Capítulo IV

Mo Di y sus seguidores

Amor y parquedad

Una de las características principales de la doctrina de Confucio fue, como hemos visto, su equilibrio y moderación, la evitación de cualquier extremo. Puesto que con ella comenzó la filosofía china, no puede decirse realmente que esta doctrina intentase neutralizar las contradicciones existentes en el pensamiento de su tiempo. La filosofía china nació de hecho, con Confucio desde una posición basada en el término medio. Sin embargo, con ello suscitó reacciones cuyo enfoque era mucho más radical. En la medida en que se agruparon frente al confucianismo —y hasta cierto punto todas tuvieron que hacerlo, por haber establecido aquél un sistema de tesis fundamentales—, no le reprocharon tanto que defendiese opiniones del todo equivocadas, como el hecho de no ser del todo consecuente. Por detrás de su mesura vislumbraron cierta mezquindad que, desde el punto de vista de la teoría, es algo ciertamente inherente al confucianismo. Desde el punto de vista de la vida práctica, los confucianos procuraron, como es lógico, refutar este reproche condenando como falsos los conceptos radicales, ya que éstos, por su radicalidad, no podían en definitiva ponerse en práctica.

El primer pensador que surgió como opositor al confucianismo se sintió escandalizado por la moderación del concepto de amor confuciano. Se trató del filósofo Mo Di (¿479?-381 a. C.), no descubierto del todo en China hasta mediados del siglo xix y que, al principio, los misioneros cristianos tomaron por una especie de «proto-cristo» y más tarde los chinos progresistas por un proto-socialista. Estos últimos construyeron incluso, a partir de su apellido Mo («tinta china» o «color negro»), la interesante hipótesis de que Mo Di fuese un esclavo tatuado como condena por haber cometido un delito o por acumular deudas (de forma que su nombre tendría que interpretarse en propiedad como «Di, el tatuado»); sólo así podría entenderse la peculiaridad de su doctrina.

De hecho, Mo Di lo tiene todo menos el enfoque aristocrático de Confucio y el ideal de «nobleza» moral de éste, propio de un gentleman. En busca de testigos solventes en favor de su doctrina, Mo Di recurrió también a la antigüedad, aunque no a la antigüedad, en cierto modo, «intermedia» de la temprana época Zhou, como hizo Confucio, sino a la antigüedad más remota (y, por ello, en realidad sólo legendaria), en la cual la cultura habría sido creada por «santos». Sobre esta tabula rasa, Mo Di pudo construir sus pensamientos libre de trabas y (gracias a la aureola del tiempo primigenio que supuestamente había tomado por modelo) de un modo bastante indiscutible. No era necesario tomar en consideración instituciones heredadas cualesquiera, ni las estructuras familiares patriarcales, ni una monarquía hereditaria (derivada de lo anterior), ni un sistema ritual, por mencionar los tres parámetros estándar más importantes para el confucianismo. Mo Di tampoco necesitaba retroceder en el tiempo hasta la época de un «duque de Zhou», como Confucio, que intentó recomponer de nuevo una cultura desvencijada. Mo Di se veía más bien a sí mismo en la situación de los santos que, en su opinión, crearon, al inicio, la cultura conforme a puntos de vista puramente racionales o, como en el caso de Mo Di, tuvieron que restablecerla en su racionalidad.

El gran descubrimiento de Mo Di fue el concepto de «amor que todo lo abarca» (jian ai), el cual domina toda su doctrina, al igual que la idea de «humanidad» domina la doctrina de Confucio. En contraposición al concepto de amor en diferentes estratos, de Confucio, que de manera característica ni siquiera cuenta con un término único para designar el «amor» (siempre que «humanidad», ren, no se traduzca de modo equivocado como «amor» ), el amor de Mo Di no surgiría de la «piedad filial» (xiao) ni estaría estructurado en modo alguno a través de la familia. Mientras que los confucianos (como expusieron a menudo en discusiones posteriores) consideraban el amor al ser humano como una especie de árbol que brota del amor filial a los padres y que, al crecer, incluía poco a poco ámbitos cada vez más amplios de la humanidad —a los familiares más lejanos, los habitantes del pueblo natal, los miembros del propio país y, por último, los miembros de todos los demás países e incluso de las tierras bárbaras—, Mo Di veía ya en esta jerarquía una perversión del sentimiento de amor originario, dirigido desde un principio a todos los seres humanos. Y es que, en el fondo, el amor que supuestamente ha brotado del amor a los propios padres no es más, cuando se indaga un poco en su raíz, que puro amor propio.

