CAPÍTULO
X
Manuelita y su comitiva descendieron del carruaje a las nueve de la noche en punto, según el protocolo de la invitación. Llegaron hasta la puerta del caserón, a la espera de que vinieran en su búsqueda para hacerlos pasar. Una semana antes había recibido, en su casa de la calle Biblioteca, el convite a ese baile dedicado a su persona de parte del Comercio de Buenos Aires. Las tarjetas de invitación se habían confeccionado especialmente para la ocasión; las de las señoras eran de color rosa y las de los caballeros, celeste. Su Excelencia el General Rosas también había sido invitado, pero había preferido no concurrir. No era muy amigo de las reuniones sociales, aunque de vez en cuando elegía sorprender y aparecer sin previo aviso. No había sido ésta la elegida para la sorpresa.
Manuelita se había hecho presente junto a algunas de sus amigas: la hija del ministro Arana, María Mercedes, Dolores Marcet, Telésfora Sánchez y la siempre fiel Juanita Sosa. El edecán de su padre, Antonino Reyes, y la tía Pepa habían sido los chaperones en esta ocasión.
Miembros de la comisión aguardaron en la entrada para conducir a las señoras hasta las puertas del salón de tocador. Las muchachas pasaron un buen rato allí adentro, como era costumbre de toda dama que se preciara de tal. El arreglo y los afeites previos eran indispensables en toda fiesta. Luego de ajustar algún corset, acomodar algún rizo y revisar algún escote, las muchachas cruzaron el umbral y fueron conducidas al salón de baile. Los caballeros habían dejado sus capas y sombreros en la habitación destinada a esos avatares y tomado el billete numerado. Un billete de igual diseño era entregado a las señoras, para reclamar luego sus chales y demás abrigos. Todo estaba organizado al dedillo para que la noche transcurriera sin tropiezos.
Manuelita y su séquito fueron conducidas al sitio preferencial, que había sido arreglado con gran esmero. Al cruzar la puerta, se quemaron veintiún bombas de estruendo y la orquesta ejecutó la Marcha Nacional y el Himno Loor Eterno en su honor. Las muchachas expusieron su mejor sonrisa. El baile estaba presto a comenzar.
El salón estaba dividido en cuatro secciones, y dos bastoneros —con el brazalete de cinta punzó adornando el brazo izquierdo— cuidaban el orden en cada una de ellas. Manuelita se acomodó en el centro de la ronda de sillas que se había armado para ella. Sus amigas la rodearon y comenzó la charla, interrumpida a los pocos minutos por el ministro Mandeville, uno de los invitados de honor, que se acercó galante y la sacó a bailar. Una gran tarjeta colocada al frente del palco de la orquesta anunciaba el ritmo elegido. Un minué abrió la velada. Manuelita y John Henry dieron inicio al baile y detrás de ellos salió una infinidad de parejas.
—Mi querida niña, quiero expresarle mi agradecimiento por haberme concedido la primera pieza de la noche —le dijo el ministro y la tomó por la cintura.
—Ah, John, pero cómo no hacerlo —respondió Manuelita y lanzó una risa coqueta.
—Tanto es mi afecto hacia usted desde que nos vimos la primera vez en la iglesia de Santo Domingo que sólo puede cesar con mi existencia. Fue el 24 de mayo de 1836, para más datos —retrucó el caballero.
—Pero no exagere, hombre. Veo que tiene una memoria privilegiada. Recuerda todo a la perfección, por lo visto. ¿También se acuerda de que ese día yo cumplía los diecinueve años?
—Desde ya, mi señora, cómo olvidar a una beldad semejante. A mi edad puedo expresarme así con usted sin temor de ofenderla. ¿O la ofendí? —entre giro y giro Mandeville le sonrió, provocador.
