CAPÍTULO
II
La disputa por el territorio nunca se había detenido del todo. Siempre que las ansias de apropiación parecían aquietadas, desde algún lado avanzaba el zarpazo. Los ejércitos de la Confederación defendían o atacaban, según el sitio donde se encontraran. La Banda Oriental era uno de los puntos más calientes y sus conflictos habían convocado a la figura de Rosas, que había optado por tomar partido por el bando del general Oribe.
Mientras que a fines de marzo del 45 Manuelita recibía en Palermo a cientos de invitados para celebrar el triunfo del federal Urquiza en India Muerta, lejos de su casa Rosas decretaba el bloqueo del puerto de Montevideo para reforzar el sitio que Oribe había impuesto en torno de la ciudad controlada por sus enemigos.
Esta decisión del gobernador de Buenos Aires había provocado una reacción por parte de Francia y Gran Bretaña, por la que decidieron hacer una intervención conjunta en el Río de la Plata. De inmediato, Inglaterra nombró a William Gore Ouseley como ministro en reemplazo de Mandeville, y Francia al barón Deffaudis como enviado extraordinario, que llegaría en el mes de junio. El nuevo ministro plenipotenciario francés era Durand de Mareuil, y había desembarcado en febrero en el puerto de Buenos Aires. Habían sido largos meses de deliberaciones con el ministro de Relaciones Exteriores, don Felipe Arana. Antes de las negociaciones finales, Arana había exigido que se reconociera el bloqueo; los mediadores, sin embargo, reclamaron su levantamiento. El canciller les recordó el bloqueo francés; los extranjeros, en cambio, reclamaron por los intereses comerciales anglo-franceses. Exigían respuesta inmediata, a lo que Arana les contestaba con la exigencia de la inmediata aceptación del bloqueo. El 21 de julio los funcionarios extranjeros solicitaron sus pasaportes.
Entonces, sin advertencia previa, los buques ingleses y franceses apretaron a la escuadra argentina que bloqueaba Montevideo. El almirante Guillermo Brown, bajo las órdenes de Rosas, debió resignarse ante la superioridad enemiga. Él y sus oficiales fueron dejados en libertad, pero los barcos de la Confederación quedaron en poder de los ingleses y los franceses.
Meses más tarde, las tropas anglo-francesas se decidieron a remontar el río Paraná para poner en práctica la libre navegación de los ríos interiores. Pero Rosas no estaba dispuesto a permitir semejante afrenta. Previendo el plan de su enemigo externo, había empezado a preparar un plan en respuesta. Su cuñado era el elegido para hacerse cargo de la defensa. En su carácter de comandante interino del Departamento del Norte, Lucio Norberto Mansilla había sido instruido para que formara una pequeña tropa con gente de los alrededores. Se había instalado en las barrancas de la Vuelta de Obligado, sobre el Paraná, y allí había dispuesto sus baterías. De orilla a orilla del río habían anclado los cascos de veinticuatro pontones, que sostenían tres gruesas cadenas. Las banderas argentinas flameaban sobre los pontones y dos mil quinientos soldados aguardaban detrás de los parapetos de barro construidos por ellos mismos, que servían a la vez para defender y ocultar las treinta y cinco piezas de artillería. Abundaba la bravura pero escaseaban las municiones.
Eran las nueve y media de la mañana de un 20 de noviembre refulgente cuando los grandes barcos enemigos aparecieron fondeando con la seguridad de su contundencia. Las dos márgenes se colmaron de hombres vestidos de colorado. Al grito de «¡Oíd mortales el grito sagrado!» los tambores retumbaron en aquella mañana de cielo límpido, y varias voces al unísono continuaron con un «¡Viva la Patria!». El general Mansilla arengó a sus tropas a viva voz: «¡Vedlos, camaradas, allí los tenéis! Considerad el tamaño del insulto que vienen haciendo a la soberanía de nuestra Patria al navegar las aguas de un río que corre por el territorio de nuestra República, sin más título que la fuerza con que se creen poderosos. ¡Pero se engañan esos miserables, aquí no lo serán! Tremole el pabellón azul y blanco y muramos todos antes que verlo bajar de donde flamea».Y comenzaron los disparos de proyectiles y metralla. Pero el enemigo venía mejor armado. Tronaron los ochenta y ocho cañones. El combate parecía interminable. Los invasores intentaron aproximarse a las cadenas para deshacerse de ellas, pero fueron repelidos por el intenso fuego a la orden de Mansilla. Con viento a favor, lograron dejar fuera a los bergantines Dolphin y Pandour, obligando a retroceder al Comus. Ambas fuerzas se batieron en una lucha sin cuartel. En un momento, sin perder la calma de siempre, Mansilla se dirigió a uno de sus hombres y le consultó: «Alberti, ¿qué es eso que echan al agua de aquel barco?». El hombre, de origen italiano, tomó su catalejo y observó con detenimiento. Sin dudarlo, respondió: «¡Son corpos, usía!»
