§ 44. DE CÓMO LLEGA A LA CORTE DEL REY AMADÍS DE GAULA UNA ASOMBROSA AVENTURA, Y DE CÓMO NINGUNO DE LOS CABALLEROS QUE ALLÍ SE ENCUENTRAN ES CAPAZ DE SUPERARLA, DEMOSTRANDO QUE ENTRE ELLOS NO SE ENCUENTRAN LOS MÁS LEALES AMADORES

 

En este tiempo vino el día de San Juan; acabando los reyes e reinas de comer, alzadas las tablas, todos los más caballeros de la villa siendo en la sala juntos, entró por la puerta de la sala un caballero vestido de paños de duelo, la barba e cabellos le llegaban a la cinta. En una mano traía un rétulo [276] de pargamino grande escrito con letras de oro; luego, tras él venía un caballero armado de muy ricas armas; en su cabeza traía un yelmo, el más extraño e rico que jamás se vio, porque era todo de un diamante tan claro que todos los de la sala claramente en él se vían. Cabe el caballero venía una doncella muy fermosa, vestida de muy ricos paños con muchas piedras y perlas por ellos. En su cabeza traía sobre sus cabellos hermosos sueltos una corona que toda era hecha de rubíes y esmeraldas con muchos diamantes e otras piedras de gran valor. La corona era tan fermosa e rica que todos cuantos ahí eran nunca jamás otra tal vieran, ni con gran parte le igualase. Luego venían veinte caballeros todos armados de armas negras. D’esta forma entraron en la sala, todos muy espantados en ver cosa tan extraña. El caballero que delante venía, fincando los hinojos ant’el rey Amadís, le besó las manos, dejando en medio de la sala el caballero y la doncella que oído habéis. Como hubo besado las manos al rey, dijo que mandase callar a todos y le oyese lo que quería decir. El rey mandó que todos estuviesen callados; el caballero, alto que todos lo oyesen, dijo:

—Poderoso rey de la Gran Bretaña, la fama que he oído de la bondad de tu corte e la grandeza tuya me ha hecho venir aquí para lo que agora oirás. Sabrás, señor, que a mí me llaman Fristión, soy gobernador del reino de Cecilia, porque en aquella tierra no tenemos rey, puesto que reino sea; la causa señor es esta que agora sabrás. Sabed, señor, que en aquella tierra do yo soy gobernador infinitos años ha, que no tenemos cuenta d’ellos porque pasan de dos mil, que hubimos un rey llamado Filomeno. Este rey hubo un fijo y no más llamado Alpatracio, el cual, señor, es este caballero que aquí ves. Este Alpatracio, siendo mancebo e muy buen caballero, enamorose por oídas de aquella doncella que con él viene, que es fija de un rey de Francia que a la sazón era, e llámanla Miraminia. Como este Alpatracio por oídas de su hermosura tan vencido fuese, determinó de ir a Francia por verla y servirla de forma que ella se toviese por pagada de otorgarle su amor; e así lo hizo, que, yendo donde ella estaba, hizo tales cosas por donde ella le dijo que a condición que la llevase al reino de su padre, del cual él era heredero, que ella le otorgaría su amor. Él lo hizo, que no con poco peligro la sacó e vino con ella. Como tornó en el reino de su padre, entrando en la sala donde su padre estaba que era grande e rica, súbitamente en medio d’ella ambos fueron hechos piedra mármol; y a él le quedó este rétulo que yo traigo, que así mesmo de piedra en su mano estaba con estas letras que nadie leer podía. Como su padre d’este caballero viese su hijo tal, de pesar cayó luego muerto. E como no quedase otro heredero sino éste, los del reino, viéndolo así encantado, no han consentido tener rey, pensando que por tiempo este que su natural señor es sería desencantado; e por esta causa han tenido siempre gobernadores juramentados que den el reino a este príncipe si desencantado fuere; e d’esta manera sucedieron muchos fasta que vine yo, que en mi tiempo puede haber tres años y medio o cuatro que, estando en mi gobernación, oímos un ruido que pareció el mundo hundirse, con el cual ruido las dos imágines de mármol que hasta ahí de piedra eran fueron vueltas como agora los veis. Este rétulo de piedra que el caballero tenía, es este que yo traigo. Pero comer ni hablar ni más de lo que les veis hacer no han hecho, mas de solamente andar por donde yo llevarlos quiero, que es para lo que este rétulo que traigo mejor que yo manifestará.

Y leyéndolo las letras, decían así:

 

Yo, la infanta Medea, engendrada de los rayos del sol, sierva de los mis siete dioses que los cielos rodean, señora de todas las mágicas e artes de encantamientos, en tanta manera que alcancé a saber todo lo que después de mis días vendrá, porque en mis tiempos no hubo nadie que igualase a mi saber, ni después de mí vendrá, por mi memoria fice y obré con mis artes el presente encantamiento. Esto hice yo en este príncipe e infanta, porque en mis tiempos ninguno en amar se les igualó, ni después d’ellos vendrá hasta que aquel caballero venga que en bondad e valentía por fuerza de armas y de amores gane lidiando con él el yelmo que el caballero trae. Esto porque pasará en bondad d’armas a todos los que antes d’él fueron. Y así mesmo no se acabará de deshacer el encantamento fasta que venga una doncella que así en hermosura como en amor pase a todas las que antes d’ella han sido, que puesta de hinojos ante esta infanta, pidiéndole la corona, si ella con sus manos quitándola de su cabeza gela pusiere, luego el encantamento desfallecerá del todo. Porque esto en otra guisa no puede ser desfecho, ni por la fuerza del espada que Apolidón en el pecho del bravo león pondrá; pero al tiempo que fuere ganada por el nieto del león bravo, la fuerza del encantamiento d’estas imágenes cuanto a ser de piedra fallecerá. Pero lo demás quedará fasta tanto que por lo que ellos fueron encantados desencantados sean. Por ende, tú, gobernador que en la tierra d’este príncipe estarás, a la sazón que el espantable sonido sonará por do las imágenes perderán el encantamento de piedra, tomándolas contigo, por todo el mundo andarás fasta tanto que halles aquellos bienaventurados caballero e doncella que su bondad d’él y la fuerza de la hermosura d’ella desfagan mis artes, que par no tuvieron ni tendrán.

 

Acabado de leer el rétulo, todos estaban espantados en ver y oír cosa tan extraña. El caballero dijo:

—Señor rey, si en tu corte hay algunos caballeros mancebos que quieran probar su bondad, váyanse a armar y vengan a probarse con este caballero; y así mesmo si hay alguna doncella, tu hija o de otras cualesquiera, que por su hermosura se atrevan a pedir la corona a la infanta encantada, vengan, pues a eso soy venido. ¡E [a]sí pluguiese a Dios me quitasen d’este trabajo, que ya por muchos reinos he pasado donde muchos buenos caballeros y fermosas doncellas lo han probado, pero no han acabado más de lo que veis!

Y luego calló, que no dijo más. Todos los caballeros suplicaron al rey les dejase probar la aventura. Él gelo otorgó y mandó luego llamar a las reinas e a su hija para que viesen la aventura. Luego vinieron y, sentándose en su estrado, estaban mirando el caballero e la infanta, que muy hermosa les parecía. Luego, todos los príncipes se fueron a armar; el príncipe Adariel demandó la primera batalla y los otros lo otorgaron. Tornados a la sala, arredrándose [277] todos afuera por ver la aventura, vino el príncipe Adariel bien cubierto de su escudo, su espada en la mano, e fuese para el caballero, pero el caballero no se movió. El príncipe lo quiso ferir, mas nunca la espada mandar pudo. Fristión le dijo:

—Señor caballero, apartadvos afuera, que bien parece que no amáis en ninguna parte, pues no tenéis poder de entrar en campo sobre razón de amores.

El príncipe se tiró afuera, que bien vio que era verdad lo que el caballero decía. Luego fue el príncipe Elinio, pero de la mesma forma le avino.

—¡Por Dios!, —dijo el caballero Fristión—, para caballeros tan dispuestos gran falta es ser tan poco enamorados.

Luego vino Dinerpio, príncipe de Roma, su espada en la mano, cubierto de su escudo, que bien pensó él acabar la aventura según amaba a su cormana. Como cerca del caballero llegó, el caballero encantado metió mano a su espada y comienzan entre sí una brava batalla, tanto que en poca de hora el escudo de Dinerpio todo fue desfecho. El caballero encantado le dio un golpe por cima del yelmo que sin ningún sentido tal como muerto dio con él en el suelo. Apartándolo afuera, Fristión le hizo quitar el yelmo y, como le dio el aire, luego tornó como de antes. Luego vino a probarse con el caballero Olorius, príncipe de España, que quiero que sepáis que desde la hora que oyó decir de Luciana, hija de Esplandián, luego propuso de ser su caballero e hacer tales cosas por su servicio que, cuando ella fuese de edad, se tuviese por contenta de tenerle por suyo. E por eso sacó los luceros que ya vos dejimos. Tornando al propósito, cubriéndose bien de su escudo, su espada en la mano, se fue para el caballero; y como a él llegó, el otro metió mano a su espada; e comienzan entre sí una batalla tan peligrosa que parecía batalla de quince caballeros según el estruendo que traían. Fristión dijo:

—Este es el mejor caballero que nunca vi, ¡sí Dios me deparase con él lo que demando!

Todos miraban la batalla y preciaban mucho a Olorius, pero en fin de una hora que la comenzaron Olorius, tal como muerto, cayó en el suelo. El caballero metió su espada en la vaina. Lisuarte y Perión no se quisieron probar sino a la postre. Luego vino a probarse con el caballero Suicio de Irlanda, pero como a Adariel le avino, que el caballero no hizo cuenta d’él. Todos se reían de mancebos tan mal enamorados. Luego se probó con el caballero Ambor de Gandel, pero en poco espacio se delibró [278] d’él, tendiéndolo tal como muerto. E así lo hizo a Marsinio de Val Temeroso y a Pintineo de Carsante y a Giontes y a Silercio, fijo de don Grumedán. Filorete, hijo de Bravor, se probó con el caballero, pero lo mesmo que hizo con Adariel hizo con él, e con más de diez caballeros de más de veinte que ese día se probaron. Cuando se acabó la prueba d’estos veinte, era ya noche. El rey hizo aposentar muy bien a Fristión, e así pasaron esa noche hablando en la prueba del caballero. Todos los caballeros casados les pesaba por no se poder probar con el caballero, e así mesmo las dueñas, especialmente Amadís e Oriana, que bien creían ellos que, si fuera en el tiempo de sus amores, que acabaran la aventura.

Otro día de mañana, acabando el rey de oír misa, dijéronle que al puerto habían llegado tres naves. El rey envió a saber qué cosa fuese. Luego le tornaron a decir que venía en ellas la infanta Elisena, hija de don Bruneo, que su madre la enviaba para que estuviese con su prima doña Brisena. El rey la salió a recebir, e con mucho placer fue de todos recebida, especialmente de la infanta su cormana que mucho holgó con ella. Luego se asentaron a comer. Alzadas las tablas, luego vino Fristión con el caballero e la infanta, e así mesmo muchos caballeros que con el caballero se probaron, aviniéndoles como el día de antes avino a los otros. Estando así, entra por la puerta de la sala un caballero de gran cuerpo, traía el yelmo puesto. Como entró por la puerta de la sala e con el otro caballero así mesmo grande, mirando al estrado adonde las reinas estaban, mirando la infanta recién venida que extrañamente era hermosa, aquel que nunca cativo de amores había sido lo fue súpitamente de aquella infanta, en tal manera que en muchas pasiones e dolores le puso; pero al presente sintió su corazón ser rasgado con la vista de aquella tan hermosa infanta. E como era nuevo en los amores, viendo su afición que tan extrañamente le había herido, creyendo que para él se había guardado aquella aventura, embrazando su escudo e metiendo mano a su espada, se fue para el caballero encantado. Todos lo miraban y les parecía bien. Como cerca d’él llegó, el encantado metiendo mano a su espada, se comenzaron a dar muy grandes golpes, tanto que todos decían que era mucha bondad la del caballero extraño. Así anduvieron tres cuartos de hora poniendo a todos espanto sus golpes; pero ya a esa sazón el caballero desconocido estaba tal parado que su escudo era todo desfecho, sus armas despedazadas y él cayó tal en el suelo que todos cuidaron ser muerto. Quitándole afuera, le tiraron el yelmo, e dándole el aire tornó en sí; e a todos puso mucha alegría su vista, que este era Cuadragante, hijo de don Cuadragante. De todos fue muy bien recebido y de su padre, que mucho holgó con él. Luego, el caballero que con él viniera se fue a probar con el caballero encantado, mas así le avino qu’el caballero no curó d’él como de otros muchos. Quitándose el yelmo, fue conocido que era el príncipe Abiés de Irlanda. Todos holgaron mucho con él, e sobre todos sus hermanos. El rey Amadís les preguntó cómo había sido su venida de la Montaña Defendida. Ellos le dijeron que el rey Norandel e el almirante Frandaló tenían puestas treguas con los turcos por seis meses, y que por esta causa ellos habían venido en busca de un caballero que Solitario se llamaba, por probarse con él por la fama que por el mundo tenía; que la ventura los trujera allí, donde habían sabido que era Lisuarte, con que mucho placer recibieron. El rey Amadís, desque hubo recebido bien estos caballeros, mandó a su hijo que probase la aventura del caballero. Él dijo que le placía desque todos hubiesen acabado. Así estaban muchos caballeros probando el aventura. La reina Calafia se entró a su aposentamiento diciendo que iba a hacer un poco que le cumplía, mas no tardó mucho que salió armada de todas sus armas, e diciendo:

—¡No me ayude Dios si yo no pruebo lo que mujer nunca probó! Quizá cosa tan extraña se acabará con otra que tanto lo sea.

Todos rieron mucho de lo que la reina dijera y quería facer, mas ella, metiendo mano a su espada, se fue contra el caballero encantado. Como cerca d’él fue, el caballero, sin poner mano en la espada, fincó el un hinojo [279] en el suelo. El rey Amadís dijo:

—Señora reina, ese caballero, según me parece que os hace cortesía, no se querrá combatir con vós.

Ella que tenía la espada alta en la mano, dijo:

—Así me parece, que, según veo, no soy señora de mandar la espada de como la tengo.

Luego se tiró afuera. El caballero se tornó a levantar en pie. Luego Perión de Gaula se fue a armar e Lisuarte así mesmo; e siendo armados, como a la sala tornaron, el caballero Fristión, que ya su fama sabía, dijo:

—¡Oh, buenos caballeros, si yo fuese tan dichoso que alguno de vós me quitase d’este trabajo, haciéndose a sí tan bienaventurado, cuánta merced Dios me haría!

Luego Perión, sin nada responder, se fue para el caballero encantado bien cubierto de su escudo, la espada alta en la mano. Como a él llegó, el caballero puso mano a su espada e comienzan entre sí una tan dura batalla que parecía que veinte caballeros se combatían. E así anduvieron dos horas grandes sin descanso tomar, sino ferirse muy apriesa. Todos decían que Perión había de acabar la aventura, mas ya a esa hora, teniendo desfecho todo el escudo, fue al caballero encantado e diole por cima del yelmo, que así botaba d’él la espada como si fuera hecha de palo; mas el caballero le hirió con la suya por cima del yelmo que muy abollado traía. El golpe fue tan cargado que sin ningún sentido dio con él en el suelo. Tirándole afuera e quitándole el yelmo, luego tornó en sí muy corrido. Lisuarte que vio que sólo él quedaba por probar la aventura, porque a los reyes casados no era dado probarla, viendo que todos decían que, si por bondad de armas la aventura se había de acabar, que él sería el que la acabase, teniendo en su corazón que en lo que quedaba, que era de los amores, que nadie había a su pensar ni podía ser que a él igualase en amar, diciendo entr[e] sí: «¡Oh, mi señora, vós me dad esfuerzo e poder para acabar esto, que con vuestra ayuda ninguna cosa temo!»; diciendo estas palabras, creciole tanto el corazón que le pareció romper los pechos; con aquel denuedo, embrazando su escudo, su espada buena en la mano, se fue para el caballero encantado. Como cerca d’él llegó, el otro puso mano en la espada, pero no la sacó. Lisuarte le tiró un golpe pensándole ferir, mas el caballero gelo hurtó con todos cuantos le tiraba, andando saltando muy ligero a un cabo e a otro de la sala. Lisuarte tras él por le ferir, nunca golpe le tiró que el caballero encantado no gelo ficiese perder. D’esta forma anduvieron más de media hora, que, por mucho que hacía, golpe no le podía dar. Soltando la espada de la cadenilla, arremetió a él por cogerle entre los brazos, pero no le avino así, que, cuando pensaba que lo tenía, el caballero estaba ya a otra parte de la sala, y de aquella manera anduvo otra gran pieza. Todos estaban espantados de ver tan extraña cosa e preguntaron a Fristión si les había acontecido otra vez aquello. Él dijo que no y que muy espantado estaba, que no sabía qué cosa fuese. El rey Amadís dijo:

—Hijo, Lisuarte, debéis de dejar ese caballero que tanto huye de vós, que, según me parece, no quiere hacer batalla.

Lisuarte que entendió lo que su abuelo decía, luego se vino para él e dijo:

—No sé por qué este caballero tanto huye de mi compañía, queriéndome yo llegar a la suya.

Pero muy corrido vino en no haber acabado la aventura. El caballero se tornó luego a poner en medio de la sala como de antes. Fristión dijo al rey que, pues que su dicha no había querido que en su corte se acabase aquella Aventura, habiéndola probado los mejores caballeros del mundo, que probasen las doncellas la Aventura de la corona por ver si facían ventaja a los caballeros. El rey dijo:

—Por cierto, amigo, más me pesa a mí d’ello que no a vós. Así se haga como decís.

Luego mandó a su hija e a su sobrina que probasen la Aventura de la corona. Las infantas, tomándose ambas por las manos, llegaron cerca de la reina que en la sala estaba con unas colores de vergüenza que las paró tan fermosas como ángeles. Ellas se rogaron mucho sobre cuál iría primero, pero en fin fue primero la infanta Brisena e, fincándose de hinojos ante la reina encantada, que así lo había de hacer, le dijo:

—Fermosa señora, ¿queréis me donar esa corona por que yo sea la más bienaventurada doncella del mundo?

La reina encantada, tirando las manos contra ella, la tomó por las suyas e la levantó suso e luego la soltó. Ella con mucha vergüenza se fue para su cormana, que luego llegó a la reina; e fincándose ante ella de hinojos, le dijo las mesmas razones que su cormana, mas luego la reina la levantó suso. Ellas se tornaron muy corridas al estrado. El rey Amadís mandó a muchas doncellas, hijas de grandes señores, que ahí eran que probasen la aventura, pero lo mesmo hizo con ellas que con las dos infantas, e tales hubo que, como ante ella se ponían de hinojos, la reina les daba con las manos en los pechos, haciéndolas caer en la sala (esto hacía a aquellas que a ninguno amaban).

Como Fristión vio que nadie quedaba por probar, dijo:

—Paréceme, señor, que tan poco remedio hallo en las doncellas como en los caballeros. Esto hicieron ellas de cortesía por no les hacer ninguna ventaja. Si me mandáis, señor, dar licencia, yo me quiero ir en mi demanda.

El rey le dijo:

—Amigo, sinrazón sería estorbaros vuestro camino. En lo demás a mí me pesa por no haber fallado vós remedio en mi corte; pero primero quiero bien mirar ese caballero bien de cerca.

E luego, levantándose él e los reyes con la emperatriz e todas las reinas, fueron a ver la reina de junto, e parecioles una de las [más] hermosas mujeres que nunca vieran. Mirando la corona que en la cabeza tenía, pareciéndoles la más extraña que nunca vieran e más bien labrada e rica, el rey Amadís dijo a Fristión si consentía llegar a ella las manos.

—Sí, —dijo él—, pero cualquiera cosa que a ella llega luego es quemada en un punto; e así lo hace el yelmo del caballero, que un caballero combatiéndose con él, pensando gelo quitar con las manos, en un punto le fueron quemadas.

Desque hubieron mirado la reina, fueron a mirar el caballero, e viéronle el escudo muy bueno sembrado de muchas piedras, pero no tenía que ver con el yelmo, que todo era de un diamante, como dicho es, el más fino que se nunca vio; todos se parecían en él claramente. En el cerco tenía unas letras muy bien talladas, pero nadie hubo que las leer supiese. Preguntaron a Fristión que qué decían aquellas letras. Él dijo que no lo sabía más que ellos. Todos decían que grande había sido el saber de Medea y que era el más fermoso encantamiento que nunca vieran. Fristión e su compaña se salieron por la puerta del palacio, él delante e luego el caballero e la reina, e los veinte caballeros detrás, que, por ser vasallos de aquel caballero encantado, aquellas armas negras traían. Abajados al patio, poniendo el caballero e la reina sobre un carro muy rico con un cobertor de brocado que cuatro caballos traían, y ellos cabalgando en sus caballos, se partieron muy tristes, pensando pues en corte de tan gran rey donde tantos buenos caballeros había no habían habido remedio, que no lo hallarían en el mundo. Los reyes, que al corredor salieran por ver en qué forma los llevaban, se tornaron a la sala hablando en la muy extraña aventura, pero de Lisuarte vos digo que estaba tan triste y pensativo por no haber acabado la aventura que por ser señor del mundo no quisiera allí haberse hallado, ni que a oídos de su señora fuese. (Feliciano de Silva, Lisuarte de Grecia [1525], cap. 79).

 

 

IV.4. SOBRE MATRIMONIOS SECRETOS, ENCUENTROS NOCTURNOS Y DEMÁS PLACERES DE LOS QUE GOZAN LOS ENAMORADOS

 

§ 45. DE CÓMO TIRANTE EL BLANCO CONSIGUIÓ EL BIEN MÁS PRECIADO DE BLANCAFLOR, GRACIAS A LA AYUDA DE PLACERDEMIVIDA

 

Como Tirante vio el hablar abierto de Placerdemivida, con voz baja le dijo:

—Temor de quedar envergonzado me quita de ganar paraíso en este mundo y reposo en el otro; empero diré lo que me parece, que en tiempo de adversidad los parientes y amigos se tornan enemigos y mi inocente deseo no es sino con mucho amor hacer servicios a aquella de quien soy y seré tanto, como la vida me acompañe; y en este artículo de fe quiero vevir y morir. Y si tu voluntad con mi deseo se acordase, muy consolada sería mi alma, que todas las cosas que se me representan no son sino temor de vergüenza. Y pues no pued[e] ser lo que deseo por ser noche escura, con los ojos del pensamiento la veré, por que os ruego que vamos sin más tardar, y toque yo aquel cuerpo glorificado.

—Pues con tantas importunaciones os he vencido, —dijo Placerdemivida—, en ofensa de mi honra y placer vuestro, quedaos agora para aquel que sois.

Y soltole de la mano. Como Tirante se vio sin su guía y no sabía dónde se estaba por la mucha escuridad, con baja voz la llamaba; y ella le hizo estar así refriándose cerca de media hora, en camisa y descalzo. Como ella vio que ya serié bien refriado, hubo piedad y allegose a él y díjole:

—Así castiga hombre a los que son poco enamorados. ¿Cómo pensáis vós que dueña ni doncella de cualquier estado que sea que le desplega de ser amada? Antes os digo que aquel estiman ellas en más que más solícito es en buscar maneras de las entrar a ver por puertas o por ventanas o tejados. ¿Creís agora vós que me placerié a mí que Hipólito hiciese otro tanto por mi amor? Antes os digo que le querría mil veces más, y no me pesaría, si consentir no quisiese a su voluntad, que me tomase por los cabellos y me arrastrase por la casa hasta que yo callase e hiciese todo lo que él quisiese. E yo le querría más conosciendo que es hombre que si hiciese lo que vós hacéis y decís, que no la querríades enojar. En otras cosas, la amad vós y servid; mas estando con ella a solas en una cama, no le guardéis cortesía. ¿No sabéis lo que dice el salmista? Manus autem. Y es su glosa que, si queréis ganar dueña o doncella, que no tengáis temor ni vergüenza.

—¡Por mi fe, doncella!, —dijo Tirante—, vós me habéis dado más noticia de mis faltas que no ha hecho jamás ningún confesor. Yo os ruego que me llevéis a la cama de mi señora. [...]

Placerdemivida tomó a Tirante por la mano y llevole a la cámara de la princesa, e hízole acostar a su costado. Y las tablas de la cama, hacia la cabecera, no llegaban a la pared, y Placerdemivida se metió allí y dijo a Tirante que estoviese quedo hasta que ella gelo dijese. Y Placerdemivida puso su cabeza sobre el almohada, entre Tirante y la princesa, y tenía la cara vuelta hacia ella; y tomó la mano de Tirante y pusósela sobre los pechos de la princesa, el cual le palpó los pechos y el vientre y de allí abajo. La princesa despertó y dijo:

—¡Oh, válame Dios, cómo eres enojosa! ¿No me puedes dejar dormir?

Dijo Placerdemivida:

—¡Oh, cómo sois doncella de mal sofrimiento! Salís agora del baño y tenéis las carnes lisas y gentiles, y deléitome en tocarlas.

—Toca do quisieres, —dijo la princesa—, y no pongas la mano tan abajo.

—Dormid y haréis bien, y dejadme tocar este cuerpo, pues es mío, que yo estoy aquí en lugar de Tirante. ¡Oh, traidor de Tirante! ¿Y dónde estás agora? Que si tuvieses la mano donde yo la tengo, estariés alegre y contento.

