Capítulo V

Los taoístas y sus precursores

Hedonistas y quietistas

Mo Di y sus seguidores habían aplicado de antemano las obligaciones éticas del individuo ante la sociedad, que los confucianos habían extendido, poco a poco y en círculos concéntricos, a todos los seres humanos, desde la familia hasta la humanidad en su conjunto, sin hacer uso de la diferenciación de Mo Di, y de dichas obligaciones habían deducido también sus reivindicaciones pacifistas. En el ámbito lingüístico, no sólo habían descubierto el valor de las definiciones a la hora de formular pensamientos filosóficos, como Confucio (para quien la «corrección de los conceptos» llevaba todavía consigo la cáscara del pensamiento mágico), sino que también habían ampliado la argumentación hasta convertirla en un instrumento perfecto que al final sólo podía ser empleado por ellos y, por esta razón, sólo ellos eran capaces de apreciar de verdad. En muchos aspectos, por consiguiente, los moístas llevaron los planteamientos de los confucianos hasta sus últimas consecuencias en una determinada dirección; fueron «confucianos radicales», lo que representa una contradicción en sí misma en tanto en cuanto el acatamiento del «término medio» había sido siempre algo típico del confucianismo.

Pero también existieron, sin duda, corrientes intelectuales para las cuales el afán confuciano había llegado por principio demasiado lejos. Al comienzo, se trataba de tendencias de índole muy diversa, pues las «objeciones» contra las exigencias morales relativas al estado, a la sociedad y a una «humanidad» más o menos ficticia que Confucio había introducido de forma precipitada en el mundo, podían articularse de diferentes maneras. Desde un punto de vista fenomenológico, todas estas reacciones eran «más antiguas» que el confucianismo, aunque no se formularon hasta mucho tiempo después de su primera aparición. A este respecto, es comprensible que los escritos de estos «objetores», entre los cuales hablaremos aquí de los «taoístas» en su sentido más general, fueran en parte clasificados cronológicamente por la tradición china como anteriores a los confucianos, aun cuando desde el punto de vista lingüístico y conceptual puedan identificarse de manera inequívoca como muy posteriores.

Una corriente que existía ya de manera evidente antes de Confucio y que quizá poseía connotaciones religiosas (que aquí no podemos analizar con detalle), pero que, a decir verdad, sólo tomó conciencia de sí misma a través del confucianismo, fue la corriente del «quietismo». Bajo esta expresión poco nítida (tomada de A. Waley), hemos de entender un tipo de ideología anacorética que parte de la idea de que toda influencia ejercida sobre la sociedad, o sobre el mundo en general, proviene del mal. Todo obrar sería, en último término, una corrupción de lo natural y, por este motivo, al mismo tiempo una turbación y una contaminación. Ya en las Analectas de Confucio, y, en concreto, en sus partes más antiguas, se hallan en diferentes ocasiones referencias a esta actitud fundamental que Confucio no rechazó en absoluto, sino que tan sólo «dejó tal cual». A ella estaban vinculados, en ciertas ocasiones, determinados ejercicios de meditación que permitían que el cuerpo permaneciese inmóvil y rígido como si se transformase en «madera seca» o en «ceniza muerta», por emplear las palabras que encontramos al respecto en antiguos textos taoístas. (El terminus technicus para meditación es zuo wang, «estar sentado en el olvido»). El pensamiento de que es posible conservar la pureza y la fuerza de la persona mediante la quietud interior y exterior existía ya, por tanto, antes de la formulación expresa y precisa de una doctrina taoísta, si bien sólo más tarde este pensamiento se convertiría en uno de los componentes más importantes de la misma.

Otra corriente del mismo modo emparentada desde antiguo con el quietismo, pero diferente de éste, fue la hedonista (por emplear de nuevo un término manejable). Esta corriente no se oponía tanto a la actividad social, cuanto a la mala planificación social del ser humano. A diferencia del quietismo, más anónimo, el hedonismo estuvo asociado a un nombre, en concreto al del filósofo Yang Zhu (ca. comienzos del siglo iv a. C.). De este filósofo, de cuya existencia histórica no puede dudarse, sólo se han transmitido, por lo demás, algunas sentencias medulares, mientras que la exposición más extensa de su doctrina, que encontramos en el texto taoísta Liezi, procede (al igual que el Liezi) de finales del siglo iii después de Cristo. En todo caso, estas sentencias medulares permiten reconocer que lo esencial para Yang Zhu, como para los hedonistas chinos en general, era, por una parte, disfrutar plenamente de la vida individual demasiado breve y, por otra, no sacrificarla por nada ni por nadie. Los conceptos relevantes de estas dos máximas son quansheng, «el mantenimiento íntegro de la vida», y wei wo, «el [principio del] para mí». Ambos parafrasean en el fondo lo mismo, a saber, el objetivo de no dejar que ningún motivo procedente del exterior impida la propia autorrealización (dicho en términos modernos). La expresión más célebre, y casi con seguridad originaria de Yang Zhu, fue que no estaba dispuesto a «entregar ni uno sólo de sus cabellos, aunque con ello pudiera salvarse el mundo entero».21 Probablemente, esta sentencia pasó de una generación a otra porque, al tratarse de una declaración extrema, convino muy bien a los adversarios de Yang Zhu. En realidad, nada sabemos sobre su justificación originaria; incluso la justificación enunciada más tarde en el texto que acabamos de mencionar, del siglo iii d. C., es muy sobria y razonable, aun cuando esta época posterior de la historia del pensamiento optase de manera muy acusada por las formas de expresión provocadoras. En particular lo que la máxima «¡Ni un pelo por el mundo!» indica es solamente un principiis obsta; si uno se aparta de ella, pronto se vería obligado a entregar mucho más por bastante menos. Resulta interesante comprobar que Yang Zhu y Mo Di fueron reconocidos muy pronto como exponentes opuestos de las dos posiciones extremas del confucianismo; en los discursos del confuciano Mencio (de quien todavía hablaremos), se mencionan con frecuencia como los dos archiherejes contrarios que combatieron el confucianismo desde posiciones contrapuestas.