Si [a la inversa] se pudiese llevar a todos los seres humanos del mundo a unirse en el amor que todo lo abarca y a amar a los demás como a sí mismos, ¿mostrarían entonces una actitud sin piedad? [...] Si uno respetase a su hijo, a su hermano pequeño o a sus súbditos como se respeta a sí mismo, ¿seguiría siendo inclemente con ellos?… Si se cuidara la casa de los demás como la propia, ¿quién seguiría robando? Y si se equiparase a las personas extrañas con el propio yo, ¿quién cometería actos de violencia? [...] Por consiguiente, si todos en el mundo se amaran entre sí, si los estados no combatieran unos con otros, si dejaran de existir ladrones y bandidos, si príncipes y súbditos, padres e hijos mostrasen amor y afecto mutuo, entonces ¡todo el mundo estaría en paz y en orden por fin!14

No es de extrañar que los misioneros cristianos se entusiasmasen con un discurso que parecía describir formalmente el amor cristiano al prójimo. De todos modos, también observaron que este concepto del amor, pese a su semejanza, carecía de la «poesía y la calidez» propias del amor cristiano. Si bien tras esta observación se escondía también, aunque no sólo, cierto chovinismo cristiano occidental, contenía, no obstante, algo de verdad. El fundamento del «amor que todo lo abarca» por parte de Mo Di resulta ser utilitarista y, por tanto, bastante árido: en su opinión (es decir, según la de los santos antiguos que él aspiraba a emular), dicho amor es sencillamente el mejor fundamento para la convivencia de todos los seres humanos. En el resto de sus máximas, Mo Di partió siempre de consideraciones utilitarias y, en consecuencia, ubicó también la palabra «utilidad» (li) en el centro de su doctrina. No obstante, su concepto de «amor que todo lo abarca» no debe reducirse categóricamente, como sucede casi siempre, a su concepto de «utilidad»; la totalidad posee también, a su vez, un sentido claro. El concepto ai, «amor», que en el confucianismo no tiene ningún valor ético, comprende no sólo el «amor» en sentido erótico, sino también, lo cual es decisivo a este respecto, el «amor» en el sentido de «tratar algo con parquedad», «con prudencia» e incluso «con cierta tacañería». A través de este significado doble, que también incluye la «utilidad», podemos captar el punto medular de la doctrina de Mo Di.

Contra la guerra y el ritual

La íntima relación entre amor y parquedad en Mo Di aparece expresada con mayor claridad en sus escritos contra la guerra, como consecuencia del concepto de «amor que todo lo abarca», y que forman parte de los argumentos más contundentes jamás redactados en favor del pacifismo. De estos escritos existen diferentes versiones que argumentan en la misma dirección, aunque con razonamientos distintos, y de las cuales, la primera nos parece claramente prioritaria y la segunda secundaria, aunque ambas son importantes en igual medida para Mo Di. En la primera versión, se lee por ejemplo:

Si alguien penetra en el huerto de frutas o verduras de otra persona y le roba melocotones y ciruelas, la gente lo condena cuando se da cuenta y la autoridad lo castiga cuando lo detiene. ¿Por qué? Porque ha hecho daño a otra persona para su propio provecho […] Si alguien se deja llevar hasta el punto de matar a un inocente, apropiarse de sus vestidos y sus pieles, y apoderarse de su lanza y de su espada, entonces su iniquidad es todavía mayor […] y el castigo tiene que ser, en consonancia, más duro […] Pero cuando las cosas se hacen a lo grande y se ataca un estado, entonces ya no se profiere una condena, sino que, por el contrario, las personas se desviven en alabanzas y al acto se denomina justicia. ¿Puede hablarse aún de lo justo y lo injusto? [...] Si alguien que ve algo negro lo llama blanco, entonces supondremos que no conoce en absoluto la diferencia entre negro y blanco […] Y si alguien reconoce una pequeña injusticia y la condena, pero no reconoce la injusticia grande como hacer la guerra a un Estado, ¿podemos seguir sosteniendo que de algún modo conoce la diferencia entre lo justo y lo injusto? Vemos, pues, que los [llamados] «nobles» del imperio han perdido la capacidad de discernir entre lo justo y lo injusto.15

En cambio, en la segunda versión, bastante menos atractiva para nosotros, se dice entre otras cosas:

Calculemos todo lo que requiere un ejército: flechas de bambú, pendones, estandartes, tiendas, corazas y escudos, ¡cosas que [al final] se tiran aquí y allá, se roban, rompen y dilapidan en cantidades innúmeras y desaparecen para siempre! A ello se añaden lanzas, alabardas, jabalinas, espadas y carros de combate, que en grandes cantidades salen, se despedazan y destrozan y no se recuperan nunca. Se requisan caballos y bueyes bien cebados y vuelven demacrados, si es que no mueren en cantidad infinita y no retornan jamás… Numerosos ejércitos pierden la mayor parte de sus hombres y muchísimos son aniquilados por completo. También es grande el número de espíritus a cuyos devotos se mata. ¿Qué se propone el gobierno que priva así al pueblo de lo más necesario y le desprovee de todos los beneficios? Y el gobierno responde: «Aspiramos a la gloria de la victoria y queremos obtener beneficios. Por eso obramos así». Pero el maestro Mo Di replica: «Lo que se conquista, de ello no se hace uso; y lo que se obtiene, no vale tanto como lo que se pierde».16

En la primera serie de argumentos, el aspecto ético del «amor que todo lo abarca» ocupa inequívocamente el primer plano; en la segunda, el aspecto utilitarista; pero sólo las dos juntas suponen para Mo Di la prueba definitiva de su planteamiento. Hasta qué punto Mo Di, incluso más que Confucio, tenía presente el lado práctico de su propuesta pacifista; esto se infiere del hecho, a primera vista algo irritante, de que en sus escritos se encuentran extensos capítulos dedicados a la técnica militar defensiva (indicaciones sobre la construcción de murallas, la defensa frente a carros de asalto, las escalas o los túneles para el avance, etcétera). Su idea en este empeño belicista era desarrollar la capacidad de la técnica defensiva de manera que toda guerra se convirtiese para el atacante en una empresa sin esperanza (una tentativa que, como hemos de constatar con pesadumbre, resulta de antemano utópica). De todos modos, Mo Di se convirtió en el primer erudito de China que, a pesar de su insistencia paralela en los valores humanistas, incluyó en su sistema elementos de las ciencias naturales y, al mismo tiempo, concedió de manera determinante gran valor al trabajo.

Esta cercanía a la práctica, si se quiere, utilitarista de Mo Di se halla en clara oposición con el sistema de valores confuciano que se reflejaba en gran medida en su énfasis en el ritual. Por ello, es lógico, en cierto sentido que Mo Di formase un frente decidido contra el ritual, sobre todo por razones económicas. Con una severidad que parece puritana, se desata en improperios contra el gasto desatinado de hombres y materiales en las costumbres tan queridas de Confucio, en particular lo atinente a ceremonias fúnebres que todavía hoy en Asia oriental requieren en no pocas ocasiones un auténtico capital. También tenía objeciones contra la música, que en el confucianismo ocupaba un lugar importante en el marco del ritual. En sus escritos anticonfucianos, los confucianos aparecen, de hecho, como holgazanes amantes del boato que además sacan el dinero de los bolsillos del pueblo. Esta actitud de los moístas, hostil al ritual, resulta tanto más extraña puesto que Mo Di, al menos en el exterior, creía con firmeza en la existencia de los espíritus y de un «cielo» rector que obraba de manera personal y estaba situado en la cúspide, y, en este sentido, se remontaba a las concepciones del credo preconfuciano. Si Confucio quería conservar el ritual, aun cuando éste careciese ya de toda referencia metafísica, Mo Di intentó conservar o reintroducir dicha referencia metafísica, disolviendo al mismo tiempo el ritual hasta reducirlo a unos pocos elementos rudimentarios. También en este caso pensó en términos económicos: la conciencia de estar rodeados de espíritus por todas partes y de considerarnos permanentemente premiados o castigados por el cielo le parecía la mejor garantía del acatamiento de las reglas morales fundamentales, al igual que, a la inversa, buscó siempre combatir la creencia en que todo lo nivela en un destino predeterminado, porque en su opinión esta creencia socavaba el esfuerzo personal de cada individuo. Por otra parte, en los moístas tardíos, creer en seres sobrenaturales quedó cada vez más en un segundo plano.

