Por el hecho de que todos ellos fueran españoles parece que debería haber existido siempre una gran concordia entre los Borgia y los Reyes Católicos, pero no siempre fue así. No olvidemos que eran tiempos de alianzas y rupturas y que tanto Fernando el Católico como César Borgia se llevaron la palma histórica en lo que a cumplir con el modelo de príncipe maquiavélico se refiere.

EL PODER DE LA MALEDICENCIA

A mediados del siglo XV España no era todavía España, sino un conjunto de reinos que aún no habían logrado unificarse. Uno de ellos, Aragón, tenía por heredero a un buen mozo llamado Fernando. Otro de ellos, Castilla, tenía por heredera a una hermosa niña llamada Juana. Pero los castellanos no tenían tan claro que Juana fuera la verdadera heredera, porque su padre, el rey Enrique IV, tenía fama de varias cosas, entre ellas de impotente. Y si Enrique IV era impotente, como ya dijimos que en aquellos tiempos no se había averiguado nada sobre las impotencias psicológicas o selectivas y la impotencia se consideraba absoluta, quedaba claro que Juana no podía ser hija del rey, sino de un tal don Beltrán de la Cueva, valido real por más señas, que según decían debía de haberse acostado con la reina. Para que el asunto tomara mayor relevancia, a la princesa Juana se le dio el apodo de Beltraneja y como la Beltraneja la conoce la historia de España.
Unificar España significaba unir los dos reinos, Castilla y Aragón, que en el siglo XV reunía ya Cataluña, Valencia, Baleares y los reinos de Nápoles y las Dos Sicilias. En cuanto a Castilla, reunía el resto de España excepto Portugal, gobernado por parientes del rey de Castilla, y el reino de Navarra que incluía Vasconia y estaba gobernado por familiares del rey francés, aunque independientes de Francia. Faltaba, claro está, el reino de Granada, al sudeste de Andalucía, aquella Granada cuyos granos se propuso juntar uno a uno la Reina Católica con la ferviente promesa de no mudarse de camisa mientras no los hubiera reunido. Eso dice, al menos, la leyenda. En Granada reinaba la dinastía nazarí.
Volviendo a la impotencia de Enrique IV, si Juana no era realmente hija suya, no podía heredar el trono de Castilla. Pero Enrique tenía una hermana, Isabel, que sí podía heredarlo porque era legítima. Ya tenemos, por tanto, dos pretendientes al trono de Castilla, tía y sobrina, siendo por cierto Isabel madrina de Juana. Y para cada pretendiente un séquito de partidarios dispuestos a luchar hasta la muerte por conseguir el trono para su candidata. Al frente de los partidarios de Isabel, el arzobispo de Toledo, Alonso Carrillo de Acuña. Al frente de los partidarios de Juana, Pedro López de Mendoza, obispo de Sigüenza e hijo del marqués de Santillana, el de las serranillas.
Cuando Juana cumplió los dos meses fue proclamada heredera de la Corona de Castilla. Todavía no habían surgido las maledicencias cortesanas que la consideraron ilegítima, pero no tardaron. Parece que el primero que se atrevió a sospechar fue precisamente el privado del rey Enrique, su consejero y amigo el marqués de Villena, Juan de Pacheco. Este caballero, que junto con la nobleza, el clero y las cortes había jurado heredera a la princesa, declaró ante notario que deseaba anular su juramento, porque Juana no tenía derecho a heredar el trono.
Aquello suponía, ni más ni menos, que una rebelión contra el soberano Enrique IV, según cuenta el historiador Manuel Fernández Álvarez, por celos y envidias.
La historia de todos los países y de todas las personas está, desgraciadamente, plagada de acciones destructivas llevadas a cabo por personajes carcomidos por la envidia o los celos. El rey Enrique, que tenía un carácter inmaduro e inestable, había depositado su confianza y su aprecio en otros cortesanos y había retirado a Juan de Pacheco su carácter de valido. Había dejado de considerarle indispensable y ahora pedía consejo a otros, entre los cuales destacaba aquel don Beltrán de la Cueva, que había sido ascendido a conde de Ledesma e incluso se le había prometido el Maestrazgo de Santiago. La venganza, como vemos, de Juan de Pacheco fue tan terrible y tal fue el poder de la maledicencia que la historia conoce hoy a Enrique IV de Castilla como Enrique IV el Impotente, con mayúsculas, a Juana de Castilla como Juana la Beltraneja, a don Beltrán de la Cueva como el amante de la reina y, a la reina Juana de Portugal, como la reina adúltera.
Pero la venganza del marqués de Villena no se consumó con su exclusiva participación, sino que también contribuyó el mismo rey con sus desatinos, porque hasta entonces no había tenido hijos y de repente apareció Juana, heredera del trono, y acto seguido el rey dedicaba su fervor y su afecto a don Beltrán de la Cueva, hasta el punto de concederle posesiones que pertenecían por derecho a la princesa Isabel. El de Villena bien supo sacar partido de los errores que cometió el rey para depositar a tiempo la semilla de la rebelión que no tardaría en florecer, tan pronto como el rey debilitase su poder a base cometer nuevos errores, uno de los más graves fue, desde luego, el dar pie a las murmuraciones que indudablemente se habían de producir ante tanto favor como estaba otorgando a don Beltrán. Hubo quien opinó que el rey estaba pagando al de la Cueva el favor de haberle dado una hija para solucionar sus problemas de sucesión.
En 1464, la nobleza se rebeló y publicó un manifiesto en el que expresaba su desacuerdo ante dos cuestiones. La primera era la falta de carácter del rey, que había perdido la voluntad en manos del valido don Beltrán. La segunda era la ilegitimidad de la princesa heredera. Ante tamaña ofensa, los consejeros del rey le recomendaron actuar con dureza y sofocar aquella revuelta incipiente, pero Enrique IV era pacifista y no estaba dispuesto a hacer correr sangre humana por mucho que se lo aconsejase su mismo confesor.
En el capítulo anterior explicamos las características del hombre renacentista y dijimos que lo único que no se perdonaba, el peor baldón que podía caerle a un hombre era mostrar debilidad. Si el rey hubiera mandado ejecutar a los revoltosos seguramente hoy no le conoceríamos como Enrique el Impotente y la reina de Castilla hubiera sido Juana y no Isabel. Pero era pacífico y su buen hacer se tomó por mansedumbre y debilidad, los peores pecados.
El rey no quiso luchar, sino negociar. La Liga de los nobles exigió que nombrase heredero del trono al infante Alfonso, su hermano. Enrique aceptó con la condición de que Alfonso se casara con Juana, para no dejarla sin reino. Esto parece garantía de que verdaderamente era hija suya. Los nobles aceptaron y después, como se solían hacer entonces las cosas, se levantaron en armas al grito de «¡Castilla con el rey don Alfonso!», ya ni siquiera infante, sino rey. La revuelta no solamente cambiaba al heredero, sino que destronaba al monarca.
Pero la mano que rige la Historia había decidido otra cosa. El 5 de julio de 1468 Alfonso murió de fiebres, de cualquiera de aquellas infecciones que sufrían las gentes durante los veranos debidas al calor, a los mosquitos, a la contaminación de las aguas o al mal estado de los alimentos. El rey Enrique, deseoso de concordia, aprovechó el duelo para establecer la paz.