Sofistas de dos colores

No obstante, los moístas y, en menor medida, también los confucianos tuvieron que enfrentarse no sólo en el terreno de la ética, sino también en el de la lógica con adversarios que, en algunos aspectos, pueden considerarse precursores de los taoístas. Fue el caso de los «sofistas», miembros chinos de la «escuela de los Nombres (o del Concepto)» [mingjia], expresión de la época Han). Puesto que pertenecían al círculo, pequeño en su conjunto, de los filósofos que, de algún modo, se dedicaron a las cuestiones de lógica (y que compartían con ellos la denominación genérica de «dialécticos», bianzhe), en ocasiones fueron considerados cercanos a los moístas posteriores que ya hemos examinado, o incluso se los identificó con ellos. En realidad, con éstos tenían sólo en común los problemas expuestos por medio de ciertas palabras clave, pero no las soluciones; e incluso dentro de la «escuela de los Nombres» existieron dos orientaciones nítidamente delimitadas entre sí. Lo que en principio distinguía a los representantes de esta escuela de los de la posterior escuela de Mo Di era que aquéllos no buscaron superar la brecha entre el lenguaje y la realidad (que los moístas querían conseguir mediante la continua formación de grupos análogos), sino que, por el contrario, no se cansaron de ponerla de manifiesto, por no decir que la hicieron aún más profunda.

Según la tradición, los sofistas descendían del jurista Deng Xizi, el cual no sólo redactó un código de leyes (el «código de bambú», zhuxing), sino que también ejerció de abogado con tanto éxito que tramitaba los procesos de sus clientes según su propia voluntad, aunque fuesen culpables. Según parece, puesto que suponía un desorden para el Estado, las autoridades lo ejecutaron sin más preámbulos en 501 a. C. Su sucesor más directo fue el sofista Gongsun Long (ca. 320-250 a. C.), el representante más conocido de esta corriente. Célebre, casi en el sentido de una marca de fábrica, fue su sentencia «un caballo blanco no es un caballo», una afirmación que, según la leyenda, expuso cuando, de acuerdo a las disposiciones, tenía que abonar los derechos de portazgo para atravesar un paso con el caballo blanco que entonces montaba. Pero, en realidad, esta afirmación en principio paradójica no fue para él más que el primer paso hacia una sutil diferenciación entre conceptos y realidades. El tratado sobre el caballo blanco se ha conservado en forma de diálogo. Un interlocutor anónimo plantea a Gongsun Long las palabras clave:

[Pregunta:] «Un caballo blanco no es un caballo, ¿puede [realmente decirse] esto?» Respuesta: «Sin duda». Pregunta: «¿Y hasta qué punto?». Respuesta: «“Caballo” designa la figura, y “blanco”, el color. Lo que designa el color no es lo que designa la figura. Y por eso: «Un caballo blanco no es un caballo». Pregunta: «Es decir, ¿los caballos que tienen un color no son para vosotros “un caballo”? Pero en el mundo no existe ningún caballo sin color. En consecuencia, no habría más caballos en el mundo, ¿se puede [afirmar realmente] tal cosa?» […] Respuesta: «“Caballo” sin asociarlo aún a “blanco” es “caballo”, y “blanco” sin asociarlo aún a “caballo” es “blanco”. Pero si se asocian “caballo” y “blanco”, entonces resulta el concepto doble “caballo blanco”. Sin embargo, designar lo asociado con lo no asociado es inadmisible».22

El diálogo continúa sin sacar a la luz argumentos nuevos, pues resulta evidente de qué se trata: de la gran dependencia lingüística de estas reflexiones sofistas. En las lenguas occidentales, la aseveración de Gongsun Long parece bastante traída por los pelos, porque en nuestra gramática «caballo» y «blanco» pertenecen a dos categorías léxicas completamente distintas. Sin embargo, en chino, que no conoce categorías léxicas, la frase en discusión funciona desde el punto de vista gramatical de manera idéntica a: «caballo» y «blancura» es «caballo», y, por tanto, del mismo modo falso que: «caballo» y «vaca» es «caballo». La diferenciación entre sustantivo y adjetivo, que nuestra lengua nos proporciona ya como pauta, en China se conseguiría con grandes dificultades. Los moístas posteriores la obtuvieron postulando para sí mismos y de manera secundaria reglas no contendidas en el idioma. En cambio, los sofistas como Gongsun Long dejaron intacta de manera consciente esta ausencia de reglas, pero sin ser por ello destructivos, como con frecuencia se les ha reprochado.

