11

 

 

 

EL PROBLEMA DE LA MAÑANA ES QUE SIEMPRE LLEGA MUcho antes que el mediodía.

¡Oh!, si pudiera holgazanear en la cama otra hora más... Apenas he dormido dos horas y, en ese intervalo, una familia de ardillas debe de haberse refugiado en mi boca, porque estoy segura de que tengo una capa de pelo en la boca. La lengua me sabe a ardilla, si es que las ardillas saben a gachas rancias y queso nauseabundo.

—¡Gemma! —Ann me da un empujón. Va elegantemente ataviada con su inmaculado uniforme de Spence: blusa blanca, falda blanca y botas. «¿Cómo se las apaña?»—. ¡Llegarás tarde!

Me pongo boca arriba. La luz de la mañana me hiere en los ojos, así que los vuelvo a cerrar.

—¿Te sabe la boca a ardilla?

Hace una mueca.

—¿A ardilla? No, por supuesto que no.

—¿Entonces a marmota?

—¿Quieres levantarte?

Me restriego los ojos y pongo los pies en el suelo frío e inhóspito. Ni siquiera él se ha despertado. Gimoteo a modo de protesta.

—Ya te he preparado la ropa. —Y vaya si lo ha hecho, como lo haría una niña buena y habilidosa. Mi falda y mi blusa están ordenadamente dispuestas a los pies de la cama—. Pensé que sería mejor que buscaras tú misma las medias —dice ruborizándose.

Pobre Ann. ¿Cómo es posible que sea capaz de disfrutar con relatos sanguinarios y, sin embargo, pueda llegar a desmayarse ante la visión de unos tobillos desnudos? Me pongo detrás del biombo por el bien del pudor —es decir, de Ann— y me visto rápidamente.

—Gemma, ¿no sería maravilloso ir de nuevo a los reinos para sentir otra vez la magia?

Las imágenes de la noche pasada vuelven a mí: el hallazgo de la puerta, la alegría al estar allí una vez más, la magia. Sin embargo, mi conversación con la Gorgona respecto de la alianza y mis obligaciones se ciernen sobre mi alma. Se espera demasiado de mí, y demasiado deprisa. No puedo desasirme de la aprehensión que me produce tener que ayudar a Pippa. Nunca he ayudado a nadie, ni siquiera a una amiga, a cruzar el río. Y si fracaso en el intento, no me atrevo a aventurar cuál será el resultado del mismo.

—Sí, sería maravilloso —respondo mientras me abotono el uniforme.

—No pareces muy contenta —observa Ann.

Intento calmarme. Por fin hemos logrado entrar de nuevo en los reinos. No me puedo permitir que las preocupaciones respecto a Philon y la tribu del bosque interfieran en la felicidad que ahora me embarga. Y, en cuanto al hecho de ayudar a Pippa, no es una elección, o algo que deba discutir o debatir con Felicity o Ann. Es la única cosa honorable que puede hacer una amiga. Y ahora que he recobrado la magia...

Salgo de detrás del biombo y cojo a Ann de las manos.

—Quizá tengamos una nueva oportunidad —le digo—. Quizás, al fin y al cabo, tu destino no consista en ser una institutriz.

Ann se permite esbozar una parca sonrisa.

—Pero, Gemma —dice a la par que se mordisquea el labio inferior—, mi magia es sumamente escasa y está muy debilitada. ¿Has...?

Puedo sentirla dentro de mí, un mareante estado de alerta que me sintoniza con todo cuanto me rodea, como si me hubiera tomado un montón de tazas de té negro. Cierro los ojos y percibo lo que Ann siente. Esperanza y un trasfondo de envidia. La veo como a ella le gustaría verse a sí misma: hermosa, admirada, cantando en un escenario iluminado por las candilejas.

Un súbito cambio se opera en Ann. No sé exactamente qué es; sólo sé que ahora la veo diferente. Su nariz, casi siempre enrojecida y moqueante, ya no lo está. Su cabello es más brillante y sus ojos, más azules. Se contempla en el espejo. Sonríe ante lo que ve.

