CAPÍTULO
I

Al poco tiempo de la muerte de su esposa, Rosas tomó la decisión de mudarse. La casa de la calle Biblioteca (1) le traía demasiados recuerdos y su renovada residencia ya estaba en condiciones de ser ocupada. Junto con sus hijos Juan y Manuelita, su nuera Mercedes Fuentes y sus bufones y criados, se instaló en la quinta situada sobre el río, en el noroeste de la ciudad. Tenía la propiedad hacía años pero en julio había decidido ampliarla, comprándole a un vecino otras ocho manzanas linderas. Había necesitado tiempo para sanear los bañados por medio de zanjones que habían oficiado de desagües, para luego rellenarlos con tierra negra que había traído especialmente desde otro territorio. Y como allí se encontraba una capilla consagrada a San Benito de Palermo, decidió bautizarla con el nombre de Palermo de San Benito.

Buenos Aires aún era víctima del bloqueo por parte de Francia. Los franceses incluso habían capturado la isla Martín García para ver si de ese modo lograban negociar. A pesar del luto, Rosas seguía gobernando y no le había temblado el pulso al negar de cuajo la intentona francesa. No tenía ni la más mínima intención de dejarse vencer por exigencias extranjeras.

Del otro lado del río las cosas tampoco andaban del todo bien. El jefe de la escuadra francesa le había exigido a Manuel Oribe, presidente del Estado Oriental, alguna ayuda para hacer más eficiente el bloqueo de los puertos de la otra orilla. Sin embargo, Oribe había preferido mantener el buen vínculo con Rosas y le había negado el auxilio. El capitán galo, con poquísima paciencia, dispuso entonces el bloqueo a Montevideo. Al ver sitiada la capital, el presidente presentó su renuncia. Partió rumbo a Buenos Aires, donde fue recibido por el gobernador. Mientras tanto, el ex comandante artiguista Fructuoso Rivera asumía el mando en su lugar.

Por fuera de los ámbitos políticos y más cerca de los salones literarios, sobre todo del que dirigía Marcos Sastre en su Librería Argentina, dos intempestivos caballeros organizaban reuniones que habían comenzado siendo públicas para concluir, al poco tiempo, en la clandestinidad. Se trataba del poeta y escritor Esteban Echeverría y de su amigo y aspirante a abogado, el tucumano Juan Bautista Alberdi, quienes junto con Sastre y Juan María Gutiérrez habían armado el Salón Literario. Enterado Rosas de que las reuniones habían adoptado un cariz nada grato para la Santa Federación, había dado la orden de que clausuraran la librería en el acto. Algunos de los hombres siguieron reuniéndose en la clandestinidad y fundaron así la Asociación de Mayo, en homenaje a la gesta de 1810.

No eran los únicos adversarios del Restaurador. La sangre seguía corriendo, las muertes se amontonaban y las conspiraciones eran el leit motiv a la hora de reunirse. Cuando parecía que nada peor que la muerte de la Heroína de la Federación asolaría el alma de Juan Manuel, le llegaba la noticia de que a fines de noviembre el gobernador de Tucumán, don Alejandro Heredia, había sido asesinado por los unitarios cuando se dirigía a su casa de campo. Y todo parecía señalar al poeta Marco Avellaneda, también vinculado a la Asociación de Mayo, como uno de los autores.

A fines de diciembre de 1838, la separatista Corrientes, bajo el mando del gobernador Berón de Astrada, aunaba fuerzas con los franceses, los unitarios y Rivera contra el gobierno de Buenos Aires.

Caía la calurosa noche del 31 y Juan Manuel trabajaba en su despacho de la casa de la ciudad. Se había quedado en la Gobernación hasta que alguno de sus asistentes lo instó a que se retirara. Era un día de fiesta, las puertas se cerraban y no quedaba un alma en la calle. Incansable, al llegar a la casa, Rosas se había encerrado para seguir con la labor. No había querido interrupciones, ni siquiera la celebración del Nuevo Año lo distraía. Esas cosas se las dejaba a su hija. Había obligado a Manuelita a que festejara en casa de alguna amiga, con la excusa de que él no necesitaba nada y que comería cualquier cosa cuando le diera hambre. Eso sería después de la medianoche, como era su costumbre. En medio del silencio, una seguidilla de ruidos desconocidos lo distrajeron.

—¿Quién anda por ahí? ¿Eusebio, eres tú? No busques que te muela a golpes —gritó impaciente, sin recibir la respuesta que esperaba.

