CAPÍTULO
VIII

La mulata María Patria hervía la leche y el azúcar en la gran olla especial para el preparado. Revolvía y lo dejaba reposar, le había tomado el tiempo a la mezcla para que saliera perfecta. Rosa, la criada de Manuelita, descansaba sentada a la mesa luego de realizar un sinfín de quehaceres domésticos. Como nadie la reclamaba, aprovechó para escapar un rato a la cocina. Allí se encontró con la mulata, con quien hacía buenas migas, y aprovechó para tomar unos mates y acompañar a su amiga en la labor.

—¿Me das a probar, María Patria? —reclamó la ­muchacha.

—Un poco de paciencia, mujer. Todavía le falta —dijo la mulata sin dejar de revolver. Cada vez que se decidía a hacer el dulce de leche tenía una fila interminable de candidatos para probar. Tan hábil era en su preparación, que hasta había dejado correr la leyenda de que ella misma lo había inventado. Y para que no la tuvieran como engreída, solía decir sin pestañear que había sido por casualidad. Daba detalles: una vez, hacía mucho, preparando la lechada se le había olvidado la leche sobre el fuego. Y aunque estaba aterrada por el error, antes de tirarlo se había tentado en probar el menjunje oscuro que se había hecho, que le pareció rico y se lo había dado al patrón. La servidumbre contaba que Rosas, aquella vez, estaba reunido con Lavalle en vísperas de firmar un pacto de paz, y que gracias al dulce de leche de María Patria la discusión entre ellos se había suavizado. De lo más divertido, don Juan Manuel dejaba que María Patria repitiera esa historia una y otra vez como si fuera más verdadera que un documento rubricado, y le reclamaba constantemente que le cocinara aquel elixir que tanto le gustaba.

Rosa se acercó a la olla para ver si lograba tomarle la mano a la preparación. María Patria rio con ganas y sacudió el repasador para alejarla.

—Que no se va a escapar la olla, Rosita. Siéntate, que en unos minutos te sirvo un poco.

La criada le hizo caso con desgano y volvió a su lugar. El tamborileo de sus dedos sobre la mesa interrumpía el silencio de la cocina.

—¿Has visto lo que pasó ayer a la tarde? —le preguntó Rosa a María Patria, con cara cómplice.

—Si no me explicas un poco mejor, me será imposible adivinar. En esta casa pasa de todo.

—El ataque del patrón, otro más —Rosa apoyó los codos sobre la mesa y depositó la cara redonda en sus manos. —Estaba en el despacho y revoleó todo por el aire.

—Y bueno, está un poco más enojado que de costumbre, sí. —María Patria apagó el fuego y continuó revolviendo con la cuchara. Luego sirvió un poco de la espesa pasta amarronada en un plato y se lo alcanzó a Rosa. —Le deben pasar cosas que nosotras desconocemos.

La miró comer con satisfacción. Le gustaba cuando alguien probaba sus recetas y las aprobaba. Rosa era una fanática fiel de su cocina y se lo hacía saber cada vez que la usaba para ensayar nuevos ingredientes.

—En fin, ahí anda, de monta en monta, así que me parece que no hay motivos para tanta ira. Tan mal no le va, ¿no es cierto? —El desparpajo de Rosa era bestial.

María Patria la fulminó con la mirada. Defendía al patrón a capa y espada. Sin embargo, la curiosidad era más fuerte.

—Otra vez, ¿puedes ser más explícita, m’hija?

—No se conforma con la Eugenia; anda de aquí para allá, arrastrando a otras a sus habitaciones —Mientras bajaba el tono de la voz, Rosa abría los ojos como platos.

—¿De dónde sacas semejante chisme?

—Ningún chisme, yo lo vi —y se señaló el pecho con el dedo—. Y no con una sino dos.

María Patria acercó aún más su silla a la de la criada. Temía que en cualquier momento entrara algún cochero o peón en busca de menesteres y las escuchara. Luego la instó a que continuara con su cuento.

—La Sosa, de tanto en tanto, anda por la recámara del patrón. Y me parece que la Niña no lo sabe, porque esa otra es más viva que el hambre. Encandila a hombres y mujeres por igual, pero yo tonta no soy y me di cuenta de todo.

—¡No digas eso, Rosa! Es la amiga de Manuelita y ya por eso solo es una buena chica —la reprendió la mayor.

—¿Y quién dice que es mala? Pero yo sé lo que te digo, algo busca en las habitaciones del Gobernador y no creo que sea ropa de cama. Más bien se le mete adentro —y se tapó la boca con la mano—. Y no es la única, ya te lo dije.

