Confucio y el inicio de la filosofía china
El gran papel que la sociedad y el Estado han desempeñado siempre en la filosofía china puede tener también su causa, junto a otras razones que ya se han tratado de forma escueta, en el hecho de que la filosofía surgiese a partir de una situación política global que le dejó una impronta muy determinada. Aunque intentásemos concentrarnos en la mera historia del pensamiento con el fin de conseguir cierta brevedad en la exposición, no podríamos evitar dedicar algunas palabras a los antecedentes históricos a la hora de exponer los inicios de la filosofía china. De hecho, la fuerte motivación política del incipiente pensamiento chino está presente en todas partes, incluida su terminología.
El impulso para una nueva explicación racional del universo y del entorno lo aportó la progresiva disolución de la imagen armónica del mundo de la época Shang, que antiguamente había aglutinado en una unidad la esfera del Aquí y el Ahora, así como la esfera de los espíritus de los muertos y de los de la naturaleza, en la figura central del rey y de los sacerdotes y chamanes que aparecían como sus ayudantes. Esta disolución no comenzó con la suplantación de la dinastía Shang por la dinastía Zhou a finales del segundo milenio antes de Cristo —a pesar de que ya en esa época puede constatarse el inicio de una conciencia distanciada—, aunque sí con la pérdida del poder efectivo de los Zhou en torno a 770 a. C., después de que tribus bárbaras incursionaran en los dominios que estos soberanos poseían en el oeste. Hasta entonces, el imperio de los Zhou se había regido por las reglas del feudalismo familiar, es decir, distribuían los territorios no administrados directamente por ellos entre familiares o familias aliadas que les pagaban tributo. Sin embargo, después de perder su territorio de origen y tener que encontrar refugio como fugitivos apátridas en un pequeño feudo al este del imperio, se produjo una situación particularmente inoportuna que, con el paso del tiempo, condujo no sólo a una crisis política, sino también a una crisis espiritual: la pérdida del poder no tuvo como consecuencia, como en el caso del declive de los Shang, la fundación de una nueva dinastía, sino una situación de punto muerto en la cual los señores feudales más poderosos, que habrían podido reivindicar el título de nuevo soberano, se perjudicaron entre sí. Lo único que fueron capaces de imponer fue el hecho de erigirse sucesivamente como «protectores del imperio» (en chino, bawang, «reyes poderosos») y como tales garantizar la continuidad de la impotente casa real Zhou, que pronto estaría únicamente en condiciones de desempeñar una función cultual —en particular, la ejecución de los sacrificios celestes. De esta manera, desde la cúspide se produjo una peculiar escisión de la imagen global del mundo: por una parte, se encontraba una dinastía sin poder, con una legitimación persistente pero deteriorada; por otra parte, existía una serie de diferentes gobernantes sin legitimación, aunque dotados de suficiente poder como para asumir el gobierno del país, cuando menos a corto plazo. Por causa de esta constelación esquizofrénica se vieron seriamente dañadas tanto la legitimación del poder como la del culto, que anteriormente se habían apoyado mutuamente: el culto se convirtió en una farsa y el poder en un puro dominio por la fuerza. De este modo, ambas demandaban una nueva y perentoria legitimación.
Esta situación insostenible, que, sin embargo, se prolongó durante más de medio milenio, creó también externamente las condiciones previas para una vida espiritual caótica, aunque más intensa que nunca antes y que convirtió el periodo entre el siglo v y el iii a. C. en la «era de los filósofos». Las luchas cada vez más violentas entre los antiguos príncipes feudales Zhou condujeron, por una parte, a una progresiva supresión de los principados particulares y, con ello, a la emancipación de numerosos nobles desarraigados que se desplazaron ahora de una Corte a otra; por otra parte, provocaron un mayor interés de los príncipes que aún quedaban para obtener consejos que les permitiesen conquistar la soberanía de todo el imperio, con la que todos soñaban en secreto de una u otra manera. Confucio (551-479 a. C.), que procedía de una familia de la baja nobleza de un pequeño estado devenido insignificante llamado Lu (en el actual sudoeste de Shandong), formó parte, asimismo, de este círculo de personas fluctuantes, formado (como ya se ha indicado) no sólo por nobles empobrecidos y en modo alguno sólo por intelectuales, sino, en buena parte, también por guerreros que se habían quedado sin patria y por otras gentes mucho menos honorables.
