72

 

 

 

HA LLEGADO EL CARRUAJE QUE NOS LLEVARÁ AL PALACIO DE Saint James. Ni siquiera esta noche nuestra ama de llaves puede ocultar su excitación. Por primera vez me mira a mí en lugar de dirigir su mirada a mi alrededor.

—Está realmente preciosa, señorita.

—Gracias —digo.

La costurera acaba de dar los últimos toques a mi vestido. Luzco un recogido en lo alto de la cabeza, coronado con una tiara y tres plumas de avestruz. Llevo unos guantes blancos y largos que me llegan hasta la parte superior de los brazos. Y mi padre me ha regalado mis primeros diamantes auténticos, engastados en una delicada gargantilla que brilla contra mi piel como gotas de rocío.

—Preciosa, preciosa —no deja de decir la abuela hasta que le presentan la factura, momento en que sus ojos se agrandan—. ¿Cómo diantres consentí en que tuviera todas esas rosas y abalorios? Se me debe de haber ido la cabeza.

Tom me da un beso en la mejilla.

—Estás maravillosa, Gem. ¿Estás preparada para emprender ese largo camino?

Asiento.

—Eso creo. Y eso espero.

Tengo mariposas en el estómago.

Padre me ofrece su brazo. Aún está delicado de salud, pero se muestra encantador.

—La señorita Gemma Doyle de Belgravia, supongo.

—Sí —contesto y deposito una mano en la suya, con el brazo en el ángulo apropiado respecto a mi cuerpo, como me han enseñado—. Si usted lo dice...

Guardamos nuestro turno en el cortejo, con las otras jóvenes y sus padres. Estamos nerviosas como pimpollos. La una se cerciora de que la cola de su vestido no es ofensivamente larga. La otra se agarra tan fuerte al brazo de su padre que temo que lo deje inútil. Aún no he visto a Felicity pero me gustaría hacerlo. Estiramos el cuello para atisbar a la reina sentada en su trono. El corazón me late muy deprisa. «Tranquila, Gemma, tranquila. Respira.»

Avanzamos unos atroces centímetros, el cortesano llama a las chicas por su nombre de una en una a lo largo del cortejo. Una joven se tambalea levemente al hacer su reverencia y la anécdota corre de boca en boca a lo largo de la fila entre murmullos aterrorizados. Ninguna de nosotras quiere llamar la atención.

—Valor —dice Padre con un beso.

Espero mi turno de quedarme a solas en la cámara del Palacio de Saint James. Las puertas se abren. Al final de una larga alfombra roja se halla sentada la mujer más importante del mundo, Su Majestad, la reina Victoria. Sus sedas negras y su encaje blanco le confieren un aspecto severo. No obstante, su corona brilla con tanta intensidad que no puedo apartar la vista de ella. Voy a ser presentada ante la reina Victoria. Procederé ante ella como una joven y regresaré como una mujer. Tal es el poder de esta ceremonia.

Me siento como si me fuera a desmayar. Oh, voy a enfermar. «Tonterías y naderías, Gemma. Te has enfrentado a cosas peores. Mantente erguida. Espalda recta, barbilla levantada. No es más que una mujer.» Por supuesto que lo es —una mujer que resulta ser la reina y que tiene mi futuro en sus sarmentosas manos—. Voy a enfermar. Lo sé. Caeré de bruces y viviré el resto de mis días, desgraciados y extraños, en una ermita del sur de Inglaterra, acompañada por catorce gatos de diferentes tamaños y color. Y cuando sea vieja y me atreva a salir, aún escucharé a la gente murmurar: «Por ahí va... la que se cayó...».

El cortesano pronuncia mi nombre en voz alta y clara:

—¡Señorita Gemma Doyle!

