La fascinación por los venenos y sus antídotos data, cuando menos, del siglo II antes de nuestra era, pero en el Renacimiento alcanzó una especie de auge o época dorada, porque el Renacimiento fue, no lo olvidemos, el siglo de oro de la Alquimia, que empezó a convertirse en Química gracias a las aportaciones de científicos como Paracelso.
La fascinación por los venenos y sus antídotos había prendido en Mitrídates VI Eupátor (132 a 63 a.C.), rey de Ponto, del que se dice que hablaba más de veinte lenguas y que dedicó parte de su tiempo a anotar en diversos cuadernos cuanto pudo aprender acerca de toda clase de tósigos vegetales y animales.
Cuando Pompeyo entró en Ponto como vencedor, tomó los cuadernos de Mitrídates como botín de guerra y los dio a traducir al latín a su liberto Ceneo.
Pero no fue el primero. También del siglo II antes de nuestra era data un famoso tratado de venenos animales y vegetales, así como sus antídotos, contenido en dos poemas de Nicandro (hacia el año 200), Theriaca y Alexipharmaca.
Precisamente, el apogeo de la ciencia de los venenos correspondió al Renacimiento italiano, cuyos estudiosos recuperaron, analizaron y mejoraron las viejas formas de Mitrídates y Andrómaco, médico de Nerón que parece que tuvo gran experiencia en aquello de envenenar y desenvenenar.
Uno de los contravenenos más famosos y que fue desmitificado por Ambrosio Paré en el siglo XVI fue la triaca o teriaca, compuesto a partir de una fórmula de Mitrídates que, al llegar al siglo XV, se había complicado de tal manera que constaba de más de cincuenta y siete sustancias, entre ellas la carne de víbora. Su preparación era tan compleja y peligrosa que en las ciudades de Pisa y Florencia la elaboraban públicamente varios médicos y farmacéuticos en presencia de las autoridades. Su venta requería la autorización del cónsul.
A pesar de la explosión intelectual y cultural del Renacimiento, ya dijimos anteriormente que la superstición seguía vigente. El mejor ejemplo es la venta del famoso tratado contra las brujas y el recuento de demonios realizados por personajes destacados de la época que mencionamos en el capítulo II. Precisamente, el siglo XVI tipificó la brujería como delito.
En cuanto a la Medicina, la terapéutica a seguir en el caso de brujería revistió un carácter mágico y religioso, que recomendaba agua y sal, vino, oro, incienso y mirra, junto con recetas de plantas psicotrópicas como el eléboro blanco, la ginesta, la ruda y la valeriana, consagrada a la diosa germánica Herta, muy eficaz para protegerse frente a los seres demoníacos y para evitar la putrefacción causada por las brujas. La mayoría de los textos médicos de la época no ponían en duda la existencia del demonio, sino la forma en que influía en la mente humana, ya que todos sabían que el diablo no puede alterar el cuerpo, sino el alma. Los tratamientos médicos de la época reflejan a las claras el pensar popular y el pensamiento médico y filosófico. Aparte de las consabidas sangrías, los medicamentos se componían de productos naturales y remedios mágicos como polvo de momia, raspaduras de calavera, gemas y otros objetos similares; junto a ellos, se aplicaron remedios químicos, extractos o tinturas que seguían las pautas de la alquimia. Fue una etapa de ciencia que podríamos llamar mixta, en parte científica y en parte mágica. Es importante tener esto en cuenta a la hora de evaluar lo que hay de cierto o de incierto en la historia de los venenos de los Borgia.

LA FUNCIÓN DEL VENENO EN LA HISTORIA

Antes de la Edad Media, los escritores pasaban de puntillas por las cuestiones relativas a envenenamientos. Conocemos el castigo que el Consejo de los Quinientos impuso a Sócrates: beber la cicuta. Y sabemos que la bebió sin inmutarse, como la bebió años después el general Foción. La cicuta se tomaba mezclada con opio o adormidera, de forma que el proceso de la muerte llegaba sin sentir dolor alguno y era el castigo que el Areópago imponía a los criminales o infractores de la ley en Atenas.
Parece que fueron los romanos los que inventaron el arte de envenenar ocultando el tósigo en sortijas que volcaban con disimulo su contenido en la copa del destinatario. La comercialización de sustancias venenosas fue importante en Roma, donde se utilizó para deshacerse de los enemigos y parece que la planta predilecta, al menos en tiempos de Trajano, fue el acónito.
En la Edad Media se hicieron famosos los estudios del médico judío Maimónides sobre los venenos y sus antídotos, plasmados a través de numerosos consejos para evitar el envenenamiento. Hay que tener en cuenta que muchos de los que se decían dedicados a la alquimia, en realidad se dedicaban a preparar drogas tóxicas. Entre los siglos XII y XV abundan las historias de reyes y nobles víctimas del veneno cuyos casos han sido analizados posteriormente por científicos modernos, evidenciándose causas de muerte muy diferentes del envenenamiento. El veneno era un responsable cómodo y fácil de la muerte cuyas causas era imposible reconocer, dada la falta de conocimientos de la época. No solamente el veneno, sino también el demonio era otro de los fáciles causantes a los que imputar una muerte, una enfermedad o un caso de locura.
Durante el Renacimiento, el historiador Duruy menciona la situación especial que vivió Italia, donde la mentira, la perfidia y la traición se hallaban a la orden del día y donde se resolvían con el veneno y la daga cuestiones que en otros países se solucionaban con la espada en la mano. Los nombres de los Sforza, los Médicis y los Borgia están asociados irremediablemente al veneno.
Era un tiempo en que el comercio de los tóxicos había aumentado grandemente, tanto en lo que respecta al número de ponzoñas conocidas como en cuanto a la capacidad de sofisticación para prepararlas. Se habla de venenos que mataban instantáneamente y otros que hacían caer el cabello y la piel, haciendo a las víctimas agonizar lenta y dolorosamente, a veces durante años. Estos síntomas, por cierto, son exactamente iguales a los de la sífilis, que todavía no se había descrito. La literatura y las crónicas hablan de rasguños letales causados por las famosas «sortijas de muerte», herederas de las romanas, dagas y cuchillos con una cara de la hoja envenenada, dispuestos para cortar frutas y carnes que ofrecer amablemente al enemigo, pudiendo demostrar total inocencia, al comer tranquilamente el resto del bocado, que estuvo en contacto con la cara de la hoja sin envenenar. Tampoco este sistema fue invento de los italianos, pues se dice que ya la princesa persa Parisatis, madre de Artajerjes y Ciro el joven, lo utilizó para deshacerse de su nuera Estatira.