Si se considera la doctrina de Confucio (del «maestro Kong») en su conjunto, resulta, sin duda, difícil descubrir en ella, a primera vista, algo tan extraordinario que nos permita comprender su asombrosa influencia durante más de dos milenios. Y esto es así tanto en términos absolutos como en comparación con otras doctrinas que comenzaron a aparecer poco después y que, en muchos casos, ofrecieron una imagen más definida. En principio, tampoco el hecho de que Confucio fuese el «primer» filósofo chino nos aclara mucho las cosas, pues pueden señalarse vestigios de pensamiento filosófico anteriores a él; su «primogenitura» se apoyaría sencillamente en su éxito, que él mismo no conoció en vida, pero del que sentó las bases a largo plazo. En todo caso, se trata del primer filósofo chino que consiguió fundar una escuela e inspirar a una cadena de seguidores que transmitiesen su nombre y sus pensamientos.
Bajo una consideración más exacta, el misterio de este éxito comporta rasgos paradójicos: por una parte, este misterio se apoyó en la clara indefinición de la doctrina o, dicho de forma más exacta, en que las sentencias de Confucio, a pesar de (o debido a) su concisión, se sostenían de un modo tan genérico, que dejaban espacio para las más diversas interpretaciones; pero el misterio del éxito radicaría aún más en que Confucio no se consideró a sí mismo expresamente un heraldo de nuevas verdades, sino un simple transmisor y renovador de verdades antiquísimas. Como muchos otros reformadores, al remitirse en cierta medida al pasado, proporcionó a su programa una dimensión histórica más profunda y una legitimación difícilmente atacable. Esta apreciación de sí mismo como «reformador» en el sentido propio del término —es decir, como una persona que sólo quiere que se tome de nuevo conciencia de lo que yace enterrado— se manifiesta en diversas citas de Confucio:
Describir y no obrar [uno mismo], ser fiel y amar la antigüedad, en esto me atrevo a compararme con antiguos [héroes como] Peng.3
No soy alguien nacido con sabiduría, sino que me limito a amar la antigüedad y me esfuerzo seriamente por emularla.4
Esta «antigüedad» que él procuraba emular y reavivar no ha de entenderse, sin embargo, de manera general, sino como algo definido con precisión en el tiempo. Se refiere a la primera fase de la dinastía Zhou, entre 1050 y 770 a. C. aproximadamente, cuando el ejercicio del poder y del culto no se había escindido aún en dos mitades dentro de la política. Resulta significativo que, entre los soberanos de esta primera época Zhou, la figura ideal para Confucio no fuese un rey ordinario, sino el «conde de Zhou» (Zhou gong), quien, a modo de regente o consejero, había apoyado en su actividad de gobierno al joven rey fundador de la dinastía. «Según mi parecer todo va cada vez peor —parece que Confucio manifestó una vez—; desde hace mucho tiempo no he visto en sueños al conde de Zhou.»5
Existen diversos indicios de que el propio Confucio se identificó con este rey sin corona (en chino, suwang, «rey sabio» o «puro») y de que con él asociaba su esperanza de llegar a ser una «eminencia» detrás de un nuevo soberano fundador, al igual que lo fue el duque de Zhou. En la época posterior a Confucio se manifestó, en todo caso, una tradición que sostenía que de forma periódica, cada 500 años, aparecería en el imperio un rey espiritual, un renovador espiritual —del mismo modo que Confucio sucedió al conde Zhou después de medio milenio—, y no debe extrañar que ya en vida de Confucio existiera esta tradición. De todas formas, a partir de sus muchas sentencias puede inferirse que él, a pesar de su modesto repliegue a una voluntaria condición de epígono, estaba convencido de su misión en la historia universal. Esto puede observarse con mayor claridad cuando, en ocasiones, comenzaba a dudar de la viabilidad de dicha misión, prorrumpía en quejas y manifiestaba sus esperanzas.
