L a familia Borgia no solamente tiene una leyenda negra, sino también una leyenda dorada, la huella de un santo quien, además de llevar una ida digna, se quedó en España, no pretendió ni aceptó ser cardenal, se mantuvo, incluso durante su estancia en Roma, dentro de los límites de su orden, fue miembro de la Compañía de Jesús y solamente destacó por sus sermones.
El brillo de Francisco de Borja nada tuvo que ver con el de los miembros más conocidos de su familia. Rodrigo y César Borgia brillaron con valores humanos, se distinguieron por acciones humanas, y como a la luciérnaga que apareció brillando en la espesura los sapos envidiosos les escupieron su veneno. Pero el brillo de Francisco, que no excedió los valores místicos, le llevó a los altares.

NIETO DE PRÍNCIPES

El apellido Borgia se dejó de oír en Italia al poco tiempo de la muerte del Papa, pero en España duró mucho más en su forma inicial, Borja, entre otras cosas porque nadie necesitó echar tierra encima. Cuando todavía era cardenal, Rodrigo de Borja había adquirido en España el ducado de Gandía, uno de los pocos que todavía conservaba en Valencia el reino de Aragón. Recordemos que ese ducado constituyó la herencia de Pedro Luis, el hijo mayor de Rodrigo, pero como falleció prematuramente pasó a manos de Juan, quien también murió antes de cumplir los veinte años, por lo que lo heredó su hijo, aquel hijo que tuvo en España con María Enríquez, la esposa también heredada de su hermano mayor.
Comprar el ducado de Gandía al Rey Católico fue un acierto. Comprarlo no es lo mismo que conquistarlo a sangre y fuego o arrebatarlo al señor de turno, matándole u obligándole a exiliarse, que fue como César Borgia intentó crear su Estado particular, pues ya le confesó a Maquiavelo que ninguna otra cosa le iba a quedar después de la muerte de su padre, el Papa. Y aun ni eso le quedó, como hemos visto.
Así, mientras los Borgia cosechaban triunfos perecederos en Italia, el ducado de Gandía, en manos de la viuda de Juan, doña María Enrique, sobrina de Fernando el Católico, se acrecentó en cantidad y en calidad, y cuando el heredero de Juan, Juan II de Gandía, cumplió quince años, lo recibió de su madre enriquecido y ampliado, junto con una esposa noble, Juana de Aragón, hija natural del arzobispo de Zaragoza, Alfonso de Aragón, quien era a su vez hijo natural del Rey Católico.
Hay que tener en cuenta que muchos de estos obispos y arzobispos ni siquiera habían sido ordenados sacerdotes, lo cual, para muchos, justifica sus relaciones sexuales, pero para otros agrava más la situación, ya que si no eran siquiera sacerdotes, ¿cómo podían llamarse representantes de los apóstoles de Cristo, pastores de almas y cuanto se dicen los obispos? Evidentemente, el obispado era, al menos en esos casos, un título tan laico como el del señor feudal. Tenía, por tanto, razón aquel conde de Vermandois que comentó que si su hijo podía ser conde a los cinco años, ¿por qué no iba a ser obispo? 1510 fue también una fecha importante para la familia Borja (ya no les llamaremos Borgia porque estamos tratando de la rama que quedó en España, donde no fue preciso latinizar el nombre) y también para la Iglesia. En ese año sucedieron dos acontecimientos importantes que modificaron la historia de ambas. La fama de la familia cambió totalmente de rumbo, incluso en Italia, y la Iglesia Católica recibió el varapalo más grande de su historia. En 1510 nació Francisco de Borja, futuro santo redentor del apellido familiar. En 1510 llegó a Roma Martín Lutero, futuro reformador de la Iglesia, que escapó por los pelos de la hoguera inquisitorial.
Para no convertirse en suegra, doña María Enríquez entró en el convento de las clarisas donde ya vivía desde tiempo atrás su hija Isabel, seguramente rezando en silencio por los pecados de su padre y de sus tíos romanos. De Isabel, por cierto, se cuenta una historia que, de ser cierta, tendría sentido profético. Dicen que esta joven decidió consagrarse a la religión de la noche a la mañana, ya que habiendo entrado de visita en el convento de las clarisas descalzas de Gandía recibió allí mismo la llamada mística y tomó la resolución irrevocable de quedarse en aquel convento y no salir de él jamás. Su madre, sin embargo, debió de tener dudas acerca de la verdad de la vocación de Isabel o bien temió que su descendencia peligrara, ya que únicamente tenía esta hija y un hijo varón, Juan.
Cuando su madre le hizo los cargos, Isabel le aseguró que no debía albergar temor alguno a que su descendencia peligrara, pues sabía que su señor hermano, el duque Juan de Borja, tendría un hijo con el que no faltaría la sucesión de la casa, sino que, antes bien, vendría a ser la gloria para el apellido en el cielo y en la tierra.
Efectivamente, Juan, tercer duque de Gandía, tuvo siete hijos con su esposa Juana de Aragón, quien murió muy joven, probablemente agotada de tantos partos, como murió donna Lucrecia en Ferrara. El viudo volvió a casarse con Francisca de Castro-Pinós, con la que tuvo otros nueve hijos, más uno ilegítimo (que se sepa) con Catalina Dias. Entre los dieciséis hijos legítimos que tuvo Juan de Gandía hubo monjas, cardenales, obispos y hasta un santo, Francisco de Borja. Una familia muy cercana a la Iglesia como vemos, pues Francisco de Borja fue bisnieto de un papa por parte de padre y nieto de un arzobispo por parte de madre. Francisco de Borja cumplió sobradamente la profecía de su tía Isabel, pues no solamente fue santo, sino que, antes de serlo o quien sabe si al mismo tiempo, echó al mundo tantos hijos como para que el apellido familiar no se extinguiese jamás.

