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No te olvides el salacot en casa

«En la lengua y costumbres de todo marinero y campesino griego, el filólogo clásico constantemente reconocerá expresiones y costumbres que le resultarán familiares por la literatura de la antigua Grecia.» Así se tranquilizaba al ansioso turista en el prefacio a la edición de 1854 del Handbook for Travellers in Greece de Murray. El mensaje era simple: si viajas en un barco griego, regresarás a los tiempos de Odiseo («los artilugios y tácticas de los antiguos pueden observarse en la práctica diaria... los mares griegos son tan variables como siempre»); en una casita de campo te entretendrá alguien que podría pasar por el criado Eumeo de Homero. «Incluso los feroces ataques de los bichos, que un inglés no tardará en encontrar, se describen exactamente como en los gráficos relatos que da Aristófanes de sufrimientos similares en las casas antiguas griegas de los ancianos.» Recobrar ese mundo de la Antigüedad no era, por supuesto, tarea libre de peligros y dificultades, y el Handbook intentaba demostrar su propia indispensabilidad con sensacionalistas avisos sobre lo que podría ocurrirle al viajero que se aventurara en Grecia sin prepararse. La salud, o la supervivencia, de hecho estaba en el primer puesto de la agenda. «La abundancia de fruta es una tentación para los extranjeros —avisaba—, pero nada es más pernicioso o con más probabilidades de causar consecuencias fatales.» Se podía conseguir protección contra los bichos aristofánicos solo mediante una mosquitera barata pero enormemente complicada, cuyo montaje diario debía derrotar a cualquiera menos a los más obsesivos y diestros: «He descubierto que el mejor modo de entrar en ella es mantener la abertura en el medio del colchón y, de pie, echar la entrada del saco sobre mi cabeza». Los problemas del viaje pasan a un segundo lugar. ¿Valía la pena llevar una silla de montar inglesa? Después de sopesar las opciones, sí, puesto que eran mucho más cómodas, pero solían herir los lomos de los animales, por las «precarias condiciones» de los caballos griegos. Por otro lado, se aconsejaba dejar a los criados ingleses en casa, y si eso no podía ser, entonces en Corfú. «Normalmente están poco dispuestos a adaptarse a costumbres extrañas, no tienen facilidad para aprender idiomas extranjeros y —en una afirmación que revela la característica ceguera de la élite a los habituales problemas de la clase trabajadora— les molestan más las adversidades y la vida dura que a sus señores.» Era mucho más «agradable y ventajoso contratar a un nativo, siempre y cuando no se esperara que tuviera conocimiento alguno de la Antigüedad, por mucha confianza que ofreciera». Para eso ya estaban los libros y guías de los lugares.

Resulta difícil imaginar que se siguieran estos consejos al pie de la letra; debía de hacérseles el mismo caso que a las alarmantes prohibiciones de no tomar el sol en las guías modernas equivalentes. La función de esas guías es tanto construir una imagen de un viaje ideal (y apaciguar cualquier temor) tanto como dirigir o contener las acciones del viajero. Al mismo tiempo, por muy práctico que su consejo fuera o pretendiera ser, las sucesivas ediciones del Handbook for Travellers in Greece de Murray (publicado con la autorización de su editorial; los autores y editores solo están indicados por las iniciales) claramente documentan las actitudes cambiantes hacia el país como un destino para los turistas británicos, desde la primera edición en 1840, justo después de la guerra griega de independencia, hasta el siglo XX. Durante este período, el país fue redefinido en la imaginación británica desde un área de exploración peligrosa a un destino plausible para el viajero y turista de las clases altas y medias. Ahora bien, hasta qué punto exactamente las diversas ediciones del Handbook documentan cambios «reales» en la propia Grecia es más difícil de decir. En parte, ciertamente lo hacen. Las sucesivas ediciones, por ejemplo, citan un número cada vez mayor de hoteles de lujo («al menos tan buenos como los que se encuentran en las grandes ciudades de Italia»), y eso hipotéticamente representa un cambio en los servicios disponibles para los viajeros así como en la vida económica de Grecia. Sin embargo, no siempre es tan fácil. Cuando la edición de 1884 cita la presencia de un profesor de baile en Atenas, ¿es porque ese servicio no existía antes? ¿Es porque los turistas tenían entonces expectativas diferentes de lo que podían hacer en Atenas? ¿O es porque el Handbook (que había aumentado a dos volúmenes en 1884) cada vez pretendía ofrecer una información más completa y exhaustiva, fuera útil o no?

