INTRODUCCIÓN 2020: UN NUEVO ESCENARIO
Mientras trato de escribir este texto introductorio a la reedición de Pandemia recibo cada día quince llamados telefónicos, mails y mensajes de Whatsapp de pacientes y parientes para consultarme sobre diversos síntomas. Pocos expresan directamente su temor a estar infectados por el nuevo virus, pero la mayoría desliza información inquietante para sugerir sin nombrarlo el diagnóstico que más temen en estas últimas semanas: coronavirus.
Estamos en Buenos Aires, a punto de entrar en el otoño con treinta grados de temperatura y hace nueve días se ha detectado en la capital el primer caso de infección por Covid-19: un hombre recién llegado de un viaje por Italia y España. En pocas horas los casos positivos en todo el país, hasta hoy todos importados, (1) se han multiplicado hasta llegar a veintiuno, de los cuales uno ha sido fatal. La línea telefónica 107 del Ministerio de Salud porteño, que atiende consultas sobre este tema, recibe más de dos mil llamados diarios. Todos temen haberse contagiado el virus y es esperable que durante los próximos meses casi todos lo hagamos porque no tenemos inmunidad contra él.
Mientras esto ocurre hay 1200 enfermos de dengue en quince jurisdicciones de la Argentina, 680 de ellos sin antecedentes de haber viajado a zonas donde el virus es endémico, lo que significa que se han contagiado de otras personas dentro del país. Tres de ellos han fallecido en estas últimas semanas. Se calcula que por cada caso confirmado hay tres o cuatro personas que también están contaminadas pero no lo saben porque sus síntomas son leves. Esos casos fantasmas multiplican geométricamente la posibilidad de nuevos contagios. Es interesante comparar esta realidad con la del año 2009 que se describe en el capítulo 12 de este libro.
También estamos cursando un brote de sarampión, una de las enfermedades infecciosas que los colonizadores europeos trajeron a América, y que aniquiló poblaciones enteras al entrar en contacto con su sistema inmunitario virgen. Desde el año 2000 no se habían registrado en la Argentina casos autóctonos, y hoy ya son 156 los confirmados en la Capital y cuatro regiones de la provincia de Buenos Aires. Cuatro años de inmunizaciones deficientes favorecieron sin duda la expansión de la enfermedad. Es probable que las rápidas medidas preventivas que tomó el Ministerio de Salud en enero de 2020 no basten para abortar el brote en el corto plazo, porque los contagios siguen en aumento en todo el mundo y la intensa y continua comunicación por vía aérea entre países torna utópico el control de la expansión del virus por todo el continente americano.
Cuando entregué el primer original de Pandemia a la imprenta, el sarampión era una anécdota del pasado y el dengue no generaba preocupación entre los argentinos. Sólo los médicos especialistas manifestaban su alarma en los congresos de infectología y advertían sobre una próxima multiplicación de los casos. Diez años más tarde ambos virus están presentes, activos y amenazantes como si la ciencia no hubiera avanzado ni un paso. A pesar de esos datos que es imposible desconocer porque los medios informan sobre ellos sin pausa, el temor entre algunos argentinos no está enfocado en el dengue ni en el sarampión sino en el nuevo virus Covid-19, que por el momento tiene una letalidad de entre el 2 y el 6 por ciento, según la edad del paciente. Habrá que esperar muchos meses más, la epidemia tendrá que llegar a su pico y las autopsias y los estudios de laboratorio tendrán que ser procesados y estadificados para poder conocer la tasa de mortalidad con mayor precisión. Eso es lo que ocurrió con el virus A (H1N1), más tarde denominado A H1N1/09 Pandémico por la OMS, que fue el objeto de este libro. El 20 de diciembre de 2009 la Organización Mundial de la Salud (OMS) informaba que había provocado entre 12.220 y 13.000 casos fatales y ocho meses más tarde actualizó la cifra a 18.631. Hoy se calcula que los fallecimientos fueron no menos de 203.000 y probablemente hasta 575.000. Esto indica que nada de lo que se diga sobre las epidemias virales que cíclicamente nos visitan debe tomarse como una verdad duradera. Lo único cierto sobre los virus es que son eternos, inevitables e impredecibles y que la ciencia nunca corre por delante de ellos. A su existencia se le podría aplicar con justicia las palabras de Gilles Deleuze: “El secreto del eterno retorno consiste en que no expresa de ninguna manera un orden que se oponga al caos y que lo someta. Por el contrario, no es otra cosa que el caos, la potencia de afirmar el caos”.
Los datos definitivos sólo se tendrán cuando la epidemia se haya extinguido, y aún en ese momento la información no será ciento por ciento confiable, porque por las características de la enfermedad, siempre hay un subregistro de magnitud desconocida. Ante los primeros casos se implementa un rápido sistema de escaneo para poder evaluar el poder invasivo y destructivo del germen, pero una vez superada cierta cantidad de contagios se hace imposible registrarlos a todos y se los contabiliza como positivos según los síntomas.