AL SERVICIO DEL REY

Servir al rey ha sido siempre la más alta aspiración de los nobles y Francisco de Borja, a los 17 años, entró al servicio de Carlos I, que era a la vez rey de España y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Sin embargo, la adhesión familiar a la corona les acarreó más dificultades que beneficios, al menos en los primeros tiempos.
Carlos I (o Carlos V como se le conoce internacionalmente) era nieto de los Reyes Católicos, y tras la muerte de Fernando a finales de 1516 vino a España para que le juraran rey y para jurar él a su vez las leyes y los privilegios castellanos. Pero el trono que heredaba Carlos no era un trono limpio de intrigas y manejos, porque debemos recordar que la heredera natural de Castilla era su madre, la reina Juana, confinada en Tordesillas desde tiempo atrás con diagnóstico de locura. El cardenal Cisneros, que ostentaba entonces la regencia [18] , estaba dispuesto a coronar rey a Carlos, pero al mismo tiempo debía coronar reina a Juana. Era un arreglo que podía satisfacer a unos y a otros, es decir, a los partidarios de Juana y a los de Carlos, pero aún quedaba otra espina, el infante don Fernando, hermano menor de Carlos, quien a diferencia de este se había educado en Castilla, y no eran pocos los que anhelaban que fuera él el rey y no el que llegaba de Flandes sin haber visto jamás España ni hablar castellano.
Todo se solucionó cuando Juana la Loca accedió a depositar en manos de su real hijo toda la carga que suponía manejar los destinos de Castilla. Carlos reinó, por tanto, pero no sin que las cortes de Castilla le recordaran siempre que lo juzgaron necesario que reinaba de favor, que la reina propietaria era su madre, y que él como rey antes que derechos tenía obligaciones que cumplir.
Una de esas obligaciones, por cierto, fue cuidar de la viuda de su abuelo, Germana de Foix, y cuentan que tan bien la cuidó que hubo de ella el primero de sus hijos bastardos, Isabel de Castilla. Luego tendría muchos más, aunque solamente tuvo una esposa, Isabel de Portugal, ya que nunca llegó a casarse con aquella prometida de la cuna, Claudia de Francia, quien se casó con su primo Francisco I de Francia.
Carlos I tuvo que bregar con no pocas altiveces y exigencias antes de que Castilla y Aragón le reconocieran como rey y accedieran a su coronación. En Lérida, mientras intentaba conseguir la aquiescencia de los catalanes, supo de la muerte de su otro abuelo, el emperador Maximiliano. Como ya dijimos, el título de emperador no era hereditario sino electo, y la elección recaía sobre el candidato que obtuviese más votos de los siete príncipes electores de Alemania. La elección recayó aquella vez en el joven rey de España, que se convirtió en el heredero de todas las tierras españolas, más el norte de África, los reinos de Nápoles y Dos Sicilias en Italia, junto con las conquistas de América, los Países Bajos y el Franco Condado heredados de su padre, más los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico. En 1520 sería coronado emperador en Aquisgrán.
Carlos I de España y V de Alemania. A los 20 años, Carlos, hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, se convirtió en emperador de un imperio extensísimo y poderosísimo, iniciando el Siglo de Oro de la hegemonía española.
Muy poca gracia hizo en España que el rey se marchara a Alemania para que le coronaran emperador. Si ya había reticencias por su falta de conocimientos de los asuntos españoles y por su escasa atención a los mismos, el hecho de que le coronasen en otro lugar, tan lejano y tan grande, con tanto sabor extranjero, fue definitivo. Tan pronto como partió de España rumbo a Aquisgrán se produjo la primera sublevación, la de las Germanías en Valencia. Luego vendrían otras, porque ya sabemos que el reinado de Carlos se vio salpicado por las revueltas y los motines surgidos en contra de medidas impopulares en las que el pueblo o la nobleza veía la mano de consejeros flamencos o alemanes.
No le resultó gratis la corona. Carlos tuvo que enfrentarse a Germanías, a Comuneros, a luteranos, y por si fuera poco al rey de Francia, Francisco I, quien además de quitarle la novia, nada más coronarse ya tendía las manos ávidas hacia las tierras españolas en Italia, la eterna fuente de reyertas entre príncipes ambiciosos, la siempre disputada tierra de todos y tierra para todos, porque tardó muchos siglos en conseguir aquel príncipe por el que suspiró Maquiavelo.
LAS GERMANÍAS
Las Germanías fueron un movimiento social de los gremios que surgió en Valencia y se propagó a Mallorca, al mismo tiempo que surgió la Comuna en Castilla, pero más de tipo reivindicativo que político. Mientras que los comuneros se alzaron para arrancar a Carlos I del trono de Castilla a favor de Juana la Loca y para hacer volver a España al infante don Fernando, los agermanados se levantaron contra los privilegios de los nobles. En 1521, las Germanías lograron incluso derrotar a las tropas de Carlos V en Alfandech, al sur de Valencia, aunque no solamente tuvieron que luchar contra el rey, sino contra la clase monárquica del reino, entre la cual se encontraba el duque Juan II de Gandía, padre de Francisco de Borja.
Es curioso saber que el duque de Calabria, Fernando de Aragón, aquel a quien el Gran Capitán capturó y envió a Játiva y que nunca llegó a ser Fernando III de Nápoles, como vimos en el capítulo V, estaba por entonces prisionero en Játiva y fueron los agermanados los que le liberaron y le ofrecieron casarse con Juana la Loca a cambio de que se pusiera al frente de su rebelión contra Carlos V. El caso es que Fernando se negó a acaudillar a un puñado de revoltosos frente al poderoso monarca, quien supo premiar su adhesión, concediéndole cuando acabó la rebelión el virreinato de Valencia y la mano de Germana de Foix, mucho más joven y cuerda que Juana la Loca, aunque, como dijimos, también bastante peligrosa.
Otro de los nobles que se adhirieron a la causa monárquica fue el duque Juan II de Gandía, padre de Francisco de Borja, quien obtuvo con ello el favor imperial, pero primero tuvo que pagar el alto precio de sufrir el saqueo del ducado de Gandía, como represalia de los rebeldes de las Germanías valencianas.

CONSUELO PARA UNA PRINCESA DESDICHADA

La primera misión de Francisco de Borja fue sumamente delicada. Doña Juana la Loca permaneció 46 años encerrada en el castillo de Tordesillas, pero no estuvo sola. Junto a su triste sombra podía verse otra, si no más triste, sin duda más desgraciada, la de su hija menor, Catalina, cuya infancia se desarrolló entre las piedras heladas de Tordesillas, contemplando resignada desde la altura los juegos de los niños de su edad que, pobres y plebeyos, disfrutaban de la libertad, del sol y de la risa. El obispo de Zaragoza, Juan de Aragón, sucesor de su padre el arzobispo Alfonso de Aragón, recomendó la visita del joven Borja al castillo de Tordesillas con el fin de paliar la triste situación que vivían ambas mujeres.
Francisco de Borja, por cierto, realizaba por entonces su educación mundana en la corte de su tío el obispo Juan de Aragón. Tenía doce años, los precisos para convertirse en el paje amable de la infanta Catalina, que necesitaba imperativamente el roce de alguna persona más acorde con su edad.
La pobre Catalina fue víctima inocente de las manipulaciones de Fernando el Católico y de Carlos V, por un lado, y de la enfermedad mental de Juana la Loca.
Desde los dos años la infanta vivía en Tordesillas junto a su madre, quien por temor a que le arrebatasen a su adorada hija la hacía dormir en un aposento interior, al que únicamente se podía acceder atravesando la alcoba de la reina.
Toda la luz que iluminaba la estancia de la pobre criatura procedía de velones y candelas, y toda la compañía que alegraba su vida era la de su madre, enferma de melancolía, y la de dos viejas dueñas que se ocupaban de atenderla. Por toda vestimenta la infanta llevaba un sencillo jubón, y sobre él una chaquetilla de cuero. En lugar de peinado o tocado llevaba el cabello envuelto en un pañuelo.
Compadecido de ella, un sirviente había realizado un agujero en el muro, desde el que la desdichada infanta podía contemplar los juegos de los niños de Tordesillas a los que, con el fin de que permanecieran el mayor tiempo posible a su vista, arrojaba algunas monedas de cuando en cuando.
No es de extrañar que su mismo hermano, el emperador Carlos, se compadeciera de ella al verla en tan penoso estado y accediera no solamente a la petición del obispo de Zaragoza de darle un paje joven y agradable, sino que ordenó proveerla de ropas y objetos e instalarla en un aposento más acorde con su condición real. También parece que aquel hueco horadado en el muro sirvió para que un caballero pudiera sacar a la infanta del castillo aprovechando el sueño de la Reina, y conducirla a la corte de su imperial hermano. Pero la pobre niña, consciente de la desesperada soledad de su madre, ponía siempre la condición de regresar antes de que ella despertase.
La misión de Francisco de Borja no solamente sirvió para que la triste infanta tuviese alguna persona joven con la que conversar, sino para que él ganase triunfos a los ojos del emperador quien, cuando la infanta se casó en 1525, llamó al joven a su corte para que entrase a su servicio, y tras su matrimonio en 1526 con Isabel de Portugal, al servicio de la reina.
La corte de Carlos no era en absoluto una corte al estilo español, por algo Carlos I fue el primer rey de España de la dinastía de los Austrias, que dominaban entonces el ducado de Borgoña [19] . Su corte era más bien un reflejo de la corte borgoñona, con un rey que no hablaba castellano ni alemán, a pesar de que además de rey de España fue emperador de Alemania. Un rey que se interesaba especialmente por la Insigne Orden del Toisón de Oro, una orden de caballería medieval que nació en el ducado de Borgoña auspiciada por Felipe el Bueno. Su gran prestigio la llevó a la corte flamenco borgoñona, la de Felipe el Hermoso en la que nació Carlos V, de donde se transmitió a todas las cortes europeas a través de la Corona española. Era una orden de collar y de fe, en la que primaban tanto los principios caballerescos cristianos como los intereses políticos. Y si al rey le importaba en extremo esa orden caballeresca, también le importaba enormemente una novela de caballerías muy en boga en la corte franco borgoñona, Le chevalier deliberé, de Olivier de la Marche, que el mismo Carlos tradujo para que Hernando de Acuña pudiera convertir en versos castellanos. Es de notar que Carlos V aprendió pronto su primera lección de rey de España, que fue la lengua castellana. Sin embargo, no fue capaz de aprender alemán. Su lengua materna era, como la de su padre, el francés.
La moda de la corte borgoñona que Carlos V trajo a España era algo exagerada en cuanto al gusto por lo puntiagudo que abarcaba desde los zapatos de largas puntas a los sombreros. Las mangas se hinchaban como globos y las telas, preciosas y elegantísimas, abundaban en todos los ropajes. Era una moda suntuaria que caracterizaba a las clases pudientes, a las clases capaces de gobernar en los países del norte de Europa, la moda que vistieron en su día Juana la Loca y Felipe el Hermoso.
La moda y la cultura borgoñonas y renacentistas que aportaron a España Carlos V y su corte flamenca chocaron brutalmente con la Castilla medieval heredada de Isabel la Católica y de Juana la Loca. Castilla tuvo que hacer un esfuerzo para absorber las nuevas corrientes culturales del Humanismo y para adaptarse al Renacimiento, que antes o después no tenía más remedio que implantarse en España. Fue la época de Garcilaso de la Vega, a cuyo padre vimos como embajador en la Roma del papa Borgia, que fue contino de la guardia real de Carlos V, y el inicio del Siglo de Oro, la etapa más gloriosa de las Artes y las Letras españolas, que se extendió hasta el siglo XVII.

