El año 2011 fue inusualmente bueno para el difunto Terence Rattigan: Frank Langella protagonizó en Broadway su obra Man and Boy (una historia clásica sobre la ruina de un empresario), su primera producción en Nueva York desde la década de 1960; y The Deep Blue Sea, protagonizada por Rachel Weisz, como la mujer de un juez que se fuga con un piloto, se estrenó a finales de noviembre en Reino Unido, y en diciembre en Estados Unidos. Se celebraba el centenario del nacimiento de Rattigan (murió en 1977), y promovió el tipo de revalorización que a menudo se da en los centenarios. Durante años, para los críticos, aunque no para las audiencias del West End de Londres, sus elegantes historias de la angustia reprimida de las clases privilegiadas no encajaban con el realismo de clase trabajadora de John Osborne y los demás jóvenes dramaturgos reivindicativos. No obstante, hemos aprendido a verlo de forma diferente.
He vuelto a estudiar otra obra de Rattigan, The Browning Version, representada por primera vez en 1948. Se trata de la historia de Andrew Crocker-Harris, un profesor de cuarenta y tantos años de un colegio privado inglés, un partidario de la disciplina de la vieja escuela que se ve obligado a jubilarse antes de tiempo por una seria enfermedad cardiovascular. La otra desgracia de Crock* (y «Crock» es como lo llaman los niños) es que está casado con una mujer verdaderamente venenosa, llamada Millie, que divide su tiempo entre una aventura intermitente con el profesor de ciencias y planeando varios tipos de sadismo doméstico para destruir a su marido.
Sin embargo, el título de la obra nos devuelve al mundo clásico. El Crock, como ya habrá podido imaginar, enseña lenguas clásicas (¿qué otra cosa podría enseñar llamándose Crocker-Harris?), y la «versión Browning» del título se refiere a la famosa traducción de 1877 de Robert Browning de la obra de Agamenón de Esquilo. Escrita alrededor del 450 a.C., el original griego contaba la historia del trágico regreso de la guerra de Troya del rey Agamenón, que fue asesinado al volver a su hogar por su mujer, Clitemnestra, y por el amante que ella había tomado mientras Agamenón había estado fuera.
Este clásico es, en cierto sentido, la auténtica estrella de la obra de Rattigan. Uno de los protagonistas, John Taplow, es un alumno que había estado recibiendo lecciones extra de griego, y que se había ido encariñando gradualmente del viejo maestro gruñón. La entrega del regalo es el momento clave, casi el momento de redención, de la trama. Es la primera vez que la máscara de Crocker-Harris se resquebraja: cuando descubre la «versión Browning», llora. ¿A qué se deben sus lágrimas? En primer lugar, debe enfrentarse a su propio fracaso, igual que Agamenón, en un matrimonio adúltero (no estamos exactamente ante una obra feminista); sin embargo, también llora por lo que el joven Taplow había escrito en la página del título. Es una línea de la obra, cuidadosamente escrita en griego, que Crock traduce como «Dios mira desde lo alto con benevolencia a un maestro amable». Él lo interpreta como un comentario sobre su propia carrera: está seguro de no haber sido un maestro amable, y de que Dios nunca lo ha observado con benevolencia.
Aquí Rattigan está haciendo mucho más que explorar las psiques torturadas de la clase media alta británica (y no es solo otra historia ubicada en una escuela privada, que, sin duda, es una fijación algo estrafalaria de algunos escritores británicos). Dado que él mismo es un experto en estudios clásicos, también plantea preguntas cruciales sobre ellos, sobre la tradición clásica, y sobre cómo encaja en nuestro mundo moderno. ¿Hasta qué punto puede el mundo antiguo ayudarnos a entender el nuestro? ¿Qué límites deberíamos establecer en nuestra reinterpretación o reapropiación de toda esa tradición? Cuando Esquilo escribió «Dios mira desde lo alto con benevolencia a un maestro amable», desde luego no tenía a un profesor en mente, sino a un conquistador natural; de hecho, la frase (y creo que esto forma parte también de la tesis de Rattigan) fue la última que Agamenón dijo a Clitemnestra antes de que esta se lo llevara al interior del palacio y lo matara.