LA CANTÁRIDA, UN ARMA LETAL

Tanto los detractores como los defensores de la familia Borgia no son uno ni dos ni cien ni doscientos, sino que realmente forman legiones enfrentadas, cada una de las cuales esgrime multitud de argumentos. Algunos se basan en documentos de la época, muchos de los cuales tienen ese regusto de la ciencia mixta renacentista que mezcla un conocimiento incipiente de la química moderna con la invasión demoníaca. Otros lanzan acusaciones que resultan incluso ingenuas y divertidas. No es de extrañar que el mismo papa Borgia llegase a reír cuando escuchase alguna de las cosas que se decían o escribían en Roma sobre su familia.
Uno de los autores de la época, Francisco Guicciardini, cuenta los métodos de envenenamiento que utilizaban los Borgia e incluso cita el tósigo con el que Alejandro VI hizo envenenar al príncipe Djem, la cantárida o, en italiano, cantarella. Pero parece que la primera noticia que circuló sobre el veneno de los Borgia data de 1503, fecha de la muerte del cardenal Juan Bautista Orsini, quien según Burkhardt murió envenenado, aunque otros aseguran que murió en la prisión de Sant'Angelo, como dijimos anteriormente, donde ingresó anciano, enfermo y casi ciego, precisamente a causa de la vida licenciosa que llevaba, similar a la de casi todos los eclesiásticos de la época. Ambas fuentes, Burkhardt y Guicciardini, fueron tomadas como válidas, sin contrastar ni verificar, por autores como Schiller-Piroli, que utilizaron ese argumento en su historia novelada del siglo XVIII.
En cuanto al príncipe Djem, ya dijimos que murió en manos de Carlos VIII y también que, más que probablemente, por sus excesos, pero eso no impidió que se imputara su muerte al papa Borgia, y naturalmente por envenenamiento.
Como Djem falleció cuando ya llevaba un mes en poder del rey de Francia, se dijo que el Papa se lo entregó previamente envenenado, es decir, habiéndole hecho tomar un veneno que causara efecto al cabo de 30 días. Por otra parte, también dijimos que hubiera sido absurdo deshacerse de tan excelente fuente de ingresos, ya que el hermano del príncipe pagaba al papa una pensión elevada a cambio de que le impidieran regresar a Turquía. El pintor Mantegna, que trató con asiduidad al príncipe turco, describió sus excesos en la mesa, manifestando que estaba casi siempre bebido. Bien pudo morir de cirrosis o de sífilis.
El cardenal Alidosi. El cardenal Francisco Alidosi, obispo de Madrid, fue amigo inseparable del cardenal Juliano della Rovere, futuro papa Julio II. Según cuentan, él fue quien le libró de la muerte al impedirle beber un refresco emponzoñado que le ofreció el papa Borgia.
También se cuenta que Juliano della Rovere estuvo a punto de beber un refresco emponzoñado que le ofreció Alejandro VI, de lo que le libró su buen amigo el cardenal Alidosi, impidiendo que lo bebiera. Pero es evidente que el papa Borgia tuvo numerosas ocasiones de acabar con su gran enemigo, que fue papa unos años más tarde. Sus mayores posibilidades de venganza las tuvo cuando César Borgia se convirtió en noble francés y padre e hijo disfrutaron de dobles poderes. El cardenal della Rovere fue traidor en tiempos de Carlos VIII y de Ferrante de Nápoles y bien pudo el papa Borgia tomar venganza cuando esos dos valedores desaparecieron de la escena. Sin embargo, llegaron a hacer las paces.
LA CANTÁRIDA
La cantárida, el veneno que según ciertos historiadores y cronistas utilizaron los Borgia como arma fundamental para deshacerse de sus enemigos, es un insecto que se utilizaba desecado y triturado en el comercio, especialmente para la producción de tinturas, ungüentos y emplastos. El contacto con la cantárida produce ulceración hasta el punto de que los boticarios debían cubrirse el rostro con una gasa antes de pulverizar los insectos, para evitar que el polvo que se producía entrase en los conductos respiratorios. La cantárida se utilizó durante siglos como remedio contra la impotencia sexual, ya que su ingestión llega a generar una reacción de priapismo, que se confundía con el deseo sexual exacerbado. En Francia estuvo de moda en tiempos de Richelieu, como afrodisíaco. Por este motivo se produjeron numerosos envenenamientos, ya que algunas mujeres mezclaban polvos de cantárida en la comida de sus maridos o amantes para aumentar su capacidad de erección. También se ha utilizado como abortivo. En pequeñas dosis, produce irritación en las vías urinarias, pero en dosis mayores produce inflamación y, a veces, la muerte, con vómitos, diarreas, descamación de la boca y fuertes dolores estomacales, seguidos de vértigos, delirios e incluso tetanización muscular.
Otras acusaciones hablan del propio sobrino de Alejandro VI, el cardenal Juan Borgia, que murió de malaria en agosto de 1503. Se dijo que el Papa le había envenenado. Lo mismo sucedió con el cardenal veneciano Michiel, que murió tras vomitar y quejarse de dolor de estómago. Este cardenal era sobrino de Pablo II y se dijo que el papa Borgia le había mandado envenenar para arrebatarle sus propiedades y conseguir con ello dinero y tropas para las guerras de Romaña. Efectivamente, las propiedades de los prelados que fallecían revertían al papado, pero precisamente en aquellos días Alejandro VI estaba intentando atraer a Venecia a una alianza y no parece que fuera oportuno envenenar a un representante veneciano de tal alcurnia.

LAS PLAGAS RENACENTISTAS

La muerte del papa Borgia fue, como dijimos, causada por malaria, intoxicación y complicaciones cardíacas debido a su avanzada edad, pero dio pábulo a numerosas conjeturas y no faltó quien aseveró que un gran envenenador como él tenía que morir víctima del veneno. Pero también dijimos que era una época en la que cualquier cosa se podía confundir con el veneno. Las condiciones salutíferas de las ciudades eran proclives a toda clase de intoxicaciones por falta de higiene y de conocimientos. Las enfermedades del verano, como el tifus, el paludismo o el cólera, junto con la sífilis y la peste, diezmaban poblaciones y causaban muertes y síntomas similares a los de la ingestión de veneno.
LA PESTE Y LA SÍFILIS EN EL RENACIMIENTO
La peste negra asoló Europa en el siglo XV, pero nunca se marchó del todo, pues el mal quedó como agazapado en espera de condiciones idóneas para resurgir. A partir del Renacimiento se registró su curso en los archivos de los ayuntamientos y parroquias y se empezaron a imprimir opúsculos para prevenir a los ciudadanos. Los médicos empezaron a apreciar diferentes fiebres llamadas «pestilentes», y junto a ellas se empezó a diferenciar la sífilis, que realizó enormes avances en la época. Los científicos de la época achacaron la propagación de estas enfermedades a conjunciones astrales funestas que causaban la corrupción del aire, y éste, a su vez, corrompía los humores del organismo humano.
Los médicos renacentistas mantuvieron largas disputas sobre la naturaleza de estas enfermedades, lo que hizo que las autoridades dudaran a la hora de tomar medidas preventivas. Los criterios sobre el contagio fueron también ampliamente debatidos, aunque se llegó a poner en marcha la política de aislamiento para impedirlo.
La peste. En el Renacimiento, los científicos imputaron la causa de enfermedades contagiosas como la peste y la sífilis a una conjunción perversa de los astros que producía una corrupción en el aire, el cual a su vez corrompía los humores del organismo humano.
Los primeros escritos médicos que mencionan la sífilis datan de 1496, cuando la describieron el alemán Grünspeck, el italiano Leoniceno y el español Torrella.
La descripción que Nicosio Leoniceno hizo de la sífilis habla de «pústulas originadas por diversas formas de corrupción de los humores, a causa de la alteración del aire, que aparecen primero en las partes pudendas y después por todo el tegumento, junto con dolores fuertes y generalizados [16] ». Leoniceno participó en los numerosos debates que se llevaron a cabo para averiguar el origen de la entonces misteriosa enfermedad. Cuando obtuvo algunos conocimientos, se los hizo saber al humanista Juan Pico della Mirandola en un libro que le dedicó, impreso en 1497. Leoniceno no aceptaba que se tratase de una nueva enfermedad, pero rechazaba que fuese una de las ya conocidas. Su obra no es en absoluto un tratado médico, sino una especie de ensayo erudito, que puede dar idea de la confusión y desconcierto que producía por entonces la sífilis en los científicos.
Gaspar Torrella, que era obispo de Cerdeña, se interesó por la sífilis a preguntas de César Borgia, quien parece que la padecía, puesto que llevaba con frecuencia un antifaz que le había enviado Isabel de Mantua para ocultar los estragos causados en su rostro, aunque hay autores que afirman que utilizaba la máscara para evitar atentados y envenenamientos.
En 1498, también los alemanes publicaron una obra Contra las malas pústulas y el régimen pestilente. Por entonces, los científicos discutían y debatían en las universidades, echaban mano de Galeno o de Avicena, incluso de la Escolástica, pero no sabían cómo curar el mal. Fue a mediados del siglo XVI cuando se empezó a impartir un tratamiento tan eficaz como peligroso, una pomada a base de mercurio. Afortunadamente, pronto llegó de la recién descubierta América un nuevo tratamiento que no entrañaba peligro, a base de madera de guayaco, el palo santo, con el que se hacían infusiones y píldoras.
Toda la clínica renacentista de la sífilis se refiere a corrupción de los humores, incluso los terribles dolores que sufrían los enfermos se achacaban al ritmo de los movimientos humorales, una doctrina médica heredada de Hipócrates y Galeno.
Curiosamente, uno de los amigos intelectuales de Lucrecia Borgia, el cardenal Pedro Bembo, fue uno de los primeros mecenas humanistas en conocer el punto de vista científico de la sífilis, ya que el ilustre Jerónimo Fracastoro le remitió el primer texto manuscrito que trataba sobre el llamado morbus gallicus o mal francés, elaborado durante dos años de trabajo. El cardenal Bembo no solamente le animó a publicarlo, sino que elogió su obra en gran manera, lo que llevó a Fracastoro a mejorar la redacción del escrito y a publicarlo en Verona en 1530, en tres libros en verso, en los que describe la fatal conjunción de planetas que dio origen a la terrible enfermedad, el lamentable aspecto al que la sífilis reduce a los jóvenes y los sufrimientos de Italia devastada por las guerras, así como el tratamiento prescrito, a base de un cambio de régimen de vida y medicación a base de mercurio.
En la época del papa Borgia, por tanto, no se conocía prácticamente nada de la sífilis que tanto se propagó a raíz de las campañas de la fornicación de Carlos VIII y de tantas otras guerras. Los síntomas de la sífilis no se identificaron hasta mediados del siglo XVI, cuando los médicos empezaron a realizar seguimientos de casos y comprobaron que, al cabo de meses, los dolores remitían pero se agravaba la destrucción del organismo, y además se caía el pelo.
Muchos asociaron la sífilis a una especie de sarna, con el fin de encuadrarla en un orden de patologías más o menos conocidas y controladas. Se prescribieron tratamientos, pero pasó mucho tiempo hasta que se dieron cuenta de que el contagio se producía después del comercio carnal. Sin embargo, se entendía que la enfermedad no se producía sin que intermediara el aire alterado. Conjunción astral, alteración del aire y corrupción de los humores, todo menos caer en la cuenta de que se trataba de una enfermedad venérea. Cuando se empezaron a aplicar medidas profilácticas como la castidad, ya se habían producido numerosas epidemias. Y en esas epidemias los médicos, al ver de qué manera se propagaba y extendía la enfermedad, no tuvieron duda alguna de que la causa estaba en un castigo divino que actuaba a través de los astros. El mismo Leoniceno tuvo que declarar que ante tal origen los médicos nada podían hacer.
Y como el mal se asoció a la guerra contra (o con) los franceses, puesto que ya dijimos que se denominó morbus gallicus o mal francés, se dio por buena la idea de que la influencia maléfica de la conjunción de Júpiter con Saturno en la casa de Marte, se había producido en primer lugar en Francia, de donde pasó a Italia a través de los Alpes, alcanzando asimismo a los pueblos alemanes que estaban influidos por Marte.
La sífilis. La irrupción contundente de la sífilis desconcertó a los médicos del Renacimiento, hasta que consiguieron aislar su sintomatología frente a la de la peste, el envenenamiento y otras enfermedades.
EL PENSAMIENTO CIENTÍFICO EN EL RENACIMIENTO
Hemos dicho ya que el Renacimiento, en lo que se refiere al pensamiento científico, se caracterizó por su proceso de independización de la Teología, a la que estuvo sometido durante toda la Edad Media. Sin embargo, eso no supuso la ruptura con el pensamiento mágico medieval, porque la ciencia continuó sin desprenderse de ideas mágicas. La visión científica de la Escolástica se había basado en Aristóteles, Galeno y Santo Tomás de Aquino, y ya en el Renacimiento hubo científicos que plantearon los posibles errores de estos sabios, y sobre todo postularon que los razonamientos lógicos, aunque siguieran las pautas más avispadas de la Escolástica, no eran suficientes para descubrir las leyes de la naturaleza si no era utilizando la observación. Pero el Renacimiento fue, al fin y al cabo, una época de transición y por ello siguió arrastrando rémoras y limitaciones medievales. Uno de sus más preclaros científicos, Paracelso, se opuso a los axiomas de Galeno, pero eso no impidió que siguiera creyendo en supersticiones como la cábala o la magia negra. El mismo Lutero creyó firmemente en la brujería, a pesar de su progresismo reformista. La mayoría de los grandes intelectuales y científicos renacentistas, como Pico della Mirandola, Marsilio Ficino o Girolamo Cardano mantuvieron las creencias mágicas medievales junto con su espíritu de progreso e independencia de la fe religiosa.

