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LA NOCHE SIGUIENTE, NUESTRA ÚLTIMA NOCHE EN SPENCE antes de Pascua, ardemos en deseos de entrar de nuevo en los reinos. No voy a intentar conjurar la puerta de luz yo sola; no sirve de nada esforzarse cuando lo único que lograré es llevarme una decepción, y más sabiendo que tenemos otra ruta de acceso infalible. En cuanto nos hemos asegurado de que las profesoras se han ido a dormir, corremos hacia la puerta secreta del ala este para dirigirnos a las Tierras Fronterizas. Ya no nos apetece quedarnos en el jardín. De alguna manera parece un juego infantil, un lugar donde transformar las piedras en mariposas como hacen las chicas. Ahora nos encaprichamos del crepúsculo azul de las Tierras Fronterizas, con sus flores almizcladas y la atracción magnética de las Tierras Invernales. Cada vez que jugamos, nos encontramos un paso más cerca de ese muro imponente que nos separa de su espacio desconocido.

Hasta el castillo nos parece menos amenazador. La exuberancia de la belladona que florece en sus muros le proporciona color, como si fuera un salón de Mayfair recubierto con un exótico papel pintado. Atravesamos las puertas del castillo recubiertas de parras gritando el nombre de Pip, y ella corre a nuestro encuentro, chillando de alegría.

—¡Por fin estáis aquí! ¡Señoras! ¡Señoras, ya puede dar comienzo nuestra distinguida fiesta!

Después de que la magia nos haya unido en una feliz comunión, la noche es nuestra. La fiesta se extiende fuera del castillo, hasta el bosque teñido de azul. Entre risas, jugamos al escondite tras los abetos y los arbustos de bayas, y correteamos felices entre las parras enredadas que se entrecruzan en la tierra helada. Ann empieza a cantar. Su voz es deliciosa, pero, aquí, en los reinos, alcanza una libertad de la que carece en nuestro mundo. Canta sin tapujos y su canción diluye nuestras preocupaciones como el vino.

Bessie y las chicas de la fábrica la vitorean con entusiasmo, no con el aplauso educado y mesurado de los salones sino con los gritos bulliciosos y alegres del music hall. Bessie, Mae y Mercy se envuelven en vestidos de noche glamurosos, joyas y estrambóticos zapatos. Jamás han disfrutado de tanta elegancia y poco importa que sea fruto de la magia; ellas se lo creen y esa creencia lo cambia todo. Tenemos derecho a soñar y eso, supongo, es el mayor poder de la magia: la noción de que somos capaces de arrancar posibilidades de los árboles como fruta madura. Rebosamos esperanza. La transformación nos llena de vida. Podemos ser lo que queramos.

—Entonces, ¿soy una dama? —pregunta Mae, pavoneándose con su nueva falda azul.

Bessie la empuja con gesto afectado.

—¡La reina de la maldita Saba!

Se ríe en voz alta y ronca.

Mae le devuelve el empujón con menos amabilidad.

—¡Ah! ¿Y qué eres tú? ¿El príncipe Alberto?

—¡Eh! —reprende Mercy—. ¡Ya basta! Se supone que éste es un momento feliz, ¿no?

Felicity y Pip bailan un vals de forma cómica, fingiendo ser el señor Mortalmente Aburrido y la señorita Sosa. Con una ridícula voz de persona estirada, Felicity cotorrea acerca de la caza del zorro.

—El zorro debería estar agradecido de poder enfrentarse a nuestras armas, pues son las mejores de la sociedad las que apuntan a su modesta silueta. ¡Qué afortunado!

Mientras, Pippa pestañea y dice:

—Pues bien, señor Mortalmente Aburrido, si eso dice, eso debe de ser, puesto que estoy segura de que no tengo ninguna opinión respecto de este asunto.

Es como si Punch y Judy[4] hubieran cobrado vida, y nos reímos hasta que se nos saltan las lágrimas. A pesar de su ridiculez, se mueven elegantemente por la estancia. Con una gracia exquisita, una se anticipa a los pasos de la otra, dando vueltas y más vueltas, con las piedras preciosas de Pip parpadeando ante el polvo.

Pippa hace cabriolas y nos invita por turnos a bailar. Canta un fragmento de alegres versos.

—«Oh, tengo un amor, un verdadero, verdadero amor, que me aguarda en la lejana costa...»

Felicity se echa a reír.

—¡Oh, Pip!

Es el estímulo que Pippa necesita. Aún cantando, arrastra a Felicity a otra pieza de baile.

—«Y si mi amor deja de ser mi amor, dejaré de vivir...»

De hecho, Pip, en este preciso momento, está encantadora; irresistible. No siempre me ha caído bien, puede resultar molesta y deliciosa en igual medida. Sin embargo, salvó a estas chicas de un terrible destino. Las salvó de las Tierras Invernales, y desea cuidar de ellas. La antigua Pip nunca habría sido capaz de mirar más allá de sus propios problemas para ayudar a alguien, y eso debe de servir para algo.

