CAPÍTULO
IX
Eugenia acomodaba los utensilios en silencio. Juan Manuel la había mandado llamar y la muchacha acataba la orden. Así era y seguiría siéndolo siempre. La habían montado a uno de los carruajes del patrón y había llegado a tiempo para la comida. Con la más absoluta complacencia de parte de todos, Eugenia se había ubicado en el comedor y, blandiendo el cucharón de madera, había llenado los tazones de todos los comensales con la sopa del puchero. El Restaurador presidía en la cabecera, su hija Manuela se ubicaba a uno de los costados, la nuera Mechita al otro, y de ahí en más se sumaban Juan Bautista y dos integrantes de la corte de amigas de la hija. Eugenia servía la comida para todos. El Restaurador exponía su vínculo como si no existiera posibilidad de recriminación alguna, y sus hijos sonreían con una aceptación incómoda. Parecían una familia unida y sin nada que ocultar. Al menos a la vista de los que integraban la casa, con el resto ya se vería.
El Restaurador estaba de buen humor. Contaba chistes, se reía a carcajadas y se mostraba amable con su amancebada. Le había dedicado sonrisas y algún que otro roce cuando la falda le pasaba cerca. Eugenia sólo contenía el aire y se ruborizaba.
La comida terminó y la muchacha reclamó el permiso para retirarse. Se delizó hasta la recámara sin que nadie pareciera notar su ausencia. Quitó el biombo detrás del cual se escondía su catre. Ya estaba acostumbrada al ritual nocturno. Rosas había instalado una discreta mampara en su habitación para ocultar lo que sucedía por las noches: Eugenia dormía con él, como si fuera su esposa. Por eso el biombo, por eso las apariencias. Lo hizo a un costado y buscó las cobijas en la cómoda.
Me muevo de memoria, como si supiera, como si fuera mi territorio; arreglar la cama y esperar a Rosas, como siempre, como se debe, es mi deber. Me gustaría nombrarlo como lo hacen todos, Juan Manuel… Pero no me atrevo, no está bien visto que la manceba llame así a su dueño. El miedo se aleja, pero a veces me vuelve. Y él no hace mucho para evitarlo. Me dolió, aún a veces duele, el temor sigue… Y aquí no me gusta tanto, esta ciudad me acobarda. A mí me gusta mi Palermo de San Benito, mi catre, mi pieza y mis criaturitas, Mercedes y Angelita, a quienes, cada vez que se me solicita, debo dejar tiradas por ahí… Quedan en buenas manos pero yo las echo de menos, sólo sonríen cuando estoy cerca. Niñas chúcaras, como la madre, ¿y cómo iban a ser si el padre de una y el de la otra apenas las considera? Nada puedo pedir, más quisiera. La Angelita es el calco de Vuestra Excelencia, no se le puede negar el parentesco… Extraño los jardines de la quinta, ahora en otoño, con sus miles de colores, caminar por esos senderos embarrados, pisar aquellas hojas doradas y sentir su crujir bajo el cuero ajado de mis botas. Respirar ese aire, ese viento constante. Y la bruma mañanera y la soledad triste del paraje. Allí me gusta a mí. Y que venga Rosas, y que me abrace y me mire, y busque algo que siempre encuentra. Pero de eso hay poco y nada. El Gobernador está ocupado, yo debo entender. Y complacer, no pedir ni reclamar. Como se debe. Él decide cuándo y cómo. Por la fuerza y a la fuerza. Cada vez menos, pero el espectro del dolor siempre acecha. Pero yo cierro los ojos y estoy a salvo. No veo nada, nadie me ve. El miedo es mi mejor camarada. Yo sé que me quiere, a su manera, que no es la mía pero que es la que se debe. Soy la única que lo mira en silencio y sin la mueca prepotente. «Ven, Cautiva, mi Cautiva», me dice, y yo sé que mi cautiverio es mi salvación; si no hubiera sido por el Gobernador, estaría muerta. Me salvó de esa turba inmunda que me maltrataba, y me llevó a su casa para protegerme. Y la doña, pobre doña, muerta y sepultada. La quise, me quiso y no le debo nada; ahora le cuido al esposo, lo protejo de sus espectros, que tiene muchos. Si no fuera por el dolor físico… Él lo niega. Así somos los hombres, me dice a veces. Tienes que acostumbrarte y chito la boca, que ustedes no tienen por qué hablar. Pero yo me acuerdo de la señora Encarnación, que bien que decía lo que decía. Y las chicas me contaron que guay de que la contradijera, porque se armaba la guerra; que los gritos se escuchaban desde la calle, y si te descuidabas, hasta la frontera del Salado. La señora sí que sabía defenderse, yo quise a la señora y ella me quiso a mí. Ella me encomendó a la mano del Gobernador. Y no puedo decir nada, mi voz suena bajita, yo escucho, eso lo hago bien. Él habla, habla y habla porque sabe que yo lo oigo y nada más. A veces trae los papeles, que yo leo y guardo. Y olvido. ¿Olvido? Nadie sabe que la señora me enseñó a escribir. Y a leer. Yo no necesito las letras, porque lo único que hago es esperar. Y callar. Guardar las lágrimas y esperar a que el nudo en el pecho se deshaga. Algún día se va a acabar. Y si no, ya me acostumbraré. Respirar duele, vivir duele, el Gobernador me duele. Pero él me enseñó así. Y es así.