Por decirlo de otro modo, ¿cómo conseguimos que el mundo antiguo tenga algún sentido para nosotros? ¿Cómo lo traducimos? El joven Taplow, en realidad, no tiene en muy alta estima la traducción de Browning, y de hecho, para nuestro gusto, está escrita en un horrible tono poético decimonónico («Who conquers mildly, God, from afar, benignantly regardeth», como Browning traduce la línea, difícilmente nos motivará a leer rápidamente el resto de la obra). Sin embargo cuando, en sus lecciones, el propio Taplow se emociona con el griego de Esquilo y acaba dando una maravillosamente inspirada pero ligeramente imprecisa versión de una de las escenas del asesinato, Crock le echa una reprimenda: «Se supone que debes construir griego, es decir, traducir palabra por palabra la lengua literalmente, y no colaborar con Esquilo».
La mayoría de nosotros, sospecho, estamos del lado de los colaboradores, convencidos de que la tradición clásica es algo con lo que debemos involucrarnos y discutir; no basta con repetirla y darle voz. En este sentido, no puedo resistirme a recordar las versiones tremendamente modernas de la Ilíada de Homero llevadas a cabo por el poeta inglés Christopher Logue, que murió en diciembre de 2011 —Kings [Reyes], War Music [Música de Guerra], y otros—, «la mejor traducción de Homero desde la de [Alexander] Pope», según Garry Wills. Creo que este comentario fue tan sincero como ligeramente irónico. Lo más curioso del asunto es que nuestro principal colaborador de Homero no sabía ni una palabra de griego.
La mayoría de las cuestiones planteadas por Rattigan hacen hincapié en los argumentos que quiero presentar aquí. No intento convencer a nadie de que vale la pena tomarse en serio la literatura clásica, la cultura o el arte clásicos; sospecho que, en la mayoría de casos, sería como predicar a los conversos. En realidad, pretendo sugerir que el lenguaje cultural de los clásicos y la literatura clásica siguen siendo un dialecto esencial e imposible de erradicar de la «cultura occidental», y están tan integrados en el teatro de Rattigan, como en la poesía de Ted Hughes o las novelas de Margaret Atwood o Donna Tartt: El secreto, al fin y al cabo, no podría haberse escrito sobre un departamento de geografía. No obstante, también quiero examinar desde una perspectiva más cercana nuestra obsesión con el declive del aprendizaje de los estudios clásicos. Y en este caso también The Browning Version, o sus secuelas, ofrece una visión intrigante.
La obra siempre ha sido popular en el teatro y entre las empresas de televisión más humildes, en parte por la sencilla razón de que Rattigan situó toda la acción en el salón de Crocker-Harris, cosa que hace que el montaje sea extremadamente barato; pero también ha habido dos versiones cinematográficas de The Browning Version que sí se aventuraban fuera del apartamento de Crocker-Harris para aprovechar el potencial visual de la escuela privada inglesa, desde sus clases con revestimientos de madera a sus campos verdes de cricket. Rattigan en persona escribió el guion para la primera, que protagonizó Michael Redgrave, en 1951. Usó el formato más largo de la película para profundizar en la filosofía de la educación, y estudiar la enseñanza de la ciencia (tal y como representaba el amante de Millie) frente a la de las clásicas (representada por Crock). Y dio al sucesor de Crock como profesor de clásicas, el señor Gilbert, un papel mayor, dejando claro que se iba a alejar de la línea dura de trabajo, centrada en la gramática griega y latina, para decantarse por lo que ahora llamaríamos un enfoque «centrado en el alumno».
