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YA HAN TRANSCURRIDO VARIOS DÍAS Y NO HAY SEÑAL ALGUna del pañuelo rojo de Kartik. Me preocupa que pueda haberle sucedido alguna desgracia. Me preocupa que, cuando regrese, no sea capaz de ayudarle con Amar. Me preocupa que no regrese y que esté en camino de Bristol y del Orlando.

Tanta preocupación me pone de malhumor. Ya hemos sufrido la ignominia de caminar hacia atrás como lo haremos cuando seamos presentadas ante Su Majestad en el Palacio de Saint James. He tropezado dos veces y no imagino cómo me las voy a arreglar si he de sostener en el brazo izquierdo la larga cola de mi vestido mientras inclino la cabeza ante mi soberana. Sólo de pensarlo me duele el estómago.

La señora Nightwing nos ha hecho sentar a la mesa del comedor. Cada uno de nuestros sitios está ocupado por un desalentador despliegue de plata. Cucharas para la sopa. Tenedores para las ostras. Cuchillos para el pescado. Tenedores para el pescado. Cuchillos para la mantequilla. Cucharas para el postre. Casi cuento con la posibilidad de ver un arpón para cazar ballenas y quizás, en el supuesto de que la situación llegue a superarnos y deseemos morir con honor, hasta la espada con que, según la leyenda japonesa, se llevaba a cabo el seppuku.[9]

La señora Nightwing habla monótonamente. Me cuesta prestarle atención y sólo capto algunas frases: «El plato de pescado... las espinas, se apartan a un lado del plato... el suero de leche, por cierto, mantiene la suavidad de las manos de las señoras...».

Rápidamente, una visión se cierne sobre mí. Hace un segundo, estaba escuchando la voz de la señora Nightwing y, al siguiente, el tiempo se detiene. La señora Nightwing se queda congelada junto a Elizabeth. Los ojos de Felicity apuntan hacia el techo con una expresión de completo aburrimiento. También Cecily y Martha están suspendidas en el tiempo.

Wilhelmina Wyatt aparece en el umbral de la puerta con expresión sombría.

—¿Señorita Wyatt? —la llamo.

Abandono a mis compañeras inmóviles para ir en pos de ella.

La encuentro en lo alto del primer tramo de escaleras pero, cuando alcanzo el descansillo, se encamina hacia el retrato de Eugenia Spence y desaparece como un fantasma.

—¿Señorita Wyatt? —murmuro.

Me he quedado sola de repente. Las paredes de la escuela parecen hablarme entre susurros. Me tapo las orejas, pero eso no detiene los murmullos espantosos, las risas sordas, los siseos. El papel con pavos reales de las paredes cobra vida, sus ojos parpadean.

La escritura de trazos finos e inseguros de Wilhelmina emerge del retrato de Eugenia Spence: «El Árbol de Todas las Almas. El Árbol de Todas las Almas. El Árbol de Todas las Almas». La frase se repite hasta llenar todo el cuadro. Los suspiros resuenan cada vez más fuertes. Pongo una mano en la pintura y es como si la pudiera atravesar y adentrarme en otro tiempo y en otro lugar.

Me encuentro en el gran salón, pero éste ha cambiado. Veo a quien seguramente debía de ser la señorita Moore cuando era joven, la concentración obsesiva de su rostro. Una chica con unos asombrosos ojos verdes le sonríe, y me quedo boquiabierta al reconocer a mi propia madre.

—¿Mamá? —la llamo, pero ella no me oye.

Es como si yo no estuviera ahí.

Una anciana de cabello blanco y ojos azules está sentada junto a ellas; también la conozco. Eugenia Spence. El rostro que parece tan intimidatorio en el retrato aquí se muestra amable. Brillante y sonrosado, con vida.

Una chica le entrega una manzana y la señora Spence sonríe.

—Vaya, gracias, Hazel. Estoy segura de que me gustará. ¿O debería cortarla en trozos para compartirla entre todas?

—No, no —protestan las chicas—. Es para usted. ¡Por su cumpleaños!

—Muy bien, pues. Gracias. Me encantan las manzanas.

Una chica sentada al fondo levanta la mano tímidamente.

—¿Sí, Mina? —pregunta la señora Spence.

Ahora veo rasgos de la mujer en el rostro de la muchacha. La pequeña Wilhelmina Wyatt avanza con dificultad hacia la profesora y le entrega un regalo hecho por ella, un dibujo.

—¿Qué es esto? —La sonrisa de la señora Spence se desvanece mientras examina el dibujo. Es una reproducción perfecta de un árbol enorme que he visto en mis sueños—. ¿Cómo ha sabido dibujar esto, Mina?

Wilhelmina baja la cabeza, avergonzada y abatida.

—Vamos. Dígamelo. Mentir es pecado y dice muy poco del carácter de una joven.

Escucho los chirridos de la tiza mientras Wilhelmina escribe en la pizarra; las palabras adquieren sentido poco a poco: «El Árbol de Todas las Almas».

Apresuradamente, la señora Spence coge la tiza de los dedos de la chica.

—Ya basta, Mina.

—¿Qué es el Árbol de Todas las Almas? —pregunta una muchacha.

—Un mito —responde Eugenia mientras limpia la pizarra con un trapo.

—¿Está en las Tierras Invernales, verdad? —pregunta Sarah. En sus ojos hay un atisbo de malicia—. ¿Es muy poderoso? ¿Por qué no nos habla de él? Por favor.

—Por ahora, todo cuanto necesita saber está en las páginas de su libro de latín, Sarah Rees-Toome —la regaña tomándole el pelo.

Arroja el dibujo al fuego y las lágrimas brotan de los pequeños ojos de Mina. Las otras chicas se ríen de su llanto. La señora Spence alza la barbilla de la chica con un dedo.