¿AMOR O LEYENDA?

Carlos V conoció a Isabel de Portugal en Sevilla. Dicen que llegó hasta ella maquinando y calculando los beneficios políticos que había de traerle aquella boda, entre ellos el beneplácito de los súbditos castellanos, tan díscolos y apegados a su reina cautiva. Como eran primos carnales, precisaron la dispensa papal, que en aquella ocasión llegó puntual para que los nuevos desposados pudieran disfrutar de su mutuo amor. Porque aunque Carlos se acercó a Isabel pensando en el bien de su política interior, lo cierto es que tan pronto la vio se prendó de ella hasta el punto de que se decía que cuando estaban juntos el resto del mundo dejaba de existir. No podía el Emperador imaginar la ventura que le esperaba allí en el real alcázar sevillano junto a aquella adorable criatura que despertaba la admiración, la ternura y el amor en cuantos la veían.
El sastre y el elegante en el siglo XVI. La moda que Carlos V trajo a España fue la de la corte borgoñona, la que lucieron en su momento sus padres, Juana la Loca y Felipe el Hermoso. No sólo la moda, sino la cultura borgoñona chocó fuertemente con la cultura castellana, que se había mantenido dentro de las pautas medievales.
También cuentan que lo despertó en Francisco de Borja, pero no una pasión amorosa sino un amor platónico, casi poético. Para él fue una inmensa felicidad ponerse al servicio de aquella mujer incomparable. Pero no vayamos a pensar que las cualidades del escudero eran inferiores a las de la dama. Francisco de Borja fue también un caballero renacentista, y por tanto culto, intelectual y amante del arte y de la música. Su refinado gusto musical le sirvió para recuperar numerosas y valiosísimas piezas de música sacra, que era la que más le agradaba escuchar. No olvidemos que algunos de sus contemporáneos fueron Cristóbal de Morales, Alonso de Mondéjar, Antonio de Cabezón, Juan del Encina, Francisco de Peñalosa, Josquin des Pres, Francisco Guerrero, Luis de Milán, Palestrina, Tomás Luis de Victoria y un largo etcétera de compositores insignes del Renacimiento. Además, Francisco de Borja realizó incursiones en el terreno de la composición, pues a él debemos la Visitatio Sepulchri, un drama sacro cuya estructura ritual y musical compuso y que se aún representa en Gandía durante la Semana Santa, más una misa a cuatro voces, varias cantatas y motetes. También se le atribuye otro drama sacro que se representa en Elche, El tránsito y la Asunción de la Virgen. [20]
Lo primero que hizo la Emperatriz con su joven caballero Borja fue casarle.
Le dio en matrimonio a una de sus damas, la portuguesa Leonor de Castro, con la que tuvo ocho hijos. Como regalo de bodas, dio a los novios el título de marqueses de Lombay. Por su parte, el Emperador le hizo el mejor regalo que podía hacerle, le nombró escudero y mayordomo de la emperatriz y le encargó de su cuidado durante sus largas estancias fuera del país, aunque en algunas de sus expediciones tuvo también que acompañar a su emperador, como en la campaña de Provenza. Carlos V se veía implicado en numerosas ocasiones en batallas contra su rival francés, Francisco I, quien sabía buscar alianzas poderosas, y para enfrentarse al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico se llegó a aliar con el emperador del mundo, Solimán el Magnífico, señor de Constantinopla.
En aquellos tiempos no había imperio como el imperio turco ni riqueza ni poder como los de Solimán. Cuando se hablaba de la mayor de las maravillas se la solía comparar con el harén del Gran Turco, que en Occidente aparecía como el colmo de la magnificencia.
Los turcos habían empezado por apoderarse de Hungría, aproximándose a las fronteras de Sacro Imperio de una forma tan peligrosa como vimos que sucedió en tiempos de los dos papas Borgia. Además, en esta ocasión Solimán no se había acercado a Austria por conquistar territorios, sino por aproximarse a Italia, que seguía siendo, como dijimos, la base de las disputas entre España y Francia. Y en medio de la discordia, Roma con el papa a la cabeza, porque al fin y al cabo el papa era el rey de Roma y de los Estados Pontificios. Finalmente, su muy católica majestad el emperador Carlos V envió a sus ejércitos contra Roma y ante el estupor del mundo cristiano los ejércitos imperiales entraron en la ciudad a saco, pillando, asesinando, ultrajando y quemando cuanto encontraron. Algunos historiadores han desviado la culpa de este asunto, conocido como el «saco de Roma», señalando como responsables a las tropas mercenarias que realizaron el ataque sin el control de sus condottieri. Otros señalan que Carlos V quiso demostrar al mundo entero que él era capaz de apresar al rey europeo más poderoso, el rey de Francia, y acto seguido al príncipe eclesiástico de mayor poder, el papa. Lo había predicho Luis Vives, el destino de Carlos V era vencer solamente a enemigos muy numerosos y poderosos para que sus victorias resultaran más destacadas.
Isabel de Portugal cumplió a la perfección su cometido de soberana del orbe católico. No solamente enamoró a su imperial esposo, le hizo feliz y se comportó con sus súbditos como una verdadera madre, sino que les dio el heredero varón que todos pedían, el príncipe Felipe. También gobernó España en las largas ausencias de su marido, ejerciendo la regencia con discreción y buen hacer, preocupándose sobre todo por la suerte de los súbditos de Castilla, los que por oponerse con firmeza al emperador sufrían mayor presión fiscal. Y ejerció la regencia con el estilo itinerante con que habían reinado sus abuelos los Reyes Católicos, viajando de acá para allá, atendiendo los asuntos del Estado, y todo ello sin abandonar la educación y el cuidado de sus hijos, Felipe, María y Juana.
Tantas virtudes acumuló la emperatriz Isabel que pronto cumplió su cometido en la tierra. Como todos los amados de los dioses, murió pronto, joven y hermosa, para dejar una huella indeleble en todos cuantos la conocieron. Las crónicas, mucho menos poéticas, dicen de ella que era «enfermiza y poco o muy rebuscado lo que comía».
La única esposa de Carlos V fue Isabel de Portugal, madre de Felipe II. Aquella delicada y hermosa criatura llenó de amor y de felicidad el corazón del Emperador y también dicen que enamoró a Francisco de Borja. Su muerte prematura convirtió a Carlos en viudo inconsolable, y a Francisco, en sacerdote jesuita.
Isabel murió tras dar a luz a un hijo muerto, sin fuerzas para continuar y porque, como hemos dicho, ya había hecho bastante en su corta vida. En la primavera de 1539 contrajo unas fiebres que se agravaron con su falta de fuerzas físicas, y el 1 de mayo falleció dejando a Carlos sumido en el abatimiento y en la angustia, sentimientos que se reflejan en la correspondencia que cruzó por entonces con su hermana María.
Murió en Toledo, pero los panteones reales se encontraban en Granada, donde están todavía enterrados los Reyes Católicos y donde Carlos V levantó un palacio renacentista dentro del recinto de la Alhambra. Era preciso, pues, trasladar el cadáver hasta allí para darle sepultura en el lugar que le correspondía. El encargado de acompañar a la soberana en aquel último viaje fue su escudero, Francisco de Borja.
Pero la misión de Francisco de Borja no consistía solamente en acompañar a su señora hasta su última morada, sino que también debía «reconocerla», es decir, dar fe de que la persona a quien iban a enterrar era ella, la emperatriz Isabel y no otra. Eso suponía, como es lógico, abrir el ataúd y levantar el velo que cubría el otrora bellísimo rostro de la difunta.
Es fácil imaginar la impresión que el escudero de la reina recibió al contemplar en lo que se había convertido, en tan poco tiempo, la belleza angelical que tanto admiró y que tanto amó. Donde antes hubo carne sonrosada, ahora aparecía un amasijo repugnante y nauseabundo de putrefacción e inmundicia. Fue como si, hasta entonces, Francisco no hubiera tomado conciencia de lo efímeras que son las glorias terrenales y de lo poco que sirven la belleza, el poder y el dinero cuando la Parca se encarga de demostrar que todos somos iguales.
Más que su voz, fue su alma la que exclamó la frase legendaria que separa al Francisco de Borja marqués de Lombay, duque de Gandía, poseedor de una considerable fortuna y de innumerables prebendas y beneficios del Francisco de Borja humilde y espantado de los valores del mundo, que renunció a todo por otra verdad intangible pero imperecedera: «No más servir a señor que se me pueda morir».
Esto es la leyenda romántica. La Iglesia tiene también su leyenda mística y es que fueron las palabras de San Juan de Ávila, el sacerdote encargado de pronunciar el sermón funerario, las que le abrieron los ojos del alma.
Juan de Ávila, como Ignacio de Loyola, conoció el sabor amargo de la envidia, aquella que denunció Eusebio de Cesarea y que retrató Giotto, porque ambos pasaron por las manos ignominiosas de la Inquisición, aquella institución perversa que puso en marcha la Iglesia Católica para oprimir al mundo con un reino de terror, para impedir que el progreso y la cultura prosperasen y para exterminar a quienes se atreviesen a pensar de manera diferente a lo que enseñaba su Santo Magisterio. Su poder se acrecentó cuando los reyes la adoptaron para prevenir disidencias y desviaciones político sociales. No olvidemos que en aquellos tiempos la religión era una forma de pensamiento, una filosofía de vida, como es ahora la ideación política. Entonces no había derechas ni izquierdas, porque cada uno conocía su sitio en la sociedad, pero sí había divergencias religiosas que ponían en peligro la unidad social y política de los estados.
Ambos religiosos, Juan de Ávila e Ignacio de Loyola, después santos, la sufrieron únicamente por ser cultos e innovadores y por despertar esa envidia que corrompe al clero. De ella se libró por poco el más osado de los religiosos de la época, Martín Lutero, el fraile agustino que se atrevió a proclamar la vergüenza de la venta de indulgencias y del tráfico de cosas sagradas que llevaban a cabo los papas para conseguir más dinero. Y se libró porque tuvo la suerte de encontrar en su camino a un príncipe poderoso e inteligente, Federico de Sajonia, quien le acogió en sus territorios, le defendió del papa y del emperador (Carlos V arremetió contra Lutero en la Dieta de Worms) y le ofreció lo necesario para que escribiera todo lo que tenía que escribir.
Juan de Ávila e Ignacio de Loyola cambiaron, pues, el itinerario de Francisco de Borja. El uno, abriéndole los ojos en aquella homilía que siguió al tremendo impacto de ver el efecto de la muerte en aquella señora tan amada. El otro, acogiéndole en su Compañía de Jesús, cuando se presentó ante él en Roma unos años después de renunciar al mundo y a su pompa y de convertirse en uno de los discípulos destacados de San Juan de Ávila.