De la nada, una andanada de bramidos lo hizo saltar de la silla. Se apuró hacia el pasillo y sólo alcanzó a ver la espalda de un hombre que salía a las corridas, perseguido por dos de sus sirvientes. Sin acomodar el desarreglo que traía, salió a la calle. A varios pasos de allí, un soldado descargaba todo el peso de su rodilla sobre la espalda del cuerpo caído. Rodeándolos había varios hombres más.

—Lo apresamos, señor. Ya no tendrá de qué temer —anunció el captor.

Rosas observó al reo de arriba abajo: un sombrero de ala ancha caído a su lado y la poca piel de la cara que se llegaba a ver, cubierta de tizne.

—Si hay algo que no tengo es temor. ¿Qué hacía este sujeto en mi casa? —preguntó el Restaurador.

—¡Ya escuchó, mierda! Respóndale a Vuestra Excelencia si no quiere que le vuele la cabeza de un tiro.

—Me equivoqué de puerta, señor, iba de visita a casa de mi novia —respondió el infeliz con un hilo de voz.

Otro de los soldados agregó más información —la poca que tenían— a los paupérrimos dichos del detenido. El hombre había confesado que se llamaba Cienfuegos y que debía visitar a una dama. Sin embargo, parecía disfrazado y eso resultaba dudoso como argumento para el cortejo. Lo levantaron de los pelos y se lo llevaron hacia el destacamento. Lo sucedido era más que suficiente: días atrás le habían disparado sin dudar a un hombre ante un merodeo sospechoso, matándolo. Temían por la vida de su jefe. Los rumores de atentado volaban de un lado al otro de la ciudad. Rosas los había levantado en peso, todo indicaba que habían matado al hombre equivocado. El muchacho en cuestión era una amistad cercana a la corte de su hija Manuela. No quería que eso volviera a suceder. Si por él hubiera sido, hubiera apretado el gatillo al instante. Pero era mejor guardar el ansia por un rato y calmar a la fiera unitaria, además del reclamo intempestivo de su hija.

A los pocos días y tras un virulento interrogatorio, se decidió que Cienfuegos había intentado atentar contra la vida de Rosas. Sin el más insignificante miramiento y a cara descubierta, una fila de tres soldados apretó el gatillo y el hombre cayó muerto. No era el primer fusilado por las órdenes del Restaurador, pero sí el que iniciaba el terror.

***

La Quinta de las Albahacas (2) estaba preparada para la ocasión. Como todos los domingos, Regina, la matrona esclava y vicepresidenta de la Hermandad del Rosario de las Dominicas de Santo Domingo, recibía a una multitud de negros y mulatas ávidos de festejo y candombe, aunque tampoco faltaban algunas damitas y un caballero que otro a la celebración popular. Allí se mezclaban todos, nadie hacía diferencias sociales, el baile los unía.

El inmenso salón con alfombra de bayeta colorada estaba colmado de mulatas con amplias faldas del mismo color. Parecía un mar de sangre, que iba y venía con el vaivén de las telas. En el fondo de la habitación, unas gradas tapizadas en rojo punzó albergaban tres importantes sillones ocupados por el Rey y la Reina, los líderes de las distintas congregaciones, reunidos para la fiesta; el del centro permanecía vacío mientras aguardaban que fuera ocupado por la invitada especial.

De repente sonó el tamboril. Se anunciaba la entrada de doña Manuelita y parte de su corte, las señoritas Juana Sosa y Dolores Marcet. La hija del Restaurador de las Leyes recorrió el gran salón a paso lento, mientras el resto de los presentes la observaba con admiración. Caminaba despacio, como si el ojo de los demás la confirmara como la mujercita que ya era. El cuello estirado, el mentón hacia adelante revelaban los genes de su abuela Agustina y de su madre. Pero, a diferencia de Encarnación, poseía una belleza que dejaba sin aliento a más de uno. A poco de cumplir los vientiún años, la Niña atraía al mundo entero casi sin quererlo, con un halo de dignidad y orgullo imposibles de obviar. Ese día lucía uno de sus tantos vestidos de fiesta. Era coqueta y amaba la ropa: en eso era la antítesis de su madre.

A la velocidad del rayo se acercaron el Rey y la Reina, le hicieron la reverencia con grandilocuencia y la condujeron hacia su trono, ubicado entre sus propios sillones. Las damas de compañía se sentaron en las gradas, sin alejarse demasiado.

—¡Qué alegría tenemos de verla, ’ña Manuelita! —le dio la bienvenida el Rey con una sonrisa de oreja a oreja y una dentadura inmaculada que destacaba contra la piel oscura de su rostro.