En otro célebre tratado llamado Sobre los significados y las cosas (Zhiwu lun), Gongsun Long se ocupó de nuevo, como muchos de sus contemporáneos, de la relación entre conceptos y realidades e introdujo, al hacerlo, el difícil término «significado» (zhi, cuyo sentido fundamental es: «dedo», «indicar»). Argumenta (de manera artificial y algo retorcida) que, si bien todos los «significados» hacen referencia a «cosas», en el fondo, cuando declaramos algo, nos limitamos a asignar unos «significados» a otros «significados», o bien (en las declaraciones negativas) a no hacerlo, en lugar de asignar «cosas» reales a determinados «significados». Así, por ejemplo, no es la vaca en sí la que no tiene el «significado» caballo, sino sólo el «significado» vaca. Por tanto, el pensamiento se divide antes que nada, por una parte, en la percepción de las cosas reales y, por otra, en la manipulación en principio independiente de sus «significados»; y de igual manera el ser en su totalidad se divide en un plano real y en otro conceptual. Pero Gongsun Long no se detuvo en esta observación. Él mismo señaló que «el mundo», por convención, establece vínculos (jian) entre las «cosas» reales y los «significados» que tendrían, como consecuencia, que esas cosas vinculadas a significados estarían determinadas, de hecho, en lo referente a su significado, en el plano conceptual. Dicho de otro modo: ni sólo de una vaca real ni sólo del significado (es decir, del concepto o de la palabra) «vaca» puede decirse que no pueda asociarse al significado «caballo», pues es la vaca real y vinculada (de forma convencional) al significado «vaca», que ya no puede asociarse al significado «caballo».

Junto a las paradójicas sentencias de Gongsun Long, que son autónomas y se defienden en largos discursos, existen también —diseminadas en textos muy diferentes, pero taoístas en su mayoría— otras paradojas muy distintas y epigramáticas, de las que falta la explicación. Seguramente, ésta se perdió en algunas de ellas, si bien en otras parece que no se tenía la intención de ofrecer una explicación (como en algún chiste absurdo), sino que más bien el objetivo buscado era obligar al espíritu a trascender el plano del entendimiento. Ejemplo de ello son las paradojas del sofista Hui Shi (ca. 380-300), activo aproximadamente una generación antes que Gongsun Long. Mientras que en este último hallamos un impulso, que llega a las mayores sutilezas, para separar, distinguir y diferenciar, en Hui Shi encontramos exactamente lo contrario: la (para formularlo según la tradición china) «unión de lo igual y lo diverso» (he tong yi). Por ejemplo:

El cielo está tan bajo como la tierra; las montañas son tan llanas como los pantanos. El centro del mundo está al norte del estado de Yan [el estado más septentrional] y al sur del estado de Yue [el estado más meridional].

Hoy voy a Yue y ayer llegué allí.

El sol en el cenit es el sol poniente; el ser que nace es el ser que muere.23

Es evidente que en estas declaraciones no se trata ya propiamente de cuestiones de lógica del lenguaje, sino de cuestiones puramente filosóficas. Algunas de las supuestas «paradojas», expuestas en una serie junto con las que acaban de citarse, llevan, por tanto, este nombre sin ninguna razón. Es el caso, por ejemplo, de:

Lo más grande de todo no tiene ningún exterior; se denomina lo «único» grande. Lo más pequeño de todo no tiene ningún interior; es lo «único» pequeño.

[Comprobar] que las igualdades en lo grande y las diferencias en lo pequeño [existen], a esto se le llama «pequeña distinción». [Comprobar] que todas las cosas son iguales y que todas las cosas son también desiguales, a esto se le llama «gran distinción».

Yo amo desmesuradamente (fan ai) todas las cosas. El cielo y la tierra son un único cuerpo.24

Por tanto, mediante sus paradojas o paradojas aparentes, Hui Shi intentó elevar el pensamiento y dotarlo de dignidad y grandeza en virtud de un objetivo supraconceptual. En cambio, Gongsun Long, cuya argumentación provoca una impresión tan lúdica, se esfuerza por liberar el pensamiento mediante la comprensión de las relaciones internas (al igual que el «juego» está siempre vinculado a la «libertad»). Ambos pensadores, aunque no fuesen taoístas, representaron cada uno a su modo el punto de partida de este pensamiento, y, con ello, determinaron de manera indirecta también, el desarrollo ulterior del mismo, aun cuando esta influencia determinante no siempre sea evidente.

Zhuangzi

Así pues, en la aparición del taoísmo como contrapartida del confucianismo intervinieron cuatro componentes: el hedonismo y el quietismo, que buscaron impedir el encadenamiento del ser humano en el aspecto ético, y las dos formas de la escuela sofista, que trataron de evitar el encadenamiento en el aspecto lingüístico y conceptual. Como quinto componente, menos específico, se añadió a ellos la concepción fundamental y aceptada por todas las cosmovisiones chinas de una división dual del mundo en una esfera del yin femenino y otra del yang masculino, como había quedado reflejado en el Libro de las mutaciones. Debido a esto, los comienzos del taoísmo son mucho más difíciles de concebir que los del confucianismo o los del moísmo. El taoísmo surgió paulatinamente como un negativo fotográfico de las escuelas más activas. No existen figuras fundacionales perfiladas históricamente de forma clara, ni tampoco una escuela firmemente establecida, del mismo modo que sus textos originales son algo más difíciles de definir que los clásicos confucianos. El primer texto taoísta en sus partes más antiguas, el libro Zhuangzi, contiene escritos redactados en el periodo aproximado que se extiende entre mediados del siglo iv y principios del siglo ii a. C., si no más tarde. El presunto autor, del que recibió el nombre, Zhuangzi, el «maestro Zhuang» o más exactamente Zhuang Zhou, fue una figura histórica y activa en torno al año 350 a. C. aproximadamente, de la que, por lo demás, no se conoce nada digno de mención. No obstante, parece, en cierta medida seguro, que escribió amplias partes del libro. En favor de esta tesis operan la fuerza expresiva, la plasticidad y la irónica versatilidad de verdad únicas en esta forma; Zhuangzi y sus imitadores, inmortalizados en el libro, eran poetas antes que filósofos. Precisamente por ello resulta más complicado destilar a partir del libro algo parecido a una «doctrina» claramente definible. Se compone de anécdotas, conversaciones e historias alegóricas, en las cuales (algo inaudito para China), las propiedades filosóficas, e incluso los conceptos, toman forma y dialogan entre sí una y otra vez. En su estructura y en sus declaraciones, el libro es todo lo asistemático que pueda pensarse, pero (uno se siente tentado a decir: precisamente por eso) posee una sabiduría que convence de manera directa. En consecuencia, parece casi una violación plantear el texto de forma sistemática desde un punto de vista cualquiera, aunque, en última instancia, sea inevitable para describirlo.