—De ninguna manera, mi señor —dijo Manuela, y volvió a reír con ganas—. Pero a veces pienso que tal vez pueda ofender a otra persona con sus dichos, alguien bastante más allegado a usted…
Manuelita lo miró de reojo y Mandeville se ruborizó como un chico. Había una parte de su vida que prefería no hacer demasiado pública pero a veces no le salía como esperaba. Había llegado en el 36 a Buenos Aires con la joven Fanny MacDonald, a quien había presentado a todo el mundo como su sobrina. La había instalado en su casa de la esquina de Representantes y Restaurador, (22) mientras él se alojaba en una casona del sur, cerca de la Quinta de los Ingleses. (23)
—No entiendo de qué me habla, Miss Manuelita —respondió Mandeville con un tono que parecía implorar misericordia.
—Vamos, John, hablo de Fanny, a quien veo de tanto en tanto por el barrio, siempre acompañada por usted —le susurró al oído.
—Soy un hombre de corazón grande y carne débil, estimada. Pero eso no significa que sea deshonesto.
—No se ponga triste, dear John, no quise lastimarlo. Lo estimo tanto… —dijo y le dio un beso en la mejilla.
—Espero que así me quiera su padre, milady; no vaya a ser que me castigue como a tantos otros —sugirió con una sonrisa.
—¿Otra vez exagerando? —preguntó la joven con el ceño fruncido—. Usted bien sabe que Tatita decretó una amplia amnistía y un buen número de los exiliados volvió a estas tierras. Incluso alguno que otro se incorporó a mi corte.
—Pero dicen que está disconforme con el almirante Purvis y los barcos que se mecen en el río… —anunció el inglés con cuidado.
—Usted conoce a Tatita casi como yo. No le gusta que lo contraríen. Él gobierna no sólo esta tierra sino también sus aguas. Si él ordena un bloqueo, el pedido debe cumplirse. Y la Graciosa Majestad es de ustedes pero no nuestra, gracias a Dios. Pero no se asuste, John querido, usted está a salvo, se lo prometo —le susurró cerca del oído.
Mandeville ciñó la cintura de Manuelita y redobló la vehemencia en el baile. No era el único extranjero que se dejaba seducir por las mujeres de Buenos Aires. Cada vez que algún hombre de ultramar ponía un pie en una tertulia quedaba asombrado ante el despliegue de elegancia y belleza de las representanes del género femenino. Algunos incluso llegaban con advertencias férreas de que la primera intención de las señoras era turbar a los extranjeros, y que para eso se valían de una bebida por ellos desconocida, el mate, brebaje por medio del cual podían llegar a una cierta hilaridad. Sin embargo, tarde o temprano todos se dejaban tentar por aquellas miradas seductoras que se escondían a medias detrás de los abanicos.
Las formas elegantes de los jóvenes caballeros, la soltura y el porte se amalgamaban a la perfección con las bellas proporciones de las damas. Unos y otras desplegaron todos los recursos de la seducción sin caer en el escándalo. Nadie lo encontraba mal y todos participaban de esa fiesta dentro de la fiesta.
Llegó el cambio de tarjeta y un nuevo ritmo. Era el turno de la contradanza y al instante se formaron dos filas, de un lado los hombres y del otro las mujeres. Avanzaron unos hacia otros, por parejas, que giraron tomadas de las manos; dieron dos pasos de derecha a izquierda y valsaron. Los señores aprovechaban para darse el placer de oprimir entre sus brazos, alternativamente, a todas las bonitas damas de la fiesta. Incluso alguno que otro se animó e hizo alguna declaración insinuante. Total, lo peor que se podía recibir a cambio era un ingenuo «¡tiene dueño!».
Hijas, madres y abuelas se entregaban a la diversión del baile con espíritu juvenil. Quienes preferían quedarse sentadas, por algún impedimento físico o simplemente para deleitarse ante el despliegue de movimiento y color, sentían que aquello era un espectáculo edificante, que les probaba que la vejez no tenía por qué ir acompañada de la tristeza.