—Mis amigas estaban ansiosas por volver. Me acompañaron durante el encierro, han sido muy generosas —susurró Manuela y abrió el abanico de un golpe. El calor de enero era abrasador. —Pero Tatita me insistió para que saliera, así que aquí estoy.

—¿Cómo se encuentra nuestro Restaurador de las Leyes? —preguntó el mulato con gesto triste.

—Mi padre está mejor, gracias a Dios. El año que ha pasado fue muy difícil para él, pero está saliendo adelante. —La mirada fuerte de la joven se ablandó. El recuerdo de la muerte de su madre estaba demasiado presente.

El jaleo se detuvo por unos instantes y quienes estaban sentados se levantaron de sus asientos y la música inundó la sala. A viva voz entonaron los versos tan mentados: «Loor eterno al Magnánimo Restaurador de las Leyes Don Juan Manuel de Rosas; mueran los salvajes unitarios». Luego se abrió la contradanza, con la negra Regina a la cabeza, para seguir con las demás, respetando un orden jerárquico que sólo ellos comprendían. La música tronaba dentro del salón, entre las carcajadas y el calor del atardecer.

En otro de los rincones se encontraba Martina Lezica, vinculada familiarmente con Luis Dorrego, socio de Rosas en los tiempos del saladero, junto a una amiga. Habían llegado con una esclava, que era quien las introducía en aquellos candombes. Las jóvenes de la sociedad porteña, como tantas otras, gustaban de disfrutar de los festejos de los negros. Sin testigos indiscretos, podían liberarse y mezclarse con otro tipo de gente. Observaban con ganas y algunas se atrevían a más. Hasta intentaban un paso de baile con algún que otro mulato siempre bien dispuesto.

—Vamos a bailar, Manuelita —Juana la tomó de la mano y la instó a que se incorporara.

—Hoy no tengo ganas de nada, amiga. Ve tú, que te adivino el frenesí —respondió y lanzó un suspiro—. Prefiero quedarme aquí sentada; además el calor es insoportable.

—Es que yo quería bailar contigo, mala —bromeó.

Manuelita lanzó una carcajada y alentó a su amiga para que fuera al centro de la ronda. Juanita no dudó ni un instante y se dirigió hacia donde bailaban varias negras y mulatos. Desde su trono observaba todo lo que sucedía, mientras Dolores disfrutaba del espectáculo sentada a los pies de su amiga.

La Niña se movía por la ciudad con su corte de señoritas. Juanita y Dolores eran dos de las favoritas, aunque eso no impedía el acercamiento de otras damitas, ávidas por participar del entorno de la hija de Rosas. Algunas lo hacían por iniciativa propia, otras gracias al empuje de sus padres, siempre detrás de la veneración que les provocaba su gobernador. De todas ellas, Manuelita sentía cierta predilección por Juana Sosa. Era la hija bastarda de María Olmos y el coronel federal don Hilario Sosa. Tanto había insistido la madre de la niña, que uno de los curas de la Merced había logrado facilitarle el apellido del padre, ya de grandecita. La infancia la había pasado junto a su madre en el barrio de La Merced, y con los años se había transformado en la líder del grupo. Instada por María Olmos, la muchachita se había convertido en una beldad de melena morena y ojos negros, y muchas curvas para sugerir. Los hombres empezaron a posar sus miradas en la figura de Juanita y ella rápidamente supo que en su cuerpo tenía un arma.

—¿La has visto a la Lezica? Anda por ahí curioseando. Se hace la atrevida y bien que viene con la criada —dijo Dolores con desdén.

—Bueno, nosotras también venimos con mulatas, Dolorica —respondió Manuelita.

—Sí, pero a nosotras nos esperan con alegría, a ella ni la saludan. Puede entrar por la gracia de quien la trae.

—Pero déjala, niña, ¿y a ti qué te importa? Ahora la llamo para que venga a charlar con nosotras. —Manuelita sacudió la mano para convocarla.

—Ni se te ocurra, que después va a la casa y le cuenta pavadas de nosotras a la madre —dijo Dolores y le bajó la mano.

—¿De dónde sacas eso?

—Alguien me lo contó, no recuerdo quién.

—Dime bien porque si es así se lo debo transmitir a Tatita. —Tras el deceso de su madre, poco a poco la niña había tomado el lugar que ella había dejado. —No hables por hablar.

—De hablar van a morir, Manuela. Los chismes están a la orden del día. —Dolores hizo un gesto de intolerancia. Sabía bien que había gente que hacía circular todo tipo de rumores, de los buenos, pero sobre todo de los malditos.