En líneas generales, la inclusión del profesor de baile encaja con la imagen de una Grecia cada vez más domesticada, o al menos más asequible para los extranjeros, que fue desarrollándose conforme esta serie proseguía. La primera edición de 1840 avisaba de que «una tienda es el primer requisito» para viajar a Grecia, la edición revisada de 1854 sostenía más moderadamente que «una tienda, aunque es un requisito indispensable en muchas partes de Asia, es innecesaria y poco usual en Grecia», y en 1884, «las tiendas son un estorbo inútil». De igual manera, en los últimos volúmenes, otros elementos esenciales del viajero civilizado que se adentraba en tierras salvajes se descartaron: la cantimplora, una alfombra y la elaborada mosquitera (sustituida en 1884 por, como mucho, una ligera máscara de alambre). Solo ocasionalmente, las recomendaciones parecen apuntar en la otra dirección. Las primeras ediciones advertían de que un buen sombrero de paja era suficiente para mantenerse protegido del sol, pero en 1884 se advertía al viajero que debía llevar como mínimo un salacot («indispensable después de finales de abril», añadía la edición de 1896).

Con todos estos cambios y redefiniciones, solo una cosa permanece más o menos constante: la idea de que la Grecia moderna y los griegos modernos preservaban algo del espíritu y las costumbres del mundo antiguo. En los relatos de quienes viajaban a Grecia en los siglos XVIII y principios del XIX, se había convertido en un tópico afirmar que, por muy impresionantes que fueran los restos arqueológicos, los habitantes eran una pálida y decepcionante sombra de sus antiguos ancestros. Aunque iban al país con la esperanza de encontrarse con «los descendientes de Milcíades y Cimón», los viajeros se encontraban con bandoleros, tramposos y vendedores; y las mujeres, como Valérie de Gasparin se vio tristemente obligada a reconocer, guardaban muy poco parecido con la Venus de Milo. En parte como reacción a esto, las guías de finales del siglo XIX enseñaban a sus lectores a buscar en otra parte la herencia de la Antigüedad. Si se rascaba la superficie de un campesino, si se escuchaba con fuerza la lengua que se hablaba, uno se encontraría con todo tipo de resonancias del mundo clásico. Los marineros usaban las técnicas descritas en Homero, y los granjeros, los métodos recomendados por Hesíodo; y con la suficiente imaginación, las supersticiones que florecían en el campo griego podían remontarse a las ideas y a la práctica pagana.

Estas cuestiones de continuidad obviamente se cruzan con la guerra académica sobre la identidad griega que ha surgido intermitentemente, a veces brutalmente, durante doscientos años más o menos. ¿La población moderna de Grecia es descendiente directa de la antigua? ¿O son recién llegados eslavos, tal y como J. P. Fallmerayer en el siglo XIX o Romilly Jenkins en el XX afirmaron notoriamente? El nivel al que esta controversia ha descendido puede verse desde un comentario al margen garabateado por un lector racista en una copia de la primera (1966) edición del libro de Patrick Leigh Fermor Roumeli. Viajes por el norte de Grecia, que se guarda en la Biblioteca de la Universidad de Cambridge. Donde Leigh Fermor se refiere al griego moderno como el «heredero sin discusión del griego clásico», el escriba anónimo ha añadido: «Tonterías. Es la lengua simplificada de los eslavos y albanos que profanan la tierra que ocupan con la deformidad de sus cuerpos “dagos” y la miseria de su política». No obstante, las ideas de continuidad también plantean cuestiones más generales y no menos importantes, cuestiones sobre cómo percibimos similitudes entre la práctica moderna y sus antiguos predecesores, cómo los viajeros y los turistas proyectan primitivismo y continuidad histórica en los países que visitan, y cómo los destinos turísticos y sus poblaciones de cualquier parte del mundo apuestan por esas proyecciones y las animan (pensemos, por ejemplo, en los Beefeaters o en el cottage de Anne Hathaway)* y además las explotan para sus propios fines. En otras palabras, estamos tratando con un aspecto de la lucha de poder o, al menos, una negociación compleja, entre visitante y visitado.

