10. MUCHO HUEVO

En mayo de 2009 las declaraciones de la OMS acerca de la vacuna anti A (H1N1) todavía tenían el tono sedante de una voz maternal asegurando que el cuco no existe. Le hicieron coro los ministros de Salud de todo el mundo con distintas promesas según la música típica de cada país: que habrá dosis para todos, que seguro habrá dosis para los grupos de riesgo, que como mínimo habrá dosis para los trabajadores de la salud y las mujeres embarazadas, que la vacuna se elaborará en el país salteándose los derechos de patente de los laboratorios o que ya se identificó el genoma viral y en pocos meses tendremos una vacuna de manufactura nacional en cantidad suficiente para consumo interno y para exportar.

Tres meses después, la doctora Marie-Paule Kieny, directora del Departamento de Iniciativa en Investigación de Vacunas de la OMS, informó que los ensayos clínicos habían comenzado ya y se esperaban resultados para la primera mitad de septiembre, aunque reconoció que los resultados de las pruebas obtenidos hasta ese momento eran “decepcionantes”. Sin embargo agregó que el desarrollo de la vacuna marchaba “según lo previsto” y que los inconvenientes se solucionarían pronto porque los laboratorios habían desarrollado nuevas cepas “esperanzadoras”. (131) Al mismo tiempo, los norteamericanos recibían la noticia de que en septiembre comenzaría la campaña de vacunación y que las primeras personas en recibirla serían las mujeres embarazadas y otros grupos de riesgo. (132)

Semanas antes de comenzar el año lectivo, los colegios de algunos estados hicieron saber a los padres que ningún chico sería inscripto si no presentaba el certificado de vacunación contra la gripe. Pero no hubo voces oficiales que pronunciaran la palabra mandatory. En el país donde las libertades individuales fueron bandera, el término obligación es políticamente incorrecto. La presión social suele ser suficiente para que todos cumplan con las reglas sin chistar o de lo contrario se atengan a las consecuencias.

Sin embargo, hasta la segunda semana de diciembre se habían vacunado solo 46 millones de personas (un 15,3 por ciento de la población de los Estados Unidos), aunque la provisión estaba calculada para el 21 por ciento de los habitantes.

Es probable que el peso de esta evidencia haya enfriado los vaticinios paranoicos que arreciaron a través de infinitos correos electrónicos hasta noviembre de 2009 acerca de los planes que la OMS y los Estados Unidos tenían para vacunar por la fuerza y exterminar a toda la población mundial.

El hecho es que los e-mails aterradores se hicieron menos frecuentes a medida que se cumplían las campañas de inmunización y los vacunados no caían muertos por centenas de miles como habían pronosticado muchos personajes pintorescos. En enero de 2010, cuando los gobiernos de algunos países de Europa comunicaron que devolvían remesas de vacunas debido al escaso interés demostrado por la población, las profecías electrónicas desaparecieron por completo.

Para aliviar la inflamación de la fantasía no hay hielo más efectivo que la realidad.

Mientras los laboratorios trabajaban a un ritmo frenético para llegar a tiempo con la nueva vacuna, los ministerios de Salud de todo el mundo insistían en que era necesario inmunizarse contra la gripe estacional sin tomarse el trabajo de explicar la lógica de ese desplazamiento.

El 22 de mayo de 2009, el Morbidity and Mortality Weekly Report (MMWR) —Reporte Semanal de Morbilidad y Mortalidad—, del Centers for Disease Control and Prevention de los Estados Unidos (CDC), publicó que las vacunas más recientes contra la gripe estacional (2005-2009) no parecían dar protección contra el nuevo virus de gripe A (H1N1). (133) Y el 31 de julio, el mismo centro reiteró esa afirmación en un informe completo sobre los resultados de la vacuna contra la gripe estacional, que según las estadísticas da una protección muy baja contra la enfermedad para la que es específica. El trabajo explica que, en algunas temporadas, la vacunación contra un virus de gripe podría inmunizar en forma parcial contra otro distinto por un efecto de protección cruzada aunque sus antígenos no coincidan en forma exacta, pero que las vacunas contra la gripe estacional no dan protección contra el virus A (H1N1) porque sus hemaglutininas son sustancialmente diferentes. (134)

Fabricar vacunas no es un proceso rápido ni sencillo y con frecuencia presenta dificultades adicionales que insume meses resolver. Para elaborar cada dosis con el método clásico se utiliza un huevo de gallina fecundado, donde el embrión vivo de pollo es infectado con el virus. En el caso de la anti A (H1N1) las cosas podían complicarse porque el embrión es susceptible a la fracción aviar del virus, que es letal para las aves. El desarrollo de nuevas tecnologías de cultivo celular, que no utilizan huevos, permite un proceso más rápido. Los virus gripales que se usan como base son obtenidos por recombinación genética. La OMS aprueba este tipo de vacunas, que resultan mucho más seguras. A mediados de agosto de 2009 ya estaba claro que la vacuna no pasaría por los ensayos que se deben aprobar para que un medicamento sea confiable. Una producción rigurosa no lleva nunca menos de 6 meses y según el CDC elaborar una vacuna contra la gripe insume entre 6 y 8 meses.

El nuevo virus fue identificado a principios de mayo de 2009, por lo tanto, si se hubieran cumplido los pasos clásicos la vacuna habría estado disponible con suerte en noviembre y con seguridad en enero de 2010. Después de las etapas de elaboración preliminares y una vez aplicados los reactivos que permiten asegurar que la vacuna es estéril (es decir, que no es capaz de causar la enfermedad), si tiene la potencia necesaria para estimular en el organismo anticuerpos contra el nuevo virus, el prototipo se prueba en animales y después en grupos pequeños de humanos voluntarios. Estos últimos pasos no se han cumplido para llegar a tiempo, es decir, antes del inicio del otoño europeo.

Durante el invierno austral, la OMS calculaba que a partir de septiembre el 30 por ciento de la población del hemisferio norte —entre 1.500 y 1.800 millones de personas— se contagiaría la gripe A (H1N1). La cifra justificaba, sin más argumentos, la ansiedad con que algunos gobiernos apremiaban a las compañías farmacéuticas para que ultimaran la vacuna y la tolerancia ante eventuales imperfecciones derivadas de su acelerada producción. (135)

“Si se quisieran cumplir todos los pasos necesarios” para asegurar la máxima efectividad “se correría el riesgo de tenerla casi en enero, excesivamente tarde”, declaró José María Martín Moreno, asesor de la OMS en agosto de 2009. La vacuna que supuestamente comenzará a ser distribuida a partir de septiembre “desde el punto de vista de la pulcritud no va a ser todo lo perfecta que nos gustaría”, confesó. “No se puede frivolizar sobre este tema porque evidentemente el número de infecciones va a ser amplio. Solo hay que hacer unos cálculos muy sencillos. Si sabemos que la tasa de infectados puede rondar entre el 20 y 40 por ciento de la población, por baja que sea la letalidad, llegamos a una rápida conclusión”, advirtió. (136)

La OMS advirtió en esos días a los gobiernos que debían estar atentos a los efectos secundarios imprevisibles que podrían sufrir las personas vacunadas. (137)

El único caso registrado hasta febrero de 2010 ocurrió durante la tercera semana de noviembre en Canadá. Las autoridades de Salud suspendieron la campaña de inmunización después de haberse registrado reacciones alérgicas graves en seis personas, que se recuperaron en pocos días sin complicaciones. El lote completo de 172.000 dosis de Arepanrix®, del laboratorio GlaxoSmithKline, fue devuelto a sus fabricantes, y la Agencia de Salud Pública de Canadá inició una investigación para detectar la causa de los efectos adversos. Hasta ese momento se habían distribuido 7.500.000 de dosis de esa vacuna. (138)

Otro inconveniente se produjo en diciembre en los Estados Unidos cuando un ensayo de laboratorio detectó que un total de 800.000 dosis de vacunas pediátricas fraccionadas en jeringas prellenadas habían perdido la potencia necesaria para inmunizar y fueron devueltas al laboratorio Sanofi Pasteur. (139)

Con independencia de esos tropiezos y errores, resulta inquietante el entusiasmo de los gobiernos cuando anuncian planes de vacunación perentorios. Ante tanto apuro es inevitable hacerse algunas preguntas: ¿Los laboratorios se tomarán el tiempo necesario para detectar los efectos adversos? ¿Seremos los ratoncitos blancos de un experimento audaz? ¿Los asesores de salud tendrán oportunidad de analizar las pruebas? ¿Quién se responsabiliza por la seguridad de la sustancia que piensan inyectarnos?

En diciembre de 2009, el National Institute of Allergy and Infectious Diseases de los Estados Unidos informó sobre el enrolamiento de voluntarios para hacer una serie de estudios sobre una vacuna anti A (H1N1) experimental preparada en forma directa con el ADN (es decir, con el código genético puro) del virus. Una de las pruebas incluía 20 voluntarios entre 18 y 70 años. En el anuncio se aclaraba que por no contener el virus ni material infeccioso era imposible resultar contagiado. Pero nada se decía sobre los efectos que podría tener la inyección de material genético viral en el organismo. El objetivo del proyecto era llegar a un método de producción de vacunas más rápido que el convencional. (140) Otro llamado para reclutar 240 pacientes adultos infectados por el VIH se anunció como complemento de uno realizado en octubre, en el que se había probado la vacuna convencional del laboratorio Novartis sobre mujeres embarazadas y chicos con VIH. (141)

Los tests de laboratorio de la vacuna estándar en adultos sanos no parecen ser necesarios: millones de personas en todo el mundo son el grupo de prueba ad honorem. Gracias a esos voluntarios involuntarios, los laboratorios tendrán los datos sobre efectividad, eficacia y efectos adversos que no tuvieron tiempo de recabar antes de ofrecer las vacunas al mercado.

Invierno del 76

Mientras los laboratorios trabajaban contra reloj para poder participar en las campañas de inmunización oficiales, en los Estados Unidos todos miraban al presidente Obama preguntándose cómo saldría parado de la experiencia. Nadie olvida allí el año 1976, cuando por una razón excepcional el presidente Gerald Ford aprobó —sin audiencias ni informes de comisión y sin dar tiempo a que nadie leyera la legislación— un Programa Nacional de Vacunación contra la Gripe Porcina para inmunizar a más de 40 millones de personas —un tercio de la población adulta de los Estados Unidos— en menos de dos meses. La causa de tanta urgencia fue un brote de gripe en un cuartel de New Jersey, que provocó la muerte de un soldado y síntomas leves a otros treinta, lo que hizo pensar a los infectólogos que acababa de comenzar una epidemia como la de 1918.

