7

 

 

 

AUNQUE JAMÁS PENSÉ QUE PUDIERA DECIR ALGO ASÍ, EStoy encantada de ver de nuevo a esa dama severa e imponente que es Spence. Los tres días que he pasado en Londres han sido una auténtica tortura, con Tom enfurruñado, la abuela constantemente preocupada y mi padre ausente. Aún no sé cómo podré sobrevivir a la temporada social.

Y también hay otra cuestión: mi sueño preocupante y el extraño suceso de la chimenea. La repentina llamarada se debió al hollín acumulado en el interior de la chimenea, así lo confirmó el deshollinador. El asunto del sueño es más difícil de desechar, quizá porque deseo creer que en los reinos hay una puerta secreta y que la magia aún se halla en mi interior. Pero desearlo no lo hará realidad.

La campana de la capilla repica para avisarnos de que es la hora de nuestros rezos matutinos. Ataviadas con nuestros inmaculados uniformes blancos y con nuestras cintas de pelo en su lugar correspondiente, nos dirigimos penosamente colina arriba, hasta la vieja capilla de reluciente piedra.

—¿Qué tal tu estancia en casa? —pregunta Felicity mientras se acerca a mí.

—Horrible —contesto.

Felicity esboza una amplia sonrisa.

—Pues aquí nos hemos aburrido mortalmente. Cecily insistió en jugar a las charadas, como si aún estuviéramos en el parvulario, y luego, cuando Martha adivinó la suya enseguida, Cecily empezó a hacer pucheros. La respuesta era Cumbres borrascosas, y todo el mundo sabe que es su libro preferido; no es ninguna novedad.

Me río de la anécdota y, durante un segundo, siento la imperiosa necesidad de hablarle de mi sueño. No obstante, ello implicaría sacar a relucir una vez más el asunto de los reinos, así que me lo pienso mejor.

—Me alegro de estar de vuelta —digo en su lugar.

Los ojos de Felicity se abren de par en par, horrorizados.

—¿Estás enferma, Gemma? ¿Tienes fiebre? Sinceramente, no pienso derramar ni una sola lágrima cuando me marche de aquí. Ni siquiera soy capaz de esperar a hacer mi presentación en sociedad.

El odioso comentario de Annabelle me pesa en el alma como una losa.

—Y lady Markham será quien te presente, ¿no es así?

—Así es; necesito que alguien apadrine mi presentación en sociedad —contesta Fee con brusquedad—. Puede que mi padre sea un héroe naval, pero mi familia no tiene el prestigio que posee la tuya.

Hago caso omiso del comentario. El sol nos bendice con los primeros indicios del buen tiempo que está por llegar y, como harían las flores, volvemos la cabeza hacia él.

—¿Cómo es lady Markham?

—Es una de las acólitas de lady Denby —se burla Felicity.

Me sobresalto al escuchar el nombre de la madre de Simon. Lady Denby no siente aprecio alguno ni por Felicity ni por la señora Worthington.

—Ya sabes cómo son estas cosas, Gemma. Les encanta que las halaguen y creer que veneras todas y cada una de sus palabras, como si salieran de la boca del mismísimo Zeus. «Vaya, lady Markham, le agradezco su consejo.» «Qué inteligente es usted, lady Markham.» «Lo haré al pie de la letra. Cuán afortunada soy de disfrutar de sus buenos consejos, lady Markham.» Todas quieren ser tu dueña. —Felicity estira los brazos hacia arriba, como si quisiera tocar el cielo—. Dejaré eso en manos de mi madre.

—Y si lady Markham no hiciera tu presentación... entonces, ¿qué? —pregunto con el corazón en un puño.

Felicity deja caer los brazos a ambos lados del cuerpo.

—Estaría perdida. Si no hago mi debut, mi herencia irá a parar al hospital Foundling y estaré a merced de mi padre. Pero eso no sucederá. —Frunce el ceño—. Veo que pareces muy interesada en este asunto. ¿Acaso has oído algo?

—No —respondo con voz vacilante.

—Mientes.

No puedo hacer nada para convencerla de lo contrario. Me azuzará hasta que le diga la verdad.

—Muy bien. Sí. Escuché lo que se rumorea por Londres: que lady Markham se ha pensado mejor lo de presentarte ante la corte... por... por tu reputación. Y yo creo que, con tantas cosas en juego, quizá sería mejor que te... te... comportaras —susurro esta última palabra, que apenas deja una débil impronta.