MÁS ALTO, MÁS ALTO

La idea de renunciar a la pompa mundana puede que se abriese paso en su mente cuando vio el cadáver de su señora o cuando escuchó las palabras de Juan de Ávila. Cualquiera de las dos circunstancias puede muy bien formar parte de la leyenda dorada de los Borgia, igual que hemos visto numerosas circunstancias formando parte de su leyenda negra. Pero Francisco de Borja no se convirtió de la noche a la mañana en sacerdote humilde, cosa ya de por sí portentosa, sino que pasaron unos cuantos años. Y en esos años, quizá para que su decisión fuera más difícil, la vida se encargó de hacerle subir más alto, cada vez más alto.
En el mismo año de la muerte de la Emperatriz, Carlos V nombró a Francisco de Borja virrey de Cataluña con la misión de reformar la administración de la justicia, de organizar los asuntos financieros, de fortificar la ciudad de Barcelona y de investigar y reprimir a quienes se hallaban en aquellos momentos fuera de la ley. La justicia estaba entonces articulada en base al territorio, lo cual la dividía en varias circunscripciones. En la Corona de Aragón, existía una Real Audiencia en cada uno de los cuatro dominios, Zaragoza, Valencia, Mallorca y Barcelona, adonde llevó el destino a Francisco de Borja. La presidencia recaía sobre el virrey. Una de las más importantes batallas que tuvo que librar Francisco de Borja en su nuevo destino fue contra los bandoleros, un mal endémico que no solamente afectaba a Cataluña, sino que también le salió al encuentro en Gandía, cuando heredó el título de duque, a la muerte de su padre en 1543.
Después de liquidar a las bandas de malhechores que inundaban entonces Cataluña, Francisco se dedicó también a reformar los conventos y monasterios, un quehacer muy propio de los nobles de la época, así como a promover el estudio y el aprendizaje y especialmente las prácticas religiosas a las que él mismo se inclinó profundamente ya en aquella época. Pero no estuvo mucho tiempo dedicado a estos menesteres porque, como dijimos, en 1543 falleció su padre, Francisco heredó el ducado de Gandía y hubo de regresar a su tierra, que había dejado cuando era aún un niño. Además de bandoleros, Francisco encontró no pocos problemas familiares entre sus numerosos hermanos y también entre sus muchos hijos. Demasiada gente que gobernar, la propia familia, pero dicen que supo enderezarlos a base de severidad.
Por entonces, Carlos V le había nombrado Director de la Casa del príncipe Felipe, el príncipe heredero quien se había casado con la princesa María de Portugal, la primera de sus cuatro esposas, cuyo matrimonio no duró más que dos años porque la pobre princesa falleció en 1545. Dicho nombramiento era un indicio de que Francisco iba camino de ser primer ministro cuando Felipe reinase, pero tuvo enfrente de sí a toda la oposición portuguesa que llegó incluso a negarle la posibilidad de formar parte de la comitiva matrimonial de Felipe y María.
El pintor Mariano Salvador vio así la conversión de San Francisco de Borja, que pasó de noble mundano a jesuita al comprobar lo efímero de la grandeza humana. Francisco de Borja era bisnieto del papa Borgia y descendiente de Fernando el Católico.
Disgusto tras disgusto, Francisco marchó a Gandía a estudiar Teología, a poner sus ideas en orden, a rumiar su malestar o a preguntarse de qué servía el ensalzamiento de que el Emperador le hacía objeto. Había muerto su reina, había muerto su padre, su familia discutía por numerosos motivos domésticos, los portugueses obstaculizaban su posible futuro político. Así pasó tres años, organizando sus dominios de Gandía, y parece ser que también manteniendo correspondencia con Ignacio de Loyola, con quien le unía una amistad nacida cuando era virrey de Cataluña.
¿Qué más necesitaba Francisco de Borja para renunciar al mundo y a sus pompas y entregarse en cuerpo y alma a la Compañía de Jesús? El celibato. Los sacerdotes católicos han de ser célibes. Como si el destino le hubiera escuchado o como si ella misma se hubiera dado cuenta de que estaba estorbando y de que además ya había cumplido su misión en la vida, pues le había dado ocho hijos, que era entonces la única misión de las mujeres, Leonor de Castro murió oportunamente y le dejó libre para entrar en religión. El 1 de febrero de 1548, cuando el menor de sus hijos había cumplido los 10 años de edad, pronunció los votos solemnes.
Si Francisco de Borja es la leyenda dorada de los Borgia es precisamente porque se comportó como debía comportarse un religioso, es decir, de forma sorprendente incluso para los demás religiosos, por lo que tenía de inhabitual. En 1550 dejó de ser efectivamente duque de Gandía porque salió para siempre de sus dominios, abandonó todos sus cargos y prebendas, abdicó en su hijo mayor y viajó a Roma para ponerse a la disposición del fundador de la Orden, Ignacio de Loyola.
Cuatro meses permaneció Francisco de Borja en Roma. Allí debió de espantarse al escuchar las historias que circulaban acerca de sus antepasados y es incluso posible que eso también influyera en su ánimo de renuncia. Da la impresión de que, a medida que avanzaba en la vida, iba comprendiendo la diferente escala de valores que ésta tiene para unos y otros. Lo cierto es que, una vez regresó a España, se buscó una ermita en la que habitar, cerca de Loyola, en Oñate, la ermita de Santa Magdalena, cuyo nombre también le debió de hablar de pecadores arrepentidos. Y aunque no parece que Francisco tuviese grandes pecados que purgar, es probable que decidiera redimir los de su familia italiana, a juzgar por el gran cambio de vida que llevó a cabo.
El que había impartido justicia acompañado a la reina, intervenido en asuntos de Estado y reorganizado un ducado importante, se convirtió en ermitaño y se dedicó a predicar en Guipúzcoa, llegando a dar a su habitáculo, la ermita, tintes de lugar de peregrinación. Su caso se hizo popular y recibió peticiones de todas partes, pues todo el mundo quería oírle predicar y contemplar de cerca aquel extraño caso de sacerdote católico que hacía lo que se supone que debían hacer todos los sacerdotes católicos, dejar los negocios del mundo en manos de los laicos y dedicarse a orar, a predicar y a hacer el bien al prójimo. La misma corte portuguesa, que antaño rechazase su presencia en el séquito matrimonial de la princesa María y su candidatura a ministro del futuro reino, le invitó a pronunciar algunos sermones y le recibió con veneración. Es evidente que Francisco había dejado de ser un posible competidor o peligro.
Mientras, el papa Pablo III que no había entendido nada acerca de los motivos de Francisco, quiso premiar su labor y se empeñó en nombrarle cardenal.
Recordemos que este papa recibió en su día el mote de «el cardenal faldero», pues recibió numerosos beneficios gracias a la importante posición de su hermana Julia, amante del papa Borgia. Fue necesaria la intervención de Ignacio de Loyola para quitarle de encima aquella prebenda que él se negaba a aceptar y que el papa insistía en darle. Es posible que incluso sintiera vergüenza de llamarse cardenal, después de saber lo que en realidad significaba el cardenalato en Roma. Para librarse de la amenaza papal, Francisco pronunció votos solemnes por los que renunció a dignidad alguna. Pero no era tan fácil librarse de regalos pontificios. Después de Pablo III, los dos siguientes papas no insistieron en hacer cardenal a quien sólo quería ser un sacerdote humilde, pero el cuarto papa, Gregorio XIII, tampoco entendió lo que es un sacerdote católico y volvió a la carga con la prebenda del cardenalato. Entonces, Francisco no tuvo más remedio que morirse para evitar que le hicieran subir más alto. Claro que, después de muerto, ya nada ni nadie pudo evitar que le subieran a los altares.