Y él tenié la mano sobre el vientre de la princesa y Placerdemivida tenía la suya sobre la cabeza de Tirante. Y como ella conocía que la princesa se dormía, aflojaba la mano, y entonces Tirante tocaba a su placer; y d’esta manera se deportó [280] cerca de una hora. Y como Placerdemivida conoció que ella dormía bien, aflojó del todo la mano. E Tirante quiso tentar de paciencia y dar fin a su deseo; y la princesa despertó, y dijo:

—¿Qué malaventura haces que no me quieres dejar dormir esta noche? ¿Eres tornada loca que quieres tentar lo que es contra tu natura?

Y a poco rato ella conoció que era más que mujer y no quiso consentir, antes comenzó a dar gritos. Y Placerdemivida le atapaba la boca con sus manos, y díjole a la oreja porque las otras no lo sintiesen:

—¡Callad, señora, y no queráis disfamar [281] vuestra persona, que temo que no lo sienta la emperatriz! ¡Catad que es vuestro caballero Tirante, quien por vós se dejara morir!

—¡Oh, maldita seas tú!, —dijo la princesa. ¿Y no has habido temor de mí ni vergüenza del mundo, que sin yo saber nada me has puesto en tanto trabajo y difamación?

—Ya, señora, —dijo Placerdemivida—, pues el mal es hecho, dad en ello remedio, que me parece que el callar es el mejor remedio y más seguro.

Y Tirante con baja voz la suplicaba lo mejor que podía, y viéndose ella en tan estrecho paso, que de la una parte la combatía amor y de otra temor, y al fin deliberó de callar. (Tirante el Blanco [1511], libro tercero, caps. 114-115).

 

§ 46. DE CÓMO SE CONSUMÓ EL MATRIMONIO SECRETO ENTRE LISUARTE CON ONOLORIA Y ENTRE PERIÓN CON GRICILERIA, CON OTRAS COSAS DE PLACER QUE OCURRIERON AQUELLA NOCHE

 

Dice la historia que Lisuarte e Perión e Olorius fueron tan bien remediados de sus llagas por mano de aquel gran maestro Elisabad que dentro en un mes fueron d’ellas bien guaridos. [282] Mediante este tiempo la emperatriz e sus hijas los iban muchas veces a ver, que era de lo que ellos más remedio para su salud recibían, puesto que no podían con ellas hablar más de lo que públicamente decir querían; pero de aquello recibían ellos mucho descanso. Del emperador e de todos los de su corte eran tan preciados que no se hablaba en otra cosa sino en sus bondades. La doncella Alquifa en este tiempo nunca dejaba de decir a la princesa e a la infanta tales cosas por do les hacía doblar el amor que a sus amigos tenían. Siendo ya del todo guaridos, yendo muchas noches a hablar a sus señoras como solían, no alcanza[ron] más de lo que oído habéis, pero una noche hablando con ellas Lisuarte dijo a Onoloria:

—Señora, las mercedes que vós me hacéis e yo de vós he recebido son tan grandes según vuestro merecimiento que empiden mi lengua, viendo que no merezco yo tanto bien como de vós recibo, para suplicaros queráis hacerme más mercedes de las que hacéis. Mas una vía sola, señora, hallo para que sin ofenderos pueda suplicaros por lo demás sin ofender a vuestra honra ni al deseo que de serviros tengo, porque sin esto antes me dejaría pasar por la cruel muerte que errar un punto contra vuestra honra. Y esta, mi señora, es que en tanto que yo la voluntad de vuestro padre con muchos servicios gano para tener atrevimiento de suplicarle os quiera casar comigo, vós e yo secretamente nos desposemos, e por el grande amor que yo a este caballero mi tío que presente está tengo e por el deseo que a esta hermosa infanta así mesmo de servir tengo, queriendo ella hacer otro tanto con él como yo a vós, mi señora, os pido. Dende aquí digo que los reinos de la Gran Bretaña e Gaula, que de derecho después de su padre y el mío me vienen, que los tenga por suyos. E yo desde hoy gelos doy, que a vós, mi señora, e a mí harto nos bastará este vuestro imperio con el mío de Grecia.

Antes que nadie respondiese, Perión quiso besar las manos a Lisuarte, mas él no consintió. Perión le dijo:

—Señor, yo pensaba que no había cosa con que me pagásedes el amor que os tengo, pero agora me lo habéis bien pagado, no por la merced que me habéis hecho, mas por la buena voluntad que de vos siento que iguala con el deseo que de servir os tengo. Plega a Dios de me traer a tiempo que os lo pueda pagar, no como mis fuerzas e poder pueden bastar, mas como mi voluntad e deseo me obligan juntamente con vuestras mercedes.

Onoloria, que muy leda estaba por haber oído a su amigo aquello que ella tanto como él deseaba, dijo:

—Mi verdadero amigo, antes que os responda nada quiero tomar voto de mi hermana por ver si se conforma con mi voluntad.

Gricileria le dijo:

—Señora hermana, excusado es decir eso, pues sabéis vós que no tengo de salir de vuestro mandado. Yo os doy mi voto, que de lo que vós hicierdes no puedo yo recebir sino mucha merced.

Onoloria, abrazándola e besándola, dijo:

—Así lo tenía yo de vós, mi buena señora e hermana.

E volviéndose a Lisuarte, le dijo:

—Mi verdadero amigo, porque no hay razón que baste para respuesta de lo que habéis dicho, solamente digo que se haga lo que mandáis, e porque tal cosa no es razón de se hacer por reo, quédese para mañana en la noche, e vendréis a la hora que agora por una puerta falsa que de nuestra recámara a la huerta sale, que yo tengo las llaves; e aquí dentro en esta cámara quiero que se hagan nuestros desposorios.

Lisuarte e Perión le besaron las manos por oírle aquello que ellos tanto deseaban, agradeciéndole mucho la gran merced que les habían hecho besándoles a ambas muchas veces las manos. E porque era tarde, se despidieron d’ellas, tornándose a su cama sin seso de gozo, mirando primero la puerta por donde habían de entrar, que de fierro muy gruesa era. Así pasaron esa noche y otro día con tanto gozo que no se podría contar ni decir. Otro día ellos se vistieron muy ricamente cubriéndose dos mantos d’escarlata muy fina, bordados de oro e muchas perlas, tan apuestos que a todos ponían espanto; e sus compañeros con ellos, hablando en muchas cosas de placer con el emperador, concertaron de ahí en cuatro días ir a monte a un gran bosque que cabo la ciudad estaba. Venida la noche, después de todos acostados, Lisuarte e Perión, como vieron que era hora, así como estaban ataviados se fueron al postigo de la huerta. O[no]loria e Gricileria, que no menos alegría e cuidado que ellos tenían, como las candelas fueron muertas, tomando las llaves, entrando en la recámara muy paso, porque dormían allí Brildeña e otras muchas doncellas, temblando como si frío tuviesen, abajaron por una escalera de pocos pasos que al postigo abajaba. Como abajo fueron, Gricileria, tomando las llaves, llegándose al postigo, dijo:

—¿Está allá alguien que quiera entrar acá dentro?

—Sí, —dijo Lisuarte.

Ella dijo:

—Pues nadie no puede entrar acá, qu’el emperador está retraído e ha mandado a este portero e a mí que no dejemos entrar a nadie.

Lisuarte dijo:

—Si Dios estuviera en el suelo e fuera esta su morada, luego creyera lo que decís, pero en otra guisa no pienso nadie tener poder de tener los ángeles por porteros.

—Dejadvos d’esos donaires, [283] —dijo Onoloria—. Abrid, hermana, que me muero de miedo.

Gricileria había a esa hora quitado el candado, e como el postigo abrieron, vieron estar de hinojos a Lisuarte e a Perión. Ellas llegaron cada una al suyo, besándoles ellos las manos; abrazándolos ellas, los levantaron suso y, tomándolos por las manos, muy paso subieron por la escalera. Como entraron en la cámara, estando todo muy escuro, Lisuarte abriendo su manto, de su rica espada salió tanto resplandor que quedó la cámara tan clara como si veinte hachas encendidas estuvieran. Luego, viéndose unos a otros a la luz que de la espada salía, así ellos como ellas fueron tan espantados de sus hermosuras que estuvieron gran pieza sin se poder hablar mirándose. Onoloria e Gricileria tenían los sus muy fermosos cabellos sueltos sin otra cosa sobre ellos sino sendas redes de oro, sembradas por ellas muchas piedras e perlas. Dando las manos ellas a ellos, y ellos a ellas, se desposaron e pasaron con mucho gozo. Quitando Lisuarte su espada e cubriéndola, aquellas que hasta allí doncellas habían sido fueron hechas dueñas. Pasada gran parte de la noche, porque era muy tarde, quedando concierto para otra noche su venida de la mesma forma, se tornaron al postigo. Allí se despidieron d’ellas abrazándose e besándose muchas veces. Cerrando ellas su postigo, se fueron ellos. Ya podéis ver con cuánto gozo habiendo cumplido aquello que tanto por ellos era deseado se tornaron a su cama. E d’esta forma vinieron tres noches a reo, no dando a nadie parte de lo que hecho habían ni aun a Alquifa que tanto en sus amores había trabajado. Así pasaban con tanta alegría que todos se espantaban de verlos, pero no sabían a qué causa fuese. (Feliciano de Silva, Lisuarte de Grecia [1525], cap. 96).

 

§ 47. DE CÓMO CARDENIA SEDUCE A FLORINEO Y DE CÓMO EN UN BOSQUE TERMINAN POR HACER REALIDAD SUS DESEOS

 

Cuando la doncella Cardenia se vido en el batel con aquel que tanto amaba, fallose la más congojada mujer del mundo, porque diversos pensamientos la combatían: de la una parte, amor; y de la otra, vergüenza; y de la otra el temor que tenía de ver aquel que tanto amaba puesto en aventura de muerte si con Corniel entraba en batalla a su causa. Y pensando en todas estas cosas, no sabía en qué se determinar, y maldecía muchas veces a su tía la Dueña del Fondo Valle porque en tal cuidado la metiera; y en fin tuvo por mejor, aunque recibiese alguna afrenta, descubrir su corazón a Florineo que vivir con tanta cuita; y estando un día después de haber comido asentados al borde del batel mirando la mar, le comenzó a decir:

—Mi buen señor Florineo, ruégovos que no tengáis a deshonestidad ni maldad lo que vos quiero decir; pues si lo es, vuestra fermosura y bondad son causa d’ello. Y es que habéis de saber, mi verdadero señor, que desde la primera hora que os vi me aqueja tanto el vuestro amor que, no pudiéndolo más sufrir, determiné de pediros hayáis duelo de mí, y debéislo de facer, porque, si viese que después de haberme descubierto a vós decir esto, no lo tomásedes de buen grado, me echaría a la hora de aquí ayuso donde en un punto p[e]reciesen mi desvergüenza y vida.

Y esto decía con tanto fervor que muchas lágrimas derramaba por las sus faces. Cuando Florineo tal cosa oyó, fue mucho turbado, porque, aunque había conocido d’ella que le había buen tal[a]nte, no cuidó que a tanto se extendía, y según lo que en ella conoció, bien vido que, si no le respondía bien, de fecho se lanzaría en la mar; y por no dar lugar a esto le respondió:

—Mi buena amiga Cardenia, no me tengades por caballero tan sin mesura que no sepa agradecer al que bien me face y desea; y conociendo yo de vós tan grande amor y, habiéndomelo manifestado, os quedo tan obligado que no sé cosa con que vos lo pague sino con otro tal, el cual yo vos tenía y tendré de aquí adelante, aunque no por la vía que fasta aquí.

E diciendo estas y otras muchas cosas de grande amor la asosegó y le dio muy buena esperanza de cumplir toda su voluntad, y luego fuera fecho sino porque el batel era tan pequeño que no podían facer ni decir nada que los hombres que remaban no lo viesen. Y ansí navegaron fasta que un día a hora de nona llegaron al reino de Irlanda, y tomando tierra, se despidieron de los hombre del batel, a los cuales la doncella pagó muy bien su fiel, y tomaron su camino facia donde Cardenia tenía un buen lugar que era de su padre, y en él un fermoso castillo. Y ansí anduvieron tanto fasta que fue de noche, la cual les tomó muy escura en un verde prado junto a una fuente que estaba casi en el camino. Y como vieron tan buen lugar para descansar, acordaron de quedarse allí aquella noche; y quitando los frenos a los caballos y al palafrén los dejaron pacer de la yerba que asaz había en el campo; y después Lelio sacó de cenar, que del batel tomara algunas cosas pensando lo que había de ser. Y como hubieron cenado, Lelio tendió su manto en el prado, donde Florineo albergase, y él y la doncella se apartaron cada uno a su parte por lo dejar dormir; y él se tendió sobre el manto teniendo el escudo por cabecera; mas la doncella, que en tal trance se vido, no se le olvidó lo que Florineo le prometiera, antes estuvo aguardando a que Lelio se adormiese; y cuando lo vido adormido, levantose muy paso y se fue adonde Florineo estaba; y él como la vido no le pesó con su venida, antes se desarmó muy paso ayudándole Cardenia; y después los dos se tendieron sobre el manto, donde con gran placer de entrambos folgaron la mayor parte de la noche. Y Florineo quedó muy pagado de la doncella, porque era muy fermosa y apuesta y nunca a otra conociera de aquella guisa, y sobre todo era muy graciosa. Y ansí estuvieron mucho a su sabor fasta que el alba venía. Y sabed que aquella noche Cardenia se fizo preñada; y venido el tiempo, parió un fijo de quien adelante la historia fará larga mención, que fue uno de los buenos caballeros del mundo. Pues tornando a nuestro propósito, cuando Florineo y Cardenia vieron que quería amanecer, levantáronse muy paso, y él se tornó a armar porque Lelio no sintiese nada del fecho; y tornáronse a dormir los dos, cada uno por sí. Y como estaban desvelados, dormieron fasta que era el sol salido. Y como Florineo vido tan gran día, dijo:

—No conviene tanto dormir a caballeros andantes que han de ganar honra por el mundo.

Y volviéndose facia Lelio vido que tenía los caballos y palafres enfrenados, [284] y cabalgando Cardenia en su palafrén, y ellos en sus caballos se fueron su camino facia el lugar del padre de Cardenia. (Francisco de Enciso Zárate, Florambel de Lucea, libro I [1532], cap. 6).

 

§ 48. DE CÓMO LA DONCELLA ASTREA CONSIGUIÓ SEDUCIR A SU AMADO, EL CABALLERO DEL LAGO, MÁS POR LAS PALABRAS Y EL DOLOR QUE AMOR LE PRODUCÍA QUE POR SUS DESEOS LIBIDINOSOS

 

Algunos días se detuvo el caballero a ruego de la condesa, entre tanto que estas cosas pasaban, recibiendo d’ella y su hija todo placer y contentamiento, que servicio no había que pensarse pudiese que no se pusiese en efecto sin haber dilación. Pero ¡oh, Fortuna desconocida!, ¡oh, Ventura alevosa y traidora! ¿Quién habrá tan poderoso que fuerce tu voluntad, que mude tu determinación y revoque lo que tú tienes dispensado? Naturalmente eres en tus obras villana, pues jamás supiste torcer del camino que una vez has comenzado, ni dejar la senda que tomaste, ni por fuerza ni de grado. Otros te llaman varia, porque contino te mudas y jamás permaneces en un ser. Yo, por el contrario, te juzgo por la más firme y constante que se vio, pues ni a quien persigues dejas de perseguir hasta que muera, ni a quien amas de favorecer hasta ponerlo en la cumbre. ¡Mira qué señales de inconstancia! Yo no sé qué será, sino que con tus promesas elevas y suspendes los sentidos humanos, y les haces creer lo porvenir y negar lo presente, afirmar lo dudoso y en lo cierto desfallecer; en prueba de lo cual, mira cuán adversa a esta desdichada condesa se mostró, e mira cómo, cuando pensó ser acabada su Fortuna, de nuevo extendió sus ramos cortados y produjo su fruto cogido.

Y fue así que, como la hija de la condesa al Caballero del Lago muchas veces viese y comunicase, el amor traidor y cauteloso se metió en su pecho y, como huésped convidado, le incitó a tenerle y mostrarle aquella voluntad que su favor e ayuda demandaba; pero después, no contento con esto, quiso hacerse universal señor de la posada, abrasándola en el fuego inextinguible de afición tan desordenadamente que, afirmando en él sus amorosos ojos, diera conocida señal d’ello a quien no fuera libre de tal sospecha; y poco a poco se aumentó en tal manera que la prudente y honesta doncella, que resistía, fue del todo en la batalla vencida, y la discrección dio lugar al deseo, y la razón a la voluntad. Pensando muy afincadamente en qué manera se podría descubrir al caballero, que muy fuera estaba de tal cuidado, [285] y retrayéndose la doncella en un aposento suyo, sola, sin persona alguna, comenzó a derramar muchas lágrimas, y decir con semblante lastimero:

—¡Oh, doncella desdichada e sin ventura! ¿Qué novedad ha sido esta tan grande? ¿Cómo tan presto has sido trocada del libre estado que tenías? ¿Quién de alegre te hizo triste? ¿Quién de contenta te puso en dolor? ¿Quién de libre te cautivó? Dime por tu fe, ¿Quién tuvo tanto poder que forzó tu voluntad, que venció tu honestidad, que hizo posponer la natural vergüenza virgínea? ¿Qué te manda ejecutar lo que te daña y huir lo que cumple y conviene a tu honor? Aquel poderoso del siglo, aquel quebrantador de las leyes, aquel dador de las penas, aquel origen, tormento y causador de las culpas merecedoras, el que da venturoso esfuerzo al cobarde y cobardía al más animoso, el que hace temer al osado y al temeroso olvidarse del peligro; éste es el que funda las paces e introduce la guerra, el que cura las enfermedades y maltrata la salud, e finalmente el que tiene por mayor premio la triste muerte. Bien creo que le conoceréis por estas señas, pero para mejor informaros vos quiero decir su nombre: su nombre es Amor. Amor le llaman los que no le conocen; conócenle los que le vieron; viéronle los que no debieran guardarse de su traición; traición bienaventurada es la suya; suya es la gloria sin par; sin par es el tormento que da por pena; pena que en gloria redunda; redunda en entero contentamiento y placer; placer es que no viene sin tristeza; tristeza a quien siempre sigue la muerte; muerte que es causa de nueva y más bienaventurada vida; vida que no carece de alteración; alteración que robó mis sentidos; sentidos no bastan a resistirle; resistirle es locura; locura es darle lugar. Pues ¿qué hará mi atormentado cuerpo, mi ánima atribulada, mi corazón cativo e mi tormento libre, combatido de tanto competidor? No hay muro que defienda, no hay fortaleza que asegure, no hay contrario que pueda resistir, todo es llano y expugnable al enemigo que nuevamente se me ha levantado. ¡Oh, Caballero del Lago, por mi mal venistes en mi tierra! Pensaste darme favor y más cruelmente me has ofendido; veniste a librarme y hasme tornado cautiva. Pluguiera a Dios que siempre peleara con Galafox y no conociera tu amparo. Perdí un enemigo mortal y he hallado otro más poderoso e invencible. Quitaste de mi objeto al público traidor y has tomado tú oficio de traidor secreto, porque no me pueda guardar. ¿Qué haré, desdichada, con tantos contrarios? ¿Qué será de mí entre tantos enemigos? Dejarme vencer redunda en gran pérdida de mi honra, ser vencedora no puedo, y aunque pudiese no querría, que más vale ser vencida y más honor por tan valeroso contrario, que vencer haciéndome libre con cautiverio, que es principio de mayor libertad. Pues ¿cómo será? Descubrir mi pena no osaré; si la encubro, mi muerte es cercana. Tú, Amor, que me encendiste, me alumbra; tú, que me heciste perder, me guía; tú, que me pusiste en las ondas, me gobierna; tú, que me heciste olvidar, te acuerda de mí.

E diciendo esto comenzó muy amargamente a llorar. Con esta pena gastó todo ese día y otros, y determinábase en descubrir al caballero su amor, y no osaba cuando en su presencia se vía; quería apartar de sí tal pensamiento y tanto mayormente le molestaba y crecía, e finalmente se determinó en lo que veréis. Fingió que estaba muy mal dispuesta y retrájose [286] en un aposento apartado, diciendo que quería reposar sola aquella noche, e así se puso por obra. Bien pensó la condesa que alguna tristeza tenía en su corazón, y no estaba engañada, que bien era así verdad. Pues ya que gran rato de la noche fue pasado, llamó a una doncella suya que la servía, de quien ella mucho se fiaba, a quien dio entera cuenta de su hecho y le encargó el secreto que convenía; y le mandó que estuviese sobre aviso; y que si la condesa su señora o otra persona viniese a visitarla, le dijese que había tenido un gran dolor y que reposaba, y le había mandado que hasta otro día la dejasen, porque recebía molestia con ser visitada. Esto ordenado, muy encubiertamente se fue al aposento del caballero, que abierto estaba ahora, que aún no era venido a se acostar y el aposento estaba solo; y muy secretamente se ascondió detrás de unos ricos paños con que guarnido [287] estaba, y esperó a que viniese a acostarse. Venido que fue, se desnudó y entró en el lecho, que a maravilla era rico e muy aderezado, y mandó a Sagarín salir y cerrar la puerta tras sí. El caballero se adormió con descuido del ajeno cuidado, aunque también era propio. Media noche sería cuando la doncella salió del lugar en que estaba, y desnudándose muy paso entró en el lecho con el caballero. Quería y no osaba recordarle, que el dolor le daba esfuerzo y la vergüenza le impedía; pero finalmente el amor desenfrenado dio recio de las espuelas a la ligera y vencida voluntad, y la doncella, bien como si verdaderamente rabiara, arremetió muy recio con él, y la fuerza del encubierto dios la resistencia humana conquistó. El caballero con gran pavor recordó, [288] y sintiéndose entre sus brazos e viéndose desordenadamente besar, por cierto tuvo que soñaba. No sabía qué se hacer en tan grande confusión puesto, y con todo la doncella no cesaba de facer su comenzado oficio, en tanta manera que el caballero, muy turbado, dijo así:

—¡Oh, válame Dios! ¿Y qué es lo que veo? Ni sé determinar si es sueño o nocturna fantasía, que persona humana bien soy cierto que no lo será.

E diciendo esto muy recio punó de la apartar de sí, mas la hermosa doncella le dijo:

—No ha de ser así, buen caballero, que uno es hacer batalla con los fuertes y animosos caballeros, y otro con las flacas y delicadas doncellas, porque lo que con ellos acaba el espada, con nosotras comienza la razón. Y certifícoos que no seréis tan animoso y fuerte que os libréis de mis manos sin que de vuestra hermosura goce a mi voluntad.

Cuando el caballero oyó estas razones, ¿quién vos podrá decir cuánto fue maravillado? Y teniendo por muy extraña aventura la presente, dijo a la doncella:

—Buena señora, en gran manera me maravillo de lo que veo. Habéisme puesto en cuidado con vuestras razones. Deseo tengo de saber quién sois y la forma que tuvistes para venir en este lugar, y causa.

—Soy a quien el amor venció; soy a quien desmamparó la honestidad; soy quien os ama más que a sí; soy vuestro mesmo corazón, y vós, mi señor, el mío. Vuestra hermosura me trujo, que no pudiera vuestro esfuerzo invencible, por donde la juzgo yo más poderosa; trújome vuestra afición y servicio, el cual justamente os deben los nacidos. Mi nombre es Astrea, hija de la Condesa Bienaventurada, que conocéis por haber hallado tal defensor.

Cuando el caballero oyó quién era la doncella, fue su turbación muy grande, e dijo d’esta manera:

—Buena señora, hasta agora dudaba d’este hecho, y agora tengo por cierto que es vanidad, por la incredulidad que administran vuestras razones; que de persona tan generosa presumir cosa semejante sería pecado y locura admirable, cuánto más osarlo decir. Ruégoos queráis declararme la verdad porque no yerre, y desengañar mi sentido porque no haga mayor delito este servidor vuestro en pensar de vós semejante liviandad, que vós en cometerla.

—Bien parece, mi buen señor, que sois libre del dolor que siento y del tormento que me maltrata, pues juzgáis a mí por liviana en hacer lo que hago, e bien es claro que ignoráis cuánto más pesa mi pena que la obligación que tengo de conservar la castidad. ¡Oh, Amor, e si como eres justiciero fueses justo, cuántos yerros son condenados por los hombres que no solamente no lo serían, pero habrían el loor que merecen! ¡Oh, si tu fuerza fuese igual en el paciente y autor, cómo serías muy acatado por todo el mundo, y cuántos baldones [289] y afrentas excusarías que se hacen en tu sagrado nombre! Buen caballero, tened por cierto lo que digo, y no me neguéis lo que pido, si no queréis más ofenderme con vuestra esquiveza que con vuestra hermosura. Mira[d] que peno y padezco por vós y el remedio es en vuestras manos, que, si le negáis, será mi muerte en las mías.

Bien entendió el caballero la firmeza de la doncella y tuvo por verdaderas sus palabras, e quisiera en gran manera mudar su propósito y vencer su inclinada voluntad, y así le dijo:

—Buena señora, ni vuestro atrevimiento condeno, ni niego la razón que da principio a vuestra obra, ni la fuerza del amor me es oculta; pero duélome de que sea tan ciego y fuera de compás que ni haga discreción de personas ni diferencia de merecer. El vuestro ya es manifiesto, pero el mío es tan escuro que no se ve, porque ninguno hay. Tomad, señora, mejor consejo; considera[d] que soy un caballero andante y de poca nombradía; no queráis hacer señor de vós a quien no merece tener nombre de vuestro, y no permitáis que los servicios que a la condesa debo y los beneficios recebidos d’ella tan mal se paguen y con tanta maldad se agradezcan, ni que merezca tener nombre de traidor quien en tanto grado le es [290] y ha sido siempre notorio amigo.