Felicity entrecierra los ojos, pero aun así veo reflejados en ellos el dolor que le ha causado mi comentario.

—¿Comportarme?

—Sólo hasta después de tu temporada...

Felicity esboza una sonrisa sarcástica.

—¿Acaso debo echarme a temblar cada vez que escucho una maledicencia por nimia que sea? He sobrevivido a comentarios peores. Sinceramente, Gemma, desde que has dejado de llevarnos a los reinos te pareces cada vez más a un ratón aburrido. Apenas te reconozco.

—Sólo quería advertirte —protesto.

—No necesito advertencias; necesito una amiga —dice—. Si lo que deseas es reñirme como una maestra de escuela, deberías irte a sentar junto a la señora Nightwing.

Se marcha muy enfadada, cogida del brazo de Elizabeth, y el sol, que parecía hasta ahora tan cálido, deja de reconfortarme.

Sustituyo a Nightwing por Ann. El sol matutino ilumina las enmohecidas vidrieras de colores de la capilla, expone a la luz la capa de mugre de los ángeles y confiere una intensa brillantez al extraño panel en que se exhibe un solitario ángel guerrero junto a la cabeza cercenada de una gorgona.

Inclinamos la cabeza para rezar. Cantamos un himno. Y, al final, nuestra profesora de francés, Mademoiselle LeFarge, lee un poema de William Blake.

 

¿Fueron sus pies los que en aquel tiempo

ascendieron por las inglesas y verdes montañas?

¿Y fue el sagrado Cordero de Dios a quien se vio

en las inglesas y apacibles pasturas?

 

¿Así será mi vida para siempre jamás? ¿Cautelosos tés y el miedo callado que me atenaza por no pertenecer a esa sociedad, por ser un fraude? ¡Tuve la magia en mis manos! Degusté el sabor de la libertad en una tierra donde el verano no tiene fin. Me burlé de los Rakshana por mediación de un chico cuyo beso aún puedo sentir. ¿Y todo eso para nada? Habría preferido no haberlo conocido a que me lo hayan arrebatado tras probar su sabor.

Con las lágrimas pugnando por salir, centro mi atención en la vidriera de colores y en la extraña amalgama de ángeles peligrosos y dudosos guerreros para mantener la compostura. Mademoiselle LeFarge inunda la capilla con las nobles palabras del señor Blake.

 

¿Acaso el Semblante Divino

brilló en nuestras sombrías colinas?

¿Acaso aquí Jerusalén se construyó

entre estos oscuros molinos satánicos?

 

¡Traed mi arcabuz de oro relumbrante!

¡Traed mis flechas de deseo!

 

Muchas de las chicas más jóvenes ahogan una risa al escuchar la palabra «deseo», y LeFarge debe esperar a que se restaure el silencio antes de continuar.

 

¡Traed mi lanza! ¡Oh, nubes distantes!

¡Traed mi carro de fuego!

 

No pondré fin a mi lucha interna

ni mi espada dormirá en mi mano

hasta que Jerusalén se construya

en el inglés, verde y apacible llano.

 

LeFarge abandona el púlpito y la señora Nightwing la releva.

—Gracias, señorita LeFarge. Ha sido conmovedor. El poema nos recuerda que la grandeza se oculta incluso en los momentos más insignificantes y en los corazones más humildes, y que debemos, cada una de nosotras, encaminarnos hacia la grandeza de las cosas. O nos dirigimos a su encuentro o la dejamos escapar, ése es el reto al que debemos enfrentarnos.

Sus ojos barren la estancia y parecen posarse en cada muchacha, cubriéndonos a cada una de nosotras con un manto invisible. Mi imperiosa necesidad de echarme a reír se desvanece y una gran pesadez se cierne sobre mí, como una nevada tardía de primavera.

—Abril se halla a las puertas; mayo nos hace señas. Y a algunas de nuestras jóvenes pronto les llegará el momento de abandonarnos.

Junto a mí, Ann se rasca distraída las cicatrices del brazo. Pongo una mano en la suya.

—Cada año, celebramos un té en honor de nuestras graduadas. Este año no será así.

Un creciente estruendo de conmoción reverbera en las paredes de la pequeña capilla. La sonrisa se borra de los rostros de las chicas. Elizabeth parece a punto de echarse a llorar.

—¡Oh! ¡Oh, no!

—No se atreverá —susurra Cecily, horrorizada—. ¿Verdad?