Paz, desde luego, pero una paz provechosa para Isabel, porque entonces se pudo dirigir a su hermanastro Enrique y presentarse a él como heredera del trono de Castilla. A cambio, no habría guerra. Es de notar que, para evitar la guerra, Enrique IV había tenido antes que rechazar el consejo del obispo López Barrientos, y ahora Isabel dejaba de lado el consejo de otro obispo, Carrillo, prefiriendo negociar. Y es que aquellos clérigos llevaban todos la cruz en una mano y la ballesta en la otra, pero preferían utilizar la ballesta antes que la cruz.
Las cosas se desarrollaron de manera que Isabel se vio convertida en Princesa de Asturias, futura reina de Castilla, pero todavía le quedaba una lucha y era desprenderse del marido que su hermano el rey le tenía preparado, Alfonso V de Portugal. Ella prefería, por numerosas razones, al príncipe heredero de Aragón, que además era rey de Sicilia y que, pese a tener unos meses de edad menos que Isabel, que andaba por los 18, parecía un hombre experimentado, pues constaba que ayudaba a su padre el rey Juan II de Aragón en los negocios del reino y que era ya padre precoz de dos hijos naturales. De momento, era el mejor candidato a la mano de Isabel.

UNA SOLUCIÓN MUY SOCORRIDA

Hemos dicho que Fernando era el mejor candidato a la mano de Isabel, pero no hemos dicho para quién. Lo era para ella, porque necesitaba un apoyo muy fuerte e independiente para triunfar en aquella querella larvada que todavía existía respecto a la sucesión en el trono castellano. Lo era para Juan II de Aragón, a quien una unión con Castilla iba a beneficiar extraordinariamente frente a los problemas que le daba Francia y las reyertas de los catalanes, que venían luchando entre sí desde hacía tiempo.
Pero no era el mejor candidato para el rey Enrique IV, quien consideraba que Fernando no era trigo limpio (¿quién lo era entonces?) y ya dijimos que su candidato era el portugués. Y menos aún lo era para los partidarios de la Beltraneja, que todavía mantenían el rescoldo esperando que un error de Isabel la erradicara de la línea sucesoria a Castilla. Finalmente, Fernando de Aragón tampoco era un buen candidato para el entonces papa, Pablo II. Y esto era lo más complicado, porque Isabel y Fernando eran parientes en tercer grado de consanguinidad y su matrimonio requería imperativamente una bula de dispensa emitida por el papa.
El Papa, aquel que ayudó en su día a Pedro Luis Borgia a huir a Valencia y que luego murió de un atracón de melones, se negaba a conceder la dispensa, accediendo a las presiones del rey de Castilla, quien al fin y al cabo era el monarca reinante y mantenía con él muy buenas relaciones. Todo se ponía en contra. Como el rey no se fiaba de su hermana, la puso bajo la estrecha vigilancia del marqués de Villena.
Pero como pasa en las novelas de amor con final feliz, siempre aparece una persona o una circunstancia que soluciona las cosas y aquella persona fue el arzobispo Carrillo. Aprovechando una ausencia de su hermano, Isabel, con ayuda del obispo, logró escapar a la vigilancia del marqués de Villena y corrió a refugiarse en Valladolid, donde se pudo encontrar, por fin, con su pretendiente que hasta allí había llegado disfrazado y aprovechando las sombras de la noche. Era el 18 de octubre de 1469 y los dos primos, seguramente ya enamorados ante tales dificultades, se disponían a casarse en secreto.
Pero había una pega. Antes de la ceremonia de la boda era indispensable que el sacerdote leyese en voz alta y ante la concurrencia la bula de dispensa emitida por el papa. No había bula y había que casarse.
Entonces el arzobispo Carrillo recurrió a la solución más fácil. Falsificar la bula. Falsificar una bula papal no era ningún delito, solamente dejaba la ceremonia sin efecto, pero eso era algo a considerar después. En aquella época falsificar un documento era algo tan habitual que raro era el monasterio en el que no existía alguna cédula, carta o acreditación falsificadas.
Al lado de todas estas falsificaciones, falsificar una simple bula de dispensa matrimonial no tenía mayor misterio ni mayor importancia. Lo que importaba era la finalidad. Para Isabel y Fernando el fin era legítimo, había que unir Castilla con Aragón, previo conseguir el trono de Castilla para ella. Una vez salvado aquel pequeño obstáculo, se casaron en la fecha indicada.
LAS FALSIFICACIONES MEDIEVALES
En la Edad Media, se falsificaban documentos con diversos fines, pero como es natural el más abundante era el fin económico. Recordemos la Donación de Constantino, falsificada por la curia en el siglo VIII y que los papas esgrimieron hasta que se demostró su falsía, ya en el XV. Si echamos un vistazo a los documentos que circulaban en los círculos eclesiásticos del siglo IV, podemos encontrar falsificaciones encaminadas a otro fin que el económico, dirigidas más bien, como dice Julio Caro Baroja, «a nutrir y aumentar la piedad». Existen cartas espurias cruzadas entre San Pablo y Séneca, otras escritas por la Virgen María y otra carta firmada por el mismísimo Jesús de Nazaret, dirigida al rey de Edesa.

Los copistas de los monasterios medievales falsificaron todos los documentos que creyeron necesario falsificar, incluyendo la interpolación de un pasaje en una obra del historiador judío Flavio Josefo, en el que se menciona la existencia de Jesús y se indica que era hijo de Dios. De esta falsificación dijo Voltaire que se había hecho con intención piadosa. No todo era interés económico.

Julio Caro Baroja afirma que a partir del siglo VIII se crearon cartularios en la mayoría de los monasterios con documentos falsificados que acreditaban privilegios, derechos de propiedad, exenciones de tributos, etc., sobre todo si había polémica acerca del caso. Las falsificaciones eran tan habituales en la Edad Media que incluso hay cartas del papa Nicolás I dirigidas al emperador Miguel III de Bizancio quejándose de la cantidad de cartas pontificias falsificadas que circulaban por Oriente. En el siglo IX, durante la Querella de las imágenes, por ejemplo, la emperatriz Teodora no tuvo ningún empacho en falsificar un escrito de San Basilio en el que el santo recomendaba honrar y besar las imágenes de la Virgen y los santos. Eso le sirvió para restituir el culto a las imágenes, que estaba prohibido hasta entonces en Bizancio.
Pero no vayamos a creer que el arzobispo Carrillo les había casado gratuitamente exponiéndose a la excomunión si el papa se enteraba de que había falsificado la bula. Para evitarlo, no la falsificó con la fecha de 1469, sino con fecha de cinco años atrás, del 28 de mayo de 1464, cuando el pontífice era Pío II, que como llevaba 5 años muerto no iba a protestar. Antes de la ceremonia ya les hizo prometer que no emprenderían el gobierno sin contar con él, que no harían nada sin su consejo; es decir, se aseguró un gobierno tripartito creyendo ingenuamente que podría manipular a su gusto a aquellos dos jovenzuelos inexpertos. Y ya puestos a pedir, el arzobispo Carrillo solicitó también el señorío de la villa de Atienza para Troilo Carrillo, su hijo natural.