—Eso sólo es el principio —le prometo.

Fuera de nuestra habitación, las chicas se precipitan por las escaleras en estampida, y me pregunto si siempre tenemos que ir a todas partes corriendo como los toros. Alguien llama a nuestra puerta y la abre sin esperar una respuesta. Es Martha.

—¡Estáis aquí! —trina.

Arroja a Ann dos cosas blancas con adornos; ella los rehúsa y me los lanza a mí.

—¿Qué es esto? —pregunto mientras sostengo en alto lo que parece ser un par de bombachos.

—¡Para montar, por supuesto! —chilla Martha—. ¿No os habéis enterado?

—No, no nos hemos enterado —contesto con la intención de que mi irritación sea lo bastante evidente.

—Hoy no hay clase de francés. ¡Ha venido el inspector Kent y nos ha traído bicicletas! Hay tres. El inspector nos aguarda en la entrada para enseñarnos a montar a todas. ¡Bicicletas! ¡Qué encanto! —exclama, y sale corriendo hacia el vestíbulo.

—¿Has montado alguna vez en bicicleta? —pregunta Ann.

—No —respondo mientras observo los ridículos bombachos y me pregunto qué será más humillante, si montar en bicicleta o llevar eso puesto.

 

 

Las otras chicas ya están congregadas en la entrada de la academia cuando Felicity y yo llegamos. Estamos equipadas con el último grito en prendas de montar en bicicleta: bombachos largos, una blusa con mangas abollonadas y sombrero de paja con una cinta alrededor. Los bombachos me confieren la apariencia de un pato. Pero al menos no me siento tan avergonzada como Elizabeth, quien apenas puede caminar sin ruborizarse.

Se esconde detrás de Cecily y Martha, negando con la cabeza.

—¡Oh, no puedo! ¡Son deshonestos! ¡Son indecentes!

Felicity la coge de la mano.

—Y también son absolutamente necesarios si quieres montar en bicicleta. Por si te interesa saberlo, me parece que son una notable mejora respecto al uniforme.

Elizabeth chilla y corre a ocultarse de nuevo. Dios mío; es un verdadero milagro que se bañe sin desmayarse ante tamaña indecencia.

—Muy bien. Haz lo que quieras —dice Felicity. Como es evidente, ella no se siente avergonzada en absoluto—. No sabéis lo liberador que es no tener que cubrirse con capas de faldas y enaguas. Os pongo por testigos de mi solemne promesa: en cuanto me libere de mis grilletes y me traslade a París con mi herencia, jamás volveré a ponerme un vestido.

—¡Oh, Fee! —exclama Martha—. ¿Cómo puedes no desear ponerte todos esos hermosos vestidos que tu madre te ha enviado de Francia? ¿Os he contado que el taller de lady Marble ha confeccionado el mío?

—¡No nos lo has contado! —replica Cecily.

Hablan de vestidos y guantes y medias, botones y adornos de forma tan fervorosa y lisonjeando cada detalle que temo enloquecer. Nos llegan sonidos de martillos y sierras procedentes del ala este. Los operarios nos observan, dándose codazos los unos a los otros, hasta que el señor Miller les amenaza con quedarse su paga.

—Ann, esta mañana estás realmente encantadora —comenta Felicity, y Ann resplandece ante el cumplido—. ¿Acaso no tuvimos ayer una noche perfecta? Me he quitado un peso de encima al ver de nuevo a Pip.

—Sí —respondo con un nudo en la garganta—. Estuvo bien volverla a ver.

—Y la magia —susurra Ann.

—Oh, la magia —dice Felicity con una sonrisa—. Debería haber hecho todo lo que tenía pensado hacer con ella, porque hoy ya no me queda nada.

—¿Nada de nada?

Ann apenas puede ocultar su sonrisa.

Felicity niega con la cabeza.

—Nada de nada. ¿Te queda a ti?

Ann me mira.

—Según parece ha revivido de nuevo en mí. Esta mañana le he regalado a Ann un poco de magia y haré lo mismo por ti —contesto, y le cojo las manos hasta que siento el chisporroteo de la magia entre nosotras.

