III.6. SOBRE GIGANTES Y OTROS ENEMIGOS DE LOS HÉROES DE LA CABALLERÍA
§ 26. DE CÓMO ARQUILEO MATA AL GIGANTE BRAVASÓN, QUIEN HABÍA ACABADO CON LOS CUATRO SAGITARIOS QUE PROTEGÍAN A ARQUISIDEA
Cerca de aquella parte en que Arquisidea estaba, había una ínsula llamada Artadafa, en la cual era señor el más bravo y esquivo jayán que en todas las Islas Orientales se halla, llamado Bravasón. Éste por oídos de la hermosura de Arquisidea, pareciéndole que otro en el mundo no merecía casar con ella sino él, quiso pedirla por mujer; y antes que la pidiese, mostrarle el valor de su persona, para que por él ella holgase de tomarle por marido. Y a esta causa fue así, que como supo que los palacios de Arquisidea guardaban los cuatro sagitarios [180] que os dijimos, pensó él que todos cuatro no le pudieran durar en campo, según su grandeza y valentía; y que para esto él iría a donde Arquisidea estaba diciendo quererla ver; y al que se lo resistiese, llegarlo a la dura muerte y que, muertos los cuatro sagitarios, la emperatriz quedaría d’él tan pagada, [181] que quisiese casar con él; donde no, que su mucha guarda no sería parte de estorbarle a su sola persona de traerla consigo, y que, teniéndola en su poder, muy ligeramente, habría todo el imperio. Y con tal sandez y soberbia, guarneció una nao y vino al valle de Lumberque (que así había nombre el lugar donde Arquisidea estaba); y saliendo solo en tierra con armas tan fuertes, cuales las pedía su grandeza, subió en un caballo tan poderoso con una lanza muy gruesa de grande y limpio hierro, y con un escudo a su cuello, con un imagen como la de Arquisidea en él pintada. Y con mandar a los suyos que atendiesen su mandado, entró por el valle y se puso ante los palacios de Arquisidea, a tiempo que Arquisidea y los pastores eran venidos a aguardar la hora de la música, una hora antes de la postura de el sol. Y dice Galersis que, como el gigante ante ellos pareció, que a mucha priesa se hizo señal de tomar armas, con la cual una hermosa doncella, llamada Platira, Duquesa de Gasten, que era general de la guarda de la emperatriz, en un punto hizo poner toda la guarda en el muro, y al ruido los cuatro espantables sagitarios acudieron con tanta saña, que parecía por las vistas de las celadas lanzar espeso humo; y al gigante no pesó de verlos todos juntos, tanto era su orgullo; los cuales denodadamente para él se vinieron y él para ellos, y con sus fuertes arcos en su escudo lanzaron cuatro flechas, las cuales en el escudo del jayán quedaron metidas. Mas él encontró a uno de los sagitarios con su lanza de tal encuentro, que falseado el escudete [182], que ligero traía por causa del arco, atravesados los pechos lo puso en tierra muerto. Y a esta hora la emperatriz estaba en lo alto de la torre mirando la batalla, con mucho enojo de lo que vía, y a la sazón con los cuchillos desnudos los sagitarios con el jayán se juntaron, y parecía una gran herrería, según los golpes con que su brava batalla se hacía. Arquileo los miraba, pareciéndole las más brava batalla que visto hubiese. Mas mucho le vale al jayán las flacas armas de los sagitarios, que por aprovecharse de los arcos traían, los cuales no pudieron contra su gran valentía, porque antes de media hora, todos tres los puso en tierra, tullidos y muertos, que, como los cuatro sagitarios se vencieron del todo, con un alarido de la guarda de la emperatriz de todas partes de los muros y torres tanto número de flechas sobre el jayán comenzó a llover que, muerto el caballo, en un punto con él vino al suelo, del cual él muy presto saltó y las saetas que daban en él, recudían [183] de sus armas como de una dura peña. Y teniendo por acabado su hecho, para la puerta del palacio se fue; mas antes de ella a Arquileo halló quitado el gabán, en calzas y jubón pastoril, que el escudo y cuchillo de el primer sagitario muerto tenía en sus manos, que, como el jayán llegó, él con tanto esfuerzo como si de todas sus armas estuviera armado, [le dijo]:
—¡Tente bestia mala descomedida, que no tienes tan ligera la entrada como piensas!
Y diole de las manos con el pomo y escudo juntamente, con tanta fuerza que una pieza para tras le hizo ir; y cayera si una mano en el suelo no pusiera, dejando a la emperatriz y a todas las de su guarda espantadas, que por no matar a Arquileo, no osaban tirar con los arcos. De el jayán os digo que con mucha saña diciendo: Vil, chica y miserable cosa, aguarda, que, si aguardares, tú pagarás tu locura y sobrado atrevimiento, el cuchillo alto fue para él, pensando de hacerlo dos partes. Mas Arquileo, como no era nuevo en aquel menester, y en la ligereza no tuviese par, salta al través como una onza, hurtándole el golpe que fue tal que el cuchillo hasta la mitad por el suelo fue soterrado. [184] Y como él vio el jayán detenerse un poco por lo sacar, soltó el escudo, que en la siniestra tenía, y con ambas manos le hirió con el cuchillo en un muslo con tanta fuerza, que con el peso de el cuchillo no prestó armadura que tuviese para que toda la pierna por cima la rodilla no fuese cortada, cayendo el jayán, que pareció una torre dando un doloroso bramido, quedando el cuchillo metido por tierra; y con la gran caída que dio, el yelmo se le cayó de la cabeza, que, aún no le fue quitado, cuando Arquileo de otro golpe en la garganta le hirió así que la [ca]beza le hizo rodar gran pieza, con tanto gozo y espanto de la emperatriz y todas sus mujeres, cuanto de parecerles que no fueran parte para resistir al jayán todas debían tener por lo ver muerto. La emperatriz llamó luego a su general Platira, y díjole:
—Duquesa Platira, ve luego y trae aquí al pastor Arquileo para darle las gracias y mercedes, que merece por tal servicio, pues no menos que de mi estado hoy me ha hecho.
Luego la duquesa bajó abajo y halló a Arquileo que lo tenía rodeado Sarpentarea y toda su escuadra, con otras más de ciento de la guarda, todas las espadas desnudas y blandiéndolas en torno d’él con grande alegría. Y él tenía la cabeza del jayán muy espantable en la punta del gran cuchillo puesta por la garganta arrimado sobre su pecho derecho, levantada en alto que, como la duquesa llegó, y le dio el mandado de la emperatriz, teniendo por mayor gloria tal favor que la del grande y hazañoso hecho que en su vida hizo, la duquesa tomó por la mano y lo llevó por los grandes y hermosos palacios. Y al tiempo que el hermoso rostro de Apolo quería acabar su jornada con hermosas reverberaciones [185] en las nubes occidentales, Arquileo fue puesto ante Arquisidea de rodillas y con tanta hermosura cuanta la gloria presente en la suya, con la postura del sol acrecentaba, que, como la emperatriz lo vio, con semejante gloria puesto ante ella, el corazón le dio tal vuelta en el pecho, con tal novedad de su vista, llagado cual se conociera en su hermoso rostro si el antifaz no encubriera lo que ella tanto con la presunción de su grandeza procuró encubrir, como adelante se dirá. (Feliciano de Silva, Florisel de Niquea, parte IV [1551], cap. 15).
§ 27. DE CÓMO EL MAESTRO ELISABAD LE CUENTA A AMADÍS DE GAULA (TRANSFORMADO EN EL CABALLERO DEL ENANO) EL ORIGEN DEL MONSTRUO ENDIABLADO CONOCIDO COMO ENDRIAGO
El maestro, que no menos turbado que ellos era, esforzado por el Caballero del Enano, temblando sus carnes, turbada la palabra, con mucha gravedad y temor contó al caballero lo que saber quería, diciendo así:
—Señor Caballero del Enano, sabed que d’esta ínsola a que aportados somos fue señor un gigante, Bandaguido llamado, el cual con su braveza grande y esquiveza [186] fizo sus tributarios [187] a todos los más gigantes que con él comarcaban. [188] Éste fue casado con una giganta mansa de buena condición; y tanto cuanto el marido con su maldad de enojo y crueza facía a los cristianos matándolos y destruyéndolos, ella con pi[e]dad los reparaba cada que podía. En esta dueña hubo Bandaguido una fija que, después que en talle de doncella fue llegada, tanto la natura la ornó y acrecentó en hermosura, que en gran parte del mundo otra mujer de su grandeza ni sangre que su igual fuese no se podía hallar. Mas como la gran hermosura sea luego junta con la vanagloria, y la vanagloria con el pecado, viéndose esta doncella tan graciosa y lozana, y tan apuesta y digna de ser amada de todos, y [que] ninguno por la braveza del padre no la osara emprender, tomó por remedio postrimero amar de amor feo y muy desleal a su padre; así que muchas veces, siendo levantada la madre de cabe su marido, la hija veniendo allí, mostrándole mucho amor, burlando, riendo con él, lo abrazaba y besaba. El padre luego al comienzo aquello tomaba con aquel amor que de padre a fija se debía, pero la muy gran continuación y la gran fermosura demasiada suya, y la muy poca conciencia y virtud del padre dieron causa que, sentido por él a qué tiraba [189] el pensamiento de la fija, que aquel malo y feo deseo d’ella hubiese efecto. De donde debemos tomar ejemplo que ningún hombre en esta vida tenga tanta confianza de sí mismo que deje de esquivar y apartar la conversación y contratación, no solamente de las parientas y hermanas, mas de sus propias fijas; porque esta mala pasión venida en él, extremo de su natural encendimiento, pocas veces el juicio, la conciencia, el temor son bastantes de le poner tal freno con que la retraer puedan. D’este pecado tan feo e yerro tan grande se causó luego otro mayor, así como acaece aquellos que, olvidando la piedad de Dios y siguiendo la voluntad del enemigo malo, quieren con un gran mal remediar otro, no conoci[en]do que la melecina verdadera del pecado es el arrepentimiento verdadero y la penitencia, que le face ser perdonado de aquel alto Señor que por semejantes yerros se puso, después de muchos tormentos, en la cruz, donde como hombre verdadero murió y fue como verdadero Dios resucitado; que siendo este malaventurado padre en el amor de su hija encendido, y ella así mesmo en el suyo, porque más sin empacho el su mal deseo pudiesen gozar, pensaron de matar aquella noble dueña, su mujer d’él y madre d’ella. Seyendo el gigante avisado de sus falsos ídolos, en quien él adoraba, que, si con su fija casase, sería engendrado una tal cosa en ella, la más brava y fuerte que en el mundo se podría fallar; y poniéndolo por obra, aquella malaventurada fija que su madre más que a sí mesma amaba, andando por una huerta con ella hablando, fingiendo la fija ver en un pozo una cosa extraña y llamando a la madre que lo viese, diole de las manos y, echándola a lo hondo, en poco espacio ahogada fue. Ella dio voces diciendo que su madre cayera en el pozo. Allí acudieron todos los hombres y el gigante, que el engaño sabía; y como vieron la señora, que muy amada de todos ellos era, muerta, hicieron grandes llantos. Mas el gigante les dijo: «No fagáis duelo, que esto los dioses lo han querido, e yo tomaré mujer en quien será engendrado tal persona por donde todos seremos muy temidos y enseñoreados sobre aquellos que mal nos quieren». Todos callaron con miedo del gigante y no osaron facer otra cosa. Y luego ese día públicamente ante todos tomó por mujer a su fija Bandaguida, en la cual aquella malaventurada noche fue engendrado una animalia [190] por ordenanza de los diablos, en quien ella y su padre y marido creían, de la forma que aquí oiréis. Tenía el cuerpo y el rostro cubierto de pelo, y encima había conchas sobrepuestas unas sobre otras tan fuertes, que ninguna arma las podía pasar, y las piernas y pies eran muy gruesos y recios; y encima de los hombros había alas tan grandes, que fasta los pies le cubrían, y no de péndolas, [191] mas de un cuero negro como la pez, luciente, velloso, tan fuerte que ninguna arma las podía empecer, [192] con las cuales s[e] cubría como lo ficiese un hombre con un escudo. Y debajo d’ellas le salían brazos muy fuertes así como de león, todos cubiertos de conchas, más menudas que las del cuerpo, y las manos había de fechura de águila con cinco dedos, y las uñas tan fuertes y tan grandes, que en el mundo podía ser cosa tan fuerte que entre ellas entrase que luego no fuese desfecha. Dientes tenía dos en cada una de las quijadas, tan fuertes y tan largos, que de la boca un codo le salían; y los ojos, grandes y redondos, muy bermejos, como brasas, así que de muy lueñe, [193] siendo de noche, eran vistos y todas las gentes huían d’él. Saltaba y corría tan ligero, que no había venado que por pies se le pudiese escapar; comía y bebía pocas veces, y algunos tiempos, ningunas, que no sentía en ello pena ninguna. Toda su holganza era matar hombres y las otras animalias vivas, y cuando fallaba leones y osos que algo se le defendían, tornaba muy sañudo, y echaba por sus narices un humo tan espantable, que semejaba [194] llamas de fuego, y daba unas voces roncas espantosas de oír, así que todas las cosas vivas huían ant’él como ante la muerte. Olía tan mal, que no había cosa que no emponzoñase; era tan espantoso cuando sacudía las concha unas con otras, y hacía crujir los dientes y las alas, que no parecía sino que la tierra facía estremecer. Tal es esta animalia, Endriago llamado como vos digo, —dijo el maestro Elisabad—. Y aún más vos digo: que la fuerza grande del pecado del gigante y de su fija causó que en él entrase el enemigo malo, que mucho en su fuerza y crueza [195] acrecienta.
Mucho fue maravillado el Caballero de la Verde Espada d’esto qu’el maestro le contó de aquel diablo, Endriago, llamado, nacido de hombre y de mujer; y la otra gente, muy espantados; mas el caballero le dijo:
—Maestro, ¿pues cómo cosa tan desemejada pudo ser nacida de cuerpo de mujer?
—Yo vos lo diré, —dijo el maestro—, según se falla en un libro que el Emperador de Constantinopla tiene, cuya fue esta ínsola, y hala perdido porque su poder no basta para matar este diablo. Sabe[d], —dijo el maestro—, que, sintiéndose preñada aquella Bandaguida, lo dijo al gigante, y él hubo d’ello mucho placer, porque v[e]ía ser verdad lo que sus dioses le dijeran, y así creía que sería lo ál. Y dijo que eran menester tres o cuatro amas para lo que pariese, pues que había de ser la más fuerte cosa que hubiese en el mundo. Pues creciendo aquella mala criatura en el vientre de la madre, como era fechura [196] y obra del diablo, hacíala adolecer [197] muchas veces, y la color del rostro y de los ojos eran jaldados, [198] de color de ponzoña; [199] mas todo lo tenía ella por bien, creyendo que, según los dioses lo habían dicho, que sería aquel su hijo el más fuerte y más bravo que se nunca viera, y, que si tal fuese, que buscaría manera alguna para matar a su padre, y que se casaría con el hijo, que éste es el mayor peligro de los malos: enviciarse y deleitarse tanto en los pecados, que, aunque la gracia del muy alto Señor en ellos espira, [200] no solamente no la sienten ni la conocen, mas, como cosa pesada y extraña, la aborrecen y desechan, teniendo el pensamiento y la obra en siempre crecer en las maldades como sujetos y vencidos d’ellas. Venido pues el tiempo, parió un fijo, y no con mucha premia, [201] porque las malas cosas fasta la fin siempre se muestran agradables. Cuando las amas que para le criar aparejadas estaban vieron criatura tan desemejada, [202] mucho fueron espantadas, pero habiendo gran miedo del gigante, callaron y envolviéronle en los paños que para él tenían, y atreviéndose una d’ellas más que las otras, diole la teta, y él la tomó y mamó tan fuertemente que la hizo dar grandes gritos; y cuando se lo quitaron, cayó ella muerta de la mucha ponzoña que la penetrara. Esto fue dicho luego al gigante, y viendo aquel su fijo maravillose de tan desemejada criatura, y acordó de preguntar a sus dioses por qué le dieran tal hijo, y fuese al templo donde los tenía; y eran tres: el uno, figura de hombre; y el otro, de león; y el tercero, de grifo. [203] Y faciendo sus sacrificios les preguntó por qué le habían dado tal fijo. El ídolo que era figura de hombre le dijo:
»—Tal convenía que fuese, porque, así como sus cosas serán extrañas y maravillosas, así conviene que lo sea él, especialmente en destruir los cristianos que a nosotros procuran de destruir; y por esto, yo le di de mi semejanza en le hacer conforme al albedrío de los hombres, de que todas las bestias carecen.
»El otro ídolo le dijo:
»—Pues yo quise dotarle de gran braveza y fortaleza, tal como los leones lo tenemos.
»El otro dijo:
»—Yo le di alas y uñas y ligereza sobre cuantas animalias serán en el mundo.
»Oído esto por el gigante, díjoles:
»—¿Cómo lo criaré, que el ama fue muerta luego que le dio la teta?
»Ellos le dijeron:
»—Faz que las otras dos amas le den de mamar, y éstas también morirán, mas la otra que quedare críelo con la leche de tus ganados fasta un año, y en este tiempo será tan grande y tan fermoso como lo somos nosotros, que hemos sido causa de su engendramiento. Y cata que te defendemos [204] que por ninguna guisa tú, ni tu mujer, ni otra persona alguna no lo vean en todo este año, sino aquella mujer que te decimos que d’él cure.
»El gigante mandó que lo hiciesen así como los sus ídolos gelo dijeron, y d’esta forma fue criada aquella esquiva bestia como oís. En cabo del año que supo el gigante del ama cómo era muy crecido y oíanle dar unas voces roncas y espantosas, acordó con su hija, que tenía por mujer, de ir a verlo; y luego entraron en la cámara donde estaba, y viéronle andar corriendo y saltando. Y como el Endriago vio a su madre, vino para ella, y saltando, echole las uñas al rostro y fendiole [205] las narices y quebrole los ojos, y, antes que las sus manos saliese, fue muerta. Cuando el gigante lo vio, puso mano a espada para lo matar, y diose con ella en la una pierna tal ferida, que toda la tajó, y cayó en el suelo y a poco rato fue muerto. El Endriago saltó por cima d’él, y saliendo por la puerta de la cámara, dejando toda la gente del castillo emponzoñados, se fue a las montañas. Y no pasó mucho tiempo que los unos muertos por él, y los que barcas y fustas pudieron haber para fuir por la mar, que la ínsola no fuese despoblada, y así lo está pasa ya de cuarenta años. Esto es lo que yo sé d’esta mala y endiablada bestia, —dijo el maestro. (Garci Rodríguez de Montalvo, Amadís de Gaula [1508], cap. 73).
§ 28. DE CÓMO GALTACIRA CUENTA A DARAIDA (EN REALIDAD, AGESILAO DISFRAZADO DE DONCELLA), EL ENCANTAMIENTO DE DON ROSAFER Y DE LA REINA ARTIFIRA, Y DE CÓMO DARAIDA ACABA CON EL JAYÁN Y CON SU HIJO, EL MONSTRUO CABALIÓN
Después que Daraida con la doncella Galtacira y su compaña hubieron navegado algunos días, Daraida le preguntó que a dónde la llevaba o para qué. Galtacira le dijo:
—Sabed, mi buena señora, que la causa para que os llevo es la más extraña aventura que nunca oístes, y para esto sabréis que en el reino de Tesalia hay una reina viuda, la cual le quedó de su marido una sola hija extremada en hermosura, llamada Artifira. Y esta hermosa Artifira fue demandada por mujer de un jayán mancebo y bravo, que en los confines de Tesalia en cierta montaña muy brava tiene un fuerte castillo, donde tiene una madre vieja gran sabidora en las artes mágicas, la cual tiene habitación en una cueva que no se puede entrar sino por el castillo principal que guarda el jayán; y [de] la cueva, qu’es más adelante entre unas breñas [206] de grandes y altos roquedos, guarda la entrada una desemejada y brava bestia llamada Cabalión. Y la razón es porque un hermano del jayán, señor del castillo, tuvo ayuntamiento con esta jayana su madre, e quiso Dios que por tan gran pecado naciese d’ellos tal monstruo. Que sabed, señora, qu’él tiene grandeza muy grande; él es todo lo más de faición [207] de hombre, porque el cuerpo, brazos y piernas tiene de hombre, y la cabeza de caballo; y por esto se llama Cabalión. Tiene las orejas de talle de cebra, y juntamente con los brazos que de hombre tiene, tiene otros a manera de león con tan grandes y fuertes uñas que no hay cosa que se le ampare; y cuando corre, corre con todos seis pies y manos a manera de bestia, con tanta ligereza que no hay animal que se le vaya. Tiene cola a manera de caballo, y los cabellos de la manera de crines; es tan grande que puesto en pie no hay jayán que con una brazada le iguale. Esta bestia no trae armas más que unas escamas de que está cubierto a manera de pescado, muy fuertes y recias. Tiene la jayana vieja por guarda de su cueva y estudio, que no menos desemejada en sus razones es ella qu’él. El jayán, su hijo, padre d’esta bestia, murió, y quedó otro su hermano, qu’es el señor que agora guarda el castillo. Pues este jayán, como digo, pidió por mujer a la fermosa reina de Tesalia, mi señora Artifira, la cual nunca lo quiso hacer, antes con palabras se excusaba y dilataba el tiempo. Y acaeció que al reino de Tesalia llegó un caballero extremado en bondad y hermosura, hijo del duque de Saboya y nieto del rey de la Gran Turquía, llamado don Rosafar, el cual amando demasiadamente a la reina Artifira, y ella más pagada d´él que de caballero que hubiese visto, a cabo de algunos días que don Rosafar mucha pena tenía de los amores de la reina, le descubrió su corazón y le pidió casamiento; y con consentimiento de su madre la reina vieja, con grandes fiestas fueron desposados don Rosafar y la reina Artifira, lo cual sabido por el jayán Gadalón, que así ha nombre, señor del Castillo del Roquedo, pensó morir con pesar e hizo tantas bravezas y dio tantos baladros [208] 208 que a ellos de la cueva salió Gregasta, la jayana su madre, porque a la cueva el jayán no osaba ir por miedo de Cabalión, que cosa no conoce si no es a su madre Gregasta. Y como supo la causa del dolor de su hijo, dijo que se consolase, que ella le daría con sus artes venganza de don Rosafar y de su esposa, de suerte que nunca tuviesen descanso, ni gozasen el uno del otro. Y ella usó de sus hechizos; el cómo fue no sabemos, mas que estando don Rosafar y la reina Artifira en una cuadra [209] en un estrado muy rico, en el alcázar de Tesalia, gozando de los pasatiempos de desposad[o]s, súpitamente [210] con dolor el uno y el otro les pareció tener rasgados los pechos y que el corazón de cada uno punaba [211] de salir por la herida; y viéndolo, él a ella y ella a él, con las manos derechas se taparon las heridas de los pechos, y con las siniestras se tienen abrazados, juntas las mejillas; vertiendo muchas lágrimas, se demandan el uno al otro que quite la mano para que por la herida salga el corazón, que cada uno siente en su mano la fuerza con que desea salir, para que, acabando la vida con la muerte, piensan hallar descanso con la pena que reciben. Y las razones que pasan es cosa de gran lástima y dolor de oír, mas nadie puede entrar en la cuadra donde los reyes están, porque luego, como esto se hizo, en la cuadra toda vino tanta calor como en un horno, con el cual todos los que estaban con ellos los desampararon y salieron fuera; y en lo alto de la puerta de la cuadra, quedaron unas letras griegas en una tabla de alambre que dicen:
Ninguno podrá aquí entrar
ni después darle salida
sino el que en pena de amar
tuviere mayor herida.