Esta peculiar apreciación dual de sí mismo es probablemente también la responsable de que, incluso a los ojos de su propia escuela, Confucio aparezca más como un copista de escritos antiguos que como un autor de los suyos propios. Así, se cree que fue él en particular quien dotó de su forma definitiva a los Clásicos que hemos descrito brevemente. Entre éstos se encontraban, como obra que él consideraba la más importante, los Anales de las primaveras y otoños de su estado natal Lu, en los que, mediante una dicción particular, habría introducido su juicio personal sobre acontecimientos históricos, como, por ejemplo, en el caso de la muerte violenta de un príncipe, interpretándola como un «asesinato» o como una «ejecución» de acuerdo con la inocencia o la culpabilidad del difunto. De la doctrina de Confucio propiamente dicha sólo tenemos conocimiento a través de los escritos de sus discípulos, que nos han llegado en una recopilación (en distintas redacciones, de las cuales se impuso la de Zengzi). Esta obra lleva con todo derecho el título de Analectas (Lunyu), pues en ella encontramos, en efecto, y de manera casi exclusiva, sentencias epigramáticas del maestro, surgidas en su mayoría por la pregunta de un discípulo. Por lo general, a nosotros nos parecen bastante rígidas, lo que, por una parte, se debe a su estilo arcaico, y, por la otra, a que conceptos que aparentemente eran conocidos por todos se definiesen una y otra vez, se situasen unos frente a otros o se reuniesen en grupos. En consecuencia, no se creó algo realmente nuevo, sino que sólo se hizo un inventario de lo mismo. A partir de viejos escombros se construyó una nueva estructura del orden, un nuevo orden que, por supuesto, se ofrece como auténtico y originario.
Aquí radica la gran valoración del «aprendizaje» y del «estudio» (xue), típica desde entonces en el confucianismo, un «aprendizaje» que ocupe expresamente un lugar junto al «pensar» (si), como equivalente de éste. «Aprender sin pensar carece de sentido —dice uno de los epigramas pronunciados por Confucio—, pero pensar sin aprender es peligroso.»6 Y a partir de su propia experiencia añadía:
Con frecuencia no he comido en todo el día ni dormido en toda la noche con el único fin de pensar. De nada sirvió. Porque, en efecto, es mejor aprender.7
Hasta qué punto esta actitud hace referencia a una relación práctica con la vida, es decir, con la idea de que «pensar» puede derivar con facilidad en algo puramente especulativo se pone de manifiesto en una observación que Confucio hizo cuando le explicaron que un viejo sabio reflexionaba siempre tres veces antes de hacer algo: «Si hubiera reflexionado dos veces, también habría estado bien»,8 respondió de forma lacónica. Esta proximidad a la praxis pudo contribuir al éxito de la doctrina confuciana. Primero había que llevar las teorías a los hechos, antes de convertirlas en una norma que los demás debían seguir, dijo Confucio en otro lugar. Y en la misma dirección va esta sentencia peculiar, difícil de resolver y precisamente por ese motivo interesante:
El que sabe se alegra con el agua; el humano, con la montaña. El que sabe está en movimiento, el humano está en reposo. El que sabe tiene alegría, el humano tiene larga vida.9
Con el término «humanidad» (ren), que en este texto (de forma personalizada) se contrapone al «saber» (zhi), se enuncia el concepto central bajo el cual pueden clasificarse todos los demás ideales confucianos. La palabra es, en su origen, idéntica al término «ser humano» (ren) y en la escritura se diferenció también, en cierto sentido, tarde como concepto abstracto del concepto concreto de «ser humano» (el signo de la inscripción Zhou pasa a ser ). En la época preconfuciana (por ejemplo, en el Yijing), significaba «amable», «filantrópico». Pero en Confucio adquiere de pronto una importancia extraordinaria; si en algún punto podemos advertir una aportación suya verdaderamente original, ese punto es éste. No obstante, resulta evidente que el descubrimiento de la «humanidad» no fue un fenómeno aislado, sino el resultado de una nueva imagen del ser humano —o, mejor, de la primera concepción real de una imagen genuina del ser humano.
