CAPÍTULO
IX
Habían llegado los últimos días de diciembre y los tiempos de celebración pero Justo José de Urquiza no estaba para esas cuestiones. La ansiedad motorizaba la marcha y veía, cada vez con mayor claridad, que lo que tenía por delante era una batalla ganada.
A fines de noviembre de 1851, las provincias de Entre Ríos y Corrientes, con la ayuda del Estado Oriental y Brasil, habían declarado la guerra a Juan Manuel de Rosas. El Imperio había concedido un crédito de cien mil patacones mensuales por cuatro meses para financiar la guerra, y como garantía, los gobiernos provinciales le hipotecarían las rentas y las tierras públicas.
Tras reunir y adiestrar sus fuerzas en Gualeguaychú, el Ejército Grande de Urquiza llegaba el 20 de diciembre a Diamante con veinticuatro mil hombres, de los cuales más de cuatro mil eran brasileños. En la víspera de Navidad, las tropas comenzaron a cruzar el Paraná y completaron su cometido el Día de Reyes. No había tiempo para festejar; las tropas de infantería y los pertrechos de artillería cruzaron en buques militares brasileños, mientras que la caballería lo hizo a nado. Desembarcaron en Coronda y el gobernador de Santa Fe, don Pascual Echagüe, abandonó la capital con sus fuerzas para enfrentar al ejército enemigo, pero las tropas santafesinas se sublevaron contra Rosas. Lucio Norberto Mansilla y su tropa rosarina habían querido detener a la escuadra del Brasil mientras subía por el Paraná, en el Paso del Tonelero, cerca de Ramallo, pero los buques habían logrado seguir adelante y a Mansilla no le había quedado otra que retirarse.
Urquiza continuaba con el avance. El 15 de enero, San Nicolás se pronunciaba en contra de Rosas y a los tres días, el grueso del ejército llegaba al Arroyo del Medio. Pero allí empezaban los contratiempos. No había haciendas pues Rosas las había hecho retirar. Y no era todo. Un incendio feroz en los cardales obstaculizó la marcha. La columna debió seguir a través de una pared de humo, que transformaba su marcha en una hazaña por demás difícil. El sol de enero perforaba los cuerpos de los soldados y escaseaba el agua. Las poblaciones fieles a Rosas se negaban a colaborar. Los habitantes de Luján manifestaban la misma estudiada indiferencia que los de Pergamino. Cuando se les consultaba, exageraban el número y la calidad de las tropas de Rosas. Urquiza hacía silencio y reflexionaba. Por momentos pensaba que debía abandonar todo como estaba y dar marcha atrás; pero sus propósitos eran demasiado contundentes. «Si no fuera por el interés que tengo en promover la organización de la República, debería conservarme aliado de Rosas, porque estoy persuadido de que es un hombre muy popular en este país», dialogaba consigo mismo.
A Buenos Aires llegaban las noticias de la avanzada enemiga. Sin embargo, nadie se disponía a impedirle el paso ni se preparaba a la ciudad para el arribo del Ejército Grande. Todos esperaban la respuesta de Rosas que no llegaba. Se preguntaban por qué no enviaba a su ejército para contener a las fuerzas enemigas aliadas. A diferencia de otras veces, Rosas esperó. Sus jefes tampoco obraban con contundencia. Mansilla, a quien le había encargado la defensa de la ciudad, terminó enfermo. El general Ángel Pacheco, jefe de las divisiones del norte y del centro, cambiaba de disposición a cada rato. ¿Sería que veían clara la derrota? ¿O pensarían que no hacía falta demasiada alharaca para defender a Buenos Aires? Urquiza era un enigma. Para algunos, un mercenario bien dispuesto al degüello; para otros, un alma benigna que entraría en la ciudad para solucionar todos los problemas.
Mientras tanto, el general Urquiza se acercaba cada vez más. El 27 de enero pasó por Chivilcoy y el 30 llegó a unas pocas leguas del puente de Márquez. Al día siguiente, sus tropas derrotaron a tres mil hombres de la caballería del coronel Hilario Lagos, único combate en toda la marcha.
***
Manuelita estaba desgarrada como nunca. El llanto constante le deformaba la cara. Con las mejillas empapadas en lágrimas y los ojos hinchados, estaba agotada de tanto llorar pero le era imposible parar. No podía creer lo que le estaba sucediendo. Su padre partía rumbo a Santos Lugares y se llevaba con él, entre otros, a Máximo para cumplir funciones de comandante de la caballería.
Rosas gritaba, daba órdenes, iba y venía: estaba desencajado. Jamás había imaginado que los amagues de Urquiza terminarían convirtiéndose en una funesta realidad. Esta vez venían por él. Con una pequeña tropa de leales, organizaba el convoy que lo llevaría hasta el campamento. La servidumbre ordenaba los baúles repletos de armas, que luego serían repartidas entre los hombres de su fuerza.