»Agora os he dicho lo que pasa; y la razón por que yo’s llevo, mi señora, es para, si por alguna vía se pudiese sojuzgar el jayán, saber d’él el remedio de mi señora y de su esposo, para lo cual muchas doncellas somos salidas a buscar tales caballeros que osen ir a donde está el jayán; y todas hemos salido por nuestra honestidad con caballeros ancianos que nos acompañan, y por esta desventura traemos hábitos de duelo, y con tal dejamos toda la corte, y el jayán Gadalón hace todo el daño que a su salvo puede en la tierra de mi señora, llevando presos a su castillo cuantos puede prender.
Y con esto dio fin a sus razones. Daraida quedó maravillada de tal aventura y muy deseosa de ver a los reyes, y dijo:
—Maravillas me decís, mas veamos, ¿nunca preguntaron a ese caballero y reina que están d’esa suerte llagados qué es lo que sienten?
—Sí preguntamos, —dijo Galtacira—, mas ninguna cosa responden a lo que les decimos, más de lo que ellos entre sí pasan de algunas cosas que les oímos hablar, que todas no podemos porque la cuadra es grande, y la puerta está apartada del estrado en que ellos están sentados en dos ricas sillas, en que estaban cuando les vino esta desventura, y arrimados a un rico dosel de brocado; y porque no se vea tal lástima la reina vieja no deja subir a nadie en aquella torre donde está la cuadra, qu’es una de cuatro muy hermosas qu’el alcázar tiene, y ella vive la más cuitada [212] mujer que nunca se vio. [...]
Y con esto se tornó a entrar dentro. Y Daraida face lo mismo, y luego la puerta del castillo se cierra. Y en el patio que grande era entran y arredrados [213] el uno del otro, antes que rompiesen, Daraida dijo al gigante:
—Gadalón, dame los presos que tienes y razón para libertad del rey don Rosafar y de la reina Artifira, y darte he por libre d’esta batalla.
El jayán, dando un fuerte baladro que el castillo hizo tremer, [dijo]:
—¡Oh, vil y cosa astrosa, [214] aguarda la respuesta de tal sandez! [215]
Y con esto mueve contra él y Daraida cubierta de su escudo hace lo mismo. Y en los escudos, que fuertes eran, las lanzas fueron rajadas y pasando el uno por el otro; Daraida con su espada desnuda revuelve y el gigante con su cuchillo, y comienzan una brava batalla que parecía que cien caballeros la hiciesen, sacando llamas de fuego con sus fuertes golpes. Y viérades la alta caballería de Daraida en lanzar el caballo con mucha destreza a una y otra mano, hurtando los golpes al jayán, rebatiéndole el cuchillo, que, como era tan pesado y no tan diestro en mandar su caballo, a manera de un pilar no se movía. Y a esta causa Daraida lo rodeaba y en descubierto del escudo muchas veces lo hería; de suerte que antes de media hora que la batalla se comenzó, por más de diez lugares estaba rota la loriga del jayán, que gruesa era, y él herido, de que perdía tanta sangre que él y su caballo andaban cubiertos d’ella. Y Daraida andaba así mismo llagada, porque tanto no podía hacer que el jayán alguna vez no la alcanzase, y, aunque no era muy a derecho sus golpes, eran tales que las armas y la carne cortaban. Y lo que más a Daraida valía era la desvariada fuerza con que los tiraba, que, como con tanta pesadumbre y raleza [216] de golpes la quisiese herir, tenía lugar de ayuda darse con su ligereza de los furtar, amparándose juntamente del espada y del escudo y rodeándole con el caballo, de suerte que todos los más de los golpes por los lados y por las espaldas le hería, teniéndolo tan congojado y desangrado que Gadalón comenzó a enflaquecer, de suerte que ralas veces alzaba el cuchillo, porque en la mano se le volvía. Daraida que lo sentía, crecía en su ardimiento y con mucha priesa lo llagaba, trayéndolo tan desatinado que el jayán comenzó a dar grandes y fuertes baladros, llamando a sus hombres que le valiesen; los cuales, más de veinte que eran, hasta esta sazón dende los corredores habían mirado la batalla, mas, como esto oyeron, todos van corriendo a tomar arcos y hachas para socorrer a su señor. Mas tan presto ellos no lo pudieron hacer que el jayán, viéndose tan llagado, a la muerte no comenzase a huir, saliendo por una puerta grande que en el patio había a los breñales [217] que antes de los roquedos donde Cabalión estaba se hacía, cuidando que Daraida no lo osaría seguir con temor de Cabalión. Y lo qu’él buscó por remedio fue peor para él, porque sabed que Daraida sin ningún temor lo siguió. Y a los baladros que el jayán había dado, oyéndolos Cabalión, muy embravecido hacia aquella parte venía corriendo como un ave, e con fuertes bufidos venía, con el humo que de sus narices echaba cubierto como de una nube. Grande fue el temor que Daraida recibió en ver cosa tan fiera y fuera de razón, e quisiéra se hallar más descansada que a la sazón estaba para atender tal batalla. Mas avínole así bien que Cabalión al gigante, que delante iba, con sus fuertes manos de hombre en un punto lo traba e con las del león lo comienza a despedazar. Daraida que aquello vio en un punto salta de su caballo, pareciéndole que mejor a pie se podría aprovechar d’él, e diciendo:
—¡Oh, mi señora Diana! ¡Válgame la vuestra hermosura como extremo tan contrario de la fealdad d’esta bestia para poner el medio con la gloria que se debe a mis pensamientos!
Y con esto, como su corazón era tan grande que no impedía la razón ningún temor, viendo que Cabalión con los brazos del león hacía todo el daño, a él llega, que despedazado el jayán y su caballo estaba; y en uno de los brazos de león le hiere de toda su fuerza de tal golpe que hasta en mitad de las cañas fue cortado. Y el Cabalión dio tan gran bramido con el dolor, que todos aquellos valles y rocas hizo reteñir, tanto que a Galtacira y a su compaña puso espanto, y los caballos y palafrenes se espantaron, que no los podían tener, dando bufidos.
—¡Ay, Santo Dios! —dijo Galtacira—. ¡Ayudad Vós al extremo de toda bondad y hermosura, que sin duda en la batalla con la bestia debe de estar!
Y ella y todos llorando, rogaban a Dios ayudase a Daraida; la cual como este golpe hubo hecho, con los bufidos de la bestia e con el humo de su vaho espeso casi no se vían; e valiole porque la bestia todo su hecho era encarnizarse más en lo que tenía en las manos. Daraida llegó otra vez a herirle, el espada con ambas manos, por entre sus dos grandes orejas, pensando henderle la cabeza; mas así revocó [218] el espada de sus fuertes escamas como si en una dura peña diera. El Cabalión tiró una pernada con un pie, sintiendo haberle herido por detrás, y en el escudo tal golpe dio a Daraida que gran pieza para [a]trás la arrojó por tierra; mas en un punto se levantó como tan viva fuese, con mucho pesar viendo que el espada no cortaba, y llegó por el lado siniestro, e vio que la bestia Cabalión tenía los sobacos de largos pelos cubiertos; y llega y de punta lo hiere con el espada por debajo del brazo de tal golpe, como no tenía escamas por allí, que la espada hasta en la cruz fue lanzada. Y la bestia con tal mortal golpe, como la vio tan cerca de sí con las manos de hombre la apañó, soltando el jayán e su caballo, que ya despedazados los tenía. Mas no hubo tomado a Daraida cuando todas las fuerzas se le perdieron con el mortal golpe del espada, que el corazón tenía atravesado; e con la rabia de la muerte, dio otro bramido desemejado y muerto cayó, tomando en bajo de sí a Daraida, que, si por las armas no, con el peso la hubiera muerto. E a gran afán pudo salir debajo, e tenía gran dolor en el brazo izquierdo, que lo tenía quebrantado de las armas, con la fuerza con que la había apretado Cabalión. Y como ella se levantó e vio la grandeza de la bestia, y cabe ella el jayán despedazado y el caballo, y el suyo la cola y las crines todo levantado y enerizado [219] dando saltos e bufidos, que suelto andaba, hincados los hinojos en tierra comenzó a dar gracias a Dios por el bien que le había hecho en librarlo tan a su salvo e honra de dos tan desemejadas bestias como muertas delante tenía. Y luego de su espada traba, e sacándola por la herida sale un golpe de sangre que gran pieza a grandes espadañadas turó, y él en ella fue todo bañado al tiempo que el espada acabó de sacar, quedando la más fiera cosa que podía ser, quien allí lo viera, de tal suerte e con tal fiereza de carnecería delante. Y él que acababa de sacar el espada, la jayana vieja (que a los baladros y bramidos de sus hijos venía) llegaba. Ella parecía hecha de raíces de árboles en la sequedad e color de su gesto e manos, tan disformes y grandes que cosa admirable era de ver. Venía vestida de pieles de animales, los brazos e las piernas de las rodillas abajo de fuera, sin ninguna cosa encima. [...] E como llegó, viendo despedazado el jayán y muerto a Cabalión, rompiendo su cara con sus uñas, e sacando a copos sus blancas canas con sus ñudosas manos, decía:
—¡Ay, los mis hijos, fortaleza sin ningún par! ¿Cómo os veo muertos y puedo tener vida? ¡Oh, Fortuna, y qué sinrazón pudo bastar a que viese yo los mis dos tan valientes hijos muertos por una tan captiva e vil cosa! ¡Mal hayáis vosotros, oh inmortales dioses, que tal sinrazón me hacéis ver! (Feliciano de Silva, Florisel de Niquea, III [1546], caps. 69 y 71).
§ 29. DE CÓMO PRIMALEÓN, CONOCIDA LA RESIDENCIA DEL MONSTRUO PATAGÓN, NO CESA HASTA ENCONTRARLE Y MATARLE
E luego Primaleón e Torques e otros cinco caballeros, los más principales que allí venían, se fueron con Palantín a la villa; e todos lo salían a mirar por las rúas porque no eran usados de ver tales caballeros. E llegados al palacio, apeáronse Primaleón e Torques, que venían a caballo, y el señor de la isla los recibió muy bien e rogoles que se desarmasen; y ellos lo ficieron porque mucho había que traían el peso de las armas, e diéronles ricos mantos que cubriesen. Y el señor de la isla fue muy pagado de Primaleón e mandó que le fuesen dadas cuantas cosas eran menester para fornecer sus naos [220] e, mientra que esto se facía, Primaleón e los que fueron con él eran allí muy viciosos [221] porque los fijos del caballero folgaban extrañamente con él e preguntábanle por nuevas de otras tierras y él les decía lo que sabía. E un día, estando fablando en muchas cosas, él les preguntó si era grande aquella isla e si era toda poblada, que mucho era viciosa.
—Mi buen señor, —dijo Palantín—, la mayor población que ella tiene es en la costa de la mar; e a una parte d’esta isla hay muy grandes montañas e, de poco tiempo a esta parte, moran en ellas una gente muy [a]partada de todas las otras que hay en ella, porque viven ansí como animales e son muy bravos y esquivos e comen carne cruda de lo que cazan por las montañas; e son ansí como salvajes, que no traen sino vestiduras de pieles de las animalias que matan e son tan desemejadas, que es cosa maravillosa de ver. Mas todo es nada con un hombre que agora hay entr’ellos que se llama Patagón; y este Patagón dicen que lo engendró un animal que hay en aquellas montañas, qu’es el más desemejado que hay en el mundo, salvo que tiene mucho entendimiento y es muy amigo de las mujeres. E dicen que hubo que haber con una de aquellas patagonas, que ansí las llamamos nosotros por salvajes, e que aquel animal engendró en ella aquel fijo; y esto tiénenlo por muy cierto según salió desemejado, que tiene la cara como de can e las orejas tan grandes que le llegan fasta los hombros, e los dientes muy agudos e grandes, que le salen fuera de la boca retuertos, e los pies de manera de ciervo e corre tan ligero que no hay quien lo pueda alcanzar. E algunos que lo han visto dicen d’él maravillas. Y él anda de contino por los montes cazando e trae dos leones de traílla [222] con que face sus cazas e trae un arco en sus manos con saetas muy agudas con que fiere. E desque este Patagón se crió en aquellas montañas, face mucho daño, que sale a lo llano e no falla hombre de acá de los nuestros que no mata, por manera que los hombres no son seguros e por aquella parte dejan de facer sus labores por él; e algunas veces nos habemos juntado muchos por lo matar e tanto habemos fecho como nada, antes él nos ha fecho gran daño. E trae un cuerno a su cuello e tañiéndolo vienen muchos de aquellos patagones a le ayudar y facen gran daño que no temen sus vidas; por manera que ansí lo habemos dejado fasta que Dios, que es poderoso, lo quite del mundo, que mucho nos sería menester la su muerte. [...]
E por ruego de Primaleón se apearon todos en un lugar muy sabroso para dormir allí aquella noche. E desque estuvieron gran pieza hablando en muchas cosas, echáronse a dormir en la yerba verde; e todos dormieron luego que fueron echados, salvo Primaleón, que gran deseo tenía de facer alguna cosa que grande honra le fuese, y él conoció bien que Palantín lo traía por lugar qu’él pudiese fallar a Patagón. E desque los vido a todos muy fieramente dormir, levantose muy paso e llamó a Purente que le diese su caballo e se fuese con él, y él lo fizo; e dejáronlos todos durmiendo e fuéronse adelante e anduvieron toda la noche fasta el día claro que entraron en lo más espeso de la montaña. E andando por unas partes e por otras fallaron a Patagón, aquel que iba a buscar, que había muerto un venado y estaba dando de comer a los leones qu’él traía, con que facía sus cazas. Mucho fue ledo Primaleón por fallarlo, que gran parte del día había andado por las montañas buscándolo e pensaba que no había de ser tal su ventura que lo fallase, e esto le facía ser muy sañudo de sí mesmo. E como Patagón lo vido venir, bien pensó que lo venía a buscar e a él e a otros diez que fueran no los tuviera en tanto como nada, qu’él era grande de cuerpo e de gran fuerza, aunqu’el cuerpo tenía muy desemejado. E luego que vio a Primaleón, quitó los leones del venado qu’estaban comiendo e fízoles señas, como él los tenía amostrados, [223] que fuesen para Primaleón; y ellos, muy sañudos porque les quitaban de su comer, fueron muy bravos contra él y él iba encima del caballo que le dio don Duardos, que le había dado Gatarú. E como él era usado de las montañas, no se espantó punto de los leones y ellos, que muy sañudos venían, con sus fuertes uñas lo firieron muy malamente. Primaleón vido que le convenía apearse e fízolo él muy ligeramente. Los leones no curaron d’él sino en despedazarle el caballo. Patagón tenía una saeta puesta en su arco e tiró con ella a Primaleón e, como él traía muy fuertes armas, no lo firió, y él, que muy ligero era, llegose muy prestamente a él e llevaba la lanza en las manos e firió a Patagón con ella con toda su fuerza. E como él no tenía armadura en las piernas, ambas a dos gelas pasó. Patagón, que ansí se vido ferido, tomó gran corazón e quitó la lanza de sí e tornola arrojar a Primaleón, mas él se guardó bien, desque la vido venir; e sacó su espada e llegó al gran Patagón, que una gran cuchilla e muy aguda tenía en las manos, e dio tan esquivo golpe a Primaleón con ella, qu’el escudo le fendió. [224] Prima-león, no espantado punto, lo firió con su espada tan esquivamente de dos o tres golpes que Patagón, que los recibió, vido su muerte muy cierta y, echando de sí el arco y el cuchillo que traía, se iba abrazar con Primaleón pensando que, si en sus brazos lo cogía, que no le podía escapar de muerte. E ansí fuera según la gran fuerza de Patagón, mas él se quitó afuera e diole tan poderoso golpe en el brazo derecho cabe la mano, que gela cortó e luego le cayó en tierra. Patagón fue tan tollido [225] del gran dolor e de la mucha sangre que de las piernas le salía e las llagas eran tales, que no se pudo tener e cayó en tierra tendido e dio una tan temerosa voz, que no hubiera ninguno de tan gran corazón que espanto no hubiera. E a esta voz los leones dejaron al caballo e acudieron a él e, como lo vieron ansí, ambos a dos saltaron con Primaleón regañando los dientes con grande braveza, mas allí le fue a él menester todo su esfuerzo que, por muy fardido [226] que Primaleón fue, los leones le resgaron la loriga con sus fuertes uñas e le ficieron cuatro o cinco llagas muy grandes; mas él metió al uno d’ellos la espada por la barriga e firiolo ansí que el león, perdida toda su fuerza, cayó en el suelo tendido. E desque aquel mató, hubo-se tan poderosamente con el otro que se libró d’él fendiéndole la cabeza con la espada. E desque se vido ansí libre, dio muchas gracias a Dios, aunque quedó ferido e muy cansado, que gran batalla hubo con todos tres. E como él hubo muerto los leones, fue sobre el gran Patagón e, cuando lo vido ansí tan desemejado e cosa tan extraña de mirar, tomole en voluntad de lo llevar preso e, si él lo pudiese llevar en sus naos, que le sería grande honra porque su señora Gridonia lo viese. (Primaleón [1512], caps. 133-134).
§ 30. DE CÓMO BELINFLOR DESCUBRE LA PRISIÓN DEL MORO DE TRÍA Y DE SU AMADA XARCINA, DESPUÉS DE VENCER A VARIAS GUARDAS DE UNA TORRE MÁGICA
Siguiendo el orden que los sabios Menodoro y Belacrio, coronistas d’esta grande historia llevan, digo que el príncipe de Tracia iba en su nave caminando por la mar y una noche, que no había sabor de dormirse, sentó en el borde y tendió los ojos por el movible mar, que en calma estaba y hacía un apacible llano que a manera de cristal no dejaba mirarse, la causa d’ello era que la clarífica Diana [227] se mostraba más hermosa que cuando fue a ver a su querido Endimión, tendiendo por el ancho mar sus plateados rayos y con tanta fuerza reverberaban que el agua cristal hacían; el sordo silencio que había que, aún hasta los profundos acuarios moradores en aquel tiempo lo guardaban, trujo al ocioso pensamiento del trácico príncipe el deseo de ir a su reino a ver a su madre y de saber de su hermana Roselva y de su nuevo amigo Furiabel. Estos pensamientos le criaron un nuevo deseo de inquirir quién el Caballero de la Fortuna fuese, pues lo tenía por padre, aunque a su opinión, muerto. Veníale tras este deseo la desconfianza por haberlo visto muerto y tras ella una vengativa ira contra el Caballero del Arco y el Emperador de Grecia. En semejantes pensamientos —criados por la malicia de Eulogio— el ínclito príncipe estuvo hasta la mañana, que algo lejos sobre la mar descubrió un alto edificio y maravillado se armó y mandó a los marineros que guiasen la nave; y cuando fueron cerca, vieron una alta torre por abajo cuadrada y muy ancha y por lo alto se iba ensangostando, [228] a manera de pirámide. Era labrada de piedra negra con algunas labores de pardo y oro, que dando en ellos los rayos del ya salido sol hacía muchos vislumbres. Tenía esta torre una puerta alta que no podían subir sino por escala y encima de ella había alzada una puente levadica. En la pared de la torre había unas letras y llegando la nave vio par de ellas una bocina [229] colgada, y las letras leyó y vio que así decían:
El que saber quisiere por qué causa se hizo la maravillosa torre, toque la bocina; mas avísole que se ha de ver en peligro, por que arrepintiéndose no nos culpe.
