La fascinación por los venenos y sus
antídotos data, cuando menos, del siglo II antes de nuestra era,
pero en el Renacimiento alcanzó una especie de auge o época dorada,
porque el Renacimiento fue, no lo olvidemos, el siglo de oro de la
Alquimia, que empezó a convertirse en Química gracias a las
aportaciones de científicos como Paracelso.
La fascinación por los venenos y sus
antídotos había prendido en Mitrídates VI Eupátor (132 a 63 a.C.),
rey de Ponto, del que se dice que hablaba más de veinte lenguas y
que dedicó parte de su tiempo a anotar en diversos cuadernos cuanto
pudo aprender acerca de toda clase de tósigos vegetales y
animales.
Cuando Pompeyo entró en Ponto como
vencedor, tomó los cuadernos de Mitrídates como botín de guerra y
los dio a traducir al latín a su liberto Ceneo.
Pero no fue el primero. También del
siglo II antes de nuestra era data un famoso tratado de venenos
animales y vegetales, así como sus antídotos, contenido en dos
poemas de Nicandro (hacia el año 200), Theriaca y
Alexipharmaca.
Precisamente, el apogeo de la
ciencia de los venenos correspondió al Renacimiento italiano, cuyos
estudiosos recuperaron, analizaron y mejoraron las viejas formas de
Mitrídates y Andrómaco, médico de Nerón que parece que tuvo gran
experiencia en aquello de envenenar y desenvenenar.
Uno de los contravenenos más famosos
y que fue desmitificado por Ambrosio Paré en el siglo XVI fue la
triaca o teriaca, compuesto a partir de una fórmula de Mitrídates
que, al llegar al siglo XV, se había complicado de tal manera que
constaba de más de cincuenta y siete sustancias, entre ellas la
carne de víbora. Su preparación era tan compleja y peligrosa que en
las ciudades de Pisa y Florencia la elaboraban públicamente varios
médicos y farmacéuticos en presencia de las autoridades. Su venta
requería la autorización del cónsul.
A pesar de la explosión intelectual
y cultural del Renacimiento, ya dijimos anteriormente que la
superstición seguía vigente. El mejor ejemplo es la venta del
famoso tratado contra las brujas y el recuento de demonios
realizados por personajes destacados de la época que mencionamos en
el capítulo II. Precisamente, el siglo XVI tipificó la brujería
como delito.
En cuanto a la Medicina, la
terapéutica a seguir en el caso de brujería revistió un carácter
mágico y religioso, que recomendaba agua y sal, vino, oro, incienso
y mirra, junto con recetas de plantas psicotrópicas como el eléboro
blanco, la ginesta, la ruda y la valeriana, consagrada a la diosa
germánica Herta, muy eficaz para protegerse frente a los seres
demoníacos y para evitar la putrefacción causada por las brujas. La
mayoría de los textos médicos de la época no ponían en duda la
existencia del demonio, sino la forma en que influía en la mente
humana, ya que todos sabían que el diablo no puede alterar el
cuerpo, sino el alma. Los tratamientos médicos de la época reflejan
a las claras el pensar popular y el pensamiento médico y
filosófico. Aparte de las consabidas sangrías, los medicamentos se
componían de productos naturales y remedios mágicos como polvo de
momia, raspaduras de calavera, gemas y otros objetos similares;
junto a ellos, se aplicaron remedios químicos, extractos o tinturas
que seguían las pautas de la alquimia. Fue una etapa de ciencia que
podríamos llamar mixta, en parte científica y en parte mágica. Es
importante tener esto en cuenta a la hora de evaluar lo que hay de
cierto o de incierto en la historia de los venenos de los
Borgia.
Antes de la Edad Media, los
escritores pasaban de puntillas por las cuestiones relativas a
envenenamientos. Conocemos el castigo que el Consejo de los
Quinientos impuso a Sócrates: beber la cicuta. Y sabemos que la
bebió sin inmutarse, como la bebió años después el general Foción.
La cicuta se tomaba mezclada con opio o adormidera, de forma que el
proceso de la muerte llegaba sin sentir dolor alguno y era el
castigo que el Areópago imponía a los criminales o infractores de
la ley en Atenas.
Parece que fueron los romanos
los que inventaron el arte de envenenar ocultando el tósigo en
sortijas que volcaban con disimulo su contenido en la copa del
destinatario. La comercialización de sustancias venenosas fue
importante en Roma, donde se utilizó para deshacerse de los
enemigos y parece que la planta predilecta, al menos en tiempos de
Trajano, fue el acónito.
En la Edad Media se hicieron
famosos los estudios del médico judío Maimónides sobre los venenos
y sus antídotos, plasmados a través de numerosos consejos para
evitar el envenenamiento. Hay que tener en cuenta que muchos de los
que se decían dedicados a la alquimia, en realidad se dedicaban a
preparar drogas tóxicas. Entre los siglos XII y XV abundan las
historias de reyes y nobles víctimas del veneno cuyos casos han
sido analizados posteriormente por científicos modernos,
evidenciándose causas de muerte muy diferentes del envenenamiento.
El veneno era un responsable cómodo y fácil de la muerte cuyas
causas era imposible reconocer, dada la falta de conocimientos de
la época. No solamente el veneno, sino también el demonio era otro
de los fáciles causantes a los que imputar una muerte, una
enfermedad o un caso de locura.
Durante el Renacimiento, el
historiador Duruy menciona la situación especial que vivió Italia,
donde la mentira, la perfidia y la traición se hallaban a la orden
del día y donde se resolvían con el veneno y la daga cuestiones que
en otros países se solucionaban con la espada en la mano. Los
nombres de los Sforza, los Médicis y los Borgia están asociados
irremediablemente al veneno.
Era un tiempo en que el
comercio de los tóxicos había aumentado grandemente, tanto en lo
que respecta al número de ponzoñas conocidas como en cuanto a la
capacidad de sofisticación para prepararlas. Se habla de venenos
que mataban instantáneamente y otros que hacían caer el cabello y
la piel, haciendo a las víctimas agonizar lenta y dolorosamente, a
veces durante años. Estos síntomas, por cierto, son exactamente
iguales a los de la sífilis, que todavía no se había descrito. La
literatura y las crónicas hablan de rasguños letales causados por
las famosas «sortijas de muerte», herederas de las romanas, dagas y
cuchillos con una cara de la hoja envenenada, dispuestos para
cortar frutas y carnes que ofrecer amablemente al enemigo, pudiendo
demostrar total inocencia, al comer tranquilamente el resto del
bocado, que estuvo en contacto con la cara de la hoja sin
envenenar. Tampoco este sistema fue invento de los italianos, pues
se dice que ya la princesa persa Parisatis, madre de Artajerjes y
Ciro el joven, lo utilizó para deshacerse de su nuera
Estatira.
Tanto los detractores como los
defensores de la familia Borgia no son uno ni dos ni cien ni
doscientos, sino que realmente forman legiones enfrentadas, cada
una de las cuales esgrime multitud de argumentos. Algunos se basan
en documentos de la época, muchos de los cuales tienen ese regusto
de la ciencia mixta renacentista que mezcla un conocimiento
incipiente de la química moderna con la invasión demoníaca. Otros
lanzan acusaciones que resultan incluso ingenuas y divertidas. No
es de extrañar que el mismo papa Borgia llegase a reír cuando
escuchase alguna de las cosas que se decían o escribían en Roma
sobre su familia.
Uno de los autores de la
época, Francisco Guicciardini, cuenta los métodos de envenenamiento
que utilizaban los Borgia e incluso cita el tósigo con el que
Alejandro VI hizo envenenar al príncipe Djem, la cantárida o, en
italiano, cantarella. Pero parece que la primera noticia
que circuló sobre el veneno de los Borgia data de 1503, fecha de la
muerte del cardenal Juan Bautista Orsini, quien según Burkhardt
murió envenenado, aunque otros aseguran que murió en la prisión de
Sant'Angelo, como dijimos anteriormente, donde ingresó anciano,
enfermo y casi ciego, precisamente a causa de la vida licenciosa
que llevaba, similar a la de casi todos los eclesiásticos de la
época. Ambas fuentes, Burkhardt y Guicciardini, fueron tomadas como
válidas, sin contrastar ni verificar, por autores como
Schiller-Piroli, que utilizaron ese argumento en su historia
novelada del siglo XVIII.
En cuanto al príncipe Djem, ya
dijimos que murió en manos de Carlos VIII y también que, más que
probablemente, por sus excesos, pero eso no impidió que se imputara
su muerte al papa Borgia, y naturalmente por envenenamiento.
Como Djem falleció cuando ya
llevaba un mes en poder del rey de Francia, se dijo que el Papa se
lo entregó previamente envenenado, es decir, habiéndole hecho tomar
un veneno que causara efecto al cabo de 30 días. Por otra parte,
también dijimos que hubiera sido absurdo deshacerse de tan
excelente fuente de ingresos, ya que el hermano del príncipe pagaba
al papa una pensión elevada a cambio de que le impidieran regresar
a Turquía. El pintor Mantegna, que trató con asiduidad al príncipe
turco, describió sus excesos en la mesa, manifestando que estaba
casi siempre bebido. Bien pudo morir de cirrosis o de
sífilis.
El cardenal Alidosi. El cardenal
Francisco Alidosi, obispo de Madrid, fue amigo inseparable del
cardenal Juliano della Rovere, futuro papa Julio II. Según cuentan,
él fue quien le libró de la muerte al impedirle beber un refresco
emponzoñado que le ofreció el papa Borgia.