Rosa revoleó los ojos haciéndose la intrigante. Le encantaba poner en jaque a su auditorio cuando tenía un buen chisme.

—Abandona las morisquetas y larga todo ya mismo.

—Otra a la que vi por los corredores del patrón es la Marcelina.

María Patria lanzó un grito y también se cubrió la boca. No podía creer lo que escuchaba. Le pareció demasiado.

—Pero si es una mujer casada… Estás loca, Rosa.

—De ninguna manera, y claro que es la esposa de Yrigoyen y tienen un niño pequeñito. Pero yo la vi entrar de la mano, y no precisamente de la de su marido, al despacho —dijo, desafiante—. Me quise acercar a la puerta para escuchar, pero me dio miedo que me descubrieran. Ya me pasó alguna vez y me ligué unos azotes que madre mía.

Siguieron cuchicheando un rato más, olvidadas del dulce de leche y de las obligaciones que tenían. Rosas y sus amantes era un tema de conversación fascinante, y no sólo para ellas. Los amoríos del hombre eran la comidilla de la ciudad entera, incluso de otros territorios leguas adentro. Las mujeres imaginaban que era una especie de semental; los hombres, en cambio, lo defenestraban o se burlaban de la fama adquirida. Incluso el rumor de que, de tanto en tanto, dormía con Manuelita en la misma cama, rondaba aún por las calles de Buenos Aires.

***

El Pronunciamiento de Urquiza, en vez de deprimir o asustar a Rosas, lo exacerbó; como si hubiera encendido pólvora, quiso demostrar que su gobierno se encontraba más fuerte que nunca. Para eso hizo uso, otra vez, de la figura de su hija. El 24 de mayo, día del cumpleaños de Manuelita, decidió matar dos pájaros de un tiro. Se armó la celebración como todos los años, pero en aquella oportunidad también recibieron a multitudes en apoyo a su Restaurador. Hubo una fila interminable de visitas con regalos para la Niña, que ella se dedicó a agradecer uno por uno. Exponentes de la sociedad porteña, generales y diplomáticos, empleados públicos, negros y mulatas, y hordas enfervorizadas llegaron a Palermo para rendirles homenaje.

El 9 de julio también fue una fecha para celebrar y Juan Manuel, montado a caballo, lideró la caravana militar en el Paseo de Julio. (33) El pueblo vivaba a su líder y a su joven heroína. Cualquiera que hubiera intentado contrariarlos habría tenido que vérselas con los enfervorizados seguidores de Rosas.

A los seis días de la celebración de la Independencia, Manuelita y su corte acudieron al Teatro Argentino. Sin embargo, el clima allí había cambiado radicalmente; ya no se respiraba tranquilidad por las calles de Buenos Aires. Se estrenaba el drama Juan sin Pena o El fin de todo traidor, y en el medio de la función, el público enardecido empezó a los gritos contra el actor Ximénez, a quien veían, por su caracterización, demasiado parecido a Urquiza. Amenazaron con ahorcarlo pero el artista, gracias al escudo humano de los organizadores, logró escapar a salvo.

A la salida, cientos de personas escoltaron a Manuelita hasta su casa, y en el patio entonaron el himno Loor eterno al magnánimo Rosas.

A la semana, de nuevo concurrió al Argentino para disfrutar de la puesta de Pedro Lacasa, El entierro del loco traidor Urquiza. Aplausos y gritos de guerra tronaron aquella vez en el teatro. Finalizada la obra, Manuelita y compañía subieron a una carroza arrastrada por admiradores, entre los que estaban Rufino de Elizalde, Adeodato de Gondra, Santiago Calzadilla, Lorenzo y Eustaquio Torres, y hasta el periodista español fundador de El Agente Comercial, Benito Hortelano.

También fue agasajada en forma privada por sus amigos. El 9 de septiembre, Josefa Gómez, amiga de su padre, ofreció un baile en su honor. La crème de la crème estuvo allí para enaltecer la figura de la hija del Gobernador, y también, como sucedía en aquellas convocatorias, para ser vistos. Más que nunca, había que ser y parecer.

