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EL SANATORIO OLDHAM, A UNA HORA DE TREN DESDE LONdres, es un gran edificio de color blanco rodeado por un amplio terreno de césped bien cuidado. Numerosas sillas yacen esparcidas por él para que los residentes puedan tomar el sol tanto como deseen.

Como prometimos, Tom y yo hemos ido a visitar a nuestro padre. No deseo verlo en este lugar. Prefiero recordarlo en su estudio, con un buen fuego, su pipa en la mano, los ojos brillantes y una fantástica historia a punto para entretenernos a todos. Pero supongo que incluso el sanatorio Oldham es un recuerdo mucho mejor que el que tengo de mi padre en el antro de opio de East London, tan drogado que hubiera sido capaz de canjear su alianza de boda por un poco más.

No, no debo pensar en eso. Hoy no.

—Recuerda, Gemma, que tienes que mostrarte alegre y contenta —me advierte Tom, mi hermano mayor, pero no por eso más sabio, mientras descendemos por la gran extensión de césped y dejamos atrás los setos primorosamente recortados, sin ramas que sobresalgan ni malas hierbas que desvirtúen su esmerada simetría.

Al pasar, le obsequio a una enfermera con una amplia sonrisa.

—Creo que recordaré cómo comportarme sin ayuda de tus buenos consejos, Thomas —contesto entre dientes.

—Eso espero.

Con sinceridad, ¿para qué sirven los hermanos excepto para atormentarte e irritarte a partes iguales?

—De verdad, Thomas, deberías tener más cuidado con el desayuno. Tienes una descomunal mancha de huevo en la camisa.

Presa del pánico, Tom se manosea la prenda de ropa.

—¡No la veo!

—A tu derecha —le doy un golpecito en la sien—, aquí.

—¿Qué?

—Feliz día de los Inocentes.

Su boca se tuerce en una sonrisa de suficiencia.

—Aún no estamos en abril.[1]

—Ya lo sé —contesto mientras camino a paso rápido—. Y aun así, sigues siendo un inocente.

Una enfermera ataviada con un uniforme blanco almidonado nos señala una pequeña zona de descanso próxima a un cenador. Un hombre reposa en una tumbona de mimbre reclinada con una manta de cuadros escoceses sobre las piernas. Me ha costado reconocer a mi padre. Está muy delgado.

Tom carraspea.

—Hola, padre. Tiene buen aspecto.

—Sí, cada día me encuentro mejor. Gemma, cielo, cada vez que te veo estás más guapa.

Apenas me echa un vistazo al hacer ese comentario. Ya no nos miramos el uno al otro como antes. Ya no. No desde que lo saqué de aquel fumadero de opio. Ahora, cuando lo miro, veo a un adicto. Y cuando él me mira a mí, ve lo que no le gustaría recordar. Desearía poder ser de nuevo su adorada niñita y sentarme junto a él.

—Es muy amable, padre.

«Alegre y contenta, Gemma

Sonrío compasivamente. Está tan delgado...

—Hace buen día, ¿verdad? —dice Padre.

—Así es. Un día excelente.

—Los jardines son maravillosos —comento.

—Sí, magníficos —me secunda Tom.

Padre asiente sin prestar atención:

—Ah.

Me siento en el borde de la silla, preparada para huir en cualquier momento. Le ofrezco una caja envuelta en papel de regalo dorado y adornada con un gran lazo rojo.

—Le he traído sus pastillas de menta preferidas.

—Ah —responde cogiendo la caja sin el menor entusiasmo—. Gracias, cielo. Thomas, ¿te has pensado ya lo de la Sociedad Hipocrática?

Tom frunce el ceño.

—¿Qué es la Sociedad Hipocrática? —pregunto.

—Un reputado club de caballeros, científicos y médicos, todos grandes pensadores. Han mostrado interés en nuestro Thomas.

Parece un buen maridaje para Tom, asistente clínico del Hospital Real de Bethlem, Bedlam, quien, a pesar de sus múltiples defectos, es un médico excelente. La medicina y la ciencia son sus dos grandes pasiones, por lo que no puedo entender el desprecio con que habla de la Sociedad Hipocrática.

—No me interesa —responde Tom con firmeza.

—¿Por qué no?

—La mayoría de sus socios tienen entre cuarenta y un pie en la tumba —contesta Tom desdeñosamente.

—Esos salones respiran sabiduría, Thomas. Deberías tener el buen juicio de respetarlos.

Tom coge una pastilla de menta.

—No es el club Ateneo.

—Tus aspiraciones apuntan alto, ¿no es verdad, muchacho? El Ateneo sólo acepta a los de su círculo y nosotros no pertenecemos a ese círculo —replica padre sin ambages.

—Puede que yo sí —sostiene Tom.

Tom anhela desesperadamente ser aceptado por la flor y nata de la sociedad londinense. Padre considera que ése es el deseo de un necio. Y yo no soporto que discutan ni tampoco quiero que Tom altere a padre precisamente ahora.

—Padre, he oído que va a volver pronto a casa —digo.

—Sí, eso me han dicho. Tu anciano padre está en perfecto estado —contesta entre toses.

—Eso es magnífico —comenta Tom sin entusiasmo.

—Lo es —asiente padre.

Y, tras ese comentario, guardamos silencio. Una bandada de gansos deambula por el césped como si también ellos hubieran perdido el rumbo. Un vigilante los ahuyenta hacia el estanque que hay a lo lejos. Sin embargo, no hay nadie que nos ayude a encontrar una nueva senda, así que seguimos sentados, hablando de nimiedades y evitando mencionar cualquier cosa que sea importante. Finalmente, una enfermera de cara redonda y cabello cobrizo sembrado de canas se aproxima a nosotros.

