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Safo habla

«Va contra la naturaleza de las cosas que una mujer que se ha entregado a prácticas antinaturales y excesiva... pueda escribir obedeciendo perfectamente las leyes de la armonía vocal, el retrato imaginativo y la disposición de los detalles del pensamiento.» Para David Robinson, que escribió en la década de 1920 y cuyas obras volvieron a imprimirse en la de 1960, la perfección del verso de Safo era una prueba suficientemente clara de su carácter sin tacha. Esa convicción podía resultar inusual teniendo en cuenta su inconmovible confianza en que (al menos en el caso de las escritoras femeninas) la buena poesía solo podía encontrarse unida a la moralidad adecuada. Pero en otros aspectos, era simplemente una parte más de la gran tradición filológica que ha intentado rescatar a la gran poetisa griega Safo de las implicaciones de sus propios escritos, en concreto, de que disfrutaba del amor físico con otras mujeres. Así, por ejemplo, incluso algunos críticos recientes han intentado retratarla como una figura ante todo religiosa, la líder de un culto de jovencitas devotas de la diosa Afrodita. Otros, con una capacidad todavía más extrema para fantasear, la han visto como una especie de profesora o directora que instruye a las jóvenes a su cargo en poesía, música e incluso en las técnicas de placer sensual que necesitarán en sus futuras vidas como esposas.

Resulta fácil ridiculizar estos intentos de negar el lugar central de la sexualidad (lésbica) en la poesía de Safo. Jane Snyder, en The Woman and the Lyre, recorre las principales vías de la crítica tradicional de Safo y señala el anacronismo absurdo que subyace en la mayoría de estas reconstrucciones de su fondo social y contexto literario. En el mundo duro y guerrero del siglo VI a.C. de Lesbos no había lugar para cierto prototipo de colegio de artes liberales para jovencitas y, como Snyder apunta correctamente, es simplemente un capricho censurable sugerir que así fuera. No obstante, al distanciarse de esos intentos vanos de «imbuir a Safo de respetabilidad», de afirmar un deseo de leer los poemas «simplemente por lo que realmente dicen», Snyder pierde de vista algunas de las cuestiones más importantes que tienen que ver con las respuestas tradicionales a Safo y a sus escritos. Lo que estaba en juego no era solo la ansiedad de los filólogos clásicos conservadores por la aparente preferencia sexual por las jovencitas, aunque ese era, sin duda, un factor agravante en las reacciones más estridentes. Lo que es más importante, como sugiere Jack Winkler, en su ensayo sobre Safo Las coacciones del deseo, es el mero hecho de que el escritor, la voz narrativa de estos poemas, sea la de una mujer, que además defiende su derecho a hablar sobre su propia sexualidad. En definitiva, no se trata tanto del lesbianismo, como de la «voz femenina», y cómo esta podía oírse y comprenderse.

Cualquier discusión sobre las mujeres escritoras de Grecia y Roma (de Safo o de sus seguidoras menos conocidas) debe centrarse en la naturaleza de esa «voz femenina». La ideología dominante de la mayoría del mundo antiguo no dejaba lugar alguno para que la mujer se expresara en el discurso público. La exclusión de las mujeres de la política y del poder era simplemente una faceta de una mayor discapacidad: no tenían derecho alguno a ser oídas. Tal y como el Telémaco de Homero le dice a su madre, Penélope, en la Odisea (cuando ella cometió el atrevimiento de interrumpir en público a un bardo que recitaba), «hablar atañe solo a los hombres». Entonces, ¿cómo, en el marco de esta insistente ideología del silencio femenino, podían las mujeres escritoras encontrar espacio alguno para su propia creatividad? ¿Cómo interactuaban con la abrumadora herencia masculina literaria y cultural? ¿Consiguieron apropiarse del lenguaje masculino y subvertirlo para crear una forma de escritura distintivamente femenina?

Snyder apenas entra en estas cuestiones centrales. Empieza con Safo, a caballo entre los siglos VII y VI a.C., y acaba con Hipatia y Egeria, que escribieron mil años después; hace una relación de las principales escritoras de la Antigüedad y da traducciones de los fragmentos que han pervivido de su trabajo. Hay algunas omisiones extrañas. Sorprendentemente no hay mención alguna a santa Perpetua, cuyo relato autobiográfico de su encarcelamiento y juicio durante las persecuciones de los cristianos es uno de los documentos más extraordinarios que se han preservado desde la Antigüedad. Tampoco aparece la pobre Melino (autora del Himno a Roma que ha llegado hasta nosotros: «Te doy la bienvenida, Roma, hija de Ares, reina amante de la guerra...). Sin embargo, a pesar de todo, para aquellos acostumbrados a la lista habitual de autores clásicos masculinos, el conjunto de mujeres escritoras que Snyder ha reunido es impresionante en sí mismo: Myrtis, Corina, Praxila, Anyte, Nosis, Erina, Leontion, Sulpicia, Proba y muchas más.