LA TERCERA PLAGA

Hemos hablado de dos grandes plagas del Renacimiento que no solamente dieron lugar a innumerables muertes y situaciones miserables, sino que con frecuencia originaron confusión en cuanto a la causa y proceso de los males: la peste y la sífilis.
En lo que respecta a la leyenda negra de la familia Borgia, no solamente hay que tener en cuenta la influencia de esas dos plagas en muertes que les han sido imputadas, sino la no menos grande influencia de la tercera plaga no solamente del Renacimiento, sino de la institución económica, política y social que es la Iglesia: la envidia.
Ya hemos mencionado anteriormente la denuncia de Eusebio de Cesarea, el primer historiador eclesiástico: «La envidia no perdía de vista nuestros bienes».
La envidia, corruptora de la curia. Junto con la peste y la sífilis, la envidia fue una de las más temibles plagas que azotó a la Italia renacentista y, en especial, a la Iglesia. Ya en el siglo IV, Eusebio de Cesarea, el primer historiador eclesiástico, denunció que la envidia no perdía de vista los bienes de la Iglesia. La envidia es uno de los pilares de la leyenda negra de los Borgia.
Las flaquezas de los representantes de la Iglesia han sido bien conocidas por los artistas que han intervenido en la construcción y decoración de iglesias y catedrales. Así, la Capilla de los Scrovegni, en Padua, construida en pleno Trecento por Enrique Scrovegno, contiene un fresco pintado por Giotto titulado Injusticia, que representa claramente a un alto eclesiástico con báculo y espada. Giotto decoró el zócalo de la capilla con otras figuras pintadas en grisaille, personificando los vicios y las virtudes, los heroísmos y las bajezas humanas. Una de las figuras es la representación monstruosa de un ser humano de aspecto execrable, con la que el artista interpretó uno de los pecados que corroían los entresijos de la Iglesia: La envidia, corruptora de la curia.
Las primeras habladurías sobre el papa Borgia tuvieron lugar al poco tiempo de su elección, pues en seguida se habló de sus malas artes para conseguir la tiara. El cronista Esteban Infessura habla de la reata de mulas cargadas con plata que salieron del palacio Borgia el día anterior a la elección papal. No sabemos si es cierto o tan solo una fabulación del cronista, pero lo que sí ha de ser cierto es que Alejandro VI obtuvo la tiara pontificia por medio de la simonía, igual que la han venido obteniendo todos los papas mediante negociaciones, acuerdos o convenios en los que se juega con asuntos económicos, sociales o políticos y en los que, como ya dijimos, huelga la intervención del Espíritu Santo.
El mismo proceso que se dio para la elección de Alejandro VI se había dado años atrás para la de Pío II, el cardenal humanista Eneas Silvio Piccolomini, sucesor de Calixto III, cuyo Cónclave transcurrió en paralelo con luchas encarnizadas entre bandos y facciones que apoyaban a uno u otro cardenal. En la elección de un papa, todo quedaba admitido con tal de lograr los votos suficientes para que accediera al trono de San Pedro, pero la condición sine qua non era siempre que el candidato debía cumplir con los cardenales que le apoyasen, es decir, mantener sus cargos y prebendas, otorgarles nuevos cargos y prebendas y no atacar a sus familiares y aliados. Los métodos de elección papal iban en el Renacimiento desde el dinero hasta el chantaje, pero unos pocos siglos atrás, la elección se llevaba a cabo a garrotazos en las plazas de Roma, donde los partidarios de uno u otro dirimían sus diferencias con las armas en la mano.
Pío II, el papa humanista, al que la Historia conoce como escritor, dejó sus memorias y sus descripciones del Cónclave, en las que habla de sobornos, negociaciones ocultas en las letrinas, promesas y amenazas. Este papa, escritor y guerrero, organizó una cruzada contra el turco a la que ningún país europeo se unió, y consiguió el dinero para su guerra religiosa creando nuevos puestos en la cancillería papal, cuyos ocupantes debían pagarlos a un precio elevado. El cohecho y la prevaricación eran habituales en el Vaticano, como vemos, antes del papa Borgia.
A la muerte de Pío II, el entonces cardenal Borgia tuvo que desmontar los nuevos puestos de la cancillería que no creaban más que problemas y enfrentamientos. La acusación, pues, de conseguir dinero nombrando cardenales, que debió de estar bastante bien fundamentada, no tenía un objeto nuevo en el papado, sino que era lo habitual, porque Pío II tampoco fue el primero ni el único.
Otra de las grandes acusaciones que han caído sobre los dos papas Borgia, tanto el tío como el sobrino, ha sido la de favorecer a sus familiares por todos los medios, pero ya hemos hablado sobradamente de lo extendido que estuvo el nepotismo no solamente entre los papas, sino entre los altos prelados, es decir, entre los que tenían algo que conceder y familiares a quienes concedérselo.
Lucrecia Sforza acusó también al papa Borgia de haber convertido Roma en la base militar de los milaneses. Roma fue la base militar de la potencia de turno y lo fue desde que hubo bienes por los que luchar, es decir, desde el siglo VIII.
Junto a ésta se halla la acusación de que los extraordinarios esfuerzos que hizo Alejandro VI por fortalecer los Estados Pontificios fueron motivados por la expoliación y la rapiña para beneficiar a su familia.
Naturalmente, el papa Borgia favoreció a sus hijos en todo lo que pudo y trató de asegurar su porvenir dándoles plazas seguras. Los papas que no tuvieron hijos, como Gregorio VII o Inocencio III, expoliaron al mundo para su provecho personal. Julio II mantuvo guerras incesantes durante todo su papado para defender y ampliar los territorios papales y la Historia no solamente no se lo reprocha, sino que le trata de papa fuerte y poderoso, olvidando que, antes de serlo, traicionó a su país abriendo la puerta al rey francés Carlos VIII. Y olvidando, sobre todo, que el «papa terribilísimo» como llamaron a Julio II, vivió y luchó como un soldado, con el arma en la mano, participando por tanto en matanzas y asaltos guerreros. Olvidó, como soldado, el mandamiento de «no matarás». Pero no todos los historiadores han visto con benevolencia la vida guerrera de Julio II. Erasmo de Rotterdam le menciona como un papa excluido del cielo y Maquiavelo recuerda que César Borgia cayó con él en un grave error.
César Borgia se anticipó a aniquilar a los que le iban a traicionar, porque ellos confiaron ingenuamente en él y no se debe confiar en un señor poderoso después de haberle ofendido. Así los atrajo a la trampa de Sinigaglia, haciéndoles creer que la ofensa estaba olvidada. Pero el propio César Borgia cometió años después el mismo error al confiar en el rival y enemigo de su padre, Juliano della Rovere, ofendido y humillado ante el triunfo de Alejandro VI, que le llegó incluso a arrebatar la amistad y la alianza de Francia. César Borgia creyó ingenuamente que Juliano della Rovere había olvidado las viejas rencillas. Así se dejó atraer a la trampa de darle los votos españoles para que resultara elegido papa.
Las alianzas militares y políticas de los papas, sus luchas encarnizadas por defender sus haberes o por ampliarlos, ya dijimos que duraron hasta el siglo XIX, cuando Víctor Manuel de Saboya consiguió unificar Italia y designar a Roma como capital, después de una larga guerra contra el papa rey Pío IX.
No se trata en absoluto de defender al papa Borgia negando las bajezas que cometió, sino de dejar claro que su comportamiento fue similar al de casi todos los demás papas de la historia. En su obra Los derechos de los hombres y las usurpaciones de los papas, Voltaire plantea la pregunta de si un sacerdote de Cristo debe ser soberano. Según la doctrina de Gregorio VII, el papa es soberano porque su autoridad viene heredada en línea recta de San Pedro, a quien Cristo dio no solamente las llaves del cielo, sino el poder de atar y desatar en la tierra. Pero los poderes místicos de la Iglesia se han arropado siempre de poderes temporales, y si el papado consiguió durante siglos mantener un vasto territorio del que el papa fue rey y señor feudal, no fue precisamente por donación mística, sino mediante guerras, tratados económicos, alianzas políticas, ocupaciones militares, usurpaciones, intercambios y todos los métodos que utiliza cualquier soberano para extender sus pertenencias, incluido el engaño. La Donación de Constantino es el mejor ejemplo.
Por tanto, las maldades que se atribuyen al papa Borgia no se le atribuyen como gobernante, sino como papa, es decir, como vicario de Cristo en la tierra.
Como vicario de Cristo en la tierra todos sabemos que el papa no poseería una corona triple ni un país en propiedad. Cristo no tuvo ni almohada en la que apoyar la cabeza, al menos eso es lo que dice el Evangelio, y nunca ordenó la prosperidad que sus llamados seguidores alcanzaron cuatro siglos después de su muerte.
El historiador Jacques Robichon habla de la tiara mancillada, señalando el pecado de simonía con el que la obtuvo el papa Borgia. Desde un punto de vista analítico, la tiara está mancillada por el mero hecho de existir. Sea tiara o sea corona, su sola presencia y existencia es una mancha para quien se dice representar a aquel que no tuvo donde apoyar la cabeza. Téngase en cuenta que la Iglesia se dice una institución fundada por Cristo y seguidora de la doctrina del Evangelio, y sin embargo aquellos que han seguido fielmente los pasos de Cristo y la citada doctrina, como Francisco de Asís o Teresa de Calcuta, han sido escasos, han encontrado numerosas trabas en la misma institución e incluso han sido acusados de herejes o de rebeldes por los propios eclesiásticos. La tiara, la corona, el trono, los palacios, los beneficios y las prebendas, empezando por el propio Estado Vaticano, herencia de los Estados Pontificios, no admiten mancha porque ya lo son.
Como papa, Alejandro VI fue uno más de los papas de su tiempo. Como gobernante de un país vasto y rico, el papa Borgia fue uno más de los gobernantes de su tiempo. Era habitual utilizar el reino o el feudo como patrimonio personal y disponer de él como si de una propiedad se tratara. Voltaire dedicó varias páginas a analizar el derecho de los sacerdotes de Cristo a ser soberanos para llegar a la misma conclusión: resulta una monstruosidad el que un sacerdote conceda un imperio y también que tenga soberanía sobre ese imperio. Y para tranquilizar al lector cristiano le remite al Evangelio.
Las habladurías prolongadas sobre el papa Borgia, pues, son fruto indudable de la envidia. De la envidia que habitualmente corroyó la curia, desde los tiempos en que el mismo Eusebio de Cesarea la denunció, allá por el siglo IV, precisamente, el punto de partida de los bienes materiales de la Iglesia. No hubo envidia cuando no hubo nada que envidiar, y ésta surgió, naturalmente, al olor de las riadas de oro que empezaron a desembocar en las arcas de Dios, merced a las transacciones político-económicas y político-religiosas.
¿Por qué habría de despertar envidias el papa Borgia? Simplemente, por ser español. O mejor dicho, por no ser romano, ni siquiera italiano. La mayoría de los papas de la época, incluso de épocas anteriores y posteriores, tuvieron bastardos, queridas, llevaron una vida licenciosa, organizaron matanzas de opositores a los dogmas de la Iglesia, aplastaron rebeliones filosóficas, aniquilaron el progreso, bendijeron genocidios y acumularon bienes materiales para ellos y para los suyos. Sin embargo, no hay leyenda negra, no se han escrito novelones sangrientos sobre las matanzas de judíos, de cátaros, de brujos, de protestantes.
Y si los hay, ninguno supera en tirada a cualquiera de las obras que difaman al papa Borgia y a su familia. Seguramente porque el papa Borgia supo triunfar en la política y supo encumbrar a los suyos sin siquiera haber nacido en Italia, algo imperdonable para los italianos de la época, un extranjero en el poder más elevado del mundo, el papado.
Simón el Mago. Simón el Mago pretendió comprar a los apóstoles el poder místico que Cristo les concedió. Desde entonces, se llama simonía al pecado de adquirir bienes o poderes religiosos mediante el dinero o las transacciones materiales.