Hasta el inicio de la época Zhou, el ser humano, como hemos visto, no estaba claramente delimitado en su esencia, ni con respecto al ámbito de los muertos, ni a la naturaleza, ambos representados por espíritus. El soberano, como representante de la humanidad en su conjunto, tenía una relación sumamente estrecha con los dos ámbitos, y en ambos desempeñaba una función importante. Sin embargo, cuando el culto se disoció del gobierno efectivo, la atención se focalizó en cierta medida sobre el mundo real: el ser humano ya no se consideró un ente más entre los innumerables seres concebidos de forma antropomorfa y dotados de espíritu; poco a poco fue surgiendo el reconocimiento de que el ser humano ocupaba en el mundo una posición excepcional y muy destacada. Este reconocimiento le otorgaba de improviso una mayor dignidad y una gran responsabilidad, no sólo a él, sino también al mundo entero que lo rodeaba. De hecho, se produjo algo semejante a un giro copernicano en sentido inverso: si hasta entonces el pensamiento de los seres humanos había girado en gran medida en torno a los espíritus de los antepasados y de la naturaleza, en la nueva concepción todo giraba alrededor del ser humano. Quizá no fue Confucio el auténtico «descubridor» de este pensamiento (pues pueden encontrarse planteamientos, en este sentido, en obras anteriores, como el Shujing), pero sí su más autorizado defensor. El distanciamiento consciente con respecto al mundo de los espíritus se pone de manifiesto en muchos pasajes de las Analectas, pero quizá sea en este fragmento donde aparece de forma más clara:
El discípulo Jilu (es decir, Zilu) preguntó por [la esencia] del servicio a los espíritus y los dioses (gui shen). El maestro respondió: «Si uno no puede aún servir a los hombres, ¿cómo podría servir a los espíritus?». [Y como Jilu repuso:] «¿Puedo entonces preguntar por [la esencia] de la muerte?», el maestro contestó: «Si uno no conoce aún la vida, ¿cómo habría de conocer la muerte?».10
En Confucio, «humanismo» e «ilustración» fueron, pues, de la mano.Su renuncia al mundo de los espíritus elevaba al ser humano —en principio, a todo ser humano— y lo dotaba de una nobleza natural, aunque sólo en la medida en que aquél se comportase de un modo realmente conforme a las reglas de «humanidad». Este razonamiento puede inferirse del cambio de significado en el seno del confucianismo de la palabra «hijo de príncipe» (junzi). En realidad, este concepto designó en su origen únicamente a los nobles, pero en Confucio adquirió el significado de «noble» en sentido ético (comparable a la expresión gentleman); su concepto contrario era «persona pequeña» (xiao ren), que en su origen y, de manera análoga, había designado al plebeyo. En innumerables sentencias, Confucio contrapuso la conducta del «noble» a la de la «persona pequeña», aportando así una definición totalmente nueva. Un capítulo de las Analectas, que de manera excepcional no contiene ninguna conversación, describe con sencillez la supuesta conducta del propio Confucio en la vida diaria, una conducta que, al mismo tiempo, puede reconocerse fácilmente como la ideal del «noble». Tras ello no se oculta nada más que un nuevo indicio de la inherente pretensión al trono que Confucio parecía tener en virtud de su intachable puesta en práctica de la «humanidad».
La nobleza, a la que todo individuo podía sentirse encumbrado gracias a su mera naturaleza humana, exigía, a su vez, una redefinición de la aristocracia realmente establecida y, en definitiva, de la monarquía. La legitimación puramente carismática, que al inicio no requería mayores especificaciones, que estaba sujeta únicamente al «mandato del cielo» y que muy al comienzo quizá consistió en una especie de «gracia divina», no podía sostenerse ya bajo estas nuevas condiciones. Con anterioridad a Confucio, aunque con él de manera cada vez más decidida, se impuso el punto de vista de que el mandato divino del soberano estaba ligado a determinadas cualidades morales, es decir, que, de forma ideal, el mejor en el sentido moral era al mismo tiempo el rey elegido (o mejor quizá, favorecido espontáneamente) por el «cielo». Hubieron de transcurrir, por lo demás, algunos siglos antes de que esta concepción confuciana se impusiera por completo en China; en el periodo subsiguiente experimentaría todavía las transformaciones más diversas. En principio, perduró hasta la época moderna y ejerció incluso un profundo impacto en los representantes de la Ilustración europea, sobre todo en Francia, donde desde el siglo xvii se tuvo conocimiento del confucianismo a través de los misioneros jesuitas. El distanciamiento con respecto a la fe sobrenatural y la orientación hacia el humanismo los indujo a ver en Confucio al más aclamado testigo de sus propios ideales.