Cuenta Manuel Fernández Álvarez que la noche del 19 al 20 de octubre se consumó el matrimonio, algo que había que demostrar ante jueces, regidores y caballeros, quienes debían comprobar, mediante la exposición de las marcas de virginidad en el camisón o en las sábanas de la desposada, que el marido había cumplido su papel y que la pareja podría tener hijos. Se aireó la sábana al son de trompetas y atabales y la curiosearon todos los espectadores que abarrotaban la sala. Esta ceremonia se mantiene hoy en día en las bodas gitanas, pero con otro objetivo; la novia debe «sacarse el pañuelo», es decir, demostrar con un pañuelo manchado que llegó virgen al tálamo nupcial.

DE CÓMO LO FALSO SE CONVIRTIÓ EN VERDADERO

Isabel y Fernando formaron, pues, un matrimonio falso de reyes falsos basados en una premisa falsa, que era la ilegitimidad de Juana al trono de Castilla.
Pero en aquellos tiempos ya hemos visto que las falsificaciones había que demostrarlas y que a veces se tardaba siglos en conseguirlo. No había pruebas de carbono 14 ni de ADN que avalasen los procesos.
Lo primero que hizo el rey Enrique IV de Castilla cuando se enteró del matrimonio fue desheredar a su hermana y eliminarla de la línea sucesoria al trono, acusándola en primer lugar de haber faltado a su compromiso, pues su reconocimiento como heredera suponía la obligación de casarse con quien su hermano le indicase; en segundo lugar, la acusó de haber falsificado la bula de dispensa, porque a él le constaba que el papa Pablo II se la había negado. Precisamente, para asegurarse, él había conseguido de ese papa una bula de dispensa para casar a Isabel con Alfonso de Portugal, que también era pariente. Si el papa había emitido una bula para un matrimonio era imposible que la hubiese emitido para el otro. Pero Isabel había aprendido muy bien que la mejor defensa es la negación y su táctica fue siempre negar o dar la callada por respuesta.
Manuel Fernández Álvarez cita un escrito de Isabel, fechado en 1471 cuando ya había nacido su primera hija, en el que responde a la acusación de su hermano, que dice: «Cuanto a lo que su merced dice que yo me casé sin dispensación, a esto non conviene larga respuesta». No convenía respuesta ni larga ni corta. Y cuando el monarca insistió, ella le contestó: «Su señoría no es juez deste caso».
Ella estaba a bien con su conciencia y tenía la seguridad de que era a ella a quien correspondía el título de Princesa de Asturias y no a su sobrina Juana, pues estaba convencida de que la reina Juana de Portugal la había concebido fuera del matrimonio.
No le convenía responder y no respondió hasta que llegó el segundo personaje que vino a solucionar definitivamente la cuestión y a convertir lo falso en verdadero, Rodrigo Borgia.
Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos se casaron en secreto y con una bula de dispensa papal falsificada, recibiendo finalmente la dispensa dos años después, cuando ya había nacido su hija mayor. El objetivo de aquel matrimonio precipitado y falsificado fue la consolidación de los derechos de Isabel al trono de Castilla y la unificación de los reinos de España.
En 1471, cuando todavía era cardenal, Rodrigo Borgia llegó a España con una varita mágica en la mano, la dispensa papal para el matrimonio de Isabel y Fernando. Y aquella vez, auténtica. Rodrigo la había conseguido de otro papa más proclive a aquella unión, Sixto IV. Tampoco hay que creer que el nuevo papa concediera la bula de forma gratuita solamente porque Isabel se sintiera en pecado mortal viviendo en concubinato. En realidad, Sixto IV se había embarcado en una de aquellas cruzadas contra el turco que tanto preocuparon a los papas que no acababan de darse cuenta de que ya había comenzado el Renacimiento y que tenían que gastar el dinero en arte y no en guerras religiosas. Sixto IV se había quedado sin fondos probablemente por los derroches de su manirroto sobrino el cardenal Pedro Riario, y para conseguir dinero para su cruzada no tuvo inconveniente en otorgar la bula para el matrimonio de Isabel y Fernando, y al mismo tiempo conceder un capello cardenalicio a uno de los muchos aspirantes españoles al Santo Colegio. Con esas dos prebendas llegó Rodrigo Borgia a España, dispuesto a conseguir su objetivo.
Lo consiguió, como no podía ser menos. Primero, obtuvo del rey de Aragón, Juan II, dinero y hombres para la cruzada. Después visitó al obispo Mendoza, con el que se entendió bastante bien, hasta el punto de que logró convencerle para la causa de Isabel. Recordemos que Pedro López de Mendoza era partidario de la Beltraneja y que, en aquellas fechas y dada la boda irregular de su hermana, Enrique IV todavía no había decidido a cual de las dos dejar el trono a su muerte. Pero el obispo Mendoza era un vividor y se debió compenetrar con Rodrigo. Una vez que el vicecanciller Borgia le convenció se convirtió en consejero de los Reyes Católicos habiendo recibido, naturalmente, la prebenda esperada, que era el capello cardenalicio. Recordemos también que cuando se llamó cardenal Mendoza, el pueblo castellano llamó a sus hijos naturales «los bellos pecados del cardenal». Eso, a sus hijos. A él, muchos le llamaron «El tercer rey», por ser el consejero de los Reyes.
No sabemos lo que Rodrigo prometió al influyente marqués de Villena, pero logró convencerle para que reconciliara a Enrique IV con Isabel y Fernando, para que aceptara su matrimonio, finalmente santificado, y para que la designase heredera de Castilla. Lo que sí sabemos es que el pedigüeño Carrillo, que había falsificado la bula y se había avenido a casar a los futuros Reyes Católicos a cambio de participar en el gobierno, se debió de sentir burlado cuando vio que el preciado capello cardenalicio no era para él, sino para su enemigo y oponente el obispo Mendoza. Él mismo confesó al cardenal Borgia que había falsificado la bula para poder casar a los príncipes. Pero Rodrigo tenía que resarcir a Mendoza de alguna manera de la pérdida de la causa de la Beltraneja o lo que es igual, tenía que darle algo a cambio de lo que hoy llamaríamos «transfuguismo». Ya hemos visto cómo eran aquellos tiempos cambiantes en que los ideales y la palabra dada se volatilizaban ante una concesión.
También sabemos que todas las gestiones de Rodrigo en España para conseguir fondos no sirvieron para la cruzada, porque cuando regresó a Roma, el papa Sixto IV se había embarcado en la construcción de la capilla que llevaría su nombre, Sixtina, y se desentendió de los problemas con el turco, de lo cual no podemos por menos que congratularnos. En vez de dejar una triste memoria de muertos y destrucción, dejó un bello monumento.
De todos estos tratados ha quedado una duda para la historia. La reconciliación entre Enrique IV y la pareja Isabel y Fernando se llevó a cabo durante un gran banquete que se celebró en Segovia, en la Navidad de 1474. Según unos autores, al final de ese banquete el rey sufrió un fuerte ataque hepático que terminó llevándole a la muerte y se preguntan si Fernando de Aragón tuvo algo que ver con aquel ataque y con aquella muerte tan oportuna.
Otros autores, como Manuel Fernández Álvarez, narran la oposición del marqués de Villena, a pesar de su previa aceptación, a que Enrique IV se llegase a reconciliar con su hermana, llegando incluso a aconsejarle que prendiese a ambos y que se deshiciese de ellos por considerarlos una amenaza para su trono. Afortunadamente, el rey no le hizo caso, aunque como tornadizo que era, en aquella época había vuelto a la amistad con el Marqués, pero quiso la suerte que éste muriera en octubre de 1474 de una de aquellas misteriosas y desconocidas fiebres que aquejaban, a veces oportunamente, a los mortales grandes y chicos. Según este autor, el mismo rey Enrique murió a finales de ese año, el 12 de diciembre, de forma repentina al regresar de una cacería.