Manuelita miraba la faena con el cuerpo laxo. Había perdido el vigor que la caracterizaba, sentía como si la muerte le rondara cerca. A diferencia de lo que le había sucedido de pequeña, esta vez el contacto inmediato con las armas le provocaba un temblor imparable. Como un alma en pena corría por las galerías en busca de su padre. El caserón de Palermo era puro grito y ansiedad. Manuelita parecía perdida, giraba en círculos; la servidumbre la miraba con dolor pero seguía en lo suyo. Parecía una recreación del purgatorio con una infinidad de almas deambulando.
El vestido de Manuelita se le había pegado a la carne, empapado de transpiración y llanto. Ahora que conocía por primera vez el amor, no podían arrebatárselo. En una de las recorridas por los jardines, a lo lejos vio a su padre, que se dirigía con tranco firme a sus aposentos por la galería. Como una enajenada corrió a buscarlo. Sin tocar, abrió la puerta y entró. Rosas, que ordenaba unos papeles y separaba frascos de tinta y plumas, levantó la vista y la vio.
—¿Qué te pasa, hija querida? —le preguntó acercándose asustado; nunca la había visto en ese estado.
—¿Que qué me pasa? ¿Cómo te atreves a preguntarme algo así? —Manuelita se le tiró encima y con los puños cerrados empezó a darle golpes contra el pecho, mientras él la sujetaba. Pero perdió las fuerzas y se abandonó sobre el cuerpo de su padre.
—Por favor, Manuelita, no hagas las cosas más difíciles de lo que ya son —intentó soltarla pero la fiera en la que se había convertido su hija volvió a agitarse, y entonces la apretó más fuerte.
El llanto pasó a ser un aullido hondo, como el de un animal herido. Ya nada le importaba, que la escucharan todos, le daba igual.
—No me lo quite, Tatita, se lo pido por favor. Lo quiero y él me quiere —dijo en un hilo de voz.
—Te desconozco, m’hija. El honor está ante todo, y yo no te quito a nadie. Máximo tiene que defender a Buenos Aires, y por ende a mí y a ti. —Juan Manuel la separó y la sentó. Fue en busca de un vaso y la jarra de agua.
—Siento por primera vez que nadie me defiende a mí. Me pierdo en toda esta guerra, donde nada tengo que ver. Yo sólo quiero al hombre que me quiere, y quien me dio la vida hace más de treinta años, pretende quitármela con la decisión que tomó —dijo y tragó con dificultad.
—Más que nunca, Manuela, deberías agradecerme con tu vida y aceptar todas mis condiciones. Pensé que entenderías, que serías digna hija de tu madre.
—¡Que dio su vida por la de usted! ¿Y qué ganó? ¡Nada, mi madre está muerta por su culpa! ¡Usted sigue vivo y yo muerta en vida! —gritó como una loca y Rosas le dio vuelta la cara de una cachetada. Anestesiada, miró hacia adelante y enmudeció.
—¡No me pongas nervioso, m’hija! ¿No te das cuenta de que estamos en guerra, que las pavadas del corazón son nimiedades al lado de lo que pasa? No me hagas perder el tiempo.
—Tatita, no lo quiero muerto… Y tampoco a usted. ¿Qué hago sin ustedes? —se arrastró hasta su padre y lo tomó de la chaqueta—. Se van a vengar, usted lo sabe mejor que yo. Toda la sangre derramada en el pasado, se la van a cobrar con creces.
Rosas la ayudó a incorporarse. Con una ternura inusitada, le quitó una a una las mechas negras que se le habían pegado a la cara y le secó las lágrimas. Paciente, la acarició una y otra vez.
—Te lo ruego, mi Niña adorada, te subes al carruaje que ya tengo presto para ti, con las cosas que creas indispensables, y te vas a la casa de Buenos Aires. Ya le di la orden a tu hermano y él, junto a Mercedes y Juanchito, buscarán cobijo en lo de tus tías Ezcurra. Te imploro que me hagas caso —la besó en las dos mejillas y la miró fijo. Aquellos ojos de hielo quemaban esta vez.
Manuelita asintió como una autómata, abrazó a su padre y luego salió de la recámara. Sabía muy bien adónde se dirigía. Fue directo a los aposentos de Terrero. El joven terminaba de acomodar su magro equipaje.
—Mi querida, ¿pero no habrás estado llorando? —preguntó Máximo con la aflicción en el rostro.
—De ninguna manera —negó ella con una sonrisa que no lo engañó—. Vengo a despedirme de ti, ya lo hice de mi padre. Me mandó a Buenos Aires cuanto antes.