A la una en punto, un coro entonó el Himno dedicado por el Comercio a la noble hija del Jefe Supremo del Estado y se abrieron las puertas del Salón del Ambigú. Ya habían sido repartidas con anticipación por los bastoneros sesenta entradas a los caballeros, para que cada uno condujera a dos señoras a la mesa, a quienes debía atender de pie durante toda la comida. Algún caballero, designado por la comisión, pronunciaría de tanto en tanto brindis alusivos. Luego de que las ciento veinte señoras dejaron la mesa, los caballeros pudieron entrar a comer con sus tarjetas de entrada repartidas oportunamente. Era requisito obligado que reinara el mayor orden, guardando el decoro y moderación en los brindis, que exigían la presencia de la hija de Su Excelencia y de las demás representantes del bello sexo.
Pepa estaba entre las que no bailaban pero acompañaba de cerca a su sobrina. También aportó lo suyo para el juego social, con hábiles pinceladas diplomáticas. Con una memoria prodigiosa, recordó al pie de la letra a todos los invitados al baile de Comercio, sin siquiera tener que apuntar los nombres. Guardando un estilo de distracción aparente, estaba alerta a cuanta conversación podía escuchar. El espionaje era moneda de cambio de aquellos tiempos, y las apariencias a veces engañaban. No era bueno confiar ciegamente en nadie y convenía mirar todo con cuatro ojos. Cuando le fue posible, Antonino Reyes también se acercó a Manuelita. No había sido tarea fácil porque era la dama más solicitada de la fiesta. Estaban aquellos que se sentían atraídos por ella, y otros que buscaban algún acercamiento con su padre por su intermedio. Sin embargo, Manuelita quería mucho a Antonino y le hizo un lugar en su tupido cuadernillo de bailes. La que no perdía oportunidad de pasar de brazo en brazo era la intempestiva Juanita. Apasionada y visceral, la amiga querida de Manuela olvidaba por momentos que debía cumplir con el deber impuesto por el decoro y se entregaba a la erótica del placer. Era una mujer de sangre caliente y no le importaba demostrarlo. A veces se extralimitaba un poco, y su carácter le jugaba malas pasadas. Pero sabía reponerse rápido. Daba vuelta la página, y a otra cosa. Sin embargo con Rosas era diferente. No conseguía olvidarlo; no lograba abandonar las sensaciones que la habían dejado casi sin habla durante esa noche en que la había llevado a su despacho. Con sólo pensar en las manos de aquel hombre sobre su cuerpo, sentía una especie de vahído.
Mandeville persiguió a la agasajada durante toda la noche y ella lo dejó hacer. La conversación siguió, solos o acompañados por el resto de la comitiva. El ministro y Manuelita eran grandes amigos. Él intentaba, de vez en cuando, ir más allá de la pura amistad, pero ella sabía cómo mantenerlo a raya sin romper el vínculo. Sin embargo, el hombre no cejaba. Parecía hipnotizado por la porteña.
Pasadas las horas, Manuelita se sintió algo cansada y le susurró a su tía que tenía ganas de retirarse. Doña Pepa Ezcurra así lo advirtió y la orquesta volvió a tocar los Himnos Nacional y Loor Eterno, se quemaron otra vez veintiún bombas y se dio por terminado el baile. La comitiva oficial fue con sus billetes a recoger sus pertenencias y salieron a la calle, donde aguardaban los carruajes que habían estado esperando a los costados de la Recova, al cuidado de vigilantes de a pie y a caballo. Se debía cumplir con el itinerario: entrar por la Plaza 25 de Mayo, seguir por la Plaza de la Victoria y tomar la calle Reconquista. (24) Los cascos de los caballos contra el empedrado de las calles anunciaron el fin de fiesta.
***
Rosas ocupaba su despacho, como casi todas las tardes. En la antesala, y con la puerta abierta, estaban el loco Eusebio y el Biguá, con sus trajes de luces y la algarabía de siempre. Juntaban el papelerío que descartaba el patrón y lo ordenaban por tema y por fecha. Rosas les encomendaba ocupaciones y ellos las encaraban contentos. Que cumplieran, eso ya era otra cuestión. A veces el Restaurador perdía la paciencia y el dúo ligaba una sarta de improperios dignos de un carrero, o alguno que otro palo sobre el lomo. Abrían los ojos con pavura pero parecían no escarmentar. No aprendían o no querían. Pero permanecían al lado de Rosas como el primer día, siempre a tiro para lo que su amo les ordenara.