—Tranquilas, tranquilas, por favor. —Las palabras de la señora Nightwing resuenan por la estancia—. Me complace comunicarles que, este año, no celebraremos un té sino un baile.

Una oleada de excitación se extiende entre las chicas y avanza de banco en banco. ¡Un baile!

—Será un baile de máscaras, un alegre espectáculo de disfraces, que tendrá lugar el uno de mayo y al que también asistirán los patrocinadores y la familia. No me cabe duda de que ya han empezado a soñar con alas de hadas y nobles princesas indias. Quizá también haya entre ustedes un pirata, una Nefertiti o una majestuosa reina Mab.[2]

Otra oleada de regocijo infantil irrumpe en la tranquila capilla.

—Yo seré una reina Mab espléndida —dice Felicity—. ¿No creéis?

Cecily está indignada.

—¿Por qué, Felicity Worthington? Ése iba a ser mi disfraz.

—Pues ya no lo es. Yo lo pensé primero.

—¡Cómo puedes haberlo pensado primero si fui yo quien lo pensó antes!

—¡Señoritas! ¡Gracia, encanto y belleza! —grita la señora Nightwing entre el barullo, recordándonos el lema de Spence a la par que nuestros modales.

Nos calmamos como un jardín de flores después de una repentina ventolera.

—Tengo otra sorpresa. Como ya saben, la señorita McCleethy ha estado ausente todos estos meses debido a unos asuntos personales de la mayor urgencia. Me place comunicarles que ya ha atendido sus obligaciones y que pronto regresará junto a nosotras. Tengo en mis manos una carta suya que voy a leer en voz alta. —Se aclara la garganta—. «Queridas señoritas de Spence, espero que al recibir esta carta estén ustedes bien. Puede que la primavera ya brille en nuestra querida escuela. Debe de ser una visión encantadora y espero disfrutarla pronto. La señora Nightwing me ha preguntado si estaría dispuesta a ocupar el puesto vacante de la señorita Moore, y me complace comunicarles que he aceptado. No era mi intención quedarme en Spence, pero según parece se me necesita allí, y yo voy a donde el deber me llama. Deseo fervientemente verlas a finales de mes. Hasta entonces, espero que les vaya bien con sus estudios y les deseo suerte con las gachas.»

Esa última frase es secundada con unas cuantas risas, pues las gachas de Spence son realmente nauseabundas.

—«Y para aquellas de ustedes que nos dejarán para ocupar el lugar que les corresponde en el mundo, les pido que recuerden sus obligaciones así como sus aspiraciones. Afectuosamente suya, señorita McCleethy.»

La ventolera se extiende de nuevo por doquier y las chicas retoman sus animadas charlas. Aunque también yo me dejo llevar por la excitación de los acontecimientos, no me siento del todo tranquila. No puedo evitar pensar que sus últimas frases van dirigidas a mí, como una flecha lanzada desde el arco de deseos de la señorita McCleethy con la intención de que la Orden ocupe el lugar que le corresponde en los reinos.

La última vez que vi a Claire Sahirah McCleethy fue las navidades pasadas, en Londres. Pretendía forjar una alianza con los Rakshana y obligarme a llevarla hasta los reinos. Tras quedarme con la magia, esperaba de mí que restituyera el poder a la Orden, para unirse a ella en sus propios términos. Después de rechazar su propuesta, me advirtió que no me convirtiera en su enemiga. Y luego se marchó. La señora Nightwing apenas explicó a las chicas el motivo de su ausencia. Ahora está a punto de regresar, y me pregunto qué presagios augurará su llegada.

Nos diseminamos por las puertas de roble de la antigua capilla en parejas y tríos, hablando sin aliento de todo lo que está por llegar.

—Me alegra saber que la señorita McCleethy regresa junto a nosotras. Es una grata noticia, desde luego —dice Cecily.

—Deberíamos preparar una canción o un poema para darle la bienvenida —gorjea Elizabeth.

A esta hora de la mañana, su voz ofende mis oídos.

Martha se une a la algarabía.

—¡Oh, sí! A mí me gustan los sonetos de Shakespeare.

—P-p-podría cantar para ella —se ofrece Ann, que nos sigue a la zaga.

Durante unos segundos, todas guardan silencio.

—¡Oh, Elizabeth, tú tienes una voz encantadora! ¿Por qué no cantas tú para nuestra señorita McCleethy? —ronronea Cecily, como si Ann no hubiera dicho ni una palabra.

Me recuerda a una abeja, pues también ella se dedica a la recolección de miel, aunque su aguijón es mucho más dañino.