—Entonces hazle caso. Allí nos reencontraremos en cuanto todo termine —dijo él con una sonrisa endeble.
Manuelita suspiró queriendo creer en sus palabras. Hurgó en uno de sus bolsillos y encontró lo que buscaba.
—Quiero que lleves contigo este pañuelo bordado por mí. Te protegerá, será mi presencia constante —le puso en la mano un pañuelo de seda punzó y se la apretó con la suya.
—Ya verás que nada me pasará. Además, necesito que me esperes para casarte conmigo y ser la madre de mis hijos —le dijo Máximo con un brillo especial en los ojos.
Manuelita no pudo aguantar y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Ella no pensaba en ser madre, sentía que ya era mayor para tener hijos. Además de la guerra, debían saltar el escollo de su padre, que le había prohibido desposarse con nadie. Ni siquiera con Máximo, el hijo de su amigo. Se dieron un largo beso y se despidieron con la incertidumbre que traía la llegada de los renovados tiempos violentos.
***
Al amanecer del 3 de febrero, Urquiza hizo formar a sus tropas y leyó la siguiente proclama:
¡Soldados! ¡Hoy hace cuarenta días que en el Diamante cruzamos las corrientes del río Paraná y ya estáis cerca de la ciudad de Buenos Aires y al frente de vuestros enemigos, donde combatiréis por la libertad y la gloria!
¡Soldados! ¡Si el tirano y sus esclavos os esperan, enseñad al mundo que sois invencibles y si la victoria por un momento es ingrata con alguno de vosotros, buscad a vuestro general en el campo de batalla, porque en el campo de batalla es el punto de reunión de los soldados del ejército aliado, donde debemos todos vencer o morir!
Éste es el deber que os impone en nombre de la Patria vuestro general y amigo, Justo José de Urquiza.
A las nueve de la mañana la vanguardia del ejército aliado arribó al puente de Márquez. Al fin se encontrarían cara a cara Juan Manuel de Rosas y Justo José de Urquiza, aquellos camaradas devenidos en enemigos acérrimos, en los campos de la familia Caseros, (35) situados en las afueras de la ciudad de Buenos Aires.
A Rosas lo acompañaban sus jefes Jerónimo Costa, que había defendido la isla Martín García de los franceses en 1838; Martiniano Chilavert, que había abandonado a los unitarios por no unirse al extranjero agresor; Hilario Lagos, veterano de la Campaña al Desierto; Juan José Hernández, y Agustín Pinedo, jefe de la Revolución de los Restauradores.
La batalla duró seis horas. Urquiza no dirigió la contienda, cada jefe hizo lo que quiso. Sólo los brasileños constituyeron un verdadero ejército y salvaron el desorden imperante, apoderándose de la casa del Palomar. Del bando de Rosas, sólo Chilavert continuó con la lucha.
Antes de las tres, todo había concluido. Al finalizar la batalla, el coronel Chilavert permaneció al pie del cañón hasta que lo llevaron frente a Urquiza. Tras una fuerte discusión en la que Urquiza le recriminó su defección de la causa antirrosista y Chilavert lo acusó de traidor, el entrerriano ordenó su fusilamiento por la espalda, castigo reservado para los traidores. Cuando lo llevaron al campo donde se ejecutaría la pena, Chilavert derribó a quienes lo arrastraban y exigió que lo fusilaran de frente y a cara descubierta. Hubo golpes y fue ultimado a bayonetazos y golpes de culata. Allí quedó el cadáver, en el campo y sin sepultura, durante días.
Rosas, sintiéndose vencido, abandonó el combate. Tenía una herida de bala en el pulgar de la mano derecha. En silencio, montó su yegua y acompañado por un asistente llegó al Hueco de los Sauces. (36) Se apeó y se apoyó en un árbol. Le reclamó papel y pluma a su asistente y ahí, sobre una de sus rodillas, redactó su renuncia:
Creo haber llenado mi deber con mis conciudadanos y compañeros. Si más no hemos hecho en el sostén de nuestra independencia, nuestra identidad, y de nuestro honor, es porque más no hemos podido.
Terminado su escrito, volvió a hacerle un pedido a su asistente. Le quitó el poncho, con el que se envolvió, y le pidió el garrote. Montaron a caballo nuevamente y Rosas lideró el camino. En silencio, emprendieron el regreso a Buenos Aires.
***
Desde las cuatro de la tarde, en la ciudad empezó a tronar un griterío lejano desde el fondo de La Matanza. Se acercaba la furia del triunfo de los aliados hacia Buenos Aires y las ansias por conocer la verdad de los hechos habían quedado suspendidas. El terror contaminaba las calles como una enfermedad letal.