Fuera cual fuera la causa de su muerte, al día siguiente media Castilla aclamaba a los nuevos soberanos Isabel y Fernando. La otra media aclamaba a Juana la Beltraneja. Se avecinaba una contienda tras la cual, como ya sabemos, ambos fueron proclamados reyes de Castilla. Eso sí, ella primero y él después, cosa que parece que escoció al rey Fernando.

¡EA, JUDÍOS, A ENFARDELAR!

Los Reyes Católicos hicieron muchas cosas buenas y muchas cosas malas. Unificar y enriquecer España y alentar el viaje de Colón fueron las mejores. Crear un tribunal de la Inquisición, independiente de Roma y bajo el control de la Corona para luchar contra los judíos y mudéjares no convertidos y expulsarlos, las peores. Hay autores que mencionan la palabra «debate» cuando se trata del tema de la Inquisición y de la expulsión de judíos y moriscos. No hay debate. Fue una atrocidad de la que España todavía se está arrepintiendo. El mismo Fernando, gran estadista y estratega, nunca estuvo de acuerdo con semejante disparate, pero en Isabel pudo más la superstición y la ceguera religiosa que el sentido común.
La Iglesia venía alentando desde el siglo IV la santa ira contra los infieles, sobre todo contra aquellos que teniendo tan cerca el verdadero rostro de Dios se negaban a verlo. Estos eran, naturalmente, los judíos. Porque el cristianismo empezó siendo una secta judía que se desprendió del lastre del judaísmo tan pronto como sus dirigentes, San Pablo el primero, se dieron cuenta de que había muchos más gentiles que judíos dispuestos a bautizarse y de que era mucho más fácil convertir a un gentil que a un judío, entre otras cosas porque para un judío la religión cristiana es blasfema, desde el momento en que parte de que Dios tuvo un hijo de carne y hueso. La mejor manera de demonizar a los judíos fue convertirlos en asesinos de Cristo, sin pensar que el mismo Cristo, su familia y sus apóstoles fueron antes que nada judíos que practicaron el judaísmo, guardaron la Pascua y el Sabat, circuncidaron a los varones y cantaron los Salmos.
En 1963, pocos días antes de su muerte por la que el mundo entero lloró, por la que la bandera de la ONU ondeó a media asta y por la que se condolieron y oraron las comunidades judías, islámicas y budistas, el papa Juan XXIII, llamado Juan el Bueno, redactó una impresionante oración de arrepentimiento en la que reconoció la marca de Caín que la Iglesia llevó durante siglos sobre su frente por los crímenes cometidos contra el pueblo judío, y en la que pidió perdón por la injusta maldición que pronunció contra los judíos, así como por haber vuelto a crucificar, en la carne del hermano, al vástago por excelencia del pueblo elegido, Jesús, hijo del Dios de los judíos y judío según la carne.
Por otro lado, todos sabemos que la Iglesia ha estado siempre en contra de la ciencia, porque la ciencia tiene verdades opuestas y excluyentes a las verdades religiosas de las Escrituras. Su inmovilismo secular la ha llevado siempre a oponerse a los descubrimientos científicos,y cuando ha tenido poder la Inquisición se ha ocupado de reprimir, ocultar y borrar la huella de la ciencia. Cuando ha dejado de tenerlo, se ha venido oponiendo con recomendaciones, interpretaciones pseudocientíficas y amenazas en un intento por sostener lo insostenible, que es la preponderancia del espíritu sobre la carne y el predominio de la fe sobre el entendimiento.
En el siglo XV, los frailes dominicos y franciscanos españoles se habían separado ideológicamente de sus hermanos de Oxford o París, con su claro rechazo a la actividad intelectual y a la ciencia. Los más cerrados habitaban precisamente en el reino de Aragón. Por tanto, la actividad científica y técnica llegó a ser monopolio de los judíos y de los musulmanes,y posteriormente de los conversos, mientras que los cristianos se reservaron la devoción y el seguimiento sin fisuras de las enseñanzas de la Escolástica.
Cómo se llegó a esa situación es algo que se puede presumir tras el análisis de algunos de los textos religiosos más influyentes de la época, como La imitación de Cristo, que dice «porque trabajar es grande miseria para el hombre devoto», o «nunca leas, ¡ay de aquellos que quieren aprender de los hombres», explicando seguidamente cuál es la verdadera ciencia y cuáles son las razones de la verdad eterna. De hombres de enorme penetración ideológica, como Francisco Ximenis o Eximenis, un franciscano que desplegó una amplia actividad literaria en Barcelona y Valencia, podemos leer trabajos en los que pone al cristiano en guardia contra el estudio de la Aritmética y la Geometría, por el peligro de caer en la herejía mahometana [10] . Mientras, otro franciscano inglés, Roger Bacon, postulaba la teoría de la ciencia y exponía los dos caminos posibles que conducen al conocimiento: el argumento y el experimento, mientras los religiosos de Oxford, París y Padua convertían a los libros de física de Aristóteles en el punto de partida de un pensamiento creador que llegó hasta Galileo, el dominico español fray Vicente Ferrer condenaba a Aristóteles y a Platón al infierno y se burlaba de los escritos de aquellos sabios griegos que se enfrentaban a las Escrituras. Y para todo el que se apartase de tan santas directrices estaba, como sabemos, la Santa Inquisición, creada para velar por la ortodoxia y por la fe. Una Inquisición que cometió tales crímenes que el mismo papa Sixto IV tuvo que protestar contra la injusticia y la arbitrariedad de los inquisidores españoles [11] .
Las continuas tropelías que los piadosos cristianos cometían contra judíos y mudéjares impulsó a muchos de ellos a convertirse o, al menos, a hacer como que se convertían con el fin de preservar sus bienes y su integridad física. Pero la conversión no fue gratuita, sino que supuso también la ruptura de los conversos con la ciencia y la técnica, ya que antes de bautizarse debían recibir las enseñanzas cristianas que les obligaban a negar ciegamente todo lo que habían antes aprendido.
Así perdió España en ciencia y técnica y ganó en magia, porque los médicos y científicos que quedaron, a falta de conocimientos técnicos, utilizaban artes mágicas y hechizos, sólo que en vez de llamarse amuletos se llamaban escapularios y en vez de llamarse conjuros se llamaban oraciones. Y así se deterioró la grandeza de la recuperación del reino de Granada de manos de los moros. Los Reyes Católicos, después de liberar España de los musulmanes, decidieron liberarla de los judíos y en marzo de 1492 publicaron un decreto que inspiró a los compositores populares la coplilla: «¡Ea, judíos, a enfardelar, que los Reyes os mandan que paséis la mar!».
Los moros y los mudéjares, aquellos musulmanes que habían vivido entre los cristianos practicando su religión en tiempos de mayor tolerancia, partieron para África. Hoy podemos encontrar a sus descendientes en el barrio de los Andaluces de Fez, en Marruecos. Pero los judíos realizaron una nueva diáspora dispersándose por el mundo, porque todavía no habían recuperado su patria en Israel.