El jefe aguardaba compañía. Durante los últimos meses había tomado decisiones cruciales. Los acontecimientos arreciaban y el tiempo corría demasiado de prisa. La realidad con todas sus complicaciones lo había tomado por asalto.
Eusebio asomó media cabeza y carraspeó para anunciar su presencia. Sin levantar la vista, Rosas le hizo una seña para que hiciera pasar a sus invitados. No esperaba a nadie más que a Arana y a su cuñado Mansilla. Los caballeros hicieron su entrada con los sombreros en la mano y el paso firme. Clavaron los ojos en el dueño de casa, aguardando a que les sugiriera el asiento para cada uno.
—Mis amigos, me parece que prefiero dar una vuelta. Estoy entumecido —expresó decidido y con un grito dio la orden—. ¡Que nos preparen los caballos, Biguá! Salimos ya mismo.
Los recién llegados se miraron entre sí y fueron detrás de Rosas. No tenía sentido decir nada, cuando decidía algo era imposible modificar su parecer. Volvieron a guarecerse con sus capotes y salieron a la calle, donde ya estaba lista la caballada. Los resoplidos interrumpían el sonido habitual de las caminatas de los transeúntes, mientras el batir de las colas para quitarse de encima alguna mosca parecía parte de una danza frenética. Juan Manuel montó de un salto, Arana y Mansilla hicieron lo suyo y emprendieron el recorrido que marcaba Rosas.
—¿Adónde nos dirigimos, Juan Manuel? —preguntó Lucio.
—Vamos a la Alameda, quiero hacer una recorrida de punta a punta. No creo que hoy circulen demasiadas personas. Podremos conversar tranquilos —dijo Rosas; parecía contento como un chico—. Y a la vuelta quiero hacer una pasada por un local que acaba de abrir sus puertas y que alguien por ahí me dijo que tiene unos bizcochos soberbios.
Los señores rieron ante la confesión golosa del Restaurador. Eran bien conocidas sus mañas a la hora de la comida. Respetaba poco los horarios impuestos, comía cuando tenía hambre —en general lo hacía solo— y únicamente lo que ordenaba.
—¿Será la panadería de Juan Michelet? —señaló Mansilla—. Tinita anda como loca con eso.
—Exactamente, me han dicho que el cartel de la entrada reza La Panadería del Cañón. Los habitantes de Buenos Aires estaremos más que contentos con la bonanza del tal Michelet en los negocios, ¿no es cierto? —No había detalle de la ciudad que quedara fuera de la órbita de Rosas. Conocía los pasos de todos.
—Perfecto, Su Excelencia, eso haremos —agregó el ministro Arana, siempre atento a las necesidades del gobernador.
—Tengo demasiadas preocupaciones, caballeros —dijo de pronto Rosas e hizo silencio. Miraba hacia adelante, mucho más allá, donde reposaban las aguas del río.
Los problemas que ocupaban su cabeza no le daban paz. A la solución de uno, de inmediato aparecían otros tres. Sabía que ser el líder de la Confederación nunca había prometido ser una tarea fácil, pero en algunas oportunidades quería tirar todo por la borda. Y que los demás se ahogaran sin él. Lo tenían cansado, no entendía cómo podían ser así de necios. Hacía meses que había expulsado a los jesuitas de su territorio. Las rispideces habían comenzado luego del atentado del que había sido víctima. Los padres no habían expresado el suficiente rechazo del incidente y Rosas había empezado a molestarse con ellos. Había dado la orden de que nadie pisara las iglesias, ni siquiera para escuchar misa. Por si no hubiera sido suficiente, se había corrido la voz de que los sacerdotes sólo confesaban a los unitarios. Manuelita había intentado interceder pero su palabra no había llegado a buen puerto. La furia, siempre disponible en cualquier diatriba, se había hecho carne en su padre y empezaron a aparecer pasquines en las paredes con dibujos de jesuitas colgados en la horca. Muchos buscaron refugio en casas particulares por miedo a las turbas violentas. Las grescas fueron y vinieron hasta que el Superior de la Orden le hizo un reclamo a Rosas, pidiéndole que designara a otra persona para que se hiciera cargo de la iglesia. Se nombró a Majesté y el 22 de marzo de 1843 ordenó la salida de los jesuitas.