—Buenos días tenga usted, señor Doyle. Es la hora de tomar las aguas, señor.

Padre sonríe aliviado.

—Señorita Finster, un rayo de sol en una mañana gris; en cuanto llega usted todo va bien.

La señorita Finster esboza una sonrisa tan amplia que parece que se le vaya a romper la cara.

—Su padre es todo un galán.

—Bien, será mejor que os marchéis —nos dice padre—. No quisiera que perdierais el tren a Londres.

—Cierto, cierto. —Tom se apresura a ponerse en marcha. Hemos estado con él menos de una hora—. Le veremos en casa dentro de dos semanas, padre.

—Por supuesto —asegura la señorita Finster—, aunque nos apenará verlo marchar.

—Sí, ya —dice Tom.

Se retira un mechón de pelo de la frente pero éste vuelve a caer sobre sus ojos. No hay apretones de manos ni abrazos. Sonreímos y asentimos y nos despedimos con tanta rapidez como nos es posible, aliviados de liberarnos los unos de los otros y de los silencios embarazosos. No obstante, también me siento culpable por experimentar alivio. Me pregunto si en otras familias sucede lo mismo. Parecen contentas de estar juntas. Encajan como las piezas de un puzle terminado, cuya imagen es completamente nítida. Pero nosotros somos como esas extrañas piezas sobrantes, las que no pueden unirse con un satisfactorio: «Ah, va aquí».

Padre coge a la señorita Finster del brazo como lo haría un auténtico caballero.

—Señorita Finster, ¿me hace el honor?

La señorita Finster le obsequia con una risa propia de una colegiala, aunque seguramente es tan vieja como la señora Nightwing.

—¡Oh, señor Doyle, cómo es usted!

Se encaminan hacia el gran edificio blanco cogidos del brazo. Padre apenas vuelve la cabeza hacia nosotros para decir:

—Os veré en Pascua.

Sí, dentro de dos semanas estaremos juntos de nuevo.

Sin embargo, dudo que realmente me vea.

 

 

Reprendo a Tom en el vagón de tren de camino a Londres.

—Thomas, ¿por qué provocas a padre de esa manera?

—Eso es. Defiéndele como haces siempre. La preferida.

—Yo no soy su preferida. Él nos quiere a los dos igual.

De inmediato siento una extraña sensación en el estómago, como cuando digo una mentira.

—Eso es lo que suelen decir, ¿no es verdad? La compasión no es fidedigna —dice con amargura. De repente, su rostro se ilumina—. Pues da la casualidad de que estaba equivocado respecto al club Ateneo. Simon Middleton y lord Denby me han invitado a cenar allí con ellos.

Me quedo sin respiración al escuchar el nombre de Simon.

—¿Cómo está Simon? —pregunto.

—Atractivo. Encantador. Rico. En resumen, bastante bien.

Tom me obsequia con una sonrisita y no puedo evitar pensar que se está divirtiendo de lo lindo a mi costa.

Simon Middleton, uno de los solteros más codiciados de Inglaterra, es, por supuesto, todas esas cosas. Las pasadas navidades se dedicó a cortejarme de forma bastante fervorosa y hasta me pidió en matrimonio, aunque yo rechacé su oferta. De repente, he olvidado por qué.

—Aún es pronto para decirlo —continúa Tom—, pero creo que el viejo Denby me propondrá ser socio del club. A pesar de la mezquindad con que trataste a Simon, Gemma, sé que su padre aún me apoya. Incluso más que padre.

—¿Dijo Simon... que lo traté de forma mezquina?

—No. No te mencionó en ningún momento.

—Qué agradable sería ver a los Middleton de nuevo —digo, y finjo que sus palabras no me han herido lo más mínimo—. Estoy segura de que Simon debe de estar cortejando alegremente a todas las jóvenes damas de mundo.

Me río con la intención de sonar altanera.

—Mmmm —dice Tom—. No lo sé.

—Pero ellos están ahora en Londres, ¿no?

Me tiembla la sonrisa.

«Vamos, Thomas. Arrójame un hueso, miserable canalla.»

—Llegarán dentro de poco. Una prima lejana de Estados Unidos vendrá a visitarlos para la temporada social, la señorita Lucy Fairchild. Posee una gran fortuna, según tengo entendido. —Tom sonríe con prepotencia—. Quizá puedas arreglarlo para que me la presenten. O quizás, en cuanto sea un apreciado miembro del Ateneo, sea ella quien solicite que me la presenten.

No. Es imposible mantener la sonrisa en presencia de mi hermano. Ni siquiera los monjes tienen la clase de paciencia que se requiere para ello.

—No sé por qué le concedes tanta importancia al Ateneo —replico, irritada.

Tom se ríe entre dientes de forma tan condescendiente que no puedo evitar imaginármelo sumergido en una gran caldera, rodeado de caníbales hambrientos armados con antorchas.

—Tú no lo harías, ¿no es cierto, Gemma? A ti no te gustaría pertenecer a nadie ni a nada.

—Al menos los miembros de la Sociedad Hipocrática son hombres de ciencia y medicina —digo haciendo caso omiso de su desaire—. Ellos comparten tus intereses.

—Ellos carecen del respeto que confiere el club Ateneo, que es donde reside el auténtico poder. Además, he oído que los miembros de la Sociedad Hipocrática pueden votar para permitir el acceso a un reducido número de mujeres —resopla mi hermano—. ¡Mujeres! ¡En un club de caballeros!

—Pues a mí eso me gusta —respondo.

Sonríe con suficiencia.

—Era de esperar.