Una idea central en Zhuangzi es el convencimiento de la existencia de una «unidad inmutable que atraviesa la pluralidad de las cosas en permanente cambio, pero que, al mismo tiempo, es la causa de toda forma de vida y movimiento» (Waley). Ilustra este pensamiento, entre otros, mediante la imagen de una tormenta que brama por el paisaje y que en todos los rincones y cavidades provoca aullidos y silbidos distintos según la forma de cada lugar, pero sin que ella misma se haga visible. Esta fuerza motriz y vivificadora es —aunque en las partes más antiguas del libro no hallemos aún esta equiparación directa— el dao,* concepto medular de la filosofía china, que los «taoístas», llamados según el dao, no adoptaron hasta una época algo posterior. En la antigua grafía encontramos la combinación de «cabeza» y «camino» (o «cruce» ) y, puesto que el signo o la palabra guardan también una relación gráfica y fonética con el término «conducir» , puede que este carácter se utilizase en su origen también para «conducir». El concepto se empleó ya en el confucianismo, aunque más bien en el sentido plural de la tarea —distinta en cada caso— que a cada individuo se le plantea en su vida. Sin embargo, sólo dentro del taoísmo, el concepto —en todo caso, tras algunos planteamientos anteriores, sobre todo en el texto Guanzi, que circuló bajo el nombre del estadista Guan Zhong (siglo vii a. C.) y que no podemos analizar aquí en toda su complejidad— sufrió una transformación en el sentido de que ya no significó el «camino» que todo ser tiene que recorrer por sí mismo, sino una «fuerza directriz y vital» uniforme que de forma común late en todas las cosas.

No obstante, lo que Zhuangzi formuló en primer lugar fue la igualdad de todas las cosas, resultado de la acción última, decisiva y uniforme de esta fuerza originaria y —lo cual no es sino lo mismo contemplado desde otro lado— la relatividad de las mismas. En el terreno del lenguaje y de la lógica, ello conduce, según Zhuangzi, a una actitud escéptica, alentada casi con certeza por las doctrinas de los sofistas, aunque no idéntica a éstas:

Supongamos que yo disputo contigo y que tú me vences: ¿tienes realmente la razón? O que te venzo yo: ¿tengo yo realmente la razón? ¿Tiene uno de nosotros la razón y el otro no la tiene, o los dos tenemos razón y los dos no tenemos razón? Los dos no podemos saberlo, ¿y a quién podríamos acudir para decidirlo? [...] Lo correcto (shi) no es correcto, lo apropiado (ran) no es apropiado. Si lo correcto fuese realmente correcto, se diferenciaría de lo incorrecto de manera tan nítida que no haría falta ya disputa alguna, y lo mismo es válido para lo apropiado […] Por tanto, ¡olvida los años, olvida las interpretaciones (yi) y arrójate a lo ilimitado de forma que puedas habitar en lo ilimitado!25

Zhuangzi descubrió la igualdad y la relatividad no sólo en todas las afirmaciones, sino también en la realidad; incluso la vigilia y los sueños podían ser intercambiables. Mas, al mismo tiempo, toda la grandeza e imprevisibilidad de esta fuerza originaria y arrolladora le parece a Zhuangzi de algún modo congénita y, por ello, de una calidad superior. Lo ilustró describiendo el potente vuelo que conduce al cielo al gigantesco pájaro Peng, mientras que la pequeña codorniz, que laboriosamente sobrevuela su limitado dominio, sólo nos provoca un asombro que no comprendemos y que censuramos; o mediante la descripción de un árbol gigante cuyo tronco está tan torcido y deforme que no sirve para nada y precisamente por eso pudo crecer hasta volverse inmenso. Sólo cuando nos aferramos a la inutilidad, se garantiza la longevidad y la integridad.