Retórica y lógica

En comparación con la postura doctrinal de Confucio, transmitida de forma ligeramente incoherente por sus discípulos, la postura de Mo Di existe en un corpus global y claramente dispuesto, aunque a juzgar por el índice de contenidos no esté del todo completo. En definitiva, se trata no sólo del trabajo de Mo Di (quien, según parece, a diferencia de Confucio, pudo haber redactado al menos algunas partes de este corpus), sino también de su escuela, rigurosamente organizada y todavía activa más de doscientos años después de la muerte de Mo Di. Puesto que éste no quería recurrir de manera consciente, como los confucianos, a la organización familiar desarrollada de forma natural para evitar así las jerarquías aristocráticas preexistentes, elaboró una especie de organización en cuadros, inspirada más bien en el ejemplo de una idea de igualdad militar y con un director (juzi, «autoridad») elegido en la cúspide y que, tras la muerte de Mo Di, ejerciese la función de dirigir. En las tareas de formación de los cuadros, el ejercicio intensivo de la retórica, que debía servir para la defensa de la doctrina, tenía un lugar preeminente. De ello se derivó también la meditada clasificación de los escritos de Mo Di, junto a los cuales se incluyeron habitualmente, como ya se ha mencionado en referencia a los capítulos pacifistas, escritos «sinópticos» paralelos que persiguieron abiertamente el objetivo de defender a otro nivel la propia posición frente al oponente ocasional.

A lo largo de, aproximadamente, un siglo, la escuela de Mo Di elaboró, partiendo de este inicio, toda su doctrina filosófica con la idea del «amor que todo lo abarca» en su núcleo, hasta crear un sistema de pensamiento ético íntegramente estructurado y en el cual cada concepto individual estaba definido con precisión, era puesto en relación con otros conceptos semejantes o contrapuestos y, lo más importante de todo, se ejercitaba de forma exhaustiva en sus diversas funciones y formas de aplicación. Por el contrario, las definiciones que encontramos en los escritos confucianos se difuminan en construcciones nebulosas y sumamente inconsistentes. Los capítulos más relevantes del conjunto de la obra moísta nos han llegado de forma incompleta y muy deficiente por la sencilla razón de que, tras la progresiva desaparición de esta tradición moísta, la posteridad dejó de entenderla. No ha sido hasta la década de 1960, que toda una serie de sinólogos de Asia oriental, así como algunos occidentales (entre los cuales merece una mención especial el sinólogo británico A. C. Graham) han lidiado con estos textos, los han reconstruido —en parte con cierta osadía— y han extraído de ellos su sentido originario. Llama la atención que estos textos muestren también una evolución en el planteamiento de los problemas y en la solución de los mismos, de modo que con toda probabilidad proceden de periodos diversos. En los fragmentos más antiguos de estos textos (es decir, en el Canon y en las Explicaciones del Canon), las reflexiones giran todavía con preferencia en torno a la cuestión de cómo vincular las distintas «realidades» (shi) con «nombres», es decir, con «conceptos» (ming) y —en un segundo paso— en qué medida existe de algún modo dicho vínculo. Confucio había tratado ya, aunque de manera mucho más ingenua, la «rectificación de los nombres», como demuestra su queja (véase pág. 70) en relación con la vasija de bronce que se designa gráficamente como «calabaza-cuerno de beber», y también su tendencia a la definición, reconocible en muchas de sus sentencias. También los moístas definieron en sus escritos más antiguos conceptos individuales, del mismo modo que conceptos confucianos que, por supuesto, asumían de forma repentina un matiz del todo diferente y ciertamente moísta, como, por ejemplo: «“humanidad” (ren) es “amor individual”»17 (ti ai, en oposición al «amor que todo lo abarca»), «“equidad”(yi) es “utilidad” (li)» o «“piedad filial” (xiao) es “ser útil a los padres”»18 (li qin).