También se cuenta que Juliano
della Rovere estuvo a punto de beber un refresco emponzoñado que le
ofreció Alejandro VI, de lo que le libró su buen amigo el cardenal
Alidosi, impidiendo que lo bebiera. Pero es evidente que el papa
Borgia tuvo numerosas ocasiones de acabar con su gran enemigo, que
fue papa unos años más tarde. Sus mayores posibilidades de venganza
las tuvo cuando César Borgia se convirtió en noble francés y padre
e hijo disfrutaron de dobles poderes. El cardenal della Rovere fue
traidor en tiempos de Carlos VIII y de Ferrante de Nápoles y bien
pudo el papa Borgia tomar venganza cuando esos dos valedores
desaparecieron de la escena. Sin embargo, llegaron a hacer las
paces.
LA CANTÁRIDA
La cantárida, el
veneno que según ciertos historiadores y cronistas utilizaron los
Borgia como arma fundamental para deshacerse de sus enemigos, es un
insecto que se utilizaba desecado y triturado en el comercio,
especialmente para la producción de tinturas, ungüentos y
emplastos. El contacto con la cantárida produce ulceración hasta el
punto de que los boticarios debían cubrirse el rostro con una gasa
antes de pulverizar los insectos, para evitar que el polvo que se
producía entrase en los conductos respiratorios. La cantárida se
utilizó durante siglos como remedio contra la impotencia sexual, ya
que su ingestión llega a generar una reacción de priapismo, que se
confundía con el deseo sexual exacerbado. En Francia estuvo de moda
en tiempos de Richelieu, como afrodisíaco. Por este motivo se
produjeron numerosos envenenamientos, ya que algunas mujeres
mezclaban polvos de cantárida en la comida de sus maridos o amantes
para aumentar su capacidad de erección. También se ha utilizado
como abortivo. En pequeñas dosis, produce irritación en las vías
urinarias, pero en dosis mayores produce inflamación y, a veces, la
muerte, con vómitos, diarreas, descamación de la boca y fuertes
dolores estomacales, seguidos de vértigos, delirios e incluso
tetanización muscular.
Otras acusaciones hablan del
propio sobrino de Alejandro VI, el cardenal Juan Borgia, que murió
de malaria en agosto de 1503. Se dijo que el Papa le había
envenenado. Lo mismo sucedió con el cardenal veneciano Michiel, que
murió tras vomitar y quejarse de dolor de estómago. Este cardenal
era sobrino de Pablo II y se dijo que el papa Borgia le había
mandado envenenar para arrebatarle sus propiedades y conseguir con
ello dinero y tropas para las guerras de Romaña. Efectivamente, las
propiedades de los prelados que fallecían revertían al papado, pero
precisamente en aquellos días Alejandro VI estaba intentando atraer
a Venecia a una alianza y no parece que fuera oportuno envenenar a
un representante veneciano de tal alcurnia.
La muerte del papa Borgia fue,
como dijimos, causada por malaria, intoxicación y complicaciones
cardíacas debido a su avanzada edad, pero dio pábulo a numerosas
conjeturas y no faltó quien aseveró que un gran envenenador como él
tenía que morir víctima del veneno. Pero también dijimos que era
una época en la que cualquier cosa se podía confundir con el
veneno. Las condiciones salutíferas de las ciudades eran proclives
a toda clase de intoxicaciones por falta de higiene y de
conocimientos. Las enfermedades del verano, como el tifus, el
paludismo o el cólera, junto con la sífilis y la peste, diezmaban
poblaciones y causaban muertes y síntomas similares a los de la
ingestión de veneno.
LA PESTE Y LA SÍFILIS EN EL
RENACIMIENTO
La peste negra
asoló Europa en el siglo XV, pero nunca se marchó del todo, pues el
mal quedó como agazapado en espera de condiciones idóneas para
resurgir. A partir del Renacimiento se registró su curso en los
archivos de los ayuntamientos y parroquias y se empezaron a
imprimir opúsculos para prevenir a los ciudadanos. Los médicos
empezaron a apreciar diferentes fiebres llamadas «pestilentes», y
junto a ellas se empezó a diferenciar la sífilis, que realizó
enormes avances en la época. Los científicos de la época achacaron
la propagación de estas enfermedades a conjunciones astrales
funestas que causaban la corrupción del aire, y éste, a su vez,
corrompía los humores del organismo humano.
Los médicos renacentistas mantuvieron largas disputas sobre la
naturaleza de estas enfermedades, lo que hizo que las autoridades
dudaran a la hora de tomar medidas preventivas. Los criterios sobre
el contagio fueron también ampliamente debatidos, aunque se llegó a
poner en marcha la política de aislamiento para impedirlo.
La peste. En el Renacimiento, los
científicos imputaron la causa de enfermedades contagiosas como la
peste y la sífilis a una conjunción perversa de los astros que
producía una corrupción en el aire, el cual a su vez corrompía los
humores del organismo humano.
Los primeros escritos médicos
que mencionan la sífilis datan de 1496, cuando la describieron el
alemán Grünspeck, el italiano Leoniceno y el español
Torrella.
La descripción que Nicosio
Leoniceno hizo de la sífilis habla de «pústulas originadas por
diversas formas de corrupción de los humores, a causa de la
alteración del aire, que aparecen primero en las partes pudendas y
después por todo el tegumento, junto con dolores fuertes y
generalizados
[16]
». Leoniceno participó en los numerosos
debates que se llevaron a cabo para averiguar el origen de la
entonces misteriosa enfermedad. Cuando obtuvo algunos
conocimientos, se los hizo saber al humanista Juan Pico della
Mirandola en un libro que le dedicó, impreso en 1497. Leoniceno no
aceptaba que se tratase de una nueva enfermedad, pero rechazaba que
fuese una de las ya conocidas. Su obra no es en absoluto un tratado
médico, sino una especie de ensayo erudito, que puede dar idea de
la confusión y desconcierto que producía por entonces la sífilis en
los científicos.
Gaspar Torrella, que era
obispo de Cerdeña, se interesó por la sífilis a preguntas de César
Borgia, quien parece que la padecía, puesto que llevaba con
frecuencia un antifaz que le había enviado Isabel de Mantua para
ocultar los estragos causados en su rostro, aunque hay autores que
afirman que utilizaba la máscara para evitar atentados y
envenenamientos.
En 1498, también los alemanes
publicaron una obra Contra las malas pústulas y el régimen
pestilente. Por entonces, los científicos discutían y debatían
en las universidades, echaban mano de Galeno o de Avicena, incluso
de la Escolástica, pero no sabían cómo curar el mal. Fue a mediados
del siglo XVI cuando se empezó a impartir un tratamiento tan eficaz
como peligroso, una pomada a base de mercurio. Afortunadamente,
pronto llegó de la recién descubierta América un nuevo tratamiento
que no entrañaba peligro, a base de madera de guayaco, el palo
santo, con el que se hacían infusiones y píldoras.
Toda la clínica renacentista
de la sífilis se refiere a corrupción de los humores, incluso los
terribles dolores que sufrían los enfermos se achacaban al ritmo de
los movimientos humorales, una doctrina médica heredada de
Hipócrates y Galeno.
Curiosamente, uno de los
amigos intelectuales de Lucrecia Borgia, el cardenal Pedro Bembo,
fue uno de los primeros mecenas humanistas en conocer el punto de
vista científico de la sífilis, ya que el ilustre Jerónimo
Fracastoro le remitió el primer texto manuscrito que trataba sobre
el llamado morbus gallicus o mal francés, elaborado
durante dos años de trabajo. El cardenal Bembo no solamente le
animó a publicarlo, sino que elogió su obra en gran manera, lo que
llevó a Fracastoro a mejorar la redacción del escrito y a
publicarlo en Verona en 1530, en tres libros en verso, en los que
describe la fatal conjunción de planetas que dio origen a la
terrible enfermedad, el lamentable aspecto al que la sífilis reduce
a los jóvenes y los sufrimientos de Italia devastada por las
guerras, así como el tratamiento prescrito, a base de un cambio de
régimen de vida y medicación a base de mercurio.
En la época del papa Borgia,
por tanto, no se conocía prácticamente nada de la sífilis que tanto
se propagó a raíz de las campañas de la fornicación de Carlos VIII
y de tantas otras guerras. Los síntomas de la sífilis no se
identificaron hasta mediados del siglo XVI, cuando los médicos
empezaron a realizar seguimientos de casos y comprobaron que, al
cabo de meses, los dolores remitían pero se agravaba la destrucción
del organismo, y además se caía el pelo.
Muchos asociaron la sífilis a
una especie de sarna, con el fin de encuadrarla en un orden de
patologías más o menos conocidas y controladas. Se prescribieron
tratamientos, pero pasó mucho tiempo hasta que se dieron cuenta de
que el contagio se producía después del comercio carnal. Sin
embargo, se entendía que la enfermedad no se producía sin que
intermediara el aire alterado. Conjunción astral, alteración del
aire y corrupción de los humores, todo menos caer en la cuenta de
que se trataba de una enfermedad venérea. Cuando se empezaron a
aplicar medidas profilácticas como la castidad, ya se habían
producido numerosas epidemias. Y en esas epidemias los médicos, al
ver de qué manera se propagaba y extendía la enfermedad, no
tuvieron duda alguna de que la causa estaba en un castigo divino
que actuaba a través de los astros. El mismo Leoniceno tuvo que
declarar que ante tal origen los médicos nada podían hacer.