Luego de dos horas de combate, el bergantín Republicano, que sostenía las cadenas en la margen opuesta, se quedó sin municiones. Su comandante, veloz para las decisiones, lo hizo volar y pasó a tierra para reforzar una de las baterías terrestres. A las cinco de la tarde, todo había terminado. Los buques extranjeros lograron abrirse paso y sus hombres desembarcaron. Mansilla cargó personalmente a bayoneta calada para defender las baterías, pero fue derribado por una salva de metralla que lo hirió gravemente en el pecho. El artillero capitán Juan Bautista Thorne tomó el mando pero ya no había más nada que hacer: habían sido derrotados por Francia e Inglaterra. Entre los caídos se contaron ciento cincuenta hombres y noventa heridos. Entre las víctimas del combate había algunas mujeres alcanzadas mientras atendían a los malheridos.
En los meses siguientes se sucedieron los enfrentamientos con los buques europeos que, entorpecidos en su avance por los ataques desde las costas, remontaron lentamente el Paraná hasta Corrientes y Asunción. Los emisarios europeos volvieron a intentar algún tipo de arreglo con Juan Manuel de Rosas pero el diálogo no era una tarea fácil. Ellos presentaban sus fundamentos de forma poco fidedigna. Los propósitos reales —según el comisionado brasileño ante las cortes de Londres y París— de la intervención anglo-francesa en el Río de la Plata eran los siguientes: convertir a Montevideo en «factoría comercial para las potencias marítimas»; obligar a la «libre navegación del Plata y sus afluentes»; independizar a Entre Ríos y Corrientes «si sus habitantes lo quisiesen»; fijar los límites del Estado Oriental, Paraguay y el Nuevo Estado de la Mesopotamia «con prescindencia del Brasil»; conservar el estado de cosas en el resto de la Confederación «si Rosas accediera a la razón sin recurrir a las armas» o diese libertad de comercio. En caso contrario, levantar contra él a las fuerzas locales adversarias suficientes para obrar apoyados por las fuerzas navales y poner en Buenos Aires un gobierno «que dé muestras de amistad hacia Europa».
***
El cortejo emprendió el viaje temprano por la mañana, hacia el Cementerio del Norte. (27) En el más hermético de los silencios, la familia le rendía honores a su matriarca. Doña Agustina López de Osornio había dejado de respirar el día anterior, el 12 de diciembre de 1845, en su casona de la calle De la Paz. (28) El desenlace había sido previsible. Su salud se había deteriorado mucho durante los últimos meses. La parálisis que la había postrado finalmente se había llevado su vida. Sin embargo, la injerencia que ella había tenido siempre sobre sus hijos no terminaba con su muerte. La señora había pedido expresamente que se aceptaran sus deseos y nadie se atrevía a contradecirlos. Las autoridades del gobierno habían querido prepararle unas exequias con toda la pompa que merecía la madre de un gobernador, pero había sido imposible. Doña Agustina había dejado por escrito que su cadáver fuera llevado al cementerio público en el carro de los pobres y en el cajón más rústico que se encontrase, para luego ser conducido al templo de San Francisco acompañado sólo por sus parientes próximos; además dispuso que al funeral asistiera su familia y los miembros de la Cofradía de San Benito, (29) a la que ella había pertenecido.
La Legislatura había enviado una nota a Rosas en la que anunciaba una comisión para que asistiese al funeral y él la había rechazado por las razones testamentarias. En la esquela había señalado el dolor que sentía «por la pérdida de una madre tan cariñosa, que amaba en proporción a su mérito y virtudes».