El príncipe acabó de leer las letras diciendo: Ni me arrepentiré ni os culparé; con esto tocó la bocina y luego fue echada la puente por la cual Rorsildarán subió hasta la puerta, por la cual entró a una gran cuadra. No se detuvo en mirarla porque se le puso delante un gran jayán y con una pesada maza le dio un golpe sobre el yelmo que rodillas y manos puso en el suelo. Con extraña presteza le asegunda otro en las espaldas que gran dolor causó al invicto joven, el cual con la ligereza del pensamiento se levantó y con su fuerza, ayudada del enojo, dio al jayán un golpe en el grueso yelmo que le hizo hincar una rodilla, y dándole en el ancho pecho una recia punta, le hizo doblar el cuerpo hacia tras tanto que, si no se afirmara con la una mano, en el suelo cayera. Levantose el encantado gigante y con su ayudada fuerza tiró un golpe al señor de Tracia, el cual, escarmentado de los primeros, hurtó el cuerpo, de suerte que dando en el suelo hizo por un buen rato temblar el mágico edificio. Tan furioso de haber hecho el golpe en vano, el gigante volvió a alzar la maza que no se puede decir; déjola caer rugiendo por el aire. El hijo del griego señor no tuvo tiempo para desviarse, salvo meterse tan dentro con el jayán que no le alcanzó sino con los puños y turbolo tanto que por poco cayera. Tanto dolor sintió el encantado gigante en las manos que no pudo tener la maza, y así la soltó y, yendo a echar mano, se halló abrazado del príncipe. No era tiempo de descuidarse y así, rodeándole sus fuertes y vellosos brazos, comenzaron una reñida lucha. Aprovechando poco sus mañas y menos sus fuerzas para derribarse, se soltaron y, empuñando el de Tracia su espada y el de la Torre sacando un cuchillo, empiezan a golpearse. Dio el jayán al príncipe un golpe, el cual recibió en su escudo y fue tal que puso una rodilla en el suelo. Levantose el furioso joven y enojado de la tardanza dio al encantado contrario un golpe en el muslo que, pasándole las armas, le hizo una herida. No hubo la bruta sangre matizado el losado suelo cuando el trácico oyó unos terribles bramidos que en la cóncava torre temerosamente resonaban. No tardó mucho cuando vio venir contra sí un desemejado león de extraña grandeza, ca era poco menor que un elefante. Tenía las uñas de dos palmo[s] y no traía ningún vello, salvo armado de duras y fuertes conchas. Así como [lo] vido el extraño caballero, con nunca vista ligereza vino contra él. No se pudo guardar por estar ocupado con el jayán, y así con tal fuerza lo encontró con su gran frente que lo tendió en el suelo. Vídose en peligro porque, antes que se menease, vino sobre él y con sus fuertes brazos lo asió con tal poder que no lo dejó menear y acudió el jayán con sus pesados golpe[s]. Acongojose el hijo de Elimina, mas turbándose no desmayó y, así como pudo, soltó el escudo y con el izquierdo puño dio tal golpe al bravo león que le hizo saltar la sangre por las narices. No se hubo mostrado fuera la bárbara sangre del animal cuando vino un caballero armado de todas armas, la espada en la mano y con ella comenzó a golpear el tendido príncipe, el cual mucho dudó la batalla viendo que, si hería, tenía más contrarios. Abrazose fuertemente al cuello del bravo animal y tanto lo apretó que poco a poco le iba quitando el resuello. Aquejábanle los golpes del caballero y jayán, y él empezó a quejar más fuertemente al león, de suerte que con la fuerza que el propio ponía, apretando al príncipe, junto con la que era apretado, de tal suerte se cansó que del todo se ahogó. Gran contento con su muerte recibió el príncipe de Tracia y animándose con él se levantó y acordándose que, si sacaba sangre, tendría más que vencer, no curando de herir, se abrazó con el jayán; con su fuerza de pocos igualada lo alzó del suelo y se llegó a la puerta de la torre, donde lo dejó caer y fue rodando hasta la mar, donde con el peso de las armas se ahogó, celebrando la gente de su nave la victoria con imnumerables voces de alegría. No se fue alabando que el Caballero de la Torre fue tras él y, así como soltó el gigante, por detrás le dio tal golpe en el yelmo que algún tanto lo turbó; asegundó una punta en las espaldas que las manos le hizo poner en la puente y las rodillas en el paso de la puerta. No tardó en levantarse el trácico joven; todo fue por mal del caballero porque, hallándolo junto a sí, le echó sus brazos al cuerpo y haciendo lo propio el de la Torre comenzaron una peligrosa lucha. Procuraba el príncipe sacarlo fuera y el caballero estorbarlo, pero al fin de buen rato el caballero se halló en la puente sin sentido, donde el victorioso mancebo dejó y, volviendo a la cuadra vido en ella una pequeña puerta, por la cual entró a una cámara y, a la luz que un gran carbunclo [230] daba, vio una ara cubierta de brocado negro, sobre lo cual había una estatua de la Justicia; en cada mano tenía sendos pergaminos arrollados y, tomando el de la mano derecha, lo abrió y, viendo que estaba escrito, lo leyó, que así decía:
El fuerte Amán Moro de Tría al caballero que por su valor esto allegare a leer, salud, para que con ella sea en deshacer el mayor agravio que se ha visto. Sabrá que en la grande y nombrada Ínsula de Gebra hubo un rey muy recto y justo llamado Galebo, el cual tuvo una hija extremada en hermosura por nombre Xacira. Hay en esta ínsula un castillo muy fuerte con ocho torres: es la mejor posesión que en Gebra tiene ningún caballero, y los señores d’él por excelencia se llaman Moros de Tría; tienen en corte del rey Galebo el más principal lugar y los primeros en consejo. Sucedió que, sucediendo el desdichado Amán de tan noble casta, siendo doncel fue llevado —para su venturosa desdicha— a la corte del rey de Gebra a recebir la orden de caballería, la cual le fue dada con la honra posible, recibiendo la espada de mano de la hermosa Xarcira; recibiendo ella el alma del novel caballero que, desde el punto que la vido, quedó preso de su amor, y lo mismo quedó la infanta de Gebra. El fuerte Amán fue tan lozano con el dulce y nuevo dolor que la hermosura de Xarcira en su corazón había hecho, que empezó en hechos a mostrar la gran fuerza que los dioses con él habían repartido. Tanta fama el Moro de Tría en este ejercicio ganó que de los paganos de Gebra en gran manera era temido; ayudole la Fortuna en que la disipadora Fama llevó nuevas de su fortaleza a la Ínsula Bayana, de donde es rey el fuerte y poderoso jayán Caramante, el cual tiene un hermano mancebo, llamado Zarmón, el cual deseoso de honra vino a la Ínsula de Gebra con propósito de haber batalla con el fuerte Amán Moro de Tría, para que venciéndolo a él toda la honra ganada por el amante de Xarcira le fuese retribuida. Fuele la Fortuna avara porque, así como vido la hermosura de la hija de Galebo, quedó de ella enamorado, y así con más orgullo pidió la batalla; la cual otorgó el de Gebra y por su mano fue vencido el gigante Zarmón y, por ello afrentado, se volvió a la Ínsula Bayana, donde pensó una gran maldad. La victoria del fuerte Amán acrecentó el amor que la hermosa infanta Xarcira le tenía. Y una noche en su aposento imaginó que ella era señora de un tan gran reino y que para vivir honrada y quietamente no había menester más, salvo un caballero de valor y discreción que lo gobernase, y que no había otro mejor que Amán de Tría, pues era noble y valeroso y ponderó las veras [231] con que la servía y amaba. Hizo las partes del pagano con la infanta el poderoso Cupido con tantas veras que la dejó obligada a amarle y descubrirse, lo cual hizo con una doncella su privada. Ya consideraréis el contento [que] Amán recibiría y con él fue a hablar por una huerta a la hermosa infanta y allí fueron desposados, aunque no cumplieron su deseo. Sabréis que el gigante Zarmón, como el amor de Xarcira le aquejase con amoroso celo, envió a un primo suyo llamado Malcor a la Ínsula de Gebra para que todas las noches rondase la huerta de la infanta; y una acaso salió de la huerta el venturoso —hasta entonces— Amán y, como Malcor lo vido, hechó mano con sus compañeros diciendo: «No se usa, don traidor, hacer esto con los reyes, que yo os acusaré»; de lo cual temiendo, el pagano de Tría, echó mano a la espada y con soberano esfuerzo dio un golpe a Malcor por la garganta que la cabeza de por sí echó en el suelo; en algunas partes fue herido el valeroso pagano de Tría por los compañeros de Malcor; mas no desmayó, antes con mucha ligereza se revolvió entre ellos y dejando muertos seis s[e] salió y se fue a su morada, donde disimulado se estuvo. Con la muerte de Malcor y sus caballeros se levantó en la ciudad grande alboroto, hicieron inquisición, mas no se supo, por lo cual el rey Galebo estaba muy confuso. No faltó quien lo sucedido escribió al poderoso rey Caramante y a su hermano Zarmón, los cuales, so color de vengar la muerte de Malcor, vinieron a hacer lo que deseaban y es que, llegados a Gebra, acusaron —delante de toda la corte— de traidor y desleal vasallo al fuerte Amán Moro de Tría, y de falsa a la infanta Xarcira. Ya veréis la turbación que la demanda puso en la corte. No aguardó más [el] colérico rey Galebo, porque mandó prender al venturoso Moro de Tría y meterlo en una escura prisi[ó]n; lo propio hizo de Xarcira, sin ablandarle las tiernas lamentaciones ni amorosas persuasiones. Viendo esto, el rey Caramonte dijo que lo que habían él y su hermano dicho lo sustentarían tres años a cualesquier caballeros que se lo demandasen y, si pasados faltaban, que pusiesen en su poder los presos; y el rey Galebo vino en ello. Pasaron los tres años y hubieron el rey Caramonte y Zarmón los presos en su poder, a pesar de toda la corte. Al fuerte Amán encerró en el grande y famoso castillo de Tría, donde por darle muerte desesperada lo tiene encerrado con muchas guardas sin esperanza de salir. El gigante Zarmón ya oístes que estaba enamorado de la hermosa Xarcira, pues, como la vido en su poder, con increíble alegría se quiso casar con ella, mas su hermano Caramonte con astuto intento dijo que no lo hiciese, porque el rey Galebo se enojaría y la desheredaría de la Ínsula de Gebra, sino que aguardase que el rey muriese. Zarmón fue d’ello contento y así, porque estuviese más segura, la encerró en otro castillo donde pasa tan triste vida que no se puede creer; y si no la consolase el mago Episma, ya fuera muerta de pena. El rey Caramonte y su hermano Zarmón, como hecho que ya lo tenían de su parte, muy contentos volvieron a la corte de Gebra y dijeron que, porque no fuesen tenidos por sospechosos, que todavía sustentarían batalla a cualesquier caballeros por el tiempo que durare la vida del rey Galebo. Ya veréis, caballero, el pesar con que quedara el fuerte Amán, preso en el castillo de Tría, sin esperanza de ver a su señora; y considerando la pena de Xarcira, os suplico prometáis el remedio, pues con vuestro valor lo podéis dar, con que acabo, deseando el acrecentamiento de vuestra honra y fama con mi remedio.
El fuerte Amán Moro de Tría
Muy admirado quedó el ínclito de Tracia de semejante aventura y, habiendo duelo del fuerte Amán, propuso de ayudarle y, poniendo el pergamino donde estaba, tomó el de la mano izquierda, y vio que sus letras así decían:
Yo, el mago Episma, viendo la sinrazón que al fuerte Amán se hace, indigna de su virtud y valor, pareciéndome injusticia sino le ayudaba con lo que los dioses fueron servidos de partir conmigo, lo hice para poner ánimo a los caballeros a hacer lo propio viendo que el que no tiene obligación —sino la de la razón, que harta es— con todo su saber lo ha procurado. Ellos que con juramento lo han prometido con todo su poder les ayuden y así digo que, deseando que se deshaga el tuerto que en Gebra se hace por los señores de Bayana, hice esta maravillosa torre para que los caminantes caballeros supiesen la causa de su obra; púsela en la mar porque está más a noticia de todos, y en ella las guardas para que el que no fuese de valor no se pusiese en trabajo, pues sería escusado. ¡Oh, tú, caballero que esto leyeres!, si la obligación te constriñe, procura remedio para los afligidos amantes y, porque no trabajes en ir a Gebra, toma uno de esos remos que en el ara están y ponlo dentro de tu nave y con eso pierde cuidado de tu camino; con que acabo deseándote salud para que lo pongas por obra.
El mago Episma
Muy contento acabó de leer el pergamino el príncipe de Tracia Rorsildarán y, tomando un remo, se volvió a salir y, bajando por la puente, entró en su nave y, mirando cómo la levadica se volvía a alzar, puso el encantado remo. La nave comenzó velocísimamente a caminar, de lo cual iban todos admirados; preguntaron la causa y el noble tracio la dijo, donde los dejaremos caminando por la mar, que no en poco peligro se vido con un caballero. (Francisco de Barahona, Flor de caballerías [h. 1599], libro I, cap. 44).
III.7. SOBRE LAS OTRAS MUERTES DE LOS CABALLEROS
§ 31. DE CÓMO EL PAGANO BRAMARANTE, AL SER VENCIDO POR ALFEBO, SE QUITA LA VIDA, Y DE CÓMO EL ÍNCLITO ROSICLER ENTIERRA SU CUERPO Y ESCRIBE UN EPITAFIO SOBRE SU TUMBA
Con rabia luciferina se lanzó el endiablado moro por las selvas de Grecia, bramando contra sus dioses, como hambriento tigre. Por la parte que de la selva caminaba, con la furia de su brazo iba cortando robres, destrozando pinos, como si fueran delgadas cañas; iba considerando que fuese posible que fuerza tan grande no fuese bastante a sojuzgar un solo caballero. Con semejante braveza se metió en medio de la selva y, volviendo hacia la mano derecha, fue a dar a la orilla de un hondo y ancho río, donde quiso reposar. Y para mejor hacerlo se quitó el yelmo de la cabeza y lanzolo en tierra; y con la furia que traía echaba fuego por la boca, y levantó los ojos al cielo, diciendo:
—¡Oh, dioses, todos juntos defended a este desventurado caballero para que, antes que esta mi furiosa mano abra mi flaco corazón, con la furia d’este brazo no os haga pedazos, haciendo mudar las claras aguas d’este río con la roja y vil sangre vuestra! Pues es claro y conocido que el poder de aquel fiero caballero cristiano es mayor que el vuestro todo junto. ¡Oh, viles cobardes! ¡Defended esa cueva de ladrones donde estáis recogidos, que a todos os estimo en tanto como aquel solo caballero que conmigo se combatió! ¡Y pues vuestro poder ni el mío no ha sido bastante a vencer su demasiada fuerza, ni vosotros ternéis lugar de os alabar, ni sois poderosos para me favorecer, ni él para me resistir a vuestro pesar!
Y diciendo esto, se comenzó a desarmar de sus fuertes y lucidas armas. Y con la furia y enojo que tenía, a una y otra parte arrojaba las piezas que d’ellas se quitaba; y blasfemando contra sus dioses, decía:
—¿Qué me aprovecha vuestra ayuda ni mi fortaleza, pues con ella he sido para tan poco que delante de mis ojos, sin lo poder vengar, me mataron a mi padre, que era más poderoso que Júpiter y más valeroso que Alcides ni Marte, y con mayores razones estimado que cuantos viles dioses en el cielo, que de puro temor suyo fuistes todos en ayudar a su muerte, ni mi poderoso brazo ayudado con vuestro poder fue bastante a destruir al emperador Trebacio, pues un solo caballero me tuvo un día embarazado? ¡Cobardes, viles! ¿Qué me trujo a tiempo de ser vencido? Yo haré de suerte que ni vosotros os venguéis de mí ni nadie pueda triunfar de haber vencido ni muerto a Bramarante.
Y diciendo estas y otras cosas, tomando su espada en la mano, dijo:
—Perdona, espada, por lo que prometí de hacer con vós, pues ni vuestros filos agudos ni mi sobrado esfuerzo no han sido bastantes a cumplirlo. Cobarde brazo os rigió, mal galardón lleváis, pues os porné en parte que ni de otro más esforzado ni flaco seáis regida. Lo que os ruego es que, si alguno de los dioses os quisieren tomar para de vós se servir, que les mostréis la poca cuenta que mi no domado corazón d’ellos hizo, pues conoceréis ser de menos valor ellos que no yo.
Y diciendo esto, la arrojó a do le pareció ser lo más hondo de aquel río, no dejando en su poder más armas de sola una pequeña daga, que siempre acostumbraba a traer ceñida. Y tomándola en la mano, hablando con ella, dijo:
—Vós haréis lo que todo el cristianismo no fue bastante a hacer, pues me quitaréis la vida que tan bien merezco perder, pues hijo de tan valeroso padre tan poco ha mostrado ser su hijo. ¡Oh, cómo mereces, Bramarante, la muerte, por tu poco valor! Yo confieso que no he merecido el favor de los dioses ni de los hombres, por lo cual ni a dioses encomiendo mi ánima ni a los hombres ruego den a mi cuerpo sepultura.
Con estas razones, dando un sospiro, se atravesó la daga por su indomado corazón. Y con las ansias de la muerte, batiendo con su cuerpo la menuda arena, murió el más valiente y valeroso pagano que jamás en el mundo hubo, indigno de tan cruel muerte. [...]
El postrimero y doloroso grito que el valiente tártaro, estando en el agonía de la muerte dio, oyó el valiente Rosicler, que ventura por allí lo guió. Y conociendo en el lastimoso sospiro la pasión con que fue dado, vuelve las riendas a su caballo hacia la parte que lo había oído. Y atendiendo de dó resonaban las lamentaciones, no muy lejos do el fiero pagano muerto yacía, dio consigo; y por el rastro que las ondas y aguas del cercano río descubrían, mezcladas con la sangre del mísero moro, cuyo rastro llevó al valeroso griego caminando orillas del caudaloso río, vino a dar a la parte do el infeliz tártaro tendido en tierra estaba, revuelto en su sangre. Rosicler, creyendo no estar herido de muerte, sino que de alguna intolerable pena aquella pasión le procedía, salta de su caballo y, revolviendo el cuerpo, vido tener el rostro desfigurado, pero no supo quién podía ser aquel caballero, por no haberle visto jamás el rostro desarmado. Púsosele a mirar sus grandes y desaforados [232] miembros, y su feroz y espantoso gesto; y por las razones que había oído, entendió que la muerte él mesmo de su voluntad se la había buscado. Un rato estuvo pensativo, contemplando en el fiero moro sin mover los ojos a una ni a otra parte, hasta que con un atribulado sospiro los alzó hacia la parte do las armas del moro esparcidas estaban. Y viéndolas tan extremadas, procuró llegar las piezas todas juntas; y habiéndolas llegado, por la divisa que en ellas estaba esculpida, conoció que el que muerto allí yacía era Bramarante. No pudo tanto su fuerte corazón que, viendo un tan desastrado fin, no dejase caer de sus ojos algunas lágrimas, diciendo:
—¡Oh, miserable mundo! ¡Cuán poco para ti aprovechan sobradas fuerzas ni doblados miembros, pues a tan desventurada suerte el postrero día traes a los que te siguen y tan amargo fin les aparejas! ¡Oh, Bramarante, Bramarante! Tú, que resististe el poderío del ejército griego y las sobradas fuerzas de mi hermano, el gran Alfebo, no has sido poderoso a resistir tu demasiada furia. Otra honra, otro trofeo merecía tu valentía y tu valerosidad; de otra más encumbrada sepultura era digno ese tu membrudo cuerpo, que no la mojada y menuda arena; no era digno de quedar sujeto a las carníferas aves. [233] ¿Qué te movió, oh infeliz, a hacer tu airado brazo verdugo de tu vida? No debió ser otro sino tu demasiada soberbia. Sea lo que fuere, no he de consentir que tu cuerpo quede entregado a las bestias fieras, ni menos tus armas sin trofeo, que declare el sacrificio que de ti y d’ellas heciste a tus dioses, sembrando en los campos y verde yerba tu sangre, sacada con tu propria mano.
Y diciendo estas lastimosas razones, se quitó el yelmo y, sacando la homicida daga que en el cuerpo del moro atravesada estaba, con ella le hizo un crecido y hondo hoyo, a do el miserable cuerpo lanzó, cubriéndole de tierra. Las armas puso colgadas de un alto y encumbrado pino, que cerca de la sepultura estaba; y con la punta de la daga en el grueso tronco escribió este epitafio:
Al pie d’este alto pino el sinventura
de Bramarante yace sepultado,
fuerte, furioso más que criatura
nacida dentro del pagano estado.
Matose con su propria mano dura,
rompió su corazón jamás domado;
y el hijo de Trebacio fue el primero
que vido en tierra muerto el moro fiero.
Él con su mano abrió la sepultura,
siendo su cuerpo de más gloria digno,
poniendo por trofeo esta pintura
en lo más recio del hojoso pino.
Nadie las armas del tan sinventura
ose cubrírselas sin se hallar digno;
y el que las cubra pierda aquí el sosiego,
pues toma guerra con el imperio griego.
Escrito el epitafio, dijo:
—Perdona, valeroso moro, pues por agora te doy cuanto darte puedo. Yo te prometo de te cumplir lo que el epitafio dice, aunque me cueste la vida. Y para que más cierto estés de lo que te prometo, no habrá año que no venga a reconocer esta tu sepultura, por ver quién ha sido tan desmesurado que crea ser digno de cubrirse tus heroicas armas. (Pedro de la Sierra, Espejo de príncipes y caballeros, segunda parte [1580], libro I, caps. 1-2).
§ 32. DE CÓMO AMADÍS DE GAULA MUERE EN SU CAMA, ANTE LA PRESENCIA DE TODOS SUS CABALLEROS
Viendo ya el rey Amadís cumplido el término de su vida que aquel alto Dios le había limitado, no olvidando su gran virtud e nobleza, le quiso revelar el día de su muerte. E así fue, que por voluntad de Dios, estando el rey Amadís en su lecho encomendándose a Él muy devotamente, oyó una voz que le dijo:
—Apercíbete, rey, que antes de tercero día has de ser delante del Alto Juez.
E tanto que el rey oyó la voz, se tornó más devotamente a encomendar a Dios, pidiendo misericordia de sus pecados, esparciendo muchas lágrimas de verdadera contrición. E otro día fizo llamar al padre ermitaño e tornose a confesar, diciéndole lo que la voz le había dicho, de lo que el santo hombre fue espantado e confirmolo más en la fe. E después que lo oyó de confesión, dijo misa e diole el verdadero cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, el cual él recibió con tanta devoción, esparciendo tantas lágrimas, que no estaba ende tal que no desease ser el rey Amadís a aquella sazón, por estar en el estado de salvación según el gran arrepentimiento de sus pecados mostraba. Y esto acabado, alzó las manos al cielo e dijo:
—Mi señor Jesucristo, alabada sea tu alta majestad para siempre, ca me llegaste a estado que te conociese. Humildemente te ruego que hayas piedad d’esta ánima pecadora y me lleves desde agora para ti cuando fuere tu voluntad.