En octubre, en el medio de la borrachera de euforia en la que estaba inmersa, Manuelita concurrió al Convento de San Francisco acompañada por un séquito femenino. Iban a celebrar la fiesta del santo con una comida en el refectorio. Tenía la autorización del provisor eclesiástico; sin embargo, su actitud fue mirada con malos ojos por varios ciudadanos. La prensa, inmediatamente, gastó ríos de tinta para defender la acción de la Niña. Junto a la figura de la hija de Rosas, reverenciaron a las mujeres argentinas, atentas a la política, la literatura, los idiomas, la música y la pintura; y Manuelita era el epítome brillante «por su tino mental».

Pero el punto máximo de la veneración a su figura tuvo su lugar el 28 de octubre, en la fiesta que le ofreció el comercio porteño a modo de homenaje. Se preparó con sumo cuidado hasta el más mínimo detalle. Incluso se encargó un retrato de Manuelita, para que cada invitado pudiera retirarse de la fiesta con una litografía de la agasajada. El baile se preparó a conciencia desde el mes de julio. La comisión organizadora estuvo formada por Rufino de Elizalde, Manuel Pérez del Cerro, Carlos Urioste y Pedro del Sar, comerciantes y hacendados de prestigio. La fiesta se ofrecería en el Coliseo, (34) donde había un teatro en construcción.

La comisión había consultado con Manuelita si le parecía pertinente la idea de ser retratada y que luego los invitados se llevaran una imagen suya, y ella había respondido que su padre la había educado bajo los principios de la modestia y que no estaba en sus pensamientos retratarse. Veloces como el rayo, los impulsores de la idea apelaron a un consejo de íntimos para que alentaran a la dama. Los elegidos para la tarea fueron Juan Nepomuceno Terrero, padre de Máximo y ex socio de Rosas; otro asociado, Luis Dorrego, y el tío del Gobernador, Gervasio Ortiz de Rozas. No dudaron ni un segundo, dictaminaron que Manuelita era una personalidad histórica, «celebrada por la prensa del mundo», y justificaron la necesidad de retratarla: era un agradecimiento a los servicios que tan acertadamente rendía a sus compatriotas bajo las sabias directivas de su ilustre padre. La litografía sería un ejemplo más de la fusión de voluntades que había sabido operar su padre en esa tierra antes tan lastimosamente despedazada.

Se eligió a Prilidiano Pueyrredón para realizarlo. Los Pueyrredón habían regresado de París en 1849, luego de una estadía de cinco años. Prilidiano, de veintisiete años, había sido compañero de juegos infantiles de Manuelita, y para ese entonces tenía una sólida formación artística, además de estudios en Arquitectura. Luego de algunas deliberaciones, el consejo determinó que la Niña debía posar de pie, el traje tenía que ser rojo según la divisa federal, y tanto la postura como la expresión del rostro tenían que exaltar la bondad y la dignidad de su rango. Luego de escuchar los requisitos, Pueyrredón solicitó que le permitieran colocar encajes blancos en el vestido para resolver plásticamente, por medio de contrastes, la majestuosidad de la figura.

Manuelita posó con su miriñaque carmesí y el artista la pintó con la mesa de caoba al lado y su mano derecha apoyada sobre un papel blanco, que refería a una carta para su Tatita, un ramo de rosas relacionado con su apellido, más los tonos de rojo de los cortinados, la alfombra y la divisa en el peinado. Al ver el trabajo terminado, todos quedaron de una pieza: era excelso.

La fiesta fue deslumbrante. Los salones del Coliseo se decoraron con sumo cuidado y el ambigú desplegó exquisiteces fuera de serie. La agasajada llegó a la hora señalada e hizo su entrada con toda la pompa. Lució un vestido carmín y oro, más una gargantilla y una tiara de brillantes en composé. Varios admiradores recitaron poemas en su honor, a los que Manuelita agradeció con emoción. Se bailó hasta las siete de la mañana y la reina de la noche fue la más requerida. Máximo no participó de la celebración. La pareja aún guardaba las formas y no había hecho pública su relación. Ni siquiera estaba del todo aceptada por Rosas. Por el momento, la ciudadanía prefería ver a su «Ángel de la Confederación» como el símbolo de la pureza y el virtuosismo.

Al amanecer del día siguiente se apagaron las velas del Coliseo y Manuelita subió a su carroza con una sonrisa en el rostro. Había sido una fiesta deslumbrante. Escoltada por varios hombres a caballo, regresó a Palermo con la sensación nostálgica de la celebración eterna.