Y como el mal se asoció a la
guerra contra (o con) los franceses, puesto que ya dijimos que se
denominó morbus gallicus o mal francés, se dio por buena
la idea de que la influencia maléfica de la conjunción de Júpiter
con Saturno en la casa de Marte, se había producido en primer lugar
en Francia, de donde pasó a Italia a través de los Alpes,
alcanzando asimismo a los pueblos alemanes que estaban influidos
por Marte.
La sífilis. La irrupción
contundente de la sífilis desconcertó a los médicos del
Renacimiento, hasta que consiguieron aislar su sintomatología
frente a la de la peste, el envenenamiento y otras
enfermedades.
EL PENSAMIENTO CIENTÍFICO EN EL
RENACIMIENTO
Hemos dicho ya que
el Renacimiento, en lo que se refiere al pensamiento científico, se
caracterizó por su proceso de independización de la Teología, a la
que estuvo sometido durante toda la Edad Media. Sin embargo, eso no
supuso la ruptura con el pensamiento mágico medieval, porque la
ciencia continuó sin desprenderse de ideas mágicas. La visión
científica de la Escolástica se había basado en Aristóteles, Galeno
y Santo Tomás de Aquino, y ya en el Renacimiento hubo científicos
que plantearon los posibles errores de estos sabios, y sobre todo
postularon que los razonamientos lógicos, aunque siguieran las
pautas más avispadas de la Escolástica, no eran suficientes para
descubrir las leyes de la naturaleza si no era utilizando la
observación. Pero el Renacimiento fue, al fin y al cabo, una época
de transición y por ello siguió arrastrando rémoras y limitaciones
medievales. Uno de sus más preclaros científicos, Paracelso, se
opuso a los axiomas de Galeno, pero eso no impidió que siguiera
creyendo en supersticiones como la cábala o la magia negra. El
mismo Lutero creyó firmemente en la brujería, a pesar de su
progresismo reformista. La mayoría de los grandes intelectuales y
científicos renacentistas, como Pico della Mirandola, Marsilio
Ficino o Girolamo Cardano mantuvieron las creencias mágicas
medievales junto con su espíritu de progreso e independencia de la
fe religiosa.
Hemos hablado de dos grandes
plagas del Renacimiento que no solamente dieron lugar a
innumerables muertes y situaciones miserables, sino que con
frecuencia originaron confusión en cuanto a la causa y proceso de
los males: la peste y la sífilis.
En lo que respecta a la
leyenda negra de la familia Borgia, no solamente hay que tener en
cuenta la influencia de esas dos plagas en muertes que les han sido
imputadas, sino la no menos grande influencia de la tercera plaga
no solamente del Renacimiento, sino de la institución económica,
política y social que es la Iglesia: la envidia.
Ya hemos mencionado
anteriormente la denuncia de Eusebio de Cesarea, el primer
historiador eclesiástico: «La envidia no perdía de vista nuestros
bienes».
La envidia, corruptora de la curia.
Junto con la peste y la sífilis, la envidia fue una de las más
temibles plagas que azotó a la Italia renacentista y, en especial,
a la Iglesia. Ya en el siglo IV, Eusebio de Cesarea, el primer
historiador eclesiástico, denunció que la envidia no perdía de
vista los bienes de la Iglesia. La envidia es uno de los pilares de
la leyenda negra de los Borgia.
Las flaquezas de los
representantes de la Iglesia han sido bien conocidas por los
artistas que han intervenido en la construcción y decoración de
iglesias y catedrales. Así, la Capilla de los Scrovegni, en Padua,
construida en pleno Trecento por Enrique Scrovegno, contiene un
fresco pintado por Giotto titulado Injusticia, que
representa claramente a un alto eclesiástico con báculo y espada.
Giotto decoró el zócalo de la capilla con otras figuras pintadas en
grisaille, personificando los vicios y las virtudes, los
heroísmos y las bajezas humanas. Una de las figuras es la
representación monstruosa de un ser humano de aspecto execrable,
con la que el artista interpretó uno de los pecados que corroían
los entresijos de la Iglesia: La envidia, corruptora de la
curia.
Las primeras habladurías sobre
el papa Borgia tuvieron lugar al poco tiempo de su elección, pues
en seguida se habló de sus malas artes para conseguir la tiara. El
cronista Esteban Infessura habla de la reata de mulas cargadas con
plata que salieron del palacio Borgia el día anterior a la elección
papal. No sabemos si es cierto o tan solo una fabulación del
cronista, pero lo que sí ha de ser cierto es que Alejandro VI
obtuvo la tiara pontificia por medio de la simonía, igual que la
han venido obteniendo todos los papas mediante negociaciones,
acuerdos o convenios en los que se juega con asuntos económicos,
sociales o políticos y en los que, como ya dijimos, huelga la
intervención del Espíritu Santo.
El mismo proceso que se dio
para la elección de Alejandro VI se había dado años atrás para la
de Pío II, el cardenal humanista Eneas Silvio Piccolomini, sucesor
de Calixto III, cuyo Cónclave transcurrió en paralelo con luchas
encarnizadas entre bandos y facciones que apoyaban a uno u otro
cardenal. En la elección de un papa, todo quedaba admitido con tal
de lograr los votos suficientes para que accediera al trono de San
Pedro, pero la condición sine qua non era siempre que el
candidato debía cumplir con los cardenales que le apoyasen, es
decir, mantener sus cargos y prebendas, otorgarles nuevos cargos y
prebendas y no atacar a sus familiares y aliados. Los métodos de
elección papal iban en el Renacimiento desde el dinero hasta el
chantaje, pero unos pocos siglos atrás, la elección se llevaba a
cabo a garrotazos en las plazas de Roma, donde los partidarios de
uno u otro dirimían sus diferencias con las armas en la mano.
Pío II, el papa humanista, al
que la Historia conoce como escritor, dejó sus memorias y sus
descripciones del Cónclave, en las que habla de sobornos,
negociaciones ocultas en las letrinas, promesas y amenazas. Este
papa, escritor y guerrero, organizó una cruzada contra el turco a
la que ningún país europeo se unió, y consiguió el dinero para su
guerra religiosa creando nuevos puestos en la cancillería papal,
cuyos ocupantes debían pagarlos a un precio elevado. El cohecho y
la prevaricación eran habituales en el Vaticano, como vemos, antes
del papa Borgia.
A la muerte de Pío II, el
entonces cardenal Borgia tuvo que desmontar los nuevos puestos de
la cancillería que no creaban más que problemas y enfrentamientos.
La acusación, pues, de conseguir dinero nombrando cardenales, que
debió de estar bastante bien fundamentada, no tenía un objeto nuevo
en el papado, sino que era lo habitual, porque Pío II tampoco fue
el primero ni el único.
Otra de las grandes
acusaciones que han caído sobre los dos papas Borgia, tanto el tío
como el sobrino, ha sido la de favorecer a sus familiares por todos
los medios, pero ya hemos hablado sobradamente de lo extendido que
estuvo el nepotismo no solamente entre los papas, sino entre los
altos prelados, es decir, entre los que tenían algo que conceder y
familiares a quienes concedérselo.
Lucrecia Sforza acusó también
al papa Borgia de haber convertido Roma en la base militar de los
milaneses. Roma fue la base militar de la potencia de turno y lo
fue desde que hubo bienes por los que luchar, es decir, desde el
siglo VIII.
Junto a ésta se halla la
acusación de que los extraordinarios esfuerzos que hizo Alejandro
VI por fortalecer los Estados Pontificios fueron motivados por la
expoliación y la rapiña para beneficiar a su familia.
Naturalmente, el papa Borgia
favoreció a sus hijos en todo lo que pudo y trató de asegurar su
porvenir dándoles plazas seguras. Los papas que no tuvieron hijos,
como Gregorio VII o Inocencio III, expoliaron al mundo para su
provecho personal. Julio II mantuvo guerras incesantes durante todo
su papado para defender y ampliar los territorios papales y la
Historia no solamente no se lo reprocha, sino que le trata de papa
fuerte y poderoso, olvidando que, antes de serlo, traicionó a su
país abriendo la puerta al rey francés Carlos VIII. Y olvidando,
sobre todo, que el «papa terribilísimo» como llamaron a Julio II,
vivió y luchó como un soldado, con el arma en la mano, participando
por tanto en matanzas y asaltos guerreros. Olvidó, como soldado, el
mandamiento de «no matarás». Pero no todos los historiadores han
visto con benevolencia la vida guerrera de Julio II. Erasmo de
Rotterdam le menciona como un papa excluido del cielo y Maquiavelo
recuerda que César Borgia cayó con él en un grave error.
César Borgia se anticipó a
aniquilar a los que le iban a traicionar, porque ellos confiaron
ingenuamente en él y no se debe confiar en un señor poderoso
después de haberle ofendido. Así los atrajo a la trampa de
Sinigaglia, haciéndoles creer que la ofensa estaba olvidada. Pero
el propio César Borgia cometió años después el mismo error al
confiar en el rival y enemigo de su padre, Juliano della Rovere,
ofendido y humillado ante el triunfo de Alejandro VI, que le llegó
incluso a arrebatar la amistad y la alianza de Francia. César
Borgia creyó ingenuamente que Juliano della Rovere había olvidado
las viejas rencillas. Así se dejó atraer a la trampa de darle los
votos españoles para que resultara elegido papa.