En 1994, se rodó otra versión de la película. En esta ocasión protagonizada por Albert Finney. Se había modernizado: Millie ahora se llamaba Laura, y su amante profesor de ciencias era ahora un pretencioso norteamericano. Seguía conservando algo del tono de la vieja historia: Finney mantenía el embrujo sobre su clase cuando leía algunas líneas de Esquilo y lloraba con el regalo de la «versión Browning» de forma incluso más conmovedora de lo que lo había hecho Redgrave. No obstante, en un giro sorprendente, se introducía un toque narrativo más deprimente. En esta versión, el sucesor de Crock, en realidad, va a dejar de enseñar clásicas por completo. «Mi cometido —explica en la película— es organizar un nuevo departamento de lenguas, lenguas modernas: alemán, francés y español. Al fin y al cabo, esta es una sociedad multicultural.» Ahora Crock es el último individuo de su especie. No obstante, aunque la película vaticine la muerte de la enseñanza de las lenguas clásicas, sin darse cuenta parece confirmarla también. En una escena, el Crock está trabajando con su clase un pasaje de Esquilo en griego, que a los alumnos les cuesta mucho leer. Cualquier clasicista con buen ojo se dará cuenta enseguida a qué podían deberse sus problemas: los chicos tienen en sus escritorios solo una copia de la traducción de Penguin de Esquilo (que se reconoce instantáneamente gracias a la portada); no tienen texto griego alguno. Posiblemente, algún tipo del departamento de decorado ordenó conseguir veinte copias del Agamenón y no se le ocurrió otra cosa que comprarlas en inglés. Ese fantasma del final de aprendizaje de los estudios clásicos resultará familiar a la mayoría de lectores. Con cierta turbación, quiero intentar buscar una nueva perspectiva para encarar la cuestión, ir más allá de los manidos tópicos, y (con la ayuda en parte de Terence Rattigan) examinar con una visión fresca a qué nos referimos cuando hablamos de «estudios clásicos». No obstante, recordemos primero qué suelen subrayar las recientes discusiones sobre el estado actual de las clásicas, sin pensar ahora en su futuro.
El mensaje básico es pesimista. Literalmente cientos de libros, artículos, reseñas y páginas de opinión han aparecido durante los últimos diez años más o menos, con títulos como «Los clásicos en crisis», «¿Pueden sobrevivir los estudios clásicos?», «¿Quién mató a Homero?», «¿Por qué necesita América la tradición clásica?», y «Salvemos a las clásicas de los conservadores». Todos ellos de formas diferentes lamentan la muerte de los estudios clásicos, les realizan algo que solo puede considerarse una autopsia o recomiendan algunos procedimientos algo tardíos para salvarlos. A menudo en estas publicaciones se repite una letanía de hechos deprimentes y su tono resulta familiar en sentido amplio. Frecuentemente, se subraya el declive de la enseñanza del latín y el griego en las escuelas (en los últimos años menos de trescientos jóvenes en Inglaterra y Gales han escogido griego clásico como una de sus asignaturas optativas, y estos provienen básicamente de escuelas independientes), o el cierre de departamentos universitarios de clásicas por todo el mundo.
De hecho, en noviembre de 2011, debido a la creciente marginación de las lenguas clásicas, se presentó formalmente una petición internacional para pedir a la Unesco que declarara el latín y el griego un «patrimonio heredado intangible de la humanidad», especialmente protegido. No estoy segura de qué pienso sobre tratar las lenguas clásicas como si fueran una especie en peligro de extinción o una ruina de gran valor, pero estoy bastante convencida de que no fue una gran idea, desde el punto de vista político, sugerir en ese momento (tal y como aparece en la petición) que la responsabilidad de preservación debería recaer especialmente en el gobierno italiano (como si no tuviera bastante ya entre manos).
Las respuestas a qué ha causado este declive son muy variadas. Algunos argumentan que los defensores de las clásicas son los únicos que tienen la culpa. Es un tema propio de un «varón blanco europeo muerto» que demasiado a menudo ha servido como coartada de un enorme abanico de pecados culturales y políticos, desde el imperialismo al eurocentrismo, pasando por el esnobismo social, hasta la forma de pedagogía más empobrecedora de la mente. Los británicos dominaron su imperio enarbolando a Cicerón en una mano; Goebbels eligió la tragedia griega como lectura para su mesilla de noche (y si hemos de creer a Martin Bernal, habría llegado a encontrar la confirmación de sus dementes visiones de la supremacía aria en la propia tradición de la filología clásica). A veces, se dice que las clásicas están recogiendo lo que han sembrado en este nuevo mundo multicultural. Por no mencionar el hecho de que, en realidad, en Inglaterra al menos, el aprendizaje del latín fue durante generaciones el guardián de los rígidos privilegios de clase y exclusividad social, aunque suponía un coste terrible a sus aparentes beneficiarios. Te daba acceso a una élite reducida, cierto, pero condenaba tus años de infancia al currículum educativo más limitado posible: poca cosa más que traducción al y del latín (y cuando te hacías algo mayor, a la traducción del griego). En la película de The Browning Version vemos a los pupilos de Crocker-Harris traducir al latín las cuatro estrofas de «La Dama de Shalott» de Tennyson: un ejercicio tan inútil como prestigioso.