LA LETTERA

De entre los numerosos enemigos de la familia Borgia, hay tres que destacan especialmente, Juliano della Rovere, Juan Galeazzo Sforza y Silvio Savelli, los tres tuvieron, por cierto, buenas razones para ser sus enemigos. Juliano della Rovere porque perdió el trono de San Pedro que le ganó por la mano Rodrigo de Borgia, a pesar del colchón económico que para él preparó Carlos VIII. Recordemos sus esfuerzos por arrancarle la tiara, que le costaron a Italia la invasión francesa.
Juan Galeazzo Sforza tuvo razones sobradas para enemistarse con los Borgia por la humillación que sufrió durante el proceso de anulación de su matrimonio con Lucrecia. En cuanto a Silvio Savelli, fue víctima de César Borgia, desposeído de su señorío y exiliado de Roma tras su levantamiento contra el papa.
En paralelo a la historia de la familia Borgia, una historia que muchos autores han tratado de recuperar separando lo fantástico de lo real, indagando en los motivos, en las posibilidades y en las fuentes, se generó su leyenda negra, una primera historia que hablaba de corrupción en la Iglesia, después, una segunda historia que narraba actos viciosos, especialmente de carácter sexual, y finalmente, una tercera historia de crímenes y de veneno.
Todas estas historias parece que se originaron en vida del papa Borgia, puesto que ya hemos dicho que él solía reír cuando leía o escuchaba algunas de las cosas extremas que se decían de él, pues, en primer lugar, señalaba que nadie en su sano juicio podía creer semejantes cosas, y en segundo lugar opinaba que Roma era un estado libre y que los ciudadanos tenían derecho a expresar sus ideas sin censuras ni cortapisas.
La página de la corrupción se la debemos particularmente a Juliano della Rovere, el que después fue Julio II. Él fue quien lanzó toda la propaganda antiborgiana para conseguir que Carlos VIII, tras invadir Italia, depusiese a Alejandro VI y le entregase a él la tiara. Con todo su ensañamiento, della Rovere no habló de incestos, de asesinatos, de fornicación ni de veneno, solamente habló de simonía y ya vimos que de poco le sirvió, como tampoco le había servido en aquel caso su propio intento de simonía para lograr la tiara. La logró años después, como vimos. En cuanto al tráfico de influencias y el abuso de posición privilegiada, es indudable que el papa Borgia los utilizó en beneficio de sus hijos, pero no olvidemos las prebendas de que disfrutaron el cardenal della Rovere y el cardenal Riario en tiempo de su tío el papa Sixto IV.
Algunos autores, como el mismo Maquiavelo, diferencian la actuación del papa Borgia, cuya lucha se centró en conseguir bienes para los suyos, y la de Julio II, cuya lucha tuvo como objetivo engrandecer la Iglesia. Es cierto que Julio II engrandeció la Iglesia y que la dotó de grandes maravillas artísticas, como el extraordinario mausoleo que encargó a Miguel Ángel, pero fueron para su honra, para que la posteridad admirara lo mucho que aquel papa había conseguido en vida y que perduraba tras su muerte. Esa y no otra es la función de un mausoleo, sobre todo si es tan grandioso como el suyo.
Se acusó al papa Borgia de haber utilizado la Iglesia como una herencia, entregando a su familia bienes eclesiásticos. Lo cierto es que ninguno de sus hijos heredó bienes de la Iglesia, sino que estos volvieron a ella a la muerte del Papa, o mejor dicho, volvieron a manos de los vicarios que anteriormente los disfrutaban. Todos los papas y todos los eclesiásticos, con alguna excepción honrosa, han obtenido de la Iglesia el mayor número de bienes y beneficios posibles y eso siempre ha suscitado envidias, porque siempre ha habido quien se ha creído con más derechos a obtener esas tierras o esa posición.
Aquí tenemos que volver a las consideraciones de Voltaire. ¿Es realmente digno que un sacerdote que se dice vicario de Cristo en la tierra disfrute de tales prebendas, beneficios y riquezas? Esa es la primera pregunta, cuya respuesta es obvia. Si echamos un vistazo a los Evangelios, no tenemos más remedio que responder que no. Si miramos con detenimiento la historia de la Iglesia, vemos que la situación de privilegio y poder se inició y se mantuvo mediante pactos, no mediante donaciones. Constantino el Grande es cierto que cedió a la Iglesia numerosos bienes, aquellos que según Eusebio de Cesarea suscitaron la aparición de la envidia. Pero no fue un regalo, sino una transacción. Es decir, Constantino no regaló al papa Silvestre y a la Iglesia todos los territorios, iglesias, palacios, dinero y bienes gratuitamente, sino a cambio de algo muy importante para él. A cambio de constituirse en sumo pontífice de la Iglesia cristiana sin siquiera tomarse la molestia de bautizarse, puesto que él jamás creyó en el Dios cristiano, sino que continuó sacrificando a los dioses romanos mientras presidía concilios y proclamaba dogmas de fe. A cambio también de manipular todas las formas externas de la religión cristiana y adecuarla a las creencias populares de la época, adaptándola a la religión de Mitra, que es en la que creía el pueblo romano. A cambio de obtener la benevolencia y el firme apoyo de los líderes cristianos, frente a sus numerosos asesinatos, traiciones y parricidios.
Los bienes terrenales de la Iglesia crecieron grandemente en tiempos de Pipino el Breve y Carlomagno, pero tampoco estos príncipes le regalaron nada.
A cambio de unas tierras arrancadas al imperio bizantino, la Iglesia accedió a la petición de Pipino de coronarse rey de los francos tras usurpar el trono al último rey merovingio, y también accedió a coronar emperador a su hijo Carlomagno y a sacralizar la nueva estirpe carolingia, convirtiéndolos de usurpadores en reyes.
Y así sucesivamente. Todos los bienes terrenales de la Iglesia se han conseguido a base de trueques y concesiones. Cada uno da lo que tiene. El rey da bienes terrenales y el papa da bienes místicos. La Iglesia supo administrar un tesoro incalculable, el de la sangre de Cristo, derramada para redimir los pecados de los hombres, y con ella negoció y especuló durante siglos, algo que denunciaron en su momento Juan Hus y Martín Lutero, pero que, denunciado y todo, convirtió las indulgencias en un río de oro que vino a desembocar, como ya hemos dicho anteriormente, en las arcas divinas. El mismo Juliano della Rovere que tanto criticó al papa Borgia por corrupto emitió cuando fue papa con el nombre de Julio II tal cantidad de indulgencias con las que obtener fondos para erigir los monumentos de San Pedro, que Erasmo de Rotterdam y Martín Lutero protestaron ruidosamente.
Otra forma de adquirir bienes terrenales ha sido la recogida de impuestos, con los que los papas medievales obligaron a reyes, nobles y plebeyos a pagar tributos en base a derechos falsificados, como la ya citada Donación de Constantino o la manipulación de las Escrituras para demostrar que Cristo dio a San Pedro y con él a la Iglesia el mundo como feudo.
Todo esto viene a demostrar que los bienes terrenales de la Iglesia se han conseguido como todos los bienes terrenales, mediante la guerra, la manipulación, la usurpación, el convenio, la negociación o el trueque, y que por tanto carecen de base religiosa. Y por ello, como todos los bienes terrenales han tenido un día un dueño y otro día otro dueño diferente. Igual que la Iglesia los ha conseguido guerreando o negociando, otros pueden muy bien arrebatárselos guerreando o negociando. Y eso es lo que hicieron el papa Borgia y, especialmente, su hijo César arrancando bienes a quienes anteriormente los habían usurpado a otros, los vicarios. Si después, a su muerte o a su caída en desgracia, otros se los arrebataron a ellos, no hicieron más que seguir el proceso habitual de ganar y perder.