Las alianzas militares y
políticas de los papas, sus luchas encarnizadas por defender sus
haberes o por ampliarlos, ya dijimos que duraron hasta el siglo
XIX, cuando Víctor Manuel de Saboya consiguió unificar Italia y
designar a Roma como capital, después de una larga guerra contra el
papa rey Pío IX.
No se trata en absoluto de
defender al papa Borgia negando las bajezas que cometió, sino de
dejar claro que su comportamiento fue similar al de casi todos los
demás papas de la historia. En su obra Los derechos de los
hombres y las usurpaciones de los papas, Voltaire plantea la
pregunta de si un sacerdote de Cristo debe ser soberano. Según la
doctrina de Gregorio VII, el papa es soberano porque su autoridad
viene heredada en línea recta de San Pedro, a quien Cristo dio no
solamente las llaves del cielo, sino el poder de atar y desatar en
la tierra. Pero los poderes místicos de la Iglesia se han arropado
siempre de poderes temporales, y si el papado consiguió durante
siglos mantener un vasto territorio del que el papa fue rey y señor
feudal, no fue precisamente por donación mística, sino mediante
guerras, tratados económicos, alianzas políticas, ocupaciones
militares, usurpaciones, intercambios y todos los métodos que
utiliza cualquier soberano para extender sus pertenencias, incluido
el engaño. La Donación de Constantino es el mejor
ejemplo.
Por tanto, las maldades que
se atribuyen al papa Borgia no se le atribuyen como gobernante,
sino como papa, es decir, como vicario de Cristo en la
tierra.
Como vicario de Cristo en la
tierra todos sabemos que el papa no poseería una corona triple ni
un país en propiedad. Cristo no tuvo ni almohada en la que apoyar
la cabeza, al menos eso es lo que dice el Evangelio, y nunca ordenó
la prosperidad que sus llamados seguidores alcanzaron cuatro siglos
después de su muerte.
El historiador Jacques
Robichon habla de la tiara mancillada, señalando el pecado de
simonía con el que la obtuvo el papa Borgia. Desde un punto de
vista analítico, la tiara está mancillada por el mero hecho de
existir. Sea tiara o sea corona, su sola presencia y existencia es
una mancha para quien se dice representar a aquel que no tuvo donde
apoyar la cabeza. Téngase en cuenta que la Iglesia se dice una
institución fundada por Cristo y seguidora de la doctrina del
Evangelio, y sin embargo aquellos que han seguido fielmente los
pasos de Cristo y la citada doctrina, como Francisco de Asís o
Teresa de Calcuta, han sido escasos, han encontrado numerosas
trabas en la misma institución e incluso han sido acusados de
herejes o de rebeldes por los propios eclesiásticos. La tiara, la
corona, el trono, los palacios, los beneficios y las prebendas,
empezando por el propio Estado Vaticano, herencia de los Estados
Pontificios, no admiten mancha porque ya lo son.
Como papa, Alejandro VI fue
uno más de los papas de su tiempo. Como gobernante de un país vasto
y rico, el papa Borgia fue uno más de los gobernantes de su tiempo.
Era habitual utilizar el reino o el feudo como patrimonio personal
y disponer de él como si de una propiedad se tratara. Voltaire
dedicó varias páginas a analizar el derecho de los sacerdotes de
Cristo a ser soberanos para llegar a la misma conclusión: resulta
una monstruosidad el que un sacerdote conceda un imperio y también
que tenga soberanía sobre ese imperio. Y para tranquilizar al
lector cristiano le remite al Evangelio.
Las habladurías prolongadas
sobre el papa Borgia, pues, son fruto indudable de la envidia. De
la envidia que habitualmente corroyó la curia, desde los tiempos en
que el mismo Eusebio de Cesarea la denunció, allá por el siglo IV,
precisamente, el punto de partida de los bienes materiales de la
Iglesia. No hubo envidia cuando no hubo nada que envidiar, y ésta
surgió, naturalmente, al olor de las riadas de oro que empezaron a
desembocar en las arcas de Dios, merced a las transacciones
político-económicas y político-religiosas.
¿Por qué habría de despertar
envidias el papa Borgia? Simplemente, por ser español. O mejor
dicho, por no ser romano, ni siquiera italiano. La mayoría de los
papas de la época, incluso de épocas anteriores y posteriores,
tuvieron bastardos, queridas, llevaron una vida licenciosa,
organizaron matanzas de opositores a los dogmas de la Iglesia,
aplastaron rebeliones filosóficas, aniquilaron el progreso,
bendijeron genocidios y acumularon bienes materiales para ellos y
para los suyos. Sin embargo, no hay leyenda negra, no se han
escrito novelones sangrientos sobre las matanzas de judíos, de
cátaros, de brujos, de protestantes.
Y si los hay, ninguno supera
en tirada a cualquiera de las obras que difaman al papa Borgia y a
su familia. Seguramente porque el papa Borgia supo triunfar en la
política y supo encumbrar a los suyos sin siquiera haber nacido en
Italia, algo imperdonable para los italianos de la época, un
extranjero en el poder más elevado del mundo, el papado.
Simón el Mago. Simón el Mago
pretendió comprar a los apóstoles el poder místico que Cristo les
concedió. Desde entonces, se llama simonía al pecado de adquirir
bienes o poderes religiosos mediante el dinero o las transacciones
materiales.
De entre los numerosos
enemigos de la familia Borgia, hay tres que destacan especialmente,
Juliano della Rovere, Juan Galeazzo Sforza y Silvio Savelli, los
tres tuvieron, por cierto, buenas razones para ser sus enemigos.
Juliano della Rovere porque perdió el trono de San Pedro que le
ganó por la mano Rodrigo de Borgia, a pesar del colchón económico
que para él preparó Carlos VIII. Recordemos sus esfuerzos por
arrancarle la tiara, que le costaron a Italia la invasión
francesa.
Juan Galeazzo Sforza tuvo
razones sobradas para enemistarse con los Borgia por la humillación
que sufrió durante el proceso de anulación de su matrimonio con
Lucrecia. En cuanto a Silvio Savelli, fue víctima de César Borgia,
desposeído de su señorío y exiliado de Roma tras su levantamiento
contra el papa.
En paralelo a la historia de
la familia Borgia, una historia que muchos autores han tratado de
recuperar separando lo fantástico de lo real, indagando en los
motivos, en las posibilidades y en las fuentes, se generó su
leyenda negra, una primera historia que hablaba de corrupción en la
Iglesia, después, una segunda historia que narraba actos viciosos,
especialmente de carácter sexual, y finalmente, una tercera
historia de crímenes y de veneno.
Todas estas historias parece
que se originaron en vida del papa Borgia, puesto que ya hemos
dicho que él solía reír cuando leía o escuchaba algunas de las
cosas extremas que se decían de él, pues, en primer lugar, señalaba
que nadie en su sano juicio podía creer semejantes cosas, y en
segundo lugar opinaba que Roma era un estado libre y que los
ciudadanos tenían derecho a expresar sus ideas sin censuras ni
cortapisas.
La página de la corrupción se
la debemos particularmente a Juliano della Rovere, el que después
fue Julio II. Él fue quien lanzó toda la propaganda antiborgiana
para conseguir que Carlos VIII, tras invadir Italia, depusiese a
Alejandro VI y le entregase a él la tiara. Con todo su
ensañamiento, della Rovere no habló de incestos, de asesinatos, de
fornicación ni de veneno, solamente habló de simonía y ya vimos que
de poco le sirvió, como tampoco le había servido en aquel caso su
propio intento de simonía para lograr la tiara. La logró años
después, como vimos. En cuanto al tráfico de influencias y el abuso
de posición privilegiada, es indudable que el papa Borgia los
utilizó en beneficio de sus hijos, pero no olvidemos las prebendas
de que disfrutaron el cardenal della Rovere y el cardenal Riario en
tiempo de su tío el papa Sixto IV.
Algunos autores, como el mismo
Maquiavelo, diferencian la actuación del papa Borgia, cuya lucha se
centró en conseguir bienes para los suyos, y la de Julio II, cuya
lucha tuvo como objetivo engrandecer la Iglesia. Es cierto que
Julio II engrandeció la Iglesia y que la dotó de grandes maravillas
artísticas, como el extraordinario mausoleo que encargó a Miguel
Ángel, pero fueron para su honra, para que la posteridad admirara
lo mucho que aquel papa había conseguido en vida y que perduraba
tras su muerte. Esa y no otra es la función de un mausoleo, sobre
todo si es tan grandioso como el suyo.
Se acusó al papa Borgia de
haber utilizado la Iglesia como una herencia, entregando a su
familia bienes eclesiásticos. Lo cierto es que ninguno de sus hijos
heredó bienes de la Iglesia, sino que estos volvieron a ella a la
muerte del Papa, o mejor dicho, volvieron a manos de los vicarios
que anteriormente los disfrutaban. Todos los papas y todos los
eclesiásticos, con alguna excepción honrosa, han obtenido de la
Iglesia el mayor número de bienes y beneficios posibles y eso
siempre ha suscitado envidias, porque siempre ha habido quien se ha
creído con más derechos a obtener esas tierras o esa
posición.