A título oficial, el ministro don Felipe Arana participaba del entierro en representación del gobierno, y el canónigo Miguel García lo hacía en representación de la Iglesia. En coche y a caballo, los varones de la familia formaron el cortejo. Las mujeres, según la costumbre, no concurrieron al cementerio. Con discreción y vestidos de negro de pies a cabeza, sus tres hijos Juan Manuel, Prudencio y Gervasio escoltaron la procesión. Los yernos —don Felipe Ezcurra, don Francisco Saguí, don Miguel Rivera y don Tristán Nuño Baldez— y los nietos —Juan Bautista Ortiz de Rozas, Carlos María de Ezcurra, Felipe María de Ezcurra, León Ortiz de Rozas, Lucio Víctor Mansilla, Tristán Baldez (hijo) y Franklin Bond y Rozas— iban detrás.
Descendieron en San Francisco y en silencio se acomodaron para escuchar la misa de cuerpo presente. Cumpliendo el requisito de la difunta, no se ofrecería convite alguno. Tras el oficio, el cajón fue conducido en un modesto carruaje para ser sepultado en el depósito de los pobres. Al finalizar el sepelio, todos regresaron a la casona de De la Paz, salvo Juan Manuel y su hijo. Rosas le pidió que lo acompañara, quería estar con los suyos. Subieron al carruaje y se dirigieron a la casa de la calle Biblioteca.
—Ahora que no está, me doy cuenta de que debería haberla acompañado más. Lo lamento tanto —dijo Rosas en voz muy baja—. Nada de todo esto me compensará.
—Es la ley de la vida, padre. Contra eso no se puede… —intentó Juan.
—La de veces que me recriminó llorando sin consuelo que recibiría por premio la más cruel ingratitud —tragó para contener el llanto—. Y ahora nadie me la va a devolver.
El silencio los embargó. Juan no sabía qué decir para calmar la tristeza de su padre. Él también estaba triste, su abuela había sido una figura demasiado importante para toda la familia.
—¿Y ahora a quién le enviaré todos los días la fuente llena de natillas? —preguntó Rosas con angustia al recordar la costumbre diaria que había cumplido por años.
—¿Qué le parece si las comemos hoy en su honor? —propuso Juan con una sonrisa leve.
Rosas palmeó a su hijo y le devolvió un gesto que intentó ser una sonrisa pero que quedó a mitad de camino. Llegaron a la casa donde los esperaba Manuelita, que vestía un vestido de tafeta negra, el mismo que había usado hacía siete años cuando había muerto su madre. La muerte de su abuela era un golpe fuerte para la niña: las dos mujeres más importantes de su vida ya no estaban junto a ella.
En la casa de doña Agustina, el escribano Montaña había abierto el testamento y se disponía a leerlo frente al resto de sus hijos. Los bienes gananciales del matrimonio, fincas, fondos públicos, billetes de lotería, moneda contante y dos cajas de oro, la casa de la calle De la Paz y quince casas más, sumaban 1.088.033 pesos. En cuanto a los muebles y ajuar de la casa principal, se dividieron en seis lotes para las mujeres de la familia.
—Vayan a ver qué dice Juan Manuel —dijo Gregoria, la primogénita, mirando fijo a Gervasio.
El hermano menor leyó con detenimiento todas las páginas y permaneció en silencio durante unos minutos. Reflexionó con la mirada perdida.
—Que se cumpla la voluntad de madre. Pero vayan a decirle a Juan Manuel y a Prudencio que nosotros somos ricos y que de lo nuestro se tome para integrar la hijuela que a las hermanas mujeres corresponde —señaló Gervasio, que había sido nombrado albacea de la sucesión y tutor de Franklin Bond.
El escribano enrolló el testamento y partió rumbo a lo de Rosas. Allí lo recibió el huérfano junto a sus dos hijos; su nuera y su nietito no participaban de la reunión.
—Le traigo el testamento de su madre, Vuestra Excelencia.
—Que se cumpla la voluntad de madre —ordenó Rosas sin leer.
—Sus hermanos dijeron lo mismo que usted, salvo don Gervasio, Juan Manuel —murmuró Montaña, con los ojos más redondos que de costumbre.
Rosas hizo un gesto de desdén y giró sin decir ni una palabra. Se dirigió hacia la ventana y allí se quedó, dándole la espalda al resto. Juan le ofreció a Montaña acompañarlo hasta la puerta. Manuelita se acercó a su padre.
—Tatita, le haría bien dejar de lado el trabajo por unos días aunque sea —dijo con suavidad y lo rodeó por los hombros.