Muchos de sus descendientes hablan hoy un precioso castellano conservado de boca en boca. Son los sefardíes, y podemos encontrarlos en cualquier lugar del mundo. Los más cultos fueron acogidos por países tolerantes y progresistas, que no confundían la religión con la ciencia ni temían el contagio de la herejía.
Uno de esos países fue, naturalmente, Italia. El papa Borgia, que siempre fue tolerante y progresista, acogió a todos los que se lo demandaron y esta actitud echó el primer borrón en sus relaciones con los Reyes Católicos, especialmente con Isabel, que fue la instigadora de la expulsión. 300.000 judíos y «marranos» (conversos de cuya conversión se albergaban dudas) dicen que se refugiaron en Italia. Parece una cifra excesivamente elevada, pero lo que sí es cierto es que el embajador de los Reyes Católicos, Diego López de Haro, protestó de esta acogida, y pidió en nombre de sus señores que no se les tolerase.
Pero el Papa sabía lo que hacía. En Roma, los judíos no constituían peligro alguno de contagio herético, sino que eran recibidos con tolerancia. Además, si miramos hacia atrás, podemos comprobar que los médicos medievales más conocidos en España, aparte de Arnau de Vilanova y San Alberto Magno, fueron Averroes y Avicena, ambos musulmanes, y Maimónides, judío. Precisamente fueron los musulmanes los que devolvieron a Europa todo el saber de los antiguos clásicos, que había quedado arrinconado en Siria y en Mesopotamia, mientras que en Europa reinaban la barbarie y la incultura; pero antes de devolverlo, los musulmanes lo recibieron de judíos y cristianos eruditos. Y el papa Borgia debía de saberlo, porque se quedó con uno de los mejores médicos de entre los expulsados de España, Bonet de Latés.
Sin embargo, antes de que las relaciones se deterioraran el papa Borgia accedió a una nueva demanda española.

EN BUSCA DE PRESTE JUAN

Una de las más bellas e ingenuas falsificaciones medievales fue La carta de Preste Juan, un documento del siglo XII que redactó un sacerdote de Maguncia con la intención de dar al mundo cristiano una esperanza frente al avance inexorable de los musulmanes. Preste Juan era, según la leyenda que circuló por entonces, un rey fabuloso que vivía allende los océanos en un palacio de amatista y cristal, en el que guardaba los tesoros de Golconda y donde dominaba a los pigmeos, a las amazonas y a los cinocéfalos. Además de todas estas maravillas, Preste Juan gobernaba a las serpientes que guardaban el país de las especias. Era, para más señas, descendiente de los Reyes Magos.
Ya hemos hablado del pensamiento mágico que dominaba entonces la inteligencia humana y nadie puso en duda la existencia de Preste Juan. El motivo de su creación fue la necesidad de tener un aliado fuerte en las tierras por las que avanzaba el Islam, quien hiciera retroceder con su magia y su poder a los turcos y a los sarracenos. Y cuando el mundo cristiano oyó hablar de un jefe mongol, Gengis Khan, que había vencido a las hordas musulmanas, nadie tuvo la menor duda de que se trataba si no del mismísimo Preste Juan, al menos de un descendiente suyo.
Se sabía de la existencia de un rey de la China de origen mongol, conocido como el Gran Khan [12] , por los relatos de Marco Polo y otros comerciantes venecianos y genoveses que tenían libre acceso a la compra y venta de productos orientales por la ruta de la seda y de las especias. En el siglo XV, los europeos seguían convencidos de que el Gran Khan de la Tartaria continuaba reinando en aquellos fabulosos países orientales, China y Japón, a los que entonces se llamaba Catay y Cipango. Y en su busca decidió partir un buen día un navegante genovés de familia comerciante, un tal Cristóbal Colón, que todavía no se había enterado de que en China ya no gobernaban los mongoles, sino la dinastía de los Ming, que habían destronado al Gran Khan en 1368.
Por estudios y referencias que había tenido Colón de navegantes y sabios cristianos, judíos y musulmanes, se había formado una clara idea de la posibilidad de acceder a aquellas fabulosas tierras donde se producían la seda y las especias, pero sin atravesar el Mediterráneo y toda Asia, sino por el oeste, atravesando el Atlántico.
En 1484 vemos a Colón en Lisboa, tratando de atraer a su causa al rey de Portugal, Juan II, pero sin conseguirlo. Los portugueses eran los mejores navegantes de la época y los que mejor conocían el Atlántico, pues lo habían recorrido hacia el Sur, descubriendo todo el continente africano. Incluso, cuando navegaban hacia el Sur, se habían encontrado con unos temibles vientos llamados alisios contra los que no era posible luchar en aquellos tiempos de navegación a vela, y que hacían necesario dar un rodeo hacia el Oeste, separándose de las costas africanas para después regresar hacia el Este, de nuevo hacia las costas de África, una vez sobrepasada el área en la que giraban aquellos terribles vientos. El portugués Bartolomé Díaz había conseguido llegar hasta el límite sur del continente africano, doblar el cabo de Buena Esperanza y, navegando hacia el Este, alcanzar el océano Índico y llegar a la India sin necesidad de viajar en caravana por tierra.
Los citados vientos alisios y las corrientes forman un enorme remolino entre la costa occidental de África y la costa oriental de América del Sur, y en su centro hay una zona de calma y difícil navegación conocida entonces como el Mar de los Sargazos por las enormes cantidades de algas que lo pueblan y que dieron lugar a numerosas leyendas acerca de monstruos marinos, sirenas y tritones que amenazaban a los navegantes, por lo que nadie se aventuraba más allá de lo conocido si no era bordeando la costa.
Mucho antes los portugueses, con la colaboración inestimable de Enrique el Navegante, hijo del rey de Portugal Juan I, habían redescubierto las islas Azores, Madeira y Canarias, redescubierto porque ya se conocían en la Antigüedad. El reconocimiento de la posesión de las islas dio lugar a un litigio entre Portugal y Castilla, pues Portugal las reclamaba todas, pero Castilla insistía en sus derechos sobre las Canarias.
Los alisios y las corrientes forman un remolino que obligaba a los barcos portugueses a desplazarse al Oeste antes de continuar su ruta hacia el sur de África. El desplazamiento probablemente les hizo avistar tierra en alguna ocasión, dado que los aproximaba a las costas de América del Sur.
Y como en aquellos tiempos, todavía se creía cierta otra falsificación, la Donación de Constantino, fueron los papas quienes tuvieron que decidir a cuál de los dos reinos se concedía la soberanía sobre las islas en litigio. Una bula del papa Nicolás V y otra del primer papa Borgia, Calixto III, dieron la razón a Castilla, quedando por tanto Madeira y Azores en posesión portuguesa, y Canarias en posesión castellana. Además de las islas, Portugal se reservaba el predominio sobre la costa africana desde el cabo Bojador hasta el sur.
Otro de los litigios que habían tenido Portugal y Castilla se debió a la sucesión del trono castellano a la muerte de Enrique I el Impotente, que ya hemos dicho que ocupó Isabel la Católica por considerar a la Beltraneja ilegítima. Pero la Beltraneja tenía intenciones, como también dijimos, de casarse con Alfonso V de Portugal, aquel pretendiente que Isabel rechazó para casarse con Fernando de Aragón, y si Juana era capaz de renunciar al trono de Castilla, Alfonso no lo tenía tan claro. Le habían quitado la novia y le habían quitado el trono. En 1471 se inició una guerra que duró 8 años y que terminó con un convenio. Isabel y Fernando ganaron dos batallas importantes, y finalmente, como correspondía a príncipes modernos, todos convinieron en abandonar las armas y firmar la paz en una ciudad portuguesa llamada Alcaçovas.
