CAPÍTULO
VIII
Rivera Indarte le había pagado sus buenos pesos al cochero del carruaje que más confianza le inspiraba. Necesitaba que todo se llevara a cabo en el mayor de los secretos. El periodista cordobés, que hacía rato se había instalado en Montevideo, operaba junto al resto de los exiliados políticos contra el poder de Rosas. No había día que no ideara algún plan contra el tirano. Incluso desde el diario El Nacional la emprendía con sus arengas incendiarias.
El carruaje llegó a la hora señalada. La caída del sol colaboraba para camuflarse entre las sombras. Rivera Indarte y un colaborador salieron de la casa con una gran caja. Rápidamente se instalaron dentro del coche y el periodista dio la orden de emprender el viaje. Tras un largo bamboleo por caminos deficientes, llegaron al sitio indicado. Descendieron con su carga y entraron al taller donde los aguardaba un tal Aubriot, especialista en mecánica.
—Pongámonos a trabajar, el tiempo urge. Debemos volver con la caja lista en una hora —ordenó Rivera Indarte y la colocó sobre la gran mesa que ocupaba el fondo del galpón.
—Diga nomás, don José, qué es lo que precisa y lo tendrá. —El monto ofrecido por el trabajo había sido más que tentador.
Rivera abrió la importante caja de madera tallada y explicó a grandes rasgos lo que quería: que al levantar la tapa se desplegara un mecanismo que le diera una buena sorpresa a quien lo abriera. Aubriot asintió y puso manos a la obra. Rivera Indarte y su colaborador se alejaron unos pasos, dispuestos a esperar lo que hiciera falta.
Unas semanas atrás, el embajador de Portugal en Montevideo, don Leonardo de Souza Acevedo Leite, amigo dilecto del Restaurador, había recibido una importante caja —un tercio de vara de ancho— enviada por la Sociedad de Anticuarios, con una importante colección de medallas y una carta con una llave en su interior que develaba el secreto de cómo debía abrirse. El embajador había depositado el regalo en el Ministerio de Relaciones Exteriores con una nota que ordenaba que debía ser embarcado rumbo a Buenos Aires para ser entregado al Gobernador. Como muchas de las encomiendas que llegaban desde el exterior eran interceptadas en Buenos Aires por los enemigos de Rosas, la Sociedad de Anticuarios había preferido enviarla a Montevideo. Pero Rivera Indarte tenía amigos en el Ministerio que le habían ido con el cuento. Las novedades corrían como reguero de pólvora y siempre llegaban más allá de donde debían. Veloz como un rayo, el periodista pergeñó un plan y logró hacerse de la caja sin que la plana mayor se enterara. Ahora sólo había que esperar.
—Daremos un golpe maestro, camarada —le dijo en voz baja a su colaborador.
—Pero don Aubriot debe apurarse porque si no la devolvemos a tiempo estaremos en aprietos.
—No te preocupes, estamos ante un genio. —La mirada de Rivera Indarte se perdió en sus cavilaciones. No podía dejar de pensar en el tema que lo ocupaba durante horas interminables. Juan Manuel de Rosas era el peor castigo que podía sufrir su tierra. «Ese Mefistófeles, ladrón y mala entraña, que abandonó a su esposa en sus últimos días de vida, que sodomiza a mujeres de las familias más respetables, además de a su propia hija, la virgen cándida de Manuelita, que es hoy un marimacho sanguinario y lleva en la frente la mancha asquerosa de la perdición», pensaba con gesto desencajado.
Las manos del mecánico trabajaban sin cesar. El tintineo de los metales de las herramientas no cejaba, como si fuera un médico luchando para salvarle la vida a un enfermo terminal. Su concentración era absoluta. Rivera Indarte sacó el reloj de su bolsillo y controló el tiempo que le quedaba. Estaban sobre la hora. Por fin, Aubriot pegó un grito y sonrió. Había finalizado su obra. Entregó la caja y recibió la bolsita de terciopelo llena de monedas.
Sigilosos, Rivera Indarte y su acompañante regresaron al carruaje y enfilaron rumbo al Ministerio. El sol se había escondido, la oscuridad sólo iluminada por los faroles de las calles era ideal para pasar desapercibidos. Rivera Indarte permaneció agazapado en el coche y el otro hombre descendió con la caja en mano. La depositó en el mismo lugar de donde la había quitado y salió a la puerta para avisar que todo había salido a la perfección. El cordobés volvió a su casa agotado pero con la grata sensación de la tarea cumplida. Al día siguiente la recogería el edecán del almirante francés Jean Henri Joseph Dupotet, Monsieur Bazin, y la llevaría a su destino: la casa de Juan Manuel de Rosas en la ciudad de Buenos Aires.