Otros afirman que los estudios clásicos han fracasado dentro de la política de la academia moderna. Si hacemos caso a Victor Davis Hanson y a sus colegas, deberíamos culpar del fracaso generalizado de la disciplina a arribistas de la Ivy League, y sin duda a las universidades de Oxford y Cambridge y a sus académicos, que (para conseguir mejores salarios y períodos sabáticos más largos) se han dejado llevar por un egoísta callejón posmoderno, mientras los estudiantes normales y «la gente que estaba ahí fuera» querían oír hablar de Homero y de otros grandes nombres de Grecia y Roma. La réplica a esta postura sería: quizá precisamente porque los profesores de clásicas se han negado a aceptar la teoría moderna y han persistido en ver el mundo antiguo a través de unas gafas de color de rosa (por considerarla una cultura digna de admiración) el tema está en inminente peligro de convertirse en un objeto de anticuario.
Las voces que insisten en que deberíamos enfrentarnos a la mugre, a la esclavitud, a la misoginia y a la racionalidad de la Antigüedad se remontan a Moses Finley y al poeta irlandés y clasicista Louis MacNeice, e incluso a mi propia e ilustre predecesora del siglo XIX en Cambridge, Jane Ellen Harrison. «Cuando debería recordar las glorias de Grecia —escribió MacNeice en su memorable Autumn Journal [Diario de otoño]— pienso, en realidad, en los criminales, aventureros, oportunistas, en los atletas descuidados y en los chicos presumidos... El ruido de los demagogos y los galenos; y en las mujeres ofreciendo libaciones sobre tumbas. Y en la elegancia de Delfos y en los idiotas de Esparta y, por último, pienso en los esclavos.»
Por supuesto, no todo lo escrito sobre el estado actual de las clásicas es irremediablemente lúgubre. Hay otros más optimistas que se toman el asunto con mayor tranquilidad; por ejemplo, señalan que se ha notado un nuevo interés entre el público sobre el mundo antiguo. Basta con ver el éxito de películas como Gladiator o la biografía de Stacy Schiff de Cleopatra o el continuo flujo de tributos literarios o citas de los clásicos (incluidas al menos tres grandes revisiones ficcionadas o poéticas de Homero, solo en 2011). Y frente a los torvos ejemplos de Goebbels y el imperialismo británico, se puede citar un repertorio de héroes radicales de la tradición clásica, tan variados como Sigmund Freud, Karl Marx (cuya tesis doctoral trataba sobre filosofía clásica) y los Padres Fundadores de América.
En cuanto al latín en sí mismo, se cuentan todo un abanico de diferentes historias en el mundo posterior a Crocker-Harris. Donde la enseñanza de la lengua no se ha abolido sin más, es posible que ahora puedas leer que el latín, liberado de las cadenas de la vieja gramática, puede causar un gran impacto en el desarrollo intelectual y lingüístico; tanto si eso está basado en estudios realizados en escuelas del Bronx, que afirman demostrar que aprender latín aumenta el coeficiente intelectual, o en las comunes afirmaciones de que saber latín es una gran ayuda si quieres aprender francés, italiano, español o cualquier otro idioma indoeuropeo que se te ocurra nombrar.
Sin embargo, aquí hay un problema. Algunas de las objeciones de los optimistas dan en el clavo. El pasado clásico nunca se ha asociado con una sola tendencia política: los clásicos probablemente han legitimado tantas revoluciones como dictaduras conservadoras (y Esquilo a lo largo de los años ha servido tanto como propaganda nazi como para apoyar los movimientos de liberación subsaharianos en África). Algunas de las réplicas, no obstante, son simplemente erróneas. El éxito de Gladiator no fue nada nuevo; pensemos en BenHur, Espartaco, El signo de la cruz, y cualquiera de las numerosas versiones de Los últimos días de Pompeya se remontan prácticamente a los mismos orígenes del cine. Tampoco lo es el éxito de la biografía clásica popular; incontables personas de mi generación conocieron el mundo de la Antigüedad mediante las biografías de Michael Grant, que ahora han caído totalmente en el olvido.
Y me temo que muchos de los argumentos que ahora se usan para justificar la enseñanza del latín son también peligrosos. El latín, desde luego, te permite aprender sobre el lenguaje y cómo funciona, y el hecho de que esté «muerto» puede ser bastante controvertido: estoy realmente agradecida de no tener que saber latín para pedir una pizza o las indicaciones para llegar a la catedral, pero honestamente, si se quiere aprender francés, lo cierto es que sería mejor hacerlo directamente, y no empezar primero con alguna otra lengua. Solo hay una buena razón para aprender latín: que quieras leer lo que está escrito en ese idioma.