—¡Eugenia! —bramó Rosas desde lejos.
La jovencita tuvo un escalofrío. Las botas retumbaban contra el piso. Con sólo dieciséis años, conocía de memoria a Juan Manuel. Sin estrategia, a pura intuición. El vínculo que se había establecido entre ambos era completamente desigual. Él hacía con Eugenia lo que le placía y la muchacha acataba. Ella estaba completamente a su merced, víctima de la admiración amorosa y de la impotencia hija de la necesidad.
***
Envuelto en el poncho que había usado durante la última campaña, y cruzado sobre el lomo de su caballo, llevaban el cuerpo muerto de Juan Lavalle. En un extremo de la procesión iban diez tiradores a las órdenes de Laureano Mansilla y al final, una escolta de más de cien hombres al mando del general Juan Esteban Pedernera. Éste no bajó la guardia en ningún momento: la frente alta, el gesto adusto y la emoción ahogada del soldado que defiende al camarada hasta luego de muerto.
Habían pasado algunas horas de la fatídica madrugada del 9 de octubre de 1841, en la que Juan Galo de Lavalle había encontrado la muerte. El enemigo acérrimo de la Santa Federación, el contrincante de ley de Juan Manuel de Rosas, se había transformado en un cadáver hediondo. De qué modo un integrante del linaje de los Lavalle, familia unida por el tiempo y la sangre a los Ortiz de Rozas, había devenido en un exponente del mismísimo diablo para sus parientes, nadie lo supo nunca. Sin embargo, la enemistad furibunda los había mantenido unidos durante años.
Meses atrás y junto al general Gregorio Aráoz de La Madrid, Lavalle se había retirado hacia el norte para continuar con su plan de arrasar con el federalismo. Había desensillado en La Rioja, donde había armado su barraca, y desde ahí había intentado distraer al enemigo. Tropas amigas habían sido derrotadas en Machigasta y San Cala. La desmoralización había ganado terreno y la jefatura había decidido cambiar de planes: él emprendería el regreso a Tucumán y La Madrid tomaría la responsabilidad de llevar la campaña hacia Cuyo. Tras la derrota de la batalla de Famaillá a mediados de septiembre, se llegó a la finalización de la Coalición del Norte. Pocos días después, La Madrid era destrozado en la batalla de Rodeo del Medio, en Mendoza. Las bajas unitarias se contaban por decenas.
Lavalle prefirió huir a Salta, donde pensaba continuar con su plan: entablar la resistencia por medio de una guerra de guerrillas. Pero la suerte, otra vez, le fue esquiva. Los soldados correntinos, que se había llevado sin el permiso de Ferré, optaron por abandonarlo y desertaron hacia su provincia. Sin hombres para la lucha, retrocedió hacia la ciudad de San Salvador de Jujuy. No lo hizo en soledad. Había enamorado a la joven salteña Damasita Boedo, y ella había tomado la decisión de ir detrás de su amado.
Llegaron al anochecer del 8 de octubre a una ciudad que no los recibía de la mejor manera. El gobernador había escapado rumbo a Bolivia y el territorio había quedado prácticamente a merced de los rosistas. Su secretario, Félix Frías, los había instado a que continuaran viaje pero Lavalle prefirió acampar. Desde hacía días, estaba exultante. No vestía uniforme, algo inadmisible en un hombre de sus principios. Frías lo notaba extraño, parecía otro hombre, y eso le daba mala espina, como si ese cambio fuera el anuncio de una desgracia.