Ford tuvo varias tensas reuniones con sus asesores, entre los que estaban los próceres Jonas Salk y Albert Sabin, creadores de las vacunas contra la poliomielitis. Los testimonios directos coinciden en que casi todos en el gobierno tenían serias dudas, y la decisión les pareció un poco prematura. Un testigo del momento en que se aprobó la medida dice que al principio nadie entendía por qué había tanto temor a una epidemia equivalente a la Gripe Española. Ese hecho ocupaba un lugar ínfimo o ninguno en la vida de los integrantes de aquel gabinete de 1976, pero en cuanto empezaron a reconstruir el pasado, todos mencionaban un padre, un tío, una abuela o un amigo de la familia que contaba escenas terribles de aquellos meses. Eso inclinó la balanza a favor del voto positivo.

El programa exigía una inversión fuera de presupuesto de 135 millones de dólares, equivalente a 378 millones de 2009, que se justificaban en pos de “la producción de suficiente vacuna para inocular a cada hombre, mujer y niño de los Estados Unidos”, contra una enfermedad que aún no se había probado que existiera. Para ese entonces, el doctor Sabin había cambiado de opinión. Él y otros investigadores y científicos respetados ya habían manifestado sus dudas o su franco desacuerdo por la forma en que se estaba planeando la campaña. Les preocupaba el peligro que podía entrañar una inmunización apresurada y compulsiva.

Hacer las cosas a la ligera no es bueno en general, pero es mucho peor cuando uno tiene que fabricar vacunas. El 2 de junio de 1976 el laboratorio Parke-Davis ya había producido varios millones de dosis cuando alguien se dio cuenta de que habían mezclado los virus. En lugar de usar la cepa de gripe porcina de New Jersey habían usado una cepa aislada en cerdos cuarenta años antes. Un error microscópico de una magnitud incalculable. Parke-Davis tuvo que tirar todo a la basura y empezar de nuevo con el virus correcto. Nunca se supo quién fue el responsable de ese error ni a quién hay que agradecer que se haya descubierto a tiempo. El apuro provocó otros serios problemas de producción en varios laboratorios.

Esos tropiezos, y la creciente desconfianza del público —reflejo de las dudas manifestadas por los médicos asesores—, hicieron que los laboratorios se negaran a vender la vacuna hasta tanto no contaran con un seguro. Las compañías aseguradoras se negaron a extenderlo. Todas en bloque opinaron que el gobierno debía hacerse cargo de las posibles demandas por malos efectos. Hasta ese momento, un solo antecedente legal inquietaba a los laboratorios y a las aseguradoras: el caso Reyes vs. Wyeth Laboratories, Inc., un juicio por 200.000 dólares ganado por la familia de un chico de ocho meses que enfermó de poliomielitis a causa de una vacuna. Ante la renuencia de las empresas a entregar sus productos sin un seguro a cambio, Gerald Ford firmó el 12 de agosto una ley que comprometía al gobierno federal a asegurar a los fabricantes de vacunas contra las demandas que pudieran hacerles los potenciales damnificados. El presidente que no podía masticar chicle y subir una escalera al mismo tiempo no pensaba renunciar al plan de inmunización universal con el que esperaba salvar a su pueblo de una epidemia devastadora y de paso ganarse un lugar en la historia.

En cuanto comenzó la campaña, la noticia de que se habían producido 33 muertes imprevistas y más de mil casos inexplicables de síndrome de Guillain-Barré (una grave afección neurológica que ataca cada año a un promedio de tres personas cada 200.000) en individuos que acababan de recibir la vacuna, encendió el alerta y el plan se suspendió de inmediato. Más de treinta años después hay quienes argumentan que esa relación es falsa, pero la realidad es que un estudio publicado en el American Journal of Epidemiology afirma que la vacuna contra la gripe aumenta en forma significativa el riesgo de adquirir el síndrome de Guillain-Barré. También especifica que el riesgo de que se produzca se concentra en las primeras cinco semanas después de la vacunación y el riesgo aumentado sigue hasta nueve o diez semanas después. (142)

Según lo que detectó el sistema VAERS, creado en los Estados Unidos para recibir reportes de efectos adversos a las vacunas, también después de la aplicación de la antimeningocóccica Menactra® hay un aumento de la posibilidad de adquirir el síndrome. (143)

La doctora Marie-Paule Kieny declaró en agosto de 2009 que eventos como el de 1976 son mucho menos factibles ahora. “Las vacunas que tenemos son mucho más puras y los controles de calidad y tests de laboratorio son mucho mejores que hace 30 años”, agregó. (144)

Cuánto más puras, cuánto mejores son los controles y cuántos efectos adversos producen es lo único que faltaría saber para poder confiar en ellas.

Quienes en Europa y en los Estados Unidos tienen relación con la industria de las vacunas saben que están siendo observados con mil ojos, no solo desde el año pasado ni desde 1976, sino desde 1853 cuando, en respuesta a la primera Ley de Vacunación Obligatoria contra la viruela y a políticas de salud estatales cada vez más invasivas sobre los derechos privados, surgieron en Gran Bretaña y en los Estados Unidos los primeros movimientos antivacunas.

La ley declaraba que la inmunización compulsiva se aplicaba a todos los niños de hasta tres meses y detallaba los castigos por multa o prisión a los padres que desobedecieran. Una segunda ley de 1867 amplió el alcance a los chicos de hasta 14 años y la acumulación de penas por no cumplimiento aun contra quienes se oponían amparándose bajo la figura de objetores de conciencia.

Estas leyes señalaron un verdadero cambio en la relación entre el Estado y los privados porque en nombre de la salud pública extendieron el poder del gobierno sobre áreas de libertades civiles antes sagradas. Entre los primeros militantes había intelectuales progresistas pero también representantes de las clases obreras, que veían en la inmunización obligatoria un modelo de legislación de clase. Argumentaban que la violación de sus cuerpos era una forma de tiranía y que las medidas estaban dirigidas en forma directa a los hijos de las clases más pobres, lo cual era cierto.

La resistencia activa comenzó inmediatamente después de aprobada la primera ley, con manifestaciones violentas en varias ciudades de Gran Bretaña y la incorporación del movimiento antivacunas como bandera de la clase trabajadora.

Ya desde 1840 existía en Inglaterra una ley que aseguraba vacunación gratuita a los pobres, pero entonces no hablaba de deberes sino de derechos.

En años recientes la más escuchada y respetada representante de ese sector es la doctora Barbara Loe Fisher, cofundadora y presidente de la influyente organización National Vaccine Information Center (NVIC), Centro Nacional de Información sobre Vacunas en Virginia, Estados Unidos. El actor Jim Carrey y Robert Kennedy Jr., hijo del senador por Nueva York Robert Kennedy, son los militantes más visibles del movimiento que se opone a la vacunación universal y obligatoria.

La esposa de Jim Carrey es la actriz Jenny McCarthy, cuyo hijo fue diagnosticado como autista poco tiempo después de recibir una vacuna. McCarthy declara que ella no es “antivacunas” sino “antitoxinas” refiriéndose al thimerosal (un derivado del mercurio) que se utilizaba como conservante en las vacunas para niños.

En 1998 un grupo de investigadores planteó, en un estudio hecho sobre doce pacientes, la inquietud acerca de la relación entre la vacuna triple viral llamada MMR (antisarampión, rubéola y paperas) y el autismo. Los diagnósticos de este síndrome invalidante e irreversible aumentaron en forma geométrica en Gran Bretaña y los Estados Unidos a partir de 1988, el mismo año en que la MMR fue introducida en forma obligatoria en esos dos países. (145)

Organizaciones de padres y médicos señalan hace varios años al thimerosal como un elemento responsable de alteraciones neurológicas indetectables por estudios pero evidentes en el comportamiento de los chicos autistas. No es extraño: el mercurio es un potente neurotóxico aun en muy bajas cantidades y, según algunos autores, el contenido total de thimerosal de todas las vacunas sumadas sería suficiente para causar el daño cerebral que derivaría en enfermedades del espectro autista. La respuesta de las autoridades de salud oficiales es que esa acusación ha perdido asidero porque los casos de autismo siguen en dramático aumento aunque no se use más thimerosal en las vacunas pediátricas.

Aun así, el número de padres que se niegan a vacunar a sus hijos sigue creciendo año tras año en los veinte Estados de los Estados Unidos donde se puede acceder a la exención del deber de hacerlo. Según el CDC, en 2008 el 2,6 por ciento de los chicos no fue vacunado, mientras que en 1991 el porcentaje fue de solo el 1 por ciento. Las cifras más altas de no vacunación se corresponden con los niveles más altos de educación y poder adquisitivo, como ocurre en algunas comunidades de California, donde el porcentaje de chicos no vacunados alcanza al 6 por ciento.

Adversidades

El hecho de que en 1986 se haya creado en los Estados Unidos un Programa Nacional de Indemnizaciones por Lesiones por Vacunas de la Infancia (NCVIA), que ha pagado ya casi dos mil millones de dólares en compensación por muertes y daños severos, sugiere que las vacunas no son todo lo amistosas que nos gustaría creer. Este programa especial se creó a partir de demandas que muchos padres plantearon por daños atribuidos a la vacuna triple bacteriana (DPT) en las que los jurados les dieron la razón. A raíz de esos juicios perdidos, las industrias fabricantes de vacunas comenzaron a cesar la elaboración de algunas de ellas, lo que hizo temer a los funcionarios de salud que se perdiera la llamada “inmunidad de rebaño”. Este término veterinario aplicado a los niños se refiere al estado de inmunidad generalizado de una población, que se obtiene mediante las vacunaciones masivas.

El Programa Nacional de Indemnizaciones por Daños producidos por las Vacunas (VICP) creado en 1988 aplica un sistema por el cual no es necesario probar la responsabilidad del que provocó el daño, sino que las demandas se aprueban o se descartan mediante la opinión de peritos y técnicos sin intervención de jurados. Las indemnizaciones cubren los gastos médicos y legales, la pérdida calculada de ingresos futuros, hasta 250.000 dólares por el daño psíquico y 250.000 en el caso de muerte.