—Puede hacerme otro dibujo, ¿mmm? Quizás un bonito prado o un esbozo de la academia. Y ahora séquese esas lágrimas. Y prométame que será una buena chica y no escuchará a quien no debe, a nadie que pueda ser un corrupto, Mina.

La escena cambia de emplazamiento y veo a Wilhelmina deslizando una daga decorada con piedras preciosas de un cajón a su bolsillo. Su cuerpo se transforma a medida que transcurren los años hasta que una femenina Wilhelmina aparece de nuevo ante mí, empuñando la daga. Su rostro se retuerce furioso. Alza la daga.

—¡No! —grito.

Levanto el brazo para esquivar el golpe.

Aún estoy gritando cuando me hallo de vuelta en el comedor. Todas me miran embobadas, horrorizadas. Dolor. En mi mano. Un reguero de sangre resbala por la palma y cae en el mantel de damasco. El cuchillo está en mi plato. Lo he agarrado con tanta fuerza que me he cortado.

—¡Señorita Doyle! —jadea la señora Nightwing.

Me arrastra hasta la cocina, donde Brigid guarda las gasas y el ungüento.

—Echemos un vistazo —dice Brigid. Me escuece la mano al limpiarla—. Gracias a Dios, no es una herida muy profunda. Un arañazo y un susto más que otra cosa. Enseguida lo soluciono.

—¿Cómo ha sucedido, señorita Doyle? —pregunta la señora Nightwing.

—No-no lo sé —contesto con sinceridad.

Me sostiene la mirada hasta hacerme sentir incómoda.

—Bien, confío en que preste más atención en el futuro.

 

 

Felicity y Ann me esperan en mi habitación. Felicity se ha apropiado de mi cama y de Orgullo y prejuicio. Al verme, arroja el libro a un lado, como si fuera uno de sus pretendientes.

—Ten cuidado con eso, por favor.

Rescato al pobre libro, alisando sus páginas arrugadas, y lo devuelvo al lecho de su estante.

—¿Qué demonios ha pasado? —pregunta Felicity.

—He tenido una visión muy fuerte —digo. Les explico lo que Wilhelmina me ha enseñado y la escena del aula—. Creo que intenta decirme que el Árbol de Todas las Almas sí existe. Creo que quiere que lo encontremos. Ya es hora de que vayamos a las Tierras Invernales.

Felicity se inclina hacia adelante. En ese momento una luz se enciende en ella.

—¿Cuándo?

—Cuanto antes —respondo—. Esta noche.

 

 

Uno de los hombres del señor Miller patrulla los bosques. Lo vemos armado con una pistola, paseando de un lado a otro. Avanza con paso nervioso, como un gato.

—¿Cómo llegaremos hasta la puerta sin ser vistas? —pregunta Ann.

Me concentro y, de repente, aparece el espectro de una mujer en los bosques. El hombre se echa a temblar ante la fantasmagórica visión.

—¿Qui-quién está ahí?

Temblando, apunta la pistola contra la mujer, que se oculta tras un árbol y aparece más allá del mismo.

—Res-responderá ante mi capataz —dice el hombre.

La sigue a una distancia prudente, mientras la mujer lo conduce hacia el cementerio, donde ella desaparecerá y lo dejará rascándose la cabeza ante tamaño misterio. Pero entonces nosotras ya estaremos en los reinos.

—Vamos —digo mientras echo a correr hacia la puerta secreta.

Felicity se levanta las faldas y sonríe abiertamente.

—Oh, cómo me gusta esto.

La alta losa de piedra con sus mujeres vigilantes nos saluda desde el otro lado. Pero ellas no pueden darme la respuesta que busco. Sólo puede hacerlo una persona, por mucho que me resista a admitirlo.

—Vosotras id al castillo. Yo me uniré con vosotras enseguida —digo.

—¿Qué quieres decir? ¿Adónde vas? —pregunta Ann.

—Tengo que preguntar a Asha si puede protegernos —les explico, aunque me siento fatal por tener que mentirles.

—Te acompañamos —dice Felicity.

—¡No! Quiero decir que debéis preparar a Pippa y a las chicas. Reunidlas a todas.

Felicity asiente.

—De acuerdo. No tardes.

—No lo haré —respondo y, al menos, eso es verdad.

Corro a través de los polvorientos pasadizos del Templo y me dirijo directamente al pozo de la eternidad. Circe me espera, flotando bajo la superficie, un ser pálido que surge de las profundidades y es empujado hacia luz.

—¿Tan pronto me ha llegado la hora de desaparecer? —pregunta con una voz más fuerte que antes.

Apenas puedo controlar la rabia.

—¿Por qué no me dijiste que conocías a Wilhelmina Wyatt?

—No me lo preguntaste.

—¡Podías habérmelo dicho!

—Como ya te he comentado, todo tiene un precio —responde dejando escapar un suspiro.

—Según tengo entendido, fuiste tú quien la asesinó —digo mientras me acerco lentamente hacia el pozo.

—¿Por eso has vuelto? ¿Para preguntarme por una antigua compañera de clase?

—No —respondo. Me odio a mí misma por haber ido, pero ella ya ha estado en las Tierras Invernales. El diario de mi madre así lo refiere. Ella es la única a quien puedo preguntar—. Necesito que me hables de las Tierras Invernales.

Una nota de cautela surge en su voz.

—¿Por qué?

—Vamos a ir —respondo—. Quiero verlas por mí misma.

Permanece inmóvil durante mucho rato.

—No estás preparada para ir a las Tierras Invernales.

—Lo estoy —aseguro.

—¿Ya has encontrado tus rincones oscuros?

Recorro las piedras pulidas del pozo con los dedos.

—No sé a qué te refieres.

—Así es como te van a hacer caer en la trampa.

—Estoy harta de tus enigmas —espeto—. Vas a hablarme de las Tierras Invernales o no.

—Muy bien —dice tras unos segundos—. Acércate.