En los colectivos, los trenes y los subtes porteños atiborrados de personas se ven ceños fruncidos, expresiones de preocupación, manos que estrujan con ansiedad pañuelitos húmedos con antisépticos o se frotan con alcohol en gel, un insumo valioso y escaso en estos días. Todos siguen con temor la trayectoria y las andanzas del nuevo germen. Su aparición en un marzo caluroso sorprendió a muchos, incluso a médicos que lo esperaban recién en el invierno, confiados en que tendría el mismo comportamiento que los de la gripe estacional. Sin embargo, lo mismo había sucedido en 2009: el primer caso de gripe A (H1N1) también se registró en abril, recién empezado el otoño, como se relata en el capítulo 8, titulado “Diario de la gripe”.
Curiosamente, en la calle y en los medios de transporte no se ven personas usando barbijos como en otras ciudades. Es evidente que la información clara y consistente del Ministerio de Salud contraindicando su uso ha sido recibida y registrada. También es muy probable que la gran mayoría sea consciente de que el riesgo inmediato no es el nuevo Covid-19 sino el antiguo virus DEN del dengue, perteneciente a la tribu Flaviviridae y hermano del temible virus de la fiebre amarilla. Como siempre ocurre, la palabra “pandemia” genera reacciones desproporcionadas en los individuos inclinados a la ansiedad. Cuando les explico que las únicas medidas de prevención eficaz contra el nuevo coronavirus son evitar los lugares cerrados y concurridos, ventilar los ambientes y extremar la higiene de las manos y los objetos, percibo que mis palabras no bastan para enfriar su angustia. Sé que muchos quisieran envolverse en nylon, tomar vitaminas, bañarse en desinfectantes, irse a vivir a una isla desierta o usar escafandras para salir a la calle, pero a la vez saben que ninguna de esas medidas sería útil para no enfermarse ni para calmar su miedo.
La realidad es que el virus existe y su evolución futura por ahora es un enigma, pero ya está claro que el verdadero brote ha provocado tres síntomas graves: discriminación, xenofobia y racismo. Circularon chistes siniestros sobre la comunidad china y una niña, hija de padres chinos, sufrió el desplante de sus compañeros cuando llevó a la escuela una merienda para compartir. Ninguno quiso probarla y algunos la tiraron a la basura con el pretexto de que estaba contaminada con coronavirus. El barrio chino porteño, siempre atestado de visitantes y clientes, está desierto aunque los primeros casos en la Argentina se registraron en personas no orientales que volvían de viajes por Europa. Por el momento no se oyen bromas ni comentarios despectivos sobre los italianos de Lombardía, la región de Italia donde se cuenta la mayor cantidad de contagios después de China, pero me enteraré pronto si eso ocurre porque mi familia materna proviene de esa zona.
El reflejo primitivo de depositar la responsabilidad en algo o en alguien cuando el temor apremia no es algo novedoso ni exclusivo de la cultura argentina. Desde la aparición de las primeras enfermedades infecciosas todas las sociedades humanas han reaccionado culpando a un grupo étnico o social y aislando o sencillamente dejando morir en soledad a los enfermos.
Las epidemias también son útiles para que las personas con tendencias paranoides descarguen sus sospechas bajo la forma de intrincadas tramas conspirativas. La afirmación de que el virus ha sido creado en un laboratorio (chino, ruso, alemán o estadounidense, a elección según la ideología de cada uno) para despachar a media humanidad y quedarse con las reservas (de agua, petróleo, litio, oro u otras riquezas naturales), apareció inmediatamente después de la aparición del nuevo coronavirus, con argumentos idénticos a los de 2009. También durante la pandemia de 1918 florecieron las teorías más creativas sobre terrorismo biológico en los dos bandos que acababan de enfrentarse en la Primera Guerra. Ese costado pintoresco y a veces hilarante de las epidemias es el asunto que se trata en el capítulo 13.