Por el contrario, los numerosos pasajes en los que Zhuangzi habla de enfermos, tullidos y moribundos, en quienes se muestra la relatividad de la muerte y de la vida, así como la posibilidad implícita en dicha relatividad de superar la muerte, se cuentan entre los pasajes más impresionantes de todo el libro. Uno de ellos dice lo siguiente:

Cuatro hombres hablaban entre sí: «¡El que sea capaz de convertir el no-obrar en cabeza, la vida en cuerpo y la muerte en rabo, y haya así reconocido que la muerte y la vida forman un único cuerpo, ése será nuestro amigo». Se miraron unos a otros, rieron y desde entonces se hicieron amigos. Al poco tiempo, uno de ellos, Ziyu, cayó enfermo y otro, Zisi, fue a visitarlo: «Verdaderamente, el Creador es grande —dijo el enfermo—; mira cómo me ha dispuesto: mi espalda se ha curvado tanto que mis tripas quedan arriba del todo […] y mis funciones corporales están completamente revueltas […]». Y se arrastró hasta una fuente para poder verse y gritó de nuevo: «Ay, ¡cómo me ha dispuesto el Creador». «¿Tienes miedo?», preguntó su amigo Zisi. «No» —respondió Ziyu—, «¿qué tengo ya que temer? Pronto me desintegraré. Mi hombro izquierdo se convertirá en un gallo que anunciará la mañana y mi hombro derecho en una ballesta con la que poder cazar patos para el asado. Mi trasero pasará a ser un par de ruedas y con mi alma, como caballo al frente, partiré en mi propio carro, ¿qué otra cosa necesito? Recibí la vida porque era mi momento y ahora me despido de ella por la misma ley. Contento con este curso natural, no me afectan alegrías ni aflicciones. Sólo estoy colgado, como se decía en la antigüedad, en el aire, incapaz de liberarme a mí mismo, atado por los hilos de las cosas. Pero las cosas son desde siempre inferiores al cielo [a la larga]. ¿Por qué habría de tener miedo?»26

La impasibilidad que Ziyu muestra frente a la muerte la extrae de la aceptación incondicional e incluso extática de su desintegración, que sólo significa una modificación en la forma, pero no una pérdida del ser que precisamente se fundamenta en la fuerza originaria del dao. En otra parte del libro se dice: «El ignorante no sabe que siempre que oculte cosas pequeñas, del modo que sea, en cosas más grandes, aquéllas siempre pueden extraviarse. Sin embargo, si alguien oculta el universo en el universo, no queda ya ningún lugar que pueda perderse».27 He aquí la manera taoísta de hacerse inmune al horror de la muerte, cuando se es capaz de identificar el cosmos de la propia persona con el cosmos del universo.

Esta postura presupone, frente a la acción de la naturaleza tras la cual se halla el dao, una actitud por completo aquiescente y, casi podría decirse, vegetativa. De hecho, encontramos también en Zhuangzi, en un lugar prominente (al final del apartado 1 del capítulo primero), esta sentencia lapidaria: «El ser humano superior carece de Yo, el ser humano espiritual carece de rendimiento, el ser humano santo carece de nombre».28 Estos tres tipos de ser humano ideal, definidos aquí de forma taoísta, provienen, en su terminología, de un vocabulario que en sí no es taoísta (y que es en parte confuciano) y que, por ello, tuvieron que introducirse de manera natural en el ámbito taoísta. El ser humano ideal originariamente taoísta se denominó, en cambio, de forma significativa, el «ser humano verdadero» (zhen-ren). Con ello se hacía referencia al ser humano natural, originario, no instruido, en el que nada está «hecho» precisamente porque él rinde homenaje al «no obrar» (wu wei), al obrar inconsciente y carente de objetivo. Desde un punto de vista confuciano, este «ser humano natural» podría resultar sencillamente un salvaje, pero desde una visión taoísta aparecería vinculado de manera equilibrada tanto a los seres humanos como a la naturaleza. En un largo párrafo, dice al respecto Zhuangzi:

Reconocer lo que la naturaleza (literalmente, el cielo) lleva a cabo y [al mismo tiempo] reconocer lo que el ser humano realiza, es el [conocimiento] supremo. El conocimiento de la actividad de la naturaleza lo genera la naturaleza; el conocimiento de la actividad humana se produce conociendo lo conocible y dejándose alimentar por lo incognoscible. Consumar los años de vida de cada uno y no morir a mitad de camino es la plenitud del conocimiento. Pero aquí existe una dificultad: el conocimiento, para demostrarse correcto, depende de algo externo a él. Y puesto que precisamente eso de lo que el conocimiento depende sigue siendo incierto, ¿cómo podemos saber entonces si lo que llamamos naturaleza no es humano y lo que yo llamo ser humano no forma parte en realidad de la naturaleza? El «ser humano verdadero» es necesario antes de que pueda haber conocimiento verdadero. ¿Pero qué debe entenderse por «ser humano verdadero»? [...] Pues bien [sigue una larga explicación en la que se dice, entre otras cosas], los verdaderos seres humanos de los tiempos pasados no conocían el placer de haber nacido ni el horror ante la muerte […] Tranquilos iban, tranquilos venían […] De este modo, no corrompían el dao mediante su conciencia ni buscaban ayudar a la naturaleza mediante su naturaleza humana. Así, su corazón se hizo firme, su rostro impasible y su frente sencilla y serena. Si eran fríos, era como la frescura del otoño; si eran calientes, era como la calidez de la primavera. Se encontraban con todos los seres, como les correspondía, pero nadie podía vislumbrar su final […] Por ello puede decirse de los seres humanos verdaderos: lo que aman es una sola cosa; lo que no aman es también una sola cosa. Con lo que se sienten unidos es una sola cosa; con lo que no se sienten unidos es también una sola cosa. Cuando se sienten uno, son compañeros de la naturaleza; cuando no se sienten uno, son compañeros del ser humano. En consecuencia, por el hecho de que en ellos se equilibran lo natural y lo humano demuestran ser «seres humanos verdaderos».29

Por tanto, el ser humano ideal taoísta no se desvincula categóricamente de la sociedad, aunque se sienta ligado a ella de manera menos estrecha que a la naturaleza, conforme a cuyas leyes actúa de manera tan impersonal y equilibrada como el propio viento primaveral. Las partes más tardías del libro Zhuangzi continúan desarrollando, con una fantasía desbordante y, en ocasiones, con un humor desconcertante, estos pensamientos fundamentales de Zhuangzi, que aquí hemos parafraseado a modo de esbozo mediante los conceptos de unidad, relatividad, espontaneidad y tarea del yo. El taoísmo obtuvo así un fundamento extraordinariamente vivo, fácilmente maleable y no demasiado distinto de un fructífero manantial originario del cual podían brotar las creaciones poéticas más extravagantes, pero también doctrinas claras y exhaustivamente construidas que poco a poco proveyeron al taoísmo de una forma más sistemática.