Una vez más, acerco la mano al pozo, donde puedo sentir que todavía persiste el poder en las piedras, y luego lo traslado a su corazón. Por alguna razón hacerlo me resulta ahora mucho más fácil; la necesidad de saber más sobre las Tierras Invernales y mi deseo de encontrar el Árbol de Todas las Almas es más fuerte que mi aprensión. Durante unos breves segundos, resplandece con el poder. Un breve indicio de sonrisa aflora a sus labios sonrosados. Con este segundo regalo, se ha convertido en un ser más encantador y vibrante, más parecido a la profesora a quien quise una vez, la señorita Moore. Ver ese rostro me asusta. Me seco la mano húmeda en mi camisón, como si así pudiera librarme de todos sus rastros.

—Ya te he dado la magia que me pediste. Las Tierras Invernales, por favor.

La voz de Circe susurra en el interior de la cueva.

—En la puerta te harán preguntas. Deberás responder la verdad o no podrás entrar.

—¿Qué tipo de preguntas? ¿Son difíciles?

—Para algunos —responde—. Una vez dentro, sigue el río. No hagas tratos ni promesas. No te fíes de lo que veas y oigas, pues es una tierra tanto de encantamientos como de engaños, y deberás discernir qué es qué.

—¿Hay algo más? —pregunto, pues no hay mucho en que basarme.

—Sí —dice—. No vayas. No estás preparada.

—No cometeré los mismos errores que tú; tenlo por seguro —espeto—. Dime algo más: ¿existe el Árbol de Todas las Almas?

—Espero que vuelvas y me lo digas —dice por último.

Un sonido ondulante surge del pozo, como si fuera un movimiento minúsculo. Pero eso es imposible; está atrapada. Vuelvo a mirar: Circe está tan quieta como una muerta.

—¿Gemma? —dice Circe.

—¿Sí?

—¿Por qué quería Wilhelmina que fueses a las Tierras Invernales?

—Porque... —empiezo y me callo; no me he formulado esa pregunta hasta ahora, lo que me llena de dudas.

Lo oigo de nuevo: un leve susurro en el agua. Las paredes de la cueva se empañan de humedad y creo que ése debe de ser el sonido que he escuchado.

—Ten cuidado, Gemma.

 

 

Pippa y las otras chicas me esperan en el bosque azul. Las bayas han madurado en los árboles. Por todas partes hay cestas medio llenas de bayas. La parte delantera del vestido de Pip, manchada de zumo, parece el delantal de un carnicero.

—¿Nos ha ofrecido protección? —pregunta Ann en cuanto las alcanzo.

—¿Qué? —pregunto, confundida.

—Asha —explica.

Me viene a la mente la imagen del pálido rostro de Circe.

—No. No lo ha hecho. Tendremos que valernos por nosotras mismas.

Pippa aplaude entusiasmada.

—¡Espléndido! Por fin una aventura de verdad. Las Tierras Fronterizas empezaban a resultarme un tanto sosas. ¡Deberíamos llamarlas las Tierras Aburridas!

Miro hacia el cielo revuelto de las Tierras Invernales y la entrada que nos separa de ellas.

—¿Qué hay de esas terribles criaturas, señorita? —pregunta Wendy, agarrándose con fuerza a las faldas de Mercy.

Pippa pasa un brazo alrededor de Felicity.

—No nos separaremos. Al fin y al cabo, somos unas chicas listas.

—Es la única manera de estar seguras —dice Ann.

—No pienso marcharme hasta que averigüe si el Árbol de Todas las Almas existe —les hago saber.

Una pequeña luz brilla entre los árboles y aumenta de intensidad a medida que desciende. Es la criatura semejante a un hada con las alas doradas.

—¿Te gustaría ver las Tierras Invernales? —susurra con voz ronca.

—¿Y a ti qué te importa? —exige saber Felicity.

—Os alumbraría el camino —ronronea.

Mae Sutter ahuyenta a la criatura.

—¡Lárgate! Déjanos en paz.

Sin acobardarse, la criatura revolotea de rama en rama y se posa en mi hombro.

—No es fácil llegar hasta las Tierras Invernales. Os sería de ayuda alguien que conozca el camino.

Las palabras de Circe resuenan en mis oídos: «No hagas tratos».

—No te daré nada a cambio —digo.

Los labios de la criatura se tuercen en una sonrisa sarcástica.

—¿Ni siquiera una pizca de magia cuando tú tienes tanta?

—Ni siquiera una pizca —respondo.

El hada hace rechinar los dientes.

—De todas formas, os llevaré. Puede que algún día recompenses mis servicios. A ésa déjala atrás. Sólo será un incordio —dice golpeando a Wendy en la mejilla con un ala.

Wendy grita y se lleva una mano a la cara. El hada se echa a reír.

—¡Basta! —exclamo, y la criatura retrocede.

—No quiero ser una carga —farfulla Wendy dejando caer la cabeza hacia adelante.

Cojo a Wendy de la mano.

—Ella irá a donde vayamos nosotras.

—Es demasiado peligroso —dice el hada con el ceño fruncido.

—Wendy, quédate aquí —ordena Bessie.

—Quiero ir —responde—. Quiero saber de dónde proviene ese grito.

—Lo único que hará será retrasarnos —argumenta Pippa, como si la muchacha no estuviera presente.

—Iremos todas juntas o no irá nadie —intervengo con firmeza—. Y ahora tengo que hablar con mis compañeras. ¡Largo de aquí! Vete.

La criatura aletea sus alas brillantes y se queda suspendida en el aire. Sus ojos se llenan de odio mientras se aleja rápidamente unos cuantos metros, sin dejar de observarnos.

Echo un vistazo a nuestro grupo. Formamos una cuadrilla heterogénea: las chicas de la fábrica ataviadas con sus nuevas galas, Bessie agarrada a un palo a modo de arma, Pippa cubierta con su capa de reina, Ann y yo en camisón y Fee vestida con una capa de cota de malla y espada en ristre.