El VICP compensa solo por eventos producidos por las vacunas recomendadas como de rutina por los CDC. Entre su creación y el 1º de agosto de 2008 se presentaron 5.263 reclamos por autismo y 2.865 por otras razones. Las compensaciones, incluyendo honorarios legales, totalizaron 847 millones. Por otros 4.264 reclamos presentados por daños producidos antes de la creación del VICP se pagaron compensaciones por 903 millones en 1.189 casos que fueron aprobados. La financiación de estas indemnizaciones se obtiene por medio de un impuesto de 75 centavos de dólar sobre cada dosis de vacuna. (146)

Por esta ingeniosa forma de eludir los tribunales convencionales y en consecuencia las investigaciones que permitirían obtener datos clínicos irrefutables, los casos de daños a causa de las vacunas casi nunca se confirman ni se diagnostican con certeza y, en general, no se difunden. Los padres son indemnizados y los colegios de pediatras y Ministerios de Salud siguen repitiendo que las vacunas no hacen daño, pero fuera de su voluntarismo no disponen de evidencias confiables para fundamentar sus afirmaciones.

Existe también un sistema de registro voluntario de eventos adversos a la vacunación (VAERS), que fue creado en respuesta a la preocupación de padres y médicos por el tema. Lo dirigen en conjunto los CDC y la Food and Drug Administration (FDA), Administración de Alimentos y Drogas. El sistema recibe todos los años la friolera de 30.000 reportes en promedio, de los cuales el 13 por ciento son graves, como por ejemplo lesiones permanentes, necesidad de hospitalización, cuadros que ponen en riesgo la vida y fallecimientos. (147)

Sin embargo, por más inquietantes y significativos que sean, estos indicios tienen un mero interés anecdótico. Usted no puede sentarse a discutir con ellos en la mano la seguridad de las vacunas porque las normas que la medicina hegemónica impone para dar un hecho por comprobado demandan el funcionamiento de grandes corporaciones dedicadas a investigar, medir y estadificar en forma directa o tercerizada la eficacia y la eficiencia de sus propios productos. Y ya hemos visto que el sistema de control de daños ha creado un mecanismo de válvula de escape para las víctimas que escamotea del debate público la cuestión de fondo. Para investigar los hechos que tal vez conducirían a vacunar de manera discriminada nunca habrá inversores. Siempre hay interesados en financiar una empresa para que algo se haga, pero en general a nadie le interesa financiar que algo no se haga.

Sin inversores tampoco hay estadísticas y sin estadísticas no existe lo que llamamos ciencia. Sin estadísticas no hay hechos, realidad ni sentido común que pesen en el debate de ningún tema médico. En la era de la medicina basada en la evidencia, los hechos evidentes no existen si no hay fondos para encuadrarlos en un gráfico de barras.

Pero si todo saliera como prometen los funcionarios de salud y hubiera dosis suficientes para vacunar a toda la humanidad antes del próximo invierno austral, conviene tener una opinión formada de antemano sobre el tema antes de presentarle la nalga a la aguja.

Para analizar el fenómeno de las vacunas es práctico dividirlo en tres partes: una indiscutible, otra dudosa y otra falsa.

La afirmación indiscutible es que algunas vacunas son efectivas para prevenir en un individuo enfermedades graves como el tétanos o la fiebre amarilla y para inmunizar poblaciones vírgenes antes de que entren en contacto con un microorganismo nuevo. Tenemos ejemplos cercanos de lo que un germen contagioso puede hacerle a una comunidad que no tiene anticuerpos contra él. Es probable que el aniquilamiento de las culturas azteca, inca y maya por parte de los invasores españoles no se haya debido a la acción visible y estruendosa de los caballos y las armas de fuego sino al efecto invisible y silencioso del virus de la viruela. Otra cultura que fue devorada por un virus con la intermediación de un ocupante fue la yamana de Tierra del Fuego. En solo dos meses de 1884 el sarampión mató a uno de cada dos habitantes nativos de la isla. Ese fue el inicio de un cataclismo que los desgraciados sobrevivientes no volverían a remontar. Los yamanas no habían estado en contacto con el virus hasta que un grupo de marinos ingleses lo llevó a la isla. Ay, si los pobres yamanas hubieran estado vacunados, suspiran los amantes de las vacunaciones masivas, y tienen razón. Pero su comentario es una utopía contrafáctica: la primera vacuna antisarampionosa estuvo disponible recién 80 años más tarde. Hasta ese entonces se producían en todo el mundo epidemias esporádicas con rangos de mortalidad que ni por asomo llegaban al 50 por ciento. Casi todos los argentinos nacidos en la era prevacuna hemos tenido sarampión, porque cuando un chico se enfermaba la buena noticia corría entre las madres y el ritual indicaba que amigos y primos lo visitaran para contagiarse y quedar inmunizados de por vida. Un sobrino del pediatra Florencio Escardó me contó que, después de diagnosticarle la enfermedad, su tío lo mandó al colegio con fiebre y brotado para que contagiara a todos sus compañeros, con el consiguiente escándalo de padres y profesores. En aquella época era una fiesta tener fiebre, cubrirse de puntos rojos, rascarse día y noche y faltar al colegio una semana. Sobre todo porque el único tratamiento consistía en frotes con talco mentolado, leer Billiken y tomar la sopa en la cama.

El caso de Tierra del Fuego ilustra cómo en una población virgen un germen puede diseminarse con furor hasta contaminar todo el terreno apto, es decir, hasta infectar al último individuo receptivo, y cómo la absoluta falta de experiencia del sistema inmunitario deja al organismo a expensas de lo que el microbio pueda hacerle.

Al inicio de la pandemia de gripe A (H1N1) en abril de 2009 todos los humanos éramos yamanas indefensos frente a un marinero inglés portador de sarampión. Sin anticuerpos que nos defendieran, nos lo contagiamos todos los que éramos susceptibles y estuvimos en contacto con él. El sistema inmunitario de los nacidos antes de 1947 parece tener el recuerdo de virus idénticos o muy similares. Es una explicación posible para el hecho sorprendente de que entre las personas mayores de 64 años hubiera muy pocos casos, y en su mayoría leves. La razón por la que la epidemia de sarampión de los fueguinos produjo una mortalidad del 50 por ciento sigue siendo conjetural, pero se puede suponer que bucear todo el año en aguas frías para conseguir un sustento casi siempre escaso, vivir hacinados en tiendas precarias bajo vientos húmedos y helados y en estado de alerta permanente por la amenaza de invasores y enemigos no es el mejor estado para enfrentar una enfermedad y salir indemne. Cambiando pescado por polenta y lanzas por pistolas, aquella vida no era muy diferente de la de las personas que hoy monopolizan las altas cifras de mortalidad por enfermedades que para otros son una anécdota sin importancia.

El caso paradigmático de éxito con las vacunas parece ser el de la viruela. En el siglo XVIII, entre un 7 y un 12 por ciento de las muertes totales y un tercio de las muertes infantiles que se producían en Inglaterra eran causadas por el Variola virus. El desarrollo de la primera vacuna atenuada en 1796, su distribución mundial y las medidas de aislamiento y cuarentena contribuyeron sin duda a terminar con la enfermedad. En 1980 la OMS la declaró erradicada en forma oficial. Desde ese momento dejó de tener sentido la vacunación y, por lo tanto, la conservación del virus en los laboratorios, pero Estados Unidos y Rusia se han arrogado el derecho a guardarse una muestra cada uno con el pretexto de fabricar vacunas en caso de una epidemia o para investigar sus secretos moleculares. Una posición científica extrema los apoya abogando por la permanencia del virus vivo con los argumentos con que se defiende a una especie en vías de extinción.

Rusia había presentado ante las Naciones Unidas en 1958 un proyecto global de erradicación de la viruela que fue apoyado por todos los miembros integrantes. Aunque el proyecto fue aprobado, en una segunda instancia se formó un comité presidido por el notable virólogo Frank Fenner para resolver los pasos a seguir en la era posterior a la erradicación. Una de las recomendaciones más conflictivas del comité fue la de destruir los stocks en 1999. Esa fecha límite se postergó por resolución de la OMS hasta 2002 con el pretexto de seguir avanzando en las investigaciones. Es más verosímil creer que la destrucción efectiva se fue posponiendo por otras razones, ya que el fantasma de la utilización de armas biológicas para acciones terroristas es un tópico siempre presente en la mente de muchos funcionarios civiles y militares. Solo dos lugares fueron autorizados para conservar los stocks de viruela: los laboratorios del CDC de Atlanta, en Estados Unidos, y el Centro de Virología y Biotecnología del Instituto de Investigación Estatal en Novosibirsk, Rusia. Las reservas de referencia que tenían los laboratorios de la OMS fueron destruidas en 1996.