***
Como todas las mañanas, Manuelita recibió la correspondencia, tanto la suya como la que iba dirigida a su padre. Ella era la encargada de esos quehaceres, entre algunos otros. Había pocas cartas para ella y una infinidad para Rosas, como siempre.
Todavía en su recámara y con el camisón puesto, se dispuso a clasificar lo recibido. Alguna que otra esquela de sus amigas, invitaciones de diversas categorías, reclamos. Armó una pequeña pila con lo suyo, ya tendría tiempo para ocuparse de eso. Las cartas de su padre contenían infinidad de pedidos. No faltaba la de alguna señora conocida, amante de las bellas letras y los dichos galantes, que optó por no abrir. Sabía de memoria lo que podría llegar a encontrar ahí. Se la acercó a la nariz y percibió el mismo aroma de siempre. Sonrió y siguió adelante. Había una cantidad de papeles con sellos oficiales y remitentes castrenses, seguramente de los informantes desde los distintos puntos donde se llevaban a cabo las escaramuzas. Ésas las dispuso en un sitio destacado. Entre todo el papelerío también había algunas encomiendas. Una llamó especialmente su atención: un paquete de considerable tamaño, remitido por la Sociedad de Anticuarios del Norte con sede en Copenhague, Dinamarca. ¿Qué le mandarían a su padre desde tierras tan remotas? No recordaba que nadie de su familia hubiera hablado nunca de aquel país europeo. La curiosidad la estaba aniquilando pero no era un regalo para ella; no correspondía que lo abriera.
Sobre una de las sillas estaba colocada su ropa. Como todas las noches, una de las sirvientas le había dejado listo su vestuario del día. Con un dejo de hastío se quitó el camisón y se puso las enaguas y el vestido gris con rayas amarillas. Chequeó su aspecto con displicencia frente al espejo del tocador, tomó las cartas, las encomiendas y el paquete, y salió de su recámara. Fue hasta las habitaciones de su padre, que aún guardaba cama. Lo acompañaban desde temprano Biguá y Eusebio, y se habían agregado el loco Bautista y el Negrito Marcelino. Ellos le cebaban los primeros mates del día y cumplían las órdenes que, cada tanto, les daba su amo.
—Le traigo la correspondencia, Tatita. Y este paquete que me vuelve loca de intriga —dijo Manuela y colocó todo sobre la mesa donde descansaban varios papeles para ser estudiados.
Rosas apenas levantó la vista de un mapa, le dedicó una sonrisa tibia a su hija y volvió a lo suyo. Otros asuntos lo desvelaban, el resto podía esperar. Manuelita, testaruda, colocó el paquete en los pies del lecho de su padre y se retiró.
La jornada transcurrió sin sobresaltos ni novedades, por lo menos para ella. Su padre se entregó al trabajo, como casi siempre, y ella salió de paseo con algunas de sus amigas. Regresó temprano, no era una de las veladas con celebración ni una noche de teatro.
Al día siguiente, Manuelita no había logrado amainar la curiosidad por el misterioso paquete. Su amiga Telésfora había llegado al mediodía para compartir el almuerzo. Luego decidirían si iban de compras pero antes de sentarse a la mesa, las jóvenes pasaron por la recámara de Rosas, y Manuelita asomó la cabeza.
—Buen día, hija, ¿necesitas algo?
—Nada, Tatita. Quería ver cómo estaba nomás —la sonrisa de oreja a oreja no engañó a su padre.
—A ver, Niña, tú tienes demasiada curiosidad por ver lo que trae esa caja y eres pésima para disimular. Llévenla nomás y luego me cuentan lo que tiene —dijo y le extendió el paquete con la carta de instrucciones.
—¡Gracias, Tata! Quédese con el oficio que ya lo leí ayer y sé de memoria cómo debo abrirla. —Manuelita rodeó el cuello de su padre con los brazos y le dio un sonoro beso en la mejilla. Tomó el regalo y salió a las corridas, seguida de cerca por Telésfora.
