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LA SOCIEDAD HIPOCRÁTICA TIENE SU SEDE EN UN EDIFICI0 precioso, aunque algo añoso, de Chelsea. El mayordomo se hace cargo de nuestros abrigos y nos conduce por un amplio salón —donde un buen número de caballeros permanecen sentados, fumando puros, jugando al ajedrez y discutiendo de política— hasta la biblioteca más grande que he visto en mi vida. Todo un surtido de sillas mal emparejadas ocupan las esquinas. Muchas están agrupadas alrededor del fuego crepitante de la chimenea, como si acabara de celebrarse allí mismo un acalorado debate. Las alfombras son persas y tan viejas que en algunos puntos están completamente desgastadas. Las estanterías están atiborradas de libros y, a simple vista, no cabe ni uno más. Textos médicos; estudios científicos; volúmenes en griego y latín y otros clásicos se alinean en los estantes. Me gustaría poderme sentar y leer durante semanas.

El doctor Hamilton nos saluda. Es un hombre de setenta años con unas cuantas hebras de cabello cano en la cabeza.

—Ah, están aquí. Bien, bien. Nuestro hombre ha preparado un espléndido festín. No le hagamos esperar.

A la mesa somos doce, una vivaz mezcolanza de médicos, escritores, filósofos y sus respectivas esposas. La conversación es animada y fascinante. Un caballero con anteojos sentado a un extremo de la mesa discute con vehemencia con el doctor Hamilton.

—¡Le digo, Alfred, que el socialismo es el futuro! ¡Imagíneselo! Equidad económica y social entre los hombres. Ausencia de clases sociales, hasta puede que el fin de la pobreza. Armonía social. La utopía está al alcance de la mano, caballeros, y se llama socialismo.

—Ah, Wells, tiene muy buena mano escribiendo novelas fantásticas, amigo. Disfruté de lo lindo de esa historia sobre viajar a través del tiempo. Aunque el final lo encontré un tanto flojo con los Eloi esos.[5]

Un hombre de mejillas rubicundas y gran barriga toma la palabra.

—Wells, quizá nos ha confundido usted con la Sociedad Fabiana.[6]

Los presentes se ríen entre dientes. Algunos se alzan las gafas.

—¡Escuchen, escuchen! —dicen.

El hombre de los anteojos se disculpa.

—Lamento tener que marcharme y no poder quedarme para discutir este tema con ustedes. Pero proseguiremos esta charla la próxima vez que nos veamos.

—¿Quién era ese caballero? —pregunto en voz baja.

—Era el señor Herbert George Wells —responde el hombre de mejillas rubicundas—. Seguramente le conozca usted como

H. G. Wells, el novelista. Un buen hombre. Una mente firme. Aunque esté equivocado respecto del socialismo. ¿Vivir sin una reina? ¿Sin terratenientes y en «sociedades cooperativas»? La anarquía, afirmo. Una auténtica locura. Ah, aquí llega el postre.

Un mayordomo silencioso deposita un enorme suflé de crema ante el hombre y éste hunde su cuchara en él con sumo placer.

Hablamos de ciencia y de religión, de libros y de medicina, de la temporada social y también de política. Aunque quien realmente está al mando de la tertulia es mi padre, quien despliega su ingenio y relata sus historias de la India.

—Y luego está la aventura del tigre, aunque mucho me temo que ya he acaparado su atención durante mucho rato —dice mi padre con los ojos brillantes de felicidad.

Los invitados verán satisfecha su curiosidad.

—¡Un tigre! —exclaman—. Tiene que contárnosla.

Complacido, mi padre se inclina hacia adelante y baja la voz.

—Habíamos alquilado durante un mes una casa en Lucknow para escapar del calor de Bombay.

—¡Lucknow! —exclama un caballero de cabello semejante a la lana—. ¡Espero que no se topara con ninguno de esos reclutas indios amotinados!

Los comensales se enzarzan en una discusión sobre la famosa revuelta india que se produjo hace décadas.

—Y pensar que esos salvajes asesinaron a inocentes ciudadanos británicos, ¡después de todo lo que hemos hecho por ellos! —cloquea una de las esposas.

—La culpa es nuestra, querida señora. ¿Cómo pudieron pedir a los soldados hindúes y musulmanes que llevaran cartucheras engrasadas con sebo de cerdo y de vaca cuando semejante cosa es una aberración según sus creencias religiosas? —argumenta el doctor Hamilton.

—Vamos, viejo amigo, ¿acaso intenta justificar esa masacre? —protesta el hombre del pelo lanoso.