Cuando llegó el año pactado para la destrucción de los stocks almacenados en el CDC por recomendación de los expertos de la OMS y con aceptación de los funcionarios de la administración Clinton, el gobierno de Bush volvió atrás en la decisión por tiempo indefinido. Cuando la nube de polvo que levantó el ataque terrorista a las Torres Gemelas todavía no se había disipado, las reglas de seguridad nacional ya se habían multiplicado en cantidad, intensidad y paranoia. El horno no estaba para meter en él un arma biológica tan valiosa. Los funcionarios de los Estados Unidos dictaron una serie de exigencias que deberían cumplirse antes de proceder a la destrucción: a) aprobación por la FDA de dos drogas antivirales específicas contra la viruela, b) obtención de una vacuna que pueda ser administrada a toda la población, c) desarrollo de un test de diagnóstico de la enfermedad, d) creación de detectores virales ambientales, e) entrenamiento para investigadores en salud para reconocer cepas de viruela con alteraciones genéticas. Con solo detenernos en los requerimientos a, b y d, podemos pronosticar que la destrucción de los stocks se llevará a cabo en un período incierto no menor de 20 años. (148)

El último caso de viruela natural ocurrió en Somalia, África, en 1977. Pero en 1978 se registró un caso que permite imaginar lo que podría ocurrir si por error o en forma deliberada se produjera un escape de virus de alguno de los dos depósitos. Henry Bedson, profesor de virología de la Universidad de Birmingham, tenía un laboratorio en el primer piso de un edificio antiguo donde también funcionaban otras instalaciones pertenecientes a la universidad. En agosto de 1978 estaba trabajando con cultivos de virus de viruela. Durante esos días, Janet Parker, una fotógrafa de 40 años empleada de la Facultad de Medicina, comenzó a tener fiebre, dolores musculares y una erupción en todo el cuerpo, por lo que le diagnosticaron una reacción alérgica. Nadie pensó que pudiera tener viruela, una enfermedad que hacía ya muchos años no se veía en Gran Bretaña. Por otra parte, Janet había recibido la vacuna antivariólica en 1966. Pero dos semanas después su estado empeoró y fue internada en el mismo hospital donde trabajaba el profesor Bedson. Allí descubrieron que estaba infectada con Variola major, la forma más letal de viruela. Entonces la derivaron a un hospital de aislamiento, donde murió el 11 de septiembre. Unos días antes su padre murió de un infarto cardíaco al volver de visitarla en el hospital. Parker había estado en contacto con mucha gente antes de ser internada, pero la única que se contagió de ella fue su madre, que cursó la enfermedad en forma leve. El 6 de septiembre Henry Bedson se había suicidado con un sistema muy práctico aunque poco científico: seccionándose la garganta con sus tijeras de césped. Técnicos de la universidad, que semanas después reconstruyeron las probables vías de contagio, llegaron a la conclusión de que los virus habían llegado al piso superior a través de un respiradero estrecho que desembocaba en el cuarto oscuro donde Janet pasaba varias horas al día trabajando. Los peritos indicaron que el laboratorio del doctor Bedson no cumplía al ciento por ciento las normas de seguridad exigidas por la OMS. La nota de suicidio del doctor Bedson decía: “Siento mucho haber defraudado la confianza que tantos amigos y colegas habían puesto en mí y en mi trabajo”.

Para el CDC, el virus de la viruela es un agente de categoría A junto con el ántrax, la peste, el botulismo y los virus hemorragíparos por su enorme potencial como armas bioterroristas capaces de diseminarse a gran escala y originar la muerte de enormes cantidades de humanos.

Mentes brillantes

La fracción discutible del mito dice que algunas enfermedades graves han desaparecido gracias a las inmunizaciones masivas. Esa afirmación no es del todo consistente. El conocimiento de los mecanismos de contagio y las acciones para impedirlo han hecho mucho más por la salud pública que las vacunas. Mucho antes de que se descubriera la existencia de los microbios, la sospecha de que algo hacía enfermar, contagiaba y mataba a las personas y a los animales fue un tema de debate ardiente entre científicos. Cuando se comprendió que las enfermedades no se producían por cometer actos inmorales, por el incumplimiento de los deberes religiosos, por influjo de los astros ni por emanaciones incorpóreas sino por efecto directo de organismos invisibles, y que las ratas no nacían por generación espontánea de la basura ni los gusanos se generaban solos en la atmósfera sino a partir de huevos presentes en la materia, comenzó a formarse la conciencia de que podían tomarse medidas prácticas para evitar las infecciones.

Alrededor de 1851 la mitad de la población de Inglaterra era industrial y urbana. En un siglo había dejado de ser una sociedad de predominio agrícola: las fábricas de la Revolución Industrial eran un imán para los que ambicionaban abandonar la vida rural. A medida que la gente llenaba las ciudades y era evidente la desproporción con una infraestructura no preparada para abastecer esa demanda, se produjo un dramático aumento de enfermedades infecciosas.

En 1840 la mortalidad entre los trabajadores había dejado de ser solo un problema económico. Mientras los nobles tenían una expectativa de vida de 43 años y los comerciantes de 30, la de los obreros no pasaba los 22 años. Había quienes deducían de esto que las clases altas eran por naturaleza más saludables y longevas, pero la idea general era que ciertos condicionantes sociales tenían algo que ver. La vivienda insalubre no era exclusiva de los pobres porque la ventilación, los desagües y las instalaciones sanitarias eran detalles inexistentes hasta en las mansiones más ricas, pero el hacinamiento, la mala alimentación y el trabajo demoledor a los que estaban sometidos empeoraba año tras año la expectativa de vida de esas personas sobre las que funcionaba la Revolución Industrial.

Los excrementos se amontonaban en las cloacas y se recogían en forma esporádica para transportarlos al campo, donde se los utilizaba como fertilizante, los animales muertos flotaban en los arroyos, los mataderos funcionaban sin la menor medida de higiene y la fetidez impregnaba las calles y las casas. La idea predominante era que algo presente en el ambiente podía reaccionar con los gases producidos por la descomposición de materias animales y vegetales en lugares como alcantarillas estancadas, cementerios o mataderos, haciéndose maligno y capaz de provocar enfermedades. Se presumía que si se presentaba una adecuada influencia epidémica podía generarse una plaga de fiebre tifoidea o de cólera.

Un grupo de reformadores que sospechaban que la enfermedad y la muerte temprana eran males más sociales que biológicos fundó un Movimiento Sanitario para investigar y actuar sobre las causas desconocidas de esas diferencias.

Las Leyes de Pobres se habían establecido en la época isabelina (1533-1603) con la intención de crear un sistema de protección para que la gente no muriera de hambre y de frío y cada parroquia se ocupaba de suministrar ayuda y trabajo a los huérfanos, indigentes e incapaces. Pero con el correr de los años la aplicación de esas leyes se fue complicando y al iniciarse el siglo XIX la miseria seguía expandiéndose a un ritmo más rápido de lo que lo hacían los recursos para paliarla. En 1840 una comisión investigadora de las Leyes de Pobres informó que eran necesarias medidas urgentes para mejorar la situación de los indigentes, no tanto por su bienestar sino para salvaguardar la propiedad y la seguridad de los ricos. Con ese objetivo en mente, los integrantes del movimiento sanitarista insistieron en proponer leyes que obligaran a las autoridades a tomar medidas para mejorar el suministro de agua potable, los colectores de aguas servidas, las viviendas y los lugares de trabajo, en la convicción de que el destino de los pobres era trabajar y la responsabilidad de los ricos era mantenerlos con vida para que produjeran mejor durante el mayor tiempo posible. En 1853, cinco años después de la sanción de la ley propuesta por los sanitaristas, más de dos millones de personas habían recibido los beneficios de la ley. La mortalidad anual de la clase trabajadora había descendido de 30 a 13 por mil habitantes. Reproduciendo ese porcentaje en toda Inglaterra podían salvarse 170.000 vidas por año y solo en Londres, 25.000.

La observación de que la suciedad y las condiciones de vida miserables tienen relación con la enfermedad nos parece ahora una obviedad absoluta. Sin embargo, cuando los primeros sanitaristas lo plantearon y sugirieron medidas para poner en práctica sus ideas, fueron tratados como lunáticos. Hasta que no se pudo demostrar con objetividad la existencia de seres invisibles a simple vista y a partir de eso sospechar que en los desechos y el agua sucia podían habitar millones de gérmenes potencialmente dañinos, las pretensiones de salubridad e higiene parecían una fantasía extravagante.

Si esos conceptos se hubieran planteado doscientos años antes, tal vez hubieran sembrado la idea de que no es conveniente que las ratas convivan con los humanos. Aun sin saber que son las pulgas de estos roedores las que contagian la bacteria Yersinia pestis a las personas, los londinenses hubieran podido evitar la gran epidemia de peste bubónica que diezmó la población en 1665. Tampoco hubieran ocurrido las grandes mortandades por cólera si alguien hubiera pensado a tiempo lo que el médico John Snow pensó en 1854, cuando comenzó la tercera gran epidemia en su ciudad. Basándose en el registro de las defunciones ocurridas en las epidemias anteriores (1848 y 1849), Snow observó que en términos absolutos la zona sur de Londres concentraba la mayor cantidad de casos, con una tasa de mortalidad muy superior a la del resto de la ciudad. Snow advirtió que los habitantes de esa zona recogían agua río abajo del Támesis, en un lugar donde se vertían aguas servidas, o la extraían de bombas de uso público abastecidas por dos compañías, Southwark and Vauxhall Water Company y Lambeth Water Company. Los habitantes de las otras zonas la obtenían de tramos del Támesis menos contaminados o de alguno de sus afluentes. Para 1853, la Lambeth Water Company ya había trasladado sus instalaciones río arriba, a un lugar de aguas limpias, mientras que la Southwark and Vauxhall las mantuvo en su lugar original. En casi toda la ciudad se podía identificar qué compañía suministraba el agua, pero en algunas zonas las tuberías de las dos compañías corrían por las mismas calles y una casa podía recibir agua de una u otra empresa. Snow estaba convencido de que lo que provocaba el cólera llegaba por el agua, ya que los síntomas de la enfermedad eran sobre todo digestivos, pero no podía comprobar que el agua limpia de Lambeth había contribuido a reducir el número de casos porque no era posible discriminar qué agua se tomaba en cada casa. En el distrito de Golden Square se registraron entre el 19 de agosto y el 30 de septiembre de 1854 616 casos fatales de cólera, de los cuales 369 en cuatro días. Era evidente que en esa zona se concentraba la mayor cantidad de casos y todos sospechaban que había alguna relación con la extrema pobreza de sus habitantes. Snow cartografió en un plano del distrito los pozos de agua y cada uno de los casos mortales y encontró que se concentraban en un área de 230 metros alrededor de la bomba pública de agua de Broad Street, alimentada por la compañía Southwark and Vauxhall. La tasa de mortalidad por cólera en hogares abastecidos por ella era 8,5 veces mayor que en los abastecidos por Lambeth Water Company. El doctor Snow recomendó clausurar las bombas de agua sospechosas, con lo cual los casos de la enfermedad se redujeron en forma inmediata y en pocos días desaparecieron por completo. Pero Snow vio más allá: observó que las condiciones de vida incidían también en la magnitud y la velocidad de los contagios y escribió: “Es entre los hogares pobres, donde toda una familia vive, duerme, cocina, come y lava en una misma habitación, que se ha visto propagarse el cólera una vez introducido, y más aún en aquellos lodginghouses en los que varias familias se hacinan en una sola habitación”. Sin saber cuál era el agente causal ni el mecanismo de contagio, sin siquiera sospechar la existencia de las bacterias y los virus, sin necesidad de vacunar a nadie, solo por la capacidad de observación característica del verdadero pensamiento científico, John Snow le dio a la medicina la clave para terminar con los brotes de cólera. Con solo aplicar su modelo a gran escala abasteciendo de agua corriente y limpia a regiones del continente africano que concentran el 90 por ciento de los casos anuales, una de las enfermedades infecciosas más antiguas dejaría de ser allí endémica sin invertir ni siquiera un centavo en investigación sobre vacunas. Pero es evidente que las inmunizaciones obligatorias son la forma más práctica de controlar la mortalidad de las poblaciones vulnerables sin invertir un centavo en mejorar sus condiciones de vida.