Igual de característicos que los rasgos descritos, que en cierto sentido podemos considerar progresistas, fueron los rasgos conservadores de Confucio, con los que precisamente se dio a conocer como re-novador. Y son éstos los que se han establecido como particularmente típicos del confucianismo. En definitiva, todos ellos pueden reducirse a un principio fundamental: no desarticular las antiguas estructuras del orden, que estrictamente hablando, se habían tornado obsoletas por causa de las nuevas ideas, sino más bien mantenerlas intactas en la medida de lo posible. O bien había que dotar dichas estructuras de un sentido nuevo (que se presentaba como su sentido «originario»), o debían preservarse en virtud de su edificante belleza per se.
Esta tendencia se muestra ya en el «relleno» que se hizo del concepto genérico de «humanidad» mediante un diversificado catálogo de virtudes. Éste no presenta características igualitarias —como quizá podría creerse en referencia a un concepto de humanidad de resonancias democráticas—, sino absolutamente jerárquicas. Esto se percibe de modo más evidente en el concepto de amor, descompuesto en componentes individuales; este concepto es el más importante para la «humanidad» (a menudo traducido sencillamente como «amor al ser humano»). Como punto de partida y también clave se enuncia la «piedad filial» (xiao), la cual (aunque Confucio no lo mencionó en ninguna parte y sólo mucho más tarde se planteó como problema) es una conquista humana particular precisamente por estar en oposición a los logros otorgados por naturaleza. También las restantes formas de amor, el amor al hermano mayor (ti), la lealtad al príncipe (zhong) y la correspondiente preocupación de éste por sus súbditos (shu) tienen el mismo carácter relativo a la posición social (de manera predominante, orientadas desde abajo hacia arriba). Por consiguiente, la jerarquía tradicional no se atenuó ni mucho menos se suprimió, sino que únicamente se fundamentó de manera distinta, a saber, sobre la ética y, por tanto, sobre una base mucho más vulnerable. Es curioso que la falta de sinceridad oculta en este enfoque, que el confucianismo habría de padecer durante toda su vida, no fue reconocida de antemano por sus propios seguidores. Lo cierto es que, por un lado, del acervo del concepto de humanidad formaban parte también las virtudes como «fiabilidad» o «sinceridad» (xin), «franqueza» u «honradez» (zhi; el signo antiguo muestra un ojo y una raya recta ), y, según parece, Confucio daba también gran valor a la rectificación de los nombres (zheng ming). Así, se cuenta que en una ocasión se quejó de que una determinada vasija de bronce llamada gu (*kwo) se pronunciase todavía igual que «calabaza», gua (*kwå) [de la cual dicha vasija proviene etimológicamente] y de que además, en la escritura, apareciese como combinación de los pictogramas empleados para «calabaza» y «cuerno (de beber)» (como si nosotros nos quejásemos hoy de que al lápiz se le siga llamando «lápiz» aunque, la mina ya no es de plomo).* Por otra parte, sin embargo, en las Analectas se halla una anécdota que arroja una luz significativa sobre la ética confuciana y que en la China moderna se menciona con preferencia en contra del confucianismo en su conjunto:
El príncipe de She dijo a Confucio: «En nuestra tierra hay hombres muy honrados (zhi). Si el padre le ha robado a alguien un cordero, el hijo testimonia [en su contra]». Y entonces dijo Confucio: «En nuestra tierra los honrados son de otra manera. El padre encubre al hijo, el hijo encubre al padre. Ahí radica su honradez.»11
El amor a la verdad —y con él, expresado de forma algo exagerada, la verdad misma— tenía que retroceder, por tanto, frente a otros valores, como el amor a los padres. Y lo mismo ocurrió en lo relativo a ciertos rituales de antigua tradición que hundían sus raíces en la imagen prehumanista del mundo que el propio Confucio puso todo su empeño en desintegrar. Muy oportuna es, en este caso, otra anécdota de las Analectas, en la que casualmente también interviene un cordero:
[El discípulo] Zigong quería suprimir el sacrificio de un cordero durante la ceremonia que proclamaba el inicio del mes. Dijo entonces Confucio: «Mi querido Si [es decir, Zigong], tú lo lamentas por el cordero, yo lo lamento por el ritual.12
La actitud prudente y esquiva antes que realmente ilustrada, adoptada por Confucio con respecto al mundo de los dioses, los espíritus y los muertos tuvo su causa, sin duda, en este «lamentarse» y en las ceremonias relacionadas con el mismo. En otra ocasión parece que Confucio, al examinar el proverbio «El sacrificio es lo mismo que la existencia», así como la interpretación de su uso: «El sacrificio a los dioses es lo mismo que la existencia de los dioses», dijo corrigiendo: «Si nosotros [mismos] no estamos presentes en el sacrificio, es como si el sacrificio no existiese».13 También en este caso se trataba de salvar el ritual en cuanto tal, aunque desplazando su significado desde el ámbito sobrenatural al puramente humano.