—Buen caballero, —dijo la doncella—, de vuestro valor no tratemos, pues a todos es manifiesto; digo de vuestra persona, porque en lo oculto de vuestra progenie, puesto que secreto me sea, bien se da a entender que será grande por las exteriores señales que parecen en vós; y por esto confío y tengo por cierto que mi atrevimiento, que grande parece, será menor si con razón se considera. Y no penséis que desvíos son poderosos de revocar la sentencia que en el consistorio del amor es dada sin que en mí se ejecute, porque no la apelo; y pues que en el estado presente he venido, ya no sería razón dejar por alguna vía de cumplirla, que lo uno la ignominia vuestra sería muy grande, y lo otro daríades ocasión a que mi corazón, vencido y cercado de dolores, se dispusiese a dar ejemplo a las gentes de mayor hazaña y noticia de osadía más admirable. Si de mí tenéis compasión, a tiempo sois de mostrarlo dando remedio a mi pena y alivio a mi tormento; e si no, daréis ocasión a que muera la que más os ama en esta vida; y, pensando hacer a mi madre servicio y lealtad, mayormente le ofenderéis, siendo causa de la muerte de mí, su hija que tanto ama. E dígoos que no tardará que la cruel muerte no dé fin al dolor que pende de vuestra venida, y mis manos rigurosas tomarán venganza de la culpa y ofensa que mis ojos hicieron en vos mirar; y por ventura, entonces, querréis poner remedio cuando ninguno habrá, y quedaréis con nombre de homicida y cruel, e yo con corona de constante e firmeza.

Diciendo esto, la doncella comenzó a derramar muchas lágrimas amorosas con que la faz del buen caballero fue regada, y perdiendo todo sentido quedó entre sus brazos como si verdaderamente fuese muerta. Gran confusión hubo el caballero e quisiera a esta hora no ser nacido, y maldecía su ventura y juzgábase por malandante, e ya le pesaba por la esquiveza que con ella mostró. Gran pieza estuvo la doncella que no volvió en sí, pero en fin, con remedios que el caballero le hizo, tornó a cobrar el esfuerzo perdido, y como si recordara de un pesado sueño, dando un profundo gemido, con voz muy congojosa e triste comenzó a decir:

—¡Oh, doncella sin ventura! ¿Cuál sentimiento es poderoso de resistir tan grave dolor? ¿Cuál sufrimiento humano no desfallece en tan temerosa conquista? No debe ser sino que el amor, que da la pena, da la medicina con que se cure; pero ésta no la hay en mí, que una sola que esperaba con gran inhumanidad y crueldad se me niega. Todas las humanas fatigas tienen por tiempo fin, pero mi dolor, así como principio no tuvo, así de fin carece. ¿Qué cosa criada me daréis que naturalmente no ame la vida y a la muerte tenga enemistad? Pues venid a mí y veréis lo contrario, que tanto la vida aborrezco que pensar en ella me da dolor, y con la memoria de la muerte descanso y siento reposo.

Gran lástima y compasión hubo el caballero, y no pudo estar que parte no sintiese de su pena; y derramando muchas lágrimas, viendo que más era tiempo de consuelo que de reprehensión, le dijo d’esta manera:

—Mi buena señora, nunca pensé que amor era tan poderoso que los firmes corazones tan presto y tan duramente sujetase. Pésame de la pena que sentís, y más porque me hallo indigno que por mi respecto se padezca y tolere, que no quisiera que vuestro valor soberano fuera privado del premio que merece; pero pues mi ventura fue tal que diese lugar a que vuestra libertad se venciese e mi lealtad fuese cautiva, la discreción es de dos daños reparar el mayor. Haced, señora mía, a vuestra voluntad, y tomad de mí lo que quisierdes, que ya no es tiempo de resistir a quien no sufre resistencia.

E diciendo esto comenzó a la abrazar, y juntó la vencida doncella su hermosa faz con aquella que tanto deseaba, y fue causa de su conquista, y con regocijo y contentamiento inefable gozó de la inmensa gloria que procuraba, habiendo con el buen caballero carnal ayuntamiento. E así pasaron gran parte de la noche hasta que fue hora que la doncella se retrajese en su aposento, partiéndose del caballero no con menor dolor que en su ayuntamiento había de gloria recebido; y todos los días que el caballero ahí estuvo, siempre él fue d’ella visitado con grande contentamiento y placer suyo. E ya que le pareció ser tiempo de poner en obra su partida, un día se lo descubrió, e pidió para ello licencia. ¿Que vos diga que no le pesó? Sí hizo en verdad, que no se pudiera cosa ofrecer de que hobiera más sentimiento aquella hora que de aquello que al caballero oyó. E viendo que no lo podía excusar, le rogó que, pues su voluntad aquélla era, dondequiera que fuese no perdiese d’ella memoria, mas que siempre la visitase, pues sabía que jamás ella sería alegre en tanto que d’él fuese apartada. (Bernardo de Vargas, Cirongilio de Tracia [1545], libro I, cap. 30).

 

§ 49. DE CÓMO BELAMIR Y ALBASILVIO TRIUNFARON EN SUS RESPECTIVOS COMBATES AMOROSOS EN EL CASTILLO DE FLORECINTA, EN DONDE NO QUEDÓ CLARO NI QUIÉN FUE EL VENCIDO NI QUIÉN EL VENCEDOR

 

Pues quedando los caballeros en sus lechos, partiéndose las doncellas para los suyos, quedando aquellas estancias con mucho silencio, no pasando gran pieza cuando Belamir oyó entre las rosas y verdes arrayanes [291] de sus pabellones gran remor [292] y, alzando la cabeza, vio entrar dos doncellas con sendos candeleros de plata en las manos y en ellos velas de blanca cera ardiendo, y tras ellas la fermosa Florecinta casi desnuda, con ropa de sedas jaldes [293] sin mangas sembradas de clavellinas [294] rojas y un corto manto de seda roja aforrado en cendal jalde y un fermoso tocado [295] de oro, con mangas anchas de camisa; y la ropa y camisa escotadas de manera que traía descubiertos sus albos y fermosos pechos y garganta porque, como vos dijimos, por ser de poca edad tenía acordado de nunca se casar sino de gozar todo deleite, y así el caballero que le bien parecía daba lugar que gozase d’ella; y tenía consigo muchas doncellas de su edad y condición, aunque había tan poco tiempo que esta vida facía que sólo dos caballeros de su amor habían gozado. Así que, entrad[a] de la manera que oído habéis debajo de el pabellón de Belamir, viéndole alborotado en la ver, dijo con mucho donaire:

—Membreseos, buen señor, de lo que poco rato ha os dije, que no habíais acabado la aventura, pues no me ha salido como yo cuidaba, que pensando venceros me habedes vencido. No sé qué gloria veniros puede del vencimiento de una delicada doncella que se no vos ha podido ni sabido defender.

En esto las doncellas, dejando las velas a una parte del pabellón, se salieron fuera a tiempo que Belamir saltó del lecho; trabándole por sus fermosas manos, le respondió:

—Si tanta fuerza y poder, señora, tienen los vencidos en esta tierra, poco podrán con ellos los vencedores.

Tomándola entre sus brazos, dejando ella caer las ropas que traía, entraron en el rico lecho donde a gran sabor y deleite cumplieron sus voluntades.

A este tiempo avino Albasilvio que al punto que sus ojos cerraba para dormir sintió a la puerta de su pabellón pisadas como de persona que en él entrase; y sentándose sobre el lecho por mejor atender lo que ser podría, sintió venir el pabellón adentro una persona. Entonces él saltó ligeramente de el lecho; queriendo tomar su espada y manto que cerca d’él tenía, oyó una voz muy baja y delicada que le dijo:

—Caballero, no habedes menester esas armas para vuestra cautiva, que sin ellas podedes hacer d’ella a vuestra guisa.

Cuando Albasilvio oyó las dulces razones y conoció ser doncella, turbose [296] más que si con diez caballeros se hubiera de combatir, porque nunca en semejante batalla visto se había; mas viendo ser gran cobardía en tal lugar y coyuntura reusarla, especial siendo además fermosa, acordó de folgar con ella; tomándola entre sus brazos, le dijo:

—Señora, ved aquí vuestro cautivo; si en algo mi corazón os ha ofendido, aquí yace donde podéis d’él tomar venganza.

Y dejando la doncella una ropa luenga que sobre su delgada camisa traía, se metieron los dos en el lecho gustando y gozando de aquel deleite que ninguno d’ellos hasta entonces sentido había, quedando Albasilvio muy pagado d’ella y con gran razón porque era la más apuesta doncella de cuantas allí había, y era cormana [297] de Florecinta; y pagose ella tanto de Albasilvio que sin que él ni otra persona alguna la conociese deliberó de venir a le dar su amor y, como a otro nunca dado lo había, quedó d’él tan pagada que todo lo restante de su vida lealmente lo amó, no se queriendo casar (Filorante [finales siglo XVI], cap. I, ff. 2v-3r).

 

§ 50. DE CÓMO DON QUIJOTE INTENTÓ IMITAR EN ASUNTOS AMOROSOS A SUS CABALLEROS ANDANTES, Y DE LA PALIZA SIN IGUAL QUE TODOS RECIBIERON EN LA VENTA DE PALOMEQUE EL ZURDO

 

Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones del andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego, aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y como no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se usaban; y agradeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron; y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que no menos lo había menester que su amo.

Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase. Y cuéntase d’esta buena moza que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno; porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta, porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían traído a aquel estado.

El duro, estrecho, apocado y fementido [298] lecho de don Quijote estaba primero en mitad de aquel estrellado establo, y luego, junto a él, hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido [299] que de lana. Sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se ha dicho, de las enjalmas [300] y todo el adorno de los dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor d’esta historia, que d’este arriero hace particular mención porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fue historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas (y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar en silencio), de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan corta y sucintamente que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo más sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas; y con qué puntualidad lo describen todo!

Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su puntualísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado [301] y acostado, y, aunque procuraba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que colgada en medio del portal ardía. Esta maravillosa quietud, y los pensamientos que siempre nuestro caballero traía de los sucesos que a cada paso se cuentan en los libros autores de su desgracia, le trujo a la imaginación una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pueden. Y fue que él se imaginó haber llegado a un famoso castillo —que, como se ha dicho, castillos eran a su parecer todas las ventas donde alojaba—, y que la hija del ventero lo era del señor del castillo, la cual, vencida de su gentileza, se había enamorado d’él y prometido que aquella noche, a furto de sus padres, vendría a yacer con él una buena pieza; y teniendo toda esta quimera, que él se había fabricado, por firme y valedera, se comenzó a acuitar y a pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver, y propuso en su corazón de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso, aunque la mesma reina Ginebra con su dama Quintañona se le pusiesen delante. Pensando, pues, en estos disparates, se llegó el tiempo y la hora —que para él fue menguada— de la venida de la asturiana, la cual, en camisa y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fustán, [302] con tácitos y atentados pasos, entró en el aposento donde los tres alojaban, en busca del arriero. Pero, apenas llegó a la puerta, cuando don Quijote la sintió, y, sentándose en la cama, a pesar de sus bizmas y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recebir a su fermosa doncella. La asturiana, que, toda recogida y callando, iba con las manos delante buscando a su querido, topó con los brazos de don Quijote, el cual la asió fuertemente de una muñeca y, tirándola hacía sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama. Tentole luego la camisa, y aunque ella era de arpillera, [303] a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. [304] Traía en las muñecas unas cuentas de vidro, pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mesmo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada, [305] a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; y finalmente, él la pintó en su imaginación de la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver el mal ferido caballero, vencida de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes, le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura. Y teniéndola bien asida, con voz amorosa y baja le comenzó a decir:

—Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho, pero ha querido la Fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado que, aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra, fuera imposible. Y más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto.

Maritornes estaba congojadísima y trasudando de verse tan asida de don Quijote, y, sin entender ni estar atenta a las razones que le decía, procuraba, sin hablar palabra, desasirse. El bueno del arriero, a quien tenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima [306] por la puerta, la sintió; estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quijote decía, y, celoso de que la asturiana le hubiese faltado la palabra por otro, se fue llegando más al lecho de don Quijote, y estúvose quedo hasta ver en qué paraban aquellas razones, que él no podía entender. Pero, como vio que la moza forcejaba por desasirse y don Quijote trabajaba por tenerla, pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto y descargó tan terrible puñada sobre las estrechas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre; y, no contento con esto, se le subió encima de las costillas, y con los pies más que de trote, se las paseó todas de cabo a cabo.

El lecho, que era un poco endeble y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del arriero, dio consigo en el suelo, a cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque, habiéndola llamado a voces, no respondía. Con esta sospecha se levantó, y, encendiendo un candil, se fue hacia donde había sentido la pelaza. [307] La moza, viendo que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y alborotada, se acogió a la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acorrucó y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo:

—¿Adónde estás, puta? A buen seguro que son tus cosas éstas.

En esto, despertó Sancho, y, sintiendo aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla, y comenzó a dar puñadas a una y otra parte, y entre otras alcanzó con no sé cuántas a Maritornes, la cual, sentida del dolor, echando a rodar la honestidad, dio el retorno a Sancho con tantas que, a su despecho, le quitó el sueño; el cual, viéndose tratar de aquella manera y sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida y graciosa escaramuza del mundo.

Viendo, pues, el arriero, a la lumbre del candil del ventero, cuál andaba su dama, dejando a don Quijote, acudió a dalle el socorro necesario. Lo mismo hizo el ventero, pero con intención diferente, porque fue a castigar a la moza, creyendo sin duda que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse: «el gato al rato, [308] el rato a la cuerda, la cuerda al palo», daba el arriero a Sancho, Sancho a la moza, la moza a él, el ventero a la moza, y todos menudeaban con tanta priesa que no se daban punto de reposo; y fue lo bueno que al ventero se le apagó el candil, y, como quedaron ascuras, dábanse tan sin compasión todos a bulto que, a doquiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana. (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, primera parte [1605], cap. 16).

 

 

V.

QUE TRATA DE DIVERSAS AVENTURAS MARAVILLOSAS

 

V.1. SOBRE BUENOS Y MALOS ENCANTADORES Y SABIOS, Y SOBRE LOS ENCANTAMIENTOS QUE REALIZAN PARA PLACER DE CABALLEROS Y LECTORES

 

§ 51. DE CÓMO EL SABIO ALQUIFE PREPARA EN LA ÍNSULA DE LOS SIMIOS UNA SERIE DE ENCANTAMIENTOS PARA RECIBIR A LOS CABALLEROS DE LAS ARMAS BERMEJAS

 

Haciendo su vía, quince días después que la nao de Gradafilea toparon, todavía con buen tiempo, una noche levantóseles una tormenta muy grande, tanto que los marineros decían nunca tal haber visto. Todos de hinojos, estando toda la noche rogando a Dios hubiese piedad de sus ánimas, amaneció. Como fue de día, vieron una ínsola, la más fermosa que podía ser, de muchas montañas e arboledas tan altas y derechas que espanto ponían de verlas. Los marineros, muy alegres por ver tierra, lo fueron a decir a los caballeros. Ellos salieron a ver; como vieron tierra tan fermosa, yendo muy fatigados de la mar, hicieron a los marineros que llegasen allá la nao. Ellos lo hicieron, aunque a mucho afán por la soberbia de la mar. Como cerca de tierra fueron, vieron una barca y en ella estaban dos salvajes grandes y muy vellosos que muy crudamente una doncella azotaban; ella daba muy grandes gritos. Ellos movidos a piedad, que ya todos venían armados, saltaron en un batel e fuéronse a mucha priesa contra la barca. Los salvajes, como los vieron, dejando la doncella se echaron a nado por el agua y, metiéndose por entre los árboles en la ínsola, no los vieron más. Ellos yendo a la doncella por saber qué cosa fuese, como cerca d’ella llegaron, ella se puso de pies sobre el bord[e] de la barca y de allí se dejó caer de cabeza en la mar, que no la vieron más. Ellos quedaron en frío. Mandando sacar sus caballos, salieron en tierra, Alquifa con ellos, [e] mandaron a los marineros que allí les aguardasen. E metiéndose por la ínsola, no anduvieron mucho que oyeron dar voces hacia una parte de la montaña. Ellos a todo correr de los caballos fueron allá. Cuando cerca llegaron de do las voces oyeran, vieron a un salvaje encima de un unicornio que llevaba por los cabellos un doncel que los gritos daba. El doncel, como vio los caballeros, comenzoles de decir:

—¡Ay, caballeros, libradme d’este que tan mal me trata!

Lisuarte lo miró e pareciole ser aquel el que él hallara cuando se fue de Constantinopla debajo de los árboles, que por su consejo fue a la casa yerma do las armas pardas halló. Como lo conoció, firiendo el caballo de las espuelas e los otros todos con él, fueron contra el salvaje. Mas él encima su unicornio comenzó a huir por entre los árboles, ellos todos tras él, llevando el doncel todavía por los cabellos. D’esta guisa fueron hasta que, saliendo de entre los árboles, hallaron un llano, en el medio d’él estaba un lago. El salvaje e su unicornio vieron entrar en él a todo correr e luego fue sumido, que no los vieron más. Pero vieron de travieso d’ellos venir seis jayanes armados de todas armas encima de grandes caballos, que a grandes voces les decían:

—¡Caballeros atrevidos de seguir el honrado salvaje, todos moriréis por vuestro atrevimiento!

Ellos, viendo que venían a ellos a todo correr por los encontrar, bajando sus lanzas, firiendo los caballos de las espuelas, se fueron contra ellos; pero una pieza antes que a ellos llegasen, las lanzas d’ellos fueron voladas en piezas. Los jayanes vinieron para ellos con las suyas bajas por los encontrar, mas ya que estaban por encontrarlos súbitamente les desaparecieron. Ellos mirándose unos a otros espantados, no sabiendo qué se decir, oyéronse dar voces pidiendo socorro. Ellos, volviendo las cabezas por ver qué sería, vieron los dos primeros salvajes que en la barca vieran llevar arrastrando por los cabellos a su doncella Alquifa y que se iban con ella al lago. Ellos fueron corriendo por socorrerla. Como cerca d’ellos fueron, los caballos se espantaban tanto de los salvajes que no los podían hacer llegar. Ellos se apearon d’ellos e, metiendo mano a las espadas, fueron a todo correr, porque vían ya estar los salvajes cabe el lago, pero por presto que corrieron ellos se lanzaron con Alquifa dentro; metiéndose por bajo del agua, no los pudieron más ver. Lisuarte y Perión, estando los más tristes hombres del mundo por su doncella haber así perdido sin la poder valer, vieron los salvajes en medio del lago puestos de pie, y que el uno tenía la doncella alzada por los cabellos desnuda, y el otro con unas varas de los árboles la azotaba muy crudamente, dando ella muy grandes voces que a todos ponía lástima. Lisuarte tenía tanta saña por no la poder valer que sangre le salía por los ojos. Ellos estando mirando en qué pararía, vieron el agua del lago crecer para arriba tanto que en poca hora pareció llegar a las nubes. Como tan alta fue, empezó a extenderse. Ellos que vieron el agua que por el campo se derramaba venir tan alta que si esperasen serían ahogados, queriendo a mucha priesa tornarse por do habían venido, vieron la mar en la misma altura que todos los montes venía cubriendo, tanto e con tanta priesa que no había ya veinte pasadas de tierra por cubrir entre el lago e la mar, el agua tan alta que a las nubes llegaba. Como ellos se vieron en medio de aquello poco que por cubrir quedaba, teniendo sus vidas por perdidas, hincándose de hinojos pidiendo a Dios merced de sus ánimas, estando así el agua tan junto que a ellos llegaba, oyeron en lo alto sobre sí un son e canto tan dulce cual nunca jamás oyeran. Ellos mirando quién lo hacía, vieron que era una mujer desnuda, de la cinta abajo como pece; [309] con su canto, una arpa que en las manos tenía hacía aquel tan suave son, las ondas la abajaban y la alzaban. Ellos, aunque la muerte tenían tragada, fueron tan embebidos en la suavidad del son y canto de la mujer que se cayeron adormecidos, pareciéndoles ya ser todos cubiertos de agua. Pero con la suavidad del canto e su sueño que por muerte tragado tenían, ni sintieron si estaban muertos, si dormidos. Pero despertando de aquel sueño tan pesado, halláronse todos cinco en una sala muy rica, sentados a una mesa que muy buenas viandas [310] en ella estaban y ellos sentados alrededor. A cada uno d’ellos le parecía que los otros estaban tornados piedra de mármol, mas tenían tanta hambre que comían de las viandas que en la mesa estaban, cada uno con mucha tristeza pareciéndole que él sólo era como de antes e todos los otros de piedra. Como acabaron de comer, sintiéronse tan quebrantados cada uno por sí, como tengo dicho, que se adormecieron, echándose de pechos sobre la mesa. Cuando despertaron, halláronse de la mesma forma asentados a la misma mesa, mas no como de antes, que todos les pareció estar libres. En la una cabecera de la mesa estaba una estatua de hombre anciano de piedra, e a la otra cabecera del otro cabo de la mesa otra estatua de piedra que tenía figura de dueña. En la mesa estaban dos candeleros grandes con dos antorchas encendidas e muchas viandas en la mesa de diversas maneras. Ellos, con gran hambre d’ellas, comían sin se hablar, mirándose los unos a los otros. Estaban tan atónitos que ni sabían si lo vían o si lo soñaban. Como acabaron de cenar, vieron venir por el aire seis arpas e otros seis estrumentos, los más hermosos del mundo; e haciendo muy suave son, se pusieron alrededor de la mesa tañéndose e sonando muy suaves voces con ellos, pero no podían ver quién tañía ni cantaba. Estando así con mucho sabor oyendo el son, vieron venir por la sala dos jayanes muy grandes con dos grandes mazas de hierro en las manos. Ellos se quisieron levantar a los jayanes pensando que les querían hacer daño, mas nunca fueron poderosos de se levantar ni mover de como estaban. Los dos jayanes, no cesando todavía el son, se fueron las mazas levantadas para las dos imágines de piedra. E ambos a la par descargaron sus mazas sobre las cabezas de las dos estatuas. Así como en ellas dieron, dio un tan gran trueno que todos pensaron ser muertos, quedando un humo tan espeso que no se vían unos a otros. Como el humo fue quitado, halláronse sentados en la mesma forma que de antes a la mesa, e vieron las dos estatuas ser tornadas: la de hombre, aquel gran sabio Alquife; e la otra, Urganda la Desconocida; e las arpas y estrumentos que las estaban tañendo las doncellas de Urganda que a la corte de Amadís llevó. Ellos, como vieron aquellos dos sabios, cayendo ya en lo que habían pasado, con mucha alegría riendo los fueron a abrazar. Ellos les quisieron besar las manos, mas ellos no consintieron. Después d’esto fecho, fablando con mucha alegría en la afrenta que habían pasado, entró la doncella Alquifa. Besando las manos a su padre e a Urganda, ellos la recibieron muy bien. Ellos le preguntaron si había visto algo.

—No, —dijo ella—, que después que vosotros salistes en la ínsula, conociendo yo la tierra, me vine en mi palafrén aquí, do todo lo más de mi vida he estado.

El sabio Alquife les dijo:

—Mis señores, no creáis que nadie, si vós no, ha visto cosa ninguna, que yo, teniendo’s cerca d’esta mi ínsula, quise que la viésedes e no supe otro recebimiento que os hacer sino este que habéis visto.

Desque hubieron fablado una pieza en muchas cosas, Alquife e Urganda les mostraron el castillo, que muy gentil e bien labrado era, tal cual convenía para tan gran sabio como aquel; así mesmo su librería, que fueron muy espantados de verla. Allí le[s] mostró Alquife la profecía de Apolidón de la imagen de la corona y gela declaró de la forma que Lisuarte la aventura declarara; así mesmo les mostró en otro libro de la Doncella Encantadora la profecía de la espada que Esplandián ganara, y en otros libros de Apolidón la profecía del Arco de los Leales Amadores y de la espada e capilla de las flores, y cómo Amadís había de ser encantado por Arcaláus e cómo Urganda lo había de desencantar. Así mesmo les mostró otra profecía del mesmo Apolidón, cómo el encantamento de Urganda había de ser desfecho, aquel que hizo al rey Amadís e a sus hermanos en la Ínsula Firme, pensando que en ello les servía. Así mesmo les mostró, entre otros muchos libros con muchas e diversas profecías, uno de la infanta Medea en que estaba la profecía del rey e reina encantados que traían el yelmo e corona, pero no les quiso decir la declaración d’ella por no estar complida. [311]

Después que los libros les hubo mostrado, dijo a Lisuarte y a Perión:

—Mis buenos señores, por muchas mercedes e honras que de vós he recebido, pues yo mejor que nadie lo puedo hacer y sé las cosas todas cómo pasan, tomo dende aquí cargo de escrebir todas las cosas que por vós pasaren e han p[a]sado, porque no es razón que queden en olvido. Pero tanto os sé decir que, después que sean escritas, que pasarán más de mil años que estarán escondidas, pero en fin de más d’estos mil años, e aunque diga de mil e trecientos no mentiré, ellas serán publicadas; aunque fasta entonces como en tinieblas hayan estado, la luz de vuestras cosas en todo el mundo dará lumbre.