—No sabemos si podemos confiar en esa luciérnaga grandullona, así que mantengámonos en guardia —digo—. Memorizad el camino, por si tenemos que volver sobre nuestros pasos. ¿Estamos listas?

Felicity acaricia su espada.

—Del todo.

—Me estoy cansando, chica mortal —se queja Alas Doradas—. ¡Por aquí!

Abandonamos la seguridad del bosque azul y cruzamos la llanura cubierta de parras de las Tierras Fronterizas. A lo lejos, la entrada elevada y dentada de las Tierras Invernales se alza como una advertencia a través de la niebla. No podemos ver lo que hay al otro lado, excepto las serpenteantes y encordadas nubes gris acero. Porto una antorcha que he fabricado con unos palos y magia. Arroja un intenso haz de luz. El hada se sienta en mi hombro. Las diminutas garras de sus manos y pies se me clavan en el camisón, y espero que la tela fina baste para impedir que no arañen mi carne hasta hacerla jirones.

El muro que separa las Tierras Fronterizas de las Tierras Invernales es una construcción pavorosa. Es tan alto como la cúpula de la catedral de San Pablo, y se extiende en ambas direcciones hasta cuanto alcanza la vista. En la penumbra, parece brillar.

Pongo una mano en los elevados pilones. Son suaves.

—Huesos —susurra el hada.

Levanto la antorcha. La luz capta la silueta de un hueso largo, puede que se trate del de una pierna. Retrocedo al verlo. Los huesos están atados con cuerdas de cabello. Las parras rojas y florecientes enhebran su camino entre los huesos, semejantes a asombrosas heridas. Es una visión macabra. Ante mi angustia, el hada se ríe entre dientes.

—Para ser alguien tan poderoso, te asustas con mucha facilidad.

—¿Cómo vamos a entrar? —pregunta Mercy, cuyo rostro está cubierto por una sombra azul oscuro.

La criatura alada revolotea delante de mí.

—La entrada está cerca de aquí. Debéis buscarla a tientas.

Ponemos las manos en los huesos y entre la maraña de pelo, buscando la entrada a tientas. Se me revuelve el estómago; quisiera poder irme de aquí ahora mismo.

—¡La he encontrado! —exclama Pippa.

Nos arremolinamos a su alrededor. La entrada tiene un pestillo hecho con una caja torácica. Los bordes afilados de las costillas están unidos de tal forma que resulta imposible decir dónde empieza la una y acaba la otra. Y lo más inquietante de todo es que un corazón late en su interior. Su débil bom-bom me reverbera en el estómago.

—¿Qué es eso? —jadea Ann.

—La entrada —replica la criatura mientras, revoloteando, se acerca y se aleja del corazón palpitante—. Responded con sinceridad —advierte—; de lo contrario, no os dejará entrar.

—¿Deseáis entrar en las Tierras Invernales?

La voz es suave como la seda y no estoy segura siquiera de haberla escuchado.

—¿Has oído eso? —pregunto.

Las chicas asienten. El corazón brilla con un rojo púrpura oscuro, como una herida supurante. La voz surge de nuevo.

—¿Deseáis entrar en las Tierras Invernales?

El corazón nos habla a nosotras.

—Sí —responde Pippa—. ¿Cómo podemos entrar?

—Contadnos vuestros secretos —murmura—. Contadnos cuáles son vuestro mayor deseo y vuestro mayor miedo.

—¿Eso es todo? —se burla Bessie Timmons.

—Eso es todo —responde la criatura semejante a un hada.

Bessie da un paso adelante.

—Mi mayor deseo es ser una señora. Y me da miedo el fuego.

Una enorme ráfaga de viento sopla desde las Tierras Invernales. Los huesos traquetean con el viento. El ritmo del corazón se acelera y brilla con fuerza en la penumbra. La caja torácica se desintegra. Una puerta gigantesca se abre.

—Puedes pasar —dice el corazón a Bessie.

Bessie traspasa el umbral y la entrada se cierra de golpe tras ella.

—No ha sido tan difícil —afirma Felicity. Ahora le toca a ella—. Lo que deseo es ser poderosa y libre.

—¿Y tu temor? —pregunta el corazón.

Felicity hace una pausa.

—Que me engañen.

—Eso no es del todo verdad —responde el corazón—. Tienes otro miedo, mucho mayor. Un miedo envuelto en deseo; un deseo envuelto en miedo. ¿Vas a decirlo?

Felicity palidece.

—No estoy segura a qué te refieres —contesta.

—¡Debes contestar sinceramente! —sisea el hada.

El corazón habla de nuevo.

—¿Tendré que decir cuál es tu miedo?

Felicity se muestra vacilante, desconozco qué puede asustarla tanto.

—Temes reconocer quién eres en realidad. Temes que los demás lo averigüen.

—Muy bien. Ya lo has dicho; ahora déjame pasar —ordena Felicity.

La puerta se abre una vez más.

Las otras se turnan para entrar. Confiesan sus anhelos y miedos de una en una: casarse con un príncipe, quedarse sola; un hogar encantador con flores en el camino de entrada, la oscuridad; un banquete interminable, el hambre. Pippa admite que teme perder su belleza. Cuando declara su deseo me mira a mí.

—Me gustaría volver.

Y la puerta se abre de par en par.

Ann está tan avergonzada que habla entre susurros hasta que la entrada le pide que hable más alto.

—Todo. Me da miedo todo —dice, y el corazón suspira.

—Puedes pasar —informa.

Al final me toca a mí. El corazón late con fuerza, anticipándose. El mío palpita con la misma intensidad.

—¿Y tú? ¿Cuál es tu mayor miedo?