—Sí, hazlo —corea Martha rápidamente.

—Bueno, pues todo resuelto. Martha y yo leeremos un soneto. Elizabeth, tú cantarás. Fee, ¿quieres prepararlo con nosotras?

Desearía que Ann se defendiera sola, que le dijera a Cecily que no es más que un sapo. Pero no lo hace. En vez de ello, afloja el paso y se queda aún más atrás.

—Ann —le digo extendiendo un brazo.

Ni siquiera me mira ni me responde. Me deja claro que ahora soy una de ellas. Hace semanas que nos peleamos y aún me da de lado.

Bien. Allá ella. Bajaré por el sendero para unirme a las demás. Los árboles aún lucen su nuevo follaje con torpeza. A través de las hojas ralas contemplo los avances del ala este. La torreta atrae mi atención. No puedo evitar mirarla, como si tuviera imán.

Gritos y amenazas estallan desde el emplazamiento y nos precipitamos a ver lo que sucede. Hay un grupo de hombres en la hierba con los puños en alto. Al acercarme, me doy cuenta de que no se trata de los operarios; son gitanos. ¡Los gitanos han vuelto! Busco entre sus rostros esperando ver a Kartik. Ha viajado con ellos antes. Pero hoy no está entre los gitanos, y se me cae el alma a los pies.

Los trabajadores se atrincheran tras su capataz, el señor Miller. Superan a los gitanos en proporción de dos a uno y, a pesar de eso, no se separan de sus martillos.

—¿Qué es todo este escándalo? Señor Miller, ¿por qué sus hombres han dejado de trabajar? —pregunta la señora Nightwing.

—Son estos gitanos, señora. —El señor Miller sonríe con sarcasmo—. Nos están causando problemas.

Un gitano alto, rubio y con una sonrisa cómplice da un paso hacia adelante. Se llama Ithal. Es el gitano a quien Felicity besó detrás del varadero. Felicity también lo ha visto. Su rostro palidece. Él se acerca a la señora Nightwing con el sombrero en la mano.

—Buscamos trabajo. Somos carpinteros. Hemos trabajado para mucha gente.

—Largo de aquí, jefe —replica el señor Miller en voz baja y con un tono despectivo—: Este trabajo es nuestro.

—Podemos trabajar juntos.

Ithal le tiende la mano. El señor Miller no le ofrece la suya.

—Estas señoras son damas decentes. No quieren tener cerca a unos gitanos sucios y mangantes.

La señora Nightwing se mete en la conversación.

—Durante años hemos compartido nuestra tierra con los gitanos. Y nunca nos han causado problemas.

Los ojos del señor Miller centellean.

—Sé que usted es una dama caritativa, señora. Pero si se muestra amable con ellos, nunca se los quitará de encima. Deberían volver a su país.

Ithal agarra con fuerza su sombrero, combando el ala.

—Si regresamos nos matarán.

El señor Miller esboza una amplia sonrisa.

—¿Lo ve? No los quieren ni en su propio país. No contrate a los gitanos, señora. La desplumarán. —Baja la voz—. Y qué hay de las jóvenes damas aquí presentes, señora... No quiero pensar en lo que podría sucederles.

No me gusta el señor Miller. Su sonrisa es falsa. No casa con el veneno de sus palabras. Ithal no le responde, pero al ver su mandíbula apretada intuyo que le gustaría hacerlo.

La señora Nightwing yergue la columna como acostumbra a hacer cuando nos riñe.

—Señor Miller, ¿puedo confiar en que acabarán este sector a tiempo para nuestro baile?

—No lo dude —contesta el señor Miller sin dejar de mirar a Ithal—. La lluvia ha sido la culpable de nuestro retraso.

La señora Nightwing habla a los gitanos como lo haría con unos chiquillos entrometidos en busca de un lugar donde dormir.

—Les agradezco su preocupación, caballeros. De momento todo está bajo control.

Observo a los gitanos irse; aún conservo la esperanza de ver a Kartik en cualquier momento. La señora Nightwing está ocupada con el señor Miller y no dudo en aprovechar la ocasión. Me pongo un penique en la palma y voy tras los gitanos.

—Disculpe, señor. Creo que se le ha caído esto —le digo mientras le ofrezco la brillante moneda.

El gitano sabe que me lo he inventado; lo descubro en su sonrisa suspicaz. Mira a Ithal en busca de ayuda.

—No es nuestra —contesta Ithal.