Con las mejores intenciones

El discurso falaz de los argumentos a favor de las vacunaciones masivas es el que dice que si contáramos con una vacuna contra cada germen y le aplicáramos todas a toda la humanidad, no habría más enfermedades contagiosas. Esa idea responde a la figura de un stock de microorganismos estáticos del que a veces se desprende uno nuevo para salir a infectar a los humanos indefensos. La realidad es que los microbios son los primitivos habitantes de la Tierra y nosotros los recién llegados que han venido a alterar el equilibrio de su ecosistema. Las primeras formas de vida en el planeta no fueron Adán y Eva como sostienen algunos autores, sino organismos unicelulares que produjeron las reacciones químicas iniciales de una cascada de fenómenos que después de muchos intentos, errores y hechos azarosos desembocó en los primeros animales. A pesar de ese mal comienzo y de la escalada de desmanes que nuestra especie viene perpetrando hace unos dos millones de años, hay que reconocer que ellos y nosotros convivimos en una paz bastante estable. Nuestro intestino en estado de salud transporta millones de poblaciones de bacterias que nos son imprescindibles para digerir los alimentos y siglos de relación íntima con algunos virus han hecho que nuestro organismo los aloje en forma crónica sin grandes trastornos. El virus del herpes es un ejemplo de esa relación humano-virus. La varicela —que todos los chicos tenían una vez en la vida antes de la vacunación obligatoria y muchos tienen igual aunque hayan recibido la vacuna— marca el momento en que el virus Varicela zoster entra en el organismo. Una vez curada la enfermedad, el virus permanece vivo en un nervio superficial y solo se reactiva cuando una alteración del estado inmunitario de su huésped se lo permite. El característico brote de herpes, la ampollita quemante en el labio o en los genitales que dura una semana, es la lesión que hace cuando se asoma y dice “aquí estoy”. Pero en realidad habita en nosotros y con nosotros se irá a la tumba. Mientras estemos vivos hará sus pequeñas incursiones antipáticas con mayor o menor frecuencia o producirá cuadros graves, según la relación de fuerzas que entable con nuestra inmunidad.

Los microbios se sirven de nosotros para reproducirse. Mutan, se recombinan y cambian de estrategia con una eficacia y una astucia mucho mayores de las que hoy puede exhibir la industria farmacológica. Hoy como antes y como en el futuro, la ciencia corre detrás del bicho. Por eso el estado de ofensiva permanente contra un enemigo invisible, aunque justifique la actividad y la vida de muchas personas, no parece ser la actitud más inteligente.

Tampoco es inteligente repetir que esa tontería estratégica responde solo al deseo de lucro y permanencia de las empresas farmacéuticas multinacionales y de los grandes empresarios del ramo. Recurrir en forma mecánica a esa única explicación es un reflejo cómodo para no pensar un poco más allá. Apartando esa obviedad se pueden considerar otras causas menos cínicas. Por ejemplo, habría que considerar la imagen que los investigadores y funcionarios de salud tienen de sí mismos. Es más probable que con toda honestidad se vean como un ejército de cruzados elegidos para sostener una guerra a muerte contra los microorganismos, que como unos aborrecibles mercenarios dispuestos a lucrar con la salud de la gente. Es probable que ellos hayan decidido de buena fe que para protegernos hay que erradicarlos de la Tierra y piensen que la mejor manera de lograrlo es someternos a inmunizaciones masivas contra todos los microorganismos conocidos. Lo que sería interesante discutir con ellos, porque es evidente que no entra en sus cálculos, es que su obstinación por salvarnos tal vez esté comprometiendo la integridad biológica de la especie humana.

¡Es la pobreza, estúpido!

En estos tiempos las epidemias producidas por los virus y bacterias circulantes y conocidos no son capaces por sí solas de provocar gran mortalidad en poblaciones civilizadas. Para eso es necesario que concurran otros factores: el hambre y la malnutrición, la vivienda precaria, la ignorancia y la asistencia médica y hospitalaria ausentes o inadecuadas.

En la Argentina, las altas cifras de muertes anuales por enfermedades infecciosas evitables como la diarrea estival dependen en forma exclusiva de esos factores, pero están tan naturalizadas que ya no parecen hacerle daño a la imagen de un gobierno.

En cambio, una sola muerte provocada por una epidemia nueva es una carga que ningún funcionario quiere sobre sus hombros. Parece que la solución lógica sería invertir en los pobres para que no sean siempre el mayor grupo de riesgo, pero la más vistosa es invertir en la importación de millones de dosis de vacunas y pactar con el fabricante o con el intermediario una campaña de difusión capaz de conmover hasta al más indiferente. De esa forma, si hubiera una víctima esta sería culpable de su propia muerte. La responsabilidad caería de su lado por una de estas razones:

a. Desoyó las directivas del Ministerio de Salud y no se vacunó.

b. Se vacunó pero mal porque no completó la serie de dosis.

c. Se vacunó bien pero —lo siento— su caso integra la pequeña proporción de individuos en los que la vacuna no es eficaz.

d. Tuvo la mala suerte de pertenecer a una fracción ínfima de individuos susceptibles que tienen reacciones adversas a la vacuna.

La solución lógica requiere un esfuerzo económico mayor y, sobre todo, un compromiso sostenido en el tiempo. Para la vistosa basta la contratación de un personaje popular y un mes de avisos en los medios. Este camino parece el menos complicado, pero como involucra los intereses de empresarios acostumbrados a ganar siempre, entraña algunos riesgos para la salud pública y, en consecuencia, para el prestigio de los ministros de Salud.

La campaña de promoción de la vacunación contra el HPV (Papova virus o papiloma humano) financiada por el laboratorio GlaxoSmithKline que la Liga Argentina de Lucha Contra el Cáncer (Lalcec), hizo en octubre de 2008 en la Argentina es un modelo claro de esa forma de entender la salud pública. En los avisos aparecía la modelo Araceli González abrazando a su hija adolescente con actitud protectora. El texto decía:

imagen

El tamaño relativo de la tipografía no fue decidido al azar. La palabra CÁNCER resaltaba en tamaño catástrofe, seguida por el de la palabra VACUNATE, la única en llamativo color fucsia en todo el texto. El mensaje provocó inmediatas denuncias, aclaraciones y declaraciones en contra. Por fin un juez ordenó levantar la campaña, que de todos modos había terminado varias semanas antes. (149)

Aunque el laboratorio que pagó la campaña no aparece como firmante de las piezas de publicidad se puede presumir su interés en el tema ya que es productor de Cervarix®, una de las dos vacunas existentes contra el HPV. Cervarix® protege contra los tipos 16 y 18 del virus, que pueden provocar lesiones capaces de hacerse malignas si se las abandona durante años a su evolución natural, sin tratamiento ni control. En sus indicaciones se especifica que debe ser administrada a mujeres de entre 10 y 45 años. Para que sea eficaz son necesarias tres dosis. Cada dosis tiene un precio de 388 pesos. La realidad es que todos los años mueren en la Argentina unas 1.600 mujeres por cáncer de cuello uterino. El 76 por ciento de ellas no tiene cobertura de salud y el 50 por ciento vive por debajo de la línea de pobreza y nunca llega a hacerse un Papanicolaou (PAP), examen efectivo, sencillo y de bajo costo que detecta la lesión y permite prevenir su transformación en cáncer. Eso quiere decir que esas 4,38 mujeres que mueren cada día no necesitan una vacuna sino información y acceso a atención médica. Lo que las mata no es el HPV sino la ineficacia de las políticas públicas de salud.

La página web de Lalcec (donde se omite la mención de la polémica campaña) informa que la infección por HPV es solo uno de los muchos y variados factores de riesgo para tener un cáncer de cuello uterino. Otros son la edad temprana de inicio de relaciones sexuales, tener múltiples parejas sexuales y muchos hijos, no haberse hecho nunca un PAP, la falta de un seguimiento ginecológico regular, el tabaquismo y tener algún compromiso del sistema inmunológico. (150) Salvo los dos últimos factores de riesgo, que pueden ser universales, los restantes trazan un perfil que coincide con la inmensa mayoría de las mujeres que viven en las regiones más pobres del país, justo donde la estadística señala que la mortalidad por cáncer de cuello se cuadriplica con respecto a la ciudad de Buenos Aires. Aunque la infección por virus de papiloma humano afecta a un promedio de 80 por ciento de las mujeres con vida sexual activa, (151) es evidente que la probabilidad de que la lesión que produce se haga maligna no es igual para todas las mujeres argentinas.

Este ejemplo, único por su notable falta de sutileza, es útil para entender los intereses colaterales que se cuelan entre las buenas intenciones de los responsables de salud de los Estados. Pero que algo sea un buen negocio no es razón suficiente para desconfiar. Lo que hace sospechosas de mala fe a las campañas de vacunación es la forma compulsiva con que se las promueve. Para absolverlas habría que determinar si además de ser buenas para la imagen o los bolsillos de algunos, es cierto que las vacunas son buenas para la salud de todos.