Pero mucho más importante es la cuestión de principio sobre la naturaleza de las relaciones recíprocas entre «realidades» y «nombres». En aquella época, esta cuestión ocupó de una u otra manera también a otros filósofos, si bien únicamente los moístas buscaron su solución seriamente. Ni postularon de manera sencilla la existencia permanente de tal relación recíproca, para estigmatizar después sobre esa base la quiebra de dicha relación como un síntoma de decadencia, ni tomaron esta quiebra como pretexto para negar por entero la existencia de una relación recíproca. Comenzaron, en definitiva, a distinguir, de manera bastante sutil, una labor que a la vista de la escasa precisión del lenguaje nos obliga a sentir admiración.

«Nombres» y «realidades» no tienen por qué corresponderse necesariamente entre sí. Cuando [alguien dice] «esta piedra es blanca» y la piedra se rompe, el enunciado «blanco» sigue siendo igualmente válido para todos [los pedazos]. Pero cuando alguien afirma «esta piedra es grande» [y se rompe], el enunciado «grande» no sigue siendo válido del mismo modo para [todos los pedazos]. Excepto los casos en que con la denominación se expresa una medida o un número [la «realidad»] se corresponde [todavía] con el nombre, aun cuando se rompa [el objeto en cuestión].19

De este modo, valiéndose de un gran número de ejemplos, los moístas dilucidaron cómo las realidades sólo podían compararse dentro de su propia clase y cómo, de igual modo, las afirmaciones sobre las realidades únicamente podían aplicarse a las mismas clases —una diferenciación que, si bien es válida en ocasiones para el lenguaje, no lo es siempre (y en el caso del chino, podemos añadir, con una frecuencia en cierto sentido escasa). Dicho de otra manera: la estructura superficial idéntica de dos frases no enuncia aún nada sobre la validez de las mismas, pues una puede ser correcta y la otra no, si lo que afirman pertenece a clases diferentes. Mediante un trabajo duro y minucioso, los moístas —trascendiendo en este sentido la, hasta cierto punto, desprovista lengua china— avanzaron hasta alcanzar una clara diferenciación entre sustancias y accidentes (por supuesto, sin formular términos análogos a éstos). Tras todo este esfuerzo no estaba ya únicamente el motivo de imponerse en las disputas a los adversarios ideológicos, sino también el propósito particular, cuando menos en algunos ámbitos concretos, de fundamentar el «amor que todo lo abarca» en sí mismo y dentro de la propia escuela. Ciertas dificultades fueron el resultado, por una parte, del problema del infinito, afectado por el concepto de algo «que todo lo abarca». Dicho de manera más concreta: ¿podía hablarse de un «amor que todo lo abarca» sin conocer a «todos los seres humanos», es decir, sin saber lo que tenía que amarse? Por otra parte, surgió el problema de las excepciones, pues los moístas tenían una jurisdicción muy estricta, con sentencias de muerte. Estas excepciones tenían que aislarse mediante la introducción de clases diferenciadoras de significados, con el fin de no disolver el concepto de algo «que todo lo abarca». El siguiente pasaje, tomado de los escritos moístas, muestra cómo discurría esta argumentación:

Los ladrones son seres humanos. Pero tener demasiados ladrones no significa tener demasiados seres humanos. Amar a los ladrones no significa amar a los seres humanos. Matar a ladrones no significa matar a seres humanos.