Esto queda muy claro en lo que ahora parece el pintoresco consejo chapado a la antigua que se daba a los viajeros de hace un siglo o más. Nos cuesta más ver cómo funciona en el turismo contemporáneo y en la escritura asociada, desde las guías de viaje más baratas hasta la literatura de viajes de mayores pretensiones. Aquí, la legendaria hospitalidad griega, supuestamente enraizada en el mundo homérico, proporciona un caso revelador y complicado.

«La reputación de hospitalarios de los griegos no es un mito», proclama la reciente guía Lonely Planet, antes de entrar en detalle (en un relato que recuerda mucho a la primera Blue Guide) en esas prácticas «hospitalarias». Es probable «que un extraño te invite a su casa a tomar un café, a comer o incluso a pasar la noche»; se considerará una falta de respeto rechazar lo que se ofrece o intentar pagar por ello, o negarse a responder las preguntas personales que se te planteen. De hecho, en todos los sitios web de los bloggers que se van de vacaciones a Grecia, encontramos imágenes de tales ocasiones por todas partes: fotos del anciano (con su burro) que se llevó a toda la familia a su casa y los agasajó con un café interminable, un delicioso licor casero y montones de fruta para los niños. Resulta fácil olvidar que los griegos no son, y no podrían ser, según ninguna calibración objetiva, más hospitalarios que cualquier otro pueblo del mundo. Más bien, hemos elegido interpretar su forma de interacción social como la hospitalidad en su forma más pura.

Y lo hemos hecho, en parte, para poder comportarnos cuando estamos en Grecia de forma diferente a como lo haríamos en casa. (¿Acaso entrar en la casa de un extraño de noche no es precisamente lo que decimos a nuestros hijos que no hagan?); y, en parte, para permitir el proceso de domesticación al que me he referido antes. Es muy fácil ver las narraciones alternativas que podrían elaborarse a partir de estos «hospitalarios» encuentros: «el delicioso licor local» es un «brebaje imbebible»; la fruta está amarga y verde; y las ruinas del templo que realmente querías visitar están a más de una hora andando por un sendero polvoriento, y ya se ha hecho demasiado tarde para ir; y desde luego, tienes menos probabilidades de volver sano y salvo al lugar en el que pensabas estar al caer la noche. Bajo el lema de «hospitalidad», traducimos una diferencia cultural potencialmente alarmante en una virtud primitiva (homérica desde luego) que podemos admirar y, al mismo tiempo, débilmente, mirar con condescendencia. Sucesivas ediciones del Handbook, por otro lado, adoptaron una visión más suspicaz de tales invitaciones y avisaban con firmeza al lector para que no aceptara estancias gratuitas en pueblos griegos, aunque se le presionara mucho, basándose de lejos en el consejo (también homérico) de que no existe ningún regalo que no exija una compensación.

Entender la perspectiva del punto de vista del anciano y el burro es más difícil, para mí, al menos. Los folletos y pósteres turísticos griegos lo dejan muy claro. Ahora se ha creado un inextricable círculo de oferta y demanda y la propia industria turística del país se vende poniendo como gancho el primitivismo rústico que implican todas estas historias de hospitalidad homérica, regresión o no regresión. Que una nación europea moderna decida proyectar en sus postales imágenes de campesinos sin dientes y con arrugas o, en una versión del primitivismo más en la línea del Salvaje Oeste, señales de carretera con agujeros de bala, es una paradoja con la que hemos aprendido a convivir.