—No estoy de ánimo para escuchar cosas feas, mi querida. No sé por qué pero hoy me siento cansada. —Manuelita batía su abanico pegado a la cara.

Martina Lezica caminó hasta las gradas junto a su amiga Aureliana Sacristi, intentando evitar la maroma que bailaba al ritmo del tambor. Con una sonrisa, se presentaron.

—Buenas noches, Manuela. Qué guapas se las ve —saludó Martina y en un segundo hizo el relevo de vestidos, zapatos y demás afeites. Detuvo la mirada en los volados carmesí que adornaban el vestido de la hija del Restaurador. No había escuchado nada de que el luto se hubiera liberado al fin. La ciudad entera vestía de negro, salvo en aquella celebración.

—¿Cómo estás, querida Martina? —Manuelita se dejó besar en ambas mejillas.

—Veo que te diviertes en el candombe.

—Me gusta asistir de tanto en tanto, la música es muy alegre. Y la danza, ¡qué maravilla! —Martina abandonó su mirada en el baile de los negros. Los tambores sonaban cada vez más fuerte y los movimientos se hacían cada vez más exasperados.

—¿Y por qué no te metes en el medio? Muéstranos tu talento —apuró Manuela, con sorna.

Martina y Aureliana se sonrojaron. Preferían mirar antes que hacer, y a una distancia prudente.

—Pensé que no te vería por aquí todavía. ¿No es muy pronto? —preguntó Aureliana y el pellizco solapado de su amiga la hizo arrepentir en el acto.

—Mi padre me solicitó que volviera. Ya ha pasado la fiesta del Nuevo Año pero aquí les gusta seguir con la celebración. A veces los deberes mandan. —Manuelita clavó sus ojos negros en la cara de la muchacha. No había heredado la furia evidente del carácter de sus padres, pero a veces podía meter miedo. Era preferible no provocarla.

Los sonidos de la diversión crecían. Entre las risas, el tambor y el griterío, el ruido era atronador. La esclava de los Lezica se acercó y tuvo que levantar la voz para hacerse escuchar.

—Su merced, ya es hora de partir. Su madre impuso la hora de regreso —y aguardó a que las jóvenes se acicalaran. Cumplidas, saludaron y partieron de regreso a su casa.

Dolores esperó a que las muchachas hubieran desaparecido y largó una carcajada. Si por ella hubiera sido se les habría reído en la cara, pero no quería poner a su amiga en un aprieto.

—La tratan de «su merced», habráse visto —se mofó.

—Déjalas, Dolorica. Todavía hay gente que no quiere abandonar el pasado. Vivimos nuevos tiempos y el mundo será de quienes sepan subirse a la rueda. Los que insistan con el viejo orden sucumbirán, ya vas a ver. —Manuelita detuvo el vaivén del abanico y se perdió en sus cavilaciones.

A unos pasos de allí, Juanita bamboleaba sus caderas al ritmo del candombe, rodeada por mulatos y negras. Para ella, la fiesta recién comenzaba.

***

Ciriaco Cuitiño aguardaba en la sala de Palermo. El Restaurador lo había hecho llamar. No sabía cuáles eran los motivos de la convocatoria pero había llegado en horario.

Nada enardecía más a su jefe que la impuntualidad. Ahora, quien debía esperar era él. Hacía media hora que se acomodaba y volvía a acomodar en la estrecha silla donde lo habían abandonado. Ni siquiera podía disfrutar de la imponente vista que tenían las habitaciones que daban al parque de la residencia. Lo único que veía era una pared adornada por un tapiz interminable. La impaciencia estaba ganando la partida cuando el tranco firme de unas botas contra el piso retumbó en la sala. Detrás del sonido, Rosas atravesó el umbral y su aura se desperdigó ocupándolo todo.

—Buenas, Cuitiño, ¿cómo andan las cosas? —preguntó sin mirarlo y caminó hasta su sillón.

El comisario saltó del asiento y ensayó una reverencia desmesurada. Rosas lo observó de reojo y desestimó la acción con la mano. Detestaba las muestras exacerbadas de respeto. No hacían falta. La lealtad se demostraba en silencio, sin necesidad de alharaca. Ahí era cuando extrañaba a Encarnación. Ella tenía una intuición animal, sabía siempre quién lo traicionaba incluso antes de que lo hiciera.

—Infórmame, Ciriaco. Y no dejes de lado detalle alguno. Las últimas noticias, como ya sabes —recién ahí le clavó la mirada.

