roma y mantuviese la capital en Milán o bien conquistar Roma para capital del reino. Naturalmente, la solución de fuerza llevó a la ocupación de Roma por parte de Garibaldi, al grito de «¡Roma o muerte!» y tras la resistencia militar del papa-rey. Más tarde, los pactos de Letrán dieron lugar en 1929 a la creación del nuevo estado y ciudad del Vaticano.
En la época que nos ocupa, la de los Borgia, el papado había dejado de luchar por conseguir el poder universal, para el que se apoyó durante el Medievo, como dijimos, en la Donación de Constantino. Una vez que se descubrió el fraude, el papado se limitó a luchar por defender sus tierras de invasores extraños o por anexionar nuevos territorios al Patrimonio de San Pedro. Los papas dejaron a un lado el poder divino y utilizaron armas físicas y militares, los ejércitos pontificios, al mando de un capitán general de la Iglesia. El mejor ejemplo de papa guerrero que ha dado la historia es el anteriormente citado Julio II, el «papa terribilísimo», quien a una edad avanzada y con la salud debilitada fue el primero en entrar a caballo en las ciudades conquistadas, en trepar espada en mano a las fortalezas sitiadas y en conquistar honores no ya de papa, sino de emperador. Como un soldado, pisó fango y nieve, durmió sobre paja, se dejó crecer la barba y finalmente murió proclamando que había sido un mal vicario de Dios. Pero no se limitó a reconquistar las ciudades que otros habían arrancado a los Estados Pontificios, sino que guerreó para conquistar nuevos territorios que agregar a las posesiones papales. En aquellos tiempos, ya nadie creía que el patrimonio pontificio fuera el patrimonio de San Pedro. Este papa unió a su ardor guerrero la megalomanía y mandó a Miguel Ángel construir un palacio y un mausoleo «como nunca antes hubiera habido otro», dejando a la posteridad el espléndido legado del Vaticano.

ROMA ETERNA

La ciudad eterna, Roma, tenía cerca de 90.000 habitantes a finales del siglo XV, 10.000 de los cuales eran cortesanos que pagaban impuestos a las arcas de Dios en el Vaticano. La mayoría de los castillos y edificios de la época se habían construido con los restos de la Roma de los césares y se mantenían muchas de sus calles y viales, por las que discurrían tranquilamente vacas, cerdos y ovejas, que se ocultaban por la noche en iglesias abandonadas para defenderse de los lobos que penetraban por los numerosos orificios de las murallas. Si no encontraban ganado que devorar, los lobos no se quedaban sin cena, porque los cementerios romanos estaban repletos de cadáveres fáciles de desenterrar para sus afiladas garras.
Pero no solamente eran los lobos el peligro nocturno de Roma, sino las numerosas y peligrosas bandas de asesinos a sueldo que se ganaban la vida a costa de la ajena, matando o secuestrando para cumplir su tarea diaria. Durante el día, sin embargo, igual que las ovejas mordisqueaban pacíficamente las hierbas que crecían entre las viejas piedras de las vías romanas, las gentes las llenaban de tenderetes, carros, mercadillos, corrillos y algarabía, mientras que las dagas y las espadas se mantenían en sus vainas.
La espina dorsal de Roma era, naturalmente, el río Tíber, que como en todas las ciudades servía lo mismo para abastecer de agua que para liberarse de desechos, y como en todas las grandes metrópolis se utilizaba tanto para atacar e invadir, como para huir o para deshacerse de objetos sospechosos y de cadáveres de enemigos. En su margen izquierda se extendían amplios jardines particulares y se erigían numerosas construcciones lujosas y aristocráticas, como el palacio de los Orsini en Monte Giordano. También en esa margen se alzaba la prisión romana, la Torre di Nona, en la que se exponían, para escarmiento y aviso los cadáveres de los ajusticiados. En la margen derecha se encontraba el Vaticano, la antigua basílica y el palacio de San Pedro, a los que los papas habían ido agregando capillas y pabellones sin orden ni concierto en la medida en que los fueron precisando. Sixto IV, uno de los sucesores de Calixto III, fue quien mandó construir la Capilla Sixtina que después se convertiría en la obra de arte que es hoy, gracias a las manos de Miguel Ángel y Rafael, a petición de otro papa, Pablo III.