Aquí tenemos que volver a las
consideraciones de Voltaire. ¿Es realmente digno que un sacerdote
que se dice vicario de Cristo en la tierra disfrute de tales
prebendas, beneficios y riquezas? Esa es la primera pregunta, cuya
respuesta es obvia. Si echamos un vistazo a los Evangelios, no
tenemos más remedio que responder que no. Si miramos con
detenimiento la historia de la Iglesia, vemos que la situación de
privilegio y poder se inició y se mantuvo mediante pactos, no
mediante donaciones. Constantino el Grande es cierto que cedió a la
Iglesia numerosos bienes, aquellos que según Eusebio de Cesarea
suscitaron la aparición de la envidia. Pero no fue un regalo, sino
una transacción. Es decir, Constantino no regaló al papa Silvestre
y a la Iglesia todos los territorios, iglesias, palacios, dinero y
bienes gratuitamente, sino a cambio de algo muy importante para él.
A cambio de constituirse en sumo pontífice de la Iglesia cristiana
sin siquiera tomarse la molestia de bautizarse, puesto que él jamás
creyó en el Dios cristiano, sino que continuó sacrificando a los
dioses romanos mientras presidía concilios y proclamaba dogmas de
fe. A cambio también de manipular todas las formas externas de la
religión cristiana y adecuarla a las creencias populares de la
época, adaptándola a la religión de Mitra, que es en la que creía
el pueblo romano. A cambio de obtener la benevolencia y el firme
apoyo de los líderes cristianos, frente a sus numerosos asesinatos,
traiciones y parricidios.
Los bienes terrenales de la
Iglesia crecieron grandemente en tiempos de Pipino el Breve y
Carlomagno, pero tampoco estos príncipes le regalaron nada.
A cambio de unas tierras
arrancadas al imperio bizantino, la Iglesia accedió a la petición
de Pipino de coronarse rey de los francos tras usurpar el trono al
último rey merovingio, y también accedió a coronar emperador a su
hijo Carlomagno y a sacralizar la nueva estirpe carolingia,
convirtiéndolos de usurpadores en reyes.
Y así sucesivamente. Todos
los bienes terrenales de la Iglesia se han conseguido a base de
trueques y concesiones. Cada uno da lo que tiene. El rey da bienes
terrenales y el papa da bienes místicos. La Iglesia supo
administrar un tesoro incalculable, el de la sangre de Cristo,
derramada para redimir los pecados de los hombres, y con ella
negoció y especuló durante siglos, algo que denunciaron en su
momento Juan Hus y Martín Lutero, pero que, denunciado y todo,
convirtió las indulgencias en un río de oro que vino a desembocar,
como ya hemos dicho anteriormente, en las arcas divinas. El mismo
Juliano della Rovere que tanto criticó al papa Borgia por corrupto
emitió cuando fue papa con el nombre de Julio II tal cantidad de
indulgencias con las que obtener fondos para erigir los monumentos
de San Pedro, que Erasmo de Rotterdam y Martín Lutero protestaron
ruidosamente.
Otra forma de adquirir bienes
terrenales ha sido la recogida de impuestos, con los que los papas
medievales obligaron a reyes, nobles y plebeyos a pagar tributos en
base a derechos falsificados, como la ya citada Donación de
Constantino o la manipulación de las Escrituras para demostrar
que Cristo dio a San Pedro y con él a la Iglesia el mundo como
feudo.
Todo esto viene a demostrar
que los bienes terrenales de la Iglesia se han conseguido como
todos los bienes terrenales, mediante la guerra, la manipulación,
la usurpación, el convenio, la negociación o el trueque, y que por
tanto carecen de base religiosa. Y por ello, como todos los bienes
terrenales han tenido un día un dueño y otro día otro dueño
diferente. Igual que la Iglesia los ha conseguido guerreando o
negociando, otros pueden muy bien arrebatárselos guerreando o
negociando. Y eso es lo que hicieron el papa Borgia y,
especialmente, su hijo César arrancando bienes a quienes
anteriormente los habían usurpado a otros, los vicarios. Si
después, a su muerte o a su caída en desgracia, otros se los
arrebataron a ellos, no hicieron más que seguir el proceso habitual
de ganar y perder.
Sin embargo, hay algo que
llevó a cabo el papa Borgia y de lo que ninguno de sus difamadores
habla, porque da fe de su tendencia progresista y de su saber
político. Los campesinos estaban obligados a pagar un impuesto
llamado «diezmos y primicias» a la iglesia a la que perteneciesen,
y ese dinero formaba parte de los numerosos beneficios que ya
dijimos que disfrutaba el clero y que, si ha dejado de disfrutar,
no ha sido por haber renunciado a ellos, sino por haberles sido
negados. En 1501, el papa Borgia emitió una bula por la que
otorgaba a los reyes los diezmos de las iglesias que fundaran y
dotaran. Aquí vemos también un motivo de disgusto y deseo de
revancha de los religiosos encargados de tales iglesias, que no
pudieron disfrutar ese impuesto a menos que los reyes se los
cedieran de buena voluntad.
La página de la depravación
se debió de iniciar con las historias que el Sforzino hizo circular
a raíz de su pérdida oficial de hombría, al no poder demostrar su
potencia sexual frente a las acusaciones de Lucrecia. De ahí
surgieron autores, como Matarazzo, que escribió la crónica de la
ciudad de Perugia afirmando que Lucrecia Borgia era la mujer
pública más notoria y frecuentada de Roma. Sus palabras siguen
fielmente las palabras del Sforzino, porque incluso admite la
famosa teoría del incesto de los Borgia y ya dijimos anteriormente
que sin incesto no había escándalo. No era fácil llamar la atención
y escandalizar a aquella sociedad que tenía la manga más ancha
vista hasta entonces. Una historia que se preciase de escandalosa
tenía imprescindiblemente que hablar de incesto en las mujeres y de
homosexualidad en los hombres.
Ya en 1497 se extendieron
algunos rumores que hablaban del incesto entre Lucrecia y su
hermano César. El embajador de Ferrara, Beltrando Contabili, contó
en una carta las sospechas que le había transmitido Juan Galeazzo
Sforza.
La historia del Infante
Romano cobró matices de folletín truculento al suponerle hijo de
Lucrecia Borgia y el camarero del papa, Perotto. Esos amores, ya de
por sí reprobables entre la señora y el sirviente, fueron
descubiertos por César Borgia quien, muerto de celos, persiguió al
camarero por el Vaticano. Perotto se refugió junto al Papa, pero
César, ciego de furor homicida, le apuñaló con saña atravesando con
su daga la sagrada capa del pontífice, tras la que se ocultaba el
aterrado camarero. Poco después, el cadáver del atrevido sirviente
aparecía en el Tíber atado al de una doncella de donna Lucrecia. Un
crimen, pues, pasional, mancillado con la execrable inspiración del
incesto.
Otra historia surgida del
incesto es el crimen pasional de Alfonso de Bisceglie, a quien
César Borgia asesinó porque no podía soportar que su hermana le
amase. Es más que posible, como ya dijimos, que César ordenase el
asesinato de su cuñado, pero fue un asesinato político, no un
crimen pasional.
Y ya puestos a novelar el
incesto, no faltaron autores que aseguraron que el Sforzino tuvo
que huir de Roma porque el papa Borgia no soportaba compartir con
él a su hija, con la que había tenido ya un hijo, el Infante
Romano, y César entraba en el trío incestuoso porque su padre era
incapaz de negarle nada.
Las leyendas de depravación
que surgieron en torno a la familia Borgia son innumerables y a
cual más exagerada. Hermann Rötgen tuvo ocasión de observar que
cuanto más tiempo pasaba más historias y leyendas surgían. Pero
parece ser que estas historias de vida licenciosas surgieron en dos
lugares geográficos, la corte del rey de Nápoles y la corte de
Urbino.
Hemos visto tiempo atrás al
rey Ferrante de Nápoles temeroso de que la alianza de Alejandro VI
con Milán, que apoyaba a los franceses, pudiera suponer una amenaza
para él. Recordemos lo bien que este rey supo utilizar en su
momento el arma de la calumnia, escribiendo un largo e inoportuno
memorial a Fernando el Católico. También le hemos visto cambiar de
tercio cuando consiguió casar a su nieta Sancha con Jofré
Borgia.
La mayor parte de las
historias de índole sexual que narran los incestos y crímenes
pasionales de los Borgia procedieron en su día de la corte de
Nápoles y debieron de formar parte de las historias pícaras y de
los chistes picantes de la época, cuentos, textos satíricos y
epigramas que se contaban en la corte para divertir a la gente,
como las que contaron en su día Petronio en El Satiricón,
Bocaccio en El Decamerón o Godofredo de Chaucer en Los
cuentos de Canterbury.
En Roma, todavía se siguen
escribiendo poemas satíricos en el Paquino, cerca de la Plaza de
Navona, donde circularon las historias picantes de los
Borgia.
Antes de que la Inquisición
prohibiese los libros infamantes sobre los Borgia, ya estaban no
solamente en la literatura, sino en el teatro. Y ahí siguen. La
primera obra de teatro que se benefició de las historias de
depravación de los Borgia se estrenó al año siguiente de morir
Alejandro VI, en 1504 y en la corte de Urbino, probablemente
auspiciada por Guidobaldo de Montefeltro o al menos por personajes
de su entorno. La segunda obra se estrenó poco después celebrando
la caída de los Borgia y el glorioso retorno del Duque al
poder.