Laozi y el Dao de jing

Esta forma más sistemática es propia de otro de los dos grandes escritos taoístas antiguos, el Dao de jing, el «Libro del camino y de la virtud». Aunque es, sin duda, más reciente que las partes más antiguas del libro Zhuangzi, la tradición china lo atribuyó a un periodo anterior; en los añadidos más tardíos del Zhuangzi aparece ya repetidas veces el supuesto autor del Dao de jing, Laozi. Tras este nombre poco significativo —pues, no quiere decir nada más que «viejo maestro»—, puede ocultarse cualquier personalidad. Pero con el epíteto «viejo» se reivindicaba de antemano que se trataba del auténtico padre fundador del taoísmo. Sea quien fuere este Laozi (en caso de que en él exista algún fundamento histórico), este padre fundador y el autor del Dao de jing no pueden ser la misma persona. Otra cuestión es si existió un «autor» real del Dao de jing. La respuesta ha de ser más bien un sí, pues al final de la primera mitad del siglo iii a. C. tuvo que existir una personalidad concreta, aunque imposible de concebir históricamente, que llevó a cabo la compilación del libro empleando material antiguo y, con frecuencia, versificado o que, en cualquier caso, le confirió al libro una forma definitiva y en cierto sentido unitaria (al contrario que el texto del Zhuangzi). Desde el punto de vista del contenido, podría decirse que esta personalidad provenía del extranjero, pues el texto, al menos en parte, se dirige también a los príncipes y, a diferencia del Zhuangzi, ofrece indicaciones para gobernar.

En su forma actual, el libro —asombrosamente breve para sus alrededor de 5.000 signos— consta de 81 pequeños capítulos. Su división cumple así con una cifra sagrada (9 x 9 ó 34). Por lo demás, prevé una división en dos partes iguales o dos volúmenes, de los cuales el primero trata más del Dao y el segundo más del De. Pero, sin tener en cuenta que, en ambas partes, los dos términos desempeñan cierto papel, parece que ambos volúmenes se confundieron en alguna ocasión, a juzgar por los nuevos textos hallados en algunas tumbas del siglo ii a. C. Los 81 pequeños capítulos parecen tratar, cada uno de ellos, un único pensamiento, aunque en realidad el contenido del libro contiene apenas 200 frases esenciales y reglas nemotécnicas (sin ningún tipo de diálogo, historia o anécdota), distribuidas en 81 párrafos. Estos textos hallados recientemente no han promovido hasta ahora el descubrimiento de nuevas versiones que puedan modificar de forma radical nuestra concepción del mismo, aun cuando en ellos (como también en los textos descubiertos hace más tiempo) encontremos en ocasiones variantes significativas en el contenido (como sucede, por ejemplo, cuando, en lugar de la palabra wang, «rey», aparece el término sheng, «vida»).30

La relativa brevedad del libro y sus muchos pasajes misteriosos motivaron en China, desde época muy temprana, los comentarios más diversos, y en Occidente dieron lugar a numerosas traducciones, realizadas, en parte, por aficionados (actualmente, ¡entre 200 y 300!), que con frecuencia no representaron más que paráfrasis y que, por tanto, como sucede con muchos comentarios chinos, utilizaron el libro sólo como punto de partida para ideas por completo independientes.

La oposición entre el Zhuangzi y el Dao de jing ocupó ya desde época muy temprana a los propios chinos. Así, al final del Zhuangzi encontramos una interesante caracterización de ambos:

Incomprensiblemente extenso y sin forma, cambiando y transformándose sin persistencia, uniendo la muerte y la vida, vinculando el cielo y la tierra, al alcance de la iluminación divina —¿pero hacia dónde se dirige, olvidado de sí mismo, con qué se encuentra, de improviso?—, relacionando las diez mil cosas, con lo que uno ya no puede dedicarse a nada [en particular]: en esto consistía una doctrina del Dao en la antigüedad. Zhuangzi escuchó esta doctrina y se regocijó con ella. Y con discursos curiosos y de amplio espectro, con palabras salvajes y arrolladoras, con proverbios inescrutables e ilimitados, se dejó llevar sin acompañantes en el tiempo y observó sin detenerse en perspectivas [fijas]. Consideró el mundo sumido en las tinieblas, con lo que no era posible abordarlo con palabras claras […] [Pero, por otra parte, existía la concepción de] mantener el fundamento originario de lo puro, de considerar las cosas como toscos derivados del mismo y la riqueza acumulada como carencia, y de habitar únicamente con tranquila serenidad en la iluminación divina: en esto consistía la otra doctrina del Dao en la antigüedad […] Laozi escuchó esta doctrina y se regocijó en ella. Él erigió [un sistema] a partir del eterno No-ser y del Ser y situó en la cúspide la Gran Unidad. Convirtió la delicada debilidad y la devota modestia en la característica externa [de su doctrina], y el vacío y la incorruptibilidad de los diez mil seres en su verdadero núcleo.31