Ya en su recámara, se sentaron sobre la cama con la caja en el medio. La criada Rosa Pintos, que estaba acomodando la ropa limpia en la cómoda, dejó todo y se acercó intrigada. Con cuidado, Manuelita quitó el paño blanco que la cubría y ambas suspiraron ante la infinidad de guardas y tallas en la madera, que copiaban el estilo de un cofre antiguo. Todo parecía confirmar que allí dentro habría un tesoro oculto. Introdujo la llave ocre en la cerradura y giró. Los ojos de las tres estaban abiertos como monedas. Pero la tapa saltó como si algo se hubiera roto adentro, con un estruendo metálico que las dejó sordas durante varios segundos. Bastante aturdida, Manuelita cerró la caja y salió de su recámara. En el pasillo se topó con su padre, que era a quien buscaba.
—¿Qué fue ese ruido, m’hija? ¿Y qué es ese semblante como si hubieran visto a un muerto? —preguntó Rosas, inquieto. Le quitó la caja de las manos y se dirigió al despacho, donde ya había dos oficiales que lo aguardaban. Hubiera preferido estar solo pero su hija, Telésfora y Rosa entraron detrás de él.
Colocó la caja sobre su escritorio y con la mirada les advirtió a las mujeres que se pusieran a una distancia prudencial. Con mucha precaución levantó la tapa. No tenía la más mínima idea de lo que podía haber adentro, ni siquiera un presentimiento. Uno de sus hombres se acercó e inspeccionó el contenido.
—Atento, Vuestra Excelencia, aquí hay un gatillo —dijo, y desactivó la maquinaria en el acto. Rosas lo miró hacer y no pudo evitar el exabrupto.
—¡Qué diablos de salvajes unitarios! —y agregó impasible—: Son dieciséis cañones cargados a bala y ligados a los lados de la caja, de modo que explotasen al abrirla. Uno solo hubiese bastado para matar a mi hija, aunque por supuesto venía destinado para mí.
Manuelita pegó un grito y cubrió su boca con ambas manos. Sin poder evitarlo, se largó a llorar como una niña. El miedo le atravesaba el cuerpo y sentía la muerte pisándole los talones. Estaba viva de casualidad. También la vida de su padre pendía de un hilo. Se dio cuenta de que nada ni nadie era tan confiable como ella imaginaba. Su padre —la persona que más quería en el mundo— y ella podrían haber sido asesinados en ese mismo segundo.
—No llore, mi niñita; aquí estoy yo para cuidarla y siempre será así —dijo Rosas y la rodeó entre sus brazos. Manuela, al sentirse contenida, liberó el llanto aún más.
Sin dar explicaciones a nadie, se la llevó hacia su recámara. Quería cuidarla, no permitiría que nada ni nadie hicieran sufrir a su hija. Si aquella máquina infernal hubiera funcionado bien y algo le hubiera sucedido a Manuelita, no habría parado hasta aniquilar al autor de la matanza. Pero eso no hubiera sido suficiente, la sola idea de vivir sin la compañía de su hija le quitaba las ganas hasta de respirar.
—Recuéstese en mi cama, yo me quedo aquí para que nada le pase. Descanse, mi chiquita —y se tendió a su lado, protégiendola con su abrazo. Las lágrimas de Manuelita caían sin cesar en silencio, como en aquellos tiempos de la niñez, cuando podía desanudar la tristeza hasta encontrar calma, como cuando buscaba la oscuridad para liberarse.
***
La residencia del ministro Arana había cobrado vida. Las visitas entraban y salían sin cesar. Era el paseo obligado en esos días, para fastidio de la esposa del dueño de casa. Rosas había dispuesto que la máquina de la muerte estuviera en exposición durante varias semanas en la casa de su ministro de Relaciones Exteriores, don Felipe Arana, para que la cuidadanía toda estuviera al tanto de lo que había sucedido y del riesgo letal que habían corrido. Doña Pascuala Beláustegui había puesto el grito en el cielo pero nadie le había hecho el menor caso. Órdenes eran órdenes, y si venían de boca del Restaurador, se volvían inamovibles por completo. El intento de Pascuala de poner por delante la salud de Melchor, su hijo de tan sólo tres años, tampoco había surtido efecto. El pequeño sufría de temperatura y la madre había pedido tranquilidad para ofrecerle los cuidados que necesitaba. Pero Arana la tildó de exagerada y el arma letal llegó rodeada de pompas y circunstancias, y fue colocada en la sala principal para que todos pudieran observarla al detalle.
Esa tarde de abril había despertado el interés más que otras. El buen tiempo o alguna otra razón difícil de adivinar habían hecho que la fila de curiosos llenara la sala. Doña Pascuala recibía en silencio, con una sonrisa parecida al desdén, con Merceditas, una de sus hijas mayores, a su lado. El ministro, en cambio, departía con cuanta persona así se lo requería.