Según Esteban Infessura, en 1490 había en Roma 6.800 prostitutas, aunque en diferentes estratos sociales, pues se dividían en cortesanas y meretrices. Las cortesanas eran similares a las hetairas griegas, mujeres cultas y bien pagadas, que observaban la Cuaresma, sin aceptar clientes durante la vigilia. Y dado el concepto de santidad de la época, algunas de ellas terminaron en los altares, puesto que aunque pecaron contra el sexto mandamiento de la Ley de Dios, se cuidaron muy bien de cumplir los cinco mandamientos de la Santa Madre Iglesia.
En cuanto a los monumentos sagrados, la basílica de San Juan de Letrán, la primera que Constantino regalase al papa y cuyo palacio adyacente fuese sede pontificia hasta el regreso de Aviñón, estaba totalmente en ruinas. Otra célebre y antigua basílica, la de San Pablo, había perdido la techumbre. Muchas antiguas iglesias abandonadas se utilizaban como cuadras o bien como cobijo nocturno para el ganado. Así fue una asignatura pendiente de los papas renacentistas convertir todas aquellas ruinas en la maravilla que son hoy.
Roma no fue la capital de Italia hasta el siglo XIX, pero sí fue la capital de los Estados Pontificios. En el siglo XV no era más que un villorrio situado a las orillas del Tíber, al que el papa trataba a un mismo tiempo de engrandecer y de defender de las garras ávidas de los lobos y de las manos no menos ávidas de los barones arrendatarios de tierras papales, siempre levantiscos y siempre ambiciosos de más poder y más riqueza.

EL HOMBRE NUEVO

Cuentan de un misionero que llegó a un país bárbaro y hostil para llevar a los indígenas la palabra de Dios. Pronto se vio rodeado de gentes primitivas y montaraces que escuchaban con gran atención su narración sobre la vida y milagros de Cristo, lo que no dejó de sorprenderle, pero su sorpresa llegó a límites insospechados cuando contempló las reacciones de aquellos salvajes ante la descripción de los diferentes personajes evangélicos. La figura de Jesús les dejaba, al contrario, indiferentes. Incluso acogían sus actos con cierta burla irónica, pero cuando el misionero realmente vio brillar los ojos de admiración y de una alegría algo feroz, fue cuando apareció Judas en escena.
El perfil del Redentor no les había agradado gran cosa, más bien les pareció blando y ridículo, pero se identificaron plenamente con el traidor que entregó a su maestro por un puñado de monedas. Sin duda, con lo que el misionero no había contado era con que la escala de valores de aquellas gentes nada tenía que ver con la que él conocía.
Algo así sucede con las gentes que vivieron tiempo atrás. Nos hemos acostumbrado a funcionar con una escala de valores y con ella juzgamos los hechos de la Historia. Pero el ser humano, aunque no ha cambiado gran cosa, sí ha modificado su concepto de la ética a través de los tiempos y esto es algo muy importante a la hora de valorar las conductas de otras épocas.
Nos han explicado que los pueblos bárbaros de la antigüedad se bautizaron en masa porque les llegó la gracia de Dios o porque los evangelizadores tenían una labia sorprendente. Pero no es cierto. Los pueblos bárbaros que asolaron Europa a partir del siglo IV como los godos, los francos, los germanos, los longobardos, los normandos [6] o los eslavos, se dejaron bautizar porque en aquellos tiempos bautizarse significaba romanizarse y romanizarse significaba pasar de ser bárbaros incultos a ser romanos cultos. Y todos querían ser romanos, hasta el feroz Atila tuvo en su corte poetas romanos y se murió sin conseguir una de sus mayores aspiraciones, que era ser reconocido como romano.