Lavalle eligió los tapiales de Castañeda para el acampe, a unas diez cuadras de la ciudad. Comenzaron el despliegue pero cambió de idea y quiso dormir en una cama. A nadie se le ocurrió contradecirlo. Junto con Damasita, su secretario, el edecán Pedro Lacasa, el teniente Celedonio Álvarez y ocho soldados, se dirigieron a la ciudad. Las puertas no se abrían para ellos; nadie, ya fuera por convicción o por miedo, quería hospedar al jefe unitario y a su séquito. Llegaron a la casa de Zenarrusa que estaba vacía, y allí se instalaron: Damasita y Lavalle se hospedaron en el dormitorio que daba al segundo patio, Frías y Lacasa en una habitación junto al zaguán, y los soldados se tendieron en el primer patio. La caballada quedó en el fondo de la casa, atada.
A las seis de la mañana se escucharon ruidos. Los cascos de unos caballos anunciaron la emboscada. Unos catorce hombres de las filas enemigas llegaron por el callejón y rodearon la vivienda. Frías propuso salir corriendo por los patios de atrás; Lavalle declamó bravío: «¡Nos vamos a abrir paso!». Era el único que mantenía la sangre fría; el resto había perdido la calma y el color en sus rostros. Parecían muertos en vida. El general Lavalle salió al patio y una suelta de tiros surcó el aire. Una bala dio en el blanco: el corazón de Juan Galo de Lavalle. Murió en el acto. Un silencio de tumba cubrió a San Salvador. Los cascos de la fuga retumbaron y el grito desgarrador de Damasita rompió la quietud del alba. Se arrojó sobre el cuerpo ensangrentado y entre lágrimas besó la carne ya sin vida. El edecán y el secretario la sacaron a la fuerza. Al llegar Pedernera ya no había más nada que hacer. Su líder estaba muerto. No había tiempo que perder, debían salir inmediatamente de allí si querían conservar la vida, además de evitar que el cuerpo fuera ultrajado. Le recomendaron a la dama que regresara a Salta pero se negó: seguiría a su hombre hasta el final.
Comenzó la larga procesión por la Quebrada de Humahuaca rumbo a Bolivia. Transcurrieron los días y el sol del norte pegaba duro. El cadáver se descomponía con el paso de las horas. Cubierto por un poncho y con el rostro pálido tapado con un pañuelo, el cuerpo muerto atravesaba los caminos de tierra. Detuvieron la marcha en Huacalera y se dispusieron a descarnar el cadáver. Le quitaron las vísceras y allí las enterraron. Los huesos, bien lavados, fueron acomodados en una caja, envolvieron la cabeza en un pañuelo bien ajustado y el corazón se depositó en un barrilito de aguardiente. Finalmente, los restos fueron sepultados en Potosí.
El extenso territorio volvía a ser controlado por los federales, casi sin oposición. En Buenos Aires descorchaban las botellas y las celebraciones se sucedían sin cesar.
Terminaba el año 1841 con triunfo para el Partido Federal y su líder, don Juan Manuel de Rosas. Pero algo incomodaba en aquel mar de aparentes bondades. En la provincia de Entre Ríos, el gobernador Echagüe finalizaba su mandato. Había aspirado a una reelección que no había podido ser. Para sucederlo en la gobernación, nombraron al general Justo José de Urquiza.
***
Comenzaban los primeros fríos de 1842. Tres hombres caminaban por la vereda de la Legislatura, opuesta a la de la casa de Rosas. Por la ropa y las ínfulas se notaba a qué se dedicaban. No era tan difícil de adivinar en aquellos años. Ellos se presentaban como «miembros de la Sociedad Popular Restauradora de las Leyes», pero todos los llamaban mazorqueros.
Troncoso, Badía y Alen lucían con mucho orgullo el poncho colorado para ejercer el patrullaje de todos los días. Cumplían las órdenes de Cuitiño a rajatabla. De los tres, el comisario tenía una leve predilección por Alen. El «pulpero», así le decían, gozaba de algún miramiento de parte de su jefe. Leandro Antonio Alen había transitado una vida de acción hasta que un revés había cambiado su suerte. Años atrás, Rosas lo había nombrado Vigilante de Regimientos a Caballo, hasta que a mediados de la década del 30, una enfermedad mental lo había alejado de la actividad. Fue así que cambió de oficio y se ocupó de regentear durante un tiempo la pulpería de la esquina de Federación y Los Pozos. (17) Sin embargo, a partir del 40, Cuitiño había vuelto a requerir sus funciones.