—Soy tanto mejor como amigo cuanto más terrible soy con el enemigo —dijo de la nada, y echó una mirada furtiva a sus acompañantes.
—Lo sabemos bien, Excelencia.
—Termínela con los títulos, Batata —así llamaba a Arana, en la intimdad—. Estamos aquí a la vera del río, no nos oye nadie.
—Nosotros tampoco escuchamos, Juan Manuel. Nos has traído hasta aquí y no largas palabra, hombre —dijo Lucio, intranquilo.
—Menos ansiedad y más paciencia, cuñado. A veces no es malo pensar y callar.
Ajustó las riendas entre sus manos y continuó como si siguiera el hilo de sus pensamientos.
—El que no está conmigo está en contra de mí.
—Pues eso ya lo sabemos más que bien —intervino Mansilla.
—¿Y te parece mal?
—¿Cómo voy a opinar sobre tus percepciones acerca del bien y del mal, Juan Manuel? Somos familia.
Rosas clavó sus ojos azules en los de su cuñado. Los lazos familiares no significaban ninguna garantía para él. Su hermano Gervasio lo había traicionado, varios de sus cuñados estaban en la vereda de enfrente y no tenían ni el más mínimo pudor en decirlo. Y su madre… De pronto la recordó. A pesar del estado de salud que la postraba, Agustina López de Osornio aún insistía, de tanto en tanto, en que abandonara la política y se dedicara a vivir feliz y contento en el campo. Sabía que la dama despotricaba contra los federales, aunque también despreciaba a algunos unitarios. Visceral como nadie, desde la cama digitaba las vidas de hijos y nietos. Agustinita Ortiz de Rozas era su hermana querida y la menor de todas. Apreciaba a su marido pero él tampoco formaba parte de las huestes rosistas. Se respetaban mutuamente y cuando debía hacerle algún pedido, ahí estaba Lucio. Hacía un tiempo, luego de la batalla de Quebracho Herrado, le había encomendado que acompañara al capitán francés Eduard Halley a entrevistarse con Juan Lavalle para ofrecerle una salida segura del país, oferta que el jefe unitario había rechazado. Mansilla no lo traicionaba.
—Caballeros, me preocupan las deliberaciones con Inglaterra. Como bien saben, Baring quiere cobrar el empréstito —El viento empujaba el follaje de los árboles, lo que obligaba a Rosas a elevar la voz.
—¿Pero Insiarte no se ocupa de eso? —preguntó Arana.
—En eso anda, pero no me fío de los ingleses, sus prestamistas, sus Majestades y la mar en coche.
Hacía como dos décadas del empréstito contraído a través de la casa Baring Brothers por el gobierno bonaerense, que seguía acumulando deudas. Los años habían pasado y los banqueros habían comisionado al señor Felicien Falconet para realizar el cobro al gobierno de la Confederación.
—Insiarte puso todo tipo de excusas, manifestó todas las dificultades por las que hemos pasado y les dijo que estamos dispuestos a cederle a su Majestad Británica las islas Malvinas en pago de la deuda —agregó Rosas.
—Seguramente aceptarán y así agregarán una porción de tierra a la infinidad de colonias que tienen alrededor del globo —soltó Arana en defensa de su colega ministro.
—No debemos confiarnos tanto, Felipe. No está dicha la última palabra, no han aceptado aún. Tampoco estamos en condiciones de hacernos de un nuevo enemigo; basta de contiendas, por favor —dijo Rosas.
—Ya tenemos demasiadas, Excelencia —acordó Arana—. Y a propósito, me han llegado noticias de extramuros acerca de vuestros traidores, con nombre y apellido.
—Largue, Batata. A ver si son los que ya tengo registrados o el virus de la traición se ha adueñado de aún más corazones.