—¿Qué murmuráis vosotras tres? —pregunta Martha mirándonos con recelo.

—Estamos utilizando la magia para mejorar nuestras vidas —respondo.

Felicity se hace a un lado para reírse en silencio.

—Gemma Doyle, eres grosera y vulgar —replica Martha con desdén—. Y tú, Felicity Worthington, eres perversa por alentarla. Y en cuanto a ti, Ann Bradshaw... Bah, ¿para qué voy a molestarme?

Gracias a Dios, en ese momento traen las tres bicicletas. Tendremos que hacer turnos. Nunca hasta ahora había visto una bicicleta tan de cerca. Se parece a una S metálica con dos ruedas y una barra para la dirección. ¡Y el sillín! Parece demasiado alto para sentarse.

El inspector Kent nos saluda ataviado con un abrigo de algodón y un sombrero marrones. Es el prometido de Mademoiselle LeFarge, un detective de Scotland Yard y un hombre amable. Nos alegramos profundamente de que se casen en mayo. Mademoiselle LeFarge lo contempla desde la hierba, donde ha dispuesto una manta. Luce un grueso bonete que enmarca su rostro rechoncho y sus alegres ojos. No hace mucho suspiraba por un amor perdido. Pero, gracias a las amables atenciones del inspector Kent, ha florecido de nuevo.

—La futura señora Kent es el vivo retrato de la belleza, ¿no es cierto? —afirma el inspector, haciendo que nuestra profesora de francés se ruborice.

—Tenga cuidado de que nadie resulte herido, señor Kent —advierte ella, haciendo caso omiso de su galantería.

—Me haré cargo de sus pupilas con sumo cuidado, Mademoiselle LeFarge —responde él, y el rostro de ella se dulcifica.

—Sé que lo hará —dice devolviéndole el cumplido.

El poblado mostacho del inspector Kent oculta una sonrisa, pero no se nos pasa por alto el brillo de sus ojos.

—Ahora, señoritas —dice mientras nos acerca una de las bicicletas—, ¿a quién le gustaría montar?

La mayoría de las chicas brincan excitadas y suplican ser ellas las elegidas, pero por supuesto es Felicity quien se anticipa y la pregunta queda respondida.

—Yo seré la primera —afirma.

—Muy bien. ¿Ha montado antes en bicicleta? —pregunta el inspector.

—Sí, en Falmore Hall —responde; se refiere a la finca que posee su familia en el campo.

Se monta en la tambaleante bicicleta y temo que ambas caigan al suelo. Sin embargo, da un fuerte golpe de pedal y se pone en marcha, pedaleando sin esfuerzo alguno por el césped. Aplaudimos y vitoreamos. Cecily es la siguiente. El inspector Kent corre junto a ella, manteniéndola erguida. Cuando amenaza con soltarla, Cecily le arroja los brazos al cuello y grita. Martha no lo hace mucho mejor. Se cae y, aunque lo único que se lastima es el orgullo, se niega a volver a montar. Los operarios se ríen entre dientes, complacidos de ver cómo una maquinaria tan simple, que podrían moldear con sus propias manos, puede desconcertar a unas damas tan delicadas.

Felicity regresa de su segunda vuelta en bicicleta. El inspector Kent está ayudando a Ann a montar.

—¡Oh, Gemma! —exclama Felicity sin aliento y con las mejillas arreboladas—. ¡Tienes que dar una vuelta! ¡Es simplemente maravilloso! Vamos, te ayudaré.

Pone mis manos en los poco manejables manillares. Mis brazos experimentan una sacudida en cuanto monto en la bicicleta. Es la cosa más difícil que jamás he llevado a cabo.

—Ahora, siéntate —me alecciona Felicity.

Forcejeo para sentarme en el elevado sillín y pierdo el equilibrio; me despatarro sobre los manillares de un modo muy poco femenino.

—¡Oh, Gemma!

Felicity se ríe y se dobla de risa.

Agarro los manillares con renovada determinación.