***

A fines de diciembre, Lucio Victorio, el primogénito de Agustinita y Lucio Norberto Mansilla, estaba de regreso en Buenos Aires. Luego de que su padre lo enviara a países lejanos para ponerlo en caja, el niño Lucio había tomado el barco para volver a casa. El primo dilecto de Manuelita había pisado suelo porteño completamente renovado: vestido a la francesa y con aire chic, descendió en el puerto ataviado con sombrero de copa puntiagudo, levita larga y pantalón muy estrecho. La familia lo recibió con algarabía pero por lo bajo le comentaban que el loco traidor, salvaje unitario Urquiza avanzaba victorioso. En seguida Lucio preguntó por su tío y por Manuelita. Agustina respondió que estaban bien y que al otro día podría ir a saludarlos.

A la tarde del día siguiente, Lucio Victorio montó a caballo y se dirigió a Palermo a pedirle a Rosas la bendición por su retorno. Dejó el animal en el palenque y de inmediato fue en busca de Manuelita, que estaba en el Jardín de las Magnolias rodeada de un gran séquito, algunos sentados sobre el césped y otros de pie. A su lado estaba el jurisconsulto Dalmacio Vélez Sarsfield. Al ver a su primo, Manuelita se incorporó y de un salto se fundieron en un abrazo.

—¡Lucio de mi vida! ¿Cuándo llegaste? ¿Cómo no me avisó nadie? —preguntó Manuelita, una y otra vez—. Pero qué guapo estás.

Lo miró de arriba abajo y le zampó un beso en la mejilla. El cortejo de federales hizo silencio y miró al recién llegado.

—Desabróchate ese botón que vas a caer redondo por el calor. —Manuelita le señaló la levita, que su primo llevaba aborchada hasta arriba, y lo tomó del brazo.

—Vamos para adentro, tenemos tanto que hablar…

Con paso cansino se dirigieron hacia los salones, sin dejar de conversar ni por un segundo. Ella le preguntaba por sus hazañas de ultramar y él, con una oratoria histriónica, respondía a todas sus curiosidades.

—Quiero ver a mi tío —dijo en un momento Lucio.

Manuelita asintió y salió del salón para volver al rato y anunciarle que Rosas lo recibiría de un momento a otro. Lo convidó a quedarse a comer pero el joven no aceptó porque lo aguardaban en su casa.

La espera se hizo más larga que de costumbre. Las horas pasaban y pasaban, y Lucio no se atrevía a preguntar de nuevo, pero su cara lo delataba. El gesto de incertidumbre fue leído en el acto por Manuelita, que le recomendó paciencia y le aseguró que pronto lo atendería.

Como a las once de la noche, después de una seguidilla interminable de idas y vueltas, Manuelita volvió a la sala con una sonrisa renovada.

—Dice Tatita que entres —le estiró la mano para que la siguiera y así fueron, de estancia en estancia haciendo zigzags, hasta que llegaron al despacho de Rosas.

Lucio recorrió con la mirada y observó que la habitación no tenía alfombra sino baldosas relucientes. Reinaba un silencio sepulcral y el muchacho se mantuvo de pie, conteniendo la respiración.

Apareció Rosas, con su estilo limpio hasta la pulcritud, vestido con un chaquetón de paño azul y cuellos altos y en punta, chaleco colorado y pantalón azul. En el rostro se le dibujaba una sonrisa afectuosa. Lucio se tomó las manos por detrás de la espalda y lo saludó.

—¡La bendición, mi tío!

—¡Dios lo haga bueno, sobrino! —dijo Rosas y se dirigió a la cama. Allí se sentó e invitó a su sobrino a que lo imitara. Así, uno al lado del otro, hizo un breve silencio y luego continuó. —Sobrino, estoy muy contento con usted…

Lucio se encogió de hombros, no entendía demasiado lo que sucedía. Por lo pronto estaba tranquilo ya que lo trataba de usted. Todo el mundo sabía que cuando Rosas trataba a alguien de tú era señal de que no estaba contento con su interlocutor.

—Sí, pues, estoy muy contento con usted —continuó mientras balanceaba las piernas, que no alcanzaban el suelo— porque me han dicho que no ha vuelto agringado.

Lucio se miró las ropas afrancesadas y le devolvió a su tío una mirada ufana.

—¿Y cuánto tiempo has estado ausente? —agregó Rosas.