Emprendo el recorrido más largo de mi vida. Contengo la respiración mientras avanzo por el tramo de alfombra, que parece alargarse con cada paso que doy. A lo lejos, Su Majestad parece un monumento solemne de carne y hueso. El parecido con sus retratos resulta asombroso. Por fin llego hasta ella. Es el momento que tanto he deseado y temido. Con toda la elegancia que puedo reunir, desciendo el cuerpo como un suflé que se hunde dentro de sí mismo. Me inclino ante mi reina. No me atrevo ni a respirar. Después noto su palmada firme en mi hombro, conminándome a levantarme. Lentamente, retrocedo ante su presencia y ocupo mi puesto entre las jóvenes que acaban de convertirse en mujeres.

 

 

He hecho lo que se esperaba de mí. He reverenciado a mi reina y he hecho mi presentación en sociedad. Es lo que he ansiado durante años. Así que, ¿por qué me siento tan insatisfecha? Todo el mundo está contento. No tienen ningún problema. Y puede que sea eso: qué terrible es no tener preocupaciones, ni anhelos. No encajo entre ellos. Siento profundamente y quiero demasiado. En cuanto a jaulas, ésta es una dorada, pero no viviré bien ni en ésta ni en ninguna otra, por ese motivo.

De repente, lord Denby se halla a mi lado.

—Felicidades —dice—. Por su presentación en sociedad y por ese otro asunto. Según Fowlson, estuvo magnífica.

—Gracias —contesto mientras doy un sorbito a mi primera copa de champán.

Las burbujas me hacen cosquillas en la nariz.

Lord Denby baja la voz.

—También tengo entendido que ha devuelto la magia a la tierra y que ahora es un recurso del que todos disponen.

—Es cierto.

—¿Y cómo puede estar segura de que ése ha sido el camino correcto, que no acabarán dándole un mal uso? —pregunta.

—No puedo estarlo —respondo.

Su expresión horrorizada es rápidamente reemplazada por una de engreimiento.

—Entonces, ¿por qué no me permite que la ayude en todo esto? Podríamos ser socios en esto; usted y yo, juntos.

Le entrego mi copa medio vacía.

—No. Usted no comprende los fundamentos de una asociación de verdad, señor. Por eso nunca seremos amigos, lord Denby. Al menos, en cuanto a ese punto, sí estoy segura.

—Me gustaría bailar con mi hermana, si me hace el favor, lord Denby —dice Tom con una brillante sonrisa y una mirada heladora.

—Por supuesto, viejo amigo. Aquí tenemos a un buen hombre —dice lord Denby y apura mi copa de champán, que es lo único que obtendrá de mí.

—¿Estás bien? Qué asno más insufrible —me comenta Tom mientras damos una vuelta en la pista de baile—. Y pensar que antes lo admiraba.

—Intenté advertirte —digo.

—¿Va a ser éste uno de esos espantosos momentos «Ya te lo dije»?

—No —prometo—. ¿Y ya has conocido a tu futura esposa?

Tom arquea las cejas.

—He conocido a unas cuantas prometedoras candidatas para el cargo de señora de Thomas Doyle. Por supuesto, tienen que encontrarme encantador y profundamente irresistible. Supongo que no querrás ayudarme en la búsqueda con un poco de...

—Me temo que no. Tendrás que correr el riesgo.

Me hace girar con más fuerza.

—No eres nada divertida, Gemma.

 

 

Entrada la noche, me acerco a mi padre antes de que se escabulla con los otros caballeros en busca de brandy.

—Padre, me gustaría hablar con usted, si me hace el favor. En privado.

Durante unos instantes me mira con recelo, aunque enseguida parece olvidar su aprensión. No recuerda lo sucedido la última vez que tuvimos una charla, la noche de la fiesta de Spence. No he necesitado la magia para borrarle ese recuerdo; se lo ha negado a sí mismo.

Nos hundimos en una salita de estar cuyos cortinajes huelen a humo de puro rancio. Hay unas cuantas cosas de las que podríamos hablar con franqueza en ese momento: su deterioro físico, las batallas que he presenciado, los amigos que he perdido. Pero no hablaremos de nada de ello. Nunca habrá nada más aparte de esto, y supongo que ahora la única diferencia es que lo sé. Tengo que seleccionar mis batallas, y ésta es la única que he elegido.