Circe me advirtió de que debía responder con honestidad, pero no sé qué decir. Temo que mi padre no se cure. Temo no importarle a Kartik, y también temo que lo haga. Me da miedo no ser hermosa, ni querida, ni que me quieran. Temo perder la magia que he llegado a querer, que me convierta en una persona normal y corriente. Temo tantas cosas que no puedo escoger una.

—¡Vamos! ¡Dilo ya!

La revoloteante criatura pone los brazos en jarras llevada por la impaciencia y me enseña los dientes.

Felicity apoya su pálido rostro en los huesos del otro lado.

—Vamos, Gemma. ¡Sólo di algo!

—¿Cuál es tu miedo? —pregunta la entrada de nuevo.

Un viento frío sopla procedente del otro lado, y me produce escalofríos. Las nubes se revuelven y bullen, grises y negras.

—Temo a las Tierras Invernales —digo con cautela—. Temo lo que pueda encontrarme allí.

El aliento frío de la entrada emite un largo suspiro de satisfacción, como si pudiera oler mi miedo y le complaciera.

—¿Y tu deseo?

No respondo enseguida. El viento cortante me azota las mejillas, me moquea la nariz. El corazón de las Tierras Invernales se impacienta.

—Tu deseo —sisea.

—Yo... no lo sé.

—¡Gemma! —suplica Felicity desde el otro lado.

El hada revolotea rápidamente alrededor de mi cabeza hasta que me mareo. Clava sus uñas en mi hombro.

—¡Díselo! ¡Díselo!

La aparto de un manotazo y me gruñe.

—¡No lo sé! No sé lo que quiero, pero me gustaría saberlo. Y ésa es la respuesta más sincera que puedo dar.

El corazón late más rápido. La puerta vibra y gime. Temo haberla enojado. Me echo hacia atrás. Sin embargo, la puerta se abre con un chirrido, el fuerte viento hace entrechocar los huesos.

Felicity sonríe abiertamente y me tiende una mano.

—¡Vámonos de aquí antes de que cambie de opinión!

Mi pie se queda suspendido en el aire cerca de la entrada y luego desciende hasta la tierra rocosa del otro lado. Ya estoy en las Tierras Invernales. Aquí no hay flores. Ni árboles verdes. Hay arena negra y rocas, casi todas cubiertas de nieve y hielo. El viento ulula y aúlla en las cimas de los acantilados y me lacera las mejillas. Un gran rastro de nubes oscuras se desplaza por el horizonte. Pequeñas bocanadas de humo se elevan para unirse a ellas, creando una neblina vaporosa que lo cubre todo de una fina pátina gris. Percibo algo en este lugar, una profunda soledad que reconozco como propia.

—¡Por aquí!

El hada pugna por que la sigamos hasta las montañas escarpadas, picadas de hielo, que vigilan el horizonte.

A medida que avanzamos, nuestros pies dejan débiles huellas en la arena negra.

—Qué tierra tan melancólica —dice Ann.

Es yerma y lúgubre, pero de una belleza extraña e hipnótica.

No se ve ni un alma en kilómetros, hasta donde nos alcanza la vista. Es espeluznante, como un pueblo abandonado. Por unos instantes, creo ver a unas pálidas criaturas que nos observan a lo lejos. Pero cuando las alumbro con la antorcha, desaparecen, un espejismo de la neblina y el frío.

Escucho los sonidos del agua. Un estrecho desfiladero corta los acantilados y un río lo recorre. Circe dijo que siguiéramos el río, aunque eso nos llevaría a una muerte segura. La corriente es feroz y el camino a ambos lados del mismo no parece ser más ancho que nuestros pies.

—¿Hay otro camino? —pregunto al hada.

—No que yo sepa —contesta.

—Dijiste que serías nuestra guía —refunfuña Felicity.

—No lo sé todo, chica mortal —espeta Alas Doradas.

Avanzamos con precaución entre las rocas, procurando no resbalar con las placas de hielo vidrioso que reflejan nuestros pálidos rostros como espejos fantasmales. Cojo a Wendy de la mano y la ayudo a avanzar.

—¡Mirad! —grita Ann—. Por allí.

Una nave imponente flota entre la neblina y avanza lentamente hacia la arena negra de la orilla. La embarcación es larga y estrecha y sus remos sobresalen de los agujeros que tiene a ambos lados. Me recuerda a un barco vikingo.

—¡Estamos salvadas! —grita Pippa.

Se levanta las faldas y echa a correr hacia el barco. Las chicas de la fábrica la siguen. Agarro a Felicity del brazo.

—Espera un momento. ¿De dónde ha salido esa nave? ¿Adónde se dirige? —pregunto al hada.

—Si quieres saberlo, tendrás que arriesgarte —responde mostrándome sus dientes afilados.

—Vamos, Gemma —ruega Felicity mientras mira cómo Pippa y las otras chicas se dirigen hacia el barco.

—No nos pasará nada —dice Ann, y me coge la antorcha, dispuesta también ella a echarse a correr.

—Podría ser peligroso para la ciega. —El hada se hace con un mechón de cabello de Wendy y se lo lleva a la nariz, lo huele y le da un lametón—. Déjala aquí. Yo cuidaré de ella.

Wendy me agarra con fuerza del brazo.

—No pienso hacer tal cosa —digo.

El hada revolotea cerca de mi boca.

—Lo único que hará será retrasar vuestra travesía.

—Creo que me estoy hartando de ti.

Soplo con fuerza y la bestezuela verde brillante se revuelca por el aire. Me maldice cuando me levanto el camisón y echo a correr hacia el bote, arrastrando a Wendy detrás de mí.

—Bien —digo deteniéndome ante la cabeceante embarcación—. A partir de ahora tendremos que valernos por nosotras mismas. Y mantenernos alertas. Podría haber trampas, rastreadores... o algo peor.

—Pero ¿qué hay de tu poder, señorita? —pregunta Mae.