Toda aquella cámara donde el rey yacía era llena de príncipes e caballeros de alta guisa, y el rey, que así los vido, les dijo:
—Ya, mis buenos amigos, no menos valientes que esforzados caballeros, el tiempo es venido que vuestro rey e grande amigo os conviene perder y él a vós desamparar, que así es la voluntad de aquel Alto Dios que por su ministro e vuestro regidor me constituyó en la tierra. Gran soledad llevo de vosotros en no’s haber galardonado como vuestro gran valor merecía, mas lo que yo no he fecho en la vida ruego al emperador que lo cumpla después de mi muerte, que, como a fijos, vos ampare con sus alas e galardone vuestro merecimiento. Mucho encomiendo a vosotros el estado de la caballería que todos habéis recebido, que lo ejecutéis debidamente, más en servicio de Dios que en las vanidades d’este mundo perecederas; e que honréis mucho a las doncellas e defendáis las viudas e amparéis los corridos e consoléis los desconsolados; y aborrezcáis la soberbia que a los ángeles echó en los infiernos; e guardad las promesas así a vuestros amigos como a enemigos, porque así experimentando la bondad de vuestras personas, ganaréis en este mundo corona de fama y en el otro aquel santo paraíso; e parad mientes que en este mundo somos de tierra fechos y en ella hemos de ser vueltos, que ni la valentía de la persona ni ardimento [234] del corazón puede valer a ninguno que no haya de pasar por las puertas de la muerte; porque, aunque en todas las otras bravas afrentas vuestra bondad siempre puje e vaya adelante, en ésta le conviene fallecer, de lo que en mí podéis tomar ejemplo. ¿Qué fueron de mis grandes fuerzas e valentía con que vosotros me habéis visto facer grandes golpes, así en batallas de esforzados caballeros como de dudados gigantes, con quien tanto loor en el mundo tengo alcanzado? ¿Qué fue de todo sino que, como cosas vanas e perecederas, d’este mundo desaparecieron como fumo con el viento muy ligero? E mi fortaleza e disposición tornada polvo e ceniza, y las otras cosas todas olvidadas, e ni grandeza de mi estado, ni tesoros, ni bondad de caballeros me puede valer ni defender de la amarga muerte, que me llama; en lo que vosotros parando mientes, temiendo el poder del alto Dios, aquellas fuerzas corporales de que tan complidamente sois dotados gastad en su servicio e loor, e no por las vanas cosas d’este mundo que se pasan como aire, e de verdes se paran secas como feno, e como sombra se declinan; e si así lo ficierdes, seréis de Dios benditos en este mundo, y en el otro coronados de gloria con sus ángeles.
Así se estaba en razones este noble e católico rey con sus caballeros, de los cuales no menos sentía soledad que si sus fijos propios fueran. E así ellos no sentían menos la mortal agonía en que vían al rey su señor, y el sentimiento que ende habían sus ojos fechos fuentes de lágrimas lo demostraban, que no había ende tal que no ficiese esquivo llanto; ca bien les parecía que el rey su señor, según la enfermedad le había mal parado, que no podría mucho turar, fuera la voluntad de Dios, de que a todos una nube de sentimiento lastimaba sus ánimas, e otra de pesar amancillaba los corazones, deseando más tenerle compañía en la muerte que después d’ella gozar de dulce vida ni deleite. Aquel día en la noche el rey Amadís rogó a sus hermanos e al emperador e a los otros príncipes que comiesen aquella cena delante d’él, por que habría mucho placer; venida la noche las mesas fueron puestas, e los caballeros se sentaron a comer con más tristeza en sus corazones de lo que demostraban en los semblantes por no enojar al rey. En una gran mesa comían el emperador e Lisuarte, Arquisil, el rey don Galaor, e Florestán, y el rey Agrajes, e Florisando, e Coroneo, y era muy llegada a la cama, de guisa que el rey les fizo compañía e comió algunos bocados. La cámara era toda llena de otras mesas e muchos e muy preciados caballeros por ellas. E viendo el rey Amadís tanta e tan noble caballería, y que la mayor parte era de su deudo, y que toda deseaba su servicio, paciendo sus ojos aquel gustoso pasto de vista, sabiendo que muy presto le convenía ser d’ellos apartado, conociendo la gran soledad e tristeza que por su muerte habían de pasar e sofrir, rogaba a Dios que enviase aquellos caballeros algún consuelo a su cuita. (Juan Díez, Lisuarte de Grecia [1525], cap. 164).
QUE TRATA DE DIVERSAS AVENTURAS AMOROSAS
IV.1. SOBRE LAS MIL CARAS CON QUE EL AMOR SE PRESENTA ANTE LOS ENAMORADOS, CON OTRAS HISTORIAS DIGNAS DE MENCIÓN
§ 33. DE CÓMO AGESILAO SE ENAMORA DE DIANA SÓLO CON VER UN RETRATO SUYO, Y DE LOS VERSOS QUE ESCRIBE PARA DAR RIENDA SUELTA A SU AMOR
El príncipe Agesilao y el príncipe don Arlanges de España en los estudios de Atenas pasaron hasta que hubieron doce años, con tanto saber y hermosura como os habemos contado, especial de Agesilao; y a la sazón que decimos, una imagen de las de Diana trujeron allí donde el concurso de los oradores concurría, para que ganasen cierto precio el que mejores versos hiciese en loores d’ella; y como Agesilao viese la su tan extremada hermosura, así su imagen fue esculpida en su corazón que ni la terneza de su edad, y la sabiduría natural ni la de sus estudios fueron parte para no darle del todo el señorío de sí mismo, pareciéndole desde el punto que la vio que otra ánima no gobernaba su cuerpo ni que su cuerpo no conocía otra ánima; y como él se sintió llagado de la mortal herida de amor d’esta princesa, a su posada se va y, retraído solo comienza consigo mismo a hablar, diciendo:
—¡Ay, Santa María, y qué es esto, que siento en fuego tan abrasado quemarse mi corazón y abrasarse mis entrañas! ¡Ay, Amor, que no guardas el previlegio de mi edad, y tú, Razón, el de mi deudo con esta princesa! Mas, ¡ay de mí! ¡cuánta es la razón de mi mal, pues en ella razón y amor se juntaron! ¡Oh, razón de mayor hermosura, e quién me hizo a mí imaginario ni pintor para que tan natural tu figura en mí pudiese pintar! ¡Ay, que muero y la vida no se acaba! ¡Oh, que siento lo que, por sentirlo más, quedo con menos sentido! ¡Ay, que la razón a amar me convida y la sinrazón de mi osadía me deja sin esperanza! La gloria de tener tal pensamiento me manda publicarlo, y lo que se debe al valor de cuyo es me pone el comedimiento que a la razón de callarlo se debe. ¡Ay, qué haré para morir, para no vivir muriendo! ¡Oh, gran mal, que con la vida desespero y con la muerte no hallo seguridad! Cánsame pensar, y el mismo cansancio me pone descanso con la razón del pensamiento. ¡Oh, mi señora Diana, en cuán fuerte punto tomastes vós la propriedad de aquella Diana sobre los mares de mis pensamientos, que así crecen y menguan por virtud de la fuerza que vós sobre mí tenéis, como Diana tiene sobre los poderosos mares! ¡Oh, que crece mi deseo y se mengua mi esperanza, acórtaseme la vida y alárgaseme la muerte; dilátase el pensamiento y encójese mi osadía; crece con fuerzas amor y menguan las que yo tengo; dilátase vuestra hermosura, encogiéndose la mía; alárganse mis razones y acórtanse las que con ellas quiero decir; alárgase mi sentimiento y acórtase el poder darlo a entender, para que vós lo sintáis! Mas ya que en vuestra presencia no puedo mostraros lo que siento con veros, a vuestra imagen lo quiero notificar con el sacrificio de mi corazón, como el príncipe don Falanges, mi señor, los de los brutos a la mi soberana madre ofrecía.
E diciendo esto, toma papel e tinta; y los versos que él en griego escribió, tornados en nuestra lengua son éstos:
Bien como cuando la luna está llena
de gran hermosura de rayos de Apolo,
y toda su lumbre la tiene d´él sólo
y así a las estrellas con ella condena,
así fue con Dios la clara serena
que tiene los mares de mi pensamiento,
mostrando la lumbre del solo que cuento
con tal hermosura que es tuya y no ajena.
¡Oh, tú, Diana, la más excelente,
alumbra la noche que tengo en tu ausencia
para que pueda, con ver tu presencia,
gozar de la gloria de verte presente!
Que estando tu lumbre de mí tan ausente,
no puedo yo lumbre ninguna tener,
mas de la imagen que pudo poner
de tu hermosura y alma la siente.
El precio se pierde do el precio se gana,
loando el principio que no tiene cabo,
por tanto no alabo loando a Diana;
pues más de sí dice con verla que alabo,
pues todas las gracias tiene sin cabo,
será bien ponerlo allí do el hablar
se halla que dice muy más con callar,
por do de loarte, Diana, yo acabo.
Al tiempo que él acababa estos versos entró don Arlanges, e dijo:
—Mi buen señor, ¿qué hacéis?
—Deshago, —dijo él—, lo que Dios hizo sin cabo para acabarme a mí, así en la vida como en las razones que para mayor sinrazón de mi locura escribo.
—¿Qué queréis por esto decir?, —dijo don Arlanges.
—Quiero decir, —dijo él—, que cuando me faltan palabras para decir lo que siento, con haber visto la imagen de Diana, que cuánta locura será querer decir lo que con el saber de Dios se muestra, y con más que sólo verla no se puede encarecer.
—Paréceme, —dijo don Arlanges—, que sandez [235] de sentimiento de amor más que falta de palabras muestran vuestras razones.
—Por cierto, cormano, [236] —dijo él—, la sandez no se excusa en osar tener tal pensamiento, ni el castigo no deja de salir de la pena de tal locura; y pues este mal no sufre consejo no’s lo pido para quitarle, que para esto no me falta razón para que, junto con la pena que siento, no sienta la gloria de recebirla por quien la siento; mas pídoos el consejo que a mí me falta para ir a buscar la muerte para acabar la muerte que siento en la vida, o para sostener la vida con gloria de tener presente el original de aquella que con su traslado me pudo dejar sin vida. (Feliciano de Silva, Florisel de Niquea, III [1546], cap. 14).
§ 34. DE CÓMO FLORINEO, QUE SÓLO PENSABA EN GANAR HONRA Y FAMA EN AVENTURAS CABALLERESCAS, ES ATRAPADO EN LAS REDES DEL AMOR DESPUÉS DE ESCUCHAR EL CANTO DE BELADINA
—Mi buena señora, si con palabras hubiese de satisfacer a tan gran merced como la que hoy me habéis fecho, sería menester juntar muchas lenguas abundosas de sabias y dulces razones para daros las gracias d’ella; mas, porque tengo en pensamiento de pagarla con obras cuando se ofrezcan en vuestro servicio, callaré por agora. Y a lo que decís que, sabiendo quién yo soy, si soy tal por mi linaje vos merezca, me tomaredes por marido, yo soy el que gano tanto en ello que no soy dino [237] fasta agora de tan gran gloria; mas podría ser que andando el tiempo vos serviré yo también con el ayuda de Dios que hayáis por bien de me querer por mi persona, porque sabed que mi linaje es tan pobre y de baja suerte que, si lo supiésedes, a un por escudero no me tomaría-des, cuanto más por marido. Por lo cual, vos ruego, mi buena señora, que por agora no queráis saber más de mi facienda, ni tampoco trabajéis en quitarme de buscar las aventuras, porque me sería mayor pena que la muerte.
Cuando la infanta entendió lo que Florineo le dijera, no le quiso más fablar en ello por no le dar pena, antes, aunque quedó algo afrontada, acordó de disimularlo, ca era muy sesuda, y díjole:
—Pues que así vos parece, buen señor, yo fuelgo [238] de que se faga lo que vós mandardes, y digo que os esperaré todo el tiempo que quisierdes; mas ruégovos que, porque es éste el primer don que demandé en mi vida, que me otorgéis uno, y sea que os vais a folgar a un mi castillo muy deleitoso que tengo orilla de la mar, unos quince días conmigo, porque en él conozcáis parte de la voluntad tan crecida que os tengo.
Y él muy alegremente se le otorgó por la complacer. Y esto facía la infanta porque, como vido que tanto se encobría de todo en todo, creyó que era de muy alta sangre, y más porque ansí la desechaba, y con esto se le doblaba el deseo que tenía de se casar con él. Y cuidó que, llevándolo a aquel su castillo, que ella le faría en él tanto placer que le volviese la voluntad para facer lo que quería. Y ansí anduvieron tanto por sus jornadas que llegaron a la villa de la infanta que vos dijimos, donde fueron muy bien recebidos de todos sus vasallos, porque ya sabían de su venida y habían oído decir del Caballero del Salvaje. Y todos le salían a ver por las calles como a cosa de gran maravilla fasta que llegaron al palacio; y allí estuvieron tres días folgando. Y en este medio tiempo, la infanta mandó aderezar grandes fiestas en el Castillo del Deporte, que ansí se llamaba un fermoso castillo que tenía en cabo de todo el reino sobre una ribera de un río que por junto a él entraba en la mar, y estaba asentado al pie de una montaña tan áspera que por maravilla arribaba allí persona nacida, porque estaba en la más apartada tierra de todo el reino de Irlanda; y en él había tan fermosas y ricas moradas y vergeles y huertas de tantas arboledas y tan sabrosas fuentes que lo más del tiempo facía en él su habitación el rey de Irlanda, padre de la infanta cuando era vivo; y por ser tan deleitoso y apartado le llamaban el Castillo del Deporte. Y allí acordó la infanta de llevar a Florineo y facerle tantas fiestas y placeres que le ganase la voluntad para que hubiese por bien de se casar con ella y procuraba todo cuanto podía por lo encender en el amor que ella ardía; y como era niña y tan fermosa y lozana, él estaba muy pagado d’ella, mas no tanto que le ficiese mudar su propósito. Y pasados los tres días, la infanta tomó seis doncellas y cuatro escuderos que la sirviesen, y al Caballero del Salvaje que la aguardase; y despidiéndose de sus vasallos, les dijo que iba a cumplir una romería que tenía prometida; y con la compaña que vos habemos dicho, se partió para el Castillo del Deporte. Y llegados a él, Florineo fue muy maravillado de ver tan rica morada en lugar tan apartado y áspero; y cuando fueron dentro, nunca facía sino mirar la fermosa y extraña labor, así del castillo como de las cámaras y huertas y fuentes que en él había, y decía que en su vida viera cosa tan rica y deleitosa como era aquel castillo, y allí estaba tanto a su sabor que le semejaba estar en el paraíso terrenal, porque, luego como llegaron, aquella fermosa infanta mandó poner las mesas junto a una sabrosa fuente a la sombra de unos árboles muy fermosos y olorosos, adonde comieron con mucho placer; y los cuatro escuderos y Lelio servían al Caballero del Salvaje, y dos doncellas a la infanta, y las otras cuatro estaban tañiendo y cantando muy dulcemente, porque la una tañía un laúd, y la otra una arpa, y la otra un clavicordio, y la otra un dulcemel [239], y todas se concertaban tan bien y facían tan dulce armonía con sus suaves cantos que le parecía a Florineo que en su vida oyera cosa que tan bien le pareciese. Y allí fueron tan bien servidos de tan diversas y buenas viandas, y tan abundosamente como lo fuera en la corte del rey de Inglaterra. Y Florineo estaba maravillado del rico y alto servicio que la infanta le facía, y bien vido que no había cosa en el mundo con que le pudiese pagar lo mucho que le debía, y si no tuviera memoria de las aventuras y cosas de las armas, cierto se casara con ella por la complacer; mas acordándosele d’esto, no veía la hora de ser salido de aquel lugar, porque le parecía que recebía mucha vergüenza en estar allí sin facer cosa de que honra pudiese ganar. Y cuidando en todas estas cosas, estuvo fasta que hubieron comido. Y las tablas alzadas, la infanta mandó a sus doncellas y escuderos que se fuesen a comer; y tomando ella el laúd en sus fermosas manos, comenzó a tañer y cantar tan suavemente que Florineo quedó espantado de la oír; y con mucha gracia y melodía dio principio a una dulce canción que decía:
Pues que amor y mi ventura
me hicieron tan desdichada
de amar do no soy amada,
viviré siempre en tristura.
Con tristura y sin placer
viviré pues que mi suerte
me ha causado cruda muerte
sin yo gelo merecer.
Y pues que mi desventura
me fizo tan mal hadada
de amar do no soy amada,
viviré siempre en tristura.
E como estaba tan ferida del amor, decíala tan bien y con tanto dolor, mezclando con el suave canto tantos sospiros, que como era niña y fermosa, no pudo tanto la fortaleza de Florineo que pudiese resistir a las fuerzas de Cupido para que su bravo corazón no fuese traspasado con las palabras de la canción, las cuales encendieron en él un tan sabroso fuego de amor que jamás se le mató. Y cuando la infanta dio fin a su dulce música, él quedó tan pagado d’ella que de todo en todo se determinó de no entender sino en servirla y en facer cuanto ella le mandase, con tal que no le estorbase de buscar las aventuras y seguir las armas. Y estando en este crudo y nuevo pensamiento, vinieron los escuderos y doncellas de comer; y llegados, la infanta se levantó y tomó por la mano al Caballero del Salvaje, y le llevó por entre muy fermosos árboles a una muy rica cámara que salía sobre la huerta; y en ella estaba aparejado un lecho muy rico para él, y en otra cámara más adentro, estaba otro no tan bueno para su escudero, adonde vido sus armas. Y allí llegados la infanta le dijo:
—Buen caballero, éste ha de ser vuestro aposiento para reposar y dormir mientras aquí estuvierdes.
Y él le respondió:
—Fermosa señora, en otra parte tendría más reposo mi corazón que no en él.
Y ella no lo entendió porque cuidó que, según le había antes respondido, que lo dijera porque quisiera estar en otro lugar. Y dejando a Florineo en su cámara, se fue ella para otra muy rica que le tenían aderezada, y estaba tan triste, cuidando que el Caballero del Salvaje estaba todavía obstinado en su propósito, que se quería dejar morir con pesar. Mas si bien supiera la verdad, no lo ficiera, antes estuviera muy leda, porque, como vos habemos dicho, desde la hora que Florineo la oyó tañer y cantar y entendió lo que la canción dijera, quedó tan encendido en el su amor que el corazón le parecía que le menuzaban [240] en muchas piezas. (Francisco de Enciso Zárate, Florambel de Lucea, libro I [1532], cap. 15).
§ 35. DE CÓMO LA PRINCESA ARLANDA DECLARA SU AMOR A DON FLORISEL, Y DE CÓMO EL CABALLERO LE CONFIESA SUS AMORES, TRISTES Y DESACORDADOS, POR LA PASTORA SILVIA, DE AHÍ QUE HA CAMBIADO SU NOMBRE POR EL DEL CABALLERO DE LA PASTORA
Tanto fatigaron a la princesa los amores de don Florisel que, a cabo de cuatro días que juntos caminaron mostrando por los continentes parte de lo que en el corazón tenía, una tarde ya que había anochecido, ella tomó por la mano a don Florisel, diciendo quererle hablar algunas cosas que le cumplían, le apartó por debajo de unos hermosos álamos que en una hermosa ribera estaban, los cuales el regocijo que en los cuidados de ambos acrecentaba su encendido fuego. Como allí llegaron algo apartados de Silvia y su compañía, la princesa más gobernada por aquel a quien su libertad había dado que por la razón de su grandeza y honestidad, con otro nuevo fuego que sus faces con la vergüenza abrasaba, no pudiendo ser resistida por parte del que su corazón abrasaba, comenzó a decir ansí:
—Como la cierva herida de la cruel saeta con aquella mortal yerba que por mayor melecina por instinto a las fuentes de las aguas es guiada, donde lo que por principal remedio es causa de más presto acabar la vida, así yo con semejante peligro herida de aquella cruel flecha con que las nuevas de tu fama llagaron mi corazón, con la fuerza de la yerba que el amor con semejante llaga suele poner, corrompiendo y inficionando la fuerza de mi honestidad, ya que en las fuentes de mis ojos con llorar no hallé melecina sino para más acrecentarlo con rabiosas bascas, [241] a ti soy venida con el esfuerzo que mi hermosura me puso para con ella encendiendo en ti semejante fuego que el mío, por cuya razón las mortales llamas de ambos con conformidad de las voluntades apagadas fuesen. ¡Ay de mí! Que aquella libertad que la hermosura puede tener para traer a los brutos ulicornios por su razón movidos hasta padecer la muerte sin ornamento de ninguna razón que para ellos los gane, yo la traigo siendo d’ella domada para sojuzgar aquel que por la vía de la razón antes por rigor que por piedad d’ella debía de ser sojuzgado. Mira con cuánta confianza de tu virtud y mi hermosura soy venida, y no quieras que lo que por tanto precio de mi honestidad comprado con sacrificio de crueldad de tu parte, y ejecutada con mis proprias manos con la mía me da el galardón, que más el corrompimiento de mi honestidad, que lo que se debe al verdadero amor que yo tengo, sea pagado; aunque esto sería la razón de lo que se debe de haber yo corrompido aquellas leyes que más a ser requeridas, que a requerir, las altas doncellas me obligaban; de lo cual te certefico yo ser una de las tales, mas no quiero que sepas mi nombre, no porque él no goce también como yo del sacrificio de mi honestidad, mas porque la grandeza de mi real sangre d’él sea reservada. ¡Ay de mí! Que aquella ave que en las riberas con sus cantares su muerte solemniza tiene más virtud por instinto, pues canta con razón por poder la vida sin ningún vituperio, e yo por librarla de muerte para ponerla en él con lágrimas, pido lo contrario. Mira cuánta es la fuerza que sin fuerza con tenerla me fuerza, que, propuestas todas las razones contrarias de mi deseo por parte de la honestidad y grandeza, a ti soy venida con dos crueles condiciones, de las cuales de la una ya tengo la sentencia contraria, que es de aún corrumpido las puertas de mi honestidad; la otra está en juicio en tus manos; y la ejecución en las mías para con tu respuesta recebir la vida o la muerte: la vida para amatar las muertes que contino paso; la muerte para que todas ellas y más mi vida la reciba con la fama de tu crueldad en tu desamor y vituperio mío. Agora que has sabido mi demanda, quiero saber yo si conforma con tus obras aquella forma que no sólo el mundo, mas los cielos matizados tienes.