No obstante, cuando aquellos bárbaros se bautizaban no renunciaban en absoluto a sus creencias y continuaban adorando a sus dioses a la vez que al Dios cristiano, como muchos pueblos americanos continúan reverenciando a sus dioses ancestrales al mismo tiempo que acuden a Misa los domingos. Y además de no renunciar a sus creencias y a sus rituales, los bárbaros se dejaban convencer por los misioneros cuando les hablaban de un Cristo resucitado y triunfador de la muerte que vendría sobre una nube con un séquito de ángeles a juzgar a los vivos y a los muertos. Si la narración evangélica se hubiera terminado en la crucifixión, la mayoría de los catecúmenos se hubiera negado a admitir una religión con un dios tan débil y sumiso.
Algo así es lo que sucedía en los tiempos en los que se desarrolla nuestra historia, en los tiempos de la familia Borgia. Las gentes venían evolucionando desde aquellos bárbaros que un día invadieron la península italiana, y una vez que se habían convertido en nobles y artistas se habían refinado exteriormente, pero no habían perdido su admiración y su entusiasmo por la fuerza, por la riqueza y por el poder. Esos eran sus dioses, aunque también adorasen al Dios cristiano y a los de las bellas artes y las letras. Un ejemplo vivo de esta dualidad es el de Segismundo Malatesta, señor de Rímini, de quien el cronista Burkhardt dijo que rara vez se han reunido en un solo individuo la temeridad, la impiedad, el talento generoso y la cultura superior. Es el perfil del déspota que afianza su poder sobre el pequeño estado italiano, que somete por la fuerza y que sigue ostentando poderío, porque lo único que no se perdona es la debilidad, el estigma despreciado y execrado por todos.
En la Edad Media el poder es heredado de Dios, pero en el Renacimiento el poder se gana y se mantiene día a día y no lo consigue el que Dios designa, sino el más capaz para la fuerza, la traición y el fraude, porque si se consigue el poder se consigue también la impunidad. No es ya Dios quien concede las cosas, sino uno mismo.
Hemos visto la ascensión y la caída de Savonarola en poco tiempo. Maquiavelo explica muy bien los motivos diciendo que cayó en desgracia cuando el pueblo dejó de creerle, porque no tuvo medios para mantener firmes a los que le habían creído ni para convencer a los que no le creían. No fue capaz de hacer el milagro que todos esperaban y no supo mantener el fraude. Dejó de ser un loco de Dios que embriagaba con su encendido discurso para convertirse en un hijo de la iniquidad.
En la Edad Media la religión marchaba acompañada de la moral, pero el Renacimiento pudo más que la religión y la política se quedó sola con sus dos principios para vencer, que eran la fuerza y la astucia. Porque el poder, que ya no dimana de Dios, se conquista con los propios medios y eso supone grandes dificultades para mantenerlo. Los que lo heredan pueden contar con la fidelidad de los súbditos, mientras que los que se lo ganan por sus méritos deben contar con las cualidades suficientes para superar todas las trabas y eliminar a todos los que se opongan a su ascenso, con lo que podrán alcanzar y mantener el poder, la honra y la gloria.
A la hora de alcanzar ese poder, esa honra y esa gloria, la reflexión moral y el arrepentimiento quedan a un lado, porque los que lo alcanzan se dispensan a sí mismos de responsabilidad moral. Eso les permite firmar tratados y alianzas para romperlos cuando sea conveniente, cambiar de partido cuando haya que hacerlo o recurrir a la traición, a la calumnia o al veneno si hay que librarse de un enemigo contumaz. Así es como se comportaron los grandes hombres del Renacimiento como Fernando el Católico, Ludovico el Moro, César Borgia, o Enrique VIII. Así fueron los papas renacentistas, corruptos y mundanos, que dejando a un lado la religión consiguieron restablecer la fuerza política y el prestigio de los Estados Pontificios. Fueron grandes hombres de su tiempo y malos vicarios de Cristo.