La calumnia, la envidia y la
maledicencia. Así representó Boticcelli la calumnia, la envidia y
la maledicencia, tres vicios muy humanos que configuraron la
leyenda negra de la familia Borgia. En el caso de Lucrecia, a ellos
se podrían añadir el machismo y el desprecio al sexo
femenino.
Es indudable que todos los
príncipes de la Romaña tenían motivos suficientes para odiar a los
Borgia, que los habían despojado, exiliado, y en muchas ocasiones
excomulgado. Los Colonna y los Savelli publicaron algunos libelos
hablando de los crímenes de los Borgia, redactados por un escritor
napolitano, Jerónimo Mancione.
En ellos se narra el
desenfreno y el vicio que imperaron en la vida de César Borgia
hasta el punto de que no parece que tuviera tiempo para luchar y
conquistar tierras. Parece cierto que César Borgia pasó el invierno
de 1500 a 1501
gozando de cautivas, dicen
que consentidoras, practicando ejercicios de fuerza a base de
caballos, toros y puñetazos, todo ello interrumpido por grandes
comilonas, aunque sin dejar de trabajar diariamente en su despacho
desde la salida del sol para despachar los numerosos asuntos de sus
estados. No olvidemos que en ese período se sentaba en el trono
ducal de Romaña.
Pero lo que cuentan de él es
mucho más novelesco. El 15 de noviembre de 1501 se puso en
circulación una carta que será desde entonces conocida como la
lettera antiborgiana, fechada en Tarento y dirigida a Silvio
Savelli, exiliado de Roma en aquellos días. Frente al contenido de
esta carta que el cardenal Ferrari entregó a Alejandro VI con el
fin de que hiciera castigar a los calumniadores, César Borgia se
enojó sobremanera, pero el Papa se limitó a señalar que su hijo el
Duque no sabía tolerar las ofensas, pero que Roma era una ciudad
libre donde cada uno escribía lo que le placía. Incluso dicen que,
cuando el barón Savelli le visitó en Roma, no le dijo palabra
alguna sobre la carta difamatoria de Silvio.
La carta, naturalmente,
acusaba a los Borgia de delitos muy superiores a los cometidos por
Nerón y Calígula, que ya tenían suficiente mala fama. Hablaba de
estupros, de incestos, de hombres heridos o envenenados arrojados
al Tíber, unos métodos para deshacerse de los enemigos que, según
Gervaso, empleaban no solamente los Borgia, sino los Sforza, los de
Aragón, los Malatesta, los Médicis, los Este y todos los
representantes de las grandes familias en general.
Pero la historia que cuenta
la leyenda negra de los Borgia no se queda en crímenes ni
atrocidades comunes, de las que cometían todos, sino que busca algo
mucho más espectacular y más escandaloso. Dice, por ejemplo, que
mientras las tropas de César Borgia saqueaban y asesinaban por
doquier, él iba secuestrando mujeres para crear su propio harén en
Capua, pintándole como a un monstruo sediento de sangre y de vicio
sexual. Y para que el escándalo se produzca, el orador de Urbino,
Silvestre Calandra, cuenta cómo atrajo con promesas y favores al
hermoso Ástor Manfredi, echándole a perder villanamente hasta que
entregó la ciudad y se unió a las tropas del Valentinois, quien
gozó de él sexualmente hasta que, hastiado, se deshizo de él de la
forma más brutal y despiadada, asesinándole y arrojando su cadáver
al río.
Una de las historias
difamatorias más ingenuas y divertidas que se contaron sobre los
Borgia procede asimismo de la famosa lettera y narra lo
siguiente: con motivo de la celebración de la boda de Lucrecia con
Alfonso de Este, la familia Borgia organizó una orgía tan
espectacular como increíble, consistente en desparramar varios
canastos de castañas por el suelo, que un grupo de cincuenta
cortesanas, desnudas naturalmente, debía recoger de una en una. El
movimiento de recogida de las castañas pondría a las mujeres en una
posición muy apropiada para poder acercarse a ellas y penetrarlas a
una después de la otra. Todo ello tamizado por la suave luz de las
velas y con un final de concurso que ganaría aquel que consiguiera
penetrar a más mujeres. El premio consistía, según dicen, en
vestidos, zapatos y objetos de adorno de gran valor.
Otros, tratando de rizar el
rizo, cuentan que la orgía de las castañas no se celebró con motivo
de los esponsales de Lucrecia, sino para celebrar el día de Todos
los Santos, lo cual añade una nota sacrílega al festín. Junto con
esto se habla de riadas de rameras que confluyen en el Vaticano
para tratar de dar satisfacción a los insaciables apetitos de los
Borgia. Nadie se queja, nadie protesta y todo Roma calla por miedo
al veneno, a la bebida emponzoñada siempre a punto y siempre
dispuesta a silenciar lenguas locuaces.
Otros cuentan cómo disfrutaban
el Papa y su hija contemplando a los caballos y yeguas que se
apareaban bajo sus ventanas. Los cuentos, como vemos, no tienen fin
ni límite, y precisamente todo esto sucedió cuando el duque de Este
pedía informes sobre su futura nuera. Es obvio que no creyeron en
absoluto lo que se contaba, puesto que Hércules de Este se divirtió
sobremanera con los epigramas e historias cortesanas, pero no dudó
en emparentar con aquella familia tan escandalosa.
Y no es de extrañar que se
divirtiera y no las creyera. Ya dijimos que divertían incluso a su
protagonista. Burkhardt, uno de sus mayores enemigos y difamadores,
no dejó de comentar que el papa Borgia era muy popular entre la
gente, que siempre era bien recibido donde se presentase, y que
tanto el pueblo como él se reían de los cuentos picantes que
surgían a su costa, pero sin prestarles la menor atención.
Otro de los temas que más se
han comentado y han contribuido a llenar páginas y páginas de
historias de sangre y desenfreno es el rapto de Dorotea, prometida
del condottiero Juan Bautista Caracciolo. Según unos, el
autor del rapto fue César Borgia. Según otros autores, como Blasco
Ibáñez o María Bellonci, el autor fue el capitán Diego Ramírez.
Veamos lo que se sabe que sucedió.
En 1501, César Borgia fue a
Urbino para disfrutar de las fiestas de Carnaval, a las que era muy
aficionado. Pero no fue invitado expresamente, sino más bien se
toleró su presencia. Recordemos que, en esa fecha, el Valentinois
no se había apoderado todavía del ducado de Urbino.
Fuera en calidad de invitado o
de intruso, el caso es que César Borgia se divirtió con los
pasatiempos a que eran tan aficionados los intelectuales.
Recordemos también que la
corte de Urbino era una de las más brillantes del momento y allí se
apreciaba mucho más este tipo de entretenimientos para personas
inteligentes que la pompa y el boato tan buscados en otros
lugares.
La duquesa Isabel de Gonzaga
tenía en su séquito una bella dama de origen lombardo llamada
Dorotea, procedente de una familia noble de Crema, que estaba
prometida a Juan Bautista Caracciolo, el capitán del ejército
veneciano.
Según los autores de esta
historia, César Borgia se prendó de esta dama hasta el punto de que
no pudo soportar la vida lejos de ella. Pero cuando terminaron las
fiestas de los Carnavales, regresó a su campamento militar para su
próxima contienda.
Un día, concretamente el 10 de
febrero de 1501, Dorotea partió de Urbino camino de Cervia, en la
república de Venecia, donde debía contraer matrimonio con su
prometido, el capitán Caracciolo. En el camino, el séquito de
Dorotea fue asaltado por un grupo de hombres. Algunos se fijaron en
que quien los mandaba llevaba un ojo vendado, seguramente para
ocultar su rostro, pero coincidieron en que se parecía al
Valentinois.
Isabel de Gonzaga, duquesa de
Urbino, tuvo entre las damas de su corte a una joven
excepcionalmente bella, Dorotea, prometida del capitán veneciano
Juan Bautista Caracciolo. Según unos autores, César Borgia se
prendó de ella y la raptó. Según otros, ella se dejó raptar por el
capitán español Diego Ramírez.
El combate no fue largo,
porque los asaltantes iban bien pertrechados y eran expertos en la
lucha. Finalmente, la hermosa Dorotea y una de sus damas fueron
raptadas por los malhechores.
Es de suponer el escándalo que
organizó el capitán veneciano, quien se mostró dispuesto a
abandonar el servicio de la República Serenísima para correr en
busca de su adorada, pero no eran momentos para dejar la guerra por
el amor, sino todo lo contrario. Precisamente, Caracciolo estaba al
mando de las tropas que defendían Friuli de una posible incursión
del emperador Maximiliano. No pudo, por tanto, salir a buscarla,
pero movió todos los recursos para conseguirlo. Venecia envió
embajadores a pedir explicaciones a Urbino, a César Borgia y al
mismo papa Alejandro VI. Incluso el rey Luis XII intervino y envió
al campamento de César a Luis de Villeneuve e Ivo d'Allegro, para
pedirle cuentas de su acción.
El Papa lamentó el asunto y
negó que su hijo fuera el culpable. César Borgia, por su parte,
arguyó que algo había entre la bella Dorotea y el capitán español
Diego Ramírez, quien parece que incluso había llegado a recibir de
ella unas camisas bordadas como regalo. En cuanto al castigo para
el capitán Ramírez, era preciso esperar a encontrarle, porque había
desaparecido sin dejar huella.