—Pero puede serlo —espeto.

El otro gitano parece intrigado.

—¿A cambio de qué?

—Ten cuidado, amigo —le advierte Ithal—. No somos más que mugre bajo sus pies.

Dirige una rápida mirada hacia Felicity, quien ni siquiera se molesta en mirarlo.

—Sólo quiero saber si Kartik está con vosotros.

Ithal cruza los brazos contra el pecho.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Esperaba obtener un empleo como cochero. Y resulta que conozco a una familia que necesita uno y pensé que podría hablarles de él.

Me siento culpable por tener que decir una mentira.

—¿Lo ves? Mugre. —Ithal me mira iracundo—. Hace meses que no veo a Kartik. Quizás esté al servicio de una respetable familia y ya no pueda venir a jugar.

Recibo su comentario como si me hubiera dado una bofetada y me hiere profundamente, aunque aún me duele más saber que nadie ha visto a Kartik. Temo que le haya ocurrido algo terrible.

La señora Nightwing acorrala a las chicas y me apresuro a regresar al redil. En cuanto lo hago, oigo hablar a Ithal con los otros gitanos:

—No os dejéis tentar por las rosas inglesas. Su belleza se marchita pero sus espinas son eternas.

—¡Señorita Doyle! ¿Qué hacía con esos hombres? —me riñe la señora Nightwing.

—Tenía una piedra en la bota. Sólo me detuve para quitármela —miento.

—Escandaloso —susurra Cecily, aunque sus susurros pueden oírse hasta en el más allá.

La señora Nightwing me coge del brazo.

—Señorita Doyle, vaya con las otras, por favor.

El grito de un operario interrumpe sus admoniciones.

—¡Eh! ¡Hay algo aquí abajo!

La mayoría de los hombres salta al interior del orificio que hay entre la torreta nueva y la vieja sección de la escuela. Piden un candil y se les entrega uno. Seguimos a Nightwing y nos amontonamos alrededor del boquete, con la intención de ver lo que sea que han encontrado.

Los operarios se deshacen de las palas. Trabajan con las manos mugrientas y arrancan pedazos de barro seco. Hay algo bajo tierra, parte de un viejo muro. La piedra contiene marcas extrañas, demasiado tenues para poder distinguirlas. El señor Miller frunce el ceño.

—¿Y ahora qué ocurre?

—Podría ser una antigua bodega —opina un hombre con un poblado mostacho.

—O una mazmorra —dice otro sonriendo. Golpea la bota del operario más joven—. ¡Eh, Charlie, pórtate bien o irás a parar a este agujero!

Le agarra del tobillo y lo arrastra hacia él, haciendo que los hombres estallen en ruidosas risotadas.

La señora Nightwing coge el candil y lo sostiene sobre la piedra antigua. La examina desde arriba, con los labios apretados, y de inmediato se lo devuelve al señor Miller.

—Probablemente se trate de una reliquia de los druidas o incluso de los romanos. Se dice que Aníbal en persona pudo haber guiado a sus tropas hasta estas tierras.

—Puede que tenga razón, señora. Parece una especie de señal —dice el fornido hombre.

Hay algo extrañamente familiar en todo ello, como un sueño que no logro capturar antes de que salga volando para siempre. No puedo reprimir el deseo de extender mis dedos hacia la reliquia. Mi respiración se acelera, noto la piel caliente. Quiero tocarla...

—¡Cuidado, señorita!

El señor Miller tira de mí como si yo fuera a caerme hacia adelante.

La sensación de calor abandona mis manos y me sobresalto como si acabara de despertarme.

—¡Señorita Doyle! ¡Está demasiado cerca! —me reprende la señora Nightwing—. Ninguna de ustedes debería estar aquí y, de hecho, creo que Mademoiselle LeFarge las está esperando.

—Sí, señora Nightwing —respondemos sin movernos del sitio.

—¿Debemos quitarlo de aquí, señora? —pregunta el señor Miller, y de nuevo siento esa extraña sensación dentro de mí, aunque no sé por qué.

La señora Nightwing asiente. Los hombres se esfuerzan por levantarlo. Una y otra vez fracasan en su intento, enrojecidos y sin aliento. El más corpulento y fuerte salta hasta el interior del orificio y apoya todo su peso contra él. También él desiste.

—No se ha movido ni un centímetro —dice.

—¿Qué quiere que hagamos, señora?

La señora Nightwing niega con la cabeza.

—Ha estado aquí hasta ahora. Pues que siga donde está.