—Por supuesto que no —responde el doctor Hamilton—. Pero si queremos seguir siendo un gran imperio, debemos ser comprensivos con las mentes y los corazones de los demás.

—Quisiera escuchar la historia del tigre del señor Doyle —dice una mujer que luce una tiara, recordándonosla.

Los invitados asienten, y Padre prosigue con su relato.

—Nuestra Gemma no tendría más de seis años. Le encantaba jugar en el jardín rodeado de árboles mientras nuestra ama de llaves, Sarita, tendía la colada y la vigilaba. Esa primavera las noticias se extendieron de pueblo en pueblo: se había visto a un tigre de Bengala pasearse por los pueblos, con todo descaro. El muy osado había destruido un mercado en Delhi y atemorizado a todo un regimiento. Había una recompensa de cien libras esterlinas para quien lo capturase. Jamás imaginamos que el tigre pudiera acercarse hasta nosotros.

Todas las cabezas se inclinan hacia Padre, y éste se regodea ante la atención que le presta la audiencia.

—Un día, mientras Sarita tendía la colada, Gemma jugaba en el jardín. Fingía ser un caballero con una espada de madera. Estaba imponente, aunque en esos momentos no sabía cuán imponente estaba. Mientras permanecía sentado en mi estudio, escuché un grito procedente del exterior. Corrí a ver cuál era la causa de tanta conmoción. Sarita me llamaba a gritos, con los ojos abiertos de par en par, aterrorizada. «Oh, señor Doyle, mire; ¡allí!» El tigre había entrado en el jardín y se dirigía directamente hacia donde nuestra Gemma jugueteaba con su espada de madera. Junto a mí, nuestro sirviente doméstico, Raj, desenfundó su daga con tanta premura que apareció en su mano como por arte de magia. Sarita lo agarró del brazo. «Si echas a correr hacia él cuchillo en mano, provocarás al tigre —le advirtió—. Debemos esperar.»

Un silencio absoluto se cierne sobre la mesa. Los presentes están embelesados con el relato de padre y éste está encantado de tener una audiencia. Desempeñar el papel de narrador de historias es lo que se le da mejor.

—Tengo que decirles que ése fue el peor momento de mi vida. Nadie se atrevía a moverse. Nadie osaba ni respirar. Y, mientras tanto, Gemma seguía jugando, sin darse cuenta de nada hasta casi tener encima al enorme felino. Ella se quedó quieta y lo miró a la cara. Se observaron como si se preguntaran qué hacer el uno con el otro, como si se consideraran almas gemelas. Finalmente, Gemma depositó su espada en el suelo. «Querido tigre —le dijo—, podrás pasar si te muestras tranquilo.» El tigre miró la espada y luego a Gemma y, sin emitir sonido alguno, pasó por delante de ella y desapareció en la jungla.

Los invitados ríen entre dientes, aliviados. Felicitan a mi padre por su relato. En estos momentos me siento muy orgullosa de él.

—¿Y su esposa, señor Doyle? ¿También ella oyó el grito? —pregunta una de las damas.

El rostro de mi padre se ensombrece.

—Afortunadamente, mi querida esposa estaba prestando su ayuda en la sala de beneficencia de un hospital, como solía hacer a menudo.

—Debió de ser un alma pía y buena —responde la mujer compasivamente.

—En efecto. Nadie podría decir ni una sola palabra en contra de la señora Doyle. Todos los corazones se enternecían al escuchar su nombre. En todas las casas la recibían con los brazos abiertos. Su reputación era intachable.

—Qué afortunada es usted por haber tenido semejante madre —dice la dama sentada a mi diestra.

—Sí —contesto con una sonrisa forzada—. Muy afortunada.

—Se hallaba atendiendo a los enfermos —explica mi padre—. Había una epidemia de cólera. «Señor Doyle —me dijo—, no puedo quedarme de brazos cruzados mientras los demás sufren. Debo estar con ellos.» E iba todos los días con su libro de plegarias. Les leía y secaba sus frentes enfebrecidas, hasta que también ella contrajo la enfermedad.

Tiene toda la apariencia de ser otro de sus excelentes relatos y, aunque los demás están embellecidos, nada en éste es verdad. Mi madre era muchas cosas: fuerte aunque vanidosa, unas veces encantadora y otras despiadada. Sin embargo, carecía de la virtud de la que habla mi padre, pues jamás fue una santa abnegada, ni tampoco cuidó de su familia y de los enfermos sin rechistar y sin quejarse. Observo a mi padre en busca de un gesto que lo traicione, pero no, se cree todas y cada una de sus palabras. Se ha obligado a sí mismo a creérselas.