Ellos le agradecieron mucho el cargo que quería por ellos tomar y le dijeron que tan gran honra como aquella no era de dejarla, que así se hiciese como él decía. Salidos de la librería, habiendo quedado el gran sabio Alquife con el cargo de escrebir esta grande historia como él la escribió, tomando él e Urganda a Lisuarte e a Perión por las manos, con sus compañeros sacándolos del castillo, les trujeron por toda la Ínsula de la Simia, donde vieron andar por los árboles infinitos simios verdes e muchos papagayos e aves de diversas maneras; e así mesmo muchas fermosas fuentes vieron por ella, pareciéndoles todo muy bien. (Feliciano de Silva, Lisuarte de Grecia [1525], cap. 86).

 

§ 52. DE CÓMO EL HADA MALFADA HABÍA ENCANTADO SU ISLA Y DE LAS MARAVILLOSAS COSAS QUE ALLÍ SUCEDÍAN CUANDO LAS DAMAS Y LOS CABALLEROS PISABAN TIERRA FIRME, CON LA SUERTE DEL HADA Y LA DESESPERACIÓN DE PALMERÍN DE OLIVIA

 

E yendo por la mar vido una nao de mercaderes cristianos que la tormenta había echado aquella parte; e como él la vido, mandó enderezar a los marineros a ella para la tomar, mas la nao de los cristianos era muy ligera e, como conocieron que eran turcos, fuyeron cuanto pudieron; e los turcos tras ellos, tanto que se alejaron mucho de Olimael, de manera que anduvieron tres días que nunca la pudieron alcanzar. Mas a la fin hubiéronla de haber los turcos a la mano e cautivaron los mercaderes e tomáronles cuanto llevaban. Los turcos fueron muy ledos con aquella buena ganancia; e queriéndose tornar, fueles el viento contrario e hubieron de arribar en una isla que era en el señorío de Persia, y era la más deleitosa que jamás fue vista. E como ellos andaban malparados de la mar, llegáronse a la orilla por salir en tierra por refrescar, como vieron la tierra tan viciosa. E no fueron tan aína entrados en el puerto como luego fueron encantados todos de tal manera que no sabían de sí parte.

E sabed que aquella isla había nombre Malfado por una dueña que d’ella era señora, la cual se llamaba Malfada. Y ésta era la más sabia para facer mal que había en el mundo; aunque venía de linaje de cristianos, no guardaba su ley, mas todas las sus obras eran malas. Ella nunca fue casada; por esto encantó aquella isla de tal manera que ningún hombre ni mujer en ella entraba que no se tornaban bestias o canes; e si algún caballero allí entraba de quien ella se pagaba, llevábalo a un castillo adonde ella facía su morada, e teníalo consigo fasta qu’ella se enojaba, e después echábalo en la isla e tomaba otro, cual a ella le agradaba. De manera que jamás allí entró hombre que de allí saliese, ni nao que d’ella no fuese robada. E ansí acaeció aquellos turcos que allí llegaron que llevaban cativo a Trineo. E como la dueña vido desd’el castillo la nao en su puerto, vino luego allí con su gente y entró dentro e fizo sacar cuantos allí falló, así turcos como cristianos; e como fueron en la isla, tornáronse todos canes e otros ciervos y otros de otras maneras. Y ella fizo sacar todas las riquezas de la nao y llevarlo a su castillo, e luego la nao se hundió.

E sabed que a Trineo le fue gran bien en ser ansí encantado, porqu’él muriera de pesar en verse cautivo y apartado de Agriola; y estando ansí no sentía su mal. Él se tornó un can muy fermoso. E sabed que aunqu’ellos parecían ansí a los que los miraban, ellos no eran bestias, que no podían dejar la forma de hombres, que bien conocían y entendían cualquiera cosa, salvo que no podían hablar. [...]

E ansí fueron su viaje muy ledos. E a cabo de tres días mudóseles el viento e anduvieron quince días con aquel viento que era muy recio, e después tuvieron calma cuatro días. No pudieron ir a una parte ni a otra e los marineros reconocieron qu’estaban facia la parte del señorío del Soldán de Persia, e ansí era. E el quinto día se levantó Fortuna en la mar por onde la ventura los llevó a la isla de Malfado, adonde Trineo había estado. E como vieron la tierra tan viciosa e no vieron de qué temer, acordaron de salir todos en tierra por folgar algún poco, que andaban enojados de la mar. E Palmerín sacó Agriola e los otros caballeros a Laurena; e como fueron todos en tierra, acaescioles lo que a Trineo e fueron todos encantados, salvo Palmerín por la virtud que la fada le dio en la montaña Artifaria. E como él vido a todos mudados en canes, e Agriola e a Laurena en ciervas, fue espantado. E todos comenzaron de correr por unas partes e por otras por la isla. Palmerín se comenzó de santiguar muchas veces e decía:

—¡Ay Santa María, valme! ¿Qué cosa puede ser ésta? ¿Aún las mis grandes fortunas no son acabadas? ¿Qué faré a tan gran mal como éste? Venía ya yo muy ledo en haber cobrado Agriola e agora trájonos la ventura adonde son tornadas bestias salvajes todos mis amigos. ¡Ay Dios!, ¿por qué consentís facer tanto mal a los malos? Mas, ¿qué digo yo?, que mis pecados son tantos que mayor mal qu’éste merezco.

E estando él ansí faciendo gran duelo, vido venir por la isla la señora d’ella e sus servidores que venían a sacar las cosas que en las naos fallasen. Palmerín, como la vido, fue a ella corriendo por saber qué cosa era aquélla e si podría haber algún remedio para tornarlos en su ser como solía; e homillose ante la dueña e dijole:

—Ruégovos, señora, por Dios que me digáis qué maravilla es ésta, que toda la compañía que conmigo traía se han mudado e trasmudado en bestias. Si yo algún remedio pudiese fallar para ellos, mucho lo agradecería a quien me lo diese.

La dueña, como era mala, pesole mucho porque Palmerín no era encantado como los otros, e dijole:

—¡Ay caballero, malandante sea quien tanto bien vos fizo que los mis encantamientos no vos pudiesen nucir! [312] Yo vos digo que soy muy maravillada por ello. E sabed que yo soy señora d’esta isla e tengo fecho tal encantamiento que, si alguno en ella m’entrare sin mi voluntad, que se tornen tales como vuestros compañeros. E tened por cierto que jamás de aquí saldrán, mas aquí morirán fechos bestias. E no me pesa sino porque de vós no me puedo vengar.

—¡Malditas sean vuestras obras, —dijo Palmerín—, e vuestro saber que tanto mal face, que a las criaturas que Dios fizo tornáis vós en bestias! Ruégovos, señora, que hayáis piedad de mí e d’ellos e los tornéis como estaban de antes, porque gran daño sería si tales personas se perdiesen.

—No fabléis en tal cosa, —dijo la dueña—, que yo no lo faré por cosa del mundo. Vosotros, prended a este caballero e morirá en mi presión.

Pues que de otra manera no lo pudo empecer, los servientes de la dueña querían prender a Palmerín; mas él, que tal es, no se espantaba; sacó su espada e dijo:

—Lo que yo nunca pensé de facer faré agora por tal que de aquí adelante esta mala dueña no faga más mal de lo fecho.

E como esto dijo, diole tal golpe encima de la cabeza que gela fendió [313] e luego cayó muerta; e comenzó de ferir en los hombres de la dueña que lo ferían con lanzas e dardos que traían; mas con el grande enojo que Palmerín tenía andaba como un león, e en poco tiempo mató a cuantos con la dueña venían, que nenguna piedad les hubo. E desque esto hubo fecho, quedó muy cansado e sentose e comenzó de llorar muy fieramente, e decía:

—¡Malaventurado de ti, Palmerín! ¿Qué farás agora habiendo perdido a Agriola e a Laurena e cinco compañeros, los mejores e más leales que yo tenía? ¡Ay Frisol, en qué feneció la vuestra grande bondad! ¡En ser tornado can! ¡E la fermosura de Agriola, tornada en cierva! ¡Ay Olorique!, ¿qué faré yo por vós que por amor de mí dejastes vuestro reino, pudiendo vevir muy vicioso, e venistes a lacerar conmigo? ¿Qué cuenta daré yo a mi tía, la infanta Arismena, del Rey d’Esperte su esposo? ¡Ay Duque de Ponte e vós, Estoco, mis buenos amigos!, ¿qué faré yo por vosotros? ¡Pluguiera a Dios que yo me tornara ansí como vosotros porque vos tuviera compañía e no sofriera tanta cuita mi corazón, viéndovos ansí, no vos poder valer! Sed vosotros muy ciertos que por afán mío no ha de quedar de buscar por todo el mundo vuestro remedio, que yo no osaría tornar a Grecia habiéndovos perdido, que mal sería yo recibido de mi hermana Armida si no le tornase a Frisol, como gelo prometí. ¡Jamás hermano tan gran daño fizo a su hermana como yo apartarle de ver tan buen caballero como Frisol! ¡Ay, mi señora Polinarda, cuando yo pensaba d’estar con vós muy descansado de los mortales deseos que yo de contino por vós paso, la Fortuna [ha] acarreado de me alejar de vós, e estoy en lugar que no sé qué será de mí, si tengo segura la vida, que según la mi malandanza no será mucho que jamás os torne a ver!

Ansí estuvo Palmerín quejándose e llorando una gran pieza e después acordó de ir al castillo que vía delante de sí por ver si fallaría quién le diese remedio a su grande mal, e si fallaría algún caballo para en que fuese a buscar quién aquel encantamiento desficiese, qu’él bien conocía qu’estaban encantados. E llegando al castillo, salieron a él dos doncellas e dijéronle:

—Señor, vós seáis el bienvenido. Entrad, que en este castillo folgaréis mucho a vuestra voluntad.

—Amigas, —dijo Palmerín—, esa folganza yo no la puedo haber por agora, salvo si vosotras me diésedes remedio para des[en]cantar unos mis compañeros que en esta isla conmigo entraron. Aquella falsa dueña que tanto mal aquí facía no me quiso dar otro remedio salvo prenderme, por onde yo me vengué d’ella a mi voluntad. E si vosotras, que érades suyas, deprendistes alguna cosa, ruégovos por Dios que vos queráis doler de mí e d’ellos.

Las doncellas fueron espantadas cuando aquello le oyeron, qu’ellas pensaban que su señora lo enviaba allí para tomarlo por amigo, como ella solía facer a los que bien le parecían; e como ellas vieron a Palmerín tan fermoso cuidaron qu’ella se había pagado d’él e que quería desechar otro que tenía por amigo. E cuando entendieron que su señora era muerta, fueron muy tristes e dijéronle:

—¡Ay, caballero, de mala muerte seáis vós muerto si vós matastes a nuestra señora! Esta sería gran maravilla pod’ella vos empecer. Si tal es, nosotras vos seremos mortales enemigas e, aunque supiéramos facer tanto que desencantáramos los que vós decís, no lo ficiéramos por amor de vós.

—¡Dios os maldiga!—, dijo Palmerín—, que todas me parece que sois malas.

E deciendo esto, vino un caballero a él, que era el amigo que la dueña tenía, e como vido a Palmerín, fue con los brazos tendidos a él porque lo conoció e dijole:

—¡Ay mi señor Palmerín!, ¿qué ventura fue aquella que aquí vos trajo? Por vós entiendo yo de salir de aquí, que mucho tiempo ha que soy aquí detenido contra mi voluntad.

Palmerín como estaba tan triste apenas pudo conocer aquel que ansí le fablaba e estaba pensando quién sería, que bien conocía que muchas veces lo había visto. El caballero le dijo:

—Señor Palmerín, ¿qué dudáis? ¿No conocéis vós a Diardo, vuestro amigo, aquel que librastes en casa del Rey de Bohemia, fijo de Adrián, aquel que tanto vos amaba?

—¡Santa María, valme!, —dijo Palmerín—, con más razón os debo yo de pescudar [314] qué ventura fue aquella que aquí vos metió, que yo usado soy de andar por el mundo corriendo fortuna.

Entonces se abrazaron ambos a dos e Diardo dijo a Palmerín de la manera que allí había sido venido, e díjole cómo por la costa del reino de Bohemia andaban cinco naos de armada de cosarios e facían gran daño en la tierra donde llegaban, e ansimismo por la mar no dejaban mercader ni otros cristianos que no los robasen.

—E el rey, mi señor, lo supo e mandome que tomase toda la gente que quisiese e que entrase con ellas por la mar e que le prendiese aquellos cosarios. E yo lo fice e fue tal mi ventura que los cosarios mataron e prendieron cuantos comigo iban e a mí con ellos. E anduvimos cuatro meses por la mar a unas partes e a otras, e a la fin hubimos de aportar aquí e por refrescar salieron todos los más en tierra, e luego fueron encantados e ansimismo los que estaban en las naos. E la señora de la isla con toda su gente fue a tomar cuanto era las naos falló e ella pagose de mí e trájome consigo, e ha bien un año que estoy con ella faciendo toda su voluntad. E muchas veces he probado de salir fuera e de me ir, e no he podido.

Palmerín le dijo:

—Por cierto cosa maravillosa es de oír la maldad de aquella dueña. A lo menos de aquí adelante no fará tanto mal, que yo la maté e a cuantos con ella iban.

—¡De Dios seáis vós bendito, —dijo Diardo—, que de aquí adelante folgará mi corazón por esta venganza que me distes!

E las doncellas comenzaron a maldecir a ambos a dos e lloraban muy fieramente la muerte de su señora. (Palmerín de Olivia [1511], caps. 74 y 124).

 

§ 53. DE CÓMO CIRFEA EDIFICÓ EL CASTILLO DEL UNIVERSO EN UNA NOCHE, BAJO LA ATENTA MIRADA DE LOS ENCANTADORES URGANDA Y ALQUIFE, Y DE CÓMO LA SABIA SE HIZO CRISTIANA CUANDO VIO EL PODER DE DIOS SOBRE EL RESTO DE LAS DIVINIDADES PAGANAS

 

Una noche salieron todos tres sabios, después de todos acostados, con sendos libros en las manos que la excelente reina les dio, y fueron a una puente de la ciudad que la mar batía, en una alta roca, por donde el muro a la sazón se extendía en el edificio de su grandeza, que en este tiempo era de las grandes ciudades de allí. Llegad[o]s, la reina hizo un gran cerco y a cada parte d’él se pusieron en triángulo con sendas candelas encendidas; e como una pieza comenzaron a leer, comenzó tantos truenos y relámpagos e rayos, que todos los de la ciudad pensaron perescer esa noche. No tardó en venir número infinito de artífic[e]s de diversos oficios, e antes que amaneciese hicieron una torre, la más grande y hermosa que jamás se vio así por de fuera como por de dentro; eran en ella siete cuadras [315] que no tenían precio su riqueza e valor, cada una encima de otra. En la primera estaba pintado con oro e azul e diversos colores todos los grandes triunfos que habían ganado los sujetos al triunfo de la diosa Diana, y ella estaba en medio de la cuadra sobre un grande carro triunfal. En la segunda cuadra estaban los triunfos de los grandes sabios y sabidores, y en el medio d’él, en otro carro triunfal, el dios Mercurio. En otra cuadra estaban los triunfos que habían ganado los fuertes guerreros romanos e griegos y troyanos con todos los otros que por armas ganaron triunfos, y en el medio d’ella otro carro triunfal del dios Mares; [316] sobre ésta estaban los triunfos que por amores los leales amadores habían ganado, haciendo señaladas cosas en los amores, y en un carro triunfal, en medio d’él, la diosa Venus y el dios Cupido. Luego en la otra cuadra estaban pintados los triunfos de claros varones y sabios inclinados a las virtuosas artes, y en medio d’ella, en un carro triunfal sobre todos sus caballos, acompañado de todos sus claros hijos, el dios Febo, que es el muy resplandeciente sol. Luego tras él, estaban en otra cuadra pintados los grandes triunfos de los que fueron señaladas personas en las virtudes y magnanimidad y excelentes condiciones e grandeza; en medio d’ella, en un carro triunfal, el dios Júpiter. En la setena cuadra todos los que triunfaron e adquirieron por labranza y romper la tierra y sacar y gozar sus frutos, y en el medio d’ella un carro triunfal en que estaba el dios Saturno. Todas las imágines parecían vivas, y tan propias como fueron las que representaban, las cuales tenían sus nombres encima; y los techos de la cuadra, todos estrellados de aquellas figuras celestiales sobre que más dominio tenía cada planeta de aquellos que representaban los dioses, aquellos antiguos las quisieron aplicar. En lo más alto de toda la torre estaba en el aire un mundo a manera de poma [317] muy grande con todas las partidas, ínsulas y mares, diversidades de animales, aves y planetas, según que por sus partidas las hay; sobre el cual estaba en un carro triunfal la muerte con un arco y muchas flechas, con unas letras que de la mano le salían que decían: Nadie no tome soberbia con gozar su señorío, pues que en la fin todo es mío. Sobre el mundo estaban, de la suerte que son, los siete cielos con sus planetas y, sobre todos, el firmamento estrellado con sus doce signos, todas las otras estrellas tan diáfanas y transparentes, todos los cielos como ellos son, tanto que la vista del universo mundo que en medio tenían no se impedía cosa; su vista estaba toda así que no se movía paresciendo sostenerse en el aire. La reina dijo:

—Agora veremos una gran cosa para dar perfección a esta obra, y es que nombrando todos los dioses uno a uno, y nombrando aquél que tiene poder sobre todos, parecerá en su triunfal carro sobre todos los cielos y los moverá, faciendo sus influencias naturales en cada parte del universo según sus operaciones.

Luego, tomando un libro, comenzó por la diosa Diana, y de ahí hasta todos los otros como en las cuadras estaban, conjurando en su nombre el movimiento de aquéllos, y los más ninguna cosa se movieron. Entonces dijo a Alquife que hiciese el conjuro en nombre de su dios. Entonces aquel sabio lo hizo, convocando a su movimiento el hacedor de todas las cosas, movedor de todas ellas, causa primera de todo, Dios uno en esencia y trino en personas, y Dios sobre todos los dioses; e como lo acabó de decir, luego sobre los cielos que hemos dicho pareció un cielo muy más excelente que todos, y en un carro triunfal fue aquel padre soberano de todas las cosas, Dios verdadero, cercado de la corte angelical e bienaventurado con todos sus tronos y dominaciones, querubines y serafines, coros y potestades, que luego, como pareció, los cielos se movieron haciendo sus influencias en cada parte del mundo como se hacían en el verdadero. La reina luego adoró a aquél que veía y luego renegó de sus dioses, y dijo:

—Éste estará aquí de la suerte que veis hasta que vengan juntos los más extremados en valor y hermosura con todas las virtudes dotados, y con ellos aquí fueren luego todos los que sobre el castillo estuvieren; de ahí adelante verán en cada parte del mundo todas las cosas señaladas en armas y en otras cosas de la suerte que en cada parte d’él y sus provincias pasarán; y hasta que juntos estén ninguno acá podrá subir ni ver más de las cuadras y sus figuras de abajo d’esta; mas, si por ventura uno d’ellos solo viniere, podrá subir a vello; mas hasta que juntos suban no se dará libertad a los otros.

Y luego en lo alto del castillo puso muchas sillas diciendo:

—Éstas estarán para los que yo quiero aquí dejar antes de nuestra muerte, hasta que por tan extraña aventura como ésta sean sacados para la suya de sí.

Abajando abajo puso un padrón ante la puerta del castillo con unas letras que decían:

 

Esta es la Morada del Universo Mundo donde su secreto estará para todos escondido hasta que por grande aventura a él vengan los dos justos merecedores de su señorío; y hasta entonces gozar se han sus aposentos de todas sus maravillas.

 

Y como esto hubo fecho, amaneció quedando tan señalada obra hecha, e luego todas aquellas visiones de espíritus artífices desaparecieron, y ella con grande alegría de haber acabado tal obra abrazó a los sabios y se fue para donde su hermano el soldán estaba medio muerto del espanto que esa noche había pasado, y le dijo que veniese a ver la extrañeza de una obra que tenía hecha, y llevándolo al castillo le mostró su hermosura e las cuadras todas de la suerte que estaban, mas no le dijo el secreto del mundo que encima estaba, hasta que por su aventura se supiese y pudiese ser visto; y dándole las llaves d’él, le dijo que lo llamasen el Castillo del Universo. Y esto hecho, fuese con aquellos grandes sabios a la su ínsula de Argenes, adonde habiéndoles mostrado las extrañas cosas d’ellas, pasaban haciendo grandes experiencias a gran vicio; e bautizándose la reina e todos los suyos por lo que había visto como dicho es, dejará agora el cuento hasta su tiempo de hablar d’ellos. (Feliciano de Silva, Amadís de Grecia [1535], libro II, cap. 76).

 

§ 54. DE CÓMO LA REINA LERISTELA DE TESALIA ENCANTA A DON CLARIÁN PARA PODER GOZAR DE SU AMOR A SU VOLUNTAD

 

Don Clarián le dijo que fuese con la bendición de Dios, que él se iría aguardándola por el camino. Y Carrileta, la doncella, se adelantó y halló a la reina, su señora, en el su palacio; la cual, cuando vido a la su doncella Carrileta, quién vos podrá decir el sobresalto que el su corazón le dio pensando que no traía recaudo del mandado por que la había enviado. Y luego la reina se apartó con ella y le preguntó que cómo venía; ella le dijo que buena y que dejaba a don Clarián de Landanís a una milla de allí y que ella se adelantara a facérselo saber, para ver qué medio se había de dar. Grande fue el placer que la reina recibió; e abrazando a Carrileta le prometía grandes mercedes por el trabajo e gran diligencia que en aquel caso había puesto. E no sabía qué medio se diese en el aposentar al caballero; Carrileta le dijo:

—Señora, yo lo deterné [318] hasta que sea bien noche e llevarlo he a posar en casa de mi madre. Y después que esté ende, ternéis vuestras formas para os poder aprovechar d’él.

—Sea así, —dijo la reina—, y desde allí trabajaré en lo que se deba hacer.

Luego Carrileta se despidió de su señora y se volvió para don Clarián, e díjole:

—Señor, Robelón Caláis no es aquí, mas espéranlo dentro de tercero día que verná, por lo cual os ruego que sea la vuestra merced de quereros ir a posar a casa de mi madre e allí seréis servido a todo nuestro poder en tanto que él viene. E cumple más que entredes de noche en la villa porque no seáis visto de ninguno, así porque no haya quien avise al gigante de vuestra venida, como porque ayer llegó aquí la reina Leristela, e no querría que a su causa hubiese algún detenimiento en la deliberación del mi pleito.

Esto decía la doncella porque, si acaso don Clarián supiese de otra persona alguna que allí estaba la reina Leristela, no la tomase en mentira ni sospechase d’ella algún engaño. Don Clarián, como oyese que la reina Leristela estaba allí, pesole de corazón y no quisiera entrar en la ciudad, mas disimulolo lo mejor que pudo, e dijo a la doncella que no menos a él que a ella placía de encelar [319] su venida y que fuese así como ella decía. E aguardaron hasta ser bien de noche y, guiando la doncella, entraron por la ciudad e fuéronse a posar a casa de Nitrosela, madre de Carrileta, el cual fue muy bien recebido de todos los que en casa había. E así como fue apeado, tal lo comenzaron a desarmar la doncella Carrileta e su madre. E cuando lo hubieron desarmado, cubriéronlo luego con un manto d’escarlata, muy fino e rico; d’esto, e de todo lo ál que fue menester para el servicio de aquella noche, porque todo lo había proveído la reina.

Ya que don Clarián fue apeado en su posada, en tanto que Manesil el escudero estaba ataviando lo que era menester, quedose hablando con Nitrosela. E la doncella se fue para la reina e díjole en cómo ya don Clarián quedaba a punto de querer cenar; por eso, que viese qué era lo que ordenaba hacer; la reina le dijo:

—Amiga, yo non pasaré por cosa del mundo que yo no vaya a ver a don Clarián esta noche.

Luego se desnudó de sus vestiduras reales e se vistió de otras. Y tomando un barrilete de plata en su mano, y tomó por la mano a Carrileta e fuéronse ambas a dos a casa de Nitrosela. E púsose en tal lugar donde podía ella ver muy bien a don Clarián y don Clarián no podía ver a ella. E cuando así lo vido tan apuesto y tan hermoso, no se pudo tener en sus pies que no cayese en tierra e, acuitándose consigo misma, decía:

—¡Oh, desdichada Leristela! ¡Qué mal consejo fue el tuyo de hacer venir aquí a aquel que su ausencia te mataba e agora la su presencia te quitará la vida con brevedad!

Carrileta, su doncella, la esforzaba e le decía:

—Señora mía, poco es el vuestro corazón, pues, para recebir lo que le es próspero, enflaquece más que para lo que es adverso.

La reina le dijo:

—¿E agora tienes tú por saber que es menester más audacia y esfuerzo para oponerse el hombre contra la prosperidad que no para resistir la adversidad?

—Con todo eso, mi señora, —respondió Carrileta, la doncella—, sienta de vós la Fortuna que, pues vos trujo a la mano aquello que tanto tiempo vós habéis deseado, que sois merecedora e capaz para lo recebir y aprovecharos d’ello.

La reina se esforzó ya cuanto e dijo a su doncella:

—¡Pues más haré, que esta noche lo quiero servir a la mesa! Mas cúmplete decir que soy hermana tuya, e tú e yo lo serviremos

Esto hacía la reina por hacer ella de su mano lo que adelante veréis. Así que, puestas que fueron las tablas, la reina e Carrileta metieron el manjar. E la reina se lo puso delante e allí en su presencia comenzó de cortar. Servíalo ella por su mano e, al tiempo que esta señora servía, don Clarián puso en ella los ojos e pareciole bien. Mirábala con cuánta gracia hacía aquel servicio y preguntó a la dueña Nitrosela que quién era aquella doncella; ella le respondió:

—Señor, es mi sobrina, hija de una mi hermana.