Felicity toma asiento y se pone la espada entre las piernas.

—Precisamente. Sólo lo utilizaremos si son lo bastante estúpidos como para causarnos problemas.

—No sabemos si estoy a la altura de ellos —advierto—. En realidad, no sabemos nada de las Tierras Invernales. No siempre puedo controlar la magia, y no quiero utilizarla excepto en caso de que no haya otra opción.

Observo los rostros solemnes de mis amigas, y de repente me siento muy pequeña. Desearía que fuera otro quien tuviera que sobrellevar esta carga. Es imposible ver con claridad el camino; la neblina se ha asentado con firmeza en el agua, y espero que no zarpemos rumbo a un terrible error.

—¿Preparadas? —pregunta Bessie.

Pone un pie en la embarcación y el otro en el estrecho saliente.

Ann me entrega de nuevo la antorcha. La sujeto a la proa de la nave para que nos ilumine el camino.

—Suelta amarras, Bessie, por favor —respondo.

La muchacha da un fuerte empujón y el barco avanza por el río, alejándose de la seguridad de cualquier puerto. Tomamos posiciones en los remos. Pippa se queda en la proa y se esfuerza por ver entre la neblina. Felicity, Wendy y yo trabajamos con el mismo remo, gruñendo por el esfuerzo. El peso del agua nos hace difícil moverlo, pero enseguida lo hacemos avanzar por el río. La niebla se disipa, y nos maravillamos ante las enormes masas de rocas brillantes que se elevan a cada lado de nosotras, como las enormes manos desgastadas de un dios olvidado.

El único color de este inhóspito paisaje procede de las pinturas primitivas que se extienden a lo largo del interior de los acantilados. El barco pasa por delante de imágenes de espectros terroríficos, sus capas se despliegan para mostrar las almas que han devorado. Las ninfas de agua rasgan la piel de una víctima encadenada a una roca. Los Guerreros Amapola, ataviados con los jirones de sus túnicas de caballeros y sus cotas de malla oxidadas. Pájaros negros vuelan en círculos sobre los campos de batalla. Alguien parecido a Amar nos mira fijamente desde lo alto de la roca —el mismo caballo blanco y el espantoso casco— y desearía no haberlo visto. Hay tantos dibujos, una historia entera, que no puedo aprehenderla por completo. Sin embargo, una imagen capta mi atención; muestra a una mujer de pie ante un árbol impresionante, con los brazos extendidos para saludarlo. La neblina se espesa de nuevo y ya no puedo ver nada más.

—¡Hay algo ahí delante! —grita Pippa—. ¡Avanzad más despacio!

—No soy... un marino... ni un... pirata —jadea Ann mientras rema.

Nos removemos desde nuestros tablones para ver qué puede ser eso. Una vasta formación rocosa aparece ante el desfiladero. Tiene dos agujeros en la cima y otro muy ancho en la base, como un rostro chillando.

—¡Dirigíos hacia la boca! —grita Pippa por encima del torrente del agua.

Con un estrépito, el barco choca contra un repentino desnivel y una corriente más rápida nos lleva consigo. Mercy chilla cuando una ola golpea uno de los laterales de la embarcación. Bien poco podemos hacer contra la violenta marea. La nave se balancea y gira hasta marearnos.

—¡Vamos a estrellarnos! —exclama Pippa—. ¡Cuidado!

—¡Tenemos que remar hacia allí! —chilla Felicity.

—¡Estás loca! Tenemos que detenerlo... —digo.

El agua me salpica. Huele a sulfuro.

—Soy la hija de un almirante ¡y digo que tenemos que remar hacia allí! —ladra Felicity como si fuera un comandante.

—¡Nos estamos acercando demasiado! —grita Pippa—. ¡Haced algo!

—Ya has oído a Felicity... ¡remad hacia allí! —chillo—. Con todas vuestras fuerzas. ¡No os entretengáis!

Empujamos tan fuerte como podemos, y me sorprende la energía de nuestros brazos y corazones. Remamos al unísono y, de inmediato, somos capaces de enderezar la embarcación y dirigirnos a la estrecha boca del elevado desfiladero. Cuatro golpes de remo más y habremos llegado. El río se calma, y nos conduce corriente abajo, hacia las Tierras Invernales.

Gritamos de júbilo por haber vencido al río y, como no hay nada que pueda contener nuestro arrebato, los vítores resuenan durante un minuto.

—¡Oh, mirad! —exclama Pippa.

Una luz de colores ondea en el triste cielo. Las nubes oscuras dan paso a espirales de color púrpura e índigo, rosa y dorado. Incluso hay estrellas. Son muchas las que pasan fugaces por los cielos y caen. Es enorme. Me siento pequeña e insignificante y, sin embargo, más importante de lo que me he sentido jamás.

—Es precioso —digo.

Pippa extiende los brazos.

—Y pensar que nos podríamos haber perdido esto.

—Todavía no hemos vuelto —le advierto.

Las ninfas de agua ondulan bajo la superficie del río los arcos suaves y redondeados de sus espaldas plateadas y fisgonean a través del agua como un reflejo del cielo estrellado que hay en lo alto.

—¡Oh! ¿Qué es eso? ¿Sirenas? —pregunta Mae, observando las profundidades del agua para intentar ver algo.

Ann la aparta del borde del barco.

—Será mejor que no lo averigües.

—Pero ¡son preciosas! —exclama Mae mientras extiende una mano hacia el agua.

—¿No sabes cómo conservan su hermosura? Te arrancan la piel y se lavan con ella —anuncia Ann.

—¡Caray!

Con una expresión de horror, Mae retira la mano de inmediato y agarra su remo.

El río vira hacia una curva. La niebla lo envuelve de nuevo, tan espesa y blanca como las nubes. El barco recala junto a una parcela de orilla helada.