—Qué alma tan noble y afable —dice la mujer de la tiara, palmeando suavemente la mano de mi abuela—. El vivo retrato de una dama.

—Nadie podría decir ni una palabra en contra de mi madre —observa Tom, haciéndose eco de las palabras de padre.

«Olvida tu dolor.» Eso fue lo que le dije ayer a padre en el salón al cogerle de la mano y lo que le repito esta noche. Aunque no era ésa mi intención. Tengo que ser más cuidadosa. Sin embargo, lo que me preocupa no es el poder de la magia ni cómo, a través de una persona, todos lo dan por cierto. No, lo que realmente me inquieta es la intensidad con que también yo quiero creer en ella.

 

 

Los carruajes están preparados, lo que indica el final de la velada. Nos congregamos a las puertas del club. Padre, Tom y el doctor Hamilton están enfrascados en una conversación. La abuela y algunas esposas se han ido a dar una vuelta por el club y aún no han regresado. Mientras deambulo por el jardín, alguien me empuja hacia las sombras.

—Bonita noche, ¿verdad?

A pesar de que el sombrero de matón le cubre la frente, reconozco esa voz así como la iracunda cicatriz roja que le afea el rostro. Es Fowlson, el leal perro guardián de los Rakshana.

—No grites —me ordena sujetándome de un brazo—. Sólo quiero decirte algo en nombre de mis jefes.

—¿Qué quieres?

—Mmmm, ¿no eres un poco parca? —Su sonrisa se convierte en un fruncimiento de ceño—. La magia. Sabemos que tienes la magia. La queremos.

—Se la di a la Orden. Ahora la tienen ellas.

—Ya, ya, ¿otra mentirijilla?

El aliento le huele a cerveza y bacalao.

—¿Cómo sabes que no te digo la verdad?

—Sé más de lo que dices, cariño —susurra.

El acero de su navaja brilla en la fría noche. Veo a padre hablar feliz con el doctor Hamilton. Se parece mucho al padre que he echado tanto en falta... No quisiera que nada perturbara esta paz tan frágil.

—¿Qué quieres de mí?

—Ya te lo he dicho. Queremos la magia.

—Y yo ya te he contestado. No la tengo.

Fowlson restriega la hoja plana de la navaja contra mi brazo; me hace cosquillas en la piel.

—Haz lo que quieras. No eres la única a quien le gusta jugar. —Mira a mi padre y a Tom—. Me alegra ver a tu padre por ahí. Y a tu hermano. He oído que quiere hacerse un nombre de la peor manera. El pobre Tom. El bueno de Tom. —Fowlson me arranca un botón del guante con la punta de su navaja—. Quizá debería tener una charla con él sobre cómo se comporta su hermana cuando no le presta atención. Con sólo una palabra podría hacer que te encerrara en Bedlam.

—Él no haría eso.

—¿Estás segura? —Fowlson me arranca otro botón del mismo guante, que cae sobre el empedrado—. He visto a chicas poco aplicadas a quienes les han dado pico y pala a su cerebro para curar su enfermedad. ¿Te gustaría pasar el resto de tu vida encerrada en una de sus habitaciones, mirando el mundo a través de un ventanuco?

Siento el chisporroteo de la magia dentro de mí y empleo todas mis energías en contenerla. Fowlson no tiene que saber que la tengo. No es seguro.

—Dame la magia. Me encargaré de que se emplee como es debido.

—Querrás decir para tu uso personal.

—¿Cómo está nuestro amigo Kartik?

—Deberías de saberlo mejor que yo, pues no lo he visto —miento—. Ha demostrado tener un comportamiento tan desvergonzado como el vuestro.

—El bueno de Kartik. La próxima vez que lo veas, si es que lo ves, dile que el viejo Fowlson ha preguntado por él.

Kartik me dijo que los Rakshana lo daban por muerto, pero si Fowlson cree que está vivo, eso quiere decir que Kartik está en peligro.

De repente, Fowlson cierra la navaja.

—Creo que tu carruaje te espera, señorita. Te estaré vigilando. Tenlo por seguro.

Me da un empujón desde las sombras. Ajeno a cuanto acaba de suceder, Tom me hace señas.

—Vamos, Gemma.

El lacayo sujeta la escalerilla.

—Ya voy —respondo.

Al darme la vuelta, Fowlson ya no está, ha desaparecido en la noche, como si jamás hubiera estado junto a mí.