Don Florisel muy maravillado fue de se ver ansí requerir por una tan hermosa doncella, la cual su hermosura antes a ser requerida obligaba que a requerir; mas como él no tuviese sobre sí en aquella parte ninguna libertad para satisfacer el deseo más de en el lugar donde puesto estaba, como los que ciegos del cruel amor aman que no se hallan sino allí donde ya están convertidos, y en otra parte no como ya no son en sí sino en aquella que aman; pues teniendo Silvia a don Florisel d’esta suerte, por una parte movido a gran piedad de la princesa, y por otra vencido de su libertad enajenada, a la princesa respondió:
—¡Ay, hermosa doncella! ¿Cómo venís vós a buscar el que ya no es ni en sí se halla, de lo cual e[l] nombre que puesto traigo os debiera dar testimonio de mi enajenado señorío a buscar remedio en quien no tiene descanso, en quien no lo halló gloria, en quien la tiene puesta toda en sus pensamientos, y en lugar d’ella el cuerpo la pena, salvo si para tomar consuelo con mi mal el vuestro me busca? ¡Ay de mí! Que la razón de vuestra hermosura os dará lugar a conocer la poca libertad de mi poder, pues me demandáis lo que yo a vós debiera de pedir si fuera yo mío y no ajeno. ¡Ay, que no me siento sino para sentir lo que sentís! Y más siento lo que siento que vós no podés sentir, para no poner culpa aquél que no la tiene, pues no es y no la tuvo en la tener de todo su mal por la razón y causa que para tener lo tengo. ¡Oh, que las fuentes de las aguas, que vós en vuestros ojos buscábades para remedio de la enherbolada herida, contino yo las traigo en mis ojos saliendo de aquel mar tempestuoso que ansí hiere la tormenta de su braveza mis entrañas y corazón, como el espantable y no tan furioso mar en las rocas de sus marinas riberas con sus inmortales ondas! ¡Ay, que el unicornio que vós decís que os había de buscar por razón de vuestra hermosura, así es la verdad si no estuviera ya muerto habiéndose mirado en el espejo y hermosura de la mi Silvia, dándole la muerte los engañosos cazadores y ministros del cruel amor! ¡Ay, hermosa doncella, cuán mal un fuego con otro se amata, antes por razón se enciende! Qué os puedo decir sino que contino a él, sí hecho ceniza, pensando tornarme d’él a sacar con la virtud del fénix, y cada vez más sin mí me hallo sin que otra mayor virtud d’él he sacado, que dejando de ser yo me hallo en aquella silva [242] por razón de mis llamas envestido, donde me habéis de buscar y buscar el remedio vuestro y mío que en su poder está, que ella tiene tan lleno mi corazón de su figura y pensamientos que todas estas riberas y campos hallo estrechos según se siente apretado. Ved cómo podrá caber cosa donde cosa motiva haya, porque a poder en él vuestras encendidas centellas obrar, no pienso que menos fuerza hiciesen que los grandes tiros de artillería que con la demasiada carga y contrariedad de los elementos son en much[a]s partes quebrados. ¡Ay, que todo está cargado de Silvia! No puede venir otro fuego con que no muera antes que consentirlo, y ¡perdonadme por Dios!, que más siento vuestro mal que el mío, por quien no soy mío ni puedo en esa parte ser vuestro, que ajeno soy. En todo lo demás que tengo libertad, haced de mí a vuestra voluntad, que a serviros está obligada, e yo con ella hasta la muerte, por el cargo que siento que os soy donde no hay ningún descargo, si de la vida sola no perdiéndola en vuestro servicio en mi libertad.
La princesa que tal respuesta oyó con bascas iguales a muerte, torciendo sus manos con muchas lágrimas, comenzó a decir:
—¡Ay, cuán bien empleado ha sido en mí el castigo de mi deshonestidad! ¡Ay, honra, cómo ninguno te ofendió que no quedases d’él satisfecha! Si bien corrumpí las leyes de mi honestidad y grandeza, bien me han dado el pago de mi locura. ¡Ay, amor no sé por qué tú siempre acostumbras los tales galardones, qué ley hay para que este caballero ame a quien no le ama, sino la que para llamar yo a él! ¡Oh, que todos tus engaños son claros si no nos quisiésemos dejar engañar de nuestro deseo, mas guiados por lo que deseamos que por lo que alcanzamos y conocemos, que no queremos conocer! ¡Ay de mi grandeza sin superior abajada a tributo del tributario de la tributaria pastora, y de mi presunción, que con tanta desautoridad me ha traído, con semejante engaño, como las codornices a la red, y de mi delicadez que con tanto trabajo me esforzó a recebirlo mayor, mi honestidad a ser perdida, mi hermosura a tomar ejemplo de la soberbia que, pensando vencer, a ser vencida vino! ¡Ay, Caballero de la Pastora, que tu nombre con razón te da disculpa de mi culpa! ¡Oh, cuán bien fue en subir mi nombre, pues me había de poner tal renombre!
Y diciendo esto cayó en tierra amortecida, y don Florisel movido a gran lástima la tomó en sus brazos, y echándole del agua del río en el rostro tornó a sí con un gran sospiro diciendo:
—¡Ay, que en más tengo el precio con que quise yo por mi libertad, que haberla perdido! Vamos de aquí, que yo me daré el castigo de mi locura, y a ti el de tu crueldad, con jamás te dejar de decir mi gran dolor, para mi descanso y mayor fatiga tuya, que es la mayor que el que aborrece puede recebir de la que es amado.
Y con esto limpiando sus lágrimas la más triste mujer que jamás nació, tornó por donde había dejado su compaña. (Feliciano de Silva, Florisel de Niquea, I-II [1532], libro I, cap. 12).
§ 36. DE CÓMO UNA DONCELLA SE LAMENTA EN UNA FLORESTA DE LAS POCAS MERCEDES QUE LE CONCEDE SU AMADO ZOÍLO
No sin gran pena caminaba el hercúleo mancebo sintiendo gravemente la muerte del moro; y como iba apasionado, no tuvo cuenta en su camino, y sobrevínole la noche muy escura, tal que no pudo pasar más adelante, según la escuridad hacía; y allí se hubo de apear. Y quitando el freno a su caballo, le dio lugar a que paciese, que bien le hacía menester, según el trabajo y cansancio pasado. Él se quitó el yelmo y, puesto por cabecera, se tendió sobre el verde prado, en el cual consideraba la pena que de lo pasado le sobrevenía; acrecentábasele verse ausente de su querida Olivia, como aquel que no había cosa en el mundo que más amase. En semejantes extremos, sin poder dormir, estuvo hasta que la luna se mostró muy clara, en la cual puestos los ojos, se dio a considerar la grandeza de Dios, junto con ver con cuánto orden el estrellado cielo estaba compartido. Ya que se agradecía a dormir, oyó hacia la mano siniestra un instrumento, que muy dulcemente resonaba; y dende a un rato le acompañaba una sonorosa voz, tan delicada y con tanta armonía que casi se podía juzgar por divina. El príncipe se levantó y, muy sosegadamente, movió el paso para poder de más cerca gozar de tan dulce armonía. No a muchos pasos se sobrevino la claridad de Diana, con la cual alcanzó a ver, debajo de un espacioso pino, una doncella sentada sobre un paño de terciopelo negro. Y vio ser la que tan acordada-mente cantaba y tañía. Tenía sus hermosos cabellos sueltos y tendidos tras de las orejas, y caíanle sobre las espaldas, tan largos que alguna parte d’ellos el negro paño con su color dorada matizaba de un dorado esmalte. A sus pechos un hermoso laúd tenía arrimado, con que la dulce música, como habéis oído, sonaba. Consigo tenía en su compañía hasta nueve doncellas, vestidas de extraño traje, todas de terciopelo negro. Y a un lado estaba tendido en el suelo un grande y bien hecho caballero, armado de diamantinas armas todas negras sin otro matiz alguno, el cual estaba muy atento a la música que la hermosa doncella cantaba, que eran estos versos:
Con ver las claras ondas d’estos ríos
creyendo descansar, padezco tanto
que del Amor me causan los desvíos.
Por dar algún alivio a mi mal, canto;
mas conviértese luego en tanta pena,
que me hace volver de nuevo al llanto.
Mi desventura a esto me condena,
desterrando del alma el alegría,
porque jamás espere cosa buena.
Pasó ya el tiempo que cantar solía
y en tormento se ha vuelto mi tesoro,
porque lo quiere así la suerte mía.
¡Cuán poco me valió el cabello de oro
y el bello resplandor de mi figura
contra el desdén airado de aquel moro!
¡Ay, pérfido, cruel! ¡Ay, suerte dura!
¿Qué viste en mí, que tan tiranamente
negaste tu favor a mi hermosura?
¡No sé cómo el gran Júpiter consiente,
ni el valor summo del imperio griego,
que yo padezca en él injustamente!
Con tu fingido amor pusiste fuego
al alma d’esta mísera doncella;
y en viéndote adorar, partiste luego.
¿Quién apagó tan presto la centella
con que abrasado el pecho te fingiste
sólo para engañar una doncella?
¿Qué gloria o qué trofeo pretendiste
de hacer este engaño? ¿A quién creyera
que en el lago infernal ninguno hay triste?
Si tu cruda intención, tirano, era,
en viéndome cautiva, así olvidarme,
darme muerte más honra tuya fuera.
Menor infamia fuera el acabarme
no dejarme así viva muriendo
y por sólo quererte lastimarme.
Por ti se va mi vida consumiendo
y, aunque me huyes, muero por hallarte;
y al punto que me ves partes huyendo.
En tanto que no muero, he de buscar[t]e,
porque el amor de suerte me ha rendido
que para defenderme no soy parte,
aunque el trabajo y tiempo veo perdido.
Feneció su canto con un doloroso sospiro y, dejando caer el instrumento de la mano, con grande ansia dijo:
—¡Oh, príncipe Zoílo! Si supieses la peregrinación que esta cuitada infanta lleva, siendo tú la causa d’ello, no creo tendrá tanta fuerza la desamorada agua de la Fuente Encantada de Merlín que apartar pudiese de tu corazón algún pequeño sentimiento de mi tan desenfrenada pena.
A las palabras, se levantó el caballero que par de la doncella estaba, y no pudo estar que no respondiese:
—¿Que tanta fuerza tenga en vós Amor, delicada infanta, que no sea parte el desamor que el príncipe tártaro os mostró, para le pagar con el mesmo desagradecimiento? Mandastes que me viniese con vós a Grecia, pedístesme en don su cabeza, en pago de su crueldad, ¿y en vuestras cantinelas y sospiros siempre es de vós llamado? Yo os prometo, si la ventura me ayuda, yo haga de suerte que desarraiguéis ese sobrado amor que le tenéis.
La afligida infanta, no libre de pena, le responde:
—Príncipe mesopotanio, dos extremos grandes lastiman mi corazón: la crueldad que conmigo el príncipe tártaro ha usado me mueve a venganza; y el verdadero amor mío nunca mudado me la impide. ¿Qué haré, príncipe valeroso, si el hijo de Venus quiso mostrar más su fuerza en mis delicadas carnes, que no en sus doblados y recios miembros? ¡Cuán mejor me fuera, oh dioses, el día que con arrebatada furia me dejó, que con doblada arrancárades este mi corazón tan desdichado y fuérades homicidas de mi desordenada voluntad!
Y sin poder decir más, cruzó las manos y se arrimó a un pino que a las espaldas tenía. Y el caballero con un doloroso sospiro se tendió en el suelo. Y el príncipe griego, muy maravillado de semejante aventura, se volvió muy quedo a la parte donde había dejado su caballo, con propósito que, entrada más la luz, con mortal batalla acometer aquel caballero, no más de por quitar a su amigo de semejante estorbo. (Pedro de la Sierra, Espejo de príncipes y caballeros, segunda parte [1580], libro I, cap. 2).
§. 37. DE CÓMO ONOLORIA, MUERTA DE CELOS POR UNOS COMENTARIOS, ESCRIBE UNA CARTA DE DESAMOR A LISUARTE, QUIEN DECIDE ABANDONAR SUS ARMAS Y SU IDENTIDAD, Y PERDERSE EN EL BOSQUE PARA LAMENTARSE
Brildeña, hija del Duque de Alafonte, llamó un día a su hermano que con el duque viniera, que, como ya vos dijimos, por doncel con el emperador había ido, por preguntarle de algunas cosas por a vueltas poder saber de su caballero. E hablando con él mucho sobre lo que allá había pasado, el doncel le dijo:
—Dígovos, hermana, que si la grande infanta libró a Lisuarte, que bien gelo paga, porque ciertamente creo qu’él tiene parte con ella, según lo que en ellos vi.
Luego le contó cómo nunca d’él se partía, e cómo él lo había visto, como ya os dejimos. A esta sazón que él esto decía, llegó la princesa Onoloria por oírle lo que hablaba; e como aquello le oyó, fue tan turbada con el amor que ella tenía, pensando que aquel que ella tanto amaba tenía en otra su pensamiento e no en ella, fue tanta su turbación que por poco se cayera en el suelo. Mas esforzándose lo más que pudo, se fue a su cámara y, echándose sobre su lecho, comenzó a llorar en tal manera que ningún consuelo consigo tenía. A esta sazón entró Gricileria su hermana, que como tal la vio fue muy espantada y le preguntó qué había. Ella le dijo llorando que cuasi no podía fablar:
—¡Ay, mezquina de mí, e cómo soy engañada en querer a quien no me quiere! Mas esto merezco yo por poner mi pensamiento en quien tan poca fe me tiene. Mas si yo puedo, yo gelo pagaré en lo mesmo, que no piense el traidor que por su esfuerzo ganará lo que por su deslealtad pierde.
Luego le contó todo lo que el doncel de Lisuarte le dijera. Gricileria la consolaba mucho diciéndole muchas cosas. Onoloria le respondía que se consolaría, mas que no podía ser fasta que aquel traidor desleal de Lisuarte supiese d’ella lo que él merecía. E luego pensó cómo le hacer saber su enojo e, tomando papel y escribanías, escribió una carta luego; e faciendo llamar un escudero hijo de una su ama, apartándolo aparte, le dijo:
—Amigo, ¿tú querrás hacer una cosa por mí, por que tenga yo que agradecerte?
Él le respondió:
—Señora, no me puede Dios a mí hacer mayor merced que mandarme vós en qué os sirva.
Sacando la carta del seno, ella le dijo:
—Lo que tú has de hacer por mí es que lleves esta carta a Constantinopla e la des a un caballero que de la Vera Cruz se llama de mi parte, lo más secretamente que tú pudieres e más presto.
E sacando una cadena de oro, gela dio para el camino. El escudero tomó la carta y, besándole las manos, se despidió d’ella. Ella quedó algo consolada con aquello, e tenía tanta enemistad al Caballero de la Vera Cruz cuanto antes amor. El escudero se dio tanta diligencia en el mandado de su señora que ese mesmo día entró en una barca e a más andar se fue la vía de Constantinopla. [...]
Estando todo aderezado para la partida que dende a dos días había de ser, llegó un doncel al Caballero de la Vera Cruz que con el rey Amadís estaba, e díjole al oído:
—Señor, un escudero está allí que vos llama, que quiere hablar con vós secreto.
Él se levantó e, saliendo al corredor, halló al escudero, que este era el hijo del ama de la princesa Onoloria que ella enviaba. El escudero se le humilló e, llevándolo a una parte del corredor, dándole la carta, le dijo:
—Señor, mi señora la princesa Onoloria os envía esta carta. Ved lo que en ella viene, que yo no sé más d’esto.
Lisuarte que oyó nombrar a su señora, todo se estremeció, tomando la carta, dijo al escudero:
—Amigo, aguárdame aquí, que yo veré lo que manda vuestra señora.
Luego se fue a su cámara no viendo la hora que abrir la carta por ver lo que en ella venía. E abriéndola, la vio que decía así:
¿Con qué corazón osastes vós enviarme a decir lo que con Alquifa enviastes, pues tan desleal caballero como vós no había de tener atrevimiento, siendo tan desleal e traidor, de poner pensamiento en tan alta princesa como yo? Por ende, no parezcáis ante mí ni donde yo pueda veros ni oír de vós, que vuestras palabras que en la carta enviastes y así mesmo con Alquifa me enviastes a decir yo tengo bien conocido el engaño d’ellas. E si quisierdes engañar, a las bajas doncellas habéis de hacer esos engaños, que no a las tales como yo. Si no fuera por descubrir vuestra osadía, yo vos hiciera matar.
Leída la carta por el Caballero de la Vera Cruz, viendo lo que en ella venía, tan gran tristeza le cubrió el corazón que sin ningún sentido cayó en el suelo tal como muerto. A cabo de gran pieza que en sí tornó, comenzó de maldecir su ventura e la Fortuna que tan contraria le era; dando muy grandes e fuertes sospiros, decía cosas tan amargas que lástima era d’él. Muchas veces estuvo por se matar de desesperado, pero, viendo que perdía el alma y el cuerpo, no lo hizo. E lo que más fatiga le daba era no saber por qué su señora tal enojo tuviese d’él, e con esto acordó esa noche de se ir solo adonde nunca nadie le viese e cumplir el mandado de su señora. Limpiando muy bien sus lágrimas, desimulando lo mejor que pudo se tornó al corredor; e llamando al escudero que la carta le dio, le dijo:
—Amigo, cumple que me aderecéis un caballo lo más encubierto que pudierdes e esta noche a la Puerta Aquileña me aguardéis con él, porque esto cumple a vuestra señora.
El escudero dijo que así lo faría. E luego se partió d’él e se fue a la sala donde dejara a su padre, do halló al Caballero de la Espera e a Florestán muy alegres porque habían de ir con el emperador a ver a sus señoras. Él así mesmo mostró tener alegría. Esa noche, como acabaron de cenar, él dijo al Caballero de la Espera que se acostase, que él había de hacer un poco, que hasta otro día a mediodía no podía tornar. Despi[di]éndose d’él, fue a casa de un caballero viejo su conociente e díjole que le diese algunas armas si tuviese con que armase. El caballero le dio unas de un su hijo. Él se armó de todas ellas e lo más encubierto que pudo se salió fuera de la ciudad, do falló el escudero con el caballo. E cabalgando en él, le dijo:
—Amigo, de hoy más vós podéis volver a vuestra señora y decidle que yo voy a cumplir lo que me envía a mandar, e vós no digáis a nadie cosa de mi hacienda en ninguna manera.
Y encomendándole a Dios, le dejó y se fue por su camino hacia la parte que más espesura de montes pensó haber, por que no fuese hallado. Como solo se vio, llorando muy reciamente, no hizo sino andar tanto que esa noche se alongó gran parte de Constantinopla; e iba consigo hablando cosas muy tristes de oír, sollozando tan reciamente e sospirando que gran parte lo oyeran. (Feliciano de Silva, Lisuarte de Grecia [1525], caps. 51-52).
§. 38. DE CÓMO AMADÍS DE GAULA SE ALEJA DEL MUNDO EN LA PEÑA POBRE, CONVERTIDO EN BELTENEBROS, PORQUE YA NO QUIERE VIVIR SI SU AMADA NO LE CORRESPONDE (CON UN DISCURSO FINAL CONTRA LAS MALAS MUJERES)
Pues así anduvo toda la noche y otro día hasta vísperas. Estonces entró en una gran vega, que al pie de una montaña estaba, y en ella había dos árboles altos, que estaban sobre una fuente; y fue allá por dar agua a su caballo, que todo aquel día anduviera sin hallar agua; y cuando a la fuente llegó, vio un hombre de orden, la cabeza y barbas blanco, y daba a bever a un asno y vestía un hábito muy pobre de lana de cabras. Amadís le saludó y preguntole si era de misa. El hombre bueno le dijo que bien había cuarenta años que lo era.
—¡A Dios merced!, —dijo Amadís—. Agora vos ruego que holguéis aquí esta noche, por el amor de Dios, y oírmeheis de penitencia, que mucho lo he menester.
—¡En el nombre de Dios!, —dijo el buen hombre.
Amadís se apeó y puso las armas en tierra, y desensilló el caballo y dejole pacer por la yerba; y él desarmose y hincó los hinojos [243] ante el buen hombre, y comenzole a besar los pies. El hombre bueno lo tomó por la mano, y alzándolo lo hizo sentar cabe sí y vio cómo era el más fermoso caballero que en su vida visto había; pero viole descolorado [244] y las faces y los pechos bañados en lágrimas que derramaba, y hubo d’él duelo y dijo:
—Caballero, parece que habéis gran cuita; y si es por algún pecado que hayáis hecho y estas lágrimas de arrepentimiento d’él os vienen, en buena hora acá nacistes; mas si vos lo causa algunas temporales cosas, que, según vuestra edad y hermosura por razón no debéis ser muy apartado d’ellas, membradvos de Dios y demandadle merced que vos traya a su servicio.
Y alzó la mano y bendíjole y díjole:
—Agora decid todos los pecados que se os acordaren.
Amadís así lo fizo, diciéndole toda su hacienda, que nada faltó. El hombre bueno le dijo: —Según vuestro entendimiento y el linaje tan alto donde venís, no os debríades matar ni perder por ninguna cosa que vos aveniesse, cuanto más por hecho de mujeres, que se ligeramente gana y pierde; y vos consejo que no paréis en tal cosa mientes, y vos quitéis de tal locura que no hagáis por amor de Dios, a quien no place: de tales cosas; y aún por la razón del mundo se debría hacer, que no puede hombre ni debe amar a quien le no amare.