EL ÚLTIMO CONSUELO

La religión y la política estaban tan sumamente enlazadas en el siglo XVI, que no se concebía que un reino albergara dos religiones, porque se sobreentendía que los súbditos de la religión diferente a la del rey eran súbditos cuando menos levantiscos y siempre poco fiables, cuando no traidores. Por eso, Carlos V había soñado con una república cristiana, es decir, católica, que terminase con las tendencias disgregadoras de la época. Hasta unos años atrás toda Europa era católica, pero a partir de la Reforma Protestante había católicos, luteranos, calvinistas, hugonotes y anglicanos. Decir protestante o decir infiel venía a ser lo mismo. Un príncipe católico no podía tolerar infieles en su reino y debía combatir a los de otros reinos no porque no practicaran su misma religión, sino porque pensaban de manera distinta y no se sometían a su autoridad. Lo hemos mencionado anteriormente a propósito de la Inquisición, que era un arma a la vez religiosa y política. Los fanáticos, como Isabel la Católica, la utilizaron como arma religiosa, pero para Carlos V fue un arma política. Con un objetivo similar, Felipe II se consideró defensor de la fe católica. Para él era de suma importancia que en Inglaterra no reinase Isabel, la anglicana, sino María Estuardo, la católica. Y eso siempre daba lugar a guerras contra los de fuera y a opresión contra los de dentro, porque tanto Carlos V como Felipe II implantaron el absolutismo como forma de gobierno. Era, según parece, la única manera de impedir que el imperio se desmandara, como venía sucediendo en otros lugares. En Inglaterra, por ejemplo, se habían atrevido a decapitar a su rey, Carlos Estuardo;
en Francia, eran los grandes magnates y los aristócratas quienes hacían y deshacían; en Alemania, el emperador era casi un pelele en manos de los poderosos príncipes electores. Recordemos que ni Carlos V ni el papa pudieron nada contra Lutero cuando le protegió el elector de Sajonia.
Como Alemania se había decidido por Lutero, Carlos negoció el matrimonio de su heredero Felipe, que como recordaremos había quedado viudo, con la reina de Inglaterra, María Tudor, católica, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón y nieta de los Reyes Católicos, y por tanto tía del novio. Con esto, el Emperador quería crear un eje católico frente al creciente poder protestante.
Pero le salió doblemente mal, en primer lugar, porque María murió sin dar descendencia a Felipe y quien heredó la corona de Inglaterra fue precisamente Isabel, hija también de Enrique VIII pero de aquella Ana Bolena por cuya causa fue repudiada Catalina de Aragón e Inglaterra se apartó para siempre de la autoridad papal. Isabel I, naturalmente, era protestante, y su única rival católica, María Estuardo, perdió la cabeza en sus intentos por hacer triunfar de nuevo el catolicismo en las Islas Británicas pese al apoyo de todos los príncipes cristianos. Incluso se dijo que don Juan de Austria, hermano bastardo de Felipe II, aceptó la misión medio romántica medio política de liberar a María de su prisión inglesa, casarse con ella, destronar a Isabel y recuperar el eje católico de Carlos V.
Fachada del Gesu en Roma, la iglesia que los jesuitas, durante la estancia de Francisco de Borja en Roma, encargaron al arquitecto Vignola. Este tipo de iglesias son propias de la Contrarreforma y su objeto es no distraer la atención de los fieles con adornos superfluos, sino contribuir a que se concentren en la oración y en la homilía. La financiación de esta iglesia, que era asimismo la sede de los jesuitas en Roma, corrió a cargo del cardenal Alejandro Farnesio, sobrino del papa Pablo III, el papa que fuera hermano de la Farnesina.
Después del fracaso del eje hispano-inglés, Carlos abdicó en Bruselas y se encerró en el monasterio de Yuste para descansar y para morir en paz. Abdicó la corona imperial en su hermano menor, Fernando, y la corona española en su hijo mayor, Felipe.
Pero Felipe II no era ningún novato, pues ya había comenzado a regir España a los 16 años, en ausencia de su padre. A los 27 gobernaba ya media Italia, la Italia que seguía siendo española, más Inglaterra, pues se había casado con María Tudor. En 1556, tras la abdicación de su padre, se convirtió en rey de España y de todas sus inmensas posesiones, aquellas en las que «no se ponía el sol».
Carlos V abdicó porque estaba viejo y enfermo, porque la gota, la enfermedad de los reyes, le impedía moverse, y dicen también que porque el año anterior, 1555, había muerto finalmente su madre, la pobre reina loca encerrada de por vida en el castillo de Tordesillas. Se acabó el reinado de Juana y se acabó el reinado de Carlos.
Antes de su muerte, en 1552, ya había recibido Juana la visita de consuelo de Francisco de Borja, el que antaño fuera paje de su hija pequeña Catalina. El príncipe Felipe se lo encargó y le pidió informes de la situación de su real abuela. En aquellos momentos, Felipe era gobernador de Castilla en ausencia de su padre, había visitado a su abuela antes de partir para Inglaterra para casarse con María Tudor y le preocupaba lo que había encontrado en Tordesillas.
En aquella época, la pobre doña Juana estaba sumida en una grave depresión, lo cual no era nada particular teniendo en cuenta la inclinación de su naturaleza y el pésimo tratamiento que venía recibiendo, encerrada en un castillo sombrío con la única compañía de dueñas, damas y carceleros, muchos de los cuales es probable que fueran malhumorados y antipáticos, pues aunque parece que estaban muy bien pagados, no era su trabajo el más adecuado para sonreír y alegrarse. No olvidemos que su única compañía amada, su hija Catalina, había desaparecido de su vista veintisiete años atrás para casarse con el rey de Portugal.
Es de notar que entonces no existían conocimientos de lo que hoy llamamos psiquiatría y que la enfermedad mental se imputaba, en numerosas ocasiones, al demonio. A principios del siglo XV, el fraile mercedario Juan Gilabert Jofré (1350 a 1417) fundó en Valencia el primer manicomio cristiano para redimir a los locos del infierno de la Inquisición. Antes, la España musulmana conoció hospitales que alojaban enfermos mentales cuando el resto del mundo se dedicaba a torturarlos o quemarlos vivos, pero recordemos también que cuando los Reyes Católicos expulsaron a los moros y a los judíos la medicina española quedó, en la mayoría de los casos, en manos de curanderos y magos que subsistían junto a algunos profesionales, por lo que la medicina que se aplicaba era híbrida de ciencia y magia. Los conflictos teológicos que se plantearon entre los médicos moriscos y la sociedad cristiana contribuyeron también a la desintegración de la medicina islámica, a la vez que la de su cultura, reemplazando los tratados de patología médica por escapularios, sortilegios y ungüentos mágicos. Por su parte, la Inquisición se ocupó, naturalmente, de impedir en lo posible el ejercicio de la medicina profesional y la aplicación de la terapéutica farmacológica.
Entre los siglos XIII y XVII, la tasa de médicos en España por habitante era idéntica a las de países tan deprimidos como Abisinia, la gente no distinguía los cirujanos de los sanadores y los curanderos tenían tanto o más prestigio que los profesionales de la medicina científica, hasta el punto de que eran los que se ocupaban de tratar a las personas reales. Daza Chacón, cirujano español del Renacimiento, denunció los tratamientos que aplicaba un tal Pinterete, que había sido llamado a la corte para atender al príncipe Carlos, hijo de Felipe II [21] .
El enfrentamiento de culturas y religiones había dado como resultado la desaparición de la medicina profesional islámica. En su lugar, los diagnósticos y pronósticos se realizaban mediante astrología y sortilegios cabalísticos, acompañados de inspección de orina y de aplicación de la tradición fisiognómica, tan extendida en la medicina musulmana. Eso sí, los moriscos implantaron en España aquel popular método de los sellos milagrosos con imágenes de santos que tragaban masivamente los estudiantes en nuestros años cincuenta para aprobar los exámenes. El médico Francisco de Córdova escribía el nombre de Dios (o frases del Corán, depende), con una pluma y saliva sobre la cáscara de los huevos que daba a comer a los enfermos.