—A veces las obligaciones nos pasan por encima, mi niña.
—Pero todo puede esperar. Y además, para algo estoy yo. —Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
—Me olvidé de preguntar, pero averíguame si madre dejó algo para sus pobres. Si no lo hizo, entrégales una limosna mensual en su nombre —le pidió a su hija sin reparar en su llanto—. Pero Manuelita, ¿qué pasa? Mi niña amada, te has puesto triste.
La abrazó y la dejó llorar sobre su hombro. Sabía lo que había sido la abuela para su hija. Muchas veces había ocupado el lugar maternal que no había tenido Encarnación. Tan parecidas y tan diferentes… Hizo un esfuerzo enorme por no quebrarse pero el brillo de los ojos lo delataba.
—No me dejes solo, Manuelita. Quédate conmigo para siempre, prométemelo —dijo Rosas, mirándola fijo.
—Pero usted no está solo, Tatita. La tiene a María Eugenia —respondió la hija entre sollozos.
—Eso no cuenta. La única que me quita esa fea sensación de soledad eres tú, Manuelita.
La joven no podía parar de llorar. Veneraba a su padre, quería acompañarlo siempre pero también sentía que quería una vida para ella. Quería aprender a amar a un hombre, construir algo parecido a lo que habían hecho sus padres, emularlos. No sabía cómo ni si sería capaz. Con la mirada nublada por las lágrimas, miró a su padre. Si lo perdía a él también se mataría.
***
Rosas imitaba a un caballo con Angelita en andas. Salticaba como un potro y la niña reía como loca. Había tomado la calle de ombúes que llegaba al río; detrás, un poco más alejados, iban Eugenia y el resto de la prole: Merceditas, Emilio y Nicanora, que empezaba a dar sus primeros pasos.
—¡Vamos, Eugenia, que quedan rezagados! —gritó Juan Manuel y la niña lo imitó—. Soldadito me aprieta las ancas y me obliga a correr.
Rosas llamaba a sus nuevos hijos con nombres que él mismo les había inventado, una práctica que solía usar con casi todo el mundo. Con la mayor —que ya tenía seis años—, aunque sabía que era la hija de un sobrino de Encarnación, no hacía diferencias respecto del resto. La llamaba Antuca y era el centro de sus bromas porque más de una vez la había pescado comiendo desaforadamente dulces a escondidas. Angelita tenía cinco y era la favorita de Juan Manuel. Iba detrás de su padre constantemente y tal era su fascinación por él que un día le pidió a la madre que la vistiera con casaca y pantalón, emulando al Restaurador. Así adquirió el apodo de Soldadito. Emilio, el varón, próximo a cumplir los cuatro años, era el Coronel para su padre y como era de esperar, también vestía ropas de soldado en miniatura. Y Nicanora, la menor, era la Galleguita.
Ya nadie se asombraba de ver a Rosas jugueteando con los hijos de su manceba. Era algo cotidiano encontrarlo en Palermo hincado con algún crío encima, o jugando a la lucha como un niño más. Lo que no había hecho con Pedro y Juan, ni siquiera con Manuelita, lo hacía ahora con los hijos que había tenido con la Castro.
Nicanora se cansó de caminar, y de la nada, comenzó con un berrinche atronador. Lloraba sin lágrimas y extendía sus bracitos hacia donde jugaban Juan Manuel y Angelita.
—Rosas, la Galleguita lo llama. —Eugenia tomó a la niña en brazos y se dirigió hacia donde se encontraba su hombre.
—Pero qué atrevida esta mocosa. ¿Quién se cree que es, mi Gallega? Venga para acá. —Rosas bajó a Soldadito de sus hombros, que frunció el ceño en el acto, y allí mismo colocó a la otra. —Y usted, demuestre su talento y marche a mi lado, como una buena federala.
Soldadito se irguió, quitó los rulos de su cara y desenvainó la espada de madera, arengándose con sus propios gritos mientras marchaba con seriedad. Su padre largó una carcajada. Sus hijos pequeños le causaban una gracia inusitada. Los pocos minutos de distensión los tenía junto a ellos, el resto era trabajo.