Petronita Villegas había llegado junto con su prometido, el oriental Fernando Cruz Cordero. Hacía días que se había enterado de lo sucedido en casa de los Rosas —formaba parte del círculo íntimo de Manuelita— pero no había tenido tiempo de ver la caja funesta. Acompañada por su novio, al fin se había decidido a prestar testimonio de la gran amistad que la unía con la hija del Gobernador.
—Doña Petronita, nos honra con su presencia —Arana le dio la bienvenida y besó su mano con caballerosidad explícita. Sabía del vínculo estrecho con Manuelita, pero no sólo eso: el padre de la muchacha, el hacendado don Justo Villegas, era amigo íntimo de Rosas; habían actuado juntos en la defensa de la frontera contra el indio y logrado de ese modo una banca en la Sala de Representantes.
—Ministro, muchas gracias. ¿Conoce a mi prometido? Vengo con suma ansiedad a vuestra casa, ya sabe por qué —la sonrisa de Petronita iluminó la sala—. Llévenos a ver esa máquina infernal.
Arana les indicó que lo siguieran y los condujo adonde se realizaba la exposición. Sobre una mesa yacía la famosa caja labrada. Petronita se acercó y no aguardó explicaciones. Ahogó un grito y se tapó la boca con las manos al ver las dieciséis pistolas.
—No se asuste, el Gobernador salvó las vidas de todos. Su amiga está en perfecto estado de salud —intentó calmarla el ministro.
—«Pituquita, aún me ronda el miedo», me dijo Manuelita por carta los otros días, y ahora entiendo por qué —dijo la muchacha en voz baja.
Ciriaco Cuitiño, que andaba por ahí con la orden de cuidar de cerca la máquina, escuchaba atentamente lo que decían.
—Si algo le hubiera ocurrido a nuestro Restaurador, la sangre inmunda de esos caribes habría corrido por las calles de la ciudad a torrentes, y nuestros puñales, hundiéndolos de uno en otro pecho, serían incansables para saciar nuestra sed de venganza —dijo el comisario con los ojos inyectados en sangre.
Felipe Arana, Petronita y Fernando se detuvieron en el acto. Miraron a Cuitiño en silencio. No habían reparado en él, pero sus palabras los dejaron sin habla. El ministro prefirió alejarla a la joven de allí y buscó a su esposa para que le ofreciera algo de tomar. La parejita se sentó y doña Pascuala les sirvió dos tazas de té.
—Gracias, señora. Qué caballero destemplado, ¿no es cierto? —susurró la joven mientras señalaba al comisario con un gesto discreto.
—No le hagas caso, niña. No veo la hora de que estas personas, que no tienen nada que ver con nosotros, se retiren de mi casa —dijo Pascuala mientras les ofrecía unas pastas secas.
—Nada más alejado de lo que le escuché a mi amiga. La violencia de ese hombre hace daño, doña Pascuala. La entiendo a la perfección.
—¿Y qué les ha contado Manuelita del asunto?
—Parece que el almirante Dupotet, indignado con que se hubiesen valido de Monsieur Bazin, su edecán, para llevar a cabo trama tan infame, lo despachó a Montevideo para que tomara informaciones del cónsul general de Portugal. Este señor Leonardo de Souza Acevedo Leite, tan ofendido como debía estarlo al conocer la explotación de la que había sido víctima, se vino sin demora a Buenos Aires con Monsieur Bazin para dar el debido testimonio de su inocencia —relató Petronita con nerviosismo entre pestañeos constantes.
—Es evidente que ese caballero no es el culpable de semejante afrenta. Es un hombre de bien, del que se han aprovechado —dijo doña Pascuala—. Qué barbaridad a lo que hemos llegado.
Petronita sintió que un escalofrío la recorría de cuerpo entero y Cordero la tomó de la mano para tranquilizarla.
—No se preocupen, señoras. Nada malo va a sucederles, esto ha puesto sobre alerta a los hombres del Gobernador —señaló Fernando con convicción. El futuro jurisconsulto hacía tiempo que se había instalado en Buenos Aires y parecía más porteño que oriental. —Todos los flancos están cubiertos, ya verán que nadie podrá acercárseles.