—Padre —empiezo a decir con voz temblorosa—. Sólo le pido que me deje hablar.

—Ése es un tono un tanto ominoso —dice con un guiño, intentando alegrar mi humor.

Qué fácil sería olvidar todo lo que quiero decir. «Valor, Gemma.»

—Le estoy muy agradecida por esta velada. Gracias.

—De nada, querida mía...

—Sí, gracias... pero no asistiré a ninguna otra fiesta. No deseo continuar con la temporada social.

Las cejas de mi padre se unen consternadas.

—¿No? ¿Y por qué? ¿Acaso no se te ha dado lo mejor de lo mejor?

—Sí, y estoy muy agradecida por todo ello —respondo con el corazón martilleándome en las costillas.

—Entonces, ¿qué es esa tontería?

—Lo sé. Carece de sentido. Apenas soy capaz de entenderlo yo misma.

—Entonces será mejor que hablemos de ello otro día —dice y hace ademán de levantarse.

En cuanto lo haga la conversación habrá concluido. No habrá otro día. Lo sé. Lo conozco.

Pongo una mano en la suya.

—Por favor, papá. Usted dijo que me dejaría hablar.

Se sienta a regañadientes, pero ya ha perdido todo interés. Mueve nerviosamente su reloj. Tengo poco tiempo para exponer mi caso. Podría sentarme a sus pies como cuando era pequeña, dejar que me acariciara el pelo. Antes nos resultaba reconfortante. Pero ahora no hay tiempo para eso, y ya no soy una niña. Cojo la silla que hay enfrente de él.

—Lo que quiero decir es que no imagino esta vida para mí. Fiestas y bailes interminables, cotilleos... No quiero pasarme los días encogiéndome para caber en este mundo estrecho. No puedo hablar con su bocado en mi boca.

—Los miras con malos ojos.

—No deseo lastimar a nadie.

Padre suspira, irritado.

—No te entiendo.

Se abre una puerta. La música y las charlas del baile importunan nuestro silencio hasta que, afortunadamente, la puerta vuelve a cerrarse y la fiesta se convierte en un murmullo al otro lado de la misma. Las lágrimas me escuecen los ojos. Trago saliva.

—No le pido que lo entienda, Padre. Le pido que lo acepte.

—Aceptar qué.

«A mí. Aceptarme a mí, papá.»

—Mi decisión de vivir mi propia vida como crea conveniente.

El silencio es tan grande que, de repente, quiero retractarme. «Lo siento, sólo ha sido una broma pesada. Me gustaría otro vestido nuevo, por favor.»

Padre carraspea.

—Eso no es tan fácil como haces que parezca.

—Lo sé. Sé que cometeré equivocaciones terribles, Padre...

—El mundo no perdona los errores con tanta rapidez, hija mía.

Su voz suena triste y amarga.

—Pues si el mundo no me perdona —digo en voz baja— tendré que aprender a perdonarme a mí misma.

Asiente comprensivo.

—¿Y cuando te cases? ¿Tienes intención de casarte?

Pienso en Kartik y las lágrimas amenazan con salir a la superficie.

—Conoceré a alguien algún día, como mi madre le conoció a usted.

—Eres muy parecida a ella —dice y, por vez primera, mi rostro no se contrae en una mueca de dolor.

Se levanta y pasea por la habitación con las manos a la espalda. No sé lo que sucederá. ¿Me concederá mi deseo? ¿Me dirá que soy una estúpida e insoportable y me condenará a regresar al salón de baile con sus remolinos de satén y sus abanicos? ¿Es allí adonde pertenezco? ¿Lo lamentaré mañana? Padre está de pie ante el enorme retrato de una dama adusta. Está sentada con las manos en el regazo y una expresión ilegible en el rostro, como si no esperara nada, y es muy probable que acabe por entenderlo.