—¿Puedes ver algo? —pregunta Pippa, con una mano a modo de visera sobre los ojos oteando entre la bruma.

—Nada —responde Bessie, quien sujeta con fuerza su palo.

—Cualquier cosa puede estar ahí fuera, esperando —dice Ann en voz baja.

El barco no va a seguir adelante. Parece haber decidido nuestro destino por nosotras. Una pasarela desciende y nos precipitamos por ella. La nave se adentra en el manto de niebla y se aleja.

—¿Vamos a seguir? —pregunta Mae—. ¿O vamos a volver?

Bessie le propina una palmada en el brazo.

—¡Ni hablar! Vamos a seguir.

Aquí la niebla es más densa; el paisaje es fantasmagórico. Caminamos por un bosque inhóspito con árboles semejantes a espectros raquíticos. Por doquier, sus ramas nudosas penetran en la neblina. Reina el silencio. No se escucha nada más que la cadencia irregular de nuestra respiración.

Algo me roza el hombro y me hace gritar. Me giro en redondo pero no veo nada. Lo siento de nuevo. Encima de mí. Alzo la mirada y veo un pie desnudo balancearse.

—¡Oh, Dios! —jadeo.

El cuerpo de una mujer cuelga de una rama. Unas ramitas puntiagudas se ciñen alrededor de su cuello para sujetarla al árbol. Su piel ha adquirido la tonalidad marrón grisácea de la corteza, y las uñas de los dedos están curvadas y amarillas. Tiene los ojos cerrados, y me alegro de ello.

Pero no es ella la única. Ahora los veo a través de la niebla, a nuestro alrededor. Los cadáveres cuelgan de los árboles como fruta espantosa. Una cosecha atroz.

—Ge-Gemma —susurra Ann.

Tiene los ojos abiertos como platos y puedo sentir el grito que intenta contener, que todas contenemos.

Pippa contempla los cadáveres con una mezcla de revulsión y lástima.

—No soy como ellos, no lo soy —dice echándose a llorar.

Felicity la aleja de ahí.

—Por supuesto que no.

—Quiero volver. A Spence. A la vida. No puedo seguir aquí. ¡No puedo!

Pippa está al borde de la histeria. Fee le acaricia el pelo; intenta consolarla con confidencias entre susurros.

—Aquí es donde los devoradores de muertos nos hubieran traído de no ser por la señorita Pippa —dice Bessie.

De un tirón, arranca un trozo de tela mugrienta del dobladillo de un cadáver, lo lía alrededor de su palo, y se lo entrega a Ann.

—Enciéndelo para que podamos ver. A mí no me gusta el fuego.

Ann saca unas cerillas del interior de su vestido. Descarta cuatro por inservibles.

—Se deben de haber mojado en el barco.

Bessie se muestra inflexible.

—No pienso moverme de aquí sin una antorcha.

Pongo una mano en el palo y dejo que la magia obre en consecuencia. La antorcha se enciende.

Siento repulsión; no obstante, tengo que saberlo, así que extiendo una mano hacia los brazos colgantes de uno de los cuerpos. Toco su fría y dura mano y, a pesar de mi miedo, dejo escapar la magia. El cadáver se estremece y salto hacia atrás.

—Gemma... —jadea Ann.

Una ráfaga de viento sacude los cadáveres en los árboles con tanta fuerza como si fueran hojas. Sus ojos se abren de repente, negros como la brea e inyectados en sangre. Un coro atroz de gritos estridentes y gemidos y gruñidos graves y enervados procedente de las bestias despiertas de repente se alza en el bosque, aúlla en nuestros oídos. Y, bajo todo ello, escucho un estribillo terrible arañando mi alma: «Sacrificio, sacrificio, sacrificio...».

—Gemma, ¿qué has hecho? —se lamenta Ann.

—¡Regresemos! —grito.

Apenas hemos dado unos cuantos pasos cuando el sendero desaparece bajo nuestros pies.

—¿Por dónde? —chilla Mercy, corriendo en círculos.

Wendy tropieza hacia adelante; sus brazos se mueven frenéticos al sentir el espacio vacío.

—¡No me dejes, Mercy!

—¡No lo sé! —exclamo.

Circe me aconsejó que no abandonara el cauce del río, pero no me dijo nada de esto. Puede que me mintiera o que no lo supiera. De todas formas, estamos solas, sin ayuda.

De repente, una voz surge del estrépito, calma y clara.

—Por aquí. Rápido...

Un sendero de luz aparece en la hierba congelada y el hielo.

—¡Vamos! ¡Por aquí! —les digo.

Con la antorcha en alto, me precipito hacia los árboles para seguir el débil rastro de luz. Los cadáveres nos cocean y nos agarran; lo único que puedo hacer es no ponerme a gritar. Un hombre coge a Pippa y la espada de Felicity actúa con rapidez. Su mano amputada sale volando y el hombre aúlla enfurecido.

También yo quisiera gritar, pero es como si el miedo me hubiera dejado muda.

—¡Vamos! —grazno cuando por fin encuentro un hilo de voz con que hablar.

Conmino a mis amigas a seguir adelante y a correr detrás de mí, mirando fijamente a sus espaldas, sin preocuparse de mirar a izquierda o derecha, donde esas cosas horribles cuelgan de los árboles.

Al fin llegamos a la linde de los espantosos bosques. El estruendo se acalla hasta convertirse primero en un gemido y después en nada, como si todos ellos hubieran caído de nuevo en el mismo sueño.

Nos damos un respiro, apoyándonos las unas en las otras y llenando los pulmones de aire frío.

—¿Qué eran esas cosas? —logra preguntar Pippa entre jadeos.

—No lo sé —digo resollando—. Puede que fueran los muertos. Almas atrapadas aquí.

Mercy niega con la cabeza.

—No eran como nosotras. No tenían almas que abandonar. Al menos eso espero.