La ciudad parecía sitiada. Desde todos los extremos se custodiaba la vida del Restaurador y su familia. El coronel Isidro Quesada, instalado en Santos Lugares para repeler al enemigo, había enviado un comunicado donde reclamaba que «cesaran todas las consideraciones con esta canalla, y todo el que sea enemigo nuestro que perezca, pues es éste el destino que ellos tenían preparado para nosotros».
El fanatismo federal había recrudecido. Por un lado, multitudes entusiastas hacían fila para dar muestras de cariño a su venerado Gobernador y a su hija tras haber salido ilesos del fallido atentado. Rosas y Manuelita accedían al encuentro con conciudadanos e incluso con extranjeros, quienes podían esperar durante horas para verlos. Pero no todo era simpatía. Había empezado a suceder una serie de incidentes inquietantes. Turbas exasperadas esperaban a las puertas de las iglesias y pegaban moños punzó con brea sobre las cabezas de las unitarias. Las persecuciones habían vuelto a la ciudad y no se sabía cuánto durarían. El círculo de Manuelita prefería no enterarse de estas cuestiones, pero a veces no era tan fácil. Las criadas llevaban y traían chismes, y no siempre eran sobre asuntos amorosos. El miedo se imponía.
***
Eran pocos pero suficientes. Terrero había convocado a los más próximos para continuar con las discusiones. El intento de asesinato del Gobernador había alertado a muchos. José Nepomuceno era uno de los más preocupados y lo había hecho saber. Los anuncios, las dudas y los exabruptos habían sido moneda corriente durante varias semanas, y todo parecía confirmar que Rosas no había quedado afuera del entredicho. A puertas cerrradas, los caballeros disertaban sin descanso. José María Roxas y Patrón era el más intempestivo de la reunión. Su vínculo con el Restaurador era estrecho desde hacía varios años. Había sido su ministro de Hacienda durante el primer mandato y entonces había tomado la decisión de disolver el Banco Nacional para fundar la Casa de la Moneda. Sus funciones como ministro habían terminado pero ahora ocupaba una banca como diputado. Era leal a Rosas, como Terrero y varios más. Sin embargo, Rosas desconfiaba de todo y de todos. También el presidente del Tribunal de Justicia, don Vicente López y Planes, formaba parte de la reunión, además del ministro don Felipe Arana, y los antiguos congresales y cabildantes don Bernabé de Escalada, don Miguel de Riglos, don Juan Miguel de Dolz, don Felipe de Ezcurra —hermano dilecto de Encarnación—, don Nicolás de Anchorena, los generales Soler, Mansilla y Vidal, el doctor Eduardo Lahitte, don Simón Pereyra y don Baldomero García, miembros de la administración. Máximo, el hijo mayor de Terrero, estaba sentado al costado y en silencio. Juan Nepomuceno le había permitido participar y ninguno de los presentes había interpuesto objeción.
—¿Ustedes toman dimensión de lo que habría pasado si el plan de esa gente se hubiera cumplido y acababan con la vida de Rosas? No sé si estoy en condiciones de imaginarlo siquiera —clamó José María con preocupación.
—Pues no lo imagine, Roxas, no vale la pena. No ha sucedido y tampoco sucederá. Se han tomado todos los recaudos para que sea inmortal —bromeó Terrero padre, intentando poner paños fríos al asunto.
Roxas y Patrón clavó sus ojos enfurecidos en Juan. Las chanzas le parecían fuera de lugar, no sólo en la reunión que protagonizaban sino en la vida en general. La seriedad lo pintaba de cuerpo entero, y la circunstancia que los convocaba era de extrema solemnidad. Por lo menos para él.
—Usted tiene poca capacidad de ver más allá de los hechos concretos, Terrero. Le recomiendo que agilice esa destreza, va a ver qué bien le va.
Juan Nepomuceno miró a su hijo que lo observaba con detenimiento. Pocas veces Máximo había participado de este tipo de reuniones y prefería mantener silencio y estudiar al detalle a los mayores. Terrero ignoró la provocación. No tenía sentido la pelea; no se habían reunido para eso. Había problemas mucho más serios que atender.
—Necesitamos pensar en una persona que reemplace al Restaurador en caso de muerte súbita y violenta —dijo José María al volver a tomar la palabra—. Ustedes saben que hace unos días propuse una alternativa inmejorable para ocupar ese lugar: Manuela Rosas y Ezcurra.
Los presentes escuchaban con atención. El tiempo los urgía y la necesidad de encontrar soluciones era apremiante.