Aunque eso no es exactamente lo que quiero decir. La pregunta crucial es: ¿qué nos lleva tan insistentemente a examinar el «estado» de los estudios clásicos y a comprar libros que lamenten su declive? Después de leer un montón de opiniones, a menudo puedes llegar a sentir que entras en una especie de forma extraña de drama hospitalario, una especie de urgencias académicas, con un paciente aparentemente enfermo («los estudios clásicos») rodeado por diferentes doctores que no se ponen de acuerdo en el diagnóstico o el pronóstico. ¿Acaso el paciente está simplemente fingiendo estar enfermo y en realidad está en plena forma? ¿Es posible que se produzca una mejora gradual, pero que nunca llegue a recuperar la buena salud? ¿O la enfermedad es terminal y los cuidados paliativos o una eutanasia encubierta son las únicas opciones?
O más bien, y quizá esa sea la parte crucial del tema, ¿por qué estamos interesados en lo que va a ocurrir con los estudios clásicos, y por qué lo discutimos de este modo, y llenamos tantas páginas con las posibles respuestas? El «debate sobre el declive de las clásicas» y el pequeño mercado editorial parecen depender de un gran número de defensores de las clásicas y que compran libros que dibujan su desaparición. Quiero decir, si el latín y el griego y la tradición clásica te importan un pimiento, no decides leer un libro sobre por qué a nadie le interesan ya.
Por supuesto, todo tipo de diferentes visiones sobre los estudios clásicos subyacen bajo los distintos argumentos sobre su estado de salud, desde algo que tiene que ver más o menos con el estudio académico del latín y el griego a, en el otro lado del espectro, un sentido más amplio del interés popular en el mundo antiguo en todas sus formas. En parte, la razón por la que la gente no está de acuerdo en cuál es el estado de las «clásicas» es que cuando hablan sobre ellas o, como se dice más a menudo en América, «los clásicos» no están hablando sobre lo mismo. No es mi intención aquí ofrecer una redefinición directa; en lugar de eso, prefiero elegir algunos de los temas que aparecían en la obra de Terence Rattigan que sugieren que las clásicas están incrustadas en el concepto que tenemos de nosotros mismos y en nuestra propia historia, de una forma más compleja de lo normal. No solo provienen o llegan hasta nosotros desde el pasado lejano. También nos aportan un lenguaje cultural que hemos aprendido a hablar, en un diálogo con la idea de Antigüedad. Y para constatar lo obvio, en cierto modo, las clásicas tratan de los griegos y de los romanos, tanto como de nosotros.
Sin embargo, empecemos por la retórica de la decadencia, así que permítame que le ofrezca otro texto melancólico:
En muchas partes, oímos que se afirma con toda seguridad que el griego y el latín están acabados, que su tiempo ha pasado. Si la extinción de estas lenguas como instrumentos potentes de la educación es un sacrificio que inexorablemente exige el progreso de la civilización, cualquier lamento será inútil y deberemos doblegarnos a la necesidad. No obstante, la historia nos señala que la causa más importante de la caída de las grandes supremacías ha sido la indiferencia pasiva y la cortedad de miras de sus defensores. Por tanto, es obligación de quienes creen... en que el latín y el griego pueden seguir ofreciendo en el futuro, como lo han hecho en el pasado, beneficios impagables para la educación humana más elevada, preguntarse si esas causas existen y cómo podemos librarnos de ellas inmediatamente. Porque si estos estudios caen en desgracia, como Lucifer, no habrá esperanza de un segundo renacimiento.
Como habrá adivinado por el estilo retórico, este texto no se escribió ayer (aunque muchos de los mismos argumentos sí se podrían haber oído ayer). En realidad, lo escribió el latinista de Cambridge J. P. Postgate para lamentar el declive del latín y el griego en 1902 —una famosa lamentación, publicada en una influyente revista de Londres (The Fortnightly Review) y suficientemente poderosa para conducir directamente, hace unos cien años, a la fundación en Reino Unido de la Classical Association, cuyo objetivo era unir a personas que pensaban igual explícitamente para salvar las lenguas clásicas.