—Ya le di el parte al Jefe de Policía del encarcelamiento del paisano Zacarías Puyol —respondió el comisario, veloz como tejo.

—¿Para qué crees que viniste hasta aquí? ¿Para repetirme como perico los partes que le entregas a Bernardo Victorica? —La impaciencia de Rosas era evidente. —Si no tienes nada más para decir, cálzate el sombrero y desaparece de mi vista.

—Ahora mismo le agrego, Excelencia —apuró Cuitiño, como si fuera lo último que haría—. El tal Puyol anduvo merodeando varias noches seguidas por el cuartel. Puse a mis hombres para que lo siguieran y observaron que se paraba en un poste, al lado del portón del cuartel. Muy sospechoso, don Juan Manuel. Estoy seguro de que quería apoderarse de las armas que guardamos allí dentro.

—¿Algo más?

—Debemos estar precavidos, su Excelencia. Tenemos sospechas continuamente sobre los enemigos de la Causa Santa de la Federación y este conservaba la patilla en U. —Y agregó con sorna: —El mismo día de la detención se afeitó en seco, por debajo de la barba.

Rosas se perdió en sus pensamientos. Sabía que alguna que otra vez se les iba la mano, pero eso no impedía que sus hombres cumplieran las órdenes. Veían enemigos por todas partes, y si se equivocaban no importaba. ¿Quién echaría en falta a aquellos muertos? Algo habrían hecho, de eso estaba más que seguro.

—También le asestamos la bala a un perverso, infame e indigno unitario que osó brindar a la voz de «Viva don Frutos Rivera y muera el tirano Rosas».

—¿Cómo llegamos a esto, Cuitiño? Hay que incinerarlos de raíz, no podemos exponernos a que esa ponzoña se extienda. Es como una enfermedad. Debemos atacarla desde el principio, si no, se transformará en epidemia. No quiero ni un ápice de duda.

—Pierda cuidado, mi señor. Tengo mano firme, no tiemblo. Ni siquiera les doy changüí a las señoras. Los otros días encarcelamos a doña Francita Pulido por haber golpeado a una joven, tirarle de los pelos y romperle las peinetas.

Las carcajadas de Rosas rompieron el silencio de Palermo de San Benito. Parecía que la reunión comenzaba a distenderse pero, como era habitual, eso nunca sucedió.

—¿Así que te metes en una pelea de animales? ¿No estarás transformándote en un invertido? —y volvió a reír con fuerza.

—Me ofende, Excelencia. La habían acusado de unitaria a la dama, por eso la encerré en el peor calabozo. Me cansé de recibir avisos contra esa mujer que hablaba con desenfreno contra el Sistema Santo de la Federación y trataba al Gobernador de Tata. —Cuitiño frunció el ceño con desagrado, como anunciando lo que se venía.

—Manifestaba que la Ilustre señora finada debía estar en el cielo colorado, dando el título de engrasados a los Federales. Las mismas parientas que se me han presentado a pedir por ella lo confiesan. Dicen que es muy exaltada y que es cierto que siempre ha hablado contra nuestro Gobierno, y que conocen que es muy unitaria.

—Nadie se atreva a hablar en contra de Encarnación, ¿entendido? —gritó Juan Manuel—. La quiero encerrada algunas semanas; que la pase mal. Pero luego la largas, no malgasten pólvora en alimañas.

—¿No la fusilamos, entonces, como al unitario Manuel Cienfuegos?

Rosas nubló la mirada. Se perdió en sus cavilaciones. No estaba del todo convencido de que el otrora oficial del Ejército Manuel Cienfuegos hubiera intentado atentar contra su vida. De hecho no le había apuntado con arma alguna. Sin embargo, los ánimos estaban caldeados. Le había llegado la noticia de que el comandante de una fragata inglesa había confiado en rueda de colegas que empezaba a pergeñarse el plan de asesinarlo. De repente, recordó que no estaba solo.

—No podemos andar matando a todo aquel que no nos guste. Vamos a dejar a la ciudad deshabitada, parecerá un pueblo fantasma —y lanzó una carcajada—. Cambia esa cara, Cuitiño. Pareces un salvaje aterrado.

Con los ojos inyectados en sangre, lo miró. El azul helado metía miedo, era imposible desestimar la mirada feroz del Restaurador de las Leyes. El comisario supo que era hora de retirarse.

1- La calle Moreno en la actualidad.

2- La propiedad de los Pereyra Lucena, ubicada en la esquina de México y Perú.