Las notas que la prensa argentina publicó durante los primeros días de junio de 2009 instando a vacunar y a completar el esquema de vacunación contra la poliomielitis tenían una característica desconcertante: la campaña fue espasmódica y extemporánea, arreció como una granizada, y como una granizada desapareció de repente. Para los lectores atentos la explicación tenía origen en un hecho difundido dos o tres días antes: después de 25 años sin registrarse ningún caso de polio por el virus salvaje en la Argentina, en la provincia de San Luis se había producido un “sorprendente caso” no provocado por el virus natural, sino por el virus atenuado contenido en la vacuna Sabin. El enfermo era un bebé con un grave trastorno genético a quien se le había administrado la vacuna por error. Su inmunidad defectuosa permitió que el virus inyectado se reprodujera, provocándole un cuadro agudo de poliomielitis fláccida. (152)

Lo sorprendente no fue la reacción del organismo del niño sino la de las autoridades que, teniendo la oportunidad de guardar un avergonzado silencio por la víctima, se concentraron en exhortar a todos los padres del país a aplicarles a sus hijos la vacuna que acababa de mostrarse fatídica en ese desgraciado caso. (153) Sin embargo, las indicaciones a los profesionales acerca de la vacunación contra la polio remarcan que antes de vacunar a un chico hay que interrogar a los padres para estar seguros de que no tenga alguna forma de inmunosupresión ni conviva con alguna persona inmunosuprimida, (154) porque una vez vacunado podría enfermarse o contagiarle el virus a esa persona. Nunca oí ni supe que a alguien se le hicieran esas dos preguntas en vacunatorios privados ni en salas de vacunación públicas.

Es probable que en el caso del niñito de San Luis haya habido un déficit de información. Tal vez lo que se quiso decir es que las vacunas son buenas salvo que se apliquen al paciente inadecuado. O que aunque desde 1984 no hay casos naturales de polio, un día puede llegar un enfermo desde otro lugar y producir una serie de contagios. A veces la polio enferma sin casi dar síntomas o dando síntomas leves, confundibles con los de una diarrea o una gripe. Hasta detectar que se trata del virus de la parálisis infantil podría producirse cierta cantidad de casos que se multiplicarían en escala geométrica dando inicio a una epidemia. Pero el mensaje no fue ese. Fue compulsivo, irracional y arbitrario, en el lenguaje estereotipado del autoritarismo, que en lugar de ayudar a pensar, confunde y aturde.

Siempre es difícil comprender la lógica del discurso vacunador masivo. Si se lo acepta como un mandato, con temor y sin razonar, uno se asegura una relación tranquila con las autoridades de salud, los pediatras y las directoras de escuela. Si se reflexiona sobre sus contradicciones, el conflicto está asegurado.

Una docilidad vacuna

No todas las enfermedades, las vacunas ni los niños son iguales. Algunos chicos son susceptibles a tener reacciones adversas graves que solo se manifiestan una vez que han sido vacunados. Sin embargo, en la Argentina no rige la obligación de advertir a los padres sobre los potenciales riesgos de cada vacuna. La norma general es que los pediatras actúen como el efector de un sistema que obliga a cumplir con los planes impuestos por el Ministerio de Salud. Los padres que se atreven a cuestionar la conveniencia de hacerlo son valorados como antisociales que no solo descuidan la salud de su hijo sino que ponen en riesgo a toda la comunidad. Este tratamiento amedrenta, inhibe de preguntar y de pedir precisiones. Por no exponerse a una discusión con el médico, los padres no exigen el consentimiento informado al que tienen derecho antes de permitir que le inyecten a su hijo una sustancia de la que solo conocen promesas de un laboratorio y frases cliché de los Ministerios de Salud. Así es como, por orden del Estado y con la anuencia pasiva de sus padres, un chico estándar recibe el bombardeo de diez antígenos virales y bacterianos a las pocas semanas de nacer, lo que constituye en el mejor de los casos un asalto violento a su sistema inmunitario todavía inmaduro.

Un bebé que toma la leche de su madre mama varias veces al día un poderoso cóctel de anticuerpos sin efectos adversos. Entonces, ¿por qué se vacuna a los recién nacidos y a los bebés de dos y seis meses aunque se alimenten con lactancia natural? Ese protocolo comenzó a aplicarse cuando en los Estados Unidos se impuso el control mensual de los lactantes hasta el primer año de vida. En aquel entonces los pediatras todavía aplicaban en forma personal las vacunas a sus pacientes y se pensó que las visitas regulares eran una buena ocasión para asegurarse de que los chicos recibieran todas las existentes en la época. Pero en realidad no hay ninguna razón médica para inmunizarlos a tan temprana edad contra enfermedades a las que estarán expuestos años más tarde.

Los padres tampoco se preguntan por qué son obligatorias las vacunas que le aplican a su hijo antes de permitirle salir del hospital en que nació. Se limitan a acatar la orden y entregar el recién nacido a una enfermera para que las autoridades sanitarias accionen sobre él. No exigen siquiera ser testigos de lo que el Estado le introduce en el cuerpo.

La ley no defiende a los padres que se oponen a que a su hijo se le haga una transfusión, se le aplique un medicamento o un tratamiento para el que no hay otra alternativa y sin el cual moriría o tendría lesiones graves en un corto plazo. Pero sí les da derecho a pedir información antes de aceptar que a sus hijos se les inyecte una sustancia, aunque se la presuma protectora contra probables eventos futuros.

En febrero de 2010 varios grupos de activistas de los Estados Unidos comenzaron a movilizarse para oponerse a la vacunación obligatoria contra Papova virus (HPV), que según un proyecto de ley obligaría a vacunarse sin el consentimiento de sus padres a todas las chicas neoyorquinas preadolescentes. Si esa ley se aprobara, quedaría el camino abierto para que otras vacunas contra enfermedades de transmisión sexual se aplicaran contra la voluntad paterna. Estos proyectos de ley son apoyados por el CDC y la Academia Americana de Pediatría.

El día de San Valentín se celebró una cena para reunir fondos destinados a apoyar al NVIC. La cena fue encabezada por la fundación que crearon Danny y Stephanie Christner en homenaje a su hija Victoria, que murió por reacciones a las vacunas obligatorias de la infancia. La organización trabaja para incluir en las políticas de salud pública el alerta sobre la necesidad de vacunas más seguras y de consentimientos informados.

Es interesante preguntarse cómo fue que el Estado ha llegado a arrogarse el derecho a intervenir en forma directa y activa sobre el cuerpo de nuestros hijos sin darnos la oportunidad de negarnos, sin reconocernos el derecho a saber, sin pedirnos autorización o aun vulnerando nuestra voluntad. Tenemos que haber estado muy distraídos con otras cosas para que un hecho tan antinatural, que podría ser un capítulo de 1984, la novela de Orwell, hoy nos parezca normal y natural. Esa relación de obediencia ciega solo se explica bajo el concepto de rebaño. A los rebaños no se los informa ni se los consulta; en nombre del bien de todos se los hace pasar por el brete y se actúa sobre ellos. Bueno estaría preguntarle a cada vaca si está de acuerdo con recibir la vacuna contra la aftosa.

Oí por primera vez ese concepto hace unos años conversando con un pediatra joven que me contaba la terrible experiencia de haber atendido a un bebito de dos meses que entró en un estado gravísimo pocas horas después de recibir la vacuna triple antibacteriana (DPT) que él mismo había indicado como parte del plan oficial. Le pregunté qué pensaba de esas reglas que lo forzaban a intervenir con medidas de tal potencial destructivo. Los planes de vacunación obligatorios tienen el objetivo de inmunizar al rebaño, me dijo, y el daño o la muerte de un individuo es el precio que uno está dispuesto a pagar por el bien de todos.

En nombre de un bien común que nadie se permite cuestionar, el Estado coloca al pediatra en el rol de pastor del rebaño y de brazo obediente de voluntades que no conoce ni controla.

Les he planteado la misma pregunta a varios neonatólogos, y la respuesta siempre fue un obtuso “porque son obligatorias”. Siguiente pregunta: ¿por qué es obligatoria la BCG, que no protege contra la tuberculosis? Respuesta del neonatólogo: porque se supone que podría evitar ciertas complicaciones de la tuberculosis, pero eso tampoco está demostrado. Su argumentación me lleva a la siguiente pregunta: ¿y por qué inmunizan contra la hepatitis B a un recién nacido que no tiene la menor posibilidad de contraer un virus que se adquiere por transmisión sexual o por una herida? Neonatólogo nervioso: porque la tercera vía de contagio posible es la sangre contaminada de su madre si ella tuviera la enfermedad en el momento del parto. Última pregunta y lo dejo tranquilo: pero ¿no es para detectar y prevenir esos casos que se hacen los controles prenatales?

Puede ahorrarse la respuesta: para el Estado es más económico y sencillo vacunar contra la hepatitis B a todos los bebés que nacen, con independencia del estado de salud de su madre, que hacer el concienzudo control prenatal que debería hacerse a todas las embarazadas.

Después de descerrajarme esa lista de argumentos etéreos para persuadirme de que le permitiera vacunar a mi nieto, un pediatra apeló a una clásica leyenda urbana:

—¿Y si a los ocho meses jugando en la plaza se pincha con una aguja que un drogadicto tiró en el arenero?

Las encuestas que se hicieron antes de comenzar las campañas de inmunización contra el A (H1N1) en distintos países mostraban a las claras la desconfianza de gran parte de la población mundial hacia la nueva vacuna. El 12 de octubre, antes de pinchar el primer brazo, el CDC distribuyó entre todo el personal de salud del país la planilla modelo para notificar efectos adversos. (155)

Aunque en los laboratorios donde se realiza la manipulación genética de microorganismos las medidas de seguridad se rigen por normas mucho más severas que las comunes (incluyen circuitos de reciclado de agua y aire propios y de compuertas de descontaminación en sus comunicaciones en el exterior), en los últimos años la mayoría de las empresas multinacionales que hacen experimentos de ingeniería genética ha empezado a relajar esas reglas estrictas y a utilizar laboratorios semiconvencionales. Después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los Estados Unidos instaló en el estado de Maryland un complejo de laboratorios militares conocidos como Fuerte Detrick, donde hasta la década del sesenta trabajaban unos mil científicos en la investigación de armas biológicas. Después de un receso, las instalaciones volvieron a funcionar en 1977 porque se las considera un sitio seguro para trabajar en biotecnología con virus. Un antecedente inquietante de lo que podría ser una catástrofe biológica es que en 1981 desaparecieron del laboratorio 2,3 litros de virus Chikungunya, una cantidad suficiente para infectar con una fiebre tropical devastadora a toda la humanidad. Hasta hoy el Pentágono no tiene la menor idea de quiénes, cómo ni para qué se han llevado esa arma de destrucción global.