La cuestión es que puedes encontrar tales lamentos o angustias casi en todo momento de la historia de la tradición clásica. Como bien se sabe, Thomas Jefferson, en 1782, justificó la prominencia de las clásicas en su propio currículum educativo en parte debido a lo que estaba ocurriendo en Europa: «Según me han dicho, el aprendizaje del griego y el latín está cayendo en desuso en Europa. Entiendo las exigencias de sus costumbres y ocupaciones: pero sería un gran error de juicio seguir su ejemplo en este caso».
Todo esto puede parecernos ridículo, puesto que, en nuestros estándares, estas voces surgen en la edad de oro del estudio y el conocimiento de los estudios clásicos, la época que hemos perdido. No obstante, son un poderoso recordatorio de uno de los más importantes aspectos de la historia simbólica de las clásicas: ese sentimiento de pérdida inminente, la aterradora fragilidad de nuestras conexiones con la lejana Antigüedad (siempre en peligro de ruptura), el miedo a los bárbaros que acechan en las puertas, y no nos limitamos a preservar lo que valoramos. Es decir, los testimonios sobre el declive de las clásicas no son simplemente comentarios, sino que también hay debates en su seno: en parte, son expresiones de la pérdida, el anhelo y la nostalgia que siempre han teñido los estudios clásicos. Por eso, muy a menudo, los escritores capturan este sentido con más precisión que los clasicistas profesionales. La sensación de desvanecimiento, de ausencia, de glorias pasadas y del final de una era es un mensaje que aparece claramente en The Browning Version.
Sin embargo, otro lado de la fragilidad es un tema principal de la obra extraordinaria de Tony Harrison, The Trackers of Oxyrhynchus, que se estrenó por primera vez en 1988: en ella (en una parte de una compleja trama que mezcla época antigua y moderna) aparecen un par de clasicistas británicos que están excavando en las colinas polvorientas de la ciudad de Oxirrinco, en Egipto, los fragmentos de papiros, con todos los pequeños «nuevos» fragmentos de literatura clásica que puedan contener, o los preciosos atisbos que podrían dar de la vida real mundana y desordenada del mundo antiguo. Sin embargo, tal y como Harrison insiste, todo lo que se consigue son los fragmentos que acabaron en la papelera, y la frustración y la decepción del proceso acaban volviendo loco a uno de los excavadores.
La verdad es que los clásicos están por definición en declive; incluso en lo que ahora llamamos «Renacimiento», los humanistas no celebraban la «vuelta a la vida» de los clásicos; de forma más parecida a los buscadores de Harrison, en su mayoría se habían involucrado en un último intento a la desesperada de salvar los breves y frágiles restos de los clásicos del olvido. No ha habido ninguna generación al menos desde el siglo II d.C. que haya logrado promover la tradición mejor que sus predecesores. No obstante, hay un lado positivo en todo esto. El sentimiento de pérdida inminente, el miedo perenne de que podamos estar a punto de perder la cultura clásica por completo, es algo muy importante que les da, ya sea en el estudio profesional o en el compromiso creativo, la energía y la capacidad de provocación que creo que todavía tienen.
No estoy segura de que esto nos ayude mucho a predecir el futuro de los estudios clásicos, pero me atrevería a decir que, en 2111, la gente seguirá interesada en los estudios clásicos, tanto enérgica como creativamente, que seguirán lamentando su decadencia, y probablemente nos considerarán a nosotros como una edad de oro de los estudios clásicos.
No obstante, la pregunta sigue en el aire: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de «clásicas»? Soy consciente de que he sido casi tan inconsistente como aquellos a los que criticado. A veces, he usado la palabra para referirme al latín y al griego, otras veces, para nombrar un tema estudiado por personas que se describen a sí mismas como clasicistas, a veces a una temática cultural mucho más amplia (como las películas, las novelas y la poesía). Las definiciones son a menudo falsos amigos. Las más inteligentes y atractivas tienden a excluir demasiadas cosas; las más sensatas y amplias son tan juiciosas como para llegar a ser inútilmente aburridas. (Un intento reciente de definir las clásicas dice así: «el estudio de la cultura, en el sentido más amplio de cualquier población que usa el griego y el latín, desde el inicio hasta, por ejemplo, las invasiones islámicas del siglo VII d.C.». Cierto pero...)