Entre los últimos meses de 2019 y los primeros de 2020 murieron en el extremo norte de la provincia de Salta ocho niños de la paupérrima comunidad originaria wichi por desnutrición y diarreas. En 2018 hubo 405.000 casos fatales de malaria en todo el mundo, de los cuales 272.000 fueron niños menores de 5 años. El 85 por ciento de esas muertes ocurrieron en África e India. Tres mil personas más murieron el mismo año en países pobres a causa del cólera, otra enfermedad de la miseria crónica, la falta de recursos médicos y sobre todo de agua potable. Que las minorías privilegiadas del mundo podamos dormir en paz mientras tantas personas mueren por carecer de todo lo que nos sobra y derrochamos, habla de la infinita capacidad humana para excluir y desconocer al otro como semejante. La indiferencia ante esos holocaustos que se repiten con pocas variaciones año tras año, comparada con el terror que provocan unos pocos miles de muertos en Asia y Europa, sería grotesca si no fuera junto con la progresiva destrucción del planeta el drama central de nuestra civilización.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que cada año se desperdicia un tercio de los alimentos que se producen. Esos 1300 millones de toneladas de comestibles que terminan arrojados a los basurales son un insulto para los que nacen, viven y mueren con hambre. La industria de la alimentación procesada presiona sin pausa y sin límites para que los dos tercios restantes sean consumidos por nuestras sociedades voraces en forma tan desatinada que ha provocado una gravísima epidemia de males crónicos. La obesidad, la diabetes, la hipertensión y otras dolencias cardiovasculares son las nuevas enfermedades del exceso que nos matan lentamente. Entonces aparece en escena un superhéroe salvador: la industria farmacéutica, segunda cabeza del ente bicéfalo que nos mantiene gordos y enfermos pero vivos. Su declarada misión de producir moléculas nuevas para curar enfermedades graves se relativiza cuando se sabe que la enorme mayoría de las que se aprueban no representan un avance terapéutico significativo y que las realmente efectivas se venden a precios tan exorbitantes que agotan los recursos de los sistemas de salud públicos y privados. También sobre esa compleja relación con los laboratorios trata el capítulo 8.
Aunque pertenecen a distintas familias, el nuevo virus Covid-19 y el A H1N1/09 que provocó la pandemia de gripe del año 2009 tienen una marca de nacimiento en común. También este se originó por mutación y combinación de virus animales y humanos probablemente en una granja de producción de cerdos, y a partir de un primer caso detectado en México se difundió por todo el mundo. Pandemia investiga el virus A H1N1/09 y traza sus semejanzas con el causante de la llamada Gripe Española, que en realidad no comenzó en España sino en los Estados Unidos. Para comprender el fenómeno del nuevo virus Covid-19, es útil leer en el capítulo 2 el mecanismo natural de generación de virus nuevos y la extraordinaria organización con que parecen turnarse para crear epidemias periódicas. Considerados por la biología no como organismos vivos sino como maquinarias programadas para la supervivencia, logran con una eficiencia aterradora su único objetivo: infectar a la mayor cantidad posible de seres vivientes sin exterminar a todos, porque les son vitales para multiplicarse. El capítulo 3 explica lo que viene después: el mecanismo íntimo de la inmunidad y la relación ambivalente que tenemos los humanos con la medicina y los fármacos.
El manejo de la epidemia de 2009 por parte de las autoridades tuvo fallos y aciertos que se describen con detalle en el capítulo 8 y hoy son útiles para evaluar la efectividad de las medidas que se aplican ante la nueva pandemia. Es notable un gráfico que muestra los efectos de las diferentes decisiones, algunas idénticas a las que hoy se están tomando en China y en Italia para acotar los contagios. El virus A H1N1/09 también llegó a la Argentina con un viajero que aterrizó en Ezeiza, y haberlo detectado enseguida, tanto entonces como ahora, fue un punto importante que permitió controlar las primeras rutas de diseminación del virus.
Los capítulos 6 y 7 contienen una investigación original sobre la Gripe Española de 1918, que mató entre 30 y 100 millones de personas en ocho meses; el mayor número de fallecimientos en el menor tiempo desde que existe el género humano. Una medida de esa tragedia es la expectativa de vida de la población de los Estados Unidos, que fue de 39,1 años durante el año de la epidemia, mientras que el año anterior fue de 50,9 y el posterior de 54,7. El virus responsable, hermano biológico del que surgió en 2009, fue devastador para los pacientes más jóvenes. El material gráfico de esos capítulos presenta la curva de casos fatales, que sube en forma brusca a partir de los 10 años y hace un pico dramático entre los 20 y los 29. Es lógico que con esos antecedentes en la memoria hoy nos preocupe la aparición de un nuevo virus de comportamiento impredecible, pero debería tranquilizarnos contar con las herramientas y el conocimiento necesarios para prever y tratar una infección respiratoria.
El virus de 2009 atacó con mayor severidad a los niños y jóvenes, mientras que el Covid-19 parece afectar más a los mayores de 65 años con enfermedades preexistentes. Este comportamiento malthusiano no es un consuelo, pero es innegable que hace menos cruel al enemigo que tenemos por delante. Aún no es posible estimar con precisión su capacidad letal pero las primeras aproximaciones indican que es un poco mayor que la de la gripe estacional. Esa aparente benignidad de los virus más conocidos se disuelve por la enorme cantidad de contagios, por lo que finalmente suman entre 290.000 y 650.000 fallecimientos anuales.
En estos primeros días del año 2020 casi todo está por verse y saberse sobre el virus Covid-19. Este libro, que basé en hechos que ya forman parte de la historia de la medicina, da algunas pistas sobre lo que nos puede suceder y lo que podemos hacer los humanos frente a un predador dispuesto a aniquilarnos para seguir siendo inmortal.
1. Datos actualizados al 12 de marzo de 2020.