Cuando nos sentimos exhaustas, nos tendemos en la fría tierra del bosque. Los abetos hacen guardia. Los arbustos de hojas dentadas nos ofrecen un puñado de bayas duras y minúsculas, no más grandes que guisantes. Huelen a clavo, a naranja y a almizcle. Felicity posa una mano en el regazo de Pip y ésta le trenza el cabello en largas y sueltas trenzas. Bessie Timmons las contempla con tristeza. Es duro ser relegada del afecto de Pippa.

Unas luces centelleantes se cuelan por las ramas espesas de un abeto.

—¿Qué ha sido eso?

Mae corre hacia un árbol y las luces vuelan a otra rama.

Las seguimos. Vistas de cerca, advierto que no son luces, sino diminutas criaturas con aspecto de hadas. Revolotean de rama en rama y el árbol se arremolina con el movimiento.

—Tienes magia —gritan—. Podemos percibirlo.

—Sí, ¿y qué? —dice Felicity desafiándolas.

Dos minúsculas criaturas se depositan en la palma de mi mano. Su piel es tan verde como la hierba nueva. Brilla como un beso de rocío. El cabello parece oro hilado; les cuelga en ondas que caen por sus espaldas iridiscentes.

—Tú eres la única... la única que tiene la magia —susurran esbozando extáticas sonrisas—. Eres muy hermosa —murmuran con dulzura—. Regálanos tu magia.

Ann se pone detrás de mí.

—Oooh, ¿puedo mirar?

Se acerca más y una de las hadas le escupe en la cara.

—Vete. Tú no eres nuestra hermosa. Ni nuestra maga.

—Deja de hacer eso —digo.

Ann se limpia la saliva de la mejilla. La piel le brilla en el lugar donde le ha escupido.

—También yo tengo magia.

—Deberías de aplastarlas con ella —dice Felicity.

Las hadas gimen y se agarran a mi pulgar y a mis dedos. Restriegan sus rostros contra mi piel como animalillos. Alargo la mano y toco a una de ellas. Su piel es como la de un pez. Me deja una estela de escamas relucientes en los dedos.

—¿Qué queréis? —les pregunta Felicity.

Le da un capirotazo a una con la uña y ésta se cae de espaldas.

—Hermosa —murmuran una y otra vez las criaturas con aspecto de hadas.

Sé que no tengo el mismo tipo de belleza de Pippa ni el encanto de Felicity, pero sus palabras me llenan de una nueva ilusión. Quiero creerlas, y eso me basta para seguir escuchándolas. El hada más alta se acerca. Se mueve con una elegancia seductora, igual que las cobras que he visto bailar para sus amos: con complacencia aunque capaces de atacarte en cualquier momento. Quisiera escucharlas de nuevo decir que soy hermosa. Y también que me quieren. Es curioso: cuanto más lo repiten, mayor es el vacío que siento en mi interior y que me desespero por llenar.

Las pequeñas criaturas se agarran a mí con fuerza.

—Oh, sí, nuestra hada es hermosa, hermosa. Te adoramos. Quisiéramos tener algo tuyo pues tanto te amamos.

Pongo una mano en sus cabezas. Su cabello es tan suave como la seda de color maíz. Cierro los ojos, mi cuerpo emite un zumbido y siento la magia que emerge de mí. Pero son impacientes. Sus manos en miniatura se aferran ávidamente a mis dedos. La aspereza escamosa de su piel me sorprende y, durante un instante, pierdo la concentración.

—¡No! ¡Estúpida mortal!

Una voz lacera mis oídos. Al mirar hacia abajo, las veo observarme anhelantes... llenas de odio, como si estuvieran dispuestas a matarme y devorarme si les diera una oportunidad. Instintivamente, aparto la mano.

Se abalanzan a por mis dedos fuera de su alcance.

—¡Devuélvenosla! ¡Ibas a dárnosla!

—He cambiado de opinión.

Las deposito en la rama de un árbol.

Adquieren una tonalidad verde aún más brillante.

—No podemos aspirar a ser tan especiales como tú, belleza. Quiérenos y nosotras te querremos a ti.

Sonríen y bailan para mí, pero esta vez sus palabras no son tan embriagadoras. Puedo escuchar un siseo arenoso bajo sus declaraciones.

—Queréis lo que yo puedo hacer por vosotras —digo corrigiéndolas.

Se ríen, pero su risa carece de cordialidad. Me recuerda a la tos de un hombre agonizando.

—Tu poder no es nada comparado con el del Árbol de Todas las Almas.

Me giro rápidamente.

—¿Qué habéis dicho?

Suspiran extáticas.