Yo no voy a intentar dar una alternativa, pero sí quiero reflexionar sobre líneas básicas de lo que debería ser una definición, una plantilla que pueda ser más útil para pensar en lo que son las «clásicas», y cómo podría ser su futuro. En su forma más sencilla, creo que debemos ir más allá de la idea superficialmente plausible (que iba implícita en la definición que acabo de citar) de que las clásicas son, o tratan de, la literatura, el arte, la cultura, la historia, la filosofía y el lenguaje del mundo antiguo. Por supuesto, en parte son eso. El sentimiento de pérdida y anhelo que he descrito se refiere, hasta cierto punto, a la cultura de ese pasado distante, a los fragmentos de papiros de las papeleras de Oxirrinco, pero no solamente a eso. Tal y como la retórica deja absolutamente claro, nuestros predecesores también sentían esa misma pérdida y anhelo, aunque creamos que sus conexiones fueran mucho más cercanas que las nuestras.
Para decirlo tan claramente como pueda, el estudio de las clásicas es el estudio de lo que ocurre entre la Antigüedad y nosotros mismos. No solo es el diálogo que mantenemos con la cultura del mundo clásico; también es el diálogo que entablamos con aquellos que antes que nosotros dialogaron con el mundo clásico (ya sea Dante, Rafael, William Shakespeare, Edward Gibbon, Pablo Picasso, Eugene O’Neill o Terence Rattigan). Las clásicas, como los escritores del siglo II d.C. ya habían entendido, son una serie de «diálogos con los muertos». Ahora bien, entre esos muertos no se encuentran solo aquellos que acabaron bajo tierra hace dos mil años. Esta idea aparece muy bien recogida en otro artículo en The Fortnightly Review, en esta ocasión una sátira que apareció en 1888, un sketch ubicado en el inframundo, en el que un trío de notables filólogos clásicos (los ya hace tiempo difuntos Bentley y Porson, además de su recientemente fallecido colega danés Madvig) tienen una discusión libre y franca con Eurípides y Shakespeare. Esta pequeña sátira también nos recuerda que los únicos que hablamos en esta diálogo somos nosotros; nosotros actuamos como ventrílocuos y damos vida a lo que los antiguos tienen que decir: de hecho, aquí los filólogos clásicos se quejan de lo mal que lo están pasando en el Hades, porque dicen que constantemente las sombras de los antiguos se quejan de que los clasicistas los han entendido mal.
Hay dos consecuencias que podemos extraer de todo esto. La primera es que deberíamos estar mucho más alerta de lo que solemos estar a las afirmaciones que hacemos sobre el mundo clásico, al menos, deberíamos ser estratégicamente más conscientes de sobre quiénes hacemos esas afirmaciones. Tomemos, por ejemplo, la afirmación común de que «En la antigua Atenas inventaron la democracia». Dicho así, simplemente no es cierto. Que nosotros sepamos, ningún griego antiguo dijo nunca algo semejante; y, de todos modos, la democracia no es algo que se «invente», como un motor de pistones. Nuestra palabra «democracia» deriva del griego, eso es cierto. Aparte de eso, el hecho de que hayamos decidido otorgar a los atenienses del siglo VI el estatus de «inventores de la democracia», hemos proyectado nuestro deseo de que tenga un origen en ellos. (Y es una proyección que habría asombrado a nuestros predecesores de hace doscientos años, para la mayoría de los cuales la política ateniense del siglo V a.C. era el arquetipo de una desastrosa forma de gobierno mafioso.)
El segundo punto es la inextricable incrustación de la tradición clásica dentro de la cultura occidental. No pretendo decir que los clásicos sean sinónimos de la cultura occidental; por supuesto, hay muchos otros hilos y tradiciones que exigen nuestra atención, definen quiénes somos, y sin los cuales el mundo contemporáneo sería inmensamente más pobre. No obstante, el hecho es que Dante leyó la Eneida de Virgilio, no el poema épico del Gilgamesh. Hasta ahora he hecho hincapié en nuestro compromiso con nuestros antecesores a través de su propio compromiso con los clásicos. El matiz ligeramente diferente sería que ahora resultaría imposible comprender a Dante sin Virgilio, a John Stuart Mill sin Platón, a Donna Tartt sin Eurípides y a Rattigan sin Esquilo. No estoy segura de si eso nos permite hacer alguna predicción sobre el futuro; pero diría que si tuviéramos que amputar los clásicos del mundo moderno, eso implicaría algo más que cerrar algunos departamentos universitarios más y relegar la gramática latina al montón de basura. En realidad conllevaría infligir heridas sangrantes en el corpus de la cultura occidental, y un futuro oscuro lleno de confusión. Por todo eso, dudo de que lleguemos hasta ese punto.