—¿Te he contado alguna vez la historia del tigre? —pregunta.

—Sí, Padre. Lo ha hecho.

—No te lo conté todo. No te he hablado del día que le disparé.

Recuerdo el día en que estaba en su dormitorio bajo los efectos de la morfina. Creía que no eran más que divagaciones. Ésa no es la historia que conozco, y me asusta conocer el nuevo relato. No espera a que le conteste. Quiere contarlo. Me ha escuchado; ahora me toca a mí escucharle.

—El tigre se había marchado. No volvió a merodear por los alrededores. Pero yo estaba obsesionado. El tigre se nos había acercado mucho, ya lo sabes. Había dejado de sentirme seguro. Contraté al mejor rastreador de Bombay. Lo buscamos durante días y le seguimos la pista hasta las montañas. Lo encontramos bebiendo agua de un pequeño abrevadero. Alzó la vista pero no nos atacó. No sólo no nos prestó atención, sino que siguió bebiendo. «Sahib, vámonos —me dijo el muchacho—. Este tigre no tiene intención de lastimarlo.» Por supuesto, tenía razón. Pero ya habíamos hecho todo ese trayecto. Y tenía un arma en la mano. El tigre estaba ante nosotros. Le apunté, disparé y lo dejé muerto en el acto. Vendí su piel por una fortuna a un hombre en Bombay, y él me dijo que yo era un valiente. Pero no fue el valor lo que me llevó hasta allí; fue el miedo.

Tamborilea los dedos en la repisa de la chimenea ante el retrato del rostro adusto.

—No podía vivir con esa amenaza. No podía vivir sabiendo que el tigre estaba ahí afuera, vagabundeando libremente. Pero tú —dice con una sonrisa triste y orgullosa a la vez—, tú te has enfrentado al tigre y has sobrevivido.

Tiene un acceso de tos, y su pecho sube y baja con el esfuerzo. Se saca un pañuelo del bolsillo y se limpia la boca al instante; después vuelve a guardarse el trozo de tela, para que no vea la mancha con que seguramente lo ha embadurnado.

—Ha llegado el momento de que me enfrente a mi tigre, que lo mire a los ojos y vea quién de los dos sobrevivirá. Regresaré a la India. El futuro es tuyo para que le des forma. Prepararé a tu abuela para el consiguiente escándalo.

—Gracias, papá.

—Sí, bueno —responde—. Y ahora, si no te importa, me gustaría bailar con mi hija con motivo de su presentación en sociedad.

Me ofrece su brazo y se lo acepto.

—Me complacería mucho.

Nos introducimos en el enorme círculo continuo de bailarinas. Algunas abandonan la pista de baile, cansadas pero volátiles; otras acaban de llegar. Están deseosas de lucir su nuevo estatus de damas, que las alardeen por ello y las lisonjeen hasta que ellas mismas se vean con ojos nuevos. Los padres sonríen a sus hijas mientras las consideran flores perfectas necesitadas de su protección, mientras las madres las vigilan desde los márgenes, seguras de que ese momento es obra de ellas. Creamos las ilusiones que necesitamos para seguir adelante. Y, un día, cuando ya no nos deslumbren ni nos reconforten, las derribaremos, ladrillo a ladrillo, aunque sean brillantes, hasta que no nos quede más que la luz reluciente de nuestra honestidad. La luz es liberadora. Necesaria. Terrorífica. Nos quedamos de pie ante ella desnudos y vacíos. Y cuando nuestros ojos no pueden soportarla más, construimos una nueva ilusión que nos proteja de su implacable verdad.

Pero ¡las chicas! Sus ojos arden por el sueño enfebrecido de aquello en lo que pueden convertirse. Se dicen a ellas mismas que esto es el principio de todo. ¿Y quién soy yo para llevarles la contraria?

—¡Gemma! ¡Gemma!