También conviene tener en cuenta que lo que ahora consideramos atrocidades eran actos comunes y frecuentes y que todos se educaban contemplándolos como algo normal, habituándose a ellos desde niños como debieron habituarse los niños Borgia. En aquella época, Roma era un campo de batalla nocturno en el que se producían constantes asesinatos, traiciones, ejecuciones y venganzas entre los asesinos a sueldo de las familias y facciones que se disputaban el poder. Hemos visto luchar a los Orsini contra los Colonna y veremos luchar a los Borgia contra los vicarios de los Estados Pontificios. Los Farnesio, un apellido hoy ilustre al que perteneció una reina española, Isabel de Farnesio, eran entonces condottieri, mercenarios que luchaban por dinero y enviaban sus mesnadas al que las pagase bien, sin importarles la ética de la causa.
El nepotismo de los papas que hemos comentado en el capítulo anterior era un mal necesario porque era una de las pocas maneras de contar con alguien fiable dentro de la tupida maraña de engaños, envidias y traiciones que formaban la curia, el Colegio Cardenalicio y la corte papal.
Este nepotismo y la crueldad de los príncipes hoy pueden parecernos execrables, pero en el Renacimiento hombres tan ilustres como Leonardo, Tiziano o Maquiavelo rindieron homenaje a personajes que no reconocieron a nada ni a nadie superior a ellos y que no sintieron piedad ni remordimiento. Maquiavelo describió en El Príncipe el perfil ideal del príncipe renacentista, como Baltasar Castiglione describió al noble en El Cortesano. El príncipe modélico para aquella fase de la historia es César Borgia, aunque algunos autores aseguran que la descripción del príncipe moderno coincide con Fernando el Católico. Lo cierto es que el Príncipe que describe es sin duda la clase de hombre que Italia necesitaba en aquellos momentos, porque era el único capaz de hacer realidad el sueño de Maquiavelo que fue después el de tantos italianos, unificar el país bajo una sola cabeza. Y también es cierto que Maquiavelo encontró precisamente en César Borgia lo que no conseguía encontrar en Florencia, es decir, fuerza, entereza y seguridad. Florencia era entonces un estado débil gobernado por un gobierno débil, pues tenía tres carencias fundamentales: desconocía el verdadero papel de la fuerza, desconocía, asimismo, los riesgos que entrañaba su propia debilidad y se resistía a utilizar métodos contrarios a la religión por temor al castigo de Dios. La política florentina era excesivamente cautelosa, retrasaba las decisiones hasta el límite y tenía la obsesión de mantenerse al margen de los conflictos, jugando a todas las bandas para no decantarse por ninguna.
Maquiavelo vio en César Borgia el polo opuesto a esta política blanda e insegura y eso le hizo admirarle. Él encarnaba su ideal del príncipe que necesitaba entonces un estado para crecer fuerte y poderoso, al socaire de ataques exteriores. Sobre todo, el estado debía ser independiente y no necesitar el apoyo constante de potencias externas, porque eso suponía debilidad y necesidad de negociar. Este fue, precisamente, uno de los puntales de la política del papa Borgia, que pretendió unos estados eclesiásticos no solamente fuertes y poderosos, sino independientes de poderes externos.