Llegaron los tres a la bocacalle de Universidad (18) y allí de repente se detuvieron. Como si una campana los hubiera puesto sobre aviso, hicieron un alto al lado de un poste. Detrás de ellos un caballero ataviado con elegancia caminaba a paso firme. El diputado Lorenzo Torres acababa de salir de la Legislatura y apuraba el trayecto hasta su casa, situada en el barrio de Santo Domingo.
Los cuatro hombres se encontraron en la esquina y los tres de poncho saludaron con respeto al legislador.
—¿Qué hacen aquí reunidos, mis amigos? —preguntó el diputado.
—Estamos esperando a aquel «salvaje» para llevarlo al cuartel —respondió Troncoso y cabeceó hacia el otro lado, para señalar.
Un escalofrío sacudió a Torres. Sabía de lo que estaban hablando y entendía a la perfección la jerga que usaba La Mazorca. Sabía que se referían al cuartel de Cuitiño, donde se ejecutaba el tan temido degüello de los enemigos de la Federación. Con sólo escuchar aquella palabra, olvidó quién era y sus convicciones. El exaltado partidario de Rosas entró en pánico. Se dio vuelta y vio, en efecto, que detrás de él llegaba un hombre de caminar lento y esmero en el vestir. Era el doctor Carballido, quien también salía de la Legislatura con su sombrero de copa y levita, y cierta parsimonia en el andar.
—¿Cuál?
—Aquél.
Ya no podía seguir con las vueltas y la pérdida de tiempo; era evidente de quién se trataba, no había nadie más en la calle. Torres disimuló la intemperancia ante el peligro inminente.
—Pero, amigos, si ese caballero es un buen federal… —ensayó como al pasar..
—Pues, señor, nosotros hace días que lo hemos clasificado de «salvaje» —intervino Badía con mirada torva.
—¿De qué hablan, caballeros? Si hasta es practicante de mi estudio.
—¡Ah, entonces es otra cosa!
El supuesto salvaje llegó con la inconsciencia de quien camina por las calles pensando en nada, muy tranquilo. Torres, a la velocidad del rayo, lo presentó a cada uno de los que lo acompañaban.
—Bueno, amigos, ya saben, adiós, hasta otra vez, que les vaya bien —los saludó y se dirigió a Carballido—. Vamos pronto, que es tarde.
—Adiós, señores —retribuyó Carballido como pudo. Al escuchar los nombres de los otros tres se había quedado de una pieza. Sabía muy bien de quiénes se trataba.
—Adiós, paisano. Mucho gusto de haberlo conocido. —Troncoso hizo una reverencia ostentosa.
Torres apuró el paso y tomó a la derecha por la calle Universidad; Carballido lo siguió de cerca.
—Camine ligero, mi amigo —se apresuró a murmurarle—, no sea que estos bárbaros reflexionen, se arrepientan y quieran llevarnos a los dos al cuartel.
En la otra punta, los tres mazorqueros permanecían en silencio. Troncoso reflexionaba acerca de lo acontecido. Se habían equivocado, les sucedía alguna que otra vez. Pero no podían regresar al cuartel con las manos vacías. Debían volver a la ronda, otra vez de recorrida y con paciencia. Tarde o temprano algún salvaje aparecería por ahí.
—¡A ver, vamos! No paremos; cada segundo de descanso es un changüí que les damos. Alen, será mejor que te vuelvas a tu casa, no tienes buena cara. Que tu esposa te cuide, no vaya a ser que te dé un ataque, o algo parecido.
Alen levantó los hombros con gesto de desidia. Se sentía cansado y si era sincero, no tenía muchas ganas de volver a tomar la calle por asalto. Prefería regresar a la tranquilidad de su casa con Petrona, su joven y bella esposa.
***
Manuelita y su corte descansaban en una de las galerías de la gran casona. Ya habían almorzado y disfrutaban de la tarde soleada con vista a los jardines.
—¿Quién nos toca hoy, mi querida? —preguntó Juanita, con la mirada a media asta. Parecía un gato ronroneando bajo el sol.