—De acuerdo. Lo único que necesito es un buen empujón y ponerme en marcha —digo con un mohín—. Sujeta la bestia, por favor.

—¿Te refieres a la bicicleta o a lo que tienes detrás?

—¡Felicity! —siseo.

Pone los ojos en blanco.

—Pues entonces, sube.

Trago saliva con fuerza y monto en el espectacularmente incómodo sillín. Me agarro a los manillares con tanta fuerza que me hago daño en los nudillos. Levanto un pie. La bestia de hierro se tambalea y, rápidamente, vuelvo a ponerlo en el suelo con el corazón latiéndome con violencia.

—Así no llegarás muy lejos —me regaña Felicity—. Tienes que dejarte ir.

—Pero cómo... —pregunto, alarmada.

—Sólo. Dejarte. Ir.

Con un firme empellón, Felicity me empuja hacia abajo, a través de la hierba y de la pequeña colina, en dirección al sendero sin asfaltar. El tiempo parece detenerse. Estoy tan asustada como excitada.

—¡Pedalea, Gemma! —grita Felicity—. ¡No dejes de pedalear!

Mis pies empujan con brusquedad los pedales, que me impulsan hacia adelante, pero los manillares tienen vida propia.

No puedo controlarlos.

«¡Funciona, bicicleta!»

Una ráfaga de poder emana de mis venas. De repente, la bicicleta se vuelve ligera. No tengo problema alguno en mantenerla en movimiento.

—¡Ja! —exclamo exultante.

¡Magia! ¡Estoy salvada! Desciendo por una pequeña colina y giro hacia el otro lado; soy el vivo retrato de la bendita Gibson Girl.[3] La multitud congregada en el prado me vitorea. Cecily me contempla boquiabierta.

—¡Buena chica! —me alaba el inspector Kent—. ¡Parece como si hubiera nacido para ello!

También Felicity se queda con la boca abierta.

—¡Gemma! —me regaña, sabedora de mi secreto.

Pero no me importa. ¡Estoy loca por montar en bicicleta! ¡Es un deporte maravilloso! El viento me arranca el sombrero de la cabeza. Rueda colina abajo y tres operarios corren tras él. Entre risas, se pelean por ver quién es el primero en devolvérmelo. Siento el giro de las ruedas en el estómago, como si ambas fuéramos la misma máquina y no pudiera caerme. Eso me hace mostrarme más audaz. Incremento la velocidad, corro colina arriba y paso como el rayo hacia el otro lado, en dirección a la carretera, aumentando la fuerza y la velocidad a cada golpe hechizado de pedal. Las ruedas abandonan el suelo y, durante un breve y glorioso momento, me hallo en el aire. Siento un cosquilleo en el estómago. Sin dejar de reír, suelto las manos del manillar, tentando al destino y a la gravedad.

—¡Gemma! ¡Vuelve! —gritan las chicas.

Tienen mala suerte, pues me giro para obsequiarles con un alegre saludo mientras las observo empequeñecerse en la distancia.

Al mirar de nuevo hacia adelante, veo que hay alguien en la carretera. Desconozco de dónde ha salido, pero voy directa hacia él.

—¡Cuidado! —grito.

Logra apartarse de la carretera. Pierdo la concentración. La bestia deja de estar bajo mi control. Se bambolea frenéticamente de lado a lado antes de arrojarme a la hierba.

—Permíteme ayudarte.

Me ofrece una mano y se la acepto; me tiemblan las piernas al ponerme en pie.

—¿Estás herida?

Tengo arañazos y magulladuras. También tengo un desgarrón en los bombachos y debajo, en la parte que muestran mis medias, hay una mancha de hierba y sangre.

—Debería tener más cuidado, señor —le recrimino.

—Y tú también deberías ir con más cuidado, señorita Doyle —responde con una voz que me resulta conocida, aunque más grave.