—No sé por qué, pero esto me recuerda a otros tiempos, al Congreso reunido en Tucumán en 1816 —dijo López y Planes y se dirigió al joven Máximo—. Tú no sabes de lo que estamos hablando pero no te va a venir mal que atiendas.
—No se crea, Vicente, tengo un padre que se ha ocupado de enseñarnos bastante y no soy un crío. Ya tengo casi veinticuatro años —respondió el hijo de Terrero, con gesto sereno.
—Mejor así, muchacho. Recuerdo a Belgrano, que en paz descanse, cuando promovió la monarquía como forma de gobierno y a un descendiente de la dinastía inca como el elegido al trono. Instaurar a Manuela como sucesora del poder parece una solución monárquica otra vez.
El murmullo devino en discusión acalorada; algunos defendían una postura, otros la atacaban. Don Vicente, que se había sumado al Congreso cuando se mudó de Tucumán a Buenos Aires, recordaba bien las discusiones de entonces con otros diputados, como Tomás Manuel de Anchorena, los sacerdotes Achega y Chorroarín, José Darregueyra, Esteban Gascón, Pedro Medrano y Juan José Paso. Algunos se habían retirado de la política, unos pocos seguían en el campo de la batalla por el poder, y la mayoría había dejado de respirar.
—Si mal no recuerdo, su hermano Tomás —dijo López y Planes dirigiéndose a Anchorena— la rechazó de cuajo. Dijo sentirse atónito con lo ridículo y extravagante de la idea y así se lo hizo saber a Rosas; así que cuidado, caballeros, que todo esto no se transforme en algo descabellado.
Don Nicolás recordó los tiempos en los que su hermano tenía amplia participación política. Los lazos familiares —eran primos segundos y Juan Manuel había vivido una temporada en la casa de los Anchorena tras una batahola infernal con su madre— habían colaborado.
—Discúlpeme, don Vicente, pero hace poco más de un año Juan Manuel me dijo, y además lo dejó por escrito, que si faltaba por disposición del cielo, en sus hijos podíamos encontrar a quienes podrían sucederlo. En ese caso sumaba a Juan Bautista a la lista —Juan Nepomuceno recordaba los dichos de su amigo en julio del 39.
—Se adelantan y no me dejan terminar, señores. Le escribí a nuestro Restaurador anunciándole mi idea y como era previsible, respondió en el acto —metió la mano en el bolsillo y sacó un papel doblado en cuatro partes. Lo desplegó y lo agitó—. Me agradeció, como era de esperar, y les leo: «Como ustedes lo dicen, es cierto que la niña está impuesta de los asuntos de la administración y de la marcha que ellos deben seguir; pero es más cierto que lo que ustedes pretenden es nada menos que el gobierno hereditario en nuestro país, el cual ha aventado tres o cuatro monarquías, porque eran hereditarias». Así que démoslo por abortado.
La polémica regresó al despacho con aires de incógnita. ¿Cómo es que hace un año bregaba por la continuidad de su sangre y ahora la rechazaba?, se preguntaban unos. El cambio constante de rumbo los confundía, era complicado entender al Restaurador de las Leyes, y más aún tras el atentado. Rosas estaba irascible y tenía sus razones.
***
Eran las once de la noche y de tanto en tanto una que otra sombra atravesaba las calles. Algún farol disperso iluminaba apenas y dejaba al resto de la ciudad en tinieblas. El canto del sereno interrumpía de vez en cuando un silencio mortal que caía sobre la aterrada Buenos Aires. Una vigilia en suspenso, así se vivía por aquellos tiempos. «Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes; Mueran los Salvajes Unitarios», vociferaba el sereno.
En medio del sigilo, el trepidar de los cascos y el bamboleo del carruaje retumbó como si fueran muchos. El conductor se detuvo donde le ordenaron y el edecán de Rosas, don Manuel Corvalán, descendió presto para ejecutar la orden que traía. Tocó la puerta de la residencia de López y Planes con fuerza. Era un poco tarde y la ausencia de luz en la cuadra le confirmaba que ya todos estaban acostados.
—Buenas noches, soy el coronel Corvalán, edecán de S.E. el gobernador don Juan Manuel de Rosas. Vengo en busca del doctor López, a quien S.E. necesita ver con urgencia —le anunció al criado que abrió la puerta.
Luego de algunos minutos y con una inquietud difícil de disimular, salió don Vicente. Se había vestido con lo primero que había encontrado a mano y sin entender nada, subió al carro seguido por el edecán. Al emprender la marcha, López miró con cara de pocos amigos al edecán, sin entender qué sucedía.