Una liebre cruzó el camino y Emilio olvidó todo y corrió detrás. Él también tenía una espada en miniatura y la enarboló como si fuera un arma mortal. A los gritos se perdió entre los árboles. El resto continuó su camino como si nada. Estaban acostumbrados a caminar entre flamencos, guanacos, ñandúes y otros animales silvestres, además de la enormidad de pájaros de precioso plumaje. Los pequeños Castro eran chicos de campo, no iban nunca a la ciudad, prácticamente no la conocían. Eran la réplica de Juan Manuel de niño. Las infancias parecían calcadas, salvo por las figuras maternas. Eugenia era la antítesis de Agustina.
Era una tarde de verano perfecta. Rosas se había tomado el día y descansaba junto a Eugenia y sus hijos. Llegaron a la orilla del río y la madre desvistió a los niños, que de una corrida llegaron hasta el agua y para meter los piececitos. Se armó un griterío en medio del chapoteo, bajo la atenta mirada de Eugenia y Juan Manuel. Toda la dedicación estaba puesta en las criaturas. A la luz del día, él no imponía su hombría sobre la mujer. A la noche y en la intimidad de su cuarto, era otra cuestión. Allí sí hacía uso de su vehemencia. Y ella se dejaba. Ahí en el río y a solas con sus hijos, habría deseado que él la rozara siquiera. Pero eso no sucedía y ella tampoco se atrevía a tanto. En la oscuridad y en lo íntimo de la soledad compartida, cada vez se animaba un poco más.
En la casa, los acontecimientos se sucedían en el más completo frenesí. Manuela y Juanita se desempeñaban lo mejor que podían ante la infinidad de visitantes que se habían acercado hasta Palermo. En el sector preparado especialmente para aquella faena, largas filas de hombres y mujeres esperaban pacientemente que la hija del Restaurador los atendiera. Ella los recibía uno por uno. Secundada por su Edecanita, la Niña escuchaba todo, ofrecía palabras de aliento para los necesitados y si veía que el desamparo era excesivo, les daba alguna bolsa de harina o fruta o lo que tuviera a mano. Pero también recibía regalos y ofrendas. Calabazas gigantes, canastas repletas de flores, hormas de queso e incluso animales para sumar a los muchos que ya ocupaban el terreno de Palermo. La jornada se alargaba más de lo común pero las muchachas estaban acostumbradas a la labor.
El sol había empezado a pegar la vuelta y la luz tenue del atardecer anunciaba el comienzo de la retirada de los convidados del pueblo. Al ver las espaldas de los últimos en irse, Manuelita suspiró y se quitó un mechón renegrido que le había caído sobre la cara.
—Vamos a la galería de la estatua, Juanita. Quiero descansar un rato allí —dijo Manuelita, refiriéndose a un sector de la casona donde había un bello busto de mármol sobre un pedestal, todo rodeado de árboles.
—Pícara, mi amiga. A quién te recordará esa estatua —bromeó Juana con la mano en la cintura.
Manuela la miró y le dedicó una sonrisa vaga. Pero Juana, que lo que no tenía de inteligente lo suplía con la intuición, se dio cuenta al instante del estado de ánimo de su amiga.
—¿Te pasa algo, Manuela? ¿Sigues triste por la muerte de tu abuela? —le preguntó mientras la rodeaba por los hombros y caminaban con paso lento.
—Eso también, pero ya sabes cómo soy. A veces siento una desazón inmanejable. La tristeza me arrasa y no sé qué hacer; me duele aquí —y puso su mano sobre el centro del pecho.
—¿Por qué no organizamos un baile? Te hará muy bien, ya verás —propuso Juanita, que amaba el jolgorio.
—No tengo voluntad y tampoco quiero que te ocupes de eso. Cuéntame algo de ti, Juana, así no pienso más en mi malestar.
Llegaron a la galería y allí estaba Mercedes junto a Telésfora, reposando en las mecedoras y disfrutando de unas limonadas frescas. Manuelita sonrió al verlas y se acomodó al lado de su cuñada. De fondo empezaban a sonar las chicharras de los grillos y más lejos, los gritos alegres de los niños.
—Te noto agotada, Manuela. ¿Te sientes bien? —le preguntó su cuñada sin disimular la preocupación.
—Hemos tenido un día largo, nada que no se solucione con unas buenas horas de sueño —respondió Manuelita—. ¿Cómo está el niño, Mechita?
—Divino pero travieso. Debe andar por ahí, con la nana y algunos más. Tan chico y tan zalamero, no sé a quién saldrá. —Mercedes largó una carcajada.