Maquiavelo analiza los distintos modos de gobernar y distingue los nuevos territorios que se conquistan con los propios ejércitos y la propia virtud. Entre los que, sin haber nacido en cuna noble, se han convertido en príncipes, cita a Moisés, a Ciro, a Rómulo y a Teseo. Los consejos que Maquiavelo ofrece al príncipe modélico van encaminados a conseguir la adhesión y la estima de sus súbditos, y entre sus virtudes aparece la crueldad. Porque el cruel consigue sus objetivos y el humanitario los pierde. Asegura que un príncipe no debe preocuparse por tener fama de cruel puesto que es más seguro ser temido que ser amado. Sin crueldad no se mantienen las tropas y la piedad únicamente consigue rebeliones. Y sólo de los hombres de esa especie se puede esperar la liberación de Italia de los bárbaros y los extranjeros que la invaden y la amenazan.
Y la crueldad no es solamente patrimonio del príncipe, sino del pueblo, muy dado a rendir culto al vencedor y a destruir al vencido. Una cosa lleva a la otra.
Nicolás Maquiavelo supo describir a la perfección el perfil del hombre de quien Italia podía esperar su liberación y su unificación. Un príncipe fuerte, poderoso, cruel, despiadado, capaz de defraudar y de traicionar cuando fuera preciso, capaz de crear y romper alianzas en los momentos necesarios. Un príncipe como César Borgia o, según algunos autores, como Fernando el Católico.
Tan sólo un príncipe cruel y despiadado puede vencer a unos y a otros, porque no se trata solamente de vencer al extranjero, sino al vecino, como ya dijimos.
Hemos visto a Ludovico Sforza, duque de Milán, llamar a Carlos VIII de Francia e invitarle a invadir Nápoles para dirimir su disputa con los napolitanos. Hemos visto a Savonarola incitar a las potencias extranjeras contra el papa Borgia. Años después, Venecia firmó una alianza con el nuevo rey de Francia, Luis XII, para invadir Milán.
Enterado de semejante pacto, el duque de Milán incitó a los turcos a atacar Venecia. En semejante caos, es lógico que los papas se preocuparan de fortalecer sus territorios, en absoluto como vicarios de Dios, sino como príncipes. Tener a los turcos cerca era el peligro supremo, mucho peor que la amenaza de los franceses, los españoles o los alemanes. El turco no era sólo un invasor, era un pagano.
Entre tantos hombres crueles y poderosos destacó también una mujer, Catalina Sforza, hija natural de Galeazzo María Sforza, el que fue hermano de Ludovico el Moro de Milán y padre del sobrino destronado. Fue tachada de virago cruelísima entre los numerosos tiranos que gobernaron Romaña durante muchos años, hasta que César Borgia los expulsó y recuperó los territorios papales.
Dicen que Catalina Sforza trató, entre otras cosas, de envenenar al Papa enviándole una carta apestada, es decir, una carta que había estado largo tiempo en contacto con un enfermo de peste. No sabemos si es cierto, lo que sí sabemos es la fama de malvada, brutal y guerrera de esta mujer. Pero no era más que un subproducto de su época. Con apenas 10 años la casaron con un sobrino del papa Sixto IV, Jerónimo Riario, bestial e inhumano. Con apenas 13 años vio apuñalar a su padre víctima de una conjura. Más tarde vio morir también apuñalado a su segundo marido, cuyo cadáver fue después arrojado por una ventana. Siendo ya viuda, tuvo también que ver cómo dos sacerdotes de Forli, ciudad de la que era señora, asesinaban a su amante, al que el pueblo al parecer odiaba. Si ella fue después despiadada y violenta, no hizo más que acomodar su conducta al ambiente en el que había crecido.
De ella se cuenta que se vengó brutalmente no sólo en los asesinos de su esposo, sino en sus familias, que mal podían ser culpables. Dicen que mandó torturar y matar a los cabecillas y culpables de la sedición y que en el tormento incluyó a sus mujeres y a sus hijos. La matanza alcanzó a unas cuarenta personas y la venganza más atroz alcanzó a la esposa y a los hijos pequeños del principal instigador de la rebelión, que según cuentan fueron arrojados a un pozo erizado de espinos. Así eran los tiempos y así eran las gentes.