Los científicos también fuman

Una idea poco discutida es que los empresarios de la industria farmacológica y los científicos que trabajan para ellos son conscientes de la enorme responsabilidad que tienen y se sienten comprometidos a hacer bien su trabajo en provecho de la humanidad. Es posible que la mayoría sea así, pero yo empecé a dudarlo en 1990 después del lanzamiento del telescopio espacial Hubble, anunciado como un paso histórico de la astronomía que ampliaría en millones de años la capacidad de observación del cosmos. Cuando se supo que el espejo principal de 94,5 pulgadas descripto como “el reflector astronómico más perfecto que se haya hecho nunca” no enviaba a Tierra las imágenes esperadas porque por un error humano sufría de una aberración esférica insalvable, y que a eso se sumaban defectos gruesos en los giróscopos y en los paneles solares, (156) me acordé de un viaje a Nueva York en el que había conocido y tratado durante un tiempo a uno de los astrónomos responsables de la misión, un personaje encantador que prendía su primer cigarrillo de marihuana antes del desayuno y llegaba a la noche a su casa colocado por completo después de haber trabajado todo el día en el proyecto.

A fines de febrero de 2009 la prensa de todo el mundo difundió que el centro de investigación del laboratorio norteamericano Baxter International Inc. en Orth-Donau, Austria, había despachado de su filial en Viena material para elaborar vacunas contaminado con virus de gripe aviar A (H5N1) a 18 laboratorios de tres países vecinos, creando así la posibilidad de que uno de los gérmenes más letales conocidos se recombinara y se diseminara sin control. Un dato adicional es que el material contaminado no contenía virus aviar puro sino que era una mezcla de aviar con el virus estacional A (H3N2). Este detalle agrega un plus diabólico: el virus aviar A (H5N1), que en su forma pura ha matado a cientos de personas por contacto directo, es menos transmisible que el de gripe estacional, que es muy diseminable por el aire y de fácil propagación. La potencial combinación de ambos en forma natural o artificial es lo más parecido a un arma biológica perfecta y fatal. Habría bastado con que una persona se infectara con el material contaminado para que se iniciara una cascada de consecuencias que es mejor no imaginar. Si no se hubiera descubierto a tiempo la contaminación de las vacunas de Baxter podría haberse iniciado la catástrofe más temida: una pandemia de gripe aviar.

Cuando la noticia se publicó, se sintió estallar el estupor y la sospecha en los circuitos médicos de todo el mundo. (157) En la Argentina algunos pensaron en un sabotaje. No fue una reacción extraña después de la experiencia del Laboratorio Huilén en 1992, cuando se intoxicaron miles de personas y 25 murieron a causa de un acto criminal del que nunca se descubrieron los culpables. Aquella vez se había agregado a un inofensivo jarabe de propóleos el alcohol dietilenglicol, muy tóxico y no apto para el consumo humano, en lugar de propilenglicol, el excipiente más usual en los jarabes contra la tos. (158) Pero la gran mayoría de los argentinos no fue tan benévola. Sin dudarlo, casi todos atribuyeron la catástrofe de Baxter a una acción deliberada de los responsables del laboratorio. Esta segunda forma de reacción responde a una variante de una ley de Murphy que en la Argentina se aplica en forma automática a todas las situaciones dudosas: si se puede pensar mal, ¿para qué pensar bien? Pero en este caso la suspicacia estaba más que justificada. El laboratorio Baxter adhiere al llamado BSL3 (Biosafety Level 3 / Nivel 3 de Bioseguridad), una serie de protocolos de laboratorios de seguridad diseñados para impedir la contaminación cruzada de los materiales, que hace prácticamente imposible que algo así ocurra por accidente. El error fue descubierto por el Laboratorio Nacional de Microbiología de Canadá, se alertó de inmediato a la OMS y una pregunta obvia recorrió la comunidad médica y científica mundial: ¿cómo pudo haber sucedido esto? Hasta febrero de 2010 no había habido respuesta. Y si quedaba alguna duda, las sospechas se incrementaron cuando ante el escándalo los directivos de Baxter respondieron con evasivas invocando secretos comerciales. Solo después de varias repreguntas argumentaron que los lotes con virus H5N1 habían sido enviados por accidente.

El episodio Baxter está documentado, es indiscutible y real y no es necesario exagerar su gravedad para que el mundo entero esté con el ojo alerta como nunca sobre la industria farmacéutica. Pero el comentario más frecuente que las noticias de medios virtuales y las cadenas de e-mails hicieron sobre el caso fue que la pandemia que se evitó por azar hubiera producido un aumento de la demanda de vacunas contra la gripe aviar y beneficios astronómicos a Baxter Internacional. El planteo es lógico salvo por un detalle: tal vacuna contra la gripe aviar no existe y no tiene por el momento visos de existir, aunque hace muchos años se está trabajando para lograrla. La inmediata muerte del embrión de pollo que se utiliza para replicar el virus en los primeros pasos del proceso de elaboración es un obstáculo hasta ahora insalvable. Si Baxter desea enriquecerse en forma rápida, eligió el camino más abstruso.

Otra teoría le atribuye al escándalo de Baxter una motivación más sofisticada: crear una pandemia de altísima mortalidad para poder justificar vacunaciones masivas con una vacuna letal de elaboración propia que produciría el aniquilamiento del 80 por ciento de la población mundial para terminar con la superpoblación del planeta.

La versión afirma que entre los que tienen interés en dejar vivas a solo dos de cada diez personas en el mundo para lograr beneficios inexplicables están Lodewijk J. R. de Vink, un holandés que trabajó en los Estados Unidos para varias compañías farmacéuticas; Donald Rumsfeld, el ex secretario de Defensa de George W. Bush, y el economista norteamericano George Shultz, quien fue secretario de Estado de Ronald Reagan, secretario del Tesoro de Nixon y autor de la frase “es un cáncer en nuestro propio continente que debemos extirpar”, refiriéndose al gobierno sandinista de Nicaragua en 1983.

Más allá de cualquier sospecha, es inexplicable que los laboratorios Baxter no solo no hayan sido clausurados sino que hayan seguido funcionando y en carrera por el primer puesto para la fabricación de la vacuna contra la gripe A (H1N1).

Es posible que Baxter sea parte de un complot internacional para diseminar el virus en todo el mundo, aunque parece difícil que la motivación sea vender una vacuna que todavía no existe. Pero también es probable que haya sido víctima de un sabotaje por parte de otros intereses, como los de laboratorios competidores. Todo es posible. Pero en todo caso, no habría que desestimar el poder de la torpeza humana. Cualquiera que haya conocido al astrónomo que salía fumado de su casa rumbo a la NASA para trabajar en el proyecto del Hubble también tendría en cuenta esa posibilidad.

Un chanchullo bajo la lupa

Durante los meses de pandemia se recibieron por la web entrevistas a personas que informaron con calma y seriedad. La médica-monja benedictina Teresa Forcades explicó con adorable tonada catalana sobre un fondo de campanadas por qué no era conveniente vacunarse contra la gripe y en casi todo lo que dijo fue verídica y precisa. El testimonio de gente como ella debe haber tenido una gran influencia sobre la decisión de no dejarse vacunar.

Claro que también circularon toneladas de basura virtual con información sesgada o errónea y mensajes mesiánicos de individuos perturbados que hacían pensar en la vigencia de la frase de Frank Lloyd Wright pero aplicada a las computadoras: “Estoy por completo a favor de mantener las armas peligrosas fuera del alcance de los tontos. Empecemos por las máquinas de escribir”.

Bastaron unas semanas para que se descubriera que los e-mails que auguraban una matanza a nivel planetario por medio de manipulaciones de virus y vacunas tóxicas no eran más que creaciones paranoides, pero aun así tuvieron la virtud de hacer que millones de personas en todo el mundo pensaran por primera vez si querían o no permitir que el Estado interviniera en su cuerpo.

El resultado de esa resistencia pasiva sembrada por Internet se vio en enero de 2010, cuando Francia tuvo que revender sus excedentes de vacunas. Por alguna razón los responsables de Salud franceses habían decidido comprar no una dosis sino dos por persona, lo que ascendía a 94 millones de unidades. Ese cálculo exuberante, sumado a la renuencia de la gran mayoría de la población a dejarse pinchar, hizo que se utilizaran solo cinco millones de dosis. El Cairo y los Emiratos Árabes hicieron enseguida un pedido por 2.300.000 dosis en conjunto, por las que se disponían a pagar unos 16 millones de euros. Se calcula que Francia había invertido unos 700 millones de euros, un derroche que irritó tanto a la izquierda como a la derecha, sobre todo teniendo en cuenta que los muertos por la nueva gripe habían sido hasta diciembre solo 176 en todo el país.

El gobierno de Alemania se encontró con un problema parecido: por la mínima demanda nacional (solo el 15 por ciento de los médicos y el 5 por ciento de los habitantes se presentaron con la camisa arremangada), le quedaba en enero un lote de más de dos millones de dosis en la heladera y por lo tanto canceló la entrega de otros 50 millones de dosis que había encargado. En toda Alemania habían muerto solo 86 personas por la gripe.

El ex parlamentario europeo Wolfgang Wodarg, del Partido Social Demócrata (SPD), que es médico epidemiólogo y fue jefe de la subcomisión de salud del Consejo de Europa, pidió entonces un debate de urgencia en la asamblea parlamentaria y la formación de una comisión investigadora. Según Wodarg, el Consejo y los integrantes de la comisión debían dilucidar si la OMS había tomado las decisiones correctas en relación con la pandemia.

En una entrevista titulada “Schweinerei mit der Grippe” (Una chanchada con la gripe), que publicó el periódico Die Zeit, Wodarg argumenta que los grandes laboratorios médicos han creado pánico con una falsa pandemia y lo peor no es que los fabricantes de vacunas hayan ganado buen dinero a expensas de los contribuyentes, sino que hayan expuesto a millones de personas al riesgo de daños físicos por vacunarlos con sustancias insuficientemente probadas contra una enfermedad más inofensiva que todas las gripes de años precedentes.