Por mucho que todos
protestaron, por grande que fuera el revuelo que levantó el novio
burlado y por grandes que fueran las protestas de inocencia de
César Borgia, quien incluso comentó que no entendía cómo podían
acusarle de violentar a una mujer cuando eran tantas las que le
perseguían que tenía que quitárselas de encima, lo cierto es que la
historia quedó en el mayor de los misterios.
Nunca más hubo noticias de la
bella Dorotea ni del capitán Diego Ramírez.
En el año 1502 surgieron
nuevas historias de desenfreno sexual cuando Lucrecia estaba ya
casada y bien casada en Ferrara, fuera de toda duda. Fue Juan
Burkhardt, el llamado Burcardo, quien se ocupó de sacarlas a la
luz, pero como la mayoría de los mentirosos no tuvo en cuenta que,
cuando se miente, hay que hacerlo a conciencia, atando todos los
cabos y vigilando los detalles. Burkhardt mezcló en su historia
hechos que sucedieron tiempo después, concretamente fechó en 1500
las orgías romanas de los Borgia, uniendo a la historia detalles
que sucedieron en 1502. Si los datos no son ciertos, es evidente
que la historia tampoco.
Burkhardt, de quien ya dijimos
que era maestro de ceremonias en la corte papal, fue espectador de
algunas de las acciones del Papa, aunque siempre con distancia,
porque su puesto de trabajo no le permitía grandes
familiaridades.
Escribió un diario en latín en
el que recogió cuanto vio, cuanto escuchó, cuanto entendió y cuanto
se le ocurrió. Este Diarium permaneció inédito hasta el
siglo XVIII, en que lo encontraron los protestantes, que
aprovecharon el contenido para difamar en lo posible a la Iglesia
Católica en la persona del papa Borgia, sobre todo porque la letra
del autor del diario parece que era prácticamente ininteligible, lo
cual sirvió para interpretar los pasajes incomprensibles de la
forma que más pudiera perjudicar la fama de los católicos. ¡Qué más
querían los protestantes que encontrar una historia con infamias
cometidas por un papa católico! Sin embargo, a la luz de nuestro
tiempo podemos comprobar que las historias descritas por Burkhardt
se basan únicamente en fantasías e interpretaciones mágicas a las
que tan dados eran en el Renacimiento. Precisamente, lo que hizo
este autor fue aplicar los hechos de uno de los libros más famosos
de la época, Malleus Maleficarum, El martillo de las
brujas que mencionamos anteriormente, a la familia Borgia,
especialmente a donna Lucrecia, ya que si se trataba de brujería
tenía que tener por protagonista a una mujer. Téngase en cuenta que
Burkhardt era alemán y que el libro citado había sido escrito por
los inquisidores alemanes Institoris y Sprangen a finales del siglo
XV, dos clérigos encargados de luchar contra la brujería que, según
aseguraban, estaba muy extendida en Alemania.
El diario de Burkhardt
contiene muchos datos similares a los de la carta de Silvio Savelli
que hemos visto anteriormente y también a los escritos del cronista
Francisco Guicciardini
[17]
y de un autor veneciano, Martín Sanudo. Estos
autores cuentan las relaciones de Alejandro VI con el diablo, con
el que mantuvo un pacto desde antes de alcanzar la silla de San
Pedro para asegurar su fortuna y su larga vida. Recordemos el rayo
que cayó sobre el Vaticano y que derrumbó la techumbre sobre el
trono papal. Lógicamente, su pacto con Satanás le libró de la
muerte, pues ya vimos que resultó ileso a pesar de que el rayo era
un aviso divino para su vida de maldades.
Esta relación diabólica
conmovió a la corte celestial tanto como los hechos criminales de
toda la familia Borgia, lo que se puso de manifiesto en todas las
ocasiones en que cometieron hechos nefandos. Así, cuando Juan
Borgia fue asesinado el diablo se presentó en el Vaticano con su
séquito, todos provistos de antorchas y haciendo un ruido
espantoso. Después, para celebrar el crimen, organizaron una
procesión por el aire que espantó a los buenos cristianos. El
embajador veneciano afirmó con rotundidad que el fantasma
ensangrentado de Juan Borgia merodeaba cada noche el castillo de
Sant'Angelo. Queda claro que estos testimonios fueron más que
suficientes para culpar a César Borgia de la muerte de su
hermano.
Según El martillo de las
brujas, siempre ha de haber una mujer en los círculos
diabólicos, y además existe una relación fehaciente entre el sexo y
la brujería. Por tanto, en los períodos en los que donna Lucrecia
quedó encargada de los asuntos vaticanos en ausencia de su padre su
actitud fue, según Burkhardt, la de una mujer diabólica dominada
por el ansia de poder y sumida en vibraciones infernales, que
interrumpía las ceremonias religiosas con su risa sacrílega y
lasciva.
No es de extrañar que, leyendo
estas historias o escuchándolas de labios de sus amigos, el papa
Borgia riera divertido y se encogiera de hombros sin comprender que
nadie en su sano juicio pudiera creer tales cosas.
La muerte de Alejandro VI
tuvo, como era de esperar, su narración macabra y oscurantista, que
merece la pena resumir.
El papa Borgia y su hijo
César, envenenadores sistemáticos, habían sido invitados a una
fiesta (probablemente orgiástica) a la que iría el cardenal Adrián
di Corneto, su próxima víctima. Pero he aquí que ambos se
confundieron y bebieron el veneno que iba destinado al cardenal.
Sin embargo, previendo su posible envenenamiento porque ya se sabe
que cree el ladrón que todos son de su condición, Alejandro VI
llevaba siempre consigo hostias consagradas que repelieran el mal.
Lo que no se explica es cómo podía utilizar ese tipo de amuletos
teniendo como tenía un pacto diabólico, pero son posiblemente
detalles que escaparon a los narradores.
En todo caso, el pacto
diabólico quedó bloqueado, al menos durante unas horas, por
decisión divina. Cuando padre e hijo acudieron al banquete en el
que habían de asesinar al cardenal di Corneto, el Papa se dio
cuenta de que no llevaba sus amuletos y envió al cardenal Carafa
(futuro papa Pablo IV) al Vaticano para que recogiera el
receptáculo en el que guardaba las sagradas formas. Pero el cielo
había decidido obstaculizar al mal y el cardenal Carafa fue cegado
por un rayo de luz sobrenatural, vivísimo, que le impidió encontrar
el amuleto que buscaba. Cuando trató de entrar en la alcoba del
pontífice, un demonio con forma de mono le dificultó el paso,
haciéndole perder el tiempo. Cuando, finalmente, el cardenal Carafa
consiguió llegar al lugar de la fiesta con las hostias consagradas,
ya era tarde. El papa Borgia y su hijo habían bebido, por funesto
aunque merecido error, su propio veneno.
Mientras duró su agonía, los
autores aseguran haber visto rameras en torno al lecho papal, pues
su última voluntad fue poder acariciarlas antes de morir,
probablemente para cerrar toda posible puerta de salvación, debido
a su pacto satánico. Al mismo tiempo, numerosos testigos aseguraron
haber visto demonios montando guardia junto al moribundo, mientras
grandes monos negros recorrían la estancia. Uno de los cardenales
que velaban al enfermo logró atrapar a uno de los monos, pero el
Papa, moribundo como estaba, aún tuvo fuerzas para ordenarle soltar
al monstruoso animal.
Después de muerto, el cadáver
se descompuso en tan breve tiempo que nadie fue capaz de acercarse
a él, y para sacarle de la estancia le arrastraron por los pies
olvidando el respeto y las honras fúnebres. Esto se dijo, a pesar
de que el mismo Burkhardt contó que él se ocupó personalmente de
lavar y vestir al muerto y de preparar los espléndidos ornamentos
del catafalco. Los funerales duraron nueve días.
El cadáver del papa Borgia
debió de presentar un aspecto sumamente desagradable, como dijimos
en su momento. Burkhardt cuenta con todo lujo de detalles el olor
nauseabundo que emanaba, la hinchazón del cuerpo y la espuma que
manaba de su boca y de su nariz. Todo lo contrario a la muerte de
un santo, que ya sabemos que fallecen en olor de santidad, es
decir, emanando dulces aromas, aunque también sabemos que los
dulces aromas proceden de las sustancias del embalsamamiento.
Como ya señalaba el autor de
esta crónica macabra y tenebrosa, nadie acompañó al muerto a su
enterramiento y los sepultureros hubieron de atarle una cuerda a
los pies para poder arrastrarle, metiéndole a golpes en el
sarcófago.
Esa noche, como no podía
esperarse menos, la basílica del Vaticano se vio invadida por
numerosos perros negros y gigantescos que aullaron
estrepitosamente, asustando a las monjas del claustro de una de las
capillas de la basílica, las cuales huyeron despavoridas.
El mismo duque de Mantua,
Francisco de Gonzaga, el cuñado de Lucrecia, contó por carta a su
hermana Isabel, la que tuvo en su séquito a la bella Dorotea, todos
los hechos demoníacos que acaecieron a la muerte del papa Borgia.
Se lo contó creyéndolos de buena fe, como una forma de difamar a la
familia, pese a que él ya dijimos que mantuvo una larga amistad e
incluso un posible romance epistolar con Lucrecia y que, poco
después, intentó casar a su hijo con la hija de César Borgia. Claro
que este intento fue antes de que el Valentinois cayera en
desgracia.