Petronita, Telésfora y Sofía lanzaron una carcajada. En cualquier momento llegarían los caballeros a Palermo. Era costumbre que al comenzar la tarde, la quinta —o en su defecto, la residencia de Buenos Aires— se colmara de invitados, en su mayoría del sexo masculino, para cortejar a las señoritas. Manuelita tenía muchos candidatos, era como la miel para las abejas, aunque ella no les prestaba mucha atención. Era diplomática y educada, pero en cuanto percibía algún acercamiento de más, imponía una distancia gélida entre ella y el pretendiente de turno, que lejos de amedrentarlo lo encendía aún más. La ciudadanía toda adoraba a Manuelita, ella era una princesa para ellos. Les gustaba tejer todo tipo de historias, en las que casi siempre había un final feliz. Pero también había de las otras, en las que la señorita era una víctima más del despotismo de su padre. Ésas eran ignoradas por los allegados a la casa. Mientras tanto, la principal interesada guardaba muy bien sus sentimientos más recónditos.
Juanita Sosa sabía a la perfección lo que sucedería a la brevedad. Ella formaba parte del núcleo duro de las solteras encantadoras. Rosas usaba las gracias de su hija y su amiga para deleitar los ojos de los caballeros, que se acercaban para hacer negocios con él o con el gobierno de Buenos Aires. El Restaurador se apoyaba en los encantos de ambas para sacar provecho de las limitaciones que pretendían imponerle sus interlocutores. A veces la puesta en escena salía mejor que otras, pero la más insignificante de las ventajas era bienvenida por Rosas. Los señores bajaban la guardia delante de las damitas y ahí era donde ellas tomaban el recaudo de memorizar todo: dichos, hechos, dudas, deudas, silencios. Cualquier dato era recibido en alta estima por el Restaurador.
—Un viajero inglés pidió audiencia con mi padre, pero como siempre, pasará antes por nosotras, Juana —con una sonrisa, Manuelita se calzó un clavel en el pelo y buscó la aprobación de sus amigas.
—¡Un extranjero, pero qué gran noticia! —dijo Juanita y zarandeó los hombros.
—¿Conocemos sus intenciones?
—Dice que quiere establecer su negocio aquí, ya veremos.
Estaban instaladas en uno de los corredores con arcada que daba al lago artificial. Cada tanto, la parsimonia de la tarde era interrumpida por el batir de alas de la enorme cantidad de pájaros de todos los plumajes que poblaban los jardines de la residencia.
Un criado interrumpió el letargo con el anuncio y la compañía de un atildado caballero.
—Buenas tardes, Mr MacCann, lo estábamos esperando —saludó Manuelita y le extendió la mano, que fue besada en el acto.
—Al fin la conozco, Miss Rosas, me han hablado tanto de usted… —El inglés se había quitado el sombrero y le regalaba una reverencia a cada una de las presentes.
—Recibí una respuesta afirmativa a mi pedido de audiencia y aquí me tienen para reunirme con su padre, a quien tantas ganas tengo de conocer.
Manuelita hizo un chasquido con los dedos y ordenó con la mirada al criado que aún permanecía allí parado. El muchacho, vestido de blanco como el resto de la servidumbre de Palermo, entendió y salió a las apuradas en busca de tres caballos.
—Ay, pero Tatita no podrá recibirlo. La pena que tengo, William. ¿Sería lo mismo para usted un paseo con nosotras? —dijo y extendió el brazo para que la asistiera al incorporarse de la reposera.
MacCann la ayudó sin titubear. No tuvo tiempo de pensar siquiera que los tres caballos habían sido dispuestos a la espera de que fueran montados. Todo estaba cuidadosamente planeado de antemano. Manuelita montó su animal sin la ayuda de nadie, como hacía siempre. Desde arriba miró al inglés con sus ojos castaños y el hombre se apuró a hacer lo propio. Juanita acompañaría a la pareja para oficiar de chaperona, pero también para desplegar en secreto la parte del oficio encomendado que le tocaba. Manuelita espoleó con suavidad la panza de su caballo y dio inicio a la cabalgata.
—Va a ver, William, lo bonita que es esta tierra. Lo voy a llevar por unos recovecos que no conoce nadie. Mi jardín secreto —susurró la joven con tono zalamero.
Iban al paso, disfrutando del paisaje. El inglés miraba la inmensa extensión de tierra, azorado de que le perteneciera a una sola persona.
—Lástima que su padre no pueda acompañarnos, Manuelita.
—Tiene razón, William. Mi preocupación más amarga es que mi padre acorte su vida a causa de su extrema contracción a los negocios públicos —frunció el ceño—. Lo que no daría por que estuviese aquí con nosotros, pero sus ocupaciones; usted entiende…
—Qué orgulloso debe estar de tener una hija como usted, tan presente, tan bondadosa. Me lo habían advertido, pero ahora que lo veo con mis propios ojos me doy cuenta de que es absolutamente real.