Muy de vez en cuando se cruzaban con algún jinete distraído, o con grupos dispersos de peatones que no caían en la cuenta de quién montaba aquel soberbio caballo zaino. Rosas se había calzado el sombrero hacia adelante para que el ala disimulara su rostro y su cometido se cumplía: nadie parecía reconocerlo.
El ministro de Relaciones Exteriores comenzó a enumerar la lista de traidores que había llegado a su conocimiento. Tras la cordillera, el exiliado Domingo Faustino Sarmiento fogoneaba contra el gobierno de Rosas. Desde el diario chileno El Progreso, había iniciado una campaña tenaz para que Chile ocupara el Estrecho de Magallanes, y el 21 de mayo había partido una expedición desde Santiago, al mando de John Williams. Arana había enviado una nota de protesta al gobierno trasandino.
Pero Sarmiento no era el único enemigo de Juan Manuel de Rosas. Don Felipe agregó a Florencio Varela, instalado desde hacía un tiempo en Montevideo. El periodista tenía en vista fragmentar el territorio constituyendo una nueva nación con Entre Ríos y Corrientes, y para eso se había agenciado algunos aliados: los ministros del gobierno uruguayo, el almirante Purvis y el comendador Juan Luis Vieira Cansançao de Sinimbú, plenipotenciario de Brasil. Otro amigo de la traición no era otro que el director del diario uruguayo El Nacional, José Rivera Indarte, el artífice de la fallida máquina infernal. El poeta cordobés, que antes había sido miembro de la Sociedad Popular Restauradora de la mano de doña Encarnación, había cruzado a la otra orilla como tantos otros, asqueado de las tropelías rosistas. Los federales esgrimían que había tenido que escapar de Buenos Aires como un perro, procesado por estafa y falsificación de documentos.
—Desde afuera nos comen los nuestros, hijos de mala madre —susurró Rosas, lleno de ira.
—Es un sinsentido pero es así —dijo Lucio y agregó, consciente de que se arriesgaba—: Pero también nos comemos desde adentro, Juan Manuel. La sangre derramada en Buenos Aires nos va a ahogar. Hay que parar con esta locura.
Arana asomó la cabeza y escrutó a Mansilla, que cabalgaba al otro lado de Rosas. Avanzar sobre el tema de La Mazorca resultaba delicado. Nadie se atrevía a hablar abiertamente en contra del grupo regenteado por Ciriaco Cuitiño.
—Me parece que tienes razón, Lucio. No debemos dar pasto a los chimangos. A veces siento que a Cuitiño se le van las cosas de las manos. Emprendamos el regreso —anunció Rosas, decidido—. A la vuelta implemento las resoluciones, pero antes pasemos por la panadería, por favor.
Con una sonrisa, como si la charla lo hubiera aliviado como por arte de magia, Juan Manuel tiró de una de las riendas para que su caballo doblara. Sus compañeros de cabalgata lo imitaron y tomaron la primera calle que los llevaría hasta Maypú, (25) donde estaba quedaba la panadería del francés. Arribaron a los pocos minutos.
—Baja, Lucio, y compra ese manjar de los dioses —ordenó Rosas y permaneció a caballo, junto a Arana.
Mansilla desmontó y entró en la Panadería del Cañón. Decidió que aprovecharía y se haría de unos bizcochos más para su casa.
—Quería que estuviéramos solos, sin testigos —apuró Juan Manuel y miró a su ministro Arana—. A partir de mañana se terminan las acciones de La Mazorca; se acabaron la refalosa y violín-violón, (26) y toda esa mierda. Mándemelo a Cuitiño, que le hago el anuncio. Y guay de la cara que me ponga ése. No vaya a ser que se gane una cucharada de su propia medicina.
22- Perú y Moreno en la actualidad.
23- Desde mediados de la década de 1810, así se conocía a la zona de Parque Lezama, por el comerciante Daniel Mackinlay, que había comprado los terrenos en remate en 1812 y hecho la quinta original; poco después, Brown tendría su «kinta» sobre Martín García, y muy cerca estaba la del médico Mathew Reid.
24- Defensa en la actualidad.
25- Maipú en la actualidad.
26- Así llamaban al degüello, los miembros de La Mazorca.