A esta descripción (que quizá proceda del siglo ii o del i a. C.) podría añadirse además que, en sus doctrinas respectivas, Zhuangzi hizo un énfasis mayor en los aspectos más hedonistas y Laozi en los más quietistas. En Laozi se halla también una influencia más profunda de la filosofía dualista del yin y el yang y, con ello, desde un primer momento, un fundamento teórico más claro. El Dao de jing es también bastante polémico; en la época de los filósofos, entre los siglos vi y iii a. C., en el desarrollo del pensamiento chino se convierte en característico un tono cada vez más controvertido. Y también por esta razón, el Dao de jing se dedica más al desarrollo de antinomias que el Zhuangzi, el cual describe la igualdad, la relatividad y el continuo cambio de todas las cosas. En el Dao de jing encontramos también la primera definición difícil del dao, del «camino»:

Existe un ser compuesto de tinieblas, que fue creado con anterioridad al cielo y a la tierra. Tan turbio, tan vacío, está solo sin alteración, se desplaza en círculo sin peligro. Se le puede llamar la madre del mundo. No conocemos su nombre y por eso lo designamos como «camino». Si se le quiere nombrar por la fuerza que posee, se le llama «grande». «Ser grande» quiere decir «que se va»; «que se va» quiere decir «estar lejos»; «estar lejos» quiere decir «que regresa». En consecuencia: el «camino» es grande, el cielo es grande, la tierra es grande y también el rey es grande. En los límites [del universo] existen [estos] Cuatro Grandes y el rey se encuentra entre ellos. El ser humano tiene como ley la tierra, la tierra tiene como ley el cielo, el cielo tiene como ley el «camino» y el «camino» tiene como ley el Ser así él mismo.32

Aquí aparece el «camino» como algo previo al cielo y a la tierra. Pero si analizamos el célebre (según el orden usual) primer capítulo del libro, aparece también como el origen del Ser y del No-ser:

El «camino» que se puede [designar] como «camino» no es el «camino» eterno, [pues] el nombre que puede nombrarse no es el nombre eterno. Lo que carece de nombre es el inicio del cielo y de la tierra; lo que tiene nombre es la madre de las diez mil cosas. Por consiguiente: a través del eterno no-querer se vislumbra su misterio, a través del eterno querer se vislumbran sus contornos. Ambos emanan de lo Idéntico, pero tienen nombres diversos. Nombrados en común significan lo Oscuro (xuan). Pero un Oscuro todavía mayor de lo Oscuro es la gran puerta de todos los misterios.33

En otro lugar se lee en este mismo sentido: «El mundo y las diez mil cosas emanan del Ser [mas] el Ser emana del No-ser».34 Todo lo existente surge, por tanto, del Ser, y el Ser a su vez del No-ser. Pero a ambos les precede una constelación denominada «el origen primordial», en la que están contenidos el Ser y el No-ser y tras la cual, a su vez —difícilmente separable de ella—, se halla el origen primordial todavía «más primordial», bajo el cual podemos imaginar quizá el dao, el «camino». En esta dirección apunta, asimismo, el inicio del pasaje siguiente, muy esquematizado por lo demás y, por ello, abierto a las más diversas interpretaciones:

El «camino» engendró el uno, el uno engendró el dos, el dos engendró el tres, el tres engendró las diez mil cosas. Las diez mil cosas portan por detrás, sobre sus espaldas, el oscuro yin y, por delante, en los brazos, el luminosos yang, y los unifican con su bullente esencia vital (qi).35

Los conceptos «Ser» y «No-ser», que a decir verdad tendrían que traducirse de forma correcta como «Haber» y «No-haber», fueron tratados por primera vez como conceptos filosóficos de manera sistemática y problemática en el Dao de jing. Cierta dificultad de comprensión radica en que si, por una parte, Ser y No-ser (al igual que los conceptos yang y yin, en sí concebidos de manera independiente, pero que, sin embargo, manifiestan cierto paralelismo con el Ser y el No-ser) se concibieron como emanados del «camino» —y, por consiguiente, como equivalentes—, por otra parte, el No-ser (al igual que el oscuro yin) precede de manea lógica (y, en cierto sentido, también cronológicamente) al Ser (es decir, al luminoso yang). En consecuencia, el No-ser (al igual que el yin con todas las características «femeninas» que le son inherentes) está por principio más próximo al «camino», y ello en tal grado que, en el terreno de los límites, comienza a confundirse con el «camino» mismo. Algunas propiedades asociadas al No-ser y al yin se transfieren de manera inmediata al «camino»: por una parte, su naturaleza indefinible, su vacío y fugacidad; por otra parte, su mansedumbre, su debilidad, su insignificancia y su continencia.