Por desgracia, los irrisorios fragmentos que han sobrevivido de su trabajo no son tan impresionantes, como tampoco lo son los intentos generalmente banales de análisis literario e histórico de Snyder. Entre las mejor preservadas está la poesía de Corina: tres pasajes de lo que probablemente era un poema mucho más largo y unos cuantos dísticos aislados, que, en total, son unas cien líneas. La preocupación particular de Snyder es dar a Corina el «nicho que le corresponde en la historia de la literatura griega»: revisa la controversia moderna sobre la fecha en la que vivió (¿el siglo V o II a.C.?) y busca en vano una verdad literal, en lugar de centrarse en la verdad simbólica, mucho más importante, en las historias opuestas sobre las victorias de Corina en los concursos poéticos sobre su rival masculino, Píndaro. Al final, acaba admitiendo la imposibilidad de alcanzar ninguna conclusión firme sobre estas áreas de la historia de la vida de Corina. No obstante, su preocupación constante por la biografía de la poetisa tiende todo el tiempo a desviar la atención de un análisis serio de la poesía en sí misma, como las primeras líneas preservadas en un papiro de lo que pudo haber sido una colección de «cuentos de los antiguos»:

Terpsícore me emplazó a cantar bellos cuentos de los antiguos
a las chicas de Tanagrea, con sus vestidos blancos

y la ciudad se regocijó grandemente
con mi clara y lastimera voz...

Snyder habla de la obra de Corina solo en términos muy generales: alaba su «narrativa de ritmo veloz», su «lenguaje simple, directo», su refrescante tratamiento de los «paralelismos entre el mundo mitológico y el comportamiento del mundo humano», mientras al mismo tiempo sugería que era «esencialmente conservador», «interesado solo en transmitir la tradición recibida, y no retarla», y carece ampliamente de «profundidad filosófica». Estas opiniones podrían ser ciertas, pero con algún límite; desde luego, no hay necesidad de considerar a Corina como un genio creativo, pero nada de esto lleva a discutir directamente el problema central de las mujeres que escribían en el marco de una tradición masculina. ¿Se sumergió Corina simplemente en esa tradición? ¿O las narraciones mitológicas «conservadoras» (incluida, curiosamente, en uno de los fragmentos más largos, la historia de la violación de las nueve hijas del dios río Asopo) apuntan a un paralelismo más acentuado entre «el mundo mitológico y el comportamiento humano?

En muchos casos, el propio estado fragmentario de los textos que se preservan lleva la discusión sobre las cuestiones literarias sobre las mujeres que escribían en la Antigüedad cerca de lo imposible. Incluso con la extraordinaria ingenuidad filológica, no hay mucho que pueda decirse y que sirva de algo sobre las poco más de veinte palabras que sobrevivieron de Telesilla de Argos («pero Ártemis, oh doncellas, / que huyen de Alfeo...» es el fragmento más largo con el que contamos). Safo, sin embargo, con varios extractos sustanciosos, y, al menos, un poema completo preservado, entra en una categoría muy diferente. Aquí, por fin, cuando por primera vez es posible cierto análisis en profundidad de la escritura de una mujer, la omisión de Snyder se hace más patente.

Cuando discute la producción de Safo, Snyder sí que intenta identificar el «lenguaje femenino» en su poesía. Apela, por ejemplo, al sentir del poeta de la descripción, a su evidente debilidad por el mundo natural y a su tendencia a la introspección. Sin embargo, al concentrarse en estas características estereotípicas «femeninas» se olvida de la subversión radical que consigue Safo frente a la tradición literaria (épica) masculina. Podemos ver esto con más claridad en el poema conocido como Himno a Afrodita, en el que Safo invoca a la diosa una vez más para que la ayude a conseguir a la muchacha a la que ama. Empieza así:

Inmortal Afrodita de polícromo trono,
hija de Zeus, urdidora de engaños, te lo ruego,
no me oprimas con penas ni con sufrimientos,
Señora, el ánimo.
Ven aquí si algún día también en otro tiempo
escuchando de lejos mi palabra
me atendiste, y, dejando la casa de tu padre
dorada, te presentaste
luego de uncir tu carro. Lindos gorriones
te llevaban veloces sobre la oscura tierra
agitando las alas, desde el cielo, incesantes, por el
centro del éter
y al instante llegaron. Y tú, la Felicísima,

rompiste a sonreír con tu rostro inmortal y preguntabas
qué me pasaba entonces y por qué entonces

yo te llamaba,
y qué quería, más que otra cosa, que sucediera
con alma loca...*

Este poema, sin duda, se escribió «como una imitación de la forma estándar de una plegaria griega», adaptada por Safo «para que satisficiera sus propios propósitos». Sin embargo, Snyder no parece reconocer esa referencia en Safo, concretamente, a las palabras del héroe Diomedes en mitad de la batalla en el libro V de la Ilíada de Homero, cuando pide ayuda a la diosa Atenea («Óyeme, hija de Zeus, que lleva el escudo, incansable...»). Como Winkler demuestra, ese eco proporciona la clave para comprender la voz (o voces) de Safo en este poema. Centra nuestra atención en la distancia entre el mundo masculino del heroísmo épico y el ámbito privado de las preocupaciones femeninas; muestra la voz poética leyendo y reinterpretando la épica homérica para darle un nuevo significado en términos distintivamente femeninos; efectivamente, subvierte «el orden heroico» al completo, «transfiriendo el lenguaje de la experiencia de los soldados a la experiencia de mujeres enamoradas». La escritura de Safo aquí consigue una inversión táctica del lenguaje masculino dominante.

La ideología antigua del «silencio femenino», por supuesto, se desafía de otros modos. La mujeres encontraron una «voz» no solo escribiendo, sino también obviamente en los rituales religiosos, en la profecía y en las declaraciones oraculares. Giulia Sissa, en Greek Virginity, convierte a la sacerdotisa virgen de Apolo, la Pitia, en el punto de inicio para su estudio. Se pregunta cuál era la conexión entre su función oracular y su virginidad. ¿Hasta qué punto el «derecho a hablar» de la Pitia (o al menos el de actuar como portavoz del dios) está relacionado con las ideas griegas sobre la estructura del cuerpo femenino? ¿Cómo podemos comprender «su forma de lenguaje que era a la vez divina y femenina»?

Sissa argumenta que la «franqueza o apertura» de la virgen griega era crucial para el papel de la Pitia. Hay un contraste notable aquí con las ideas modernas (y algunas romanas) del «cierre» del cuerpo virginal. Para nosotros el himen intacto actúa como prueba física de que una chica es virgen, hasta ese momento de ruptura violenta e hiriente de la primera penetración. Para los griegos, la virginidad no tenía que ver con una barrera física: en su idea del cuerpo humano no había lugar para un himen. El cuerpo de la virgen estaba abierto y listo para la penetración. Su momento de cierre llegaba solo cuando se cerraba en torno al feto que crecía en su interior durante el embarazo, que era el único signo seguro de que la virginidad se había perdido. En el caso de la Pitia, su virginidad aseguraba su apertura a Apolo, y (como una novia perfecta) solo a él. Los escritores cristianos despreciaban su forma de sentarse (tal y como ellos describían) a horcajadas sobre un trípode, con las piernas separadas, para que los vapores del espíritu profético pudieran entrar en su vagina. No obstante, eso era precisamente lo importante: el cuerpo de la Pitia estaba abierto a la palabra del dios.

Aquí hay muchas cosas más que discutir que extrañas nociones sobre la fisiología femenina. El papel de la Pitia destaca una conexión inextricable entre la «voz de la mujer» y la sexualidad, entre «la boca que habla y come» y la «boca» de la vagina. El libro de Sissa es una sutil exploración del cuerpo de la mujer no solo como vehículo de las profecías divinas sino también del discurso humano.

Reseña de Jane McIntosh Snyder, The Woman and the Lyre: Women Writers in Classical Greece and Rome (Bristol Classical Press, 1989); J. J. Winkler, The Constraints of Desire: The Anthropology of Sex and Gender in Ancient Greece (Routledge, 1990) (trad. cast.: Las coacciones del deseo, ed. Manantial, Buenos Aires, 1994); Giulia Sissa, Greek Virginity, traducido por Arthur Goldhammer (Harvard, 1990) (original francés: Le Corps virginal. La virginité féminine en Grèce ancienne, Vrin, 1987).