—Sólo con tocarlo se puede saber lo que es el poder de verdad: todos los miedos desaparecen y todos los deseos se cumplen.

Apreso a una con el puño. Se revuelve. El miedo distorsiona sus rasgos y los convierte en una máscara horrible.

—¡Déjame, déjame!

La otra criatura da un brinco y me muerde el pulgar. La alejo de un golpe y da volteretas en el aire hasta que logra agarrarse a una rama para no caer al suelo.

—¡Te dejaré marchar enseguida! ¡Deja de revolverte! Sólo quiero que me hables de ese árbol.

—No te diré nada.

—Hazla papilla —dice Felicity, azuzándome.

La boca de la criatura forma una aterrorizada O.

—Por favor... te diré cuanto sé...

Felicity sonríe complacida.

—Así es como se consigue lo que uno quiere.

Sostengo a la criatura en las palmas de mis manos.

—¿Qué es el Árbol de Todas las Almas?

La criatura se relaja.

—Un lugar con una magia superior que se halla en el interior de las Tierras Invernales.

—Creía que la única fuente de magia de los reinos era el Templo.

La sonrisa de la criatura se asemeja a una máscara mortuoria. Salta a una rama superior y se pone fuera de mi alcance.

—Espera... ¡no te vayas! —grito.

—Si quieres saber más, tendrás que viajar a las Tierras Invernales y averiguarlo por ti misma. ¿Cómo vas a gobernar los reinos si no has visto nunca su inhóspita belleza? ¿Cómo vas a gobernarlos si tan sólo conoces la mitad de la historia?

—Sé todo cuanto necesito saber de las Tierras Invernales —respondo, poco convencida de mi respuesta.

Las palabras de la pequeña bestezuela están llenas de verdad.

—Sólo sabes lo que te han contado. ¿Lo darás por bueno sin cuestionártelo? ¿Sin verlo por ti misma? ¿No has pensado nunca que ellas quieran mantenerte alejada de su hechizo?

—¡Largo de aquí! —exclama Felicity de repente.

Con un aullido, la criatura cae rebotando de rama en rama hasta aterrizar en una gruesa hoja con un audible uf.

—¡Eres una necia, una necia! —jadea—. ¡En las Tierras Invernales se comprobará! Sabrás lo que es el poder de verdad y te echarás a temblar...

—¡Qué bestiecillas tan horripilantes! ¡Ya os enseñaré yo a temblar! —exclama Felicity intentando darles caza.

Las criaturas, asustadas, salen volando entre los árboles.

—¡Largaos! Dejadnos en paz, estúpidas mortales.

La pequeña Wendy se encoge y se tapa las orejas.

—Ahí está de nuevo, ese grito.

El Señor Darcy se mete de un brinco en su jaula y Wendy se agarra a ella con fuerza.

—¡Wendy, déjalo ya! —la regaña Mae—. No se ha oído ningún grito.

—Vamos, cariño, coge mi mano —le dice Mercy para tranquilizarla, y le pasa un brazo por encima.

Mucho más allá de las Tierras Invernales, un reflejo rojo se expande por el cielo gris. Arde durante unos segundos y luego desaparece.

—¿Habéis visto eso? —pregunta Ann.

—Acerquémonos.

Bessie echa a correr a través de los altos juncos y las espadañas que se extienden entre el bosque y la muralla colindante a las Tierras Invernales. La densa niebla se filtra hasta aquí, hasta las Tierras Fronterizas, cubriéndonos con un fino sudario hasta asemejarnos a la impronta que deja la pintura húmeda. Nos detenemos cerca del enorme muro. Al otro lado de sus puertas, las picudas cimas de las montañas, negras como el ónice, se elevan por encima de la niebla. El hielo y la nieve se aferran a ellas en precario. El cielo se vuelve gris, leal a la tormenta. Un hormigueo me recorre el cuerpo, ante lo prohibido; ante la tentación.

—¿Puedes sentirlo? —pregunta Mae—. ¿Deslizándose por la piel?

Pippa se sitúa junto a mí y me coge de la mano. Felicity le pasa un brazo por la cintura, y Ann se acerca para cogerme de la otra mano.

—¿Crees que realmente exista semejante lugar de energía en las Tierras Invernales? —pregunta Pippa.

«El Árbol de Todas las Almas existe.» Eso fue lo que la misteriosa dama escribió en la pizarra. Sin embargo, nadie me había hablado de ello antes. Me doy cuenta, una vez más, de que sé muy poco de este mundo extraño al que debo ayudar a gobernar.

—Está todo demasiado tranquilo. No hemos visto a las criaturas de las Tierras Invernales desde nuestro regreso. ¿Qué crees que habrá allí? —pregunta Ann.

Pippa apoya su cabeza en la mía con dulzura.

—Deberíamos averiguarlo por nosotras mismas.