Sabía perfectamente la respuesta. Estaba resentido porque habían mandado a Lucio a viajar sin consultarlo. Cuando Mansilla había resuelto que se fuera —el jovencito había sido descubierto leyendo El contrato social, de Rousseau, y por temor que aquellas lecturas llegaran a oídos de su tío, habían decidido sacarlo de Buenos Aires— durante veinte días Lucio había ido a Palermo a diario, sin conseguir ver a su tío. Manuelita, fiel a su estilo, un día tras otro le había dicho que volviera al día siguiente, que su Tatita lo recibiría. Agustinita, harta de la dilatación, le había anunciado que si Juan Manuel no lo despedía su hijo se iría igual rumbo a Calcuta. La última tarde no hubo novedades y Lucio partió rumbo a los mares. Rosas tenía una memoria fuera de lo común pero también gustaba de hacerse el zonzo.

—Van a hacer dos años, mi tío —respondió Lucio.

—¿Has visto mi mensaje? —preguntó Rosas y la cara de su sobrino se puso blanca—. Baldomero García, Eduardo Lahitte y Lorenzo Torres dicen que ellos lo han hecho. Es una botaratada. Porque así, dándoles los datos, como yo se los he dado a ellos, cualquiera hace un mensaje. Está muy bueno, ha durado varios días la lectura en la sala. ¿Qué? ¿No te han hablado en tu casa de eso?

—¡Pero, mi tío, si recién he llegado ayer!

—¡Ah! Es cierto, pues entonces no has leído algo muy interesante. Ahora vas a ver. —Rosas bajó de la cama, salió de la habitación y dejó solo a su sobrino.

Lucio cambió de sitio y se sentó en una silla, donde permaneció inmóvil durante un tiempo. Al rato volvió su tío. Rosas vivía días difíciles pero prefería perder unas horas con su sobrino. Llevaba un mamotreto enorme a cuestas. Acomodó simétricamente los candelabros e instó a Lucio a que se sentara en una de las dos sillas que se miraban. De pie, comenzó a leer desde la carátula:

—¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los Salvajes Unitarios! ¡Muera el loco traidor, el Salvaje Unitario Urquiza! —y siguió hasta el fin de la página, pronunciando todas las letras con la afectación de un purista.

Continuó así, deteniéndose de vez en cuando, apurando al sobrino con alguna pregunta insidiosa acerca de tal o cual duda gramatical.

—Y aquí, ¿por qué habré puesto punto y coma, o dos puntos, o punto final? —pensaba Rosas en voz alta. De repente, de la nada, miró a Lucio y largó la pregunta:

—¿Tienes hambre?

—Sí —Lucio estaba famélico. Eran las doce de la noche y a la tarde había rehusado un lugar en la mesa.

—Pues voy a hacer que te traigan un platito de arroz con leche.

Al joven se le hizo agua la boca; el arroz con leche era famoso en Palermo y estimaba que más que un platito sería un platazo, según el estilo de la casa. Rosas fue a la puerta del cuarto contiguo, la abrió y dio la orden. La lectura siguió y un momento después se presentó Manuelita con un enorme plato sopero de arroz con leche, lo puso delante de Lucio y se fue. El joven lo comió de un saque, y luego le sirvieron otro y otro, hasta que el joven anunció que ya era suficiente. Sentía que iba a explotar. Pero no hubo caso, siguieron los platos y el invitado comía maquinalmente como si obedeciera a una fuerza superior a su voluntad. La lectura continuaba y Lucio tenía la cabeza como un bombo y la panza dura como una piedra; no sabía cómo aguantaba.

Por fin, Rosas pareció satisfecho, le puso el mamotreto en las manos y lo despidió:

—Bueno, sobrino, vaya no más, y acabe de leer eso en su casa —y agregó en voz alta—. Manuelita, Lucio se va.

La Niña se presentó y miró a su primo con cara de «Dios nos dé paciencia» y lo acompañó hasta el corredor que quedaba del lado del palenque, donde esperaba su caballo. Eran las tres de la mañana y los Mansilla, inquietos, habían mandado buscar a su hijo. Llegó a su casa y sus padres estaban despiertos. Lucio se excusó diciendo que su tío lo había retrasado. El padre, Lucio Norberto, mientras su hijo hablaba con su madre, se paseaba de un lado a otro de la sala, meditabundo. Al ver el cartapacio que el joven tenía debajo del brazo, le preguntó:

—¿Qué libro es ése?

—Es el mensaje que me ha estado leyendo mi tío.

—¿Leyéndotelo? —preguntó y encaró a su esposa con visible desesperación.

—¿No te digo que está loco tu hermano?

Agustina Ortiz de Rozas se echó a llorar.

33- Ampliación de la antigua Alameda, inaugurada en 1848. Es la actual avenida Leandro N. Alem.

34- Ubicado donde hoy está la Casa Central del Banco de la Nación Argentina.