Juan Bautista, el hijo del derrotado y su familia, habían buscado amparo en lo de las Ezcurra. Tenía los nervios a punto de estallar. Cumplía la indicación que había recibido de los asistentes de su padre: no salir hasta recibir la orden. Su esposa Mercedes oraba en soledad en una de las habitaciones, mientras Juan hacía vigilia en la ventana del salón que daba a la calle. Su hijo pequeño andaba por ahí sin reparar demasiado en los acontecimientos. De repente, los cascos de un caballo repiquetearon contra el empedrado, y así siguieron más y más, entre gritos y disparos. Se escuchaban amenazas, advertencias, era el sonido del saqueo y la muerte. Juan apretó a Juanchito contra su pecho, como si de ese modo le evitara el peligro de esa realidad pasmosa. Y dio comienzo a un discurso delirante, en donde le prometía un final anunciado, la llegada al paraíso, un fusilamiento en familia y unas cuantas cosas más.
Mientras tanto, Manuelita esperaba en su casa, solamente custodiada por algunos criados. Sin familiares cerca, ella también espiaba por la ventana, a pesar de los reclamos constantes de la servidumbre. «Doña Manuelita, la van a reconocer, salga de ahí; no vaya a ser que le den un tiro», le imploraban. Por primera vez, aquellos ojos que siempre habían transmitido serenidad y bonhomía, eran el fiel reflejo de la insondabilidad del padre. Por momentos eran desolación pura; en otros, sed de venganza y abismo.
Camuflado por las ropas de otro y guarecido detrás de la turba, Rosas llegó a la casa del encargado de negocios de Inglaterra, sir Robert Gore, quien no se hallaba allí en ese momento. Mandó a su asistente a cumplir varios recados y este salió en el acto. En voz baja, Rosas pidió un baño tibio. Mientras le calentaban el agua, se recostó en una cama y se durmió. A la hora, llegó Gore y así lo encontró. Pero el sueño era liviano y se despertó. El inglés le describió el estado en el que se encontraba la ciudad, le contó que habían abierto las puertas de la cárcel, que su vida y la de su familia corrían peligro.
—Confío en la bandera inglesa, que usted me ha enseñado a respetar. Aquí no vendrán. No es el pueblo el que me ha volteado, son los brasileros —dijo Juan Manuel, con la seguridad de siempre.
—La confianza es lo último que se pierde —señaló Gore.
—Si no le molesta, voy a tomar el baño que tanto necesito. Le ruego avise a Manuelita y a mi hijo mis deseos de embarcarme esta misma noche.
Gore se puso a sus órdenes y salió a disponer todo para el embarque del vencido y su gente.
A las ocho de la noche llegaron todos. Manuelita se fundió en un abrazo con su hermano, al que hacía tiempo que no veía. Le apretó la mano a su cuñada y las lágrimas se adueñaron de ambas. El pequeño Juan miraba desde abajo, en silencio y serio. No sabía muy bien qué sucedía pero el aspecto de todos daba todo a entender. El asistente fue derecho a comunicarse con su patrón. Eugenia no aceptaba irse con él. Rosas le había propuesto sumarse al contingente del exilio, pero sólo con Angelita y Emilio; el resto quedaba abajo. La muchacha, embarazada otra vez, había desistido. No abandonaría al resto de sus hijos. Rosas abrazó a su hijo pero rápidamente buscó a su hija. Con un llanto ahogado, Manuelita se echó en sus brazos y allí quedó durante un buen rato, en un sollozo interminable. Juan, Mercedes y Juanchito salieron de la habitación, dejándolos solos.
—Ya está, mi Niña, todo terminó. Nos vamos —susurró Juan Manuel.
—Estamos tan solos, Tatita. Lo han abandonado.
—Desagradecidos, ya está. Estamos los que importamos, el resto, bien lejos puede quedar —y le acariciaba el pelo con cuidado.
—¿Dónde está Máximo? Se lo ruego, Tatita —lo miró con pavura.
—Lo perdí de vista, m’hija; lo deben haber apresado —El padre habría querido darle más noticias pero no las tenía.
Manuelita apretó los puños y las lágrimas volvieron a caer. Ya no tenía fuerzas. No quería imaginar lo peor pero era muy difícil no caer en la trampa.
A las doce de la noche del 3 de febrero de 1852, Juan Manuel de Rosas, todo vestido de negro, tomó del brazo a Gore y emprendió el camino. Detrás suyo iba su hijo, también de negro, junto a su mujer e hijo, y más atrás, el secretario de la legación de Inglaterra y a su lado, un muchacho cubierto por un gabán y una gorra bien encasquetada. Debajo del gabán y la gorra iba Manuelita.
Escondidos detrás de la oscuridad de la medianoche, caminaron hacia el bajo, rumbo al bote que los conduciría a la fragata de guerra Centaur, de Su Majestad Británica.