Manuelita le dedicó una sonrisa y volvió la vista hacia adelante; se perdió en el silencio de la naturaleza y se sintió bendecida por la suerte. Los sonidos del campo marcaban el ritmo de la cabalgata, mientras el sol descendía poco a poco. La joven le consultó acerca de sus intenciones en la provincia y el inglés se despachó con sus ansias de abrir su propio comercio en Buenos Aires. Pero antes necesitaba el visto bueno del Gobernador. Manuelita escuchaba con atención. Juanita no había emitido palabra todavía, pero seguía atenta al intercambio de ambos. Con el correr de las horas, las muchachas dejaron de lado la desconfianza y, sin decirlo, dieron el visto bueno a Mr MacCann. Él también se sintió como a sus anchas con la compañía. Al rato de conversar con Manuelita, le confió que su influencia sobre su padre era tan fundamental que le recordaba a la de la Emperatriz Josefina sobre Napoleón Bonaparte. Manuelita rio. El diálogo fluía sin tropiezos y, de tanto en tanto, Juanita se unía con alguna intervención.
—Alguna tarde, cuando esté en Buenos Aires, si me lo permite, me gustaría invitarla a pasear por la Alameda —dijo MacCann—. Me llamó la atención, hace unas semanas durante el atardecer, cuando caminaba por los alrededores, el aspecto fantástico que tomaba la playa. Luego compredí que eran las distintas luces que emitían los faroles de los que se sirven los bañistas.
—¿Los estaba espiando, por casualidad? —preguntó Manuelita con picardía.
—Bueno, no precisamente. Pensé que ya no eran horas para tomar baños pero me equivoqué; lo hacían con el mayor decoro. Me senté bajo un árbol para disfrutar de la brisa nocturna al claro de la luna.
Manuelita detuvo la mirada en el inglés. Le pareció que era buen mozo, con su altivez británica y su sensibilidad especial. Durante el paseo, el caballero le había recitado versos de Lord Byron, parecía interesante… La joven dio un rebencazo y salió al galope, instando a sus acompañantes a que la siguieran. Se internaron en los bosques y los cascos retumbaron sobre la hojarasca del suelo. La damita era una perfecta amazona; había heredado ese talento de su padre y su abuela. MacCann y Juanita quedaban rezagados, y cada tanto debían esmerarse para alcanzarla. No era tarea fácil y Manuelita lo sabía. Le gustaba provocar, demostrar su superioridad por sobre animales y personas. Al rato se dio cuenta de que el sol estaba por despedir el día y propuso que regresaran a la casa. Al paso emprendieron la retirada.
—Mr MacCann, ¿no ve las molestias que le causan los mosquitos en el cuello y los brazos a mi amiga? —le reclamó Juanita—. Espántelos.
El inglés la miró sin entender del todo la sugerencia pero cumplió la orden sin chistar. Manuelita largó una carcajada y revoleó una de sus manos para sacarse los bichos de encima. El atardecer atraía a los insectos. Pronto los grillos comenzaron su serenata habitual. Llegaron a la galería desde donde habían partido y desmontaron con pericia. Un criado aguardaba para llevarse los caballos hacia uno de los establos, en los fondos de la casa.
Entraron y mientras paseaban por los corredores del patio, Manuelita vio la figura de su padre en la otra punta. Corrió hacia él y le rodeó el cuello con los brazos. William MacCann observaba todo a varios pasos de allí.
—¡Tatita! ¿Cómo es que me ha dejado sola? ¿Y qué hace afuera a estas horas y con este frío? —lo reprendió amorosamente.
Rosas la abrazó y le estampó un beso en la mejilla. Se separó de su hija y le retribuyó la mirada al inglés.
—Niña, llama a Zoilo y que acompañe al caballero hasta la ciudad. No vaya a ser que se pierda en la oscuridad. Y búscale mi capa para que se abrigue, amenaza el viento pampero —dijo, y con un leve cabeceo volvió a la casa y desapareció de la vista de todos.
—Vamos, William, ya escuchó a mi padre. No se niegue. Y no ponga cara de circunstancia, que seguramente lo atenderá cualquier día de éstos. —Manuelita lo tomó del brazo y lo guió hacia el zaguán.