Este era, pues, el panorama médico que tenía que hacerse cargo de la enfermedad mental de doña Juana la Loca. En cuanto a su panorama social, ya lo hemos comentado. Su panorama familiar no parece que fuera tampoco muy animado, pues debía de recibir escasas visitas de sus hijos y nietos, no por falta de afecto, sino por sus numerosas obligaciones y sus destinos tan alejados del la pobre enferma, aunque sabemos que la manutención de doña Juana y de su séquito constituía un capítulo importante en las cuentas reales, es decir, no se escatimaban gastos para que dispusiera de todos los servicios propios de su rango.
No podemos valorar el trato, a nuestros ojos inhumano, que recibió Juana la Loca por parte de sus familiares y por parte de las instituciones, con los ojos del siglo XXI. Hay que tener en cuenta que, como dijimos, nada se sabía de psiquiatría ni mucho menos de psicología. Hasta el siglo XIX, los enfermos mentales sufrieron «la miseria de los grilletes», pues entonces fue cuando los médicos empezaron a denunciar las espantosas situaciones que vivían estos enfermos. Hasta que se acuñó el término psychiaterie, que significa «medicina del alma», en 1804, nadie se planteó que la enfermedad mental fuera reversible ni tratable y sólo se hacía lo posible por reprimir sus manifestaciones.
El primer carcelero de Juana la Loca fue el marqués de Denia, Bernardo Sandoval y Rojas, a cuya muerte le sucedió su hijo Luis en 1535. Las dueñas que la asistían eran las tres hijas de los marqueses, junto con Ana Enríquez de Rojas, beata por más señas, unas ocho camareras, todas ellas con el título de «doña», es decir, damas de alcurnia, una docena de capellanes, un maestresala, mayordomos y camareros, así como administradores, oficiales, guardias y hasta 43 alabarderos, 24 monteros, un alguacil, un aposentador y un cirujano. Un cirujano cuya especialidad sería, como era normal entonces, efectuar sangrías.
Finalmente, hay que mencionar a otro personaje importante, el conde de Lerma, don Francisco de Rojas, esposo por cierto de doña Isabel de Borja, hija de nuestro protagonista.
Uno de los asuntos que tuvo que resolver Francisco de Borja en Tordesillas fue una acusación muy grave emitida contra la persona de la Reina: se sospechaba que estaba endemoniada. Vemos que ni las personas reales se libraban de la mala fama. Tal acusación se fundamentaba en cierta actitud de doña Juana que, siendo los tiempos que corrían, se consideró sumamente sospechosa y es que había abandonado las prácticas religiosas. Y si una persona que había sido religiosa, como ella, dejaba de serlo, estaba claro que solamente podía tratarse de una influencia demoníaca. Y como a las influencias diabólicas hay que arro parlas con comportamientos activos, no pasivos, se decía que la Reina había arrojado de sí unas velas benditas y que hacía gestos raros en la misa, precisamente cuando el sacerdote alzaba la hostia. Además, había dejado de asearse y su aspecto exterior era francamente deplorable.
Francisco, que no sabía nada de psicología ni de psiquiatría pero tenía sentimientos humanos y un pensamiento lógico que hoy podríamos calificar de «positivo», se acercó a conversar con la pobre enferma, tratándola con dulzura, con suavidad y con afecto, en lugar de recriminarle sus actos como probablemente hacían los demás. Doña Juana, una vez que no tuvo necesidad de defenderse de ataques ni de reprimendas, pudo expresarse con alivio y dicen que llegó a recobrar la sonrisa. No es de extrañar. Tres siglos después, los alienistas franceses, ingleses y alemanes averiguarían que no hay nada como la dulzura y la empatía para tratar con un enfermo.
Para conseguir que volviera a las prácticas religiosas, Francisco de Borja utilizó un argumento de gran valor familiar. En aquellos días Felipe II, nieto de doña Juana, se encontraba en Inglaterra, adonde había ido para casarse con su tía, María Tudor, vieja, beata, amargada y aburrida; pero el príncipe de España había aceptado el sacrificio para constituir aquel eje hispano-inglés del imperio católico soñado por Carlos V que mencionamos anteriormente.
EL DUQUE DE LERMA
Cabe mencionar aquí que los condes de Lerma tuvieron un hijo muy famoso en España, el duque de Lerma, favorito de Felipe III. Pero su fama se debió más bien que a los privilegios que el Rey le concedió a la escandalosa jugada con la que consiguió evitar un bien merecido castigo de la justicia. Fueron tantas las acciones ignominiosas que cometió siendo valido, que ha quedado como el icono y emblema de la corrupción en España, y cuando su estrella empezó a declinar y se vio en peligro de ser juzgado por sus numerosas tropelías tuvo la fortuna de conseguir el capello cardenalicio, lo que le libró de la justicia, pues los religiosos solamente podían ser juzgados por la Iglesia, y la Iglesia, evidentemente, no le juzgó. De aquí que el pueblo español que tiene chistes para todo, pusiera en circulación una coplilla que llegó a ser muy popular en su tiempo: «para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado».
No parece probable que el jesuita mencionara a la Reina los aspectos desagradables de la novia del príncipe Felipe, pero sí sabemos que le hizo ver que la misión de su nieto era devolver el catolicismo a Inglaterra, arrancándola de las manos nefandas de la herejía anglicana creada por Enrique VIII. Y si su nieto se entregaba en cuerpo y alma a propagar la verdadera religión, ¿cómo podría ella, que había de darle ejemplo, negarse a practicar los ritos sagrados? Al principio, doña Juana se defendió culpando a las dueñas de su negativa, ya que eran ellas quienes le habían arrebatado el libro de oraciones y quienes se burlaban de ella cuando rezaba, además de escupir a las imágenes sagradas y hacer toda clase de suciedades con el agua bendita. Para fundamentar su acusación, la Reina las definió como «almas muertas, como brujas».
En aquella época de temor a las brujas la acusación era muy grave, pero como ya hemos dicho que Francisco de Borja tenía sentido común, no lo creyó, pero decidió tomar medidas, unas medidas que causaron el efecto apetecido. Primero cometió el error de todos los religiosos, porque escribió al príncipe Felipe explicándole que la enfermedad había hecho perder el juicio a su abuela y que, puesto que aquello ya no tenía remedio, recomendaba un exorcismo para evitar las visiones malignas. Como Felipe se negara a administrar a su abuela un tratamiento tan traumático, Francisco recapacitó y recurrió a otra salida con mucho más sentido. Recomendó no llevar la contraria a la Reina, apartar a las dueñas a las que acusaba y hacerle creer que las estaban castigando duramente.
Y aquello sí que funcionó. Seguramente, Francisco de Borja intuyó que un enfermo mental puede rechazar un remedio, un tratamiento o una proposición, pero no siempre rechaza un convenio. Y él estableció con ella aquel acuerdo. La librarían de las damas que, por el motivo que fuera, le disgustaban, y a cambio ella volvería a las prácticas religiosas.
Como es de suponer, el resultado fue proclamado como un milagro de quien ya se veía claramente que había emprendido el camino de la santidad. Lo cierto fue que la Reina recuperó parte de su alegría, volvió a asearse, y sobre todo volvió a rezar y a comulgar, que era lo que todos esperaban para poder reconocer que estaba curada.
El 11 de abril de 1555, tras cuarenta y seis años de reclusión en aquel castillo, Juana la Loca murió asistida en sus últimos momentos por Francisco de Borja. Un mes más tarde, el jesuita escribió al emperador Carlos V, que se encontraba muy cerca de allí, en Valladolid, contándole cómo habían sido los últimos momentos de su madre.
Tordesillas tuvo gran importancia en la época de la familia Borja. Allí se firmó el tratado por el que Castilla y Portugal se repartieron el mundo y allí permaneció encerrada durante 46 años la reina de Castilla, Juana la Loca. Allí recibió la visita de Francisco de Borja, quien la asistió en el momento de su muerte.
Ignacio de Loyola fue el fundador de la Compañía de Jesús, cuyas normas nada tenían que ver con el comportamiento habitual de las órdenes religiosas de su tiempo, ya que imponían no solamente los votos de castidad y obediencia ciega, sino el voto de pobreza total y la renuncia a cualquier cargo que supusiera poder.