—Doctor López, S.E. me pidió por usted, dice que es la única persona en la que confía, el único hombre probo que tiene cerca. Y le agrego a la señorita Manuelita, que lo tiene en tan alta estima —a través de las calles en penumbras, Corvalán repetía una y otra vez las distinciones de su acompañante, como si por ese medio lograra calmar las dudas de su compañero.
La preocupación del letrado iba en aumento. No entendía bien por qué era el elegido de Rosas y aún menos para qué. Tenía muchos otros hombres de confianza a disposición. No era él uno de ésos. Llegaron a la residencia de Rosas y un sirviente se encargó de llevarlo hasta los aposentos del patrón, que se encontraba enfermo y en cama. Más incomprensible todavía. ¿Por qué no llamaban a un médico? ¿Qué sabía él de aquellos males? El sirviente lo condujo por un interminable laberinto de habitaciones y puertas, hasta que arribaron a una recámara a medio alumbrar por una diminuta vela escondida detrás de un mueble.
—Cuidado, no tropiece con ese sillón; y no se golpee con la mesa, vaya para la izquierda; atento por favor —dijo una voz desde la oscuridad, la que rápidamente fue reconocida por López—. Siéntese, mi señor don Vicente.
Al sentarse, López y Planes acostumbró sus ojos a la penumbra y distinguió una cama al costado, y un bulto de espaldas allí reclinado.
—¡Qué impertinencia, mi señor don Vicente! ¡Llamarlo a estas horas! —se excusó Rosas—. Pero lo necesitaba tanto que he pasado por alto las maldiciones que usted me habrá echado.
—No, señor gobernador, la urgencia me preocupó —respondió López y se acomodó en la silla.
—Para aquietarme, quiero ante todo saber si está usted bueno de la salud —la voz de Rosas cambió de tono—. Lo necesitaba mucho. Aquí me tiene usted, en medio de una gran inquietud. Anoche dormitaba aquí, así como usted me ve, postrado de cansancio, enfermo y abatido por los infinitos sinsabores que amargan mi existencia. Es tan grande la corrupción en que este país ha caído, hay tanto que castigar, que uno no sabe por dónde empezar, ni dónde acabar. Y no son sólo los salvajes y malvados unitarios los que tengo que contener por todos lados, sin que me ayuden en nada los hombres buenos y débiles que le permiten a la juventud extraviarse de las ideas religiosas, subvertir el orden público, y faltar insolentemente a sus padres y a las autoridades legítimas.
López y Planes volvió a cambiar de posición. No entendía a dónde quería llegar Rosas. ¿El intento de asesinato lo había puesto así? ¿Qué buscaba? ¿Creía que él lo había traicionado? Un frío helado le corrió por la espalda. Su hijo Vicente Fidel había sido un férreo opositor al régimen y estaba refugiado en Chile junto a varios más. ¿De aquella juventud le hablaba?
—Vuelvo a mi caso de anoche, don Vicente. Estaba, como he dicho, reclinado así y dormitando, y sería más de medianoche cuando sentí algo como un bichito, o una telaraña, o un velo delgado que me rozaba la cara. Sin hacer mucho caso, me pasé la mano pero el bichito, o cosa, volvió a incomodarme hasta que abrí los ojos y me pareció ver un bulto muy blanco en el techo y mi cabeza. Me refriego la vista, me fijo bien y distingo perfectamente a Encarnación envuelta en un manto blanco, con la divisa federal en el pecho, que me miraba con cara de enojo, señalándome las almohadas con la punta del dedo. Sorprendido, busqué si había algo a mi lado, pero no vi nada. Vuelvo a mirar para arriba, y allí seguía Encarnación con el mismo gesto y en la misma postura. —Rosas susurraba, como si tuviera miedo de alguna presencia, y de pronto tomó algo con la mano. —Al fin levanto las almohadas y me encuentro con este palo, lo tomo, miro el techo y Encarnación había desaparecido.
Rosas le extendió una especie de regla redonda y lo instó a que la viera a la luz de la vela. López y Planes cumplió la orden y giró el trozo de madera redonda, de media vara (16) de largo, pintado de colorado, en su mano. Le dio varias vueltas y se lo devolvió.
—Bueno, don Vicente, como usted es tan sabio y ha leído tantísimo con tan buena memoria, en mi confusión he creído que usted era el único que me podía sacar de dudas. ¿Qué habrá querido decirme Encarnación? —Un silencio de tumba inundó las habitaciones. —No piense tanto, dígalo con franqueza.