Don Clarián le agradecía mucho la voluntad que allí mostraba aquella hermosa doncella, y ella le dijo:

—Señor, a tiempo seréis que lo pagaréis, que siempre a las doncellas se les ofrecen cosas en que los caballeros trabajan por ellas.

A esta sazón don Clarián fue servido del vino. Y el vino que bebió era confacionado [320] por tal arte que cualquier que lo bebía luego salía de su sentido; mas como don Clarián traía en su dedo aquel anillo que la Dueña Encubierta le enviara (según que en la Primera parte d’este libro lo leístes), no le podía empecer encantamiento ni arte de engaño otro ninguno que le hiciesen. Así que la reina, como viese que el su vino que en el barrilete que ella traía no había hecho obra ninguna, fue muy pesante d’ello; e cayó luego en lo que era y estuvo pensando qué medio ternía para se lo sacar de su poder, la cual salió fuera del aposento a lo comunicar con la su Carrileta. E a la entrada que entró, fingiose que iba con mucha cuita e dolor. Don Clarián le preguntó qué era lo que había que tal semblante mostraba; la reina le dijo:

—Señor caballero, aquí dentro de casa parió veinte días ha una mi hermana, y agora está en tiempo de muerte.

—¿E de qué?, —dijo don Clarián.

La reina dijo:

—De flujo de sangre, que jamás se lo han podido detener.

Don Clarián fue movido a piedad en ver la cuita con que aquella señora fingía aquella dolencia, e dijo:

—Si yo la veo, yo le daré remedio mediante Dios.

—¡Ay, señor!, —dijo la reina—, si vós podéis hacer, hacedlo e ganaréis la vida de una noble dueña.

Luego don Clarián sacó el anillo de su dedo e llamando a Manesil, su escudero, díjole:

—Toma este mi anillo e pónselo en su mano, e luego es quitado su mal.

La reina, temiendo no fuese descubierto el engaño, díjole:

—Señor, ya sabéis las mujeres que son apasionadas de aquel mal cuán retraídas están, y ella está en tal estado que ni está para ver ni para ser vista.

Don Clarián, que muy caritativo era, dio el anillo a Carrileta e díjole:

—Pues vós, doncella, tomad este anillo y tocadle con él en la sangre y volvédmelo luego.

Carrileta lo tomó en su mano. Y en tanto que ella fingió que iba a facer lo que le era mandado, la reina sirvió del vino a don Clarián; mas no lo hubo bien bebido cuando quedó tan sin sentido como si fuera una estatua de piedra, e luego hizo otro tanto a Manesil, el escudero. Venida que fue Carrileta, la reina le dijo:

—Buena amiga, agora tenemos en nuestro poder a don Clarián, que fasta aquí poco había prestado la tu diligencia; por eso, demos orden de lo llevar a mi palacio.

Carrileta llamó a una doncella que con la reina había venido, la cual se llamaba Pirameda; ésta sabía muy bien todo lo que Cantisena, la tía de la reina, dejara ordenado para contra don Clarián; la cual, cuando lo vido tan fermoso, aficionose a él en extremo. Y en verlo así fuera de sentido, acuitábase [321] por él e decía que mal empleado fuese el encantamiento que contra tal persona se hacía. Así que, llamadas por la reina, esta Pirameda junto con Carrileta tomaron a don Clarián en sus brazos e lleváronlo al palacio e, metido a una recámara que muy ricamente estaba ataviada, desnudáronlo e acostáronlo en una cama. E habés de saber que Cantisena había dejado en aquella recámara encendida una lucerna, la cual tenía tal propiedad que, cualquier persona que allí entrase no siendo natural de la casa, que no pudiese salir de allí en tanto que estuviese ardiendo. Y estaba otrosí hecha aquella claridad por tal arte que el extranjero que allí entrase perdiese el conocimiento de cuantos viese de sus ojos. Diole más Cantisena a su sobrina una agua confacionada, e díjole:

—Si vós queréis que don Clarián os quiera sobre cuantas cosas son en el mundo, la primera cosa con que se desayune después que en esta cama sea echado será con esta agua. Y en tragándola, luego será tornado en su acuerdo e hará lo que vos quisierdes porque le parecerá que está con su amiga, que es la cosa que él más ama en este mundo. E avísoos de tanto que pongáis mucha guarda en la lucerna que no se mate, que, luego que pierda la luz, perderéis vós la vida si presente estuvierdes.

Ésta era la forma que aquella buena dueña había dado en el aposento a don Clarián en aquella recámara. Así que, como la reina Leristela tuvo al su don Clarián en la cama, luego le dio el agua confacionada y, en bebiéndola, tornó en sí. E mirando por todas partes no vido sino a la reina que allí junto con él estaba; e mirándola al rostro, pareciole que era su señora, la princesa Gradamisa. E como se veía en aquel retraimiento tan rico, pensaba en sí que estaba en la cámara de Celacunda donde hubo a su señora, la princesa, según que en la Primera parte d’esta crónica lo leístes. Así que, pensándose que aquella que delante sí veía fuese la princesa Gradamisa, tomola por la mano e díjole:

—Señora mía, ¿qué servicios pueden ser los míos en el mundo para que merezca tan grandes mercedes como de vós yo recibo?

Bien sintió la reina que, aunque hablaba con ella, que el su pensamiento e corazón que en otra parte lo tenía, e díjole:

—Buen caballero esforzado, Dios vos hizo a vós tal que d’esto e cuanta más honra se os pudiere hacer, sois merecedor d’ello.

Luego don Clarián la tomó por la mano e se la besó muchas veces. E corriendo el corredor que delante la cama estaba, la reina dejó caer una basquina de jamete [322] que sobre la camisa traía e metiose con él en la cama. Y esa noche holgaron los dos juntos. E daba la reina muchas gracias a Dios porque a tal estado la había traído que tenía en sus brazos las cosas que en este mundo más amaba; mas vivía con tal pasión y decía:

—¿Qué me presta a mí tener a este caballero en mi poder e que goce de mi beldad y hermosura, si él tiene en su pensamiento que goza d’estos solaces con aquella que él más ama que a mí?

Mas con todo eso consolábase diciendo:

—Yo lo terné aquí tanto en mi poder hasta que su querer sea convertido a mí.

E así d’esta forma que oídes gozaba aquella señora del su don Clarián todas las horas del mundo, el cual era allí tan servido como en la posada que él estaba. Y en todo el tiempo que allí estuvo encerrado no entró en aquella cámara ninguna otra persona sino las doncellas Carrileta e Pirameda, que de otra ninguna no se osaba fiar la reina Leristela porque éstas, ambas a dos, desde su niñez fueron criadas juntamente con ella. (Álvaro de Castro, Clarián de Landanís, libro II, [1522], cap. 29).

 

§ 55. DE CÓMO ROSICLER CONOCE POR UNOS PASTORES E ORIGEN DEL ENCANTAMIENTO DE LA CUEVA DE ARTIDÓN

 

Y siendo ya salido del reino de Dacia, dice la historia que fue a entrar por el reino de Rusia, donde le dijeron que había grandes y muy maravillosas aventuras. Y al tercero día que por él había caminado, fue así, que luego por la mañana el camino que llevaba lo llevó a meter por un monte llano, tan fresco y deleitable cuanto lo pudiera ser cualquier floresta. E así fue caminando por él hasta que de allí a gran rato llegó adonde el camino que llevaba se partía en dos partes, y era el uno más usado que el otro. Y como él fuese pensando en su señora la infanta Olivia, iba tan ajenado [323] y fuera de sí mesmo que, no echando de ver en los dos caminos, el caballo lo llevó por el que era menos usado. Y ansí anduvo por él adelante la mayor parte de aquel día; que no se acordaba de comer ni de otra cosa, hasta que el caballo con la hambre que llevaba se paró, y trabajaba por pacer de la yerba del campo. Y a esto hubo de volver el Caballero de Cupido en sí y, viendo que había perdido el camino que llevaba, y que era ya pasada gran parte del día, con más acuerdo que hasta allí comenzó de caminar, por llegar a alguna parte donde pudiese dar algún mantenimiento al cuerpo, por no se dejar morir desesperado. Y así, una hora antes que anocheciese, aquel pequeño y mal usado camino que llevaba le llevó a dar a unas grandes y muy altas rocas que en medio de aquel monte había, debajo de las cuales vio una cosa que le puso en grande admiración. Y era que por una boca de una cueva que se hacía en lo bajo de la roca salían muy grandes y espesas llamas de fuego, acompañadas de un espeso humo que parecía cosa infernal. Era la boca de la cueva tan grande que fácilmente pudiera caber por ella un caballero sobre su caballo. E como viese una cosa tan espantosa, deseando saber qué fuese, se quiso llegar más a ella. Mas el caballo se espantaba tanto que no le pudo hacer llegar cerca; y ansí, se hubo de apear d’él. Y arrendándolo a un árbol, se fue a pie hacia la espantosa cueva; e llegando cerca, vio que estaban labradas unas letras muy grandes en la peña hacia la mano derecha de la cueva, que en ellas mesmas se parecía haber largo tiempo que eran hechas. Y leyéndolas, vio que decían ansí:

 

Ésta es la cueva del sabio Artidón, que fue muerto por amores de Artidea, hija del rey Liberio y única heredera d’este reino; la cual, en pago de su crueldad, estará aquí dando verdaderas respuestas de todo lo que le fuere preguntado, hasta que venga caballero de tanta bondad que, venciendo las temerosas guardas de la entrada, pueda ponerla en libertad. Y entonces será libre la entrada a todos los que quisieren saber algo del sabio.

 

Como el Caballero de Cupido hubo bien leído las letras, mucho era maravillado de aquella aventura, y luego le tomó voluntad de la probar, por saber lo que había dentro, que, como aquel que tenía la vida aborrecida, de ninguna cosa holgaba más que de las grandes y peligrosas aventuras que se le ofrecían. Y como ya fuese tan tarde que cuasi quería anochecer, acordó de esperar hasta la mañana, porque la noche no le fuese contraria en la entrada de la cueva. E ansí, quitó el freno al caballo, y lo dejó pacer por el campo; y él, como quien ningún cuidado de sí tenía, se tendió sobre la verde yerba, y allí tendido, comenzó de se meter en sus profundos pensamientos, no se acordando que en todo el día no había comido cosa alguna, ni tenía de dónde lo pudiese comer aquella noche. E como pensase en aquellas crueles palabras de la carta de la infanta Olivia, cubríasele el corazón de una pasión tan congojosa que, revolviéndose por el suelo de una parte y de otra, decía:

—¡Oh, tierra, que para todos los mortales te abres y los recibes en tus senos!, ¿por qué no te abres ahora para mí y me recibes allá dentro? Que metido y enterrado en tus entrañas, me tendría yo por contento y satisfecho. ¿Para qué quiero vivir ni ser más en el mundo, pues tengo ya perdida la esperanza de ver más a la infanta Olivia? ¡Oh, si esta aventura que quiero probar fuese la postrera y última hora de mi vida, y muriese dentro d’esta cueva, porque aun mi muerte saber no se pudiese!

Diciendo esto y otras muchas cosas, que era grande compasión de oírlo, pasó un gran rato, hasta que, siendo ya la noche bien cerrada, oyó ruido y murmuro de gente. Y levantándose por ver lo que era, vio cerca de sí al pie de la roca un grande fuego y que alrededor d’él estaban muchos pastores, que eran los que hacían el ruido. Y deseando saber alguna cosa más de aquella cueva, se fue hacia ellos, y en llegando, los saludó con buenas palabras. E como los pastores lo viesen tan grande y membrudo, y armado de tan preciadas y ricas armas, teniéndole por caballero de grande estima, lo recibieron y le hicieron buen comedimiento, convidándole a cena, que ya ellos tenían aparejada. Y después de les haber dado muchas gracias por ello, se sentó con ellos junto al fuego. El uno de los pastores, que parecía mayoral [324] de los otros y más bien hablado y entendido que todos, preguntó al Caballero de Cupido qué ventura lo había traído por allí a tal hora; y él respondió diciendo:

—Yo soy extraño [325] d’esta tierra, y habrá tres días que entré en este reino. Y como no supiese bien la tierra, la ventura me ha traído por aquí esta tarde. Y viendo que era ya noche, por no me perder más, acordé de me quedar allí cerca de la cueva hasta la mañana, con propósito de probar aquella aventura en viniendo el día. Y como después os viese aquí juntos, acordé de me venir a vosotros, así por comer alguna cosa como por informarme de vosotros d’esta aventura de la cueva de Artidón, porque hasta esta tarde que la he visto nunca oí decir cosa alguna d’ella.

—Señor caballero, —dijo aquel mayoral—, pues vós nos habéis dado cuenta de vuestra venida, yo os quiero decir lo que sabemos y tenemos noticia d’esta cueva, que por ventura después de sabido se os quitará la voluntad que tenéis de la probar. Y entre tanto se aderezará y pondrá a punto lo que hemos de cenar; que todo lo que tuviéremos se os dará de buena voluntad, porque vuestra persona lo merece. Y así, lo que sabemos y tenemos por oídas de muy largos tiempos d’esta parte acerca d’esta cueva es que, en tiempos pasados, hubo en este reino de Rusia un caballero llamado Artidón, el cual, de más de ser caballero de alta sangre y de gran bondad y gentil dispusición, era el mayor sabio en la arte mágica que se podía hallar en grandes tierras. Y cuando más él florecía en las armas y en la ciencia, era señora d’este reino una doncella llamada Artidea, la cual había dejado el rey su padre pequeña y de poca edad. Y cuando vino a ser de edad de se poder casar, era tan hermosa que muchos caballeros y altos príncipes deseaban haberla por mujer. Y entre todos los que la seguían, ninguno tan altamente se mostraba como Artidón, el cual ansí en las armas como en su ciencia hizo grandes cosas en su servicio; y fue su ventura tal que no sólo la reina no le quería bien, mas antes lo aborrecía, y eran enojosos sus servicios. Y amábala tanto y tan enteramente que como él conociese su crueldad, de tal manera vino a adolecer que se sintió mortal. [326] Y no esperando remedio de la reina, acordó de se vengar d’ella antes de su muerte. Y ansí, una noche, por su gran saber, sacó de su lecho a la reina y la trajo aquí a esta cueva. Y hubo aquella noche tanto ruido de truenos y relámpagos que parecía que todo el mundo se hundiese; y como a la mañana fuese echada menos la reina, buscándola por todas partes, vinieron acaso a hallar esta cueva, y leyendo las letras que están labradas en la peña, entendieron que el sabio Artidón la había traído allí en pago de la crueldad que con él había usado. Y queriendo algunos caballeros probar la entrada de la cueva, acaecioles d’esta manera: que los que eran enamorados entraban por el fuego adelante sin se quemar ni sentir cosa alguna el fuego, mas de allí a un rato eran luego echados fuera, unos muertos y otros heridos y maltratados. Y siendo preguntados de lo que les había acaecido, decían que estaba un toro en la entrada de la cueva, el cual les defendía la entrada, y del primer golpe los hería y echaba fuera de la cueva, y que era el más grande y espantable que jamás los hombres vieron, y según eran duros los cuernos que tenía, pensaban que eran de acero. Los que no eran tocados del amor, así como comenzaban a entrar por el fuego lo sentían tanto que luego se tornaban afuera. Y así, no se pudo saber de la reina, ni se ha sabido hasta ahora, aunque han venido muchos caballeros de diversas partes a probar esta ventura. E aunque esto ha que pasó muchos días, siempre los d’esta tierra tienen esperanza que esta reina ha de salir del encantamiento. Y así, después acá siempre ha estado este reino debajo de gobernadores, y ninguno se ha llamado rey. Antes, luego que entran en la gobernación juran de entregar el reino a la reina Artidea, luego que salga del encantamiento. E al presente es gobernador un caballero mancebo de gran bondad, llamado Luciro, y algunos que saben mucho del arte mágica han dicho que en tiempo d’éste ha de salir la reina del encantamiento de Artidón; y así, la están esperando cada día. Esto es, señor caballero, lo que yo he oído en estos tiempos, y lo que se sabe de oídas de los antiguos. Y de verdad os digo que es tan grande el espanto que han puesto las guardas de la cueva, que ya ha muchos días que no ha habido caballero que haya tenido atrevimiento de entrar en ella. Y yo no tendría por hombre cuerdo a quien quisiese probar esta aventura, pues en tantos días no ha habido caballero que la haya podido acabar ni conquistar la primera guarda, y es de creer que no debe guardar la cueva aquella guarda sola.

Mucho se holgó el Caballero de Cupido de la buena cuenta que el pastor le había dado de aquella aventura. Y dándole muchas gracias por ello, dijo que por ninguna cosa no dejaría de la probar, viniendo el día, de lo cual eran maravillados los pastores, y rogábanle cuanto podían que no se pusiese en ello, porque no podría escapar de [ser] muerto o malherido. Y como ya su pobre cena estuviese a punto, sobre la verde yerba cenaron todos juntos. Cuando hubieron cenado, como los pastores quisiesen dormirse, el Caballero de Cupido se apartó a una parte y debajo de un árbol se asentó en la yerba, donde pasó aquella noche, con tanta voluntad de probar la entrada de la cueva que no vía la hora que viniese el día. (Diego Ortúñez de Calahorra, Espejo de príncipes y caballeros, primera parte [1555], libro II, cap. 4).

 

 

V.2. SOBRE MILAGROS VERDADEROS Y FALSOS

 

§ 56. DE CÓMO FUE ENCONTRADO EL CRUCIFIJO CON LA IMAGEN DE JESUCRISTO EN LA CIUDAD DE CLISTERIA, Y DE LOS MILAGROS QUE REALIZÓ NUESTRA SEÑORA DE SOTERRAÑO, QUE LLEVÓ A TODOS LOS PAGANOS DEL REINO A CONVERTIRSE AL CRISTIANISMO

 

Sabido que fue por el rey Delfange todo lo que a Valeriano era acontecido, vínole a ver; e fue recebido d’él con aquel amor que siempre desque se conocieron tenido se habían. Luego que esto fue fecho, el nuevo rey mandó hacer iglesias e monesterios en muchas partes de su reino. E los obispos e letrados siempre predicaban e, como eran bárbaros o porque Dios no venía en ellos a la sazón, estaban rebeldes en su contumacia, de lo cual el rey Valeriano estaba muy triste, e hacía hacer procesiones e mandaba decir muchas misas porque el Espíritu Santo viniese en ellos. E así fue que en aquella ciudad de Clisteria trecientos e cuarenta años eran pasados que había seído de cristianos. E ninguna señal en ella había por donde Dios fuese servido allí en ningún tiempo, no sea que en una calle de las principales de aquella ciudad estaban unas corralizas grandes que se llamaban las Casas Cristianas (éste era su nombre, mas no porque sabían a qué causa así se llamaban). E muchas veces habían probado a facer ende casas y, desque las acababan de hacer, tal se caían, que ni de cimiento ni de pared ninguna piedra enhiesta quedaba, a la cual causa estaban desiertos aquellos corrales. E habéis de saber, dice la historia, que aquel solar derribado que allí estaba había seído iglesia en el tiempo que de cristianos había seído, en la cual muchos miraglos se habían fecho por la mano de un crucifijo que allí estaba. E al tiempo que vino la persecución por los cristianos de aquella ciudad, un obispo de buena vida que allí era tomó el crucifijo con la imagen de Nuestra Señora de la Salud, que así se decía, e metiolos en una pequeña bóveda que debajo de la pila del bautizar estaba, e tapiolas ende muy bien, con intención que aquellas santas imágines no fuesen ultrajadas. Así que d’esta causa ningún edificio en aquel lugar se sostenía.

En aquella ciudad vivía un caballero, el cual era de los nobles de todo aquel reino y era muy emparentado. E tenía asaz hijos e hijas, todos casados, y d’ellos asaz nietos e nietas. Y este caballero era ciego de nacimiento y, como oyese decir que en la iglesia de Santa María de Luz predicaba un obispo la ley de Jesucristo, tomole deseo de ir allá a lo oír. E mandó a dos escuderos suyos que luego lo llevasen para allá, y así lo hicieron. Por más atajar el camino, lleváronlo por aquellas corralizas e fue caso que, al pasar que por allí por donde el crucifijo estaba, pasó que se le hundieron los pies y cayó en una pequeña sigma que allí estaba. Y al caer, vido una gran claridad que allí dentro estaba, de lo cual él se maravilló mucho, e vido las imágines que allí eran muy resplandecientes. Los escuderos que al caballero llevaban, como lo vieron dentro, entraron a sacarlo; e viéronle cómo estaba de hinojos ante las imágines adorándolas. E vuelto el rostro a sus sirvientes, díjoles:

—¿Vosotros habéis visto lo que yo veo?

Ellos le dijeron:

—¿E qué vedes vós, señor?

Bolarzano, el caballero que así se llamaba, les dijo:

—Veo un hombre crucificado y alderredor d’él cien mil coros de ángeles que lo sirven. E veo más, que los mesmos ángeles están como yo estoy, adorando una doncella que a par del crucificado está.

—No vemos tal, —dijeron los escuderos—, ni lo queremos ver, porque eso que vós decís es lo que los obispos cristianos predican, diciendo que en ese Jesú crucificado creen y en esa doncella que es madre d’Él. E por eso, ni lo vemos ni lo creemos que lo vedes.

Luego de presto vieron los escuderos cómo se llegó a ellos un ángel e los cegó, quitándoles del todo la vista de sus ojos. Y aquel mesmo ángel los tomó a todos tres en brazos e los sacó fuera de la sigma. Y el bueno del caballero viejo, como mirase a todas partes e viese lo que hasta entonces nunca hubiera visto, hallábase el más alegre de los nacidos. Y tenía en derredor de sí tanta gente que no se cabían en todo aquel circuito, maravillándose d’él cómo veía; y él les contaba lo que le había acontecido e decía:

—Si Aquél que yo vi en la sigma es el Dios de los cristianos, yo creo en Él bien e verdaderamente.

Luego se fue para la iglesia donde estaban predicando e allí contó lo que le aconteciera, de lo cual todos fueron maravillados. Y era tanta la gente que a la sigma corrían por ver aquel gran misterio que en chico rato ocupaban aquel lugar. E muchos se lanzaban dentro y veían tan gran claridad que no bastaban sus ojos para lo mirar. Y eran tantos los que aquel día se convertieron que pasaron de más de diez mil. Ese mesmo día vino ende el rey Valeriano y con él el rey Delfange. Y entr’ellos venía el obispo y venían asaz clérigos y religiosos en una muy solemne procesión. Y el obispo entró dentro de la sigma, y con él los dos reyes, y fue tal la claridad que en las imágines vieron que cayeron en tierra y adoraron. E ninguno d’ellos era osado de llegar a tocar sus manos en la imagen del Rey de la Gloria que ende estaba. Mas vieron que la imagen de Nuestra Señora tendió la mano e llamó al obispo, el cual se llegó a ella. Y puesto el rostro en la tierra, rezaba la oración de Obsecro te [327] e otros muchos himnos que cantaba. E luego la Señora se le puso en los brazos y le dijo:

—Ve comigo al templo santo donde mi Hijo e Señor consagrado está.

Luego el obispo salió con la Santa Imagen en sus brazos e con una muy devotísima procesión la llevaron a la iglesia mayor. E ahí, con mucha veneración, la pusieron en el altar mayor, donde hizo asaz de miraglos. No sólo en la ciudad, mas en el reino e fuera d’él, quienquiera que se encomendaba a aquella Señora del Soterraño (que así se llamó) luego era libre de sus penas. A esta causa se convertieron muchos fieles e muy católicos, porque en aquella ciudad fue el obispo Doroteo, que fue canonizado por santo, e los tres hermanos Gracianos, que recibieron martirio en la ciudad de Persépolis en Persia; y otros muchos santos bienaventurados fueron en comedio de quince años que aquel reino fue de cristianos, y todos naturales de allí, los cuales frutificaron mucho en nuestra santa fe católica. (Álvaro de Castro, Clarián de Landanís, II [1522], cap. 51).

 

§ 57. DE CÓMO LOS NUEVE CABALLEROS CRISTIANOS LLEGARON AL SEPULCRO DE MAHOMA, Y DE CÓMO ACABARON EN POCO TIEMPO CON TODOS SUS GUARDIAS

 

Allí quedaron los dos amigos en guarda del castillo; y mientras los otros volvían, buscaron quién los muertos sepultase, que de buena gana de la tierra acudieron porqu’en extremo se holgaron de ver aquellos gigantes muertos.

Los nueve caballeros que iban con la Decirinaica llegaron al gran sepulcro en Medina del falso profeta Mahoma, a donde estaba un suntuoso templo armado sobre infinidad de pilares de hermoso jaspe, lisos y redondos, que hacía todo el templo como callejuelas, bajo de dos estados medianos y una capilla toda de fina piedra imán, y en medio en una caja de yerro los polvos quemados de Mahoma. Todos los naturales tenían aquello en gran veneración y milagro como si cosa natural no fuera; de guarda estaban cincuenta turcos bien armados y por elección de su esfuerzo puestos a la guarda. Y como a los nueve caballeros viesen y a la hermosa princesa, los dejaron llegar y el uno d’ellos, que capitán era de la escuadra, llega a mostrarles la capilla y una rica llave de oro saca para abrirles; dentro entraron sin hacer más mesura [328] que la que era razón; el turco se enfadó y dijo:

—Con poca veneración entráis en semejante lugar; hincad vuestras rodillas y haced la oración decente.

Claridoro le dice:

—Este entierro, ¿cúyo es?

—Éste es el entierro de nuestro maestro Mahoma, que por milagro suyo él está en el aire, cosa tan divina como veis.