En el ámbito de la ética, el taoísmo de Laozi es, por supuesto, tan opuesto a las concepciones morales de los confucianos y los moístas como al taoísmo de Zhuangzi. Al contrario que éste, que relativiza una y otra vez sus declaraciones, en el Dao de jing encontramos, sin embargo, reglas de conducta para los seres humanos en general y para los príncipes —los «grandes» del mundo— en particular. Esta conducta se describe como una imitación del «camino» o quizá mejor: como dejar que el «camino» obre en la propia personalidad. Para indicar esta actitud, el Dao de jing introduce el concepto De, «virtud», que constituye el segundo componente del título del libro y que caracteriza también el tema del segundo volumen del mismo. La palabra, que en su antigua forma escrita aparece así y que muestra un ojo con una línea recta delante (una especie de «entredicho eclesiástico») y un «corazón» (que ya conocemos de la «sinceridad» confuciana, zhi ; en una variante, muestra de forma adicional un «pie», aunque esto no es algo seguro), tuvo originariamente el significado de «exorcizar» (de falso hechizo) y recibió, derivado de ello, el significado de «poder mágico», «fuerza espiritual», y más tarde, en el marco de la transmutación moral de todos los valores en el seno del confucianismo, el sentido de «virtud». Pero en el Dao de jing resplandece todavía palmariamente el antiguo significado mágico y carismático. El primer capítulo del segundo volumen, que recuerda ligeramente al primer capítulo ya citado del primer volumen en el que se hablaba del «camino eterno», esto se dilucida mediante una descripción del De y se contrasta con las virtudes confucianas:

La «virtud» superior no sabe de virtud, por eso tiene virtud. La virtud inferior no abandona la virtud, por eso no tiene virtud. La virtud superior no actúa y no tiene nada por lo que actuar. La virtud inferior actúa y [también] tiene algo por lo que actuar. La humanidad superior actúa [ya] ciertamente, pero no tiene [todavía] nada por lo que actuar. La equidad superior actúa y tiene [también] algo por lo que actuar. La cortesía (el ritual) superior [al final] actúa [de igual manera], pero cuando no se le sigue, se remanga para agredir. Por consiguiente: si se pierde el «camino», se tiene la «virtud»; si se pierde la «virtud», se tiene la humanidad; si se pierde la humanidad, se tiene la equidad; si se pierde la equidad, se tiene la cortesía (el ritual). Pero en verdad la cortesía (el ritual) es sólo la atrofia de la fiabilidad y de la lealtad y el inicio de la rebelión, al igual que el cálculo de antemano no es más que el reflejo del camino y el origen de la estupidez. Por este motivo, el gran hombre adulto habita en lo pleno y no habita en lo raquítico, habita en lo real y no habita en el reflejo.36

Para la sociedad y la política de aquí se deriva la reivindicación de una especie de orden anárquico que conste de pequeñas comunidades en las que, como Laozi afirma en un pasaje célebre, si bien se oye cantar a los gallos y ladrar a los perros del pueblo vecino, nadie siente, sin embargo, la necesidad de hacer visitas, de modo que los carros y los barcos se descomponen y los caminos se disipan. «¡Abandonad la sabiduría, desechad el saber —se dice en otro lugar del Dao de jing— y el beneficio del pueblo se multiplicará por cien! ¡Abandonad la humanidad, desechad la equidad y el pueblo volverá a la piedad y a la amabilidad! ¡Desechad el artificio, abandonad el lucro, y desaparecerán rateros y ladrones!»,37 pues éstas son conquistas típicamente humanas que destruyen al ser humano también en su vida social. «El cielo y la tierra (es decir, la naturaleza)», opina el Dao de jing, «no son “humanos”, para ellos las diez mil cosas son como “perros de paja”. Y [por eso] tampoco el ser humano santo es “humano”, para él las “cien familias” son como “perros de paja”.»38 En consecuencia, también para Laozi, el ser humano ideal que aquí sólo se designa con la expresión de corte confuciano «ser humano santo», la cual invita a pensar más en una figura soberana que en el «verdadero ser humano» de Zhuangzi (que no aparece en el Dao de jing), se comporta de una manera algo impersonal, como todas las cosas no humanas y los seres de la naturaleza. Pero precisamente así es como el ser santo lleva el mundo a su pleno desarrollo.

Por consiguiente, podríamos decir, en resumen, que el taoísmo, con su doble raíz en los libros Zhuangzi y Dao de jing, proclamó su gran antítesis del confucianismo, no sólo en este periodo temprano, sino también en todo su desarrollo posterior. Para afirmar tal cosa, tenemos, por supuesto, que tomar la expresión «taoísmo» en una acepción muy amplia e incluir también en ella momentos de su evolución religiosa (que no trataremos aquí), así como de sus posteriores formas mixtas budistas. En todo caso, resulta esencial que la filosofía china, gracias a la vehemente réplica del taoísmo contra el confucianismo en su conjunto, adoptó una especie de estructura dualista fundamental que muestra un paralelismo muy atractivo con la cosmovisión dualista del yin y el yang, y que ésta seguramente compartió con aquella estructura. Evidentemente, esto no quiere decir que en China sólo hayan existido dos tradiciones filosóficas, ni tampoco que el taoísmo y el confucianismo como tales no hayan aparecido en las tendencias más diversas, a menudo bastante hostiles entre sí. La verdad es más bien lo contrario: por una parte, que ambas corrientes fundamentales —la una orientada a la humanidad y a la sociedad, y la otra vinculada a la naturaleza y al anonimato— más bien se complementaron de continuo y no se excluyeron mutuamente y que, en las cientos de transformaciones que cada una experimentó, se encontraron una y otra vez en configuraciones nuevas hasta dar lugar, en ocasiones, a algo parecido a una filosofía dual. Y, por otra parte, es cierto que todos los demás sistemas filosóficos, incluso los que llegaron del exterior, como el budismo, cayeron en el campo de fuerzas de esta estructura dialéctica y antes o después tendieron ellos mismos a disociarse en dos tendencias fundamentales y análogas en la misma dirección.