Cuando dos personajes de la
Historia se enfrentan y personifican hechos opuestos y excluyentes
no hay más remedio que decantarse por el uno o por el otro, a menos
que uno sea capaz de mantenerse neutral.
El caso de Savonarola es
similar al de la familia Borgia. Fue un santo para unos, un enfermo
mental para otros y un canalla para otros. Si uno cree que fue un
santo es evidente que el papa Borgia, al que se enfrentó tan
abiertamente, tuvo que ser un sinvergüenza. Si uno opina que fue un
delirante, entonces el papa Borgia pudo no ser un canalla o, al
menos, no ser el canalla que él denunció.
Menéndez Pelayo afirmó que
Savonarola fue un hombre de fervorosa elocuencia, de frenético
entusiasmo y de buenos propósitos. César Balbo aseguró que los
verdaderos santos no se sirven del templo para asuntos humanos y
que los verdaderos herejes no mueren en el seno de la Iglesia, como
murió Savonarola. Queda claro que para los enemigos de la familia
Borgia o, al menos, del papa Borgia, Savonarola fue un santo y un
mártir, que predicó contra la corrupción eclesiástica.
Precisamente fue Lucas
Bettini, prior de san Marcos en Florencia quien, con ánimo de poner
de relieve la bondad de Savonarola y la maldad de su oponente, el
papa Borgia, propagó una historia que le contó un mendigo romano
quien aseguraba haber visto, desde un rincón de la iglesia de Santa
María la Mayor, al cardenal Borgia, antes de ser papa, pactando con
dos demonios para conseguir la tiara. Este testigo afirmaba que
Rodrigo Borgia vendió al diablo su alma frente al altar mayor a
cambio de ser papa durante doce años.
La celda de Savonarola en el
convento de San Marcos. Savonarola es también un personaje
controvertido, como el papa Borgia. Para unos fue un santo y un
mártir, para otros un delirante, y para otros un traidor a Italia
que, por perjudicar a su enemigo, colaboró con la invasión
francesa.
Algo parecido, aunque con
menos controversia, ofrece el enfrentamiento de dos figuras de la
época, Fernando el Católico y César Borgia. Quienes sostienen que
Maquiavelo escribió su obra El príncipe pensando en
Fernando el Católico, han de sostener que algo hizo mal César
Borgia para ganarse su enemistad. Sin embargo, no hay más que leer
el libro para comprobar de quién habla el autor.
Y, en todo caso, si las
acciones de ambos se confunden es porque ambos personajes actuaron
de manera similar, manteniendo principios morales similares a la
hora de gobernar. Pero Fernando el Católico no tiene leyenda
negra.
Las leyendas negras se crean
para servir a una finalidad. Muchas veces, esa finalidad es elevar
la fama de un personaje o justificar sus actos, para lo cual no hay
más remedio que denigrar al oponente u oponentes. Las películas
americanas de los años cincuenta y sesenta nos enseñaron a ver a
los indios de Norteamérica como a salvajes sanguinarios cuyo
exterminio fue un bien para el mundo civilizado. Unos años después,
los mismos historiadores norteamericanos, como Asimov, nos hicieron
ver que aquellas matanzas de indios no tuvieron más justificación
que la de ocupar su tierra sin dejar testigos ni obstáculos. Con
ello desapareció la leyenda negra de los indios de
Norteamérica.
Los Borgia no son los únicos
sobre los que pesa una leyenda negra. Recordemos al duque de Alba,
cuyo nombre sirve todavía en algunos lugares de los Países Bajos
para asustar a los niños que se portan mal. Recordemos a Gilles de
Rais, el mariscal de Francia que luchó junto a Juana de Arco y cuyo
nombre fue vilipendiado hasta el punto de que se contaron de él
espantosas orgías de sangre y desenfreno sexual. Gilles de Rais
murió en la hoguera, acusado de brujería y de cosas mucho más
espantosas, como haber gozado con la tortura de miles de
niños.
Por suerte, un comité de
rehabilitación histórica del siglo XX estudió los hechos y le hizo
justicia. Sin embargo, su nombre sigue asociado a Barba Azul, al
crimen, al vampirismo y a las casas del horror. Recordemos también
la cantidad de novelas pornográficas, góticas, negras y de mal
gusto que se han escrito a costa de supuestas acciones abominables
del emperador Tiberio o de la emperatriz Popea.
Y es que, en su caso como en
el de los Borgia, la literatura se alía con el oscurantismo para
sacar mayor provecho. La historia de secuestros, torturas,
violaciones y asesinatos de niños que se imputó a Gilles de Rais
vendió muchos más libros que una historia que se hubiera limitado a
narrar sus batallas junto a la heroína de Orleans.
También se puede hablar del
fenómeno contrario a la demonización, que consiste en legitimar los
actos de personajes histórica o socialmente reprobables. En el
siglo II, por ejemplo, surgió una secta tan decantadamente
antijudía que no solamente justificaron a los réprobos del Dios de
los judíos, sino que llegaron a venerar y rendir culto a Caín
precisamente por haber sido reprobado por Jehová. En pleno siglo
XXI ha saltado a los medios de comunicación un escrito,
naturalmente apócrifo, que rehabilita la memoria del mismo Judas,
pues justifica su traición como una acción necesaria y obligada
para la redención de la Humanidad. Caín llegó, por tanto, a tener
adoradores, los cainitas.
Judas, al que todo el mundo
creía condenado al fuego eterno, resulta tener también quien
justifique e incluso loe su acción, convirtiéndole de traidor en
meritorio.
Pero la demonización es la
que más vende, lo hemos visto en numerosos casos. También se ha
demonizado a otros personajes, como Hernán Cortés en Méjico,
Pizarro en Perú, Juana la Beltraneja en Castilla y el mismo Herodes
el Grande, a quien el Evangelio de San Mateo imputa la matanza de
los inocentes, cuando ese hecho no se ha podido comprobar
históricamente. Pero hacía falta un hecho que obligara a la Sagrada
Familia a huir a Egipto para cumplir la profecía: «de Egipto llamé
a mi hijo», y el rey Herodes, odiado por los judíos por ser una
marioneta de los romanos, reunía todas las características para ser
convertido en asesino de niños.
Otro tanto hemos podido ver
en la historia de Ramsés II, a quien la Biblia, la literatura y el
cine han convertido en maltratador, envidioso y asesino del pueblo
hebreo. Era preciso encontrar un malvado para destacar la bondad de
la figura de Moisés, y se eligió al rey egipcio. Sin embargo, no
existe dato histórico alguno que apoye los hechos que se le
imputan, ni siquiera que apoye la existencia del Moisés, que es más
un personaje mítico y simbólico de la memoria que un personaje de
la historia.
La matanza de los inocentes
imputada a Herodes y las maldades imputadas a Ramsés II tienen el
objetivo de narrar la historia del héroe que sobrevive y triunfa
sobre el malvado, el cual tiene que ser totalmente perverso para
que el triunfo del héroe sea más meritorio.
LA LEYENDA NEGRA ESPAÑOLA
La leyenda negra española muestra una figura
negativa e infame de nuestro rey Felipe II. Según el historiador
británico Henry Kamen, los creadores de la leyenda que habla de un
rey sediento de sangre y dominado por la superstición fueron
Guillermo de Orange y Antonio Pérez. En sus escritos, acusan a
Felipe del asesinato de su propio hijo Carlos, de su esposa
(precisamente, la más amada) Isabel de Valois y de su secretario
Juan de Escobedo. De la leyenda de don Carlos ha quedado además una
ópera de Verdi, igual que existe otra ópera sobre Lucrecia Borgia.
Aparte de los crímenes que le imputaron gratuitamente, hay una
verdad histórica de errores políticos cometidos que incluyen los
malos tratos a los indios de América, los asesinatos de la
Inquisición y la ejecución de nobles flamencos como Egmont (también
llevado a los escenarios con música de Beethoven), así como todos
los atropellos cometidos por los soldados del Duque de Alba en
Flandes, los famosos Tercios.
Demonizar a los Borgia
sirvió a los italianos para poner de relieve lo muy perjudicial que
resulta elegir papas extranjeros; sirvió a los protestantes para
hacer ver al mundo lo malvados que son los católicos; sirvió y
sigue sirviendo a los literatos para vender numerosos ejemplares de
sus libros. La Iglesia llegó a prohibir las obras denigrantes sobre
los Borgia, precisamente con ocasión de la canonización de su
vástago más sagrado, Francisco de Borja, quien como se quedó en
España no formó parte de la leyenda negra. Incluso en aquella
ocasión se creó una contraleyenda, una historia de bondades que
contrarrestase las maldades difundidas. Como no funcionó se elaboró
una historia que demostrase que Borja y Borgia no son la misma
familia, sino que los Borgia se llamaron originalmente Lenzuoli o
Lançol, llegando, según dicen, a emitirse monedas pontificias con
el nombre de Roderico Lenzuoli. Un apellido basado en aquel Borgia
Lanzol sobrino de Alejandro VI.
Pero todo esto no sirvió de
nada, porque los intereses comerciales son mucho más poderosos que
los intereses espirituales, filosóficos, sociales o incluso
científicos, y se han seguido produciendo historias a cual más
truculenta, que hablan sobre todo de veneno, de incesto y de
crímenes pasionales. El público continuó prefiriendo el morbo al
realismo.