Esta singular actitud, la cual, vista desde fuera, supone de nuevo cierta falta de sinceridad en su intento de mantener un sistema ritual completamente vacío de sentido, no se basa sólo en motivos nostálgicos o estéticos. Al parecer, está asociada más bien a la convicción de que en el rito, en su sentido más amplio —empezando por las buenas maneras a la hora de comer y extendiéndose hasta el culto divino, el cual, en el fondo, no precisa en absoluto la existencia de un dios—, se trata de algo más que de lo puramente externo. Por utilizar una imagen de este punto de vista, el comportamiento no es el atuendo, sino la piel del ser humano, sin la cual no puede vivir y que, por supuesto, puede también influir en su cuerpo. Seguramente, la convicción de que todo tipo de educación y formación tendría que ir tanto desde fuera hacia dentro como desde dentro hacia fuera no fue defendida exclusivamente por el confucianismo, sino también por muchos otros filósofos chinos (y seguramente también por otros de fuera de China). Pero quizá en ninguna otra cosmovisión haya desempeñado un papel tan sobresaliente. El ceremonial mediante palabras y gestos pudo independizarse y llevar su propia vida durante un tiempo prolongado, manteniéndose, sin embargo, indisolublemente unido a una determinada actitud interior fundamental, ya se tratase de cuestiones de etiqueta, tras las cuales se ponía en peligro en no pocas ocasiones el propio «rostro», ya de las costumbres del luto, las cuales dieron continuidad del modo más inmediato a liturgias originariamente religiosas y que quizá por eso ocuparon una posición central dentro de la compleja variedad de los rituales chinos. Para Europa parece que esta China confuciana determinada hasta ese punto por la etiqueta —y en un principio sólo se conocía esta China «oficial»— fue de igual manera motivo de admiración y de diversión: las personas se entusiasmaban con aquel orden modélico y se divertían con ese amaneramiento propio de marionetas, aun cuando —o precisamente porque— el rococó, el estilo que con mayor intensidad se ocupó de China, comprendió muy bien el sentido del ceremonial. En la propia China, los taoístas no han dejado nunca de burlarse de los confucianos por causa de un ritual en el que los cuerpos avanzan a pasitos cortos y actúan como autómatas. Pero no puede pasarse por alto el hecho de que el confucianismo debía en buena medida su increíble capacidad vital a este énfasis puesto en el ritual. Ciertos rituales que habían perdido ya su sentido original cuando Confucio comenzó a preservarlos no podían, dicho a grandes rasgos, perder ya su sentido, pues sencillamente lo portaban consigo. Estos ritos fueron quizá desde el principio cáscaras secas, pero unas cáscaras que, sin embargo, proporcionaron cierta orientación y que, en algunas ocasiones, con sorprendente constancia, pudieron convertirse en puntos de cristalización de nuevas estructuras. Y no es seguro en modo alguno que la doctrina de Confucio, cuya muerte se ha anunciado de manera tan reiterada en los últimos cien años, haya, en efecto, muerto definitivamente.