Dado que la OMS no está bajo control del Parlamento, deberían ser los gobiernos los que tomen las decisiones. No puede ser que se deje la definición de pandemia en manos de una organización que según todas las evidencias es influida por la industria de los fármacos, agregó Wodarg. (159)

En respuesta a su pedido, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa anunció que se reuniría entre el 25 y el 29 de enero para discutir entre otros un punto titulado “Falsas pandemias. Una amenaza para la salud”. (160)

Pero el mismo lunes 25 se comunicó que el debate se había aplazado hasta julio u octubre porque no se habían logrado los dos tercios de los votos necesarios para hacerlo: 96 parlamentarios votaron a favor y 82 en contra. Lo que ocurrió fue que muchos no quisieron montarse en la imputación de Wodarg sin tomarse un tiempo para analizarla y reflexionar.

La Mesa de la Asamblea ya se había opuesto al nombre elegido para el debate. De hecho, el título de la audiencia pública que el 26 celebró la Comisión de Asuntos Sociales, Salud y Familia fue un amable “La gestión de la pandemia H1N1: ¿hace falta más transparencia?”.

En una entrevista anterior publicada en el diario francés L’Humanité, Wodarg sostiene como muchos otros que la fase 6 de pandemia no se justifica y que se declaró gracias al cambio de definición que introdujo la OMS. Sostiene que antes no solo se exigía que fuera una enfermedad que apareciera en muchos países a la vez sino que tuviera consecuencias muy graves en cuanto a morbilidad y mortalidad, y que ese último requisito se abandonó en el nuevo protocolo.

Como he dicho, no he podido encontrar la confirmación de esto en ningún documento publicado por la OMS. Como se vio en el capítulo 4, los países del sudeste asiático y los europeos presionaron en vano a la organización para que incluyera la mención de la morbilidad y mortalidad del virus, y es evidente que aun con el sistema de alerta modificado, la fase 6 debía haberse declarado varias semanas antes de lo que se hizo.

Me pregunto si no será esta acusación endeble lo que desinfló la acusación de Wodarg antes de que el Consejo la echara a volar.

Además de Wodarg participaron en la audiencia del 26 Keiji Fukuda y Luc Hessel, representante del grupo de fabricantes europeos de vacunas (EVM) que nuclea entre otros a los laboratorios Baxter, GlaxoSimithKline, Biologicals, Novartis, Sanofi Pasteur y Wyeth Vacunas. Wodarg presentó sus cargos diciendo que la OMS había tomado una decisión incomprensible que no se justificaba por la evidencia científica. Insistió en que el cambio de definición de pandemia publicado en mayo de 2009 fue lo que hizo posible que una gripe como tantas se transformara en una pandemia mundial y permitiera a la industria farmacéutica obtener grandes ganancias por medio de contratos secretos.

La presentación de Fukuda se centró en defender las razones que tuvo la OMS para pensar que una pandemia grave estaba en marcha. Como era de esperar, citó como antecedentes la epidemia de 1918; la de 1957, que provocó más de dos millones de muertes, y la de 1968, que causó un millón. También se refirió a la cuestión de las fases de alerta: dijo que el plan de preparación para una pandemia se había iniciado en 1999 después de un grave brote de gripe aviar en Hong Kong y que se había actualizado en 2005 y en 2009. Esta última versión, según Fukuda, comenzó a elaborarse en 2007 incorporando aportes de más de 135 especialistas en salud pública de 48 países. En febrero de 2009 se llegó a la forma final, que se publicó en abril de ese año.

Con respecto al momento elegido para declarar la fase máxima de alerta, dijo que para aconsejar a la OMS en cada cambio de fases se había convocado a un comité de emergencia especial con miembros de Australia, Canadá, Chile, Japón, México, España, Gran Bretaña y los Estados Unidos, ocho países que tenían en ese momento un alto número de contagiados. El 11 de junio, esos expertos afirmaron en forma unánime que el criterio requerido para declarar la pandemia había sido alcanzado.

Fukuda dijo después que las decisiones no habían sido tomadas bajo la influencia de la industria farmacéutica y que la cooperación con el sector privado, aunque es indispensable, está controlada por muchos reaseguros para evitar conflictos de intereses.

Aclaró también que la pandemia H1N1 no se parece en absoluto a las epidemias estacionales, sino que tiene dos rasgos diferentes muy característicos: produce extensos brotes de contagio fuera de la estación invernal y causa cuadros muy severos, formas agresivas de neumonía y muerte en personas jóvenes, todo lo cual no se ve durante la gripe estacional. La pandemia es un hecho bien documentado desde el punto de vista científico y no es una cuestión de definiciones ni polémicas, argumentó. Rotularla como falsa es ignorar la historia reciente y la ciencia, y trivializar la muerte de 14.000 personas y las graves complicaciones que sufrieron muchas otras.

Cuando le tocó el turno, Luc Hessel hizo una demostración que hubiera sido la envidia de Nicolino Locche. Empezó diciendo que la industria de las vacunas hizo lo que se le pidió: dar acceso rápido y eficaz a una gran cantidad de vacunas. Una vez distribuida la responsabilidad entre la OMS y los Ministerios de Salud de todo el mundo, se refirió a las nuevas técnicas de elaboración que permiten por primera vez en la historia hacer vacunas seguras en menos tiempo y dijo que después de haberse inmunizado unas 38 millones de personas en el continente europeo (entre ellas 258.000 mujeres embarazadas), no se habían registrado casi efectos adversos de gravedad.

Con independencia de los resultados de esta investigación, que se harán esperar entre seis y nueve meses, es interesante que por primera vez se someta a escrutinio al Vaticano de la salud. En el mundo no hay lugar para dos organizaciones santas integradas por pecadores.

Las sospechas de relaciones indebidas entre los laboratorios y la OMS deberían ser confirmadas o descartadas alguna vez y la primera pandemia de este siglo es la gran oportunidad para hacerlo, aunque la motivación profunda sea la urgencia de los gobiernos por soltar lastre ante la acusación de mal manejo de los fondos públicos.

Motivos no faltan para poner la lupa sobre los funcionarios de la OMS. Se podría comenzar por Klaus Stöhr, que era su jefe de epidemiología durante los años de máximo alerta por la gripe aviar y pasó a ser un alto funcionario del laboratorio Novartis, y seguir por el holandés Albertus Dominicus Marcellinus Erasmus Osterhaus, al que sus amigos llaman Ab y sus admiradores doctor Gripe, dueño del currículum más impresionante como investigador en virología, asesor de la OMS en el tema influenza y del ministro de Salud de su país, al que aconsejó comprar 34 millones de dosis de vacunas anti A (H1N1) antes de que saliera a la luz que el 9,8 por ciento de las acciones de la compañía farmacéutica Viroclinics BV le pertenece.

¿Por qué sospechar de ellos? Porque es inimaginable que especialistas de tanto peso no hayan sido tentados por la industria de los medicamentos para favorecer sus intereses opinando e influyendo sobre médicos, gobiernos y opinión pública. Y porque son hombres, y los hombres son buenos pero si se los vigila son mejores, y es difícil que alguien se haya atrevido hasta ahora a vigilar a estos próceres intocables de la ciencia.

131. “Transcript of WHO Virtual Press Conference of 6 August 2009 with Dr. Marie-Paule Kieny, Director of the Initiative for Vaccine Research at WHO Headquarters and Gregory Hartl, Spokesperson for H1N1”, Organización Mundial de la Salud (OMS), 6 de agosto de 2009, http://www.who.int/mediacentre/pandemic_h1n1_presstranscript_2009_08_06.pdf.

132. “Students 1st in Line for Flu Vaccine”, The Washington Post (Estados Unidos), 10 de julio de 2009, http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/content/article/2009/07/09/AR2009070900353.html.

133. “Serum Cross-Reactive Antibody Response to a Novel Influenza A (H1N1) Virus after Vaccination with Seasonal Influenza Vaccine”, Morbidity and Mortality Weekly Report (MMWR), vol. 58, Weekly Report nº 19, Centers for Disease Control and Prevention (CDC), 22 de mayo de 2009, pp. 521-556, http://www.cdc.gov/mmwr/pdf/wk/mm5819.pdf.

134. http://www.cdc.gov/mmwr/preview/mmwrhtml/rr5808a1.htm.

135. “El proceso de producción de la vacunas contra la gripe A se acortará significativamente para tenerlo disponible en otoño”, el Periódico.com (España), 10 de agosto de 2009, http://www.elperiodico.com/default.asp?idpublicacio_PK=46&idioma=CAS&idnoticia_PK=636230&idseccio_PK=1021.

136. “Habría que esperar hasta enero para asegurar la máxima eficacia de la vacuna, según un experto de la OMS”, Europa Press, 7 de agosto de 2009, http://www.europapress.es/salud/noticia-gripe-habria-esperar-eneroasegurar-maxima-eficacia-vacuna-experto-oms-20090807133153.html.

137. “Transcript of WHO Virtual Press Conference of 6 August 2009 with Dr. Marie-Paule Kieny, Director of the Initiative for Vaccine Research at WHO Headquarters and Gregory Hartl, Spokesperson for H1N1”, Organización Mundial de la Salud (OMS), 6 de agosto de 2009, http://www.who.int/ mediacentre/pandemic_h1n1_presstranscript_2009_08_06.pdf.

138. “Se han registrado seis casos de anafilaxis”, “Retiran un lote de vacunas contra la gripe en Canadá por reacciones alérgicas graves”, http://www.elmundo.es/elmundosalud/2009/11/24/medicina/1259062065.html.

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143. http://vaers.hhs.gov/about/index#number_reports.

144. “Transcript of WHO Virtual Press Conference of 6 August 2009 with Dr. Marie-Paule Kieny, Director of the Initiative for Vaccine Research at WHO Headquarters and Gregory Hartl, Spokesperson for H1N1”, Organización Mundial de la Salud (OMS), 6 de agosto de 2009, http://www.who.int/ mediacentre/pandemic_h1n1_presstranscript_2009_08_06.pdf.

145. Wakefield A. J., Murch S. H., Anthony A., Linnell J., Casson D. M., Malik M., et al., “Ileal-lymphoid-nodular hyperplasia, non-specific colitis, and pervasive developmental disorder in children”, Lancet 1998; 351: 637-41.

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150. http://www.lalcec.org.ar/lalcec.html (Info sobre Cáncer / Ginecológico / Síntomas / Cuello Uterino).

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152. “Sorprende un caso de poliomielitis en la Argentina”, lanacion.com, 1º de junio de 2009, http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1134713.

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