El tratado, firmado en 1479, repartía tierras y posesiones. A cambio de que la reconocieran heredera legítima del trono castellano, Isabel cedió a Portugal el predominio del Atlántico al sur de las islas Canarias, es decir, todo lo descubierto o por descubrir al sur de una línea imaginaria que coincidía con el paralelo 26, con excepción de las islas Azores y Madeira, que eran ya portuguesas. La línea recorría el Atlántico desde la parte más septentrional de las islas Canarias y llegaba hasta la península americana de La Florida, aunque todavía no se conocía la existencia de América.
Además de la línea que repartía el mundo, la princesa Juana la Beltraneja quedó recluida en un convento y el hijo del rey de Portugal obtuvo una nueva novia, la hija mayor de los Reyes Católicos, Isabel. La otra opción que ofrecieron a la desdichada Beltraneja fue esperar a que el único hijo varón de los Reyes Católicos, Juan, creciese para poder casarse con él. Larga espera, porque el príncipe tenía un año y ella, 17. Mientras esperaba a que el futuro esposo creciera, Juana la Beltraneja, princesa para unos e «hija de la reina» para Isabel la Católica, tendría que vivir bajo la custodia de la duquesa de Braganza.
Naturalmente, prefirió el convento. Por si se arrepentía, Isabel se ocupó de que el rey de Portugal se comprometiera a no permitirle salir de allí ni casarse jamás. Había que encerrar de por vida a la enemiga.
Mediante el Tratado de Alcaçovas, Castilla y Portugal acordaron trazar una línea horizontal imaginaria desde Canarias hacia el Oeste, de manera que todo lo descubierto o por descubrir situado al norte de la línea sería área de influencia castellana y todo lo situado al sur, área de influencia portuguesa. Téngase en cuenta que las tierras de la izquierda aún no se habían descubierto y se suponía que no existía continente alguno.
En vista de que los portugueses no se mostraban dispuestos a financiar la empresa de Colón éste, empeñado en llegar a tierras de Preste Juan por el Oeste, dedicó siete años de su vida a convencer a Isabel la Católica de la bondad de su idea, a lo que le ayudaron los frailes del monasterio de Santa María de la Rábida. El argumento utilizado era la necesidad de que Castilla estuviese presente al otro lado del Océano abriendo una ruta occidental de comercio con Catay y Cipango.
Finalmente, como ya todos sabemos, el 3 de agosto de 1492 partieron las tres carabelas del puerto de Palos, rumbo al Oeste, llegando el 12 de octubre a San Salvador, en las Bahamas, y recorriendo posteriormente Cuba y Haití. El 4 de enero de 1493, Colón regresó a Castilla llevando consigo indios, pájaros exóticos y todas las muestras que pudo de su descubrimiento, convencido de haber llegado a las Indias por su extremo oriental, es decir, Cipango, a lo que hoy llamamos Japón. No tenía, como vemos, ni la menor idea de haber descubierto un nuevo continente ni tampoco de que lo encontrado hasta entonces fuesen solamente islas.
Pero quiso esa mano que dibuja la Historia que llegando a la Península Ibérica un temporal desviase sus naves y, buscando abrigo, terminase por arribar a Lisboa. Y ya que estaba allí, fue a presentar sus respetos al rey Juan II, al menos eso es lo que dijo, pero en realidad fue a poner lo que había descubierto ante las narices del incrédulo portugués. Y lo que creyó que era una demostración de sus razones, resultó la mayor metedura de pata de la historia castellano-portuguesa.

EL MAYOR REPARTO DEL MUNDO DESDE ALEJANDRO MAGNO

Colón no tenía la menor idea del reparto del mundo que habían hecho Castilla y Portugal en Alcaçovas y el rey Juan II, que era perro viejo, mantuvo cautamente su ignorancia y se dedicó a preguntarle detalles sobre su descubrimiento, barruntando que las nuevas tierras se encontraban en el área de influencia portuguesa, es decir, por debajo de la línea imaginaria del paralelo 26.
Como ya hemos visto que no eran tiempos para andar con contemplaciones, los consejeros del rey portugués le recomendaron que hiciese asesinar a Colón y que ocultase el descubrimiento, puesto que los reyes de España todavía no se habían enterado y además se encontraban lejos, en Barcelona. Los Reyes Católicos no tuvieron un palacio ni una corte estables, sino una corte itinerante que recorría los reinos de España constantemente, recalando en el lugar en que fuese necesaria su presencia y alojándose en castillos o palacios dispuestos para ese fin.
El rey de Portugal fue lo suficientemente sensato y humano como para desechar los consejos de sus nobles, y con ello, siguiendo las previsiones de Maquiavelo, perdió la hegemonía sobre las tierras americanas. Si hubiera hecho lo que le recomendaban y lo que señala Maquiavelo, hubiera matado a Colón después de sacarle toda la información posible y después hubiera enviado a sus navegantes sobre los pasos del genovés, y de esa manera Portugal habría descubierto América. Pero Juan II se portó noblemente y envió a Colón a Barcelona con una escolta para impedir que los conjurados le asesinasen. Al mismo tiempo, envió una flota al Atlántico para vigilar las salidas de barcos castellanos, y asimismo, llenó de espías la corte de Barcelona para enterarse de lo que allí se hablaba. Su bondad le llevó a perder un continente.
Colón, que seguía sin saber nada del reparto del mundo ni de la conjura, llegó a Barcelona en abril de 1493 y corrió a narrar a los Reyes Católicos lo que había descubierto al otro lado del Atlántico.
Los viajes que Colón realizó a América siguieron una línea horizontal, de Este a Oeste, que quedaba por debajo de la marca de influencia portuguesa acordada en el Tratado de Alcaçovas, una línea imaginaria que iría de Canarias a Florida. Hubo, por tanto, que redefinir ese tratado para evitar dar a Portugal la soberanía sobre las tierras descubiertas.
Cuando Fernando el Católico conoció la noticia de labios del propio Colón le abrumó con sus preguntas, porque quería saber exactamente qué era lo que éste había descubierto, y sobre todo, dónde estaba. Colón no sabía ni qué había descubierto ni dónde se podía ubicar geográficamente la nueva tierra, pero los espías de Juan II de Portugal sí que llegaron a la conclusión de que lo descubierto se encontraba precisamente por debajo de la línea de Alcaçovas.
Si trazamos una línea recta desde el norte de Canarias hasta La Florida, vemos que las Bahamas y las Antillas quedan debajo y precisamente en las Bahamas era donde se encontraba la tierra descubierta a la que Colón llamó San Salvador, y Cuba y Haití, en las Antillas. Todos los nuevos territorios correspondían, por tanto, a Portugal.
Si el destino no hubiera enviado la nave de Colón a Lisboa y si éste hubiera mantenido la boca cerrada y no hubiera alardeado ante el rey portugués, no hubiera habido nuevos litigios, pero cuando los portugueses reclamaron las tierras descubiertas, los castellanos respondieron que el tratado por el que se habían repartido el mundo ya no podía tener validez, toda vez que habían entrado en juego circunstancias que no se habían contemplado en Alcaçovas. Colón había roto el acuerdo con su descubrimiento y había que volver a tratarlo. Existía una realidad nueva y distinta que requería nuevos estudios y nuevas negociaciones.