Luego de los preparativos ordenados por Rosas, Mac Cann y Zoilo montaron sus caballos y partieron rumbo a Buenos Aires. La capa de paño del Restaurador cubría la espalda del inglés. A las pocas cuadras se levantó el viento. El pampero se anunciaba con ráfagas heladas.
***
Una violencia inusitada azotaba la ciudad de Buenos Aires. Parecía que volvían, con fuerza renovada, las mismas ansias de venganza que habían atrapado a los habitantes de la ciudad dos años atrás. Durante unas semanas, con un interminable estruendo de desolación, la muerte acechó en cada esquina sin que hiciera falta la oscuridad de la madrugada para encontrarla. La crueldad podía hacer su aparición a plena luz del día, sin ningún pudor.
El periódico El Nacional publicaba las cartas escritas por testigos presenciales que daban cuenta de la infinidad de horrores: cinco cadáveres sin cabeza habían sido arrastrados atados a la cola de los caballos; en una de las esquinas de la Plaza de la Victoria (19) había quedado en exposición una cabeza, a la vista de quien quisiera verla, y de los que no también; un comerciante español había sido muerto de un tiro al retirarse del teatro, y otro había sido degollado en plena calle y luego quemado; una señora había muerto víctima de una golpiza feroz; una vecina había visto carros cargados con cabezas humanas, cuyos conductores pregonaban sandías y duraznos.
La voz corría a la velocidad del rayo. Todos quedaban sin habla al escuchar el incidente protagonizado por el mazorquero Moreira. El alcohol había hecho de las suyas en la cabeza y el ánimo del hombre, y se había llegado hasta la pulpería donde recalaba siempre. El dueño del almacén le había reclamado el pago de la abultada cuenta que le adeudaba, y en el acto el hombre de la Mazorca lo había tomado del saco y pasado a degüello. El dependiente había intentado auxiliar a su patrón pero también había encontrado el filo sobre su cuello. Al salir de la dependencia, Moreira había encontrado la carreta, había tirado las cabezas allí dentro y salido hacia la calle al grito de «¡A los buenos duraznos!». Pero el crimen no había quedado impune. Un oficial, al ver el espectáculo de Moreira, había dado el parte a Moreno, jefe de la Policía, quien al instante había puesto sobre aviso al Restaurador, que lo había mandado fusilar a la mañana siguiente en el cuartel de Cuitiño.
Mientras la sangre teñía las calles de Buenos Aires, Rosas había optado por instalarse en Santos Lugares. (20) Sus hombres de confianza le habían insistido que se alejara de la ciudad e incluso de Palermo. El resquemor por el intento fallido de la máquina infernal había resucitado en el ánimo de los federalas. Temían por la vida de su jefe. La idea de que el tratado con Francia pudiera haber traído la ansiada paz era un espejismo. Las muertes de Lavalle y de algunos unitarios de relevancia, y la derrota de La Madrid tampoco habían colaborado para que las aguas se calmaran.
A Rosas le llegaban las noticias. Desde el campamento, armaba y desplegaba los planes y acciones para que sus hombres concretaran sus órdenes. Nada de lo que sucedía quedaba fuera de su órbita. El 19 de abril había redactado unos borradores de puño y letra, para que el escribiente de turno los copiara y los enviara a destino. El comandante del escuadrón de Vigilantes de Policía, coronel Cuitiño, y el vicepresidente del Cuerpo de Serenos, mayor Mariño, recibieron sendas circulares donde se les anunciaba el profundo desagrado con que el Ilustre Restaurador había observado «la bárbara y feroz licencia». Le pedía al jefe de Policía que patrullara las calles de la ciudad a partir de aquella misma noche. Y no sólo eso, además escribía:
Se ocupe personalmente, con el mayor celo y delicado desempeño, en patrullar la ciudad y suburbios, tanto de noche como de día, en los puntos adonde no alcancen las patrullas de infantería, debiendo mandar a la cárcel pública, con grillos, a los asesinos o sospechosos que se encuentren.
También los de afuera aprovecharon para reavivar la mecha. Los unitarios reunidos en Montevideo y Chile habían unido filas en pos del derrocamiento de su enemigo. Incluso habían hecho circular una carta con firma apócrifa por la que Juan Manuel de Rosas denostaba a los nuevos gobernantes del país vecino del Paraguay. La guerra pudo ser detenida, pero no la de los pueblos hermanos. Rosas había sentido una especial aversión contra Juan Pablo «Mascarilla» López, gobernador de Santa Fe. Su aliado durante un tiempo, se había dado vuelta y firmado una alianza con el gobernador de Corrientes, don Pedro Ferré, otro de sus enemigos. La traición de uno de sus hombres de confianza lo llenaba de ira. Tal era el desprecio que sentía por el santafesino que había dejado de llamarlo por su nombre para pasar a ser «el pelafustán».