LOS JESUITAS

Los jesuitas también tienen su leyenda negra. Para empezar, Ignacio de Loyola ya tuvo que rendir cuentas a la Inquisición por haber creado la Compañía de Jesús y nuestro mismo protagonista, Francisco de Borja, también tuvo que explicar cómo era que había decidido seguir un camino tan diferente al que seguían los demás eclesiásticos, es decir, abandonar sus riquezas, sus cargos y sus títulos y dedicarse a predicar desde una ermita. Son cosas incomprensibles para los eclesiásticos. Recordemos que también Francisco de Asís y la madre Teresa de Calcuta tuvieron que dar ciertas explicaciones.
Ignacio López de Loyola la fundó en 1540 con el objetivo de propagar el Evangelio, la justicia y la defensa de la fe. Y la fundó precisamente en un momento trascendental para la Iglesia que acababa de recibir el que ya dijimos que fue su mayor varapalo, la Reforma Protestante. La individualización y la liberación del pensamiento que trajo el Renacimiento a Europa dieron lugar a planteamientos críticos como los de Martín Lutero y Erasmo de Rotterdam.
Planteamientos críticos que cuajaron en el mundo laico y que consiguieron millones de adeptos, a diferencia de lo que había sucedido un siglo atrás con los planteamientos de Juan Hus, quien ya dijimos que acabó en la hoguera, porque ningún príncipe se atrevió a defenderle y a enfrentarse a la Iglesia.
Por tanto, en aquel momento la Iglesia veía con enorme preocupación el avance de las ideas de Lutero, de Erasmo, de Calvino, porque incluso los reyes, como Enrique VIII de Inglaterra, se atrevían a crearse su religión a la medida cuando la católica no les resultaba práctica. La idea original de Ignacio de Loyola y de un grupo de amigos y seguidores fue ponerse a disposición del papa para ayudar a la profunda reforma (la que se llamó Contrarreforma y que no parece que reformara demasiadas cosas) que la Iglesia necesitaba para combatir el avance protestante.
Pablo III, el papa Farnesio, aprobó la orden en 1540. La nueva Compañía de Jesús tenía una clara visión modernista e intelectual, muy de acuerdo con el Renacimiento, y pronto se tendría que enfrentar a los sectores más inmovilistas y retrógrados de la Iglesia, especialmente otras órdenes religiosas. Dos eran las características que más la distinguían de las restantes órdenes: la libertad, pues no tenían una misión específica y podían dedicarse a la enseñanza, a la evangelización o a lo que fuera menester, y la obligación de abandonar activamente todos los bienes terrenales. La pobreza había de ser estricta. Sólo las casas de estudio y las de formación de jóvenes podían tener rentas propias. Los profesos renunciaban a cualquier riqueza y también a cualquier prelacía o cargo eclesiástico.
Pero ya se sabe que las ideas románticas duran lo que dura su creador, y como mucho lo que dura alguno de sus seguidores. Cuando crecen y se multiplican, se acercan a ellas personajes que no se mueven precisamente por el romanticismo sino por otros ideales mucho menos nobles, y la idea se convierte en un asunto molesto o perverso. Algo así sucedió con los jesuitas de Portugal, que al igual que Savonarola hicieron lo posible por convencer al país de que los desastres naturales que acaecían eran castigos divinos enviados contra sus malos gobernantes. Naturalmente, eso les costó la expulsión por parte del marqués de Pombal.
También sabemos que León Gambetta los arrojó de Francia y que Carlos III los echó de España, en ambos casos por cometer el error de apartarse de lo que su fundador fundó. Concretamente, en Francia, el general de los jesuitas se atrevió a presidir una empresa en la Martinica, que quebró, y cuando los acreedores reclamaron el pago a los jesuitas de Francia, estos llevaron el caso al Parlamento, lo que les costó la expulsión. En España, durante el reinado de Carlos III, Campomanes y el conde de Aranda prepararon un proceso de expulsión llevado en el más absoluto secreto para evitar que los simpatizantes de los jesuitas se levantaran y que los mismos jesuitas pudieran salvaguardar sus bienes, ya que la medida no solamente dictaba su expulsión, sino la enajenación de todos sus bienes temporales. Fue una operación perfecta y por sorpresa, como señala el padre Isla en sus escritos. El decreto de extrañamiento que firmó Carlos III no dice exactamente cuál fue el motivo, sino que habla de mantener el orden público, dando a entender que se les acusó de alterarlo como enemigos políticos, pues se dijo que eran culpables de fomentar los numerosos motines de la época.
Y no solamente se tuvieron que enfrentar a la enemistad de los gobernantes, sino a la del mismo papa. Clemente XIV, en el siglo XVIII, fue un papa decantadamente antijesuita que llegó a firmar el acta de extinción canónica de la Orden. Es decir, la Compañía de Jesús dejó de existir durante el período de pontificado de este papa.
Si ahora leemos toda la documentación que se ha escrito acerca de la orden que fundó Ignacio de Loyola, nos sucederá lo mismo que si leemos todo cuanto se ha escrito sobre Felipe II, Savonarola o los Borgia. Depende del autor.
Menéndez y Pelayo, que fue un destacado conservador, defendió a Savonarola a capa y espada, y por lo mismo defendió a los jesuitas en cuanto a la expulsión de que fueron objeto en tiempos de Carlos III. Si leemos a otros autores, ya sabemos que Savonarola fue traidor a su patria y los jesuitas fueron traidores a las ideas de su fundador. ¿Qué bienes temporales se hubieran incautado a Ignacio de Loyola o a Francisco de Borja? ¿De qué acciones políticas se les podría acusar? ¿Cuándo se aliaron con los nobles para hacer caer un gobierno? Y, sin embargo, con el correr de los tiempos los jesuitas llegaron a obtener un poder formidable. En el siglo XIX, el general de la Compañía, en Roma, se conocía como «el papa negro».
Pero todo eso sucedió tiempo después de nuestra historia. En lo que a nuestros héroes atañe, hay que decir que Ignacio de Loyola estuvo al menos dos veces en la cárcel, a causa de la Inquisición. La primera, por predicar sin tener suficientes conocimientos y autoridad para ello. La segunda, por introducir doctrinas peligrosas. Parece ser que la primera vez que Francisco de Borja vio a Ignacio de Loyola fue en una de las ocasiones en que le conducían a presidio.
Cuando Ignacio de Loyola le nombró provincial, Francisco se dedicó a abrir nuevas casas y colegios de instrucción de la Orden. Y cuentan que Carlos V le llamó para decirle que no había elegido una orden de su gusto. Parece que ya entonces los jesuitas tenían mala fama, probablemente porque se comportaban de manera diferente a las restantes órdenes religiosas, es decir, sin cobrar las cuantiosas rentas que cobraban los abades, cuyo cargo era, como el de los obispos, más político que religioso.
Francisco de Borja debió de convencer al Emperador de que había elegido lo que su conciencia le dictaba, porque no sabemos de más tropiezos con él. Lo que sí sabemos es que cuando reinó Felipe II las relaciones fueron menos fluidas. Dos de los hermanos de Francisco, Diego y Felipe, fueron acusados de participar en el asesinato de Diego de Aragón, hijo bastardo del duque de Segorbe.
Diego y Felipe pertenecían a la facción de los Figuerolas, enemigos de la casa de Segorbe, facción que asesinó al duque en Valencia en 1554. Felipe II castigó con dureza aquella muerte, mandando ejecutar a Diego de Borja. Felipe de Borja no fue condenado a muerte, sino a presidio.
Pero parece que hubo algo más en la enemiga que Felipe II sintió por nuestro héroe. Según la Enciclopedia Católica, las malas lenguas de los numerosos envidiosos que Francisco de Borja tenía consiguieron indisponer al Rey contra -- 389 su súbdito, unos dicen que por ciertos trabajos suyos que la Inquisición no encontró muy de su gusto, otros, que el entonces general de la Orden, Santiago Laynez, le distinguía con su amistad y aprecio, otros hablan de envidias surgidas por la deferencia que siempre le mostró el Emperador, quien le hizo llamar en más de una ocasión a su retiro de Yuste. El caso es que Felipe II se mostró reticente y hasta molesto con Francisco de Borja y ya definitivamente enfadado cuando supo que su mismo padre, Carlos V, le había comisionado en Lisboa para tratar nada menos que de asuntos relacionados con la sucesión del rey Juan III.
El resultado fue que Francisco de Borja permaneció dos años más en Portugal hasta que el papa Pío IV le llamó a Roma, donde trabó importantes amistades con religiosos de la época como Carlos Borromeo (futuro santo) y Michael Chisleri (futuro papa Pío V). De ahí al generalato no había más que un paso, y lo dio en 1565 cuando fue elegido general de la Compañía de Jesús en sustitución de Santiago Laynez con un número importante de votos, 31 de 39.
Y ya sólo se dedicó a su misión como general de la Orden. Se acabaron las prédicas y las misiones laicas. Consagró todo su tiempo y su energía a expandir la Orden, enviando visitadores a diversos lugares del mundo, unos como misioneros para evangelizar a los analfabetos del cristianismo, otros como confesores de nobles y príncipes, otros como maestros de escuela para enseñar a los futuros religiosos. Fundó colegios y multiplicó numerosas fundaciones en casi toda Europa.
En los siete años que duró su gobierno, acometió numerosas reformas y publicó las normas de la Compañía, pero sobre todo la amplió todo lo que le fue posible.