Sin embargo, hay algo que llevó a cabo el papa Borgia y de lo que ninguno de sus difamadores habla, porque da fe de su tendencia progresista y de su saber político. Los campesinos estaban obligados a pagar un impuesto llamado «diezmos y primicias» a la iglesia a la que perteneciesen, y ese dinero formaba parte de los numerosos beneficios que ya dijimos que disfrutaba el clero y que, si ha dejado de disfrutar, no ha sido por haber renunciado a ellos, sino por haberles sido negados. En 1501, el papa Borgia emitió una bula por la que otorgaba a los reyes los diezmos de las iglesias que fundaran y dotaran. Aquí vemos también un motivo de disgusto y deseo de revancha de los religiosos encargados de tales iglesias, que no pudieron disfrutar ese impuesto a menos que los reyes se los cedieran de buena voluntad.
La página de la depravación se debió de iniciar con las historias que el Sforzino hizo circular a raíz de su pérdida oficial de hombría, al no poder demostrar su potencia sexual frente a las acusaciones de Lucrecia. De ahí surgieron autores, como Matarazzo, que escribió la crónica de la ciudad de Perugia afirmando que Lucrecia Borgia era la mujer pública más notoria y frecuentada de Roma. Sus palabras siguen fielmente las palabras del Sforzino, porque incluso admite la famosa teoría del incesto de los Borgia y ya dijimos anteriormente que sin incesto no había escándalo. No era fácil llamar la atención y escandalizar a aquella sociedad que tenía la manga más ancha vista hasta entonces. Una historia que se preciase de escandalosa tenía imprescindiblemente que hablar de incesto en las mujeres y de homosexualidad en los hombres.
Ya en 1497 se extendieron algunos rumores que hablaban del incesto entre Lucrecia y su hermano César. El embajador de Ferrara, Beltrando Contabili, contó en una carta las sospechas que le había transmitido Juan Galeazzo Sforza.
La historia del Infante Romano cobró matices de folletín truculento al suponerle hijo de Lucrecia Borgia y el camarero del papa, Perotto. Esos amores, ya de por sí reprobables entre la señora y el sirviente, fueron descubiertos por César Borgia quien, muerto de celos, persiguió al camarero por el Vaticano. Perotto se refugió junto al Papa, pero César, ciego de furor homicida, le apuñaló con saña atravesando con su daga la sagrada capa del pontífice, tras la que se ocultaba el aterrado camarero. Poco después, el cadáver del atrevido sirviente aparecía en el Tíber atado al de una doncella de donna Lucrecia. Un crimen, pues, pasional, mancillado con la execrable inspiración del incesto.
Otra historia surgida del incesto es el crimen pasional de Alfonso de Bisceglie, a quien César Borgia asesinó porque no podía soportar que su hermana le amase. Es más que posible, como ya dijimos, que César ordenase el asesinato de su cuñado, pero fue un asesinato político, no un crimen pasional.
Y ya puestos a novelar el incesto, no faltaron autores que aseguraron que el Sforzino tuvo que huir de Roma porque el papa Borgia no soportaba compartir con él a su hija, con la que había tenido ya un hijo, el Infante Romano, y César entraba en el trío incestuoso porque su padre era incapaz de negarle nada.
Las leyendas de depravación que surgieron en torno a la familia Borgia son innumerables y a cual más exagerada. Hermann Rötgen tuvo ocasión de observar que cuanto más tiempo pasaba más historias y leyendas surgían. Pero parece ser que estas historias de vida licenciosas surgieron en dos lugares geográficos, la corte del rey de Nápoles y la corte de Urbino.
Hemos visto tiempo atrás al rey Ferrante de Nápoles temeroso de que la alianza de Alejandro VI con Milán, que apoyaba a los franceses, pudiera suponer una amenaza para él. Recordemos lo bien que este rey supo utilizar en su momento el arma de la calumnia, escribiendo un largo e inoportuno memorial a Fernando el Católico. También le hemos visto cambiar de tercio cuando consiguió casar a su nieta Sancha con Jofré Borgia.
La mayor parte de las historias de índole sexual que narran los incestos y crímenes pasionales de los Borgia procedieron en su día de la corte de Nápoles y debieron de formar parte de las historias pícaras y de los chistes picantes de la época, cuentos, textos satíricos y epigramas que se contaban en la corte para divertir a la gente, como las que contaron en su día Petronio en El Satiricón, Bocaccio en El Decamerón o Godofredo de Chaucer en Los cuentos de Canterbury.
En Roma, todavía se siguen escribiendo poemas satíricos en el Paquino, cerca de la Plaza de Navona, donde circularon las historias picantes de los Borgia.
Antes de que la Inquisición prohibiese los libros infamantes sobre los Borgia, ya estaban no solamente en la literatura, sino en el teatro. Y ahí siguen. La primera obra de teatro que se benefició de las historias de depravación de los Borgia se estrenó al año siguiente de morir Alejandro VI, en 1504 y en la corte de Urbino, probablemente auspiciada por Guidobaldo de Montefeltro o al menos por personajes de su entorno. La segunda obra se estrenó poco después celebrando la caída de los Borgia y el glorioso retorno del Duque al poder.
La calumnia, la envidia y la maledicencia. Así representó Boticcelli la calumnia, la envidia y la maledicencia, tres vicios muy humanos que configuraron la leyenda negra de la familia Borgia. En el caso de Lucrecia, a ellos se podrían añadir el machismo y el desprecio al sexo femenino.
Es indudable que todos los príncipes de la Romaña tenían motivos suficientes para odiar a los Borgia, que los habían despojado, exiliado, y en muchas ocasiones excomulgado. Los Colonna y los Savelli publicaron algunos libelos hablando de los crímenes de los Borgia, redactados por un escritor napolitano, Jerónimo Mancione.
En ellos se narra el desenfreno y el vicio que imperaron en la vida de César Borgia hasta el punto de que no parece que tuviera tiempo para luchar y conquistar tierras. Parece cierto que César Borgia pasó el invierno de 1500 a 1501
gozando de cautivas, dicen que consentidoras, practicando ejercicios de fuerza a base de caballos, toros y puñetazos, todo ello interrumpido por grandes comilonas, aunque sin dejar de trabajar diariamente en su despacho desde la salida del sol para despachar los numerosos asuntos de sus estados. No olvidemos que en ese período se sentaba en el trono ducal de Romaña.
Pero lo que cuentan de él es mucho más novelesco. El 15 de noviembre de 1501 se puso en circulación una carta que será desde entonces conocida como la lettera antiborgiana, fechada en Tarento y dirigida a Silvio Savelli, exiliado de Roma en aquellos días. Frente al contenido de esta carta que el cardenal Ferrari entregó a Alejandro VI con el fin de que hiciera castigar a los calumniadores, César Borgia se enojó sobremanera, pero el Papa se limitó a señalar que su hijo el Duque no sabía tolerar las ofensas, pero que Roma era una ciudad libre donde cada uno escribía lo que le placía. Incluso dicen que, cuando el barón Savelli le visitó en Roma, no le dijo palabra alguna sobre la carta difamatoria de Silvio.
La carta, naturalmente, acusaba a los Borgia de delitos muy superiores a los cometidos por Nerón y Calígula, que ya tenían suficiente mala fama. Hablaba de estupros, de incestos, de hombres heridos o envenenados arrojados al Tíber, unos métodos para deshacerse de los enemigos que, según Gervaso, empleaban no solamente los Borgia, sino los Sforza, los de Aragón, los Malatesta, los Médicis, los Este y todos los representantes de las grandes familias en general.
Pero la historia que cuenta la leyenda negra de los Borgia no se queda en crímenes ni atrocidades comunes, de las que cometían todos, sino que busca algo mucho más espectacular y más escandaloso. Dice, por ejemplo, que mientras las tropas de César Borgia saqueaban y asesinaban por doquier, él iba secuestrando mujeres para crear su propio harén en Capua, pintándole como a un monstruo sediento de sangre y de vicio sexual. Y para que el escándalo se produzca, el orador de Urbino, Silvestre Calandra, cuenta cómo atrajo con promesas y favores al hermoso Ástor Manfredi, echándole a perder villanamente hasta que entregó la ciudad y se unió a las tropas del Valentinois, quien gozó de él sexualmente hasta que, hastiado, se deshizo de él de la forma más brutal y despiadada, asesinándole y arrojando su cadáver al río.