Me gustaría cerrar con dos argumentos finales, una observación ligeramente austera sobre el conocimiento y la experiencia, y la otra un poco más festiva.
En primer lugar, el conocimiento. Me he referido en varias ocasiones a la forma en la que nosotros mismos tenemos que ejercer de ventrílocuos de los antiguos griegos y romanos, y dar vida a sus escritos y los restos materiales que han dejado; el diálogo que entablamos con ellos no es en igualdad de condiciones: nosotros vamos en el asiento del conductor. Sin embargo, si va a ser un diálogo útil y constructivo, no una algarabía incoherente y en última instancia sin sentido, debe basarse en la experiencia en el mundo antiguo y en las lenguas antiguas. Ahora bien, con esto no quiero decir que todo el mundo debiera estudiar latín y griego (aunque tampoco nadie entenderá nada de Dante a menos que haya leído personalmente a Virgilio). Por suerte, la comprensión cultural es una operación colaborativa y social.
El argumento cultural importante es que algunas personas deberían haber leído a Virgilio y a Dante. O por decirlo de otro modo, la fuerza total de los clásicos no debe medirse exactamente por cuántos jóvenes aprenden latín y griego en la escuela o en la universidad. Se podría calibrar mejor preguntándonos cuántas personas creen que debería haber personas en el mundo que sepan latín y griego, cuántas piensan que merece la pena tomarse en serio esa experiencia y, en última instancia, pagar por ella.
Mi única preocupación, supongo, es que mientras haya todavía un enorme y amplio entusiasmo por los estudios clásicos, la experiencia en el sentido que acabo de citar es más frágil. Christopher Logue no tenía ni idea de griego cuando se embarcó en su trabajo con la Ilíada; pero conocía a un hombre que sí sabía griego, y mucho: Donald Carne-Ross, que llegó a convertirse en profesor de clásicas de la Universidad de Boston. Podemos comparar esa colaboración con el modo en el que en publicaciones significativas de disciplinas académicas que lindan con las clásicas (historia del arte, por ejemplo, o inglés) repetidamente encontramos expresiones o términos latinos y griegos con erratas, confusos y mal traducidos. No me importa que los autores no conozcan las lenguas, pero sí me molesta que no busquen a alguien que sí sepa latín y griego para que les ayude a escribirlo bien. Lo más irónico de todo, quizá, es que, en mi copia más reciente de The Browning Version de Rattigan, las partes de griego que son cruciales para la obra están tan mal impresas que apenas tienen sentido. El Crock estaría revolviéndose en su tumba. O por decirlo en mis propias palabras, no puedes dialogar con un sinsentido.
No obstante, me gustaría acabar con una idea algo menos cascarrabias. Después de repasar lo que he escrito, me he dado cuenta de que hay un punto importante sobre los estudios clásicos que me he dejado: un sentido obligado de asombro. Los clasicistas profesionales no son buenos en este aspecto. Lo más normal es que te los encuentres quejándose sobre todo lo que no sabemos sobre el mundo antiguo, lamentándose de que hayamos perdido tantos libros de Livio, o de que Tácito no nos contara más cosas sobre los romanos pobres; pero eso es perder de vista lo importante. Lo realmente genial es lo que tenemos, no lo que nos falta, del mundo antiguo. Si no lo supiéramos ya, y alguien nos dijera que el material escrito por personas que vivieron hace dos milenios o más han pervivido en una cantidad tal que la mayoría de las personas no podrían leerla en toda una vida, no los creeríamos. Es sorprendente, pero así es; y nos ofrece la posibilidad de un viaje de exploración compartido maravilloso.
En este punto, debemos volver a la traducción de Browning del Agamenón y observar con mayor atención cómo la presenta. «¿Me permitirían —escribe— discutir algo, mediante la recreación, de una aventura algo penosa y tal vez infructuosa?» ¿Penosa? Probablemente. ¿Infructuosa? No creo, a pesar del toque anticuado del lenguaje de Browning. ¿Aventura? Sí, desde luego, y las aventuras de los clásicos es algo que todos podemos compartir.
Conferencia Robert B. Silvers, Biblioteca Pública de Nueva York, diciembre de 2011.