Felicity se abre paso entre la multitud, con su disgustada carabina esforzándose por alcanzarla mientras las matronas nos observan con desaprobación. Sólo ha transcurrido una hora desde su presentación en sociedad y ya los tiene a todos dando vueltas como peonzas. Y, por primera vez en muchos días, sonrío.

—¡Gemma! —dice Felicity al llegar donde estoy. Sus palabras se atropellan las unas a las otras en un torrente de excitación—. ¡Estás preciosa! ¿Qué opinas de mi vestido? Elizabeth se tambaleó un poco al hacer su reverencia, ¿la viste? La reina estaba esplendorosa, ¿verdad? Y yo estaba aterrada. ¿Y tú?

—Del todo —digo—. Creía que iba a desmayarme.

—¿Has recibido el telegrama de Ann? —pregunta Felicity.

Esta misma mañana he recibido un telegrama encantador de Ann para desearme suerte. Rezaba lo siguiente:

 

LOS ENSAYOS SON ESPLÉNDIDOS STOP

EL GAIETY ES EMOCIONANTE STOP

MUCHA SUERTE CON TU REVERENCIA STOP

TUYA ANN BRADSHAW

 

—Sí —contesto—. Debe de haberse gastado su próximo sueldo en él.

—Cuando la temporada finalice, acompañaré a mi madre y a Polly a París, y me quedaré allí.

—¿Y qué hay de Horace Markham? —pregunto recelosa.

—Bueno —empieza a contar—, fui a verlo. Por mí misma. Y le dije que no lo amaba y que no quería casarme con él y que sería la esposa ideal para un pescadero. ¿Y sabes lo que me contestó?

Niego con la cabeza.

—Dijo que tampoco él quería casarse conmigo —dice con los ojos muy abiertos—. ¿Te lo imaginas? Me molestó bastante.

Me río, y es mi primera risa. Me hace sentir rara y estoy a punto de llorar.

—Entonces, París. ¿Qué haréis allí?

—Vamos, Gemma —dice como si yo no supiera nada y nunca fuera a saberlo—. Es el lugar donde viven todos los bohemios. Ahora que ya dispongo de mi herencia, puedo dedicarme a pintar y vivir en una buhardilla. O quizá sea la modelo de un artista —afirma mientras se deleita en lo escandaloso que eso suena. Su voz se convierte en un susurro—. He oído que hay otras chicas como yo. Puede que vuelva a amar.

—Serás el ídolo de París —le digo.

Me brinda su mayor sonrisa.

—¡Vente con nosotras! ¡Podríamos tener una estancia muy divertida todas juntas!

—Creo que me gustaría más ir a Estados Unidos —respondo mientras la idea adquiere forma a medida que hablo—. Iré a Nueva York.

—¡Eso es fantástico!

—Sí —le digo animándome ante la perspectiva—. Lo es, ¿verdad?

Felicity me agarra del brazo con fuerza.

—No sé si te habrás enterado de la noticia, pero te la contaré antes de que nadie lo haga. La señorita Fairchild ha aceptado la propuesta de matrimonio de Simon. Están prometidos.

Asiento.

—Es como tenía que ser. Les deseo mucha felicidad.

—Pues yo les deseo suerte. Recuerda mis palabras, Simon se quedará calvo y engordará como Fezziwig[11] antes de cumplir los treinta —dice, y se echa a reír.

Da comienzo una nueva pieza de baile que extiende una ola de alborozo entre la multitud. La pista se llena cuando una animada melodía reaviva la fiesta. Cogidas de la mano, juntas ante una aglomeración de sedas y flores, Felicity y yo vemos a los bailarines moverse al unísono. Dan vueltas como la tierra sobre su eje, resistiendo a la noche, esperando la llegada del sol.

Felicity me aprieta la mano, y percibo un levísimo indicio de la magia de los reinos que palpita en ella.

—Bueno, Gemma, sobrevivimos.

—Sí —digo devolviéndole el apretón—. Hemos sobrevivido.