EL BAILE DE LAS CASTAÑAS

Una de las historias difamatorias más ingenuas y divertidas que se contaron sobre los Borgia procede asimismo de la famosa lettera y narra lo siguiente: con motivo de la celebración de la boda de Lucrecia con Alfonso de Este, la familia Borgia organizó una orgía tan espectacular como increíble, consistente en desparramar varios canastos de castañas por el suelo, que un grupo de cincuenta cortesanas, desnudas naturalmente, debía recoger de una en una. El movimiento de recogida de las castañas pondría a las mujeres en una posición muy apropiada para poder acercarse a ellas y penetrarlas a una después de la otra. Todo ello tamizado por la suave luz de las velas y con un final de concurso que ganaría aquel que consiguiera penetrar a más mujeres. El premio consistía, según dicen, en vestidos, zapatos y objetos de adorno de gran valor.
Otros, tratando de rizar el rizo, cuentan que la orgía de las castañas no se celebró con motivo de los esponsales de Lucrecia, sino para celebrar el día de Todos los Santos, lo cual añade una nota sacrílega al festín. Junto con esto se habla de riadas de rameras que confluyen en el Vaticano para tratar de dar satisfacción a los insaciables apetitos de los Borgia. Nadie se queja, nadie protesta y todo Roma calla por miedo al veneno, a la bebida emponzoñada siempre a punto y siempre dispuesta a silenciar lenguas locuaces.
Otros cuentan cómo disfrutaban el Papa y su hija contemplando a los caballos y yeguas que se apareaban bajo sus ventanas. Los cuentos, como vemos, no tienen fin ni límite, y precisamente todo esto sucedió cuando el duque de Este pedía informes sobre su futura nuera. Es obvio que no creyeron en absoluto lo que se contaba, puesto que Hércules de Este se divirtió sobremanera con los epigramas e historias cortesanas, pero no dudó en emparentar con aquella familia tan escandalosa.
Y no es de extrañar que se divirtiera y no las creyera. Ya dijimos que divertían incluso a su protagonista. Burkhardt, uno de sus mayores enemigos y difamadores, no dejó de comentar que el papa Borgia era muy popular entre la gente, que siempre era bien recibido donde se presentase, y que tanto el pueblo como él se reían de los cuentos picantes que surgían a su costa, pero sin prestarles la menor atención.

EL RAPTO DE DOROTEA

Otro de los temas que más se han comentado y han contribuido a llenar páginas y páginas de historias de sangre y desenfreno es el rapto de Dorotea, prometida del condottiero Juan Bautista Caracciolo. Según unos, el autor del rapto fue César Borgia. Según otros autores, como Blasco Ibáñez o María Bellonci, el autor fue el capitán Diego Ramírez. Veamos lo que se sabe que sucedió.
En 1501, César Borgia fue a Urbino para disfrutar de las fiestas de Carnaval, a las que era muy aficionado. Pero no fue invitado expresamente, sino más bien se toleró su presencia. Recordemos que, en esa fecha, el Valentinois no se había apoderado todavía del ducado de Urbino.
Fuera en calidad de invitado o de intruso, el caso es que César Borgia se divirtió con los pasatiempos a que eran tan aficionados los intelectuales.
Recordemos también que la corte de Urbino era una de las más brillantes del momento y allí se apreciaba mucho más este tipo de entretenimientos para personas inteligentes que la pompa y el boato tan buscados en otros lugares.
La duquesa Isabel de Gonzaga tenía en su séquito una bella dama de origen lombardo llamada Dorotea, procedente de una familia noble de Crema, que estaba prometida a Juan Bautista Caracciolo, el capitán del ejército veneciano.
Según los autores de esta historia, César Borgia se prendó de esta dama hasta el punto de que no pudo soportar la vida lejos de ella. Pero cuando terminaron las fiestas de los Carnavales, regresó a su campamento militar para su próxima contienda.
Un día, concretamente el 10 de febrero de 1501, Dorotea partió de Urbino camino de Cervia, en la república de Venecia, donde debía contraer matrimonio con su prometido, el capitán Caracciolo. En el camino, el séquito de Dorotea fue asaltado por un grupo de hombres. Algunos se fijaron en que quien los mandaba llevaba un ojo vendado, seguramente para ocultar su rostro, pero coincidieron en que se parecía al Valentinois.
Isabel de Gonzaga, duquesa de Urbino, tuvo entre las damas de su corte a una joven excepcionalmente bella, Dorotea, prometida del capitán veneciano Juan Bautista Caracciolo. Según unos autores, César Borgia se prendó de ella y la raptó. Según otros, ella se dejó raptar por el capitán español Diego Ramírez.
El combate no fue largo, porque los asaltantes iban bien pertrechados y eran expertos en la lucha. Finalmente, la hermosa Dorotea y una de sus damas fueron raptadas por los malhechores.
Es de suponer el escándalo que organizó el capitán veneciano, quien se mostró dispuesto a abandonar el servicio de la República Serenísima para correr en busca de su adorada, pero no eran momentos para dejar la guerra por el amor, sino todo lo contrario. Precisamente, Caracciolo estaba al mando de las tropas que defendían Friuli de una posible incursión del emperador Maximiliano. No pudo, por tanto, salir a buscarla, pero movió todos los recursos para conseguirlo. Venecia envió embajadores a pedir explicaciones a Urbino, a César Borgia y al mismo papa Alejandro VI. Incluso el rey Luis XII intervino y envió al campamento de César a Luis de Villeneuve e Ivo d'Allegro, para pedirle cuentas de su acción.
El Papa lamentó el asunto y negó que su hijo fuera el culpable. César Borgia, por su parte, arguyó que algo había entre la bella Dorotea y el capitán español Diego Ramírez, quien parece que incluso había llegado a recibir de ella unas camisas bordadas como regalo. En cuanto al castigo para el capitán Ramírez, era preciso esperar a encontrarle, porque había desaparecido sin dejar huella.
Por mucho que todos protestaron, por grande que fuera el revuelo que levantó el novio burlado y por grandes que fueran las protestas de inocencia de César Borgia, quien incluso comentó que no entendía cómo podían acusarle de violentar a una mujer cuando eran tantas las que le perseguían que tenía que quitárselas de encima, lo cierto es que la historia quedó en el mayor de los misterios.
Nunca más hubo noticias de la bella Dorotea ni del capitán Diego Ramírez.