Juanita achinó los ojos y se perdió en sus elucubraciones. Sin poder dominar su mente, sonrió con incipiente picardía.
—En qué andarás pensando, Juana. Te delata la cara —largó Telésfora.
La muchacha intentó disimular sus pensamientos pero el rubor tiñó su rostro, delatándola.
—¿Será que ya andas con novio, jovencita? Cuenta, cuenta —la instó Mercedes.
—Coqueteo con varios pero a nadie le he dado el sí —respondió Juanita, intrigante.
—Debes tener cuidado, niña. No vaya a ser que de la larga fila luego no quede ninguno. Los hombres se hacen los ciegos y los sordos mientras quieren seducir a una mujer; cuando ya la han tenido, se aburren y se van.
—Por eso mismo, Mechita. A mí no me tiene nadie. Hay que hacer mucho mérito para cautivarme.
—Tengo más años que tú. A los diecinueve ya deberías estar pensando en el vestido blanco más que en esos volados coloridos. Te lo digo por experiencia. —En el acto se arrepintió de sus palabras. Manuelita estaba a poco de cumplir los veintinueve y seguía soltera.
Todas miraron con ansiedad disimulada hacia la hija del Gobernador.
—Cambien la cara. No entiendo por qué cada vez que se habla de bodas y novios, a todo el mundo se le ocurre sufrir por mí. Soy una mujer feliz así como estoy —aseguró Manuelita.
—No hace falta que nos engañes, querida. —Mercedes detuvo la mecedora y se acercó a su cuñada y apoyó su mano sobre la de ella. —No existe la mujer que no quiera casarse, que no crea en el amor.
Manuelita llevó su otra mano al pecho y la subió hasta el cuello. Su mirada triste se perdió en el horizonte.
—Ya vas a ver que la pasión invadirá tu cuerpo y no podrás detenerla —dijo Juanita, pensando en sus propios secretos.
Era la menor de todas y hablaba con una autoridad digna de alguien de mucha más edad y experiencia. Juanita sólo creía en el poder que su cuerpo le daba frente a los hombres. Con ese poderío, todo era más que suficiente. Ella decidía cuándo y dónde; con quién era otra cuestión. Ya volvería a tener a Rosas entre sus brazos. Era joven y bella, no necesitaba nada más.
Corriendo como locos aparecieron Merceditas, Ángela y Emilio, transpirados y con las mejillas arreboladas, llamando a Manuelita. Subieron a la galería y se pelearon por ver quién se sentaba primero en sus faldas.
—¡Bueno, a ver! No se peleen, hay lugar para los tres —rio su hermana y los acomodó como pudo entre las faldas.
A lo lejos venían Rosas y Eugenia, con Nicanora en brazos. La niñita empezó a los gritos, señalando a sus hermanos. Subieron la escalinata y se acercaron a donde estaban las muchachas.
—Venga, Tatita, tómese una limonada con nosotras —invitó Manuelita y le señaló uno de los bancos de caoba.
Juan Manuel la miró y luego se detuvo algunos segundos en el rostro de Juanita.
—Tengo cosas que hacer, me van a disculpar las señoras. —Hizo un cabeceo y dio media vuelta. El taconeo de las botas anunció su retirada.
Mercedes volvió a llenar los vasos. Manuelita estaba acostumbrada a los desplantes de su padre. Juana apretó los volados de su falda con fuerza inusitada. Necesitaba descargar la furia y la pasión contenidas sin que nadie lo notara.
27- En la actualidad, el Cementerio de la Recoleta. En 1820, durante el gobierno de Martín Rodríguez, fueron expropiados los terrenos ocupados por el huerto de la Congregación Franciscana, siendo destinados a la construcción del Cementerio del Norte, el primer cementerio público en la ciudad de Buenos Aires.
28- La calle Reconquista, actualmente.
29- El 3 de marzo de 1769 el obispo Manuel Antonio De la Torre concedió licencia para la fundación de la hermandad con el nombre de Cofradía del Cordón de Nuestro Padre San Francisco con la advocación de San Benito de Palermo. Estaba abierta a distintos estratos pero su fin era «principalmente mirar a aquellos que por su estado y condición son más miserables y abatidos, cuales en estos países son los negros, indios, mestizos, zambos y mulatos, y toda gente de servicio».