Levanto la cabeza rápidamente y le echo un vistazo: los rizos largos y oscuros que asoman por su gorra de marinero, la mochila que porta en la espalda. Viste unos pantalones polvorientos, tirantes y una camisa con las mangas enrolladas hasta los codos. Todo eso me resulta familiar. Pero no se trata del muchacho de quien me despedí las pasadas navidades. A lo largo de estos meses se ha convertido en un hombre. Sus hombros se han ensanchado, los rasgos de su rostro se han afilado. Y ha cambiado algo más que no sé reconocer. Nos miramos el uno al otro; mis manos sujetan con firmeza el manillar; un artefacto de hierro nos separa.

Elijo las palabras con tanto cuidado como si fueran cuchillos.

—Cuánto me alegra verte de nuevo.

Me obsequia con una leve sonrisa.

—Por lo que veo estás aprendiendo a montar en bicicleta.

—Sí, han pasado muchas cosas durante estos meses —le espeto.

La sonrisa de Kartik se desvanece y me arrepiento de mi lengua viperina.

—Estás enfadada.

—No lo estoy —respondo con una carcajada que se asemeja a un bofetón.

—No te culpo por ello.

Trago saliva.

—Me preguntaba si los Rakshana habían... si tú habías...

—¿Muerto?

Asiento.

—Diría que no lo parece.

Se alza la gorra y detecto unos círculos oscuros debajo de los ojos.

—¿Estás bien? ¿Comes bien? —pregunto.

—Por favor, no te preocupes por mí. —Se inclina hacia adelante y durante un mareante segundo creo que tiene intención de besarme—. ¿Y los reinos? ¿Qué novedades hay al respecto? ¿Has devuelto la magia y establecido una alianza? ¿Están los reinos a salvo?

Sólo le interesan los reinos. Siento el estómago tan duro como si hubiera ingerido plomo.

—Lo tengo todo bajo control.

—Y... ¿has visto a mi hermano en los reinos? ¿Has visto a Amar? —pregunta un tanto desesperado.

—No, no lo he visto —respondo con suavidad—. Así que... ¿no has podido venir antes?

Mira a lo lejos.

—Preferí no venir antes.

—No... no lo comprendo —digo cuando al fin encuentro las palabras.

Se mete las manos en los bolsillos.

—Creo que será mejor que separemos nuestros caminos. Tú tienes el tuyo y yo el mío. Al parecer nuestros destinos no van a volver a entrelazarse.

Parpadeo para mantener las lágrimas a raya. «No llores, Gemma, por el amor de Dios.»

—Pe-pero dijiste que querías formar parte de la alianza. Unirte a mí, a nosotros...

—Me he dejado guiar por el corazón y he cambiado de idea.

Se muestra tan frío que me pregunto si realmente tiene un corazón que le guíe. ¿Qué ha sucedido?

—¡Gem-ma! —grita Felicity desde el otro lado de la colina—. ¡Es el turno de Elizabeth!

—Te están esperando. Vamos, te ayudaré con eso —me dice mientras hace ademán de coger la bicicleta.

Se la arranco de las manos.

—Gracias, pero no necesito tu ayuda. Ése no es tu destino.

Tras poner la bicicleta delante de mí, corro hacia la carretera para que no pueda ver cuán honda es la herida que me ha causado.

 

 

Me eximo de seguir montando en bicicleta con la excusa de que debo curarme la rodilla. Mademoiselle LeFarge se ofrece a ayudarme, pero le prometo acudir a Brigid y vendármela. En vez de ello, me deslizo hacia los bosques y me dirijo al varadero, donde puedo refugiarme y lamerme las heridas a solas. El pequeño lago refleja la lenta migración de unas nubes peregrinas.

—¡Carolina! ¡Carolina!

Una vieja gitana, la Madre Elena, peina los bosques. Lleva el cabello plateado recogido con un pañuelo azul brillante. Varios collares le cuelgan hasta el pecho. Cada primavera, con la llegada de los gitanos, la Madre Elena se va con ellos. Fue a su hija, Carolina, a quien mi madre y Sarah condujeron al ala este para sacrificarla a las Tierras Invernales. La Madre Elena nunca superó la pérdida de su querida hija; su mente se quebró y ahora se asemeja más a un espectro que a una mujer. No la había visto desde el regreso de los gitanos. No se ha aventurado a alejarse del campamento, y me sorprende ver lo frágil que es.