—Buen señor, —dijo Amadís—, yo soy llagado a tal punto, que no puedo vevir sino muy poco, y ruégoos, por aquel Señor poderoso cuya fe [v]ós mantenéis, que vos plega de me llevar con vós este poco de tiempo que durare, y habré con vós consejo de mi alma; pues que ya las armas ni el caballo no me hacen menester, dejarlo he aquí e iré con vós de pie, haciendo aquella penitencia que me mandades; y si esto no hacéis, erraréis a Dios, porque andaré perdido por esta montaña sin hallar quien me remedie.
El buen hombre, que lo vio tan apuesto y de todo corazón para hacer bien, díjole:
—Ciertamente, señor, no conviene a tal caballero como vós sois que así se desampare, como si todo el mundo le falleciese, y muy menos por razón de mujer, que su amor no es más de cuanto sus ojos lo veen y cuando oyen algunas palabras que les dicen; y pasado aquello, luego olvidan, especialmente en aquellos falsos amores que contra el servicio del alto Señor se toman; que aquel mismo pecado que los engendra, haciéndolos al comienzo dulces y sabrosos, aquél los face revesar [245] con tan cruel y amargoso parto como agora [v]ós tenéis; mas [v]ós que sois tan bueno y tenéis señorío y tierra sobre muchas gentes, y sois leal abogado y guardador de todos y todas aquellos que sinrazón reciben, y tan mantenedor de derecho, y sería gran malaventura y gran daño y pérdida del mundo si vós así lo fuésedes desamparando; e yo no sé quién es aquella que vós a tal estado ha traído, mas a mí parece que, si en una mujer sola hubiese toda la bondad y hermosura que ha en todas las otras, que por ella tal hombre como vós no se debría perder.
—Buen señor, —dijo Amadís—, yo no vos demando consejo en esta parte, que a mí no es menester; mas demándovos consejo de mi alma y que os plega de me llevar con [v]ós; y si lo no hicierdes, no tengo otro remedio sino morir en esta montaña.
Y el hombre bueno comenzó de llorar con gran pesar que d’él había, así que las lágrimas le caían por las barbas, que eran largas y blancas, y díjole:
—Mi fijo señor, yo moro en un lugar muy esquivo y trabajoso de vevir, que es una ermita metida en la mar bien siete leguas, en una peña muy alta, y es tan estrecha la peña que ningún navío a ella se puede llegar si no es en el tiempo de verano, y allí moro yo ha treinta años; y quien allí morare conviénele que deje los vicios y placeres del mundo, y mi mantenimiento es de limosnas que los de la tierra me dan.
—Todo eso, —dijo Amadís—, es a mi grado, y a mí place pasar con vós tal vida esta poca que me queda, y ruégovos, por amor de Dios, que me lo otorguéis.
El hombre bueno gelo otorgó mucho contra su voluntad, y Amadís le dijo:
—Agora me mandad, padre, lo que haga, que en todo os seré obediente.
El hombre bueno le dio la bendición y luego dijo vísperas, [246] y sacando un dobler de pan y pescado [247] dijo a Amadís que comiese; mas él no lo hacía, aunque pasaran ya tres días que no comiera, y él dijo:
—Vos habéis de estar a mi obediencia, y mando que comáis; si no, vuestra alma sería en gran peligro si así muriésedes.
Estonces comió, pero muy poco, que no podía de sí partir aquella grande angustia en que estaba; y cuando fue hora de dormir, el buen hombre se echó sobre su manto y Amadís a sus pies, que en todo lo más de la noche no hizo, con la gran cuita, sino revolverse y dar grandes sospiros; e ya cansado y vencido del sueño adormeciose, y en aquel dormir soñaba que estaba encerrado en una cámara escura que ninguna vista tenía, y no hallando por do salir, quejábasele el corazón; y parecíale que su cormana Mabilia y la Doncella de Denamarca a él venían, y ante ellas estaba un rayo de sol que quitaba la escuridad y alumbraba la cámara, y que ellas le tomaban por las manos y decían: «Señor, salid a este gran palacio». Y semejábale que había gran gozo, y saliendo veía a su señora Oriana, cercada alderredor de una gran llama de fuego, y él, que daba grandes voces, diciendo: «¡Santa María, acórrela!», y pasaba por medio del fuego, que no sentía ninguna cosa, y tomándola entre sus brazos la ponía en una huerta, la más verde y hermosa que nunca viera. Y a las grandes voces que él dio, despertó el hombre bueno y tomole por la mano diciéndole qué había; él dijo:
—Mi señor, yo hube agora durmiendo tan gran cuita, que a pocas fuera muerto.
—Bien pareció en las vuestras voces, —dijo él—, mas tiempo es que nos vayamos.
Y luego cabalgó en su asno y entró en el camino. Amadís se iba a pie con él, mas el buen hombre le fizo cabalgar en su caballo con gran premia [248] que le puso; y así fueron de consuno como oís, y Amadís le rogó que le diese un don en que no aventuraría ninguna cosa. Él gelo otorgó de grado, y Amadís le pidió que en cuanto con él morase no dijese a ninguna persona quién era, ni nada de su facienda, y que le no llamase por su nombre, mas por otro cual él le quisiese poner; y desque fuese muerto, que lo ficiese saber a sus hermanos porque le llevasen a su tierra.
—La vuestra muerte y la vida es en Dios, —dijo él—, y no habléis más en ello, qu’Él vos dará remedio si lo conocéis y amáis y servís como debéis; mas decidme, ¿que nombre vos place tener?
—El que vos por bien tuvierdes, —dijo él.
El hombre bueno lo iba mirando cómo era tan hermoso y de tan buen talle y la gran cuita en que estaba, y dijo:
—Yo vos quiero poner un nombre que será conforme a vuestra persona y angustia en que sois puesto, que vos sois mancebo y muy hermoso y vuestra vida está en grande amargura y en tinieblas; quiero que hayáis nombre Beltenebros.
Amadís plugo de aquel nombre, y tubo al buen hombre por entendido en gele haber con tan gran razón puesto, y por este nombre fue él llamado en cuanto con él vivió, y después gran tiempo, que no menos que por el de Amadís fue loado, según las grandes cosas que hizo, como adelante se dirá.
Pues hablando en esto y en otras cosas, llegaron a la mar seyendo ya noche cerrada; y hallaron allí una barca en que habían de pasar al hombre bueno a su ermita; y Beltenebros dio su caballo a los marineros y ellos le dieron un pelote [249] y un tabardo [250] de gruesa lana parda; y entraron en la barca y fuéronse contra la peña, y Beltenebros preguntó al buen hombre cómo llamaban aquella su morada y él cómo había nombre.
—La morada, —dijo él—, es llamada la Peña Pobre, porque allí no puede morar ninguno sino en gran pobreza; y mi nombre es Andalod, y fu[i] clérigo asaz entendido, y pasé mi mancebía en muchas vanidades, mas Dios, por la su merced, me puso en pensar que los que lo han de servir tienen grandes inconvenientes y entrevallos [251] contratando con las gentes que, según nuestra flaqueza, antes a lo malo que a lo bueno enclinados somos; y por esto acordé de me retraer a este lugar tan solo, donde ya pasan de treinta años que nunca d’él salí sino agora, que vine a un enterramiento de una mi hermana.
Mucho se pagaba Beltenebros de la soledad y esquiveza de aquel lugar, y en pensar de allí morir recibía algún descanso. Así fueron navegando en su barca hasta que a la peña llegaron. El ermitaño les dijo: «Volveos», y los marineros se tornaron a la tierra con su barca; y Beltenebros, considerando aquella estrecha y santa vida de aquel hombre bueno, con muchas lágrimas y gemidos, no por devoción, mas por gran desesperación, pensaba juntamente con él sostener todo lo que viviese, que a su pensar sería muy poco. Así como oís fue encerrado Amadís, con nombre de Beltenebros en aquella Peña Pobre, metida siete leguas en la mar, desamparando el mundo, la honra, aquellas armas con que en tan grande alteza puesto era, consumiendo sus días en lágrimas y en continuos dolores, no habiendo memoria de aquel valiente Galpano, de aquel fuerte rey Abiés de Irlanda y del soberbio Dardán, ni tampoco de aquel famoso Apolidón, que en su tiempo, ni cien años después, nunca caballero hubo que a la su bondad pasase, los cuales por su fuerte brazo vencidos y muertos fueron, con otros muchos que la historia vos ha contado. Pues si le fuese preguntado la causa de tal destrozo, ¿qué respondería? No otra cosa salvo que la ira y la saña de una flaca mujer. Poniendo en su favor aquel fuerte Hércules, aquel valiente Sansón, aquel sabio Virgilio, no olvidando entre ellos al rey Salamón, que d’esta semejante pasión atormentados y sojuzgados fueron, y otros muchos que decir podría, ¿con esto sería su culpa desculpada? Ciertamente no, porque los yerros ajenos son de tener en la memoria, no para los seguir, mas para fuirlos y castigar en ellos. ¿Pues era razón que de un caballero tan vencido, tan sojuzgado, con causa tan liviana piedad se hubiese para de allí le sacar con dobladas victorias que las pasadas? Diría yo que no, si las cosas por él hechas en tan gran peligro suyo no se redundasen en tanto provecho de aquellos que, después de Dios, otro reparo si el suyo no tenían. Así que habiendo d’estos tales mayor mancilla que de aquel que vencido a todos, a sí mismo vencer ni sojuzgar pudo, contaremos en qué forma, cuando más sin esperanza, cuando ya llegado al estrecho de la muerte, el Señor del mundo le cubrió milagrosamente el reparo. (Garci Rodríguez de Montalvo, Amadís de Gaula [1508], cap. 48).
§ 39. DE CÓMO DON QUIJOTE, QUE SE ENCUENTRA EN SIERRA MORENA, COMIENZA SU PENITENCIA AMOROSA, Y DE CÓMO ESCRIBIÓ UNA CARTA A SU AMADA DULCINEA, CON OTROS DISCURSOS PROPIOS DE ESTA OBRA
—Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, Sancho, —dijo don Quijote—, que eres muy grande hablador, y que, aunque de ingenio boto, [252] muchas veces despuntas de agudo. Mas, para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto soy yo, quiero que me oyas un breve cuento. «Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica, y, sobre todo, desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, [253] rollizo y de buen tomo. Alcanzolo a saber su mayor, y un día dijo a la buena viuda, por vía de fraternal reprehensión: “Maravillado estoy, señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa y tan rica como vuestra merced, se haya enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger como entre peras, y decir: ‘Éste quiero, aquéste no quiero’”. Mas ella le respondió, con mucho donaire y desenvoltura: “Vuestra merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo si piensa que yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece, pues, para lo que yo le quiero, tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles”». Así que, Sancho, por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Sí, que no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias, están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquéllos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se las fingen, por dar sujeto [254] a sus versos y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo. Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta; y en lo del linaje importa poco, que no han de ir a hacer la información d’él para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo; porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan a amar más que otras, que son la mucha hermosura y la buena fama; y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada; y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto fuere reprehendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
—Digo que en todo tiene vuestra merced razón, —respondió Sancho—, y que yo soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado. Pero venga la carta, ¡y a Dios!, que me mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote y, apartándose a una parte, con mucho sosiego comenzó a escribir la carta; y en acabándola, llamó a Sancho y le dijo que se la quería leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer; a lo cual respondió Sancho:
—Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro y démele, que yo le llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria es disparate, que la tengo tan mala que muchas veces se me olvida cómo me llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra merced, que me holgaré mucho de oírla, que debe de ir como de molde.
—Escucha, que así dice, —dijo don Quijote.
CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo. Si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que, con acabar mi vida, habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura.
—Por vida de mi padre, —dijo Sancho en oyendo la carta—, que es la más alta cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que no haya cosa que no sepa.
—Todo es menester, —respondió don Quijote—, para el oficio que trayo.
—Ea, pues, —dijo Sancho—, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cédula de los tres pollinos y fírmela con mucha claridad, porque la conozcan en viéndola.
—Que me place, —dijo don Quijote.
Y habiéndola escrito, se la leyó; que decía ansí:
Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y están a cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros tantos aquí recebidos de contado, que consta, y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto d’este presente año.
—Buena está, —dijo Sancho—; fírmela vuestra merced.
—No es menester firmarla, —dijo don Quijote—, sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para trecientos, fuera bastante.
—Yo me confío de vuestra merced, —respondió Sancho—. Déjeme, iré a ensillar a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a echarme su bendición, que luego pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas que no quiera más.
—Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester ansí, quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque, habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
—Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento. Cuanto más, que para mí no era menester nada d’eso y, como ya tengo dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora Dulcinea; que si no responde como es razón, voto hago solemne a quien puedo que le tengo de sacar la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque, ¿dónde se ha de sufrir que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué ni para qué, por una...? No me lo haga decir la señora, porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca se venda. ¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues, a fe que si me conociese, que me ayunase!
—¡A fe, Sancho, —dijo don Quijote—, ¡que a lo que parece que no estás tú más cuerdo que yo!
—No estoy tan loco, —respondió Sancho—, mas estoy más colérico. Pero, dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino, como Cardenio, a quitárselo a los pastores?
—No te dé pena ese cuidado, —respondió don Quijote—, porque, aunque tuviera, no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos árboles me dieren, que la fineza de mi negocio está en no comer y en hacer otras asperezas equivalentes.
—¡A Dios, pues! Pero, ¿sabe vuestra merced qué temo? Que no tengo de acertar a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de escondido.
—Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme d’estos contornos, —dijo don Quijote—, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Teseo.
—Así lo haré, —respondió Sancho Panza.
Y cortando algunos, pidió la bendición a su señor y, no sin muchas lágrimas de entrambos, se despidió d’él. Y subiendo sobre Rocinante, a quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como por su propria persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado. Y así, se fue aunque todavía le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió y dijo:
—Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que, para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra merced.
—¿No te lo decía yo,? —dijo don Quijote—. Espérate, Sancho, que en un credo las haré.
Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, [255] y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas [256] en el aire y dos tumbas, la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su camino, hasta la vuelta, que fue breve. (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, primera parte [1605], cap. 25).
§ 40. DE CÓMO EL PRÍNCIPE ELENO SE ENCUENTRA CON UNOS PASTORES Y DE CÓMO TODOS ELLOS SE LAMENTAN EN VERSOS DE LA POCA MERCED DE SUS DAMAS, CON UN DIVERTIDO DISCURSO EN CONTRA DE LOS PASTORES ENAMORADOS
Y dende a poco rato que había caminado, oyó tañer un rabel pastoril que muy dulcemente sonaba. Y guiando el caballo para allá, fue a dar a donde estaban unos pastores tendidos en tierra con el semblante triste a do debajo de una noguera la siesta dejaban pasar. Los pastores, que al príncipe vieron, se levantaron y con mucha alegría lo saludaron. El príncipe les volvió las saludes; y apeándose de su caballo, lo encomendó a Fabio, su escudero, para que lo pusiese adonde de la fresca yerba comiese, junto con su palafrén. El príncipe se echó en tierra debajo de la noguera y les demandó si tenían algo que comer, lo cual de muy buena gana le fue dado de lo que ellos para sí tenían, que muy buena gana lo tenía. Y por descansar, quise cesar de os contar lo que demás le avino para otro capítulo. [...]
En el entretanto que el príncipe y su escudero comían de lo que los pastores les dieron, lo estaban mirando sin del príncipe partir los ojos, holgándose de verle tan apuesto y hermoso, pero mara[vi]llávanse de verle tan triste y pensativo, y qué sería la causa de tan profunda tristeza. Uno de los pastores le preguntó:
—Caballero, ¿qué tri[st]eza es la que tenéis, que al parecer debe ser de amor, según lo mostráis en el semblante?
—¡Ay, amigo!, —respondió Eleno—, ¿por ventura sabéis de ese mal algo? Porque no debe de acordarse de los que tan apartados de los poblados viven, como vosotros, que en estos ásperos y encorvados montes hacéis vuestra habitación.
—¡Y cómo que lo sabemos!, —respondió el pastor—, tal es y de tan malas mañas que no sólo muestra sus fuerzas en nosotros, pero aun es causa que, ocupadas nuestras imaginaciones en sus deleites, —que más tormentos podríamos llamar—, hace que nuestro ganado, no merecedor de tal daño, lo pase mal en su apacentar, mostrando bien nuestro descuido en sus macidentales y flacas carnes, balando más veces de hambre que no de hartas y bien repastadas. ¡Ay, caballero!, ¿y qué os podría decir de lo que a los que aquí estamos nos ha hecho pasar? Cuando tratamos d’esto, no hay ninguno de nosotros que no se espante del otro cómo ha tenido fuerzas para lo sufrir.
El caballero daciano les dijo:
—Bien sé que no perdona a ninguno ni hay quien de su poderío escape, según su grande ambición y soberbio estado, y así no hay que maravillarse que también ande en despoblado. Pero pues Fortuna lo ha querido, para mayor dolor mío encontrase con los lastimados de amor, os ruego que yo goce de vuestra música, con algunos cantares que por bien amar habréis compuesto.
—Esto haremos de grado —dijo el pastor—, porque nos parecéis hombre de alteza y por recebir por tocar nuestros instrumentos algún consuelo, publicando nuestra pena con nuestras proprias gargantas.
Y tomando un rabel muy bien labrado, comenzó a tañer muy dulcemente, acompañando la música con estos pastoriles versos:
Amantes, ¿no es gran pasión
y muerte muy dolorida
verse partidos en vida
dos cuerpos y un corazón?
Es la fuerza de Cupido
tan fuerte que, el mesmo día
que os vi, sentí el alma mía
haberse en vós convertido.
¡Oh, dichosa tal unión!
¡Oh, vida para más vida,
si no fuese dolorida
por perder el corazón!
Bien que Amor tenga poder
de partirlo siendo uno,
su poder será ninguno
cuanto toca al bien querer.
Ten firme mi corazón,
aunque sientas cruel herida;
pierde primero la vida
que perder el afición.
Con tanto sentimiento de dolor, con graciosa música, dejó el pastor su canción; y habiéndola acabado, dijo:
—¡Ay, señor caballero! Si entendiésedes la causa de mi canto, tanto os doleríades d’él, como de mi pena. Sabed, señor, que amé una pastora muy en extremo; creo que me paga en la mesma moneda. Y no ha más de ayer que se la llevaron d’este ejido a Tinacria a la reina Garrofilea.
Con tan gran abundancia de lágrimas lo decía el pastor que más no pudo hablar; y tomando otro pastor el rabel, comenzó a cantar:
Llena de angustia y tormento
queda la triste memoria
cuando de pena o de gloria
le viene algún pensamiento.
Si el dolor victoria alcanza
del corazón lastimado,
memoria del mal pasado
toma en él cruda venganza.
Y este grave descontento
causa más a la memoria
cuando de pena o de gloria
le viene algún pensamiento.
Corazón tan afligido
con las ondas de la muerte,
no es posible defenderte,
siendo tanto combatido.
Excesivo es el tormento,
triste y fúnebre tu historia
cuando de pena o de gloria
le viene algún pensamiento.
Ríndete, corazón triste,
de dolor grave dehecho,
pues no sacarás provecho
de aquél a quien te rendiste.
Acábese tu tormento
con la muerte, que es victoria,
si no quies que la memoria
se acabe en un pensamiento.
El enamorado pastor, acabada su canción, dando unos tristes sospiros, de la mano dejó el rabel. El otro pastor con una fingida risa se levantó en pie, y dijo:
—¡Oh, soberanos dioses! ¿Y quién pudiese ver ese amor, a quien todos vosotros intituláis nombre de señor, para que a su salvo pudiese gozar de sus simplezas y conocer a quien tan sin acuerdo y memoria os trae? Y tal muestra da vuestro hablar y vuestras razones desbaratadas y sin algún concierto dichas. Yo os prometo que todo cuanto el día habláis, si recopilásemos a la noche qué habéis dicho, no hallaréis cosa que concierte con otra. Y en sus canciones, gentil caballero, lo podéis haber conocido. ¡Qué gentil filosofía querer dar a entender que dos cuerpos están con un corazón! Y júroos por la potencia de Alfebo, restaurador de nuestras tierras, y por la valerosidad del daciano príncipe te ofrezco que, por más que revuelvas tus caramilladas razones, [257] que no hay entendimiento humano que en[t]ienda cómo dos cuerpos se gobiernan con un corazón solo, a lo menos no quisiera ser yo el que sin corazón estaba. Pues atendamos a las razones de estotro compañero, revolviendo pena con gloria y gloria con pena, como si fuesen migas con leche. Y si mucho porfiasen, me harían entender que ha sido lo que no fue. Ora, en fin, estaos vosotros en vuestras sandeces, o por más bien decir, en vuestras necedades; y téngame yo mi ganado tan bien repastado como lo tengo, que de gordo no cabe en el pellejo, y no vosotros, que, perdido el juicio, perdéis el cuidado d’ello y lo traéis macilento.
Acabando de decir esto, se sentó, mostrando tener grande enojo por ver a sus compañeros tan sin sentido y de amor ciegos. Esto fue causa que el príncipe Eleno hubo de hacer lo que después que de Dacia salió no había hecho, que fue reírse de oír las simplezas del pastor. Y tomando la mano para le responder, dijo:
—Yo te digo, amigo, que tu esfuerzo es grande y tu saber es extremado, pues, tratando con compañía de pastores tan enamorados, tan poco d’ello se te pega. Yo te ruego de mi parte tengas firme y te estés en el ser que agora tienes, porque lo que agora llamas sandez después no lo llames discreción y saber. Bien te puedes llamar dichoso, pues tan sin pena puedes baldonar agora al que tantos baldona.
Con gran risa respondió el pastor:
—Agora os digo, señor caballero, que tampoco quiero contender con vós como con mis compañeros, que, según me parece, también vós debéis de ser vasallo d’este negro amor. Más precio yo mi libertad con esta simpleza que me veis, que toda vuestra sabiduría. Harto mejor es tener cuenta el pastor con su ganado, que no cada rato dacá la chirumbela o flauta, cantando dos mil canciones, que dó al diablo aquellas que, aunque las dicen, las entienden.
Uno de sus compañeros le atajó las razones, diciéndole:
—Tarido, ¿tú no sabes con cuanta libertad algún tiempo me gobernaba, burlándome de aquellos que semejantes quejas publicaban? Ruega a los dioses te mantengan en este estado, y guarda no extienda amor en ti su poderío, que él te hará arrepentir mil veces de lo dicho. Y a vós, señor caballero, —sin atender a las razones d’este rústico pastor—, os ruego, pues veo que traéis aparejo, queráis tañer y cantar, para que vuestra pena manifestada con vuestros versos mitigue algo de la nuestra.
El príncipe, por complacer los pastores, usando de su acostumbrada magnificencia, tomó su laúd, y comenzole a tañer y cantar estos versos:
¡Oh, Calíope!, levanta
tu sacro rostro en lágrimas bañado,
afirma bien tu planta
con paso apresurado
y ven, divina diosa, a mi llamado.
Con tu favor y ayuda
terná poder mi mísero lamento,
aun entre gente ruda,
si oyen mi tormento,
habrán igual comigo el sentimiento.
Y aún, si tiempo sobra,
lo que no podré creer sobrarles pued[a],
sentirán la obra
cuando mandó a su rueda
Fortuna, sobre mí estuviese queda.
Con cuanto mal se ha hecho
cotejándole con este amor es nada;
yo creo que en tu pecho
tu furia acelerada
no habrá causado muerte tan pesada.
Es cosa nunca oída
cómo pudiste, Amor, tan crudo ser.
¡Oh, cruel homicida!,
pues que te falta el ver,
sirviéraste a lo menos del saber.
¿Quién hubo tan constante
que así tu brava furia resistiese?
No sé cómo me cante,
ni que ejemplo trujese,
para que algún consuelo recibiese.
Oíd mi triste llanto
los que de amor andáis sufriendo males.
Sentid mi aflicto canto,
mirad ser desiguales,
guardáos de sus mañas, pues son tales.
Con la pena tan grande que Eleno sentía, no fue poderoso de pasar adelante con su cantilena, acordándose de la arrebatada partida de Lidia. Y así le fue forzado el dejarlo. Un pastor de los que allí estaban le dijo:
—¡Ay, señor caballero!, ¡cómo la reina, nuestra señora, se holgara en oíros!, que también está maltrecha de amor; la cual, por poder algún rato tomar alivio de su pena, a mí y a mis compañeros nos hace algunas veces cantar nuestros amorosos cantos, solemnizando ella a las veces con lágrimas los amorosos versos. (Pedro de la Sierra, Espejo de príncipes y caballeros, segunda parte [1580], libro II, caps. 3-4).
IV.2. SOBRE DAMAS Y CABALLEROS QUE DESCUBREN SUS
AMORES Y GOZAN DE VERSE CORRESPONDIDOS
§ 41. DE CÓMO DON DUARDOS, DISFRAZADO DEL HORTELANO JULIÁN PARA ESTAR MÁS CERCA DE SU AMADA FLÉRIDA, CONSIGUE VERLA TODOS LOS DÍAS, Y DE CÓMO UNA NOCHE ALCANZA LA MAYOR GLORIA, CON OTROS DISCURSOS DIGNOS DE MEMORIA
Muy grande era el alegría de Julián por haber alcanzado de su señora de facerle tamaña merced de salir de noche a le fablar. E con aquella grande gloria no pudo él dormir después que la infanta se fue, pensando que si él la pudiese sacar e llevar a Inglaterra sin que el emperador lo supiese, que sería de toda buena ventura. E antes que fue de día, desnudose la rica ropa que él tenía e tornose a los paños que solía traer, e andaba tan lozano e alegre que la hortelana se maravillaba. E aquel día le dio él grandes dones diciéndole que él lo había fallado del tesoro, por donde ellos se tuvieron por de buena ventura, e ya no sabían a dónde encubrirse tanto haber, que les parecía que no eran ellos merecedores de tanto bien, e mucho agradecían a Dios el gran bien que les había fecho e no sabían qué placer se ficiesen al su Julián.
—¡Ay, amigo!, —decía la hortelana—, ¡cuán bienandantes somos en conoceros, que de pobres e mezquinos nos habéis fecho ricos!
—Muy más lo seréis, —decía Julián—, que aún yo tengo de cobrar otro mayor tesoro qu’el que habéis visto.
Y esto decía él por Flérida, que tenía esperanza de sacarla e llevándola llevar a ellos con ella porque no recebiesen daño e facerles gran bien. E Flérida aquel día vino muy leda e fermosa a la huerta e tanta vergüenza tenía de lo que había fecho que no osaba mirar al su Julián, aunque ella no tenía otro mayor placer que verlo ante sí, mas parecíale a ella que todas sus doncellas sabían su maldad. E Julián ansimismo se le facía de vergüenza parecer ant’ella estando tan mal vestido, que ya no quisiera él sino andar ricamente guarnido para que la infanta no le pareciese cosa desaguisada amarlo ella tan afincadamente e dándole tan gran parte de sí. E como Flérida ansí lo vio, conoció su corazón e también porque sus doncellas no parasen mientes que ella se excusaba de fablar con Julián, pues de antes tanto folgaba con él, lo llamó e díjole:
—Julián, yo creo que tú tienes olvidado de facer lo que te mandé, que cantases e tañeses con mis doncellas. Sabiendo que yo tan gran placer he d’ello, ¿por qué no lo faces?
Julián vino luego e homillose ant’ella.
—¡Ay, mi señora, —dijo él—, nunca Dios quiera que yo tal olvido tenga! Mas siempre ante mí está el cuidado e deseo de serviros, que mal faría yo si no os sirviese la gran merced que me facéis en quererme mandar alguna cosa siendo yo cosa tan despreciada.
—No digas eso, Julián, —dijo la infanta—, que mucho vales e ámote yo mucho por amor de tu padre.
Julián le quiso besar las manos e la infanta no gelas quiso dar, e mandó a sus doncellas que trujesen instrumentos, e allí estuvieron a gran solaz, que mucho era pagada la infanta de oír tañer e cantar al su Julián. Y este amor que se le acrecentó le fizo desear de verse con él de noche; e ansí lo fizo que, sin que Julián lo supiese, vino ella con Artada a la huerta e fallolo dormiendo debajo de los árboles muy asosegadamente, e sentose cab’él muy paso y estóvolo mirando a la luna, que facía muy clara, e decía en su corazón:
—¡Ay, Dios, qué tan grandes son las vuestras maravillas que quesistes facer un caballero tan complido en todas las cosas! Si bondad e ardimiento le distes, ¡qué grande es la su fermosura, que me ha fecho errar que no puedo vencer a mi corazón y véngolo a buscar!
E como esto dijo, llegose a él e besole muchas veces; e Julián tan fieramente dormía que no lo sintió, e ella le tomó por la mano e díjole muy paso:
—Mi verdadero amigo, ¿cómo dormís tan sin cuidado? ¿Y no vedes vós a la vuestra Flérida que viene a complir lo que os prometió? Agora conoceréis vós si vos amo yo verdaderamente.
Julián despertó muy espantando e, abriendo los ojos, vido a la infanta tan cerca de sí.
—¡Ay, sandio [258] de mí!, ¿e qué sueño es este que agora me vino? ¿Fasta aquí con gran cuidado e mortales deseos era desvelado e agora, teniendo tanta gloria delante de mí, duermo? Jamás a mí mesmo perdonaré este yerro. ¡Ay, señora! ¿Y qué bien es este que fecistes en venir a dar descanso a este atribulado corazón?
—El que ama, —dijo la infanta—, busca remedio; e si vós folgáis con la mi vista, facéis derecho que yo no puedo ál facer aunque me es gran vergüenza.
—No fabléis en eso, mi señora, —dijo Julián—, que yo espero en Dios que no tengáis por mal empleada la merced que me facéis, e muy cedo [259] no tendréis por yerro doleros de mí.
—Ansí quiera Dios, —dijo la infanta—, que sea. E a la fin, yo he por bien de sofrir cualquiera deshonra e peligro que por vós me viniese.
—Ese, mi señora, no vos puede a vós venir, —dijo Julián—, e no hablemos más en este fecho e creed, señora, las mis palabras que no son engañosas. E si no fuese porque mi corazón es muy folgado de estar aquí, en este sabroso lugar viéndovos ante mis ojos, yo me daría a conocer al emperador e, sabiendo quién yo só, él folgara de facer lo que yo le pidiera por merced; mas quiero aguardar a que venga Primaleón e, estando él aquí, yo lo faré porque al emperador le venga junta alegría.
—Vós decís muy bien, —dijo Flérida—, e para entonces se quede.
E aquella noche estuvieron ambos a dos a gran sabor de sí, con la gran frescura de la noche e con el grande olor que los árboles de sí daban, aquellos dos que tan afincadamente se amaban en sus corazones descansados en verse en aquel lugar; e ansí pasaron algunos días viendo Julián a su señora de día e folgando con ella de noche fasta que vinieron nuevas al emperador de Primaleón, como vos habemos contado. E la infanta fue tan extrañamente alegre con aquellas nuevas, que salió aquella noche a la huerta por ser su alegría complidamente, tomó a Julián por la mano e fuese paseando con él por la huerta diciéndole:
—¡Ay, amigo, yo creo que Primaleón será aquí muy cedo, pues ya hemos sabido nuevas d’él! ¿E qué día será aquel tan alegre para mí que él venga e vós os deis a conocer con el emperador e nuestros fechos serán a nuestra voluntad e honra?
—Él lo fará bien, —dijo Julián.
E fuéronse ansí abrazados ambos a dos entre unos espesos árboles e allí se sentaron a hablar. Artada, que aquel día se había sentido enojada, como los vido ir tan sosegadamente, echose cabe un árbol e dormiose. Julián estovo fablando con su señora en muchas cosas e, como ella estaba tan leda, diole más parte de sí que solía. Y él, que vio que Artada estaba tan lejos, esforzó su corazón a tomar aquella folganza que él deseaba e pensó que si él aquello pudiese acabar, que luego la infanta faría todo lo que él quisiese; e por esto él le había dicho que quería esperar a Primaleón pensando que él le vencería su corazón a facerlo e que la llevaría a Inglaterra; e fasta allí él no la había osado acometer porque Artada no se partía d’ella. E como vido que era tiempo, púsolo por obra e, con grandes falagos e amor demasiado que le mostró y más por fuerza, porque ella no osó dar voces, la fizo dueña. E habiendo alcanzado tan gran cosa, él quedó tan ledo que no hay hombre que vos lo pudié decir e la infanta muy sañuda d’él e díjole:
—¡Ay, Julián, agora creo yo bien que lo que fasta aquí habéis fecho que era por me engañar! Yo tenía gran seguro de vós que no ficiérades cosa contra mi voluntad. Agora habéisme forzado, fecísteslo mal, que mi corazón será dudoso que vós sois caballero de alta guisa, pues no complistes vuestra promesa. No creo yo ya lo que fasta aquí me habéis dicho que, quien miente en lo uno, mentirá en lo otro. ¡Ay, cativa de mí, malandante!, ¿qué faré? Yo lo sé bien aunque esto digo, —dijo la infanta—, que yo me mataré e ansí faré vengado a mi padre del gran yerro que contra él he fecho e vós, mal Julián, seréis contento feneciendo mi vida; e dígovos que yo lo faré ansí como lo digo porque feneciendo fenecerán mis cuitas; y vós no vos podréis mucho alabar de mí que, si vos alabardes, podréis decir que ansí morí con pesar.
E diciendo estas cosas e muchas comenzó de llorar. Julián fue tan cuitado en oírla, que más quisiera morir que haberle fecho aquel pesar e fincó las rodillas ant’ella e llorando muy de corazón le dijo:
—¡Ay, mi señora, por Dios, doleos de mí! No vos vea yo tan airada contra mí, que sabed que, si no me perdonáis, que, antes que vós, lo que vós decís lo faré yo porque mi ánima vaya a penar delante, porque el corazón, que fasta aquí ha seído [260] muy penado, me dio osadía que ficiese este yerro. Ruégovos, mi señora, que no me fabléis en vuestra muerte, que en oír lo que decís se enflaquece mi corazón e no podré vivir una hora. ¿E vós no sois certeficada del sobrado amor que yo vos tengo? Este me fizo a mí errar, mas no porque sean mentirosas mis palabras, que yo soy tal caballero qu’el emperador se tendrá por muy contento de me vos dar por mujer; e d’esto no tengáis vós duda, pues este fecho ¿quién lo ha de saber si yo solo no? Que me tengo por el más bienandante de todo el mundo por lo haber alcanzado por ser cierto que jamás vos perderé. ¡Ay, mi señora, perdonadme, por Dios! Si no, faréisme que ante vós me mate e vós seréis aquella que más perderéis. ¡Oh, malandante de mí!, ¿qué fice en enojar a mi señora? ¡Más me valiera la muerte!
La infanta, que vido a Julián tan cuitado, y conoció que gran pesar tenía por la haber enojado, algún tanto se conortó [261] e perdió parte de su saña e, porque él no ficiese algún yerro, díjole:
—Cierto Julián, vós me habéis fecho tan gran pesar en deshonrarme que yo no pensé de perdonaros, e con ira facer lo que vos dije, mas porque mi alma no sea perdida como el cuerpo, me sufriré e a vós perdono yo porque tengo yo la mayor culpa, porque, si yo no viniera a este lugar, no me acaeciera ni diera lugar a tan gran mal. A mí me conviene de sufrirlo, porque por todo el mundo no sepan la mi locura, yo forzaré a mi ánima mesma de vos querer mal. E quedávos agora con esto e muy glorioso en haberme burlado e yo me quiero ir tal que para siempre seré denuesto de mi alto linaje.
E como esto dijo, levantose e Julián se abrazó con ella e tóvola e tantas cosas le dijo e fizo, que la infanta lo perdonó e le juró de no facer cosa que a locura le pudiese ser contada. (Primaleón [1512], cap. 123).
§ 42. DE CÓMO LA DONCELLA DARAIDA, QUE EN REALIDAD ES EL PRÍNCIPE AGESILAO DISFRAZADO DE MUJER, ENVÍA UNA CARTA DE AMOR A DIANA, Y DE LA GUSTOSA Y PLACENTERA CONVERSACIÓN QUE LA PRINCESA SOSTUVO CON LARDENIA, QUE TERMINA CON LA CONFESIÓN DE SU AMOR
Galtacira se puso de hinojos ante Diana y, como le hubo besado las manos y ella la abrazó, sentadas la reina y Diana, y todas calladas, por ver lo que diría, ella sacó la carta que para Diana traía y dijo:
—Mi señora, la preciada y excelente Daraida, sin par de hermosura fuera de vuestro extremo, y sin igual en bondad de armas, las manos de la reina mi señora y de la vuestra merced mil veces besa, y esta carta a la vuestra grandeza envía. Léala la vuestra merced y después diré a lo que soy venida.
Diana tomó la carta no con tanta libertad que Lardenia no lo sintiese. Y como la hubo tomado, Galtacira se volvió a la duquesa y marquesa, pareciéndole tener lugar de más principales, y díjoles:
—Mis buenas señoras, Daraida os besa las manos, y a todas estas hermosas doncellas se envía a encomendar.
—¡Ay, amiga!, —dijo Lardenia—, ¿y cómo no la traéis con vós?
—Mi buena señora —dijo ella—, no tardará que no venga, que más cedo será que cuidáis.
Y luego callaron porque Diana abierta la carta la quiso leer alto, la cual con mucha gracia la leyó, y así decía:
La vencida para mayor victoria Daraida a la sin par en gracia, linaje y hermosura princesa Diana salud envía, y de su parte la libertad de su hermosura licencia me da para que enviarla pueda. ¡Oh, mi señora! ¡Y quién pudiese hacer bien el mal que en vuestra ausencia recibo con saberlo decir bien! ¡Oh, que lo siento, y el mayor sentimiento de su dolor me quita la gloria de la causa de recebirlo! ¡Ay de mí, que aún el ay que para quejarme tengo no le da lugar la gloria que en él recibió, sintiendo que no sólo pagada quedo con tal dolor, mas adeudada a pagar con la vida a la pacencia que debo para morir por tal causa! ¡Oh, mi señora, cuán gran merced me hicieron los dioses, pues en el extremo de vuestra hermosura pusieron el extremo de mi dolor, y de todo punto negaron el medio de tales extremos! ¡Oh, que peno y la pena me dice que no peno, por la gloria que en ella siento! ¡Oh, que canso en pensar y el cansancio me dice que no canso, por el descanso que se debe a tal pensamiento¡ ¡Oh, que me entristezco y la tristeza me causa con el alegría que siento de la razón de tal tristeza! ¡Oh, que debo la vida a tal pena y no pago con la muerte por el bien que sale de recebirla! ¡Oh, que amo para más me desamar por lo que debo a no dejar amor fuera del que se debe al que yo, mi señora, os tengo!
¡Ay de mí, que me pongo a decir lo que con decirlo ofendo a la vuestra merced y a la razón que para decir tengo! A la vuestra merced ofendo por querer encarecer vuestra pena, más que con la razón que muestra mirar la vuestra gran hermosura. A la razón de decir mi mal ofendo con querer mostrar con palabras lo que siente por obras que no se pueden decir, que no se compre barato lo que yo con ellas tan caro quiero comprar, para dar a sentir a la vuestra merced lo que en vuestra ausencia siento con estar jamás apartada de vuestra presencia, según el alma que con vós dejé dará testimonio a la vuestra merced del cuerpo solo que apartado conmigo traje, de quien la hermosa Galtacira os dará las nuevas; en cuanto las llagas del cuerpo, que como vuestra recebí, tengan licencia de la mayor llaga del alma que con vós quedó, para ir a besar las vuestras hermosas m[a]nos, con las de mi señora la reina. Y en cuanto no alcanzare esta paz, quedo en la cruel guerra de tal ausencia besando las vuestras hermosas manos como vasalla y vencida vuestra, enviando a la vuestra merced la paz que en tan peligrosa guerra la gloria de recebirla me da para que enviaros pueda.
Como Diana hubo leído la carta, haciéndole las palabras de Daraida aquella fuerza en lo secreto de su corazón, que los sellos con gran fuerza hacer pueden en la cera dispuesta y aparejada para recebirlos, no con menos fuerza las palabras de la carta de Daraida en el alma de Diana fueron selladas y con tan cerrado sello, que a sólo su corazón hizo testigo. Mas la fuerza de resistir la que en el alma recebía para encubrir la que el amor le hacía, no dejó su encendido fuego con tanta libertad la disimulación de la hermosura de su rostro, que con diferentes colores no lo matizase, acrecentando y encogiendo su gran hermosura. Y como con semejantes lustres la carta hubiese leído, con mucha gracia dijo a Galtacira:
—Amiga, ¿Daraida no escribe más nuevas de las que acá contino publicó de sus amores? Y pues a vós se remite en lo que no sabemos y d’ella deseamos saber, yo’s ruego que de vós lo sepamos.
—Mi señora, —dijo ella—, lo demás que la vuestra merced me manda, todo es lo menos en comparación de las hazañas que Daraida escribe de vuestra hermosura; mas, pues mandáis que lo diga, sabe[d], mi señora, que la vuestra extremada Daraida en menos de tres horas mató y venció al fuerte jayán del Castillo del Roquedo con todos los del castillo, junto con la espantable y fiera bestia Cabalión, que aquí comigo os envía [...]
Y tras esto les dijo todo particularmente cómo había pasado. Qué os podemos decir de lo que Diana sintió de tales nuevas sino que su hermosura mostraba el alegría de su corazón, y así hacía la reina y las que con ella estaban y, sobre todas, después de Diana, la duquesa Lardenia.
—¡Ay, amiga!, —decía Diana—. ¿Y con qué os pagaré yo tales nuevas como de la mi Daraida me traéis? A mi señora la reina publico yo que os pague vuestro trabajo y nuestro gozo.
—Mi señora, —dijo Galtacira—, con haber yo hecho a las vuestras mercedes y a la excelente Daraida este servicio quedo pagada.
—Vós decís como quien sois, —dijo Diana—, y mi señora la reina e yo haremos como quien somos lo que debemos a vuestro servicio.
Y así fue ello que tanto haber le dieron con que ella y todos los de su linaje fueron bienaventurados. [...] Pues de Diana qué os diremos sino que, salida la reina, no viendo la hora que hablar con Lardenia, por la mano la toma y la lleva por embajo de los árboles del jardín, y como allí se vieron, Diana le dijo:
—Por cierto, Lardenia, si el amor que a Daraida como a doncella tuve no lo templara con el que no le debo como a caballero, yo pienso que ensandeciera [262] de gozo con las nuevas de hoy.
—¡Ay, mi señora!, —dijo la duquesa—. No queráis haceros tan sabia ni a mí de tan poco saber; pues ni el amor de vuestra parte os da licencia, ni de la mía se sufre en tan buen conocimiento que no’s preciéis de ser amada de tan excelente príncipe, y que tan verdaderamente os ama y con tanta limpieza de sus pensamientos. ¡Oh, mi señora!, cuando las bravas bestias, y los fuertes jayanes y caballeros no pueden resistir las fuerzas de Agesilao, ¿qué poder halla la vuestra merced en las delicadas doncellas para las poder resistir, acompañadas de la mayor fuerza de su hermosura? Que no menos poder los soberanos dioses le pusieron por esta parte en la libertad de las doncellas, que sin ninguna a los caballeros [dejaron] para poder resistir la fortaleza de sus brazos.
—¡Ay, duquesa!, —dijo Diana—, que esa ventaja tenemos a los caballeros las doncellas para mayor gloria de resistir el amor. Y es que con la voluntad de nuestra virtud podemos excusar los cuerpos del sacrificio de nuestra honestidad, lo que los caballeros no pueden excusar el sacrificio del cuerpo de otros de mayores fuerzas. E la razón d’esto es que las doncellas defendemos con fuerzas del ánima nuestra limpieza, y los caballeros con fuerzas corporales defienden los cuerpos. Y como las nuestras no se puedan vencer sino por nuestra voluntad, y las suyas, no basta la suya a defender los cuerpos del sacrificio, aunque basta dejarlos sin vencimiento por muertos y no vencidos. Creedme, duquesa, qu’esta gloria que por sola flaqueza se pierde en las mujeres que nunca la perderé, porque bien puede Agesilao con su hermosura dejarme sin vida, mas no sin honestidad y limpieza, porque ésta, pues en mi mano está perderla o defenderla, no hay fuerzas de parte ajena que ponga disculpa en la culpa de perder la honestidad e limpieza.
—Mi señora, —dijo Lardenia—, vós decís bien si esto así se pudiese hacer como decís; mas ni el amor nos deja tal libertad ni la razón tiene tal previlegio contra el amor. Y crea la vuestra merced que nunca amor ni razón se casaron, porque si se pudiesen casar muchas se hubieran descasado, que se casaron no dejando de sentir lo que decís. ¡Ay, señora mía!, guárdeos Dios cuando Cupido pone las flechas de verdad en la sinrazón de amor, que estonces no menos que la razón la sinrazón quiere guardar en su privilegio. Y la razón guarda el que tiene libertad en sí con libre voluntad en su razón. Y ésta, mi señora, es la causa que la razón tiene más fuerza para guardarse en todas las cosas sin sentido, en la razón de su naturaleza que aquellas que les puso Dios libertad de albedrío para usar de su voluntad, donde la sinrazón muchas veces tiene fuerza de razón.
—Por tanto se me apareja a mí más gloria de resistir, —dijo Diana—; y esa libertad que decís que los dioses dejaron en los hombres argüiría [263] más culpa si no usase d’ella para guardar la razón de mi grandeza en el mayor estado d[e] mi honestidad.
—¡Ay, señora!, —dijo Lardenia—. ¡Cómo las fuerzas y el esfuerzo contra la muerte aprovechan poco!
—¿Por qué dices eso?, —dijo Diana.
—Porque el amor, —dijo Lardenia—, es tan terrible como la muerte. E así como sin voluntad se recibe la muerte, se toma el amor. No hay, señora mía, quién pueda resistir al fuego llegando a cualquier cosa aparejada para lo recebir naturalmente. E cuanto es mayor el fuego tanto más presto hace su natural, pues qué menos puede la vuestra merced resistir la fuerza de la natural hermosura de Daraida con la naturaleza que sobre todas las doncellas puede tener, con aparejo del fuego del cruel amor, que es de más encendidas llamas, según dan testimonio de tal fuego tantas e tan excelentes dueñas e doncellas, emperatrices e reinas y grandes señoras que a él han sido sacrificadas.
—Lardenia, —dijo Diana—, bien puede ser que en ese fuego sea mi ánima sacrificada, mas yo te prometo que la honestidad quede reservada de tal sacrificio.
—No’s argüiré yo eso, —dijo Lardenia—, ni digo que lo dejéis de hacer; mas niego’s, mi señora, e no quiero consentir que dejéis de querer menos a Agesilao como caballero, siendo tal príncipe, y queriendo’s como os quiere, que le queríades antes como a doncella; porque otra cosa no se sufre entre vós y mí que me digáis, salvo si por encarecer y subir vuestra honestidad queréis abajar mi saber, lo cual no quiero consentir a la vuestra merced.
—Ora, mi Lardenia, —dijo Diana, abrazándola y riéndose—, que más quiero a Agesilao que a Daraida, mas así lo quiero que no quiero que lo sepa, ni quiero que quieras tú dárselo a entender. E así mismo quiero que sepas tú cuánto te amo, pues en tu secreto dejo tal prenda del secreto de mi corazón, que yo te digo que no me hace ventaja Agesilao en amarme; y antes se la hago, porque con encubrir y resistir en mí lo que siento se acrecienta en mí el dolor, que en él se templa con la gloria de descobrirlo. Así que esta prenda te doy de mi secreto, y por razón de te lo descubrir dejo tal prenda sobre el tuyo para que no sea descubierto.
Lardenia le dijo:
—Mi señora, dadme las vuestras hermosas manos por tan gran merced; y de la misma razón de la merced, sale la que yo tengo en la obligación de encubrir el secreto que me habéis dado de vuestro corazón. Y no habéis hecho poco para algún alivio de los fuegos de amor, los cuales con comunicarlos conmigo podrán poneros templanza para más los resistir.
E atajó sus razones, que vinieron a decir a Diana que las doncellas de la reina traían el pellejo de la bestia Cabalión para que lo viese. Y ella salió, que ya lo tenían en el jardín, y demasiadamente fue ella y todas de verlo espantadas, y los loores que de Daraida se decían acrecentaban gran gloria a Diana en ser amada de tal caballero. Y después que gran pieza lo hubieron mirado, ella mandó que lo llevasen y en lo alto de la Torre de Febo se colgase. (Feliciano de Silva, Florisel de Niquea, III [1546], cap. 79).
IV.3. SOBRE LAS PRUEBAS QUE SUPERAN LOS CABALLEROS
DEMOSTRANDO SER LOS MEJORES AMADORES
§ 43. DE CÓMO AMADÍS DE GAULA SUPERA LA AVENTURA DEL ARCODELOS LEALES AMADORES, Y DE CÓMO SE CONVIERTE EN SEÑOR DE LA ÍNSULA FIRME
Pues algunos días con gran deseo caminando, la Fortuna, porque así le plugo, [264] con mayor tardanza qu’él quisiera ni pensaba lo quiso estorbar, como agora oiréis, que hallando en el camino una ermita, y entrando en ella a facer oración, vieron una doncella hermosa y otras dos doncellas y cuatro escuderos que la guardaban, la cual ya de la ermita saliera, y a ellos esperando en el camino, cuando a ella llegaron, les preguntó adónde era su camino; Amadís le dijo:
—Doncella, a casa del rey Lisuarte imos, [265] y si allá vos place ir, acompañaros hemos.
—Mucho vos lo gradezco, —dijo ella—, mas yo voy a otra parte; y porque vos vi andar armados como a caballeros que las aventuras demandan, acordé de os atender si querría ir alguno de vosotros a la Ínsola Firme, por ver las extrañas cosas y maravillas que ahí son, que yo allá voy, y soy hija del gobernador que agora la ínsola tiene.
—¡Oh, Santa María!, —dijo Amadís—; ¡por Dios, muchas veces oí decir de las maravillas de esa ínsola, y por dicho me tenía de las ver, y fasta agora no se me aparejó!
—Buen señor, no os pese por lo haber tardado, —dijo ella—, que otros muchos tuvieron ese deseo y, cuando lo pusieron en obra, no salieron de allí tan ledos como entraron. —Verdad decís, —dijo él—, según lo que dende he oído; mas decidme, ¿rodearíamos mucho de nuestro camino si por ende fuésemos?
—Rodearíades dos jornadas —dijo la doncella—; contra esta parte de la gran mar es esta Ínsola Firme.
Dijo él:
—¿Dónde es el arco encantado de los leales amadores, donde ningún hombre ni mujer entrar puede si erró aquella o aquel que primero comenzó amar? —Esta es, por cierto, —dijo la doncella—, que así eso como otras muchas cosas de maravillar hay en ella.
—Estonces, —dijo Agrajes a sus compañeros—, yo no sé lo que vosotros faréis, mas yo ir quiero con esta doncella y ver las cosas de aquella ínsola.
Ella le dijo:
—Si sois tan leal amador que so el arco encantado entrardes, allí veréis las fermosas imágines de Apolidón y Grimanesa, y vuestro nombre escrito en una piedra, donde hallaréis otros dos nombres escritos y no más, aunque ha cien años que aquel encantamento se fizo.
—¡A Dios vayáis, —dijo Agrajes—, que yo probaré si podré ser el tercero!
Amadís, que no menos esperanza tenía de aquella ventura acabar, según en su corazón sentía, dijo contra sus hermanos:
—Nosotros no somos enamorados; mas ternía por bien que aguardásemos a nuestro cormano, [266] que lo es y lozano de corazón.
—¡En el nombre de Dios!, —dijeron ellos—, ¡a Él plega que sea por bien! Estonces movieron todos cuatro juntos con la doncella camino de la Ínsola Firme. Don Florestán dijo a Amadís:
—Señor, ¿vós sabéis algo d’esta ínsola? Que yo nunca d’ella, aunque muchas tierras he andado, he oído hasta agora nada decir.
—A mí me hubo, —dijo Amadís—, dicho un caballero mancebo que yo mucho amo, que es Arbán, Rey de Norgales, que muchas aventuras ha probado, que ya estuvo él en esta ínsola cuatro días, y que punara [267] de ver estas aventuras y maravillas que en ella son, mas que a ninguna pudiera dar cabo, y que se partió de allí con gran vergüenza; mas esta doncella os lo puede muy bien decir, que es allí moradora, y, según dice, es hija del gobernador que la tiene.
Don Florestán dijo a la doncella:
—Amiga señora, ruégovos, por la fe que a Dios debéis, que me digáis todo lo que d’esta ínsola sabéis, pues que la largueza del camino a ello nos da lugar.
Eso haré yo de grado, como lo aprendí de aquellos en quien en la memoria les quedó.
Estonces le contó todo lo que la historia vos ha relatado, sin faltar ninguna cosa, de que no solamente maravillados de oír cosas tan extrañas fueron, mas muy deseosos de las probar, como aquellos que siempre sus fuertes corazones no eran satisfechos sino cuando las cosas en que los otros fallecían que ellos las probaban, deseándolas acabar sin ningún peligro temer. Pues así como oís, anduvieron tanto que fue puesto el sol, y entrando por un valle vieron en un prado tiendas armadas y gentes cabe ellas que andaban holgando; mas entre ellos era un caballero ricamente vestido, que les pareció ser el mayor de todos ellos. La doncella les dijo:
—Buenos señores, aquel que allí veis es mi padre, y quiero a él ir porque os faga honra.
Estonces se partió d’ellos, y diciendo al caballero la demanda de los cuatro compañeros, vínose así a pie con su compaña a los recebir y, desque se hubieron saludado, rogoles que en una tienda se desarmasen, y que otro día podrían subir al castillo y probar aquellas aventuras. Ellos lo tuvieron por bien, así que desarmados y cenando, seyendo muy bien servidos, folgaron allí aquella noche; y otro día de mañana, con el gobernador y otros de los suyos, se fueron al castillo por donde toda la ínsola se mandaba, que no era sino aquella entrada, que sería una echadura de arco de tierra firme; todo lo ál estaba de la mar rodeado, aunque en la ínsola había siete leguas en largo y cinco en ancho; y por aquello que era ínsola, y por lo poco que de tierra firme tenía, llamáronla Ínsola Firme. Pues allí llegados, entrando por la puerta vieron un gran palacio, las puertas abiertas y muchos escudos en él puestos en tres manera, que bien ciento d’ellos estaban acostados a unos poyos, y sobre ellos estaban diez más altos, y en otro poyo, sobre los diez, estaban dos, y el uno d’ellos estaba más alto que el otro más de la meitad. Amadís preguntó que por qué los pusieran así, y dijéronle que así era la bondad de cada uno cuyos los escudos eran que en la cámara defendida quisieron entrar, y los que no llegaron al padrón [268] de cobre estaban los escudos en tierra; y los diez que llegaron al padrón estaban más altos; y de aquellos dos, el más bajo pasó por el padrón de cobre, mas no pudo llegar al otro; y el que estaba más alzado llegó al padrón de mármol y no pasó más adelante. Estonces Amadís se llegó a los escudos por ver si conocería alguno d’ellos, que en cada uno había un rótulo de cuyo fuera, y miró los diez, y entre ellos estaba uno más alto buena parte, y tenía el campo negro y un león así negro, pero había las uñas blancas y los dientes y la boca bermeja, y conoció que aquél era de Arcaláus; y miró los dos escudos que más alzados estaban, y el más bajo había el campo indio y un gigante en él figurado, y cabe él un caballero que le cortaba la cabeza, y conoció ser aquél del rey Abiés de Irlanda, que allí viniera dos años ante que con Amadís se combatiera; y cató el otro, y también había el campo indio y tres flores de oro en él, y aquél no lo pudo conocer, mas leyó las letras que en él había, que decían: Este escudo es de don Cuadragante, hermano del rey Abiés de Irlanda; que no había más de doce días que aquella aventura probara y llegara al padrón de mármol, donde ningún caballero había llegado; y él era venido de su tierra a la Gran Bretaña por se combatir con Amadís por vengar la muerte del rey Abiés, su hermano. Desque Amadís vio los escudos, mucho dudó aquella aventura, pues que tales caballeros no la acabaron; y salieron del palacio y fueron al Arco de los leales amadores, y llegando al sitio que la entrada defendía, Agrajes se llegó al mármol, y descendiendo de su caballo y acomendándose a Dios, dijo:
—¡Amor, si vos he sido leal, membradvos [269] de mí!
Y pasó el marco, y llegando so el arco, la imagen que encima estaba comenzó un son tan dulce que Agrajes y todos los que lo oían sentían gran deleite, y llegó al palacio donde las imágenes de Apolidón y de Grimanesa estaban, que no les pareció sino propiamente vivas; y miró el jaspe y vio allí dos nombres escritos y el suyo; y el primero que vio decía: Esta aventura acabó Madavil, fijo del Duque de Borgoña. Y el otro decía: Este es el nombre de don Bruneo de Bonamar, hijo de Valladas, el Marqués de Troque. El suyo decía: Este es Agrajes, fijo de Languines, Rey de Escocia. Y este Madavil amó a Guinda Flamenca, señora de Flandres, y don Brumeo no había más de ocho días que aquella aventura acabara; y aquella qu’él amaba era Melicia, hija del rey Perión de Gaula, hermana de Amadís. Entrando Agrajes, como oís, so el Arco de los leales amadores, dijo Amadís a sus hermanos:
—¿Probaréis vosotros esta aventura?
—No, —dijeron ellos—, que no somos tan sojuzgados a esta pasión que la merezcamos acabar.
—Pues vós sois dos, —dijo Amadís—, hacedvos compañía, y yo, si pudiere, la haré a mi cormano Agrajes.
Estonces dio su caballo y sus armas a su escudero Gandalín y fuese adelante lo más presto que él pudo sin temor ninguno, como aquel que sentía no haber errado a su señora, no solamente por obra, mas por el pensamiento; y como fue so el arco, la imagen comenzó a hacer un son mucho más diferenciado en dulzura que a los otros hacía, y por boca de la trompa lanzaba flores muy hermosas que gran olor daba[n], y caían en el campo muy espesas, así que nunca a caballero que allí entrase fue lo semejante hecho; y pasó donde eran las imágenes de Apolidón y Grimanesa; con mucha afición las estuvo mirando, pareciéndole muy hermosas, y tan frescas como si vivas fuesen. Y Agrajes, que algo de sus amores entendía, vino contra él, de donde por la huerta andaba mirando las extrañas cosas que en ella había, y abrazándolo, le dijo:
—Señor cormano, no es razón que de aquí adelante nos encubramos nuestros amores.
Mas Amadís no le respondió, y tomándole por la mano se fueron mirando aquel lugar, que muy sabroso y deleitoso era de ver. Don Galaor y Florestán, que de fuera los atendían [270] y viendo que tardaban, acordaron de ir a ver la cámara defendida, y rogaron a Isanjo, el gobernador, que gela mostrase. Él les dijo que le placía, y tomándolos consigo fue con ellos y mostroles la cámara por de fuera y los padrones que ya oístes. Y don Florestán dijo:
—Señor hermano, ¿qué queréis hacer?
—Ninguna cosa, —dijo él—, que nunca hube voluntad de acometer las cosas de encantamentos.
—Pues folgaos, —dijo don Florestán—, que yo ver quiero lo que hacer podré.
Estonces, encomendándose a Dios, y poniendo su escudo delante y la espada en la mano, fue adelante, y entrando en lo defendido, sentiose ferir de todas partes con lanzas y espadas de tan grandes golpes y tan espesos, que le semejaba [271] que ningún hombre lo podría sofrir; mas él, como era fuerte y valiente de corazón, no quedaba de ir adelante, heriendo con su espada a una y otra parte, y semejábale en la mano que hería hombres armados y que la espada no cortaba; así pasó el padrón de cobre y llegó hasta el de mármol, y allí cayó y no pudo ir más adelante, tan desapoderado de toda su fuerza, que no tenía más sentido que si muerto fuese; y luego fue lanzado fuera del sitio, como lo facían a los otros. Don Galaor, que así lo vio, hubo d’él mucho pesar, y dijo:
—Comoquiera que mi voluntad d’esta prueba apartada estoviese, no dejaré de tomar mi parte del peligro; y mandando a los escuderos y al enano que d’él no se partiesen y le echasen del agua fría por el rostro, tomó sus armas, y acomendándose a Dios, fuese contra la puerta de la cámara, y luego le herieron de todas partes de muy duros y grandes golpes; y con gran cuita llegó al padrón de mármol y abrazose con él y detúvose un poco; mas cuando un paso dio adelante, fue tan cargado de golpes que, no lo podiendo sofrir, cayó en tierra, así como don Florestán, con tanto desacuerdo que no sabía si era muerto ni si vivo; y luego fue lanzado fuera así como los otros. Amadís y Agrajes, que gran pieza habían andado por la huerta, tornáronse a las imágines y vieron allí, en el jaspe, su nombre escrito, que decía: Este es Amadís de Gaula, el leal enamorado, fijo del rey Perión de Gaula. Y así estando leyendo las letras con gran placer, llegó al marco, y Ardián, el enano, dando voces, dijo:
—¡Señor Amadís, acorred, que vuestros hermanos son muertos!
Y como esto oyó, salió de allí presto, y Agrajes tras él, y preguntando al enano qué era lo que decía, dijo:
—Señor, probáronse vuestros hermanos en la cámara y no la acabaron, y quedaron tales como muertos.
Luego cabalgaron en sus caballos y fueron donde estaban, y fallolos tan maltrechos como ya oístes, aunque ya más acordados. Agrajes, como era de gran corazón, descendió presto del caballo, y al mayor paso que pudo se fue con su espada en la mano contra la cámara, heriendo a una y a otra parte; mas no bastó su fuerza de sofrir los golpes que le dieron y cayó entre el padrón de cobre y el de mármol, y, atordido [272] como los otros, lo llevaron fuera. Amadís comenzó a maldecir la venida que allí hicieran, y dijo a don Galaor, que ya cuasi en su acuerdo estaba: —Hermano, no puedo excusar mi cuerpo de lo no poner en el peligro que los vuestros.
Galaor lo quisiera detener, mas él tomó presto sus armas y fuese adelante, rogando a Dios que le ayudase; y cuando llegó al lugar defendido, paró un poco y dijo:
—¡Oh, mi señora Oriana, de [v]ós me viene a mí todo el esfuerzo y ardimiento! ¡Membradvos, señora, de mí a esta sazón en que tanto vuestra sabrosa membranza [273] me es menester!
Y luego pasó adelante y sintiose herir de todas partes duramente, y llegó al padrón de mármol, y, pasando d’él, pareciole que todos los del mundo eran a lo ferir, y oía gran roído de voces, como si el mundo se fundiese, y decían:
—Si este caballero tornáis, no hay agora en el mundo otro que aquí entrar pueda.
Pero él, con aquella cuita, no dejaba de ir adelante, cayendo a las veces de manos y otras de rodillas, y la espada con que muchos golpes diera había perdido de la mano y andaba colgada de una correa, que la no podía cobrar; así llegó a la puerta de la cámara y vio una mano que lo tomó por la suya y lo metió dentro, y oyó una voz que dijo:
—¡Bien venga el caballero que pasando de bondad aquel que este encantamiento hizo, que en su tiempo par no tuvo, será de aquí señor!
Aquella mano le pareció grande y dura, como de hombre viejo, y en el brazo tenía vestida una manga de jamete verde; y como dentro en la cámara fue, soltole la mano, que la no vio más, y él quedó descansado y cobrado en toda su fuerza; y quitándose el escudo del cuello y el yelmo de la cabeza, metió la espada en la vaina y gradeció a su señora Oriana aquella honra que por su causa ganara. A esta sazón, todos los del castillo, que las voces oyeran de cómo le otorgaban el señorío y le vieron dentro, comenzaron a decir en alta voz:
—¡Señor, habemos complido, a Dios loor, [lo] que tanto deseado teníamos!
Los hermanos, que más acordados eran, y vieron cómo Amadís acabara lo que todos habían faltado, fueron alegres por el gran amor que le tenían; y como estaban, se mandaron llevar a la cámara; y el gobernador, con todos los suyos, llegaron a Amadís, y por señor le besaron las manos. Cuando vieron las cosas extrañas que dentro en la cámara había de labores y riquezas, fueron espantados de lo ver, mas no era nada con un apartamiento [274] que allí se facía, donde Apolidón y su amiga albergaban, y ésta era de tal forma que no solamente ninguno podría alcanzar a facerlo, mas ni entender cómo facerse podría; y era de tal forma, que estando dentro podían ver claramente lo que de fuera se ficiese, y los de fuera por ninguna guisa no verían nada de lo de dentro. Allí estuvieron todos una gran pieza con gran placer, los caballeros, porque en su linaje hubiese tal caballero que pasase de bondad a todos los del mundo presentes y cien años a zaga; los de la ínsola, por haber cobrado tal señor con quien esperaban ser bienaventurados y señorear desde allí otras muchas tierras. Isanjo, el gobernador, dijo [a] Amadís:
—Señor, bien será que comáis y descanséis, y mañana serán aquí todos los hombres buenos de la tierra y os farán homenaje, recibiéndovos por señor.
Con esto se salieron, y entrados en un gran palacio, comieron de aquello que aderezado estaba; y holgando aquel día, luego el siguiente vinieron allí asonados [275] todos los más de la ínsola con grandes juegos y alegrías, quedando ellos por sus vasallos, tomaron a Amadís por su señor con aquellas seguridades que en aquel tiempo y tierra se acostumbraba. (Garci Rodríguez de Montalvo, Amadís de Gaula [1508], cap. 44).