Bessie señala hacia adelante.

—¿Cómo vamos a pasar por ahí?

Un muro de piedra negra y hielo tan alto como ancho bloquea el camino. Por cuanto veo no creo que podamos rodearlo.

El viento susurra de nuevo:

—Mirad de cerca...

En la base del gigantesco acantilado hay un túnel decorado con harapos veteados de sangre.

—Seguid... —conmina el viento.

—¿Habéis oído eso? —pregunto para asegurarme.

Felicity asiente.

—Ha dicho que sigamos.

—¿Que sigamos hacia dónde? —pregunta Ann mientras trata de ver sin esforzarse mucho en el interior del túnel oscuro.

Ninguna hace ademán de dar un paso adelante. Nadie quiere ser la primera en apartar los harapos repulsivos ni atravesar esa estrecha grieta.

—Hemos llegado hasta aquí —dice Pippa—, ¿y ahora queréis deteneros? ¿Mae? ¿Bessie?

Mae retrocede. Bessie apoya el peso del cuerpo en un pie y en otro.

—Está un poco oscuro, ¿no? —dice Mae.

—Creo que deberíamos volver —susurra Wendy—. El Señor Darcy debe de estar hambriento.

—¿Quieres dejar de hablar de ese conejo? —ladra Bessie. Me mira y asiente—. Ha sido idea tuya, ¿no? La de buscar ese árbol. Pues entonces se supone que eres tú quien tiene que ir delante.

Un viento fétido eleva los harapos hacia nosotras. El túnel es como una noche sin estrellas. No hay forma de saber lo que nos espera ahí dentro, y ya hemos tenido una horrible sorpresa. Sin embargo, Bessie tiene razón. Debería ir la primera.

—De acuerdo —contesto—. Vamos a entrar. No os separéis de mí. En cuanto os diga, salid corriendo tan deprisa como podáis.

Wendy logra ponerse detrás de mí y se cuelga de mi manga.

—¿Está muy oscuro, señorita?

Resulta un tanto extraño que tema a la oscuridad cuando no puede ver, pero supongo que es el tipo de miedo que se experimenta en el alma.

—No te preocupes, Wendy. Yo iré primera. Mercy irá delante de ti, ¿verdad?

Mercy asiente y coge a Wendy de la mano.

—Sí. Cógeme fuerte, cielo.

El corazón me martillea en el pecho. Doy un paso hacia adelante. El túnel es estrecho. No puedo mantenerme erguida, así que tengo que avanzar encorvada.

—Cuidado con la cabeza —grito hacia atrás.

Mis manos buscan el camino. Las paredes están frías y húmedas y, durante unos instantes, temo hallarme en la boca de alguna bestia gigantesca y, de repente, me pongo a tiritar y estoy a punto de gritar.

—¿Gemma? —oigo la voz de Fee.

La oscuridad me impide saber dónde está. Su voz suena a kilómetros de distancia y, sin embargo, sé que está cerca.

—S-sí —consigo decir—. Seguid avanzando.

Rezo por que pasemos al otro lado rápidamente, pero el túnel parece no acabar nunca. Oigo un débil murmullo bajo la roca. Suena como el siseo de una serpiente, lleno de eses, aunque juraría haber escuchado la palabra «sacrificio» y, una vez, «salvadnos». Dejo de oír las pisadas de mis amigas y me asusto hasta que, al fin, diviso un tenue rayo de luz. Hay una abertura delante de mí. Me siento completamente aliviada al adentrarme en el estrecho hueco seguida por mis amigas.

Pip se limpia la mugre del rostro en una manga.

—Qué túnel tan horroroso. Tenía el aliento caliente de una cosa asquerosa en la nuca.

—Era yo —confiesa Ann.

—¿Dónde estamos? —pregunta Felicity.

Hemos salido ante un brezal azotado por el viento y rodeado por cimas pedregosas. Empieza a caer una nieve ligera. Los copos se nos pegan a las pestañas y al pelo. Wendy levanta la cabeza como si la nieve fuera una bendición.

—Oh, qué bonito —murmura.

Nubes oscuras y pesadas se aposentan sobre los acantilados. Nítidas vetas de luz se dan impulso contra ellas, y se oye un trueno. A través del fino velo de nieve, lo veo: un anciano y desgastado fresno, grueso como diez hombres y tan alto como una casa, se eleva majestuoso de una parcela de tierra cubierta de hierba verde. Sus múltiples ramas se extienden en todas las direcciones. Es algo imponente; no puedo apartar la vista de él. Sé que se trata del árbol de mis sueños. Eso es lo que Wilhelmina Wyatt quería que encontrara.

—El Árbol de Todas las Almas —digo sobrecogida—. Lo hemos encontrado.

La nieve me cae con fuerza en la cara pero no me importa. La magia canturrea dentro de mí como si hablara. El sonido envuelve todas y cada una de mis articulaciones; bombea en mi sangre con un nuevo estribillo que aún no puedo cantar, aunque desearía poder hacerlo.

—Al fin habéis venido —murmura tan dulcemente como si sonara la canción de cuna de una madre—. Acercaos. Tocadme y veréis...

Fragmentos de relámpagos rasgan el cielo a nuestro alrededor. Este lugar posee una gran energía y quiero ser parte de ella. También mis amigas lo notan. Lo veo en sus rostros. Ponemos las manos en la vieja corteza del árbol. Mis manos perciben su aspereza. El corazón me late más deprisa. Mi cuerpo experimenta una sacudida al sentir esta nueva energía. Abrumada, caigo al suelo.

Ella está ante mí, bañada por una suave luz, la he reconocido al instante. El cabello blanco. Los ojos azules. Su vestido de colores. El mundo se aleja hasta que sólo nos quedamos las dos despidiendo un brillo ardiente en esta tierra salvaje.

Sólo Eugenia Spence y yo.