En líneas generales, sin embargo, los observadores británicos permanecen ciegos a las formas en las que estos estereotipos forman parte de un intrincado juego de poder entre el turista y un «nativo». Cuando, a finales del siglo XIX, la clasicista Jane Harrison pidió a su joven guía que la condujera al templo de Bassae, este se negó afirmando que espíritus malignos residían allí, y ella se disgustó y alegró a la vez: se disgustó porque tendría que encontrar otro modo de llegar al templo; y se alegró porque había descubierto una pista de creencias religiosas primitivas. Nunca se le ocurrió que el chico pudiera estar escaqueándose exactamente con el tipo de excusa que él sabía que a ella le gustaría. Tampoco suele extrañarnos que cuando nos están distrayendo con el licor imbebible y la fruta verde, en realidad estamos siendo víctimas de nuestra propia fijación por la hospitalidad primitiva; al final, quienes quedamos como tontos somos nosotros.

A primera vista, los celebrados relatos de sus viajes por Grecia de Patrick Leigh Fermor, antes y después de la segunda guerra mundial, están a la altura de todas las suposiciones y mitos del helenismo romántico del siglo XX. Roumeli y Mani. Viajes por el sur del Peloponeso incluyen relatos de admiración sobre el bandidaje en Mani (la punta media del sur del Peloponeso). Estos cuentos varoniles se codeaban con intricadas y obsoletas disquisiciones sobre partes arcanas de historia y cultura bizantina, así como la predecible insistencia en la continuidad de las costumbres e ideas griegas e ideas desde la época de Homero. En un relato especialmente entusiasta sobre su entretenimiento en el Mani profundo, escribe:

Muchas cosas en Grecia han permanecido sin variaciones desde los tiempos de la Odisea y quizá la más increíble de ellas es la hospitalidad con la que tratan a los extranjeros... No existe mejor descripción de la estancia de un extraño en el aprisco de un pastor griego que la de Odiseo cuando entró disfrazado en la cabaña del porquero Eumeo en Ítaca. Todavía existe la misma aceptación incondicional, la atención a las necesidades del extraño antes incluso de preguntar su nombre: la hija de la casa le vierte agua sobre las manos y le ofrece para limpiarse una toalla limpia, enseguida se pone la mesa y, después, se le ofrece una abundante ración de vino y comida.

Todo esto debería bastar para que un cínico reinterpretara casi cada forma de intercambio social en términos homéricos. («En una cena británica normal, los visitantes llegan con regalos, los más preciosos, por ejemplo las botellas más caras, se almacenan para usarlos en otro momento. Mientras tanto, la hija de la casa ofrece a los invitados algunos bocaditos de comida, a menudo olivas, antes de retirarse a su propia habitación.») Las similitudes significativas, al fin y al cabo, se hacen, no se encuentran.

Leigh Fermor sigue siendo muy conocido por su papel destacado en el secuestro de 1944 del general Kreipe, el comandante alemán de Creta (y entre los clasicistas, al menos, por su recital de la oda de Soracte de Horacio junto con su cautivo cuando se despertaron a la mañana siguiente en una cueva de las colinas cretenses, el equivalente sofisticado de cantar «Noche de paz» en las trincheras). Fueran cuales fueran las consecuencias del secuestro para la población civil cretense o para el progreso de la guerra, la historia tiene un tono varonil que tiñe parte de su escritura de viajes también. Leigh Fermor iba acompañado en muchos de sus viajes tras la guerra por su compañera, y después mujer, Joan; pero ella raramente participa y, cuando lo hace, es normalmente en un papel decididamente pasivo (de forma muy parecida a como el Handbook de Murray aconseja solo una parte muy secundaria en el viaje a Grecia «para las damas»). Esta ausencia se exacerba en las recientes reimpresiones, que han conservado los diseños característicos de la cubierta de John Craxton, pero se omitieron las llamativas fotografías en blanco y negro tomadas por Joan que se incluyeron en las primeras ediciones.