—Señor gobernador…
—Deje eso de gobernador, mi nombre y nada más. Usted ha sido presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata y yo lo estoy tratando de usted, cuando debería decirle ex con todo respeto, y Vuestra Excelencia…
—No, señor. Me parecería una burla. Vuestra Excelencia es gobernador y yo no soy sino un ciudadano.
—No soy capaz de eso, don Vicente, de ninguna manera. Pero lo que me interesa es que usted me diga qué habrá querido decirme mi finada esposa al ponerme aquí este palo.
—Creo que nadie sabe nada de cierto de las cosas sobrenaturales. Yo, al menos, no sé nada.
—Eso no, don Vicente, la religión nos enseña que hay ánimas en pena y aparecidos; y hay muchas personas que los han visto, y que en sueños han adivinado la verdad. Dígame, ¿no hay un Rey de no sé dónde que adivinó una espantosa seca, soñando con unas vacas muy gordas y otras vacas muy flacas? En alguna historia está eso. ¿Cómo no lo leyó usted? ¿Dónde es?
—En la Biblia, señor.
—¿Ah, sí? Pues la Biblia no miente.
El cuestionado se sintió enredado en un enjambre de locura. No sabía si participaba del despliegue de una chanza siniestra o si el bulto encamado hablaba en serio. Alguna vez había sido testigo de las bromas que lanzaba a sus acólitos. Sin embargo, la hora y la convocatoria urgente lo confundían.
—Pero Vicente, ¿no le parece muy raro este palo?
—No, señor, es un palo colorado como la divisa federal con que se le apareció a Vuestra Excelencia la señora doña Encarnación.
—¡Ahí está! Usted ha tenido la misma idea que yo, estamos de acuerdo, éste es un palo federal. Pero, ¿para qué me lo ha traído Encarnación?
—Debe ser un recuerdo cariñoso, como un modo de felicitar a Vuestra Excelencia por sus gloriosas victorias sobre los unitarios —A Vicente López el intento le pareció afortunado.
—No, son salvajes. —La penumbra no impedía ver la mirada pérfida de Rosas.
—Sus últimos hechos son criminales y de malos ciudadanos; nosotros entendemos por salvajes…
—Bueno, usted dice que son criminales, es lo mismo. A mis amigos les gusta más llamarlos salvajes, y le aconsejo que usted los llame así siempre. —Rosas hizo un largo silencio para luego proseguir. —Pero volvamos al palo federal. Para mí no es una felicitación, como usted cree; es una advertencia que me hace Encarnación de que estoy rodeado de salvajes y malvados unitarios, de malos jueces enemigos míos y de mis amigos. Lo que ha querido decirme es que con este palo federal les arrime palo, palo y palo —con golpes furiosos la emprendió contra la madera del catre— hasta exterminarlos.
Entre batacazo y batacazo, Rosas siguió amenazando al aire como si fuera la última vez. Al rato, como un niño cansado después de un berrinche, bajó el tono y pidió disculpas por los improperios y por haberlo convocado a esas altas horas de la noche. Se lo notaba incómodo, como si el cuerpo le apretara. Sopló un silbato y al instante entró el sirviente que lo había llevado hasta allí. Le ordenó que trajeran el carruaje a la puerta y que Corvalán acompañara de vuelta al doctor hasta su casa.
—Bueno, mi señor don Vicente, le deseo mucha salud. Ahí en el zaguán que va al primer patio lo va a atajar la Niña. Lo quiere mucho a usted; desde que supo que usted vendría, lo espera con un pequeño obsequio.
El sirviente lo tomó de la mano y lo condujo otra vez por el laberinto de puertas, pasillos y recámaras. Manuelita salió a su encuentro en el mismo lugar al que había hecho referencia su padre. Con una mirada de súplica y unas palabras de agradecimiento, le extendió una canasta con naranjas procedentes de Sevilla. López y Planes las aceptó y le retribuyó con el mismo gesto en los ojos. Esperó unos segundos, a ver si la muchacha le decía algo. Manuela amagó pero prefirió tragarse las palabras y guardar silencio. Apañaba al padre, como siempre, aunque muchas veces no lo entendiera. Don Vicente le apretó uno de los hombros, en señal de cariño. Desconcertado, no sabía si se suponía que tenía que sentir calma o más bien terror.
16- Antigua medida española: una vara equivalía a poco más de 83 cm.