Claridoro dijo:

—No tenéis razón, que ésta es cosa natural, y cualquier cosa que aquí de yerro metáis se alzarán ni más ni menos; y porque lo veáis, pon ese mandilete [329] junto al arca y veréis cómo se sustenta y cómo no es milagro; y sino sacad la caja y poned las cenizas en el suelo y veréis cómo s’están quedas.

El turco dijo:

—No estamos agora en esas pruebas, sino estad con la decencia que habéis d’estar; sino haré os yo que lo hagáis, que para eso me tienen puesto aquí.

No pudo nuestro guerrero sufrir tal agravio y ansí le dice:

—¡Tira, perro mahomético, que sólo el trino y uno se debe adorar, que este vuestro Mahoma es ministro del demonio!

El turco se [ofende] y un grito alza, sacando su cimitarra; poco le duró su orgullo, que de un solo golpe dado por el belicoso brazo, rinde el alma. Los de la guarda acuden al alboroto, mas, como iban acudiendo, iban dejando los espíritus, porque los nueve tales cosas hacían que ponían espanto. Claridoro trabó del arca y fuera la arroja y con su espada en un punto la cámara deshace y salen fuera llevando a las damas. En medio de sí, Florencio el Macedonio hacía grandes cosas en armas; cada momento acudía nueva gente y todo el lugar se alborotó, de suerte que ninguno que pudiese tomar armas dejó de tomarlas, y más de dos mil los cercan. Y todos estaban puestos a caballo; y el bravo español tenía a las ancas a la princesa muy bien atada, porque no cayese. Y hechos una muela entr’ellos, se revuelven dando y recibiendo crueles golpes. Pireno hacía maravillas y los demás no menos, cual andaba el noble francés y el fiero español y el húngaro príncipe con el aventajado macedonio, pues el buen Tristor no valía menos, o el fiero Glutino, que crueles y espantosas muertes daba, pues el noble Tristán a ninguno, como dicen, iba en zaga; Policarpo en presencia de su señora maravillas hace. Todos andaban con tanto concierto en la batalla qu’era cosa d’espanto. Los escuderos hicieron una cosa graciosa, que fue armarse de las armas de los muertos y toman a Pocta por su capitán y delante pasan diciendo a grandes voces, los unos España, los otros Macedonia, y al fin todos los apellidos de quien servían, y entre los turcos se metían. Buenas muestras dieron de sí, que a sus amos dio gran contento, y a los moros no pequeño espanto ya dan, hacer guerra abierta y un poco de más anchura cobran; pero como carga tanta gente, estorbábanlos la salida. Si me atuviese a decir los muertos por las cristianas armas, diría una cosa de admiración y espanto, más eran de mil los que a este tiempo en el suelo estaban. (Claridoro de España [finales del siglo XVI], libro II, cap. 35).

 

 

VI.

QUE TRATA DE DIVERSAS ESCENAS Y ACONTECIMIENTOS DE ENTRETENIMIENTO: ENTRE LA CORTESÍA Y EL HUMOR

 

VI.1. SOBRE CORTES, ENTRADAS TRIUNFALES Y DEMÁS DIVERSIONES CORTESANAS

 

§ 58. DE CÓMO LA REINA ZAHARA Y TODO SU SÉQUITO ENTRAN EN LA CORTE GRIEGA

 

El domingo, muy de mañana, todos aquellos reyes y príncipes e todos los preciados caballeros se levantaron vestidos tan ricamente que no tenían precio porque les dijeron que ya la reina Zahara venía. Cabalgando todos en caballos ricamente guarnidos, salieron fuera de la ciudad y a poco trecho encontraron a la reina Zahara de la suerte que oiréis: venían, delante d’ella y todas sus mujeres, veinte y cuatro d’ellas con instrumentos tan extraños y dulces que extraña cosa era el ruido que hacían con su dulce melodía. Estas veinte e cuatro venían de chamete indio [330] bordadas sus ropas de oro, eran tan largas que por todas partes de las bestias en que venían arrastraban. Eran todas estas veinte y cuatro mujeres negras e de buenas facciones, y en toda la compaña que la reina Zahara traía, que pasaban de quinientas mujeres, no había otras que negras fuesen. Venían caballeras en bestias a manera de dromedarios tan negros como si de azabache fech[o]s fueran. Luego, tras estas mujeres, venían docientas mujeres con arcos muy fuertes, los palos d’ellos dorados e las cuerdas bermejas, con ricas armas armadas, con ropas encima de chamete verde, bordadas de oro e con muchas perlas, ceñidas con cordones indios doblados todos de flechas; las testas doradas, todas eran muy hermosas, e las cabezas eran desarmadas, hechos encima de sus mismos cabellos muy rubios unos rollos cogidos por cima de las orejas con unas redes de plata, pobladas de mucha argentería, con zarcillos de oro colgando de las orejas de tanto valor que no tenían precio. Venían cabalgando en muy hermosos unicornios con muy ricas guarniciones. Tras estas venían otras doscientas mujeres armadas de la misma suerte con ropas de carmesí y con muy ricas bordaduras de oro con lanzas puestas en las cujas, las astas todas doradas; las cabezas de la misma suerte que las otras, cabalgando asimismo en muy arreados unicornios. Tras ellas venían otras cien mujeres así mismo muy armadas con ricas ropas de brocado y con tocados de la misma suerte, cabalgando así mismo en muy arreados unicornios; todas traían en las manos espadas muy limpias desnudas, y colgadas de los arzones, porras de acero muy fuertes. Tras ellas venían doce doncellas ricamente guarnidas encima de unicornios con ropas de brocado hasta los pies d’ellos; éstas no venían armadas; traían instrumentos con que tañían a manera de arpas con tan suave son que a todos ponían espanto. Tras ellas venía la hermosa reina Zahara armada toda de unas armas que no tenían precio, porque todas venían sembradas de perlas y piedras de gran valor. Traía sobre ella una ropa de madejas de oro, pobladas de mucho aljófar, tan larga que hasta los pies del grande unicornio en que venía arrastraba, el cual traía una guarnición a manera de paramentos de la misma suerte; el cuerno del unicornio venía todo sembrado de perlas y piedras muy resplandescientes. Ella traía los sus muy hermosos cabellos sueltos, con una corona encima de tanta pedrería que a todos quitaba la vista. Traía dos doncellas vestidas de oro cabalgando en dos unicornios que delante le traían un espejo tan grande como un grande escudo. Éste traía ella porque decía que tal persona como ella no era razón en otra parte que menos fuese ocupase su vista. Las cinco reinas que con ella venían, venían de la misma suerte que ella: la de Sármata le traía un escudo que todo era sembrado de piedras preciosas, en el cual d’ellos eran figurados en ella dos fuertes jayanes e juntos en una batalla habían venido; y la reina de Hircania le llevaba el yelmo, que de la misma suerte era; la hermosa reina de Colcas le llevaba un muy fuerte arco con doce saetas que todo parecía de oro; las otras dos reinas le llevaban a los lados dos cetros de oro. (Feliciano de Silva, Amadís de Grecia [1535], libro II, cap. 52).

 

§ 59. DE CÓMO LOS PRÍNCIPES LLEGAN A CONSTANTINOPLA EN UN CARRO TRIUNFAL

 

El resplandeciente sol ya en el León resplandecía y en la tercera parte de la jornada del día se hallaba cuando los excelentes príncipes en su flota, con ruido de muchas trompas e tiros de artillería, al puerto de la gran ciudad de Constantinopla llegaron. Y conocidos por las imperiales insignias que en las gavias [331] de los navíos venían, con semejante majestad de tiros de artillería y ruidos de muchas trompas, que en todas las torres de la ciudad sonaban, se celebró su recebimiento. Y luego todas las princesas e príncipes que en la flota venían se aparejaron de ricas ropas para salir en tierra, y los de la ciudad para recebirlos, y de tal suerte tomaron tierra. Y luego Diana fue puesta en la manera que aquí diremos, que fue de tal manera: armose un carro triunfal que doce unicornios llevaban, con sillas y guarniciones [332] de oro, y encima se hacían cuatro arcos triunfales de extraña labor y hermosura, en que venían historiados [333] todos los grandes hechos de Agesilao. Y en lo alto del carro encima de los arcos venía la estatua de Daraida al natural en hábito de doncella, con su espada al cuello de la forma que ella la traía. Mas Diana no quiso ir en el carro por ir en compañía de las otras princesas; antes le aparejaron un hermoso unicornio en que fuese con silla y guarnición, que no tenía precio el oro y los esmaltes que llevaba. Y el cuerno del unicornio iba en una vaina que todo le cubría, hecha de tela de grueso aljófar, con cuatro entorchados [334] de oro que lo rodeaban con esmaltes de rosicler [335] y otras colores. Y en la punta tenía una gruesa perla a manera de botón, de do salía un flueco [336] de oro y blanco. La hermosa Diana fue puesta en este unicornio vestida en tal manera: llevaba una ropa toda de jaqueles de oro de martillo y de rosicler [337] que por las puntas de los jaqueles se trababan, dejando tantos vacíos como llenos, asentados sobre una ropa de raso blanco, tan larga que de encima del unicornio arrastraba gran parte, la cual llevaban dos doncellas en dos palafrenes, ricamente guarnidas. Llevaba collar e cinta de joyeles [338] de finos rubíes. Los sus muy hermosos cabellos llevaba sueltos por las espaldas, y a los lados del rostro hechas a cada parte seis sortijas de lazadas. Y en cada lazada cubierto el ñudo con un joyel de un precioso rubí, rodeado el engaste de cada uno de seis perlas muy orientales. En la cabeza llevaba una manera como de cofia, y en ella sembrados a manera de alcartaces [339] de largas puntas hechos, de hermosas perlas mezcladas con rubíes, que toda la cofia tenían poblada a manera de púas de puerco espín; y en cada punta de cada alcartaz, una gruesa perla. Llevaba esta manera de tocado fijado a los lados con dos lazadas de sus cabellos, con dos grandes joyeles de dos rubíes demasiados de grandes, con zarcillos [340] tan sotiles e ricos que no tenían precio. Y como Diana fuese puesta en el unicornio, el emperador Amadís de Grecia la tomó por la rienda. Y el rey Amadís a la reina e princesa Daraida, que extrañamente iba vestida. Y don Florisel llevaba a la reina Garaya. Y don Arlanges de España llevaba a la reina Oriana. Agesilao a la reina su madre. Don Floristán, príncipe de Roma, llevaba a la princesa Lucenia. Don Florarlán de Tracia llevaba a la reina Lardenia. Llevaba Diana detrás de sí a la Marquesa de Lastes, con otras cincuenta hermosas doncellas en palafrenes, vestidas de la misma suerte que ella. Y el carro triunfal mandó que fuese gran pieza delante. Y así comenzaron a caminar para la ciudad, poblado el campo y todas las rúas de infinito número de gente. Y como llegaba Diana, que la vían espantados de su hermosura, por do quiera que pasaba se hacía un ruido del mormullo de la gente, a manera de ruido de muchas aguas, pareciéndoles cosa más divina que humana. Y así entraron por la ciudad hasta llegar a los palacios del emperador, donde ya los emperadores Esplandián e Lisuarte los habían salido a recebir, maravillados de su hermosura de Diana, la cual, Amadís de Grecia dejándola en medio d’ellos, se había llegado a la reina e princesa Daraida. Y los dos emperadores venían en graciosas palabras con Diana, después de se haber recebido y haberles ella pedido las manos, y ellos abrazándola y besándola en la haz.

Pues como a la plaza de los palacios llegaron, era tanto el ruido de los menestriles [341] que no se oían. Y las tres emperatrices estaban a las finiestras por verlos venir; y con ellas estaban la fermosa princesa Elena y la muy hermosa Lucela, con el extremo de hermosura igual a Diana de la infanta Fortuna en los brazos de la reina Finistea y con otro tocado de la suerte que el que Diana traía. Y como se vieron las unas a las otras, maravilladas de su hermosura, entraron en los palacios, y [fueron] abajadas del unicornio y palafrenes de los que las traían. Y así la marquesa de Lastes con todas las otras doncellas, que no había ninguna que príncipe o preciado caballero no viniese con ella, fueron tomadas por los brazos y subidas a los corredores. [342] (Feliciano de Silva, Florisel de Niquea, III [1546], cap. 168).

 

§ 60. DE CÓMO LAS DAMAS Y CABALLEROS DE LA CORTE SE DIVIERTEN ENTRE AMENAS CONVERSACIONES Y DIVERTIDOS ENCANTAMIENTOS

 

Estando las cosas en el estado de placer que la historia os ha contado, el Caballero de la , por su propio nombre llamado el príncipe Lepolemo, y el Delfín de Francia, cuantos más placeres y fiestas se hacían, tanto más sus corazones estaban atormentados por sus señoras, viéndolas cada día devisadas de muy ricos vestidos y aderezos de sus personas. Y un día entre los otros, la infanta Andriana hija del rey de Francia, e la infanta Milesia, hija del emperador, a quien el príncipe y el Delfín servían, como lo habéis oído, a una ventana que salía a una puerta donde el rey de Francia tenía osos y leones e otros animales fieros que los grandes señores suelen tener; e como el príncipe Lepolemo, que estaba con el delfín asentado con el emperador, las vido, dijo al Delfín:

—Señor vamos a estorbar su habla a la señora, vuestra hermana y la mía, que las veo muy fundadas en largas razones.

—Vamos, —dijo el delfín, como aquel que mucha gana

lo tenía, sino que no lo osaba decir.

Y así fueron los dos muy paso por ver si podrían entender alguna palabra de las que hablaban. Y oyeron que decía la infanta Andriana:

—Señora, aquel león que veis qu’está paseando, agora le tiene la cuartana, [343] que Dios permite que la tenga de tercer a tercer día, porque de otra manera con su braveza y crueldad entraría a los poblados a comerse los hombres.

Entonces dijo el Caballero de la :

—Señoras, si por crueles viniese a todos la cuartana, muchos hay en el mundo que la merecerían mejor que no los leones.

Entonces ellas dos se volvieron con sobresalto por ver quién era el que las estaba escuchando; e como los vieron, hiciéronle su acatamiento como a hermanos mayores y príncipes les convenía. Asentáronse junto con ellas en los mesmos bancos que grandes eran, e dijo la infanta Andriana:

—Así señores que venís a saltear nuestras razones, creo que pensábades que decíamos mal de vosotros.

—Señora, —dijo el príncipe Lepolemo—, aunque lo dijérades, no era mucha sinrazón, porque bien cabe en mí a lo menos, pero no creíamos que de tan cuerdas señoras pudiese salir mal de nadi; mas hablando verdad, pensábamos que hablábades de colores, o de vestidos, o de cosas labradas de oro, o lo más cierto de afeites, o de cosas para cabellos, que es la prática más común de damas.

—Por mi vida señor hermano, —dijo la infanta Milesia—, que si un poco antes llegárades que no tomábades con el furto en las manos, que d’esas cosas habíamos estado hablando e de cansadas buscábamos materia nueva en qué hablar.

Dijo entonces el príncipe Lepolemo:

—¿Conocéis señoras, que mi sospecha era cierta?

Dijo la infanta Andriana:

—Señor, esa no es sospecha sino que lo sabéis con esa vuestra arte, que muchas veces diría mal de vós, sino que no oso pensando que donde quiera qu’estáis sabéis lo que digo e lo que hago contra vós, que, después que os vi hacer lo que hecistes el día que el emperador entró aquí, os tengo miedo e querría más saberlo hacer que un gran tesoro, solo por pasar tiempo, porque en toda mi vida hobe tanto placer como aquel día con aquellos que huían e con los palos que el gigante daba en el suelo, pensando que daba a lleno.

Dijo el Delfín:

—Señor, por merced que se haga algo de placer en estos días, que yo sé también que holgará la señora, vuestra hermana, que ya no queremos ver de vós más cosas de caballerías, pues está claro que no tenéis segundo.

Dijo la infanta Milesia:

—Hacedlo por mi vida, señor hermano, que por vida del emperador, que desque nací no hobe tanto placer como aquel día.

—Señora hermana, —dijo el príncipe—, no es mucho que no hayáis visto mayor placer, pues que siempre hasta agora habéis estado en prisión.

Y la infanta Andriana hízole del ojo que lo hiciese; entonces el príncipe dijo:

—Por el mandado de cualquiera de vosotros señores era razón que yo pusiese la vida, cuanto más por el ruego de todos hacer una cosa tan liviana como la que me pedís; no se hable cosa ninguna que de hoy en seis días es día de San Juan, yo ordenaré alguna cosa que creo será de placer.

Y así acabaron su prática. Y como fueron un día antes de San Juan, el príncipe Lepolemo rogó al emperador e al rey e a sus mujeres que le hiciesen merced de ser sus convidados aquella tarde y el otro día, que era la fiesta de san Juan, a la casa del bosque que era dos leguas de allí, que era una casa de placer del rey de Francia donde algunos días del año solía ir a caza. Y el emperador y todos fueron muy contentos. Y así el príncipe hizo aderezar la casa muy ricamente que allí mostró bien sus aderezos, y puso la rica cama que la Reina de Durón le había dado, que fue muy mirada de todos, y otras muchas que tenía muy ricas, tanto que no hobo necesidad de llevar ninguna cama para nadi; antes en aquellas tuvieron las mujeres bien qué mirar. Y más hizo por arte de encantamiento, junto a la mesma casa en un gran prado que había, un cuarto más que por la mesma casa se mandaba, que parecía la más rica cosa que en Francia se hallase, con muchos aposentos e todos muy aderezados con camas y tapicería, que todos lo que lo miraban se maravillaban de ver cosa tan rica e bien concertada. Aderezado todo esto, hizo defuera de la casa una fuente de agua muy clara, e con sus caños de mármoles muy blancos que parecía que ponía gana de beber a los que la veían; y hecho esto fuese para París. Y venida la hora, el emperador y el rey e todas las damas cabalgaron muy acompañados de caballeros con mucho placer. Y como iba mucha gente a pie por ser tal día y por ser tal fiesta, tanto que cuasi no quedó en la ciudad hombre ni mujer que no fuese tras ellos, que los campos y caminos iban llenos. Y como llegaron un poco antes de donde estaba hecha la fuente, había un charco de lodo que lo pasaban por unas pontezuelas de palo; y estaba hecho por tal arte que no pasaba hombre por los palos que no cayese en el lodo. Y como estaba hecho por arte de encantamiento no se suciaban en él las ropas ni los pies, sino solamente las manos y alguna cosa que les surtía a la cara. Y como es cuasi natural el reírse si hombre ve caer alguno, las infantas reían en ver caer tantos sin hacerse mal, y díjoles el príncipe Lepolemo:

—Pasemos, señoras, aquella fuente si queréis haber placer.

Y fuéronse para la fuente, y cuando el rey la vido, maravillose porque él no había visto aquella fuente en cuantas veces había venido allí, y paráronse todos a mirarla. Y como la gente que caía en el lodo, tenían necesidad a su parecer de lavarse, todos corrían a aquella fuente que les parecía muy hermosa agua. Y como tomaban del agua y se lavaban las manos y la cara, en la mesma hora los tiznaba a todos solamente las caras y como no se veían ellos a sí mesmos, y veían a los otros tiznados, veríades entr’ellos grande risa burlándose unos de otros porque estaban tiznados, no viendo lo qu’ellos tenían. D’esto había tan gran ruido de placer que el rey y emperador y las señoras no había ninguno d’ellos que no pensase caer de la mula de risa. Y esta tizne les duraba tan solamente hasta que llegaban a una entrada que había en la casa y no más que luego tornaban como de antes. Y las infantas iban riendo con el príncipe Lepolemo y con el Delfín, de cómo los tiznados cada uno d’ellos se pensaba estar limpio y burlábanse de los otros. Y pasaron adelante y entraron en la casa, la cual estaba tan aderezada que el rey de Francia que era suya y muchas veces había estado allí no la conocía, y dijo al príncipe:

—En todo os ha hecho Dios complido, [344] hasta en hacer que aquesta casa vieja parezca bien.

Y como pasó adelante y vio y entró en el cuarto nuevo y vido tan rica obra, estuvo espantado y pensando quién había allí obrado tan noble aposento, y pensó que podía ser que sus mayordomos lo hubiesen hecho, y también los mayordomos estaban espantados a quién había mandado el rey obrar aquella casa sin saberlo ellos. Y la emperatriz y la reina y las infantas holgaron mucho de ver el aderezo de la casa, y el mesmo príncipe quiso ser el aposentador aquella noche, y aposentó en las salas y cámaras que primero estaban labradas al emperador y al rey y a sus mujeres; y él y el Delfín en lo mesmo, y a las infantas en una cámaras que había dentro del aposento del emperador y del rey; y allí todas las mujeres viejas y dueñas de manera, y a las damas de la emperatriz y reina, y de las infantas, aposentolas en el cuarto nuevo, donde había muchos y ricos aposentos. Y así, cada uno aposentado, todos hallaron en sus aposentos las cosas tan complidas que estaban maravillados de ver cosa tan complida y honrada. Y decían que bien parecía hecho del príncipe Lepolemo que nunca hizo cosa mala. Las infantas ya estaban descuidadas, pensando que no había de haber más cosa del arte d’encantamiento; y así, después que hubieron hecho colación muy honradamente, se fueron acostar apercebidos del príncipe Lepolemo que se levantasen todos de mañana, porque tenía concertada una caza; y retraídos en sus aposentos se acostaron. Y venida la mañana, el príncipe hizo levantar al emperador, su padre, y al rey y reina y infantas, las cuales ellas mesmas se hubieron de tomar de vestir, que por mucho que llamaban a los que los solían servir nunca los pudieron despertar. Luego pensaron todos que el príncipe lo había hecho. Y así medio vestidos salieron a unas ventanas que salían adonde estaba hecho el cuarto nuevo, donde las damas estaban aposentadas, y hallaron al príncipe y al Delfín en otra ventana de su aposento, y las infantas salieron de la suya y estándole diciendo que les despertase sus criadas, dijo el príncipe:

—Señoras, yo no sé qué haga más de mostraros donde están aposentadas.

Y en esto vieron que a deshora desapareció todo el aposento, que parecía que estaba labrado nuevo con toda la tapicería y camas y ropa que en ellas había que no pareció señal d’él; y las damas que estaban aposentadas en él, halláronse desnudas encima del prado, d’ellas con camisa, d’ellas sin ella, como cada una se había acostado, y sus vestidos junto con ellos. Como el emperador y el rey e sus mujeres e infantas vieron cosa de tan gran maravilla, estaban muy espantad[o]s de ver tal cosa, pero no dejaban de reír en ver todas las damas sobre la yerba desnudas. Y hizo una cosa que nadi se despertó sino aquellas personas principales, donde era el emperador y el rey y sus mujeres e las infantas, y más que todos se rieron de un cocinero gordo en extremo que también se halló desnudo sin camisa entre sus ollas, del cual todos rieron mucho. Y después que así estuvieron un poco, el príncipe Lepolemo taño un silbato de oro que llevaba, y luego las damas despertaron y, como se vieron desnudas sobre la yerba verde, estaban tan turbadas que no sabían qué les había acaecido. Y como alzaron los ojos e vieron a las ventanas a sus señores, hubieron tan grande empacho que arrebataron sus ropas y fuéronse huyendo a poner entre las matas donde se vistieron; y después no osaron salir de vergüenza; pero como supieron que no las habían visto sino solos sus señores, no lo tuvieron en nada, y salieron como fueron vestidas, y subieron todas donde estaba el príncipe con las infantas, y dijéronle:

—Señor, no sería malo que nos pagásedes esta burla que nos habéis hecho, que no penséis defenderos de nuestras manos como hacéis de los caballeros

Él les dijo:

—Señoras, yo me doy en vuestra prisión, que yo no lo hice sino porque cada una mostrase su derecho, pues que todas lo tenéis bueno

Y así rieron mucho de cómo estaba cada una. Y también el rey de Francia le dijo:

—A buena fe, señor príncipe Lepolemo, que también só yo de los burlados, que pensaba tener mi casa bien labrada y veo que se me ha ido en el aire

Y después que toda la gente se despertó vinieron luego delante de las ventanas en una plaza que había un toro encantado, con muchos caballeros que lo corrían que también eran encantados. Y desque lo hubieron corrido un rato, que todos hubieron placer, abriose la tierra y el toro y los caballeros que lo corrían todos se sumieron, que no hubo más señal d’ellos, de lo cual todos s’espantaron en especial las mujeres. Y así estuvieron todo aquel día habiendo placer con esto y otras cosas qu’el príncipe hizo adonde fueron bien servidos de todas cosas. (Lepolemo [1521], cap. 147).

 

 

VI.2. SOBRE BROMAS, RISAS, CABALLEROS ENCANTADOS Y ENCANTADORES BROMISTAS

 

§ 61. DE CÓMO FRAUDADOR DE LOS ARDIDES ENGAÑA A DOS CABALLEROS ANCIANOS, QUE MÁS TENÍAN DESEOS DE SER JÓVENES QUE DE USAR DE SU EDAD

 

A cabo de dos días que Daraida y su compaña partieron, una mañana, porque la siesta entraba en somo [345] de una fermosa alameda que cabe un caño de agua se hacía, se apearon para comer allí de lo que traían y reposar la siesta; e Daraida no tenía ni podía tener ningún placer, y menos la doncella que la llevaba; mas por alegrarla sus doncellas Galinda e Sirenda, que así habían nombre, le pusieron la arpa en las manos, y le rogaron que las tañese, que querían bailar. Y ella como muy graciosa e bien acondicionada fuese por les dar placer lo hizo. Y ellas comienzan de bailar con que mucho solaz a todos daban, especialmente a los dos ancianos caballeros que Barbarán e Moncano se llamaban. Pues ya que la siesta era caída, estando en su solaz queriendo aparejar para tornar a su camino, del través del alameda llega adonde ellos estaban un caballero armado. Él venía encima de un rocín muy laso [346] cubierto de sudor, e tanto que apenas parecía tenerlo; con él venían otros dos hombres a pie; e como llegó, él los saludó y ellos a él e dijo:

—Mis buenos señores, más alegría hallo aquí que yo traigo.