A pesar de todo esto, Mani y Roumeli siguen siendo libros extraordinariamente cautivadores, en parte gracias a la capacidad de Leigh Fermor de convertir un conocimiento en una frase reveladora («Hay ciudades en transición que han perdido de vista la diferencia entre lo bonito y lo desagradable» es una ocurrencia que podría aplicarse a miles de lugares entre Shrewsbury y Heraclion); y en parte gracias a su capacidad de tejer una historia seductora a veces a partir de material poco prometedor. Una de las mejores historias de todas es la digresión hilarante en Roumeli sobre el intento de recuperar un par de pantuflas de Byron de un hombre en Missolonghi, en nombre de la muy peculiar tataranieta de Byron, lady Wentworth. Junto con otros fragmentos de sus libros y artículos (incluido su propio relato del asunto Kreipe), esta historia se recoge en Words of Mercury, que proporciona una buena muestra de lo que la obra escrita de Leigh Fermor tiene que ofrecer.

Demuestra tener simplemente más que un buen ojo para un aforismo o una historia, o un don para las elegantes belles-lettres. Cuando ves más allá de toda la tontería sobre la continuidad helénica, bajo todo eso hay una historia mucho más matizada de las ambivalencias de la Grecia moderna, su gente y sus mitos (tanto sobre sus propios mitos sobre ella misma y nosotros, como nuestros propios mitos al respecto). Por ejemplo, en una nota posterior a la historia de las pantuflas de Byron, no incluida en el relato de Words of Mercury, se cuenta en menos de una página la historia de la carrera póstuma de Rupert Brooke en la isla de Esciro, con su diferente tipo de primitivismo. Brooke nunca había puesto un pie en Esciro; simplemente lo enterraron allí, pero esto no impidió que «o broukis» fuera reclutado para la historia y el paisaje cultural de la isla. Como un pastor dijo: «solía pasear por los bosques en silencio, era la imagen misma de un caballero inglés a la antigua usanza... Alto, digno, con el pelo suelto, mirada ardiente y una larga barba blanca».

Como podía esperarse, Leigh Fermor menosprecia el turismo de masas moderno en Grecia. Después de describir una imagen en Roumeli de la taberna moderna ateniense («dóciles rebaños se reúnen en ellas, arreados por guías de ojos pequeños... Todo Manchester, todo Lyon, toda Colonia y la mitad del Medio Oeste se postran allí»), mira al futuro: «En momentos oscuros, veo calas solitarias, e islas tal y como están hoy e imagino cómo pueden llegar a ser... La costa está amenizada con cincuenta reproductores de discos y miles de transistores sin cables. Cada casa es ahora un bar artístico, una boutique o una tienda de curiosidades; nuevos hoteles se levantan y se multiplican las villas de hormigón». Lo que no logró predecir es que él mismo se convertiría en un objeto de turismo. La guía de Lonely Planet dirige a sus lectores al pueblo de Mani donde, según se recalca, Leigh Fermor (entonces de noventa años, murió en 2011) todavía vivía parte del año, y a la taberna llevada por su antigua ama de llaves. Nada que ver, o quizá sí, con el Handbook victoriano que guiaba a sus lectores en busca de la cabaña de Eumeo y los barcos de Odiseo.

Reseña de Patrick Leigh Fermor, Roumeli. Travels in Northern Greece (John Murray, 2004) (trad. cast.: Roumeli. Viajes por el norte de Grecia, Acantilado, Barcelona, 2011); Patrick Leigh Fermor, Mani. Travels in the Southern Peloponnese (John Murray, 2004) (trad. cast.: Mani. Viajes por el sur del Peloponeso, Acantilado, Barcelona 2012; Patrick Leigh Fermor, editado por Artemis Cooper, Words of Mercury (John Murray, 2004).