—¿Has visto a mi pequeña, a mi Carolina? —pregunta.

—No —respondo débilmente.

—Carolina, cariño, deja de jugar conmigo de esa manera —dice la Madre Elena mientras busca tras un elevado árbol, como si estuviera jugando al escondite—. ¿Me ayudas a encontrarla?

—Sí —contesto, a pesar de sentir una punzada en el corazón por unirme a su locura.

—Es muy traviesa —dice la Madre Elena—. Y sabe esconderse bien. ¡Carolina!

—¡Carolina! —exclamo con poca convicción.

Echo un vistazo entre los arbustos y oteo en los árboles, fingiendo buscar a una chica asesinada hace años.

—Sigue buscando —me pide la Madre Elena.

—Sí —miento mientras la vergüenza me tiñe de rojo el cuello—. Ya lo hago.

En cuanto la Madre Elena desaparece de mi vista, me cuelo en el varadero y suspiro aliviada. Esperaré aquí hasta que la anciana regrese al campamento. Motas de polvo brillan entre las grietas por donde penetra la débil luz del sol. Puedo oír el martilleo de los operarios y la llamada esperanzada de una madre que busca a la hija que jamás hallará. Sé lo que le ocurrió a la pequeña Carolina. Sé que la niña fue asesinada y estuvo a punto de ser sacrificada a las criaturas de las Tierras Invernales hace veinticinco años. Sé la horrible verdad de cuanto aconteció esa noche, y me gustaría no saberlo.

Un remo apoyado de mala manera contra una pared se desliza hacia mí. Siento el suave peso de la madera en las manos y mi cuerpo experimenta una sensación que hacía meses que no sentía: una visión se apodera de mí. Todos los músculos se me contraen. Aprieto el remo con tanta fuerza que los párpados revolotean y el sonido de mi sangre al bombear se eleva como tambores de guerra en mis oídos. Después me hallo, de repente y con gran estruendo, bajo la luz, como si sólo yo estuviera despierta en la ensoñación. Las imágenes pasan junto a mí como una exhalación y se mezclan las unas con las otras como en un calidoscopio. Veo a la dama vestida de color lavanda escribiendo furibunda bajo la luz de un candil, el cabello pegado a su rostro sudoroso. Sonidos: un llanto afligido. Gritos. Pájaros.

Otra vuelta de calidoscopio y estoy en las calles de Londres. La mujer me hace señas para que la siga. El viento me arroja una octavilla a los pies. Otro folleto del ilusionista, el doctor Van Ripple. Lo cojo y me hallo en un ruidoso music hall. Un hombre de cabello negro con una pulcra perilla introduce un huevo en una caja y, en menos de lo que dura un parpadeo, lo hace desaparecer. La hermosa dama que me ha conducido hasta allí se lleva la caja y vuelve al escenario, donde el ilusionista la hace entrar en trance. Sostiene en alto una pizarra y, cogiendo una tiza con ambas manos, la dama empieza a escribir como si estuviera poseída: «Nos han traicionado. Ella es una impostora. El Árbol de Todas las Almas existe. La llave contiene la verdad».

La multitud jadea boquiabierta y aplaude; de repente, ya no estoy en el music hall. Me encuentro de nuevo en las calles. La mujer se halla delante de mí, corriendo por los adoquines cubiertos de humedad y pasando ante hileras de casas estrechas y sin iluminar. Corre para salvar la vida; los ojos abiertos de par en par, horrorizados.

Los ribereños se gritan entre sí. Con sus largos arpones pescan del río el cuerpo frío y muerto de la mujer. Agarrada a un trozo de papel. Las palabras se arañan a sí mismas en la página: «Eres la única que puede salvarnos...».