EL BURCARDO

En el año 1502 surgieron nuevas historias de desenfreno sexual cuando Lucrecia estaba ya casada y bien casada en Ferrara, fuera de toda duda. Fue Juan Burkhardt, el llamado Burcardo, quien se ocupó de sacarlas a la luz, pero como la mayoría de los mentirosos no tuvo en cuenta que, cuando se miente, hay que hacerlo a conciencia, atando todos los cabos y vigilando los detalles. Burkhardt mezcló en su historia hechos que sucedieron tiempo después, concretamente fechó en 1500 las orgías romanas de los Borgia, uniendo a la historia detalles que sucedieron en 1502. Si los datos no son ciertos, es evidente que la historia tampoco.
Burkhardt, de quien ya dijimos que era maestro de ceremonias en la corte papal, fue espectador de algunas de las acciones del Papa, aunque siempre con distancia, porque su puesto de trabajo no le permitía grandes familiaridades.
Escribió un diario en latín en el que recogió cuanto vio, cuanto escuchó, cuanto entendió y cuanto se le ocurrió. Este Diarium permaneció inédito hasta el siglo XVIII, en que lo encontraron los protestantes, que aprovecharon el contenido para difamar en lo posible a la Iglesia Católica en la persona del papa Borgia, sobre todo porque la letra del autor del diario parece que era prácticamente ininteligible, lo cual sirvió para interpretar los pasajes incomprensibles de la forma que más pudiera perjudicar la fama de los católicos. ¡Qué más querían los protestantes que encontrar una historia con infamias cometidas por un papa católico! Sin embargo, a la luz de nuestro tiempo podemos comprobar que las historias descritas por Burkhardt se basan únicamente en fantasías e interpretaciones mágicas a las que tan dados eran en el Renacimiento. Precisamente, lo que hizo este autor fue aplicar los hechos de uno de los libros más famosos de la época, Malleus Maleficarum, El martillo de las brujas que mencionamos anteriormente, a la familia Borgia, especialmente a donna Lucrecia, ya que si se trataba de brujería tenía que tener por protagonista a una mujer. Téngase en cuenta que Burkhardt era alemán y que el libro citado había sido escrito por los inquisidores alemanes Institoris y Sprangen a finales del siglo XV, dos clérigos encargados de luchar contra la brujería que, según aseguraban, estaba muy extendida en Alemania.
El diario de Burkhardt contiene muchos datos similares a los de la carta de Silvio Savelli que hemos visto anteriormente y también a los escritos del cronista Francisco Guicciardini [17] y de un autor veneciano, Martín Sanudo. Estos autores cuentan las relaciones de Alejandro VI con el diablo, con el que mantuvo un pacto desde antes de alcanzar la silla de San Pedro para asegurar su fortuna y su larga vida. Recordemos el rayo que cayó sobre el Vaticano y que derrumbó la techumbre sobre el trono papal. Lógicamente, su pacto con Satanás le libró de la muerte, pues ya vimos que resultó ileso a pesar de que el rayo era un aviso divino para su vida de maldades.
Esta relación diabólica conmovió a la corte celestial tanto como los hechos criminales de toda la familia Borgia, lo que se puso de manifiesto en todas las ocasiones en que cometieron hechos nefandos. Así, cuando Juan Borgia fue asesinado el diablo se presentó en el Vaticano con su séquito, todos provistos de antorchas y haciendo un ruido espantoso. Después, para celebrar el crimen, organizaron una procesión por el aire que espantó a los buenos cristianos. El embajador veneciano afirmó con rotundidad que el fantasma ensangrentado de Juan Borgia merodeaba cada noche el castillo de Sant'Angelo. Queda claro que estos testimonios fueron más que suficientes para culpar a César Borgia de la muerte de su hermano.
Según El martillo de las brujas, siempre ha de haber una mujer en los círculos diabólicos, y además existe una relación fehaciente entre el sexo y la brujería. Por tanto, en los períodos en los que donna Lucrecia quedó encargada de los asuntos vaticanos en ausencia de su padre su actitud fue, según Burkhardt, la de una mujer diabólica dominada por el ansia de poder y sumida en vibraciones infernales, que interrumpía las ceremonias religiosas con su risa sacrílega y lasciva.
No es de extrañar que, leyendo estas historias o escuchándolas de labios de sus amigos, el papa Borgia riera divertido y se encogiera de hombros sin comprender que nadie en su sano juicio pudiera creer tales cosas.
La muerte de Alejandro VI tuvo, como era de esperar, su narración macabra y oscurantista, que merece la pena resumir.
El papa Borgia y su hijo César, envenenadores sistemáticos, habían sido invitados a una fiesta (probablemente orgiástica) a la que iría el cardenal Adrián di Corneto, su próxima víctima. Pero he aquí que ambos se confundieron y bebieron el veneno que iba destinado al cardenal. Sin embargo, previendo su posible envenenamiento porque ya se sabe que cree el ladrón que todos son de su condición, Alejandro VI llevaba siempre consigo hostias consagradas que repelieran el mal. Lo que no se explica es cómo podía utilizar ese tipo de amuletos teniendo como tenía un pacto diabólico, pero son posiblemente detalles que escaparon a los narradores.
En todo caso, el pacto diabólico quedó bloqueado, al menos durante unas horas, por decisión divina. Cuando padre e hijo acudieron al banquete en el que habían de asesinar al cardenal di Corneto, el Papa se dio cuenta de que no llevaba sus amuletos y envió al cardenal Carafa (futuro papa Pablo IV) al Vaticano para que recogiera el receptáculo en el que guardaba las sagradas formas. Pero el cielo había decidido obstaculizar al mal y el cardenal Carafa fue cegado por un rayo de luz sobrenatural, vivísimo, que le impidió encontrar el amuleto que buscaba. Cuando trató de entrar en la alcoba del pontífice, un demonio con forma de mono le dificultó el paso, haciéndole perder el tiempo. Cuando, finalmente, el cardenal Carafa consiguió llegar al lugar de la fiesta con las hostias consagradas, ya era tarde. El papa Borgia y su hijo habían bebido, por funesto aunque merecido error, su propio veneno.
Mientras duró su agonía, los autores aseguran haber visto rameras en torno al lecho papal, pues su última voluntad fue poder acariciarlas antes de morir, probablemente para cerrar toda posible puerta de salvación, debido a su pacto satánico. Al mismo tiempo, numerosos testigos aseguraron haber visto demonios montando guardia junto al moribundo, mientras grandes monos negros recorrían la estancia. Uno de los cardenales que velaban al enfermo logró atrapar a uno de los monos, pero el Papa, moribundo como estaba, aún tuvo fuerzas para ordenarle soltar al monstruoso animal.
Después de muerto, el cadáver se descompuso en tan breve tiempo que nadie fue capaz de acercarse a él, y para sacarle de la estancia le arrastraron por los pies olvidando el respeto y las honras fúnebres. Esto se dijo, a pesar de que el mismo Burkhardt contó que él se ocupó personalmente de lavar y vestir al muerto y de preparar los espléndidos ornamentos del catafalco. Los funerales duraron nueve días.
El cadáver del papa Borgia debió de presentar un aspecto sumamente desagradable, como dijimos en su momento. Burkhardt cuenta con todo lujo de detalles el olor nauseabundo que emanaba, la hinchazón del cuerpo y la espuma que manaba de su boca y de su nariz. Todo lo contrario a la muerte de un santo, que ya sabemos que fallecen en olor de santidad, es decir, emanando dulces aromas, aunque también sabemos que los dulces aromas proceden de las sustancias del embalsamamiento.
Como ya señalaba el autor de esta crónica macabra y tenebrosa, nadie acompañó al muerto a su enterramiento y los sepultureros hubieron de atarle una cuerda a los pies para poder arrastrarle, metiéndole a golpes en el sarcófago.
Esa noche, como no podía esperarse menos, la basílica del Vaticano se vio invadida por numerosos perros negros y gigantescos que aullaron estrepitosamente, asustando a las monjas del claustro de una de las capillas de la basílica, las cuales huyeron despavoridas.
El mismo duque de Mantua, Francisco de Gonzaga, el cuñado de Lucrecia, contó por carta a su hermana Isabel, la que tuvo en su séquito a la bella Dorotea, todos los hechos demoníacos que acaecieron a la muerte del papa Borgia. Se lo contó creyéndolos de buena fe, como una forma de difamar a la familia, pese a que él ya dijimos que mantuvo una larga amistad e incluso un posible romance epistolar con Lucrecia y que, poco después, intentó casar a su hijo con la hija de César Borgia. Claro que este intento fue antes de que el Valentinois cayera en desgracia.