Por suerte para todos, el siglo XV estaba a punto de terminar, y lo que antes se hubiera dirimido a cañonazos se arregló mediante embajadas, mediadores, estudios técnicos y supervisores científicos, políticos y económicos.
En primer lugar hubo que recurrir, como se había hecho anteriormente, al papa. El papa seguía siendo la autoridad máxima a la hora de repartir tierras pues, aunque ya se había descubierto la falsedad de la Donación de Constantino y nadie creía que el papa fuera heredero de todo Occidente, sí era el vicario de Cristo en la Tierra y a él correspondía repartir, para su evangelización, los territorios que Dios había creado.
Esta vez el papa era Alejandro VI, y precisamente en aquellos días, su hijo mayor, Pedro Luis Borja, se encontraba en España en compañía del hijo tercero, Juan. El Papa debió de entenderse muy bien con Fernando el Católico, puesto que al fin y al cabo ambos eran aragoneses. Pedro Luis recibió, como sabemos, el ducado de Gandía y la mano de la prima de Fernando, María Enríquez, y Fernando e Isabel recibieron una nueva bula que describía una nueva forma de repartirse el mundo, que les favorecía frente a los portugueses, quienes ya habían enviado sus embajadores dispuestos a demostrar que lo descubierto pertenecía a su rey. La nueva forma de distribuir el mundo no se le hubiera ocurrido al papa, si no hubiera sido por sugerencia de Colón, quien asimismo temía perder todos sus derechos sobre las nuevas tierras.
Colón propuso, pues, trazar una línea vertical de norte a sur, situada a 100 leguas al oeste de las Azores, y el Papa, siguiendo las sugerencias de Colón, emitió la bula con el trazado de la que se llamó Línea Alejandrina, un semimeridiano que pasara a 100 leguas al oeste de las Azores y Cabo Verde, algo que desde el punto de vista geográfico no era posible trazar y eso lo sabían bien los conocedores de la zona, es decir, los portugueses. En caso de que hubiera sido posible trazarla, esa línea vertical hubiera dividido al mundo en dos zonas, quedando la zona de la derecha bajo la influencia portuguesa y la zona de la izquierda bajo la influencia española.
Es posible que la bula que determinó el trazado de la Línea Alejandrina fuera falsa, lo han afirmado algunos autores. Desde luego, lo que es falso es la premisa de la que parte, puesto que como decimos y es obvio, no es posible trazarla.
Pero si realmente la emitió el papa tiene una connotación muy importante y es el primer reconocimiento oficial que hizo la Iglesia de la redondez de la Tierra.
No olvidemos que, según las Sagradas Escrituras y las creencias medievales, la Tierra era plana. El mismo San Isidoro de Sevilla negó la redondez pensando en la imposibilidad de que las gentes se mantuvieran en pie sin caer al vacío. Si la Tierra era redonda no podría haber habitantes en Libia.
El error de San Isidoro de Sevilla, en todo caso, corresponde a la categoría de los errores medievales, pero en los tiempos que estamos describiendo nos encontramos en el Renacimiento, y por tanto, los errores fueron ya científicos, como el del trazado de la Línea Alejandrina o el error en la medida de la circunferencia de la Tierra. Paolo del Pozo realizó una medición equivocada para Colón, según la cual la Tierra era más pequeña de lo que es en realidad. El fallo se debió a que Paolo del Pozo tomó como buena la medida realizada por el científico musulmán Alfragano en el siglo IX, sin darse cuenta de que Alfragano hablaba de millas marinas árabes, que eran más cortas que las millas italianas.
Por ese error, Colón tardó más de lo previsto en llegar a América, y según dicen algunos, por eso se decidió a atravesar el Atlántico. De haber conocido la verdadera lejanía de las tierras a las que pretendía llegar no se hubiera probablemente aventurado. Ni siquiera hizo caso de la advertencia del doctor Gabriel de Acosta, médico que atendía a la corte ambulante de los Reyes Católicos cuando recalaban en Córdoba, quien le avisó de que se equivocaba en varios miles de millas y de que si llegaba a algún sitio no sería a Cipango ni a Catay, sino a una tierra desconocida y aún por descubrir. A una tierra antípoda que sería la explicación, según él, de las mareas.
Colón se lanzó al mar con un error en la medida de la circunferencia de la Tierra, pues quien le facilitó la información tomó por millas italianas las millas marinas árabes con que la había medido en el siglo IX el maestro árabe Alfragano. Es posible que, de haber conocido la verdadera distancia a la que se encontraban las tierras a las que pretendía llegar, no se hubiese atrevido a emprender el viaje, o al menos no le hubiera sido posible convencer a la Reina Católica de su posibilidad.
Los Reyes Católicos no tenían experiencia alguna en latitudes ni longitudes, pero no así los portugueses, que ya hemos dicho que llevaban años descubriendo tierras. Previendo que si se aplicaba la bula Alejandrina se producirían nuevos litigios entre ambos reinos, decidieron dejar de lado la concesión del papa y llegar ellos mismos directamente a un acuerdo que fuera factible y válido para ambos.
Previamente, Colón tenía que ir nuevamente a las tierras descubiertas, recorrerlas y cartografiarlas. Cuando volviera de su viaje con un mapa, empezarían las negociaciones para el nuevo reparto del mundo.
En septiembre de 1493, Colón se hizo a la mar con una expedición de 17 barcos en los que viajaban 1500 personas, hombres y mujeres, artesanos, geógrafos y todo el personal necesario para la nueva empresa. El encargo de organizar esta expedición recayó sobre el consejero de los Reyes Católicos para asuntos marítimos, Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Badajoz y otro hombre típico del Renacimiento, con una gran preparación técnica, conocedor de la cartografía y capaz de trazar una estrategia económica, geográfica y política del viaje. Además, Fonseca contaba con un carácter lo suficientemente fuerte como para no dejarse apabullar por Colón, que parece que tenía un temperamento más bien colérico.
En febrero siguiente, el jefe de la expedición, Antonio de Torres, regresó a España y llegó hasta Medina del Campo, donde se encontraba aquella corte tan viajera de los Reyes Católicos, a los que hizo entrega del documento dibujado por Colón, que serviría de base para el nuevo reparto.
Como ya hemos dicho que los Reyes Católicos no entendían nada de longitudes ni latitudes, Colón y sus cartógrafos trazaron lo que se llamaba una «carta plana», es decir, un mapa que no tenía en cuenta la concavidad del globo terráqueo. En ella habían dibujado correctamente la parte europea, que era bien conocida, pero habían modificado la posición de las Azores, situándolas más hacia el Este, de manera que se pudiera trazar aquella Línea Alejandrina que era geográficamente imposible.
A la izquierda del mapa, colón dibujó las tierras que había descubierto como si fuesen una parte del continente asiático, creyendo que se trataba de tierra firme en el extremo oriental de China o como se llamó entonces, las Indias Occidentales. Colón localizó, por tanto, su descubrimiento de Cuba, Haití y San Salvador como una península del continente asiático y situó una bandera sobre la zona descubierta.