Los meses transcurrieron y los bandos continuaron con el tanteo y la furia contenida. Cuando uno avanzaba, el otro se medía, y lo mismo sucedía del otro lado. Expertos en la payada, federales y unitarios eran contrincantes de ley.
Llegó el mes de diciembre con deseos en la población de que el año terminara lo más pacífico posible. Pero era una ilusión. Las tensiones habían dominado la vida y las mentes de las tropas, y se había llegado al derrumbe de la relación con el vecino territorio oriental. La batalla de Arroyo Grande, en la provincia de Entre Ríos, fue una de las más violentas contiendas en todo el territorio. Rosas y el ex presidente uruguayo Manuel Oribe se habían asociado en contra del brigadier Fructuoso Rivera, quien a su vez se había asociado con los unitarios emigrados, los correntinos y los santafesinos al mando del «pelafustán». Sin embargo, la cosa era más compleja todavía. Nadie confiaba demasiado en nadie y mucho menos el Gobernador de Buenos Aires. Los planes muchas veces eran desbaratados antes de concretarse. Desleales y conspiradores estaban a la orden del día. Pero si había un zorro en esa guerra, ése era Juan Manuel de Rosas. Desconfiaba hasta de su sombra y dominaba las artes de la estrategia como ninguno. Una tarde preparó el terreno horas antes del arribo de John Henry Mandeville, ministro plenipotenciario británico ante la Confederación Argentina y amigo dilecto, por no decir enamorado, de su hija. Refregándose las manos y con un brillo especial en la mirada llamó a su edecán Antonino Reyes para ponerlo al tanto.
—Dentro de poco vendrá Mr. Mandeville. Cuando estemos reunidos, usted entrará a darme cuenta de que las divisiones del ejército de vanguardia están de a pie, que no se han empezado a pasar por el Tonelero los pocos caballos que hay, y que por esto y la falta de armas, el ejército no puede iniciar operaciones. Yo insistiré para que usted hable en presencia del ministro —reclamó Rosas sin ignorar que Inglaterra había comprometido una ayuda secreta para que Francia pudiese acabar de una buena vez con su conflicto en el Río de la Plata.
Al rato llegó Mandeville y le prometió a Rosas todo su esfuerzo para que se terminaran los entuertos. Reyes hizo su entrada como habían pactado y con cara de nada reclamó la atención del Gobernador.
—Diga usted —ordenó Rosas—, el señor ministro es un amigo del país y hombre de confianza.
Reyes se despachó con pelos y señales, y Rosas se levantó de la silla como una tromba y empezó a los gritos.
—Vaya usted, señor, y dirija una nota al jefe de las caballadas haciéndolo responsable del retardo en entregar los caballos, y otra en el mismo sentido para el jefe del convoy. ¡Y tráigame pronto sus notas para firmarlas!
Mr. Mandeville intentó calmarlo y le señaló que quizás a esas horas ya todo había llegado a destino.
—¡No, señor, no puede haber llegado todavía! Y si el Pardejón (21) supiera aprovecharse… ¡Así es como vienen los contrastes, así es como vienen! —respondió Rosas, cada vez más agitado.
Mandeville pidió permiso para retirarse. De inmediato, Rosas mandó la orden al capitán del puerto para que vigilase los movimientos en la rada. Esa misma noche tuvo el parte de que salía un lanchón para Montevideo, en el que iba un hombre de confianza del ministro. Al arribar, transmitiría los dichos que Mandeville había escuchado de boca del Restaurador.
Con la información fresca y seguro del dato, el general Rivera ordenó el avance contra Arroyo Grande, que suponía debilitado. El final era una catástrofe anunciada.
17- La esquina de avenida Rivadavia y Matheu.
18- Bolívar en la actualidad.
19- El sector de la Plaza de Mayo que daba frente al Cabildo; la otra mitad se llamaba Plaza 25 de Mayo.
20- En 1840, en el antiguo Convento de los Mercedarios, Rosas levantó el campamento de los Santos Lugares, en la actual localidad de San Andrés.
21- Así había bautizado Rosas al uruguayo Fructuoso Rivera, quien había destituido al presidente Oribe.