SAVONAROLA

Cuando dos personajes de la Historia se enfrentan y personifican hechos opuestos y excluyentes no hay más remedio que decantarse por el uno o por el otro, a menos que uno sea capaz de mantenerse neutral.
El caso de Savonarola es similar al de la familia Borgia. Fue un santo para unos, un enfermo mental para otros y un canalla para otros. Si uno cree que fue un santo es evidente que el papa Borgia, al que se enfrentó tan abiertamente, tuvo que ser un sinvergüenza. Si uno opina que fue un delirante, entonces el papa Borgia pudo no ser un canalla o, al menos, no ser el canalla que él denunció.
Menéndez Pelayo afirmó que Savonarola fue un hombre de fervorosa elocuencia, de frenético entusiasmo y de buenos propósitos. César Balbo aseguró que los verdaderos santos no se sirven del templo para asuntos humanos y que los verdaderos herejes no mueren en el seno de la Iglesia, como murió Savonarola. Queda claro que para los enemigos de la familia Borgia o, al menos, del papa Borgia, Savonarola fue un santo y un mártir, que predicó contra la corrupción eclesiástica.
Precisamente fue Lucas Bettini, prior de san Marcos en Florencia quien, con ánimo de poner de relieve la bondad de Savonarola y la maldad de su oponente, el papa Borgia, propagó una historia que le contó un mendigo romano quien aseguraba haber visto, desde un rincón de la iglesia de Santa María la Mayor, al cardenal Borgia, antes de ser papa, pactando con dos demonios para conseguir la tiara. Este testigo afirmaba que Rodrigo Borgia vendió al diablo su alma frente al altar mayor a cambio de ser papa durante doce años.
La celda de Savonarola en el convento de San Marcos. Savonarola es también un personaje controvertido, como el papa Borgia. Para unos fue un santo y un mártir, para otros un delirante, y para otros un traidor a Italia que, por perjudicar a su enemigo, colaboró con la invasión francesa.
Algo parecido, aunque con menos controversia, ofrece el enfrentamiento de dos figuras de la época, Fernando el Católico y César Borgia. Quienes sostienen que Maquiavelo escribió su obra El príncipe pensando en Fernando el Católico, han de sostener que algo hizo mal César Borgia para ganarse su enemistad. Sin embargo, no hay más que leer el libro para comprobar de quién habla el autor.
Y, en todo caso, si las acciones de ambos se confunden es porque ambos personajes actuaron de manera similar, manteniendo principios morales similares a la hora de gobernar. Pero Fernando el Católico no tiene leyenda negra.

LAS LEYENDAS NEGRAS

Las leyendas negras se crean para servir a una finalidad. Muchas veces, esa finalidad es elevar la fama de un personaje o justificar sus actos, para lo cual no hay más remedio que denigrar al oponente u oponentes. Las películas americanas de los años cincuenta y sesenta nos enseñaron a ver a los indios de Norteamérica como a salvajes sanguinarios cuyo exterminio fue un bien para el mundo civilizado. Unos años después, los mismos historiadores norteamericanos, como Asimov, nos hicieron ver que aquellas matanzas de indios no tuvieron más justificación que la de ocupar su tierra sin dejar testigos ni obstáculos. Con ello desapareció la leyenda negra de los indios de Norteamérica.
Los Borgia no son los únicos sobre los que pesa una leyenda negra. Recordemos al duque de Alba, cuyo nombre sirve todavía en algunos lugares de los Países Bajos para asustar a los niños que se portan mal. Recordemos a Gilles de Rais, el mariscal de Francia que luchó junto a Juana de Arco y cuyo nombre fue vilipendiado hasta el punto de que se contaron de él espantosas orgías de sangre y desenfreno sexual. Gilles de Rais murió en la hoguera, acusado de brujería y de cosas mucho más espantosas, como haber gozado con la tortura de miles de niños.
Por suerte, un comité de rehabilitación histórica del siglo XX estudió los hechos y le hizo justicia. Sin embargo, su nombre sigue asociado a Barba Azul, al crimen, al vampirismo y a las casas del horror. Recordemos también la cantidad de novelas pornográficas, góticas, negras y de mal gusto que se han escrito a costa de supuestas acciones abominables del emperador Tiberio o de la emperatriz Popea.
Y es que, en su caso como en el de los Borgia, la literatura se alía con el oscurantismo para sacar mayor provecho. La historia de secuestros, torturas, violaciones y asesinatos de niños que se imputó a Gilles de Rais vendió muchos más libros que una historia que se hubiera limitado a narrar sus batallas junto a la heroína de Orleans.
También se puede hablar del fenómeno contrario a la demonización, que consiste en legitimar los actos de personajes histórica o socialmente reprobables. En el siglo II, por ejemplo, surgió una secta tan decantadamente antijudía que no solamente justificaron a los réprobos del Dios de los judíos, sino que llegaron a venerar y rendir culto a Caín precisamente por haber sido reprobado por Jehová. En pleno siglo XXI ha saltado a los medios de comunicación un escrito, naturalmente apócrifo, que rehabilita la memoria del mismo Judas, pues justifica su traición como una acción necesaria y obligada para la redención de la Humanidad. Caín llegó, por tanto, a tener adoradores, los cainitas.
Judas, al que todo el mundo creía condenado al fuego eterno, resulta tener también quien justifique e incluso loe su acción, convirtiéndole de traidor en meritorio.
Pero la demonización es la que más vende, lo hemos visto en numerosos casos. También se ha demonizado a otros personajes, como Hernán Cortés en Méjico, Pizarro en Perú, Juana la Beltraneja en Castilla y el mismo Herodes el Grande, a quien el Evangelio de San Mateo imputa la matanza de los inocentes, cuando ese hecho no se ha podido comprobar históricamente. Pero hacía falta un hecho que obligara a la Sagrada Familia a huir a Egipto para cumplir la profecía: «de Egipto llamé a mi hijo», y el rey Herodes, odiado por los judíos por ser una marioneta de los romanos, reunía todas las características para ser convertido en asesino de niños.
Otro tanto hemos podido ver en la historia de Ramsés II, a quien la Biblia, la literatura y el cine han convertido en maltratador, envidioso y asesino del pueblo hebreo. Era preciso encontrar un malvado para destacar la bondad de la figura de Moisés, y se eligió al rey egipcio. Sin embargo, no existe dato histórico alguno que apoye los hechos que se le imputan, ni siquiera que apoye la existencia del Moisés, que es más un personaje mítico y simbólico de la memoria que un personaje de la historia.
La matanza de los inocentes imputada a Herodes y las maldades imputadas a Ramsés II tienen el objetivo de narrar la historia del héroe que sobrevive y triunfa sobre el malvado, el cual tiene que ser totalmente perverso para que el triunfo del héroe sea más meritorio.
LA LEYENDA NEGRA ESPAÑOLA
La leyenda negra española muestra una figura negativa e infame de nuestro rey Felipe II. Según el historiador británico Henry Kamen, los creadores de la leyenda que habla de un rey sediento de sangre y dominado por la superstición fueron Guillermo de Orange y Antonio Pérez. En sus escritos, acusan a Felipe del asesinato de su propio hijo Carlos, de su esposa (precisamente, la más amada) Isabel de Valois y de su secretario Juan de Escobedo. De la leyenda de don Carlos ha quedado además una ópera de Verdi, igual que existe otra ópera sobre Lucrecia Borgia. Aparte de los crímenes que le imputaron gratuitamente, hay una verdad histórica de errores políticos cometidos que incluyen los malos tratos a los indios de América, los asesinatos de la Inquisición y la ejecución de nobles flamencos como Egmont (también llevado a los escenarios con música de Beethoven), así como todos los atropellos cometidos por los soldados del Duque de Alba en Flandes, los famosos Tercios.
Demonizar a los Borgia sirvió a los italianos para poner de relieve lo muy perjudicial que resulta elegir papas extranjeros; sirvió a los protestantes para hacer ver al mundo lo malvados que son los católicos; sirvió y sigue sirviendo a los literatos para vender numerosos ejemplares de sus libros. La Iglesia llegó a prohibir las obras denigrantes sobre los Borgia, precisamente con ocasión de la canonización de su vástago más sagrado, Francisco de Borja, quien como se quedó en España no formó parte de la leyenda negra. Incluso en aquella ocasión se creó una contraleyenda, una historia de bondades que contrarrestase las maldades difundidas. Como no funcionó se elaboró una historia que demostrase que Borja y Borgia no son la misma familia, sino que los Borgia se llamaron originalmente Lenzuoli o Lançol, llegando, según dicen, a emitirse monedas pontificias con el nombre de Roderico Lenzuoli. Un apellido basado en aquel Borgia Lanzol sobrino de Alejandro VI.
Pero todo esto no sirvió de nada, porque los intereses comerciales son mucho más poderosos que los intereses espirituales, filosóficos, sociales o incluso científicos, y se han seguido produciendo historias a cual más truculenta, que hablan sobre todo de veneno, de incesto y de crímenes pasionales. El público continuó prefiriendo el morbo al realismo.