Colón modificó la posición de las Azores en el mapa que trazó, de manera que se pudiera trazar la Línea Alejandrina, un semimeridiano descrito en la bula de Alejandro VI, que discurría de norte a sur a 100 leguas de las Azores y Cabo Verde. Lo situado a la izquierda de la línea correspondería a los españoles, y lo situado a la derecha, a los portugueses.
Si se aplicaba en el siguiente tratado la línea vertical de la bula de Alejandro VI, ni los Reyes Católicos ni Colón perderían su derecho a lo descubierto, toda vez que él ya había modificado, como hemos dicho, la posición de las Azores en el mapa. Ahora bien, en el caso de que el nuevo tratado aplicase la línea horizontal de Alcaçovas, Colón no estaba dispuesto a perder propiedades, y por tanto, en la carta plana que envió a los Reyes Católicos cambió ligeramente la posición de las islas, tanto de las americanas como de las Canarias, subiendo un poco la latitud de la Villa de la Isabela y bajando otro poco la latitud de la Gomera.
De esta manera, el almirante podría demostrar que había hecho un viaje en línea recta horizontal desde Canarias hasta las Indias y que todo su descubrimiento quedaba al norte de la línea horizontal de Alcaçovas. Tanto si se aplicaba la línea vertical como la horizontal, las propiedades y derechos de Colón quedarían a salvo, igual que los de los Reyes Católicos. Como vemos, las falsificaciones seguían estando a la orden del día.
Por si se aplicaba la línea horizontal de Alcaçobas, Colón modificó la posición de la Gomera, en Canarias, y la Villa de la Isabela en las Indias. De esta forma, al trazar la línea horizontal, las tierras descubiertas quedarían al norte de la misma, y por tanto se encontrarían en la zona de influencia castellana.
Pero los portugueses no se quedaron convencidos con la carta de Colón porque seguían teniendo fundadísimas sospechas de que las tierras descubiertas quedaban por debajo del paralelo 26, el de la línea de Alcaçovas. Y tenían toda la razón, porque se encontraban en el paralelo 19. Pero mucho más que las nuevas tierras, que no se sabía bien ni donde estaban ni qué riquezas o importancia podían tener para el mundo occidental, lo que a Juan II de Portugal le interesaba era conservar la ruta que ya tenía hacia las Indias, por el cabo de Buena Esperanza, y temiendo que al final saliera perdiendo lo que ya le había sido reconocido años atrás, accedió a llevar a cabo las nuevas negociaciones.
Los historiadores coinciden en que aquellas negociaciones se pueden encuadrar muy bien en el concepto de negociaciones modernas, como corresponde a la etapa en que se habían iniciado. Se nombraron embajadores, se dictaron normas diplomáticas, se recopiló información y contrainformación y se llevaron a cabo en paralelo negociaciones técnicas y políticas.
El 7 de junio de 1494, se reunieron las dos comisiones, española y portuguesa, en la ciudad castellana de Tordesillas. El resultado fue una línea paralela a la Línea Alejandrina, es decir, otro semimeridiano trazado a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde. Precisamente esa fue la labor de los técnicos, llegar a delimitar las 370 leguas al oeste de Cabo Verde. Manuel Fernández Álvarez ha recogido el texto en su magnífica biografía de Isabel la Católica:
«Que se haga y asigne por el dicho mar Océano una raya o línea derecha de polo a polo, del polo Ártico al polo Antártico, que es de norte a sur, la cual raya o línea e señal se haya de hallar y dé derecha, como dicho es, a trescientas setenta leguas de las islas de Cabo Verde, para la parte de poniente...».
Pero el Tratado de Tordesillas no se firmó con objeto de dividir el mundo entre los dos reinos firmantes, sino para repartir las áreas de influencia atlántica de ambos. Al este de la línea, Portugal; al oeste, Castilla. Se reservó un pasillo para poder pasar por las Canarias.
Esta línea estuvo presente en los mapas hasta el siglo XVIII, en que los estados Unidos iniciaron su independencia y llamaron América al continente. El primer mapa que la incluyó fue la Carta Universal de Juan de la Cosa, que comprendía todo el mundo conocido en aquel momento. Esta carta de Juan de la Cosa fue pintada sobre piel de ternero nonato, es decir, no nacido, y se ha deteriorado con el tiempo por la costumbre que había de enrollar las cartas de derecha a izquierda. Data de 1500 y se conserva en el Museo Naval de Madrid. Se basó, desde luego, en las resoluciones del Tratado de Tordesillas y se dibujó para los Reyes Católicos, que a partir de los anteriores sustos y sorpresas no quisieron nunca más padecer falta de información, sobre todo si habían de discutir con Portugal, porque desde entonces hubo paz entre ambos reinos.
El Tratado de Tordesillas dividió el mundo a derecha e izquierda de una nueva línea vertical trazada a 370 leguas de las Azores, es decir, a 100 leguas más al oeste que la Línea Alejandrina. Por ese motivo Brasil, que cayó dentro del área de influencia portuguesa, habla hoy portugués y no castellano.
Hubo paz incluso cuando los Reyes Católicos y su gente averiguaron el porqué de aquel empeño de Juan II en trazar la línea divisoria a 370 leguas de Cabo Verde. El monarca portugués había insistido en aquella distancia, hasta el punto de que admitió a cambio reconocer los derechos dinásticos de don Manuel el Afortunado. Veamos el interés de los Reyes Católicos en estos derechos, que les llevó a ceder en el trazado de la línea 270 leguas más allá de la Línea Alejandrina.
La hija mayor de Isabel y Fernando, la princesa Isabel, se había casado en 1490 con el príncipe Alfonso de Portugal, y éste había fallecido. Como Alfonso era el heredero de Portugal, el trono, como era de esperar, tenía más de un pretendiente. Manuel era sobrino de Juan II de Portugal y tenía intención de casarse con la princesa viuda, la hija de los Reyes Católicos. De esta manera, la viuda podría finalmente ser reina de Portugal. Además, cuando fue rey, Manuel I el Afortunado siguió la política de su suegra en materia religiosa, expulsando asimismo a los judíos. Al mismo tiempo que su hija se convertía en reina de Portugal, la Reina Católica se aseguraba un yerno que mantuviese el compromiso de no permitir a Juana la Beltraneja salir del convento. Juan II podía morir en cualquier momento y el peligro seguía vivo.
En cuanto al motivo de la demanda de Juan II de que la nueva línea se trazase no a 200 ni a 300 ni a 400 leguas de Cabo Verde, sino exactamente a 370, pudo ser, no lo sabemos con seguridad pero resulta muy sospechoso, que los navegantes portugueses hubieran ya avistado, como antes dijimos, o al menos encontrado indicios de la existencia de tierra dentro de esa distancia.
De hecho, cuando se descubrió Brasil y se verificó que caía en el área de influencia de Portugal debió de ser cuando se dieran cuenta del motivo de las 370 leguas. Si se hubiera aplicado la Línea Alejandrina que trazó el papa Borgia en su bula, hoy Brasil hablaría castellano.
Pasó el tiempo y el Tratado de Tordesillas siguió vigente, mientras portugueses, y sobre todo castellanos realizaban nuevos descubrimientos. Un día, el rey de Francia, Francisco I, eterno pretendiente a la corona del Sacro Imperio y eterno rival de Carlos V, comentaría la injusticia que con él se cometió y solicitaría, sarcástico, ver el testamento de Adán, en el que a él se le había excluido del reparto del mundo.