Este pasaje es, no obstante, sólo parte de un capítulo muy extenso, salpicado de numerosos ejemplos de otras esferas del saber (titulado Xiao qu, «Captación de lo pequeño»), relativamente bien transmitido y que ofrece, entre otras cosas, un bosquejo de las diversas posibilidades de afirmación. En el fragmento citado a continuación, y con el fin de ofrecer mayor claridad, los ejemplos, a diferencia del texto chino, se anexan a la descripción de las afirmaciones posibles:

[Las afirmaciones] sobre las cosas pueden ser de tal manera

[1] que sean correctas desde el punto de vista de la definición (shi) y también adecuadas en lo funcional (ran), como, por ejemplo: un caballo blanco es un caballo; montar un caballo blanco es [también] montar un caballo «que es así».

[2] que sean correctas desde el punto de vista de la definición, pero no adecuadas en lo funcional, como, por ejemplo: una barca es de madera, pero: montarse en una barca no es montarse en una madera. (Entre otros ejemplos, se encuentra aquí también el ejemplo ya citado de los ladrones).

[3] que sean incorrectas desde el punto de vista de la definición (bu shi), pero adecuadas en lo funcional, como, por ejemplo: la lectura de libros no es libros, pero amar la lectura de libros es amar los libros.

[4] que tengan amplia validez en un caso y en otro no. Por ejemplo, la afirmación: «él ama a los seres humanos» hace esperar que el sujeto en cuestión ame a todos los seres humanos, porque sólo entonces «ama a los seres humanos». En cambio, la declaración: «él no ama a los seres humanos» no hace esperar que el sujeto en cuestión no ame en absoluto a ningún ser humano, sino que, como no ama a todos, se trata de alguien que «no ama a los seres humanos».

[5] que en un caso sean correctas y en otro erróneas, como, por ejemplo: si alguien habita [una casa] en un país, vive en ese país, pero si posee una casa en un país, no por ello posee el país.20

Por muy dignas de admiración que pudieran ser las distinciones lógicas de los moístas (que si bien no deberían identificarse con el propio Mo Di, se infirieron como una consecuencia interna de su actitud fundamental ajustada a la «utilidad»), de cara al exterior fueron cada vez más inoperantes y quizá contribuyeron de manera considerable al fracaso final de la escuela de Mo Di. Aun cuando en la discusión superasen a todos sus oponentes, los moístas resultaron estar más bien «sobreentrenados» y, por tanto, se aislaron con sus habilidades solitarias. Sólo cuando en China comenzó a conocerse la lógica occidental, en primer lugar gracias a la traducción del System of Logic, de John Stuart Mill (sólo la primera mitad, publicada en 1902 y traducida por Yen Fu), creyeron vislumbrar las posibilidades que China había quizá desaprovechado al ignorar la doctrina moísta. En este sentido, si la doctrina de Mo Di parecía reunir todas las propiedades que, desde el punto de vista chino, distinguen el moderno pensamiento occidental: la actitud fundamental utilitarista y, al mismo tiempo, el «amor generalizado a los seres humanos», expresado tanto en el cristianismo como en el socialismo, ¿no coincidían Mo Di y el pensamiento occidental en hacer compatibles la fe religiosa en un Dios en el cielo con los espíritus que lo apoyan y, por otra parte, el interés por las cuestiones técnicas de las que, con el tiempo, formaría parte también el enfoque de la lógica? Es cierto que tales equiparaciones eran cuestionables porque comparaban entre sí resultados y no causas, pero quizá contenían un punto de verdad. Que la doctrina moísta, que, en la historia del pensamiento chino, representa un momento errático y singular, emergiese de manera sobresaliente sería apenas concebible sin una total transformación o incluso desintegración de todos los demás grandes sistemas filosóficos de China. Y para ello carecía precisamente de la fuerza necesaria, porque, visto con rigor, era contraria a dos poderes fundamentales existentes entonces en China: el sistema familiar y la estructura de la lengua —por no hablar de los poderes fortalecidos para la guerra.