—Pues apeaos de vuestro caballo, —dijo una de las doncellas— y hacerle-éis [347] honra, que bien la ha menester, y recebirla-éis vós de alegraros bailando aquí con nós.

—Mayor la recibiría, —dijo él—, si estos dos señores ancianos quisiesen tenerme compañía para llegar conmigo cerca de aquí a cierto caso en que tengo necesidad de su consejo. Y tan cerca es que antes que se haga tarde para caminar podrán tornar.

—Eso haremos nós de grado —dijeron ellos—, porque nos semejáis buen hombre y tan poco trabajo se aventura, pues decís que tan presto será nuestra vuelta.

—Muchas mercedes, —dijo él—, que tan presto podréis tornar que, si este mi caballo no estuviese tan laso, antes de media hora seríamos aquí.

—¿Hay necesidad que yo vaya allá?, —dijo Daraida.

Él la mira e maravillado de su apostura, cuidando ser caballero, le dijo:

—Señor caballero, Dios os lo agradezca. Mi necesidad es más de consejo que armas. Y para esto bastan estos caballeros para dar asiento entre mí y una dueña sobre cierta diferencia que tenemos, para que me dé una doncella hija suya con quien soy desposado que no me quiere dar, y trae-me sandio de su amor porque la quiero mucho.

—Agora os he más lástima, —dijo Daraida—, por tanto, ved ende lo que yo puedo hacer por vós, que yo lo haré de grado.

—Muchas mercedes, —dijo el caballero—. Lo que por mí al presente podéis hacer es, si queréis que tornemos cedo, darme otra bestia que me lleve mejor que este mi caballo, que de laso no me puede traer.

—Por eso no quedará, —dijo Daraida—. Cabalgad en el mío, que asaz bien os podrá llevar.

El caballero saltándole las lágrimas le dijo:

—Dios os dé solaz en pago del que habéis dado a mi tristeza.

—Bien me hace menester, —dijo Daraida—, y ruego’s, caballero, que la vuelta sea cedo porque no nos detengamos.

—Perded cuidado d’eso, —dijo el caballero—, que más cedo se hará de lo que pensáis lo que yo deseo, y d’esto os doy mi fe.

Y luego se apeó y arrendó su rocín. Y enfrenando el caballo de Daraida cabalgó en él, y los ancianos Barbarán e Moncano en los suyos. E así se van, dejándolos aguardando en su solaz. Pues yendo Barbarán e Moncano con el Caballero de la Floresta, a poca pieza que hubieron andado, llegando a un fresco valle, el caballero les dijo:

—Digo’s, señores caballeros, que aquí ayuso está una fuente con una virtud que pienso que no la sabe sino yo e la dueña mi suegra, que a lo menos a ella asaz le ha aprovechado.

—¿Qué virtud es ésa?, —dijo Moncano.

—Por lo que os precio os diré lo que no pensé decir a ninguno. Y es que bebiendo d’ella y lavando las barbas y los cabellos torna a los hombres como de la primera edad.

—Maravillas nos decís, —dijo Moncano—, si es así.

—Pues creedlo que es así, señor caballero, —dijo él.

—¿Y no ha de haber más de eso que decís?, —dijo Moncano.

—No, por cierto —dijo el caballero.

—Por cierto, —dijo Barbarán con mucho placer—, aunque de cabo del mundo a esta tierra viniéramos fuera bien empleado a cobrar mocedad e hermosura. E si no ha de haber más engorro de beber e lavarnos los cabellos e barbas bien es, para que nuestra compaña no nos conozca e pasemos un rato tiempo con ella.

—Pues sabed que no ha de haber más, —dijo el caballero—, e ya llegamos cerca, que nada nos estorbará el camino.

—A Dios merced, —dijeron ellos muy alegres—, que tan cedo se nos apareja tanto bien como tornarnos mozos.

Y en esto hablando llegaron a una fuente fresca que en el valle estaba. Y el caballero les dijo que aquélla era la fuente. Y ellos se apearon muy apriesa e dan los caballos a los dos hombres del Caballero de la Floresta, para que los tengan en tanto que ellos beben y se lavan. E Moncano dijo:

—Ya deseo tener aquí un espejo para verme cómo quedo mozo.

—Eso en el agua lo podéis ver, —dijo el caballero.

Y luego ambos de bruzas [348] en la fuente beben con las manos, y las barbas y cabellos se lavan. Y a esta sazón los hombres estaban encima de sus caballos, y el caballero les dijo:

—Digo’s por cierto, señores caballeros, que si fuérades halcones que no se os fuera la presa según habéis tomado bien el agua. Y pues yo por ancianos os traía para dar consejo, sandez haré en llevar hombres tan mozos como ahora estáis; y quedaos a Dios, que yo me voy. Y en pago de la mocedad que os dejo quiero llevar vuestros caballos. —E con esto volvió la rienda para se ir.

Y Moncano y Barbarán muy corridos de la burla que les había hecho dijeron:

—¡Volve[d] acá, caballero!

Y él volvió la rienda al caballo e dijo:

—¿Qué es lo que queréis?

—Queremos, —dijeron ellos—, que por cortesía nos deis nuestros caballos, y basta la burla e no vaya más adelante.

—¿Y cómo? —dijo él—. ¿No sentís que os habéis hecho mozos?

—En la liviandad que hemos hecho sí sentimos, —dijeron ellos—. Y por tanto, pues la burla ha sido donosa, no pase más adelante.

—Si me lo rogáis mucho, —dijo él—, podrá ser que lo acabéis comigo. Por tanto torna[d]melo a decir otra vez, que no lo entiendo.

—Decimos, —dijo Barbarán—, que habéis sido gracioso en burlarnos, y que cese ya la burla. Ved si nos habéis entendido.

—Vosotros no me habéis entendido a mí, —dijo él—. Que no dije no lo entiendo sino porque no lo entiendo de hacer. Porque antes entiendo de vuestra hacienda tanto que entiendo que en el mundo dos viejos tan livianos se hallaran. Y por tanto en la liviandad supliréis la demasía de la edad para caminar a pie. Y quedad a la mala ventura. Y como estuvierdes enjutos del agua que habéis tomado, segui[d]me, que liviandad tendréis en las alas para me alcanzar. O si no, atende[d]me aquí, que luego vuelvo.

—Mas, apeaos, —dijo Moncano—, que yo os aseguro de mi compañero, que os haré comprar caramente los caballos que nos queréis llevar.

—Mas sandío sería yo, —dijo él—, si quisiese comprar caro lo que puedo llevar barato. Y por tanto no cuido de hacer lo que decís. Antes decid a vuestro compañero que para darle el consejo que vós me veníades a dar, que tome parte de la vejez que os hice dejar, para que no sea tan mozo en dar caballo gordo, recio y nuevo por caballo laso, viejo y de poco valor. Y contentaos, pues d’esta hecha contra toda razón de vuestra edad, a él dejaré pesado y a vosotros livianos; a él por de más edad, y a vosotros por mozos. Y decidle que Fraudador de los Ardides se le encomienda y le encomiendo que no me busque, que será por demás. Mas que me aguarde, que cedo le tornaré a ver. (Feliciano de Silva, Florisel de Niquea, III [1542], cap. 56).

 

§ 62. DE CÓMO CAMILOTE LLEGA A LA CORTE DE CONSTANTINOPLA PARA SER ARMADO CABALLERO, POR AMOR DE SU DAMA MAIMONDA, Y DE LAS CURIOSAS Y DIVERTIDAS PALABRAS QUE EN EL JARDÍN DE LA INFANTA FLÉRIDA SE OYERON

 

Luego otro día la emperatriz, estando Flérida para se ir a la huerta, envió por ella para ir a ver al emperador, que había días que no lo había visto, que sabed que el emperador jamás entraba en la cámara de Flérida ni en la huerta donde solían estar, e por esto estaba él bien seguro que no lo viese. Y el emperador folgó mucho de ver a Flérida e pescudole qué tal estaba la su huerta. Ella dijo qu’estaba mejor que jamás estuvo. E sabed que con el emperador estaban muchos altos hombres que venían por lo ver por amor de la ida de Primaleón e todos eran muy tristes porque no sabían nuevas d’él. Y estando todos, como vos decimos, en el gran palacio entró en él el escudero que traía por la mano una doncella, e ambos a dos eran tan feos que no había hombre que los viese que d’ellos no se espantase. Él era alto de cuerpo e membrudo; era todo velloso que parecía salvaje e de aquella manera venía vestido que traía los brazos de fuera que parecían bien sus cabellos; e la ropa era muy corta e abrochábase delante con una broncha de oro. E la doncella venía vestida de una seda de muchas colores e traíala cercada de piedras muy buenas e encima de su cabeza no traía cosa; e ella tenía los cabellos muy negros e cortos e crespos a maravilla e traía la garganta muy seca e negra de fuera. E venían ambos a dos tan desemejados que a todos pusieron espanto e venían bien acompañados. Ambos a dos fueron fincar las rodillas ante el emperador e todos callaban por oír e ver qué demanda traían. Y el escudero feo, desque besó las manos al emperador, díjole:

—Mi señor, yo soy vuestro natural e vengo a vos pedir merced que me fagáis caballero porque yo prometí a esta doncella de no lo ser sino de mano del más alto hombre e mejor que hubiese en el mundo; e bien sé que en todo él no hay quien con vós se igual, e por esto quiero yo ser caballero de vuestra mano, porque de vós me venga ardimiento.

El emperador, que tan bien lo oyó razonar, díjole:

—Amigo, a mí me place de vos facer caballero, mas mucho quería saber quién sois e cómo vos llaman porque vea si merescéis de ser caballero.

—No dudéis, señor, de me facer caballero que yo vos digo que soy fidalgo e vengo de linaje de caballeros en quien siempre hubo bondad e ardimiento. E pues queréis saber mi facienda, quiérovosla decir. Sabed, señor, que nosotros somos de tierra de Gorate. E esta doncella es fija del señor d’ella y él no hubo sino otra fija que heredó la tierra por ser mayor. Y esta doncella, desque vido a su hermana señora de la tierra, apartose a un castillo e allí facía vida, saliendo muchas veces al campo a cazar. E yo soy fijo de un caballero que hay en aquella tierra e tiene un castillo en lo más cercano a las grandes montañas que en aquella tierra hay. Ansimesmo, desde pequeño usé las cazas; e un día acaesciome amatar un puerco ante esta señora que cabe una fuente estaba apeada por folgar. E como ella me vido tan valiente e ligero, precióme mucho e, desde aquella hora que yo la vi y ella vido a mí, comenzámonos de amar muy afincadamente; e yo le pedí por merced que se doliese de mí y ella me otorgó su amor. E cuando yo hube alcanzado tanto bien, creciome el argullo e juréle me facer caballero por mano de mejor caballero que hubiese en el mundo, e de allí adelante de facer tales cosas en armas que todo el mundo dijese que jamás doncella tuvo tal amigo; e de ganarle tierra e señorío por donde pasase a su hermana en valor. Maimonda, que ansí se llama esta doncella, fue muy leda con la promesa que yo le fice e díjome qu’ella quería venir comigo a ver mis grandes fechos e yo gelo tuve en merced e trájela comigo. E dígovos que jamás hombre alcanzó tan gran don como yo en haberla alcanzado por señora.

El emperador no pudo estar que no riese e ansimesmo todos los altos hombres que con él estaban, e decían:

—Cierto, la fermosura de la doncella es tanta que sus fuerzas farán ser el caballero de grande ardimiento. Viéndola ante sí no debe turar caballero en silla mucho tiempo.

E decían otras cosas d’escarnio. La infanta Flérida acordándosele de la fermosura de su Julián, fízose muy lozana e comenzó de reír con sus doncellas del escudero e de la doncella. Camilote, que ansí se llamaba el escudero feo, bien vido la burla que la infanta e los caballeros le facían e por entonces sufriose que no dijo nada. El emperador dijo:

—Amigo, pues que tan fermosa amiga tenéis, razón es de facer vos su ruego porque veamos lo que por ella faréis.

E luego Camilote fizo traer sus armas, que eran muy fuertes más que ricas, e armose d’ellas e cuatro escuderos que traía lo armaron muy aína. E desque fue todo armado, el emperador lo fizo caballero. E como Camilote se vido fecho caballero, fue muy ledo e dijo:

—Agora, caballeros del emperador, es hora de facer escarnio de mí e de mi doncella, que no fasta aquí.

E como esto dijo, fuese para un escudero de los suyos e sacole debajo del manto una guirlanda de rosas, las más fermosas e de extraña color que jamás allí vieron. E como él las sacó debajo del manto, todo el palacio fue lleno de olor maravilloso. Camilote fue a poner la guirlanda de las rosas a Maimonda, su doncella, encima de la su cabeza, e dijo:

—Yo quiero ver cuál caballero será tan osado que de aquí vos quite esta guirlanda. E sabed, señor emperador, que estas rosas hube yo con mucho afán e peligro, e entiéndolas agora de defender mejor que soy caballero. E demándovos licencia para estar en el campo que tenéis fecho para los caballeros que uno por otro se combaten tanto cuanto fuere mi voluntad. E yo quiero tener comigo mi doncella e veamos quién será tan fardido [349] que la guirlanda de la cabeza le vaya a tomar.

El emperador estovo dudando de le otorgar su demanda porque conoció que debía ser de grandes fuerzas. Y el Duque de Amenón, que allí estaba, que era caballero mancebo e muy ardid e afincadamente amaba a Liserma, fija del Duque de Pera, que era extremada en fermosura e entendíase él de casar con ella, dijo al emperador, cuando le vido tardar en la respuesta:

—Señor, ¿qué facéis que no otorgáis a Camilote lo que vos demanda? Gran deshonra sería de todos vuestros caballeros si Maimonda llevase así la guirlanda [350] tan ligeramente. Pídovos por merced que se lo otorguéis e le deis seguro.

Todos los otros caballeros dijeron qu’el duque decía gran verdad. El emperador, que vido su voluntad, dijo a Camilote:

—Amigo, a la hora que vós quisierdes podréis entrar en el campo y esperar allí los que contra vos quisieren ir. E yo vos aseguro que por mal ni bien que vos avenga no rescibáis daño, salvo de aquellos que con vós se quisieren combatir. E ruégovos que me digáis dónde hubistes rosas tan olorosas para esa guirlanda.

Camilote fue muy ledo cuando el emperador le otorgó el seguro.

—¡A Dios plega, señor, —dijo él—, que yo vos pueda servir la merced que me fecistes! E sabed que estas rosas hay en mi tierra en un árbol muy preciado, el cual está en la más alta montaña que hay en tierra del Gorate, e fasta hoy ninguno pudo coger d’él rosas aunque son de gran virtud e tura siete años que no se secan, mas todavía están ansí como las veis; e yo solo he seído el que las he cogido por el mi grande esfuerzo. Sabed que en la montaña hay muchas bestias fieras d’extrañas maneras por donde los hombres de la tierra no son osados d’entrar en ella, salvo yo. Desque Maimonda, mi señora, me otorgó su amor, me creció tanto el esfuerzo que osé sobir en la montaña e maté asaz de bestias fieras en ella e traje las rosas a pesar de todas, e fice esta guirlanda d’ellas para venir aquí.

El emperador hubo gran placer de ver a Camilote tan enamorado de aquella doncella tan desemejada e volviose con alegre cara contra la emperatriz Polinarda e díjole:

—¿Creís vós, señora, que si vós fuérades tan fermosa como aquella doncella que no me di[é]rades mayores fuerzas para comenzar acabar mayores fechos de los que fice por vuestro servicio?

La emperatriz se le acordó de aquel sabroso tiempo e tornó muy lozana, e dijo al emperador:

—Creo yo, mi señor, que d’ella a mí hay poca ventaja e, si vós grandes fechos fecistes, acabásteslos por el vuestro grande ardimiento.

—Eso no consiento yo que digáis, señora, —dijo el emperador—, que agora mejor que nunca me osaría yo combatir sobre esa razón con Camilote, e con otro caballero mejor, e le faría conocer que en todo el mundo otra más fermosa que vos hubo ni habrá.

E cuando esto dijo, encendiose el rostro mucho con grande ardimiento, como si delante de sí tuviera quien le contradijera su razón. Todos folgaron de oírlos e más Flérida, que entonces comenzaba amar, fue muy leda de oír el extraño amor que su padre e madre tuvieron, e pensaba ella que no menos sería el suyo con Julián si él caballero fuese que la mereciese, e desacordadamente dijo:

—Cierto, señor, con mayor razón fecistes vós tan grandes fechos que Camilote los fará por aquella doncella que tan desemejada es; más le valiera estar allá en su tierra con las bestias salvajes, como ellos son, que no venir acá a espantarnos, que en balde es el afán del novel caballero.

El emperador e todos riyeron de lo que Flérida dijo salvo Camilote, que fue contra ella muy airado e fue tanta su saña que de los ojos parecía que le salían centellas de fuego e ansimesmo de su rostro, e con voz muy temerosa le dijo:

—¡En mal punto, doncella, fuestes tan fermosa para ser tan desmesurada! Dígovos que Maimonda es tan amada de mí como vós lo seréis por más fermosa que seáis; e ver quiero yo si por vuestra fermosura habrá caballero tan ardid que comigo se ose combatir e gane la guirlanda para que vos pongáis encima de vuestros fermosos cabellos. ¿Qué cuidais vós, que mejor os parecería que a ésta mi señora? ¡Pues ya no me ayude Dios si vós seáis tan bienandante, aunque seáis tan fermosa, que en vuestras manos la toméis! Maimonda la hubo por grande amor que yo le tengo e con esto gela entiendo de defender, e vengan contra mí cuantos caballeros quisieren.

La infanta fue muy espantada a maravilla cuando vido a Camilote tan airado contra ella e volviose contra el emperador perdida la color de temor. El emperador se rió e dijo a Camilote:

—Amigo, idvos en buena ora al campo adonde habéis d’estar e mostra[r] vuestra saña contra los caballeros e no contra las doncellas que, si ansí espantáis a ellos como facéis a las doncellas, a duro vos podrá durar ninguno en campo.

—Ansí lo faré, —dijo Camilote. (Primaleón [1512], cap. 101).

 

§ 63. DE CÓMO DOS CABALLEROS ANCIANOS, MONCANO Y BARBARÁN, SON ENGAÑADOS POR DOS DONCELLAS Y PASAN LA NOCHE COLGADOS DE UN MURO, COMO LOS SALVAJES DE UN ESCUDO NOBILIARIO

 

Y fue que ya oístes cómo la hermosa doncella Galtacira con los dos viejos Barbarán y Moncano con el pellejo de la bestia Cabalión partieron de Tesalia con la carta de Daraida para Diana. Pues así fue que con buen tiempo vinieron hasta la Ínsula de Guindaya, y en un puerto salieron tres jornadas de la ciudad donde la reina estaba. Y ellos armados en sus caballos y Galtacira en su palafrén, la bestia Cabalión en un carro pusieron, que dos caballos llevaban, y con mucho placer poniendo espanto a cuantos lo vían, tomaron el camino para la ciudad de Guindaya. Y caminando con mucho placer, otro día que del puerto salieron, iban pasando tiempo en la burla que Fraudador de los Ardides les había hecho. Y Barbarán y Moncano decían que habían quedado avisados para no ser engañados otra vez.

—Así quiera Dios, —dijo Galtacira—, porque agora sería de más reprehensión el engaño, porque entonces engañaron os como a mozos, y agora engañaros-ían como a viejos.

Pues yendo en esta forma pasando muchos donaires, después de comer, entrando por una hermosa floresta, vieron un caballero con dos doncellas que a la sazón debajo de un hermoso árbol acabaron de subir en su caballo y palafrenes. Y como el caballero los vido, muy maravillado fue él y las doncellas de la extrañeza de tal aventura. Y hablando a las doncellas una pieza, puesto su yelmo, salió al camino y saludando cortésmente a Galtacira y a los viejos, y ellos a él y a las doncellas, pareciéndoles bien que hermosas eran, les preguntó la forma de aquella aventura. [...]

Y con esto, diciéndole ellos que holgaban con su compañía, y él agradeciéndoselo e diciéndoles que ese día irían con él a albergar la noche en un castillo suyo, fueron su camino. Y Galtacira consolando al caballero, que muy graciosa y sabia doncella era, Moncano y Barbarán una pieza atrás se quedaron con las doncellas, muy pagados d’ellas, requiriéndolas que les diesen su amor. Y ellas les dijeron que qué podían ellas ganar, siendo tan mozas, en tomar amor con caballeros de tanta edad. Moncano les dijo:

—Mis buenas señoras, no’s parezca que somos tan viejos como cuidáis, porque en la tierra donde somos todos tienen los cabellos y barbas blancas, que más mozos somos de lo que cuidáis.

—Así me semeja a mí, —dijo una d’ellas—, pues las palabras de amor muestran lo que decís más que la naturaleza de vuestra tierra, que no me semeja buena.

—¿Por qué no’s semeja buena?, —dijo Barbarán.

—Porque, —dijo ella—, mejor me pareciera si en la vejez los hombres tornaran mozos que en la niñez hacerlos viejos como me semejáis.

—Pues no os lo parezca, —dijo Barbarán—, que a punto estamos que, si tomáis nuestro consejo, que os desengañaremos d’ese pensamiento.

La doncella se rió e dijo:

—Si tan seguras estuviésemos de la bondad del desengaño como de la razón del consejo, haríamos lo que pedís, porque vuestra vista pide el consejo e niega el desengaño.

—Ora, señoras doncellas, —dijo Moncano—, no os engañéis en eso, pues la naturaleza de nuestra tierra que os decimos os debe desengañar.

—No sé si os engaña a vós, —dijo [una d’ellas]—, la naturaleza de la mía, que de la vuestra yo estoy bien desengañada. Mas porque me semejáis hombres de bien y que guardaréis lealtad y amor a vuestras señoras, y porque los viejos aman mucho las mujeres mozas, si mi compañera quiere tomar a vuestro compañero por amigo, yo holgaré de tomar a vós.

—Yo holgaré de lo que tú holgar[e]s, —dijo la otra.

—Yo os beso las manos, señora doncella, —dijo Barbarán—, por la merced que me queréis hacer.

—Vós lo merecéis, —dijo ella.

—En desearos más servir que a otra, vós decís verdad, —dijo él.

—Pues, mi señoras, —dijo Moncano—, aquí no finca sino que deis la orden para besaros las manos, y recebir la merced que nos queréis hacer.

—La orden, —dijo una d’ellas—, será peligrosa y trabajosa para vós.

—No hay peligro ni trabajo para gozar de tal gloria, —dijo Moncano.

—Agora me semejáis mancebo, —dijo ella—, y voy creyendo la naturaleza de vuestra tierra, pues el amor os dispone a todo peligro y trabajo. Y pues así es, sabed, señores caballeros, que no hay vía para poderos hablar si no es una, como digo, con mucho trabajo y peligro. Y la razón es que nós dormimos a mucho recaudo en este castillo donde vamos a dormir, que es de una dueña madre nuestra, y cada noche nos encierra. E si no es por las almenas de lo alto del castillo, echándoos una cuerda con que os subamos, no podéis por otra parte entrar a nos hablar. Ved si os atrevéis a subir así, que nós bien nos atrevemos a subiros.

Ellos con mucho placer dijeron:

—Al infierno por vuestro amor nos atreveríamos a bajar, ¡cuánto más a subir donde están tales ángeles y gozar de la gloria, para salir de la pena que vuestra hermosura nos da!

—En el nombre de Dios, —dijeron ellas—, que nosotras os subiremos si no pesáis mucho, que no pesaréis si sois tan mozos como decís.

—No, que para eso buen remedio hay, —dijo Moncano—, y es que iremos desarmados.

—Ora, ¡sus!, —dijeron ellas—, que así está bien acordado. Y después de todos acostados salíos a la puerta del castillo y nós echaremos las cuerdas. Y por no poner sospecha juntémonos con mi hermano y vuestra doncella.

—Vós decís bien, —dijo Barbarán.

Y con esto con ellos se juntaron, y así fueron hasta que noche llegaron a un castillo donde los guiaron. Y el caballero se adelantó para decir como venían y así fueron de una dueña vieja bien albergados; e diéronles de cenar muy cumplidamente, y las dos doncellas servían a la mesa. Y después que hubieron cenado diéronles lechos en que durmiesen. Y Moncano y Barbarán muy ledos, aguardando que todos estuviesen asosegados para ir a su concierto, Barbarán dijo:

—Estoy perdido de amores d’estas doncellas, que allende de su gracia y hermosura me semejan sabias en extremo.

—¿En qué os semeja eso?, —dijo Moncano—, que a lo menos no lo han sido en otorgarnos su amor siendo tan niñas e nós tan viejos.

—Dejemos ora eso, —dijo Barbarán—, y notad qué disimulación tuvieron esta noche a la cena, que ni tan solamente nos miraron.

—Vós decís bien, —dijo Moncano—, que así han de ser mujeres, que aquello arguye más amor y desenvoltura en lo secreto, disimulada con aquella honestidad en lo público.

—Como quiera que sea, —dijo Barbarán—, a nós se nos apareja una buena noche.

—Ésa no se les apareja a ellas, —dijo Moncano—, si con la demasía del amor no suplen las faltas de nuestra edad.