La visión me abandona como si un tren me atravesara por dentro silbando, saliera de mí y se alejara. Regreso de nuevo al enmohecido varadero en el preciso instante en que el remo se rompe en mis manos. Temblando, me desplomo en el suelo y me llevo conmigo las piezas rotas. No estoy acostumbrada a la fuerza de una visión. Apenas soy capaz de recobrar el aliento.

Salgo a trompicones del varadero y tomo una gran bocanada de aire limpio y frío. El sol obra su magia al disipar los últimos vestigios de mi visión. Mi respiración se ralentiza y la cabeza deja de darme vueltas.

«El Árbol de Todas las Almas existe. Eres la única que puede salvarnos. La llave contiene la verdad.»

No tengo ni idea de lo que eso significa. Me duele la cabeza, y de poca ayuda me resulta la síncopa constante de martillazos que cae sobre la hierba.

La Madre Elena me da un susto. Se aparta la trenza para escuchar los martillazos.

—Aquí hay algo maligno. Lo noto. ¿Lo notas tú?

—N-no —respondo tambaleándome hacia la escuela.

La Madre Elena me sigue. Aprieto el paso. «Por favor, por favor, vete. Déjame en paz.» Llegamos al claro y a la pequeña colina. Desde allí, la parte más alta de Spence se eleva majestuosamente entre los árboles. Distingo a los operarios. Izan enormes paneles de cristal con gruesas cuerdas desde el tejado y los emplazan en su lugar correspondiente. La Madre Elena ahoga un grito con los ojos abiertos como platos, aterrorizados.

—¡No deben hacer eso!

Se dirige apresuradamente hacia la academia gritando en un idioma que no comprendo, aunque puedo detectar la alarma de sus palabras.

—¡No sabéis lo que hacéis! —les chilla la Madre Elena, esta vez en inglés.

El señor Miller y sus hombres se ríen entre dientes de la anciana loca y sus miedos.

—¡Lárgate y déjanos para nosotros el trabajo de hombres! —gritan.

Pero sus palabras no convencen a la Madre Elena. Pasea por la hierba señalándolos y acusándolos con un dedo.

—¡Es una abominación; una blasfemia!

Un operario grita una repentina advertencia. Un panel de vidrio queda por encima de su manipulador. Se retuerce en la cuerda y queda precariamente suspendido hasta que puede llegar a las manos de los trabajadores que hay abajo. Uno de los hombres lo agarra y se corta la palma con el borde afilado. Da un grito y la sangre le resbala por el brazo. Le dan un pañuelo y le vendan la mano ensangrentada.

—¿Lo veis? —grita la Madre Elena.

El señor Miller le lanza una mirada asesina. La amenaza con un martillo hasta que los otros lo contienen.

—¡Malditos gitanos! ¡La única blasfemia que veo eres tú!

Los gritos llevan a los gitanos hasta el césped. Ithal se pone delante de la Madre Elena para protegerla. También Kartik se halla entre ellos. Los hombres del señor Miller cogen sus martillos y sus herramientas de hierro y se sitúan junto a su capataz; me asusta que pueda producirse una terrible pelea.

Alguien ha enviado a llamar al inspector Kent. Avanza hasta la minúscula línea de césped que separa a los gitanos de los trabajadores ingleses.

—Veamos, ¿cuál es el problema?

—Los malditos gitanos, amigo —escupe el señor Miller.

Los ojos del inspector Kent se aceran.

—Yo no soy su amigo, señor. Y si no se comporta delante de estas damas tendré que llevármelo a Yard —y, dirigiéndose a la Madre Elena, le dice—: Será mejor que se vaya, señora.

Poco a poco, los gitanos se alejan, no sin que antes uno de los trabajadores —el hombre de la camisa con un parche rojo— les escupa; el insulto aterriza en la mejilla de Ithal, quien se limpia la cara, aunque no puede borrar su rabia con tanta facilidad. Los ojos de Kartik también arden de ira y, cuando me mira, me siento como si yo fuera el enemigo.

Ithal habla a la Madre Elena en su lengua nativa con dulzura. Su boca se tensa por el miedo cuando los gitanos se la llevan consigo.

—Una blasfemia —murmura temblando—. Blasfemia.