UN BORGIA SANTO

Cuando hubo cumplido su misión enfermó de pulmonía precisamente en España, durante una visita que realizó para acompañar al sobrino del papa Pío V, el cardenal Bonelli (como vemos el nepotismo persistía, los sobrinos de los papas continuaban siendo cardenales y papables). Parece que entonces recibió todo el agasajo y el afecto de su gente y de su rey, y que hasta la Inquisición reconoció que en sus escritos nada había de peligroso. Puede que porque le vieron acabado, viejo y enfermo. Pero, al menos, murió con la tranquilidad de la buena fama y del reconocimiento de la sociedad, porque antes de morir recorrió un buen trecho por los caminos de Europa entre fervores y aclamaciones, e incluso el duque de Ferrara de su tiempo, Alfonso de Este, le tuvo consigo en su ciudad intentando que se recuperase. Pero murió en Roma en 1572.
Fue uno de sus nietos, el famoso duque de Lerma quien, reinando Felipe III, inició el proceso de canonización de su abuelo. Sus restos se honran todavía en un relicario de plata, en la iglesia de la Compañía de Jesús de Madrid.
Cuando murió el papa Pío IV, se habló de la posibilidad de que Francisco le sucediera. Pero ya hemos visto que suceder a un papa no era tan fácil, porque había que contar con numerosos recursos políticos, económicos y sociales.
Tampoco parece lógico que hubiera aceptado siquiera la candidatura. Ya dijimos que ni siquiera aceptó ser cardenal. Su papel fue otro en la Iglesia y en la sociedad. En la sociedad, hizo todo lo posible por rescatar el nombre de su familia y redimirlo de su mala fama. Por desgracia, no lo consiguió. Cuando Francisco de Borja se convirtió primero en el beato Francisco de Borja y más tarde, ya en1671, en San Francisco de Borja, la Iglesia hizo todo lo posible por restituir la memoria familiar, como señalamos en el capítulo anterior, creando contraleyendas, prohibiendo libros difamatorios, y en vista de que el avance de la mala fama era imparable, tratando de disociar los apellidos.
Nada de todo aquello funcionó y mucho menos aquel apellido inventado. Pero lo que sí ha funcionado ha sido la disociación popular, porque ciertamente hay muy pocas personas que sepan que el Borja santo fue bisnieto del Borgia infame.
El otro intento, totalmente consciente, de ampliar y difundir al máximo la Compañía de Jesús sí que tuvo éxito, tan sonado como rotundo. Sin embargo, ya vimos que no siempre su avance fue positivo. De hecho, la Compañía es la orden más controvertida de la Iglesia Católica, pues hace unos 500 años que viene suscitando polémicas tanto externas, como hemos visto cuando hemos hablado de las expulsiones, como internas, ya que no siempre los papas han estado de acuerdo con su desarrollo, e incluso con su existencia.
Una frase se ha hecho célebre para simbolizar los enfrentamientos de la Compañía con el propio papa, «sean como son o no sean». La pronunció el general jesuita Lorenzo Ricci cuando el papa Clemente XIV le invitó a modificar los estatutos de la Orden porque así se lo habían pedido algunos príncipes europeos, entre ellos Luis XV, ya que los estatutos de la orden eran incompatibles con la legislación de Francia. La respuesta del padre Ricci, esa famosa frase, supuso la disolución de la orden. Pero Clemente XIV no actuó por su cuenta, sino obligado por la presión internacional.
Francisco de Borja constituyó la leyenda dorada de la familia Borgia, pero sus esfuerzos,conscientes o inconscientes, por redimir su apellido no sirvieron de nada. Él ha quedado para la historia como un santo y sus familiares de Italia, los Borgia, han quedado para la historia como unos infames. Incluso hay muy poca gente que asocie el nombre de Francisco de Borja al de los Borgia.
Fue en el siglo XVIII, el Siglo de las Luces, el de la Ilustración, cuando el pensamiento filosófico, político y social terminó de liberarse de la Teología y de la religión. De pronto, las cortes de España, Francia y Nápoles, todas ellas Borbónicas, emitieron un documento pidiendo al papa la supresión inmediata de la Compañía de Jesús, puesto que estaba amenazando el orden existente en los países en los que se había establecido. Tras un proceso de dos años, en los que el papa hizo lo posible por librar los bienes de los jesuitas de la rapacidad de los gobiernos, encargando a los obispos que tomaran posesión de ellos en nombre del pontífice, procedió a la disolución de la Compañía con el motivo explícito de que los jesuitas no solamente llevaban el germen de la discordia dentro de su propia organización, sino entre las demás órdenes religiosas. Tras la supresión, el papa no solamente obtuvo los bienes de la Compañía que oportunamente recuperaron los obispos, sino que también recibió Aviñón, Benevento y Pontecorvo de aquellas cortes agradecidas.
Y ahora no hay más remedio que señalar que en el caso de la supresión de la orden de los jesuitas se aplica la misma lógica que en el caso de la difamación de la familia Borgia. Para los franciscanos y otros enemigos de los jesuitas, el papa Clemente XIV se comportó como un pontífice eficaz, representativo, recto y generoso. Sin embargo, para los amigos de los jesuitas Clemente XIV fue poco más que un pelele en manos de los Borbones. Para sus simpatizantes, los países que intervinieron en la acusación y disolución de la Compañía fueron víctimas de las extravagancias de aquel movimiento revolucionario de la Ilustración que desembocó en la Revolución Francesa. Para sus contrarios, el motivo que llevó a Francia, España, Portugal e Italia a pedir la disolución de la orden fue la política feudal de los jesuitas, sin cuya expulsión Carlos III no hubiera logrado desarrollar España e Hispanoamérica dentro del progreso y de la Ilustración. Entre otras cosas, Carlos III tuvo que luchar por liberar a España de la esclavitud de la teocracia que había impuesto la Inquisición desde tiempos de los Reyes Católicos, porque la Inquisición y la subordinación a la teocracia no solamente arruinaron económicamente a España, sino que también anularon la libertad de pensamiento, que fue el objeto de la Ilustración, puesto que para ella lo que contaba era la razón y no la revelación ni el misterio.
Vemos, pues, que la historia se repite. Los Borgia fueron seres infames o gentes de su tiempo, igual que las demás gentes de su tiempo, según el autor que los retrate. Francisco de Borja engrandeció una orden religiosa, que con el tiempo se convirtió, para unos, en una legión de santos, y para otros, en el monstruo que atrapa y devora cuanto a su alcance se pone. Aquel general de los jesuitas que se negó a modificar los estatutos de su orden, Lorenzo Ricci, por cierto, murió en la prisión de Sant'Angelo, donde Clemente XIV le hizo encerrar por su desobediencia y para que no entorpeciese el proceso de expulsión y de disolución de la Compañía, un proceso impuesto por los poderes reinantes.
Los Borgia fueron, ante todo, personajes de la historia, personajes controvertidos y personajes contradictorios, porque los humanos llevamos la contradicción dentro, pues mantenemos una constante pugna entre nuestros principios, nuestras tendencias, nuestros ideales, nuestros intereses y nuestra realidad. Así debieron de ser, pues, personajes de la historia de su tiempo, mejor dicho, personajes relevantes de la historia de su tiempo, y por relevantes se entiende que formaron parte de la historia y que coadyuvaron a su desarrollo. Y la Historia, la Historia con mayúsculas, no es precisamente un relato moral, porque ya sabemos que la compasión, el derecho, la ética y la justicia le son totalmente ajenos.