Y con esto y con otras muchas cosas pasaron hasta que todos estaban sosegados. Y así sosegaron también los que estaban mirando en el espejo sobre ricas almohadas que les dieron, desde que entraron en el castillo hasta que el sabio Alquife a esta sazón los despertó. Y tenían muchas hachas con que claramente vían en el espejo lo que pasaba, y un pabellón de rico brocado encima por causa del sereno. Y a la sazón que decimos, con mucha risa de ver los viejos tan aliviados, los vieron salir en calzas y en jubón con solas sus espadas. Y como salieron, mirando hacia suso por un lado de la puerta las doncellas entre las almenas vieron, y echáronles una recia cuerda de cáñamo. Y ellos muy alegres, Moncano se ató con ella por bajo los sobacos e dijo que tirasen. Y ellas mostrando que a mucho afán lo subían, lo subieron hasta más de un estado más alto que la puerta. Y como allí lo tuvieron, ataron la cuerda a la almena, y fengían que no podían subirlo, y paso dijeron:

—Señor caballero, no sabemos en qué diablos ha trabado la cuerda, que no basta nuestra fuerza a poder subiros. Decid a vuestro compañero que se ponga a esotro lado, echaremos otra cuerda y subirlo hemos para que nos ayude a sobiros.

Moncano muy fatigado lo dijo a Barbarán. Y él le dijo, no viendo la hora que estar arriba:

—Pues, ¡sus!, hágase en un punto, no se nos vaya el tiempo en vano, que la noche me semeja que nos ha de ser corta.

Y luego por la otra parte de la puerta las doncellas echaron otra cuerda. Y atado Barbarán de la suerte que a Moncano lo subieron hasta ponerlo igual con su compañero. Y como así lo tuvieron, ataron la cuerda al almena e dijeron:

—¡Ay, señores caballeros, atended ahí, que pienso que nos ha sentido nuestro hermano, que cedo os haremos compañía!

Y con esto se quitaron y los dejaron. Ellos como se vieron así, dijo Moncano:

—¡Para Santa María, que me da el alma que debemos ser burlados!

—Los cuerpos no nos viesen, —dijo Barbarán—, que el alma poco iría en ello porque a lo menos no se vería como en el cuerpo se verá nuestra liviandad, que sin duda es así. Porque agora caigo por qué el caballero no se quiso quitar el yelmo, que sin duda fue porque no lo conociésemos, que era el que otra vez nos burló haciéndonos entender que habíamos de ser tan mozos como ahora estamos.

—Mejor sería que cayésemos de aquí, —dijo Moncano—, que no que tan tarde cayéramos en lo que nos cumpliera caer temprano. Que, ¡para Santa María!, más siento lo que ha de sentir Galtacira que la vergüenza que se nos apareja; porque en fin los yerros por amores consigo traen la desculpa.

—No sé si traen desculpa, —dijo Barbarán—; mas si culpa hubo, yo os certifico que tenemos ya la pena y, adonde templaremos con el frío de la noche el calor del fuego de los amores.

E diciendo esto las doncellas se asomaron y una d’ellas dijo:

—Señores caballeros, atended, que ya os traemos la compañía que os hace menester.

Y como esto dijeron, por en medio de ambos vieron colgar por entre las almenas el pellejo de la bestia Cabalión. Y a poca pieza por la puerta del castillo vieron salir dos donceles con dos hachas. Y tras ellos salió Fraudador de los Ardides. Y estando las doncellas suso a las almenas, él vuelto hacia los viejos les dijo:

—¿Paréceos bien, señores caballeros, habiendo recebido de mí tanta honra, subir a escalarme mi fortaleza y a gozar de mis hermanas? Por cierto para tales caballeros no parece bien facer tal desaguisado. A lo menos no os quejaréis de mí, que si en la fuente no tomastes la color de mancebos, que [no] os fallecen las obras. Y por lo mucho que amo y estimo a la señora Daraida quiero poner esa bestia, que son sus armas, sobre la puerta d’este castillo, y que las tengan dos tan hermosos salvajes. Y pues la costumbre de vuestra tierra os da el natural de viejos siendo mozos, no es razón que el d’esta tierra os lo niegue. Y pues tanto amor tenéis a Daraida, justo es que la sirváis por salvajes de sus armas, ya que a mí habéis servido por el amor que tenéis a mis hermanas de tan gentiles mancebos. Y quedad a la mala ventura si no queréis ser salvajes por cabezas o pellejos de bestias muertas como es’otra bestia, pues lo pide vuestra edad. Que yo como buen montero cazador así acostumbro a colgar ante mi puerta las pieles de lo que cazo, las unas llenas de paja y las otras de aire como fincáis, yo’s dejaré para que templéis el calor de los amores.

Y con esto se tornó y entra sin que ellos palabra de vergüenza respondiesen. Y las doncellas de su[so], Fraudador ido, les dijeron:

—Señores caballeros, Dios sabe la pena que tenemos de habernos sentido y estorbarnos de gozar amor de tales doncellas. Habla[d]nos, no nos hagáis tanto mal de nos quitar la habla.

Mas ellos a cosa respondían, tan corridos estaban; y ellas se quitaron, e así estuvieron hasta que fue de día, que salieron del castillo con Fraudador todos los que en el castillo había, danzando y cantando, trabados por las manos. (Feliciano de Silva, Florisel de Niquea III, [1546], (cap. 76).

 

§ 64. DE CÓMO LINDONISO Y FLORIÁN CONOCIERON LA HISTORIA DE LA DUQUESA REMONDINA, Y DE CÓMO QUISIERON PARTICIPAR EN SU LOCURA

 

Ansí se partieron los dos buenos hermanos Lindoniso y Florián y sus compañeros de los castillos de los jayanes, habiendo fecho en ellos tan grandes fechos en armas como habéis oído; y por el camino iban fablando, ansí de lo que allí les aviniera, como de las otras aventuras que les habían acaecido; y la dueña les iba contando muchas de las aventuras de aquel reino, y entre otras les dijo una que les cayó en mucha gracia y los fizo reír de buen talante, la cual les contó en esta guisa que, yendo por su camino fablando en otras cosas, les dijo, tomándola primero mucha gana de reír.

—Decidme, buenos señores, por aventura, ¿habéis oído hablar de la aventura de la fermosa duquesa Remondina?

Y ellos dijeron que nunca tal cosa oyeran. Y ella estonces, no dejando de reír, les comenzó a contar su aventura d’esta manera:

Agora sabed, mis buenos señores, que en esta tierra hay una muy gran señora, doncella de muy alta guisa, que ha nombre la duquesa Remondina, la cual de muy niña heredó un gran estado que por fallecimiento de sus padres les sucedió, y con él la creció tanta locura y vanagloria que, con ser la más fea y disforme doncella que hay en este reino, cuida qu’es la más bella y apuesta de cuantas nacieron y ansí con este vano pensamiento, como con las grandes riquezas que posee, es tan grande la presunción y sandez que cuida que no hay en este reino ni aún en muchas partes del mundo caballero que la merezca; y juntamente con esto es tanta su inocencia que cuida que no hay caballero que la vea que luego no es vencido y ferido de sus amores; por lo cual y por emplearse según qu’ella piensa que merece, mandó establecer una costumbre qu’es una de las mejores aventuras que hay en este reino, y es que, junto a un castillo suyo, mandó guardar un paso a doce caballeros, los mejores qu’ella pudo fallar, así en su tierra como en todas estas partes, y con grandes dones que les dio les face defender una demanda, la más donosa del mundo, y es que a cualquier caballero que por ende pase, si es enamorado, ha de otorgar que la duquesa Remondina es más fermosa que su señora; o si no, ha se de combatir con sus caballeros; y a los que no son enamorados fáceles conocer qu’es la más fermosa doncella del mundo, y que no hay caballero que merezca su amor, si no fuere tal que venza en batalla a todos sus doce caballeros; y si dos caballeros vienen juntos, han se de probar con cada dos de los suyos; y si más van de dos, han de atender hasta ver la suma de sus caballeros porque no han de entrar de dos arriba en el fecho. Y d’esta guisa vienen muchos a se probar con los caballeros cada día y la duquesa siempre crece en su locura, cuidando que por el su amor venían a se combatir con sus caballeros, que son tales que fasta agora no han fallado quien los venza.

Mucho se folgaron los Caballeros Resplandecientes en oír tan fermosa y graciosa aventura y a todos tomó talante de se ir a probar en ella, y dijeron a la dueña si se rodeaba mucho para su camino yendo al castillo de la duquesa. Y ella dijo que no más de media jornada; y ellos que aquello oyeron, viendo que tan poco se podían detener, acordaron de ir por allí, y ansí caminaron aquel día y otros dos por donde la dueña les mostraba; y al cuarto día a hora de nona, [351] yendo por un pradal fueron a dar en un otero, del cual se parecía de la otra parte un fermoso castillo que estaba yuso en un fondo valle, asentado a la ribera de un río, y cerca d’él vieron una rica tienda armada, y mucha gente en torno; y a la puerta d’ella en un verde prado que ende estaba, vieron doce caballeros armados, y la dueña les dijo cómo era aquel castillo de la Duquesa Remondina, de lo cual todos folgaron mucho. Y como los dos buenos infantes Lindonisio y Florián tenían tanta codicia de ganar honra y probar las peligrosas aventuras, en especial aquella que’era en ofensa de sus señoras, rogaron a sus compañeros con mucha instancia que se la dejasen a ellos y que no les ayudasen contra los caballeros fasta que los viesen en necesidad; y ellos que vieron que con tanta voluntad se lo rogaran, folgaron de se lo otorgar por les hacer placer; y ansí bajaron fasta que llegaron a lo llano, y entre unos árboles pararon todos por el requesto; y Lindoniso y Florián enlazaron sus yelmos y, echando los escudos a los cuellos, con sus lanzas en las manos, solamente con la dueña que los acompañaba, se comenzaron acercar al castillo con muy fermoso continente; y por lo que la dueña les contara de la duquesa, con gran codicia que tenían de la ver se fueron facia la tienda que vos dijimos, donde cuidaron que la fallarían; y cuando cerca llegaron, fueron no menos alegres que maravillados de las cosas que vieron porque la tienda era muy rica, feEn este tiempo vino el día de San Juan; acabando los reyes e reinas de comer, cha toda de un brocado verde muy ricamente bordada y guarnida con muchos lazos de oro, y las cuerdas de la tienda eran todas de seda verde y había todas las alas alzadas por manera que se podía ver muy bien todo lo que dentro estaba, en manera de la cual vieron aquella, que de tan fermosa se preciaba, duquesa Remondina, sentada encima de un cadahalso [352] a manera de teatro, en una muy rica cuadra de oro, guarnida de muchas piedras preciosas; y ella estaba vestida de una ropa de seda azul, aforrada en tela de oro y acuchillada [353] la seda por extraña arte, sembradas por ellas muchas águilas de oro, y entr’ellas bordadas y puestas muchas piedras de gran valor; y tenía los sus pechos de fuera, que más eran negros que blancos, y sobre ellos un rico y ancho collar de oro de muchas piedras de inestimable valor. Y sabed qu’ella era asaz negra y había los labios muy grandes, y qu’ésos y las narices muy anchas y romas, y los ojos pequeños y bermejos, que ponía más espanto que codicia a quien la miraba; y los cabellos, que muy negros y crespos tenía, los tenía muy compuestos y entrezados [354] por detrás de las orejas, de las cuales le colgaban muy grandes y ricos zarcillos con piedras de gran valor; y sobre la cabeza tenía puesta una guirnalda de oro fecha como de hojas de parra y d’ella salían grandes racimos de aljófar [355] fechos a manera de uvas. Y en el teatro donde ella estaba había en torno muchas gradas por su orden cubiertas de paños de oro y de seda, y en ellas muchas dueñas y doncellas muy ricamente guarnidas, sentadas por su orden cada una según el merecimiento de su persona: estaban en las más altas gradas cerca de la duquesa, mas en lo alto no estaba sino ella sola; y muchas de aquellas doncellas tenían arpas y laudes y otros instrumentos en sus manos, con los cuales cantaban y tañían muy dulcemente. Pues con el aparato que oído habéis estaba aquella muy más que fermosa duquesa Remondina, a la cual con todas las otras cosas estuvieron los dos buenos hermanos una pieza. (Francisco de Enciso Zárate, Florambel de Lucea, tercera parte [mediados siglo XVI], cap. 19).

 

§ 65. DE CÓMO EL AMOR Y EL DESAMOR PUEDE CONVERTIRSE EN OBJETO DE BURLA Y DE ENTRETENIMIENTO, Y DE LOS TORMENTOS NOCTURNOS DE LA DONCELLA QUE SE QUEDÓ CON LEÓN FLOS DE TRACIA

 

Caminaron dos días sin que cosa les aviniese; a tercero vieron venir hacia sí cuatro caballeros; traían con ellos otras tantas doncellas hermosas, mayormente la una d’ellas, que en hermosura y desenvoltura excedía a las otras. Como se juntaron, la doncella hermosa que vido a León Flos tan hermoso y bien armado, díjole:

—Señor caballero, estas doncellas y yo venimos contra nuestra voluntad con estos caballeros; ha cuatro días que andamos en su compañía y, aunque al principio de su conocimiento, fue con nuestra voluntad, ahora no lo es. Y pues parecéis tales que no consentiréis que se nos haga fuerza, os pedimos que nos quitéis d’ellos.

—No parecéis forzadas, —dijo León Flos—, pues de vuestro grado venís con ellos.

—Sí somos, —dijeron todas—, que contra muestra voluntad nos traen.

—Señores, —dijo León Flos—, ya vedes lo que estas doncellas dicen, y atán buenos caballeros como parecéis, no os conviene hacerlo. Haréisnos merced las dejéis en su libertad para que se vayan donde quisieren, pues no hay razón que de otra manera estén en vuestra compañía.

—Las doncellas son nuestras, —dijeron los caballeros—, y las ganamos de buena guerra; y de su grado han venido con nosotros y no forzadas, que no somos tales que tal tengamos en costumbre.

—Nosotros lo creemos así, —dijeron León Flos y sus compañeros—, y si ellas quieren estar en vuestra compañía, nosotros lo ternemos por bien.

—No, señor, —respondieron ellas—; y si nos ganaron de otros, ya están satisfechos del trabajo que en él pasaron.

—Caballeros, —dijo León Flos—, las doncellas sean libres para que se vayan donde quisieren.

—¿Queréis vós alguna d’ellas?, —dijo el uno d’ellos.

—No, por cierto, —respondió él—, sino que se vayan a la buena ventura.

—Pues ahora veremos cómo las defendéis, —dijo aquel, que a mi grado no se partirá de mí esta doncella hermosa, que mucho me agrada.

—Menos tardaremos, —dijeron los caballeros—, en las libertar por las armas que por las palabras.

Tomaron del campo; a su voluntad arremeten los unos a los otros y ninguno herró su encuentro. Los caballeros de las doncellas los encontraron en los escudos, donde quebraron sus lanzas, y no los movieron de las sillas, pero ninguno de los otros no quedó en la suya, y dieron grandes caídas. El caballero de la más hermosa, que le encontró León Flos, hubo una espalda quebrada. No curaron más d’ellos y dijeron a las doncellas cómo eran libres para hacer su voluntad.

—La nuestra es, —dijeron ellas—, de nos ir con vosotros hasta hallar a unos caballeros en cuya demanda andamos.

—En buen hora, —dijo el marqués—, que también será en la nuestra apartarnos de vosotras cuando quisiéremos, como en la vuestra trocarnos por otros cuando os agradare.

—Dezid lo que quisiéredes, —dijo la doncella hermosa—, que yo por ninguna manera me apartaré de este caballero hermoso.

Señaló contra León Flos.

—En mal punto, —dijeron las otras—, escojáis vós, que siempre lo tenéis por costumbre.

—Ora no riñamos, —dijo ella—, que para cada una hay el suyo. Y todos parecen tales que no hay ninguna que no se contente con el que le cupiere, que éste no es casamiento de por fuerza, que apremia a nadie que resida en él, mas de por su voluntad.

Y así riendo siguieron por su carrera hasta que les tomó la noche en una floresta, donde les convino quedar, que no hallaron mejor lugar. Cenaron de lo que los escuderos traían, a los caballos quitaron los frenos para que comiesen de la yerba, quitáronse las armas y cada uno estuvo con su doncella, salvo León Flos que se quedó armado. La doncella hermosa se llegó juntó a él y, como vía el poco cuidado que d’ella tenía, estaba muy sañosa [y] metíale en algunas razones. Él le decía:

—Señora doncella, durmamos un poco, que tiempos habrá en la mañana para hablar.

Ella se llegaba a él y decíale que se quitase las armas como sus compañeros.

—No puedo, señora, —dijo él—, que esta noche me cabe la vela para que ellos duerman seguros, y ésta me cupo por suerte y por ninguna manera dejaré de hacerlo, que podría recrecerse cosa que gran daño les viniese por falta[r] yo lo que era a mi cargo.

De esto y de ver a sus compañeras con los otros caballeros, estaba muy penada y más de ver a León Flos el poco cuidado que con estar cerca d’él le daba su hermosura, y los grandes sospiros que sus pensamientos le causaban, que no era en su poder encubrirlos. Así pasó lo que de la noche quedaba; a la mañana tornaron a su carrera, hablando en lo que más les agradaba; creyendo la doncella que era concierto entre todos cuatro que durmiendo en el campo el uno d’ellos velase, esperaba la noche para gozar de León Flos, que por más hermoso de todos lo había escogido. Y llegaron a una posada de un buen hombre, que a los caballeros de aventura acogía; después de haber cenado, el huésped preguntó a una de las doncellas si acostumbraban dormir con los caballeros; ella dijo que sí y diéronles cuatro lechos. Cada una se fue con su caballero; y como León Flos vido a la doncella que junto al suyo le aguardaba, díjole:

—¿Qué atendéis, señora?

—Que nos acostemos, —dijo ella—, que ya es hora.

—No lo es para mí, —dijo él—, si hemos de dormir juntos.

—Pues, ¿también os cabe la vela esta noche como la pasada?, —dijo la doncella.

—Así entiendo que habrá de ser, —dijo León Flos—, pues estáis en camisa, que querréis gozar del lecho.

—¿Y vós no os acostaréis en él?, —dijo ella.

—No veo yo cómo, —respondió él—, pues habéis tomado posesión d’él.

—Harto lugar hay para ambos, —dijo ella.

—No me parece a mí que le daréis vós, —dijo él—, porque yo acostumbro dormir solo, y vós no lo querréis dejar.

—¡Mal me haga Dios, —dijo ella—, si solo vós en él dormís! ¡Si no que, pues vós no queréis que yo me huelgue esta noche sino dármela mala, que vós en el lecho solo no la tengáis buena!

—Ora, —dijo León Flos—, si con eso estáis contenta, yo lo tengo por bueno.

—Yo por malo, —dijo ella—, y ¡mal haya quién os escogió, que mi pago me habéis dado!

—Pues, señora, —dijo León Flos—, yo no quedo sin él, según la mala noche se me apareja; durmamos y no demos parte d’esto a ninguno.

—No dejaré yo, —dijo la doncella—, de publicar vuestras faltas, que bien creo que no son pocas, y por encubrirlas de mí, fingís mucha honestidad.

—Mejor es, señora, —dijo León Flos—, que calléis lo que conmigo pasáis, y no publicarme, pues de publicarlo, ganáis poco.

—Esto, —dijo riendo—, que pasáis vós conmigo, para que lo calle, —respondió ella—, no quiero, sino que todos como yo sepan quién sois, y que prometéis con vuestro gesto hermoso lo que niegan vuestras obras malas, y que no engañéis a nadie como hicistes a mí.

—No tenéis razón, señora, —dijo León Flos, no pudiendo encubrir la risa—, que yo no os rogué ninguna cosa para que os quejéis de mí, que, como yo conozco lo que en ese caso puedo, apartome de no tropezar en él por no dar muestra a todos de lo que no querría que supiese ninguno, a cuya causa os rogaba fuese secreto.

Y disimulando con ella, se echó encima de una arca donde burlando y mal durmiendo de lo que la doncella decía pasó la noche. A la mañana siguieron su camino; la doncella iba muy triste y medio llorosa, y más lo mostró cuando vido el buen contentamiento que las otras llevaban, y díjoles:

—No me puedo quejar de nadie sino de mí, que, si mal tengo, yo me lo escogí.

—¿Cómo es eso?, —dijeron las doncellas.

—Que tomé a este caballero, —dijo ella—, que él no lo debe ser, sino alguna doncella que anda en hábito disfrazado, según lo que d’él he conocido y visto.

León Flos dijo a los caballeros lo que con la doncella había pasado, de que rieron mucho d’ella, y díjole el marqués:

—¿Qué descontento tenéis de nuestro compañero, señora doncella?

—Téngolo tanto, —dijo ella—, que pluguiera a Dios que yo no dejara al que dejé por tomar al que no debiera, que por mí sola se podrá decir que quien bien tiene y mal escoge.

—Señora, —dijo León Flos—, no es eso lo que yo os había rogado, que fuese secreto lo que entre nosotros pasase.

—¿Y qué os debo yo a vós ni a vuestras obras, —dijo ella—, para que yo haga lo que vós queréis? Antes, por no hacerlo sino al contrario, os publicaré como a mal vino que vós no sois hombre ni tenéis muestra d’ello sino en venir armado, pues teniendo una doncella como yo a vuestra voluntad dos noches, la una dijistes que os cabía la vela para guardar vuestros compañeros, y la otra dormistes encima de una arca por no dormir en el lecho conmigo. Mirad si éstas son cosas para que yo las cele ni para que ninguno que lo sepa os tenga por hombre; ni yo os tengo por tal ni vós lo debéis de ser.

Y los caballeros reían mucho del enojo que la doncella mostraba y de la disimulación con que León Flos respondía, el cual le dijo:

—Señora, ya sabéis vós los inconvinientes que yo tuve en esas noches para apartarme de vós, pues queréis que todos lo entiendan; y lo que no se hizo en una, se podrá hacer en otra, que no están los hombres siempre en un ser sino que con el tiempo se mudan sus voluntades. No desconfiéis de mí, que presto vendrá la noche.

—Por cierto, en vós, —dijo ella—, terné yo poca confianza que a la noche no os faltará otra disculpa para encubrir vuestras faltas.

—Esas no creo yo que me las encubriréis mucho, según las que me habéis publicado, diciéndome que no soy hombre; pues si me conociésedes, de otra manera me juzgaríades.

—Por lo conocido me pesa, —dijo ella—, y pluguiera a Dios que nunca os hubiera visto, que no sé quien me engañó, sino que la afición es causa de muchos yerros, como lo fue del mío.

—No es yerro, señora, —respondió León Flos—, querer yo mirar por vuestra honra y guardarla, y defenderos de los que os hicieren fuerza.

—Denfendevos la vuestra, —dijo la doncella—, si alguna tenéis, y haréis harto, que la mía, andando con vós, yo fío que está bien defendida y guardada, que por miedo de no defenderme de alguno, creo que no habéis osado hacer ninguna cosa conmigo.

—En eso no tenéis razón, —dijo León Flos—, pues sois testigo de lo pasado.

—Ahí os esperaba, —respondió ella—, que bien cierta estaba que os habíades de loar de aquella nonada que hicistes. Yo tengo por cierto que al caballero que derribastes no le derribó vuestro esfuerzo sino su mucha flaqueza, con que él se cayó de su caballo.

D’esto rieron los caballeros de buena gana. Dijo el marqués:

—Señora, presto le habéis conocido.

—De una vuelta de ojo que yo doy, —dijo ella—, conozco quién es cada uno.

—Tomad de nosotros el que os agradare, —dijo el marqués—, y deja[d] el que escogistes, pues habéis conocido sus faltas, que de presto pocas cosas se aciertan, que más que hermosura han de tener los caballeros.

—Esa sinrazón, —dijo ella—, no haré yo a mis compañeras, que lo que no aprovecha para mí, poco fruto sacarán ellas.

—A mí vós, —dijo León Flos—, queredme para vuestro caballero, y tomad uno de estos mis compañeros por amigo.

—¡Qué gracioso sois vós!, —dijo ella—, para mi caballero no creo yo que lo sois ni lo seréis de ninguna; y cuando lo fuéredes, será de alguna que se engañe por la vista como yo hice.

—Ahora, señora, —dijo León Flos—, ya tenéis conocido para lo que soy y lo que valgo. Si no os contento, a mí me pesa d’ello; y la enmienda de lo que he faltado, yo la haré en lo que fuéredes servida.

—Esa no aguardaré yo de vós, —dijo la doncella—, y no quisiera sino saber vuestro nombre para publicar vuestros yerros y faltas por todo el mundo. Pero yo lo sabré para hacerlo.

Y diciendo esto, dio del azote a su palafrén y tornose por el camino que había venido. Las tres doncellas que la vieron ir, dijeron:

—Señores caballeros, perdonadnos, que por ninguna manera dejaremos ir sola a nuestra compañera, que ha mucho tiempo que andamos juntas, y lo que avino a ella pudiera avenir a una de nosotras.

—A Dios vades, —dijo Dinades—, que dado nos habéis causa para reír. Yo así lo haré cuando me acordare, que será por toda mi vida, que no es cuento este para olvidarle jamás.

Por esto que vieron en este caballero, sospecharon que tenía su amor puesto en parte que no quería mudarle, y que amaba con mucha lealtad. Y tratando de las burlas pasadas y en otras de presente, como todos eran caballeros que holgaban d’ellas, y como iban con mucho placer por el camino de Alejandría, caminaron algunos días. (